Capítulo 3

A veces me pregunto qué habría sido de mi vida si la señora Van Hopper no hubiese sido tan esnob. Es curioso pensar que el curso de mi vida estuvo pendiente, como de un hilo, de aquel defecto suyo. Su curiosidad era una enfermedad, casi una manía. Al principio me quedaba pasmada, azorada a más no poder. Cuando veía a la gente reírse de ella a espaldas suyas o marcharse disimuladamente si la veían llegar, o hasta esconderse en la escalera de servicio para no encontrarse con ella, me sentía como la cabeza de turco que había de aguantar los castigos merecidos por su amo[2]. Ya hacía varios años que acudía al Hotel Côte d’Azur, y si se descuenta su afición al bridge, era bien sabido en Montecarlo que su única distracción era jactarse de la amistad que la unía con los visitantes de relieve, aunque ésta se limitase a haber coincidido en la oficina de Correos. Siempre se las arreglaba para presentarse a ellos, y antes de que la víctima atisbase el peligro, ya habían recibido una invitación para visitarla en su saloncito particular del hotel. Sus métodos de ataque eran directos y tan rápidos, que pocas veces quedaba una probabilidad de escapar. Se había apoderado de cierto sofá en el vestíbulo del Côte d’Azur, situado a medio camino entre la oficina de recepción de viajeros y el comedor, y allí tomaba el café después de la comida y de la cena, de manera que cuantos iban o venían no tenían más remedio que pasar junto a ella. En algunas ocasiones me utilizaba de reclamo o cebo para atraer a su presa, y me mandaba, con gran disgusto mío, que atravesara el vestíbulo para dar un recado, para pedir prestado un libro o una revista, o la dirección de cualquier tienda, o para comunicar a alguien el súbito descubrimiento de un amigo común. Parecía como si tuviera que alimentarse de gente conocida, como algunos inválidos a los que se les ha de dar la sopa con cuchara. Aunque prefería los títulos, cualquiera que hubiera aparecido retratado en los periódicos le bastaba. Nombres citados en una columna de ecos de sociedad, de escritores, pintores, actores y gente parecida, aunque fueran mediocres, la atraían con tal de haberlos visto impresos.

Me parece estarla viendo, como si fuese ayer, en aquella tarde inolvidable —ni importa cuántos años hace ya— en que, sentada en su sofá favorito, en el vestíbulo, maduraba su plan de ataque. Por la manera de golpearse los dientes con los impertinentes y lo brusco de sus movimientos, me fue fácil comprender que estaba examinando las diversas posibilidades. Y también supuse, cuando la vi levantarse de la mesa sin tomar el postre, que quería terminar de comer antes que el recién llegado, para instalarse en el lugar por el que tendría que pasar su víctima. Se volvió de repente hacia mí con los ojillos relucientes.

—¡Sube corriendo al cuarto y búscame aquella carta de mi sobrino! Ya sabes cuál: la que me escribió en su viaje de novios mandándome unas fotos. Anda, ¡corre, tráemela enseguida!

Comprendí que ya había madurado un plan y que su sobrino iba a servir de pretexto para la presentación. Una vez más sentí vergüenza de tomar parte en sus maquinaciones. En ellas yo hacía el papel del ayudante de prestidigitador que va entregando en silencio los accesorios del atrezo para luego tomar parte en el truco a una señal convenida. Yo estaba segura de que cualquier intromisión molestaría al recién llegado. Por lo poco que acerca de él me había dicho durante la comida, un amasijo de chismes reunidos por ella hacía diez meses, entresacándolos de los periódicos y guardándolos luego amorosamente, listos para ser utilizados cuando llegase la hora, pude darme cuenta, a pesar de mis pocos años y de mi falta de mundo, de que le molestaría aquella repentina invasión de su soledad. Por qué había elegido el Hotel Côte d’Azur no era cosa nuestra; sus problemas eran de su incumbencia, y cualquiera que no hubiese sido la señora Van Hopper lo habría comprendido así. Pero tanto el tacto como la discreción le eran absolutamente desconocidos, y por la sencilla razón de que ella no podía vivir sin chismorreos, tendría aquel desconocido que prestarse a ser puesto en la mesa de disección. Encontré la carta en un cajoncito del escritorio, pero dudé unos segundos antes de bajar de nuevo al vestíbulo. Quizá fuera una niñería, pero me parecía que al retrasarme le concedía a él unos momentos más de soledad.

