Sábado 6 de febrero de 1692
ACICATEADA por el frío penetrante, Mercy Griggs chasqueó la fusta sobre el lomo de su yegua. El animal apuró el paso, tirando del trineo, sin mayor esfuerzo, sobre la nieve dura y compacta. Mercy se acurrucó bajo el cuello alto del abrigo de piel de foca y juntó ambas manos dentro de su manguito, en un intento vano por guarecerse del aire gélido.
Una luz tenue iluminaba apenas el día despejado y sin viento. Desterrado por la época del año a su trayectoria meridional, el Sol caía en forma incipiente sobre el paisaje lleno de nieve, atrapado en el cruel invierno de Nueva Inglaterra. Las heladas masas de humo pendían sobre las chimeneas de las esparcidas granjas como si estuviesen congeladas en el azul del cielo polar.
Mercy había viajado alrededor de media hora cuando llegó a la sección de Northfields de la ciudad de Salem. A partir de ese punto, solo tenía que recorrer poco más de dos kilómetros para entrar al centro de la población. Pero Mercy no se dirigía a la ciudad. Su destino era la casa de Ronald Stewart, un adinerado comerciante y naviero. Lo que había alejado a Mercy de su acogedor hogar en un día tan frío era una preocupación amistosa mezclada con cierta curiosidad. En ese momento, la familia Stewart era una fuente de habladurías por demás interesantes.
Cuando detuvo a la yegua frente a la casa, Mercy observó la construcción imponente con varios techos a dos aguas, que mostraba la aguda visión del señor Stewart para los negocios. La mansión tenía tablas de chilla marrones, los techos eran de pizarra de la más alta calidad y sus múltiples ventanas se acristalaban con hojas de vidrio cortadas en forma de diamante. Lo más espectacular de todo eran los elaborados colgantes invertidos, en las esquinas de la saliente del segundo piso