Me hubiera gustado tener valor para bajar por la escalera de servicio, llegar al comedor dando un rodeo y avisarle de la emboscada. Pero los convencionalismos no me lo permitieron, y, además, no hubiera sabido cómo decírselo. No tenía más remedio que bajar y sentarme, como de costumbre, al lado de la señora Van Hopper, mientras ella, como una araña gorda y astuta, tejía alrededor del desconocido su amplia red de tedio.

Tardé más de lo que supuse, pues cuando volví al vestíbulo vi que ya él había salido del comedor, y que ella, por miedo de perder la ocasión, no había esperado a la carta, sino que se había arriesgado a presentarse a cara descubierta. Estaba él sentado a su lado, en el sofá. Fui hacia ellos y le entregué la carta sin decir nada. Se levantó él inmediatamente mientras la señora Van Hopper, roja de gozo por el éxito alcanzado, extendía la mano en mi dirección y farfullaba mi nombre.

—El señor de Winter va a tomar café con nosotras. ¿Quieres decir al camarero que traiga otra taza? —dijo en tono lo bastante displicente como para prevenirle acerca de mi identidad.

Quería dar a entender que yo era joven, muy poquita cosa, y que no era necesario meterme en la conversación. Siempre que quería dar a alguien la impresión de superioridad sobre mí, empleaba el mismo tono, y aquel modo displicente de presentarme lo usaba en defensa propia, pues una vez me tomaron por hija suya, lo que nos causó a las dos gran embarazo. Indicaba con su brusquedad que no era preciso que nadie me hiciese caso, y el aviso servía para que las mujeres me saludaran con una ligera inclinación de cabeza que bastaba, además, para despedirme, y que los hombres se repantigaran cómodamente en sus sillones, encantados de poder hacerlo sin pecar de groseros.

Por eso me sorprendió ver que el desconocido permanecía en pie y que fue él quien llamó al camarero.

—Siento tener que contradecirla —dijo—; pero son ustedes las que van a tomar café conmigo.

Y antes de que pudiese darme cuenta de lo que ocurría, se sentó en la incómoda silla que yo solía ocupar, y yo me encontré en el sofá, junto a la señora Van Hopper.

Cruzó por la cara de la señora Van Hopper un mohín de disgusto, pues aquello no encajaba en sus planes, pero pronto se serenó, y adelantando su voluminoso cuerpo, se interpuso entre la mesa y yo, al inclinarse hacia la silla en que estaba él sentado, y comenzó a hablar alto, y con gran entusiasmo, mientras agitaba la carta en una mano.

—Le conocí en cuanto entró usted en el comedor —dijo—; y pensé: «¡Anda!, pero si es el señor de Winter, el amigo de Billy. Pues tengo que enseñarle las fotos de Billy y de su mujer, tomadas durante su viaje de novios». Y aquí las tiene usted. Esa es Dora. ¿Verdad que es preciosa? Mire qué cintura y qué ojazos. Aquí, en ésta, están tomando baños de sol, en Palm Beach. Billy está loquito por ella, como ya se puede usted suponer. Claro, cuando dio aquella cena en el Hotel Claridge todavía no la conocía. Por cierto que fue allí donde le vi a usted por primera vez. Pero…, usted no se acordará de una anciana como yo.

Y con una mirada provocativa mostró los dientes en una sonrisa.

—Al contrario, me acuerdo perfectamente —dijo él, y antes de que ella pudiera atraparle obligándole a recordar su primer encuentro, le ofreció su pitillera, lo que la obligó a callar mientras encendía el cigarrillo—. Creo que no me gustaría Palm Beach —dijo él, apagando la cerilla, y cuando le miré se me ocurrió que no encajaba en el ambiente de Florida.

Donde estaría bien sería en una ciudad amurallada del siglo XV, una ciudad de callejas estrechas, mal empedradas, de afilados campanarios, cuyos habitantes vistieran medias de estambre y zapatos puntiagudos. Tenía la cara atractiva, sensitiva, extrañamente medieval, y me recordaba un retrato que había visto en un museo, no sabía en cuál, de un Caballero Desconocido. De haberle podido quitar su traje de gruesa tela inglesa y vestirle de negro, con gola y puños de encaje, nos hubiera contemplado a nosotros, los de este mundo moderno, desde uno muy remoto, un mundo pasado donde los hombres paseaban embozados en la oscuridad y se escondían en la sombra de las puertas, un pasado de angostas escaleras y calabozos sombríos, un pasado de cuchicheos en la noche, de hojas de espada relucientes y de cortesía callada y exquisita.

Quise recordar el nombre del pintor antiguo autor de aquel retrato. Lo veía en la esquina de la sala y me seguía con los ojos desde su marco oscuro.

Pero estaban hablando y yo había perdido el hilo de la conversación.

—No, ni siquiera hace veinte años —dijo él—. Esas cosas no me han entretenido nunca.

Escuché la carcajada, complacida, de la señora Van Hopper.

—Si Billy tuviese una casa como Manderley, tampoco andaría por Palm Beach —dijo—. Según me han dicho, es un palacio de hadas y no se le puede describir de otra manera.

Calló, esperando que sonriera, pero él continuó fumando su cigarrillo, y noté que en la frente le aparecían unas líneas, tenues como hilos de gasa.

—Claro, he visto fotografías —insistió— y es encantador. Me acuerdo de que Billy me dijo que era mucho más bonito que esos enormes palacios. No comprendo cómo puede usted abandonar aquello.

El silencio de él se hizo más violento y cualquiera lo hubiera notado, pero ella continuó con la gracia de una apisonadora que aplastase un jardín particular. Enrojecí, humillada por su indiscreción.

—Ustedes, los ingleses, son todos iguales cuando hablan de sus casas —dijo, y su voz retumbaba, cada vez más subida de tono—. Les quitan mérito para que no los crean orgullosos. ¿Es verdad que Manderley tiene una galería de trovadores y muchos cuadros buenos? —se volvió hacia mí, como para explicarme algo, y añadió—. El señor de Winter es tan modesto que no lo quiere decir, pero he oído que esa casa tan preciosa pertenece a su familia desde la Conquista. Dicen que la galería de los trovadores es una joya. Supongo, señor de Winter, que sus antepasados hospedaron con frecuencia en Manderley a la familia real.

Aquello era más de lo que yo había temido incluso de ella, pero el rápido latigazo de la contestación fue aún mucho más inesperado:

—No, desde Etelredo, no. Del Etelredo llamado el Indeciso[3]. Da la casualidad que la primera vez que se le aplicó ese sobrenombre fue en mi casa. Siempre llegaba tarde a cenar.

Claro que se lo había merecido, y la miré esperando ver el cambio de expresión; pero aunque parezca increíble, no se inmutó, y fui yo la que sufrí por ella, como un niño que ha recibido un cachete.

—¿De veras? —exclamó torpemente—. No lo sabía. No estoy muy fuerte en historia y siempre me he hecho un lío con los reyes de Inglaterra. Pero es muy interesante. Se lo tengo que escribir a mi hija, que sabe mucho de esas cosas.

Hubo una pausa y sentí que toda la sangre se me agolpaba en la cara. Lo que pasaba era que yo tenía demasiado pocos años. Si hubiese sido más vieja, él y yo hubiéramos intercambiado una mirada y una sonrisa, y la increíble conducta de la buena señora hubiera creado un vínculo entre los dos. Pero lo que ocurrió fue que me sentí avergonzada, y sufrí con esa angustia peculiar de quien es aún muy joven.

Debió él de notar mi apuro, pues se inclinó hacia mí y me habló, con voz suave, para preguntarme si quería más café, y cuando dije que no con la cabeza, noté que continuaba mirándome como entre perplejo y reflexivo. Estaba tratando de averiguar exactamente qué me unía a la señora Van Hopper y si yo era tan necia como ella.

—¿Qué piensa usted de Montecarlo? ¿O no piensa en él? —dijo.

El hecho de que me incluyera en la conversación me turbó aún más. ¡Pobre de mí, recién salida del colegio, con los codos rojos, los pelos lacios! Dije algo obvio y estúpido acerca de lo artificioso del lugar, pero antes de que pudiera acabar mi frase a tropezones, intervino la señora Van Hopper.

—Está demasiado mimada, señor de Winter; eso es lo que pasa, y nada más que eso. Cualquier muchacha daría los ojos por ver «Monte».

—No sería ése el mejor método de conseguirlo —dijo él sonriendo.

Se encogió ella de hombros y lanzó al aire una gran bocanada de humo. Creo que no entendió la broma.

—Yo soy una ferviente entusiasta de Montecarlo. El invierno inglés me mata. Mi salud no lo puede aguantar. Y usted, ¿qué ha venido a hacer? Usted no es de los que vienen todos los años. ¿Va a jugar al bacará o ha traído sus palos de golf?

—No he decidido nada aún. He venido sin tiempo para hacer planes.

Debieron de ser sus propias palabras las que removieron su memoria, pues palideció y volvió a fruncir el ceño ligeramente. La señora Van Hopper continuó impertérrita:

—Claro, aquí echará de menos las nieblas de Manderley. Aquello es muy distinto. Esas comarcas del oeste deben de ser deliciosas en primavera.

Noté un cambio casi imperceptible en sus ojos, algo indefinido, y me pareció haber captado algo íntimo que no me concernía. Apagó su cigarrillo en el cenicero, y dijo lacónicamente:

—Sí. Manderley está ahora en todo su esplendor.

Sobrevino un silencio, un silencio incómodo por algún motivo, y mirándole con disimulo, noté que ahora me recordaba más que nunca a mi Caballero Desconocido, que, embozado y misterioso, recorría una galería en la noche. La voz de la señora Van Hopper perforó mi ensueño como un timbre eléctrico.

—Usted debe de conocer a mucha gente aquí, aunque he de confesar que Montecarlo está muy aburrido este invierno. Apenas se ve una cara conocida. El duque de Middlesex está aquí con su yate, pero todavía no he ido a bordo —nunca había ido que yo sepa. Luego continuó—. Claro que usted conoce a Nell Middlesex. ¡Es encantadora! La gente dice que el segundo niño no es de él, pero yo no lo creo. La gente es capaz de decir cualquier cosa de una mujer bonita, y Nell es preciosa. Oiga una cosa: ¿es verdad que los Caxton-Hyslop se llevan muy mal?

Así continuó, ensartando chismes, sin notar que todos aquellos nombres le tenían sin cuidado, y que según hablaba ella se sumía él más hondamente en el silencio y en la reserva. Pero ni una vez interrumpió ni miró el reloj, como si se hubiera propuesto mostrarse lo más atento posible desde el momento en que la puso en ridículo ante mis ojos, y a no apartarse de su propósito pasase lo que pasase. Le libertó un botones mandado para decirnos que una modista esperaba a la señora Van Hopper en sus habitaciones.

Él se levantó inmediatamente, apartó la silla, y dijo:

—No la quiero entretener. Las modas cambian tan deprisa que si tarda en subir ya no serán las mismas.

No comprendió ella el sentido burlón de su comentario y lo tomó como una broma.

—He tenido mucho gusto en encontrarme con usted tan inesperadamente, señor de Winter —dijo, conforme nos acercábamos al ascensor—, y ahora que me he atrevido a romper el hielo, espero verle con frecuencia. Tiene usted que venir a mis habitaciones a tomar algo. Mañana por la tarde vienen unos amigos. ¿Puedo contar con usted?

Volví la cara para no ver sus esfuerzos buscando una excusa.

—Lo siento mucho —respondió—; pero probablemente mañana iré en coche a Sospel y no sé a qué hora estaré de vuelta.

Aceptó ella la excusa de mala gana, pero al llegar al ascensor aún nos detuvimos otra vez.

—¿Le han dado una habitación buena? El hotel está medio vacío, de manera que si no está a gusto no deje de protestar. ¿Le ha deshecho ya el equipaje su criado?

La familiaridad ya pasaba de castaño oscuro, incluso viniendo de ella, y vi el gesto que puso él.

—No tengo criado —dijo tranquilamente—. Acaso usted quisiera ayudarme.

Esta flecha dio en el blanco, pues la vi ponerse colorada y dejó escapar una risita.

—No creo que… —comenzó, y de repente, de la manera más inesperada, se volvió hacia mí—. Puede que tú pudieras ayudar al señor de Winter si necesita algo. Para algunas cosas te das bastante buena maña.

Callamos todos un momento; quedé humillada, esperando lo que él contestaría. Nos miró, burlón, casi sarcástico, mientras sus labios esbozaban una ligera sonrisa.

—Me parece una idea encantadora, pero no puedo desechar el lema de mi familia: «Camina solo e irás más lejos». Tal vez no lo conociera usted.

—¡Qué raro! —dijo la señora Van Hopper cuando subíamos en el ascensor—. ¿Crees que habrá sido una broma esa manera de marcharse? Los hombres hacen cosas así algunas veces. Me acuerdo de un escritor muy conocido que solía bajar corriendo por la escalera de servicio cuando me veía venir. Supongo que le gustaba yo y no se sentía seguro de sí mismo. Pero en aquellos tiempos yo era más joven.

Se paró bruscamente el ascensor. Llegamos a nuestro piso. El botones abrió las puertas.

—Por cierto, oye —dijo, según íbamos andando por el pasillo—. No lo tomes a mal si te lo digo, pero esta tarde has estado un poquito impertinente. Esa manera que has tenido de querer monopolizar la conversación me ha hecho pasarlo mal, y estoy segura de que igual le ha ocurrido a él. A los hombres les molesta eso horrores.

No respondí. No había contestación posible.

—¡Vamos! No te pongas así, mujer —dijo riendo y encogiéndose de hombros—. Al fin y al cabo, yo soy la responsable de lo que tú hagas aquí, y bien puedes aceptar un consejo de una mujer que podría ser tu madre. Et bien, Blaize, je viens

Y tarareando una canción se metió en su cuarto, adelantándose sonriente hacia la modista que aguardaba.

Me arrodillé en el asiento que había bajo la ventana y me puse a contemplar la tarde. Aún lucía brillante el sol; soplaba el viento alegre, con fuerza. Dentro de media hora estaríamos jugando al bridge, todas las ventanas herméticamente cerradas, con la calefacción central dada al máximo. Pensé en los ceniceros que tendría que limpiar, y en las colillas manchadas de carmín, mezcladas con restos de bombones de chocolate y crema. No es fácil el bridge para quien ha sido educado en la ciencia de los naipes con juegos como el snap y happy families[4]; además, a los amigos de la señora Van Hopper les aburría jugar conmigo.

Mi aspecto aniñado los cohibía y les hacía poner cuidado en lo que decían. Igual que ocurre durante una comida hasta que llegan los postres y la criada desaparece. No podían dar rienda suelta a sus aficiones al escándalo y a la murmuración. Los hombres asumían una especie de cordialidad forzada y me hacían en broma preguntas acerca de historia y de arte, adivinando que hacía poco que yo había salido del colegio, y suponiendo que éstos eran los únicos temas posibles de conversación.

Me separé de la ventana con un suspiro. El sol estaba lleno de promesas; el mar, batido por el viento juguetón, blanco de espuma. Pensé en el rincón de Mónaco que había visto hacía dos días, con aquella casa torcida que se asomaba a la plaza empedrada. En lo alto del tejado había una ventana estrecha, casi una tronera. Hubiera podido albergar a un caballero medieval; y cogiendo del escritorio lápiz y papel dibujé de memoria, medio distraída, un perfil pálido y aquilino. Ojos sombríos, nariz aguileña, y el labio superior, así, un poco desdeñoso. Le añadí luego una barba puntiaguda y una gola de encaje alrededor del cuello, como hiciera el pintor… hace mucho tiempo, en épocas muy distintas.

Llamaron a la puerta, y el chico del ascensor entró con una carta.

—La señora está en su cuarto —le dije, pero él movió la cabeza y dijo que era para mí.

La abrí y encontré una sola hoja de papel dentro, con unas cuantas palabras escritas con una letra que no conocía:

«Perdóneme la grosería de esta tarde.»

Nada más. Sin firma, sin encabezamiento. Pero vi mi nombre escrito en el sobre. Y bien escrito, lo que no era corriente.

—¿Tiene contestación? —preguntó el botones.

Alcé la mirada de aquellas palabras escritas deprisa.

—No; no tiene contestación.

Cuando se marchó me metí la nota en el bolsillo y volví a mi dibujo; pero ya no me gustaba; encontré la cara dura e inanimada; y la gola y la barba se me antojaron de guardarropía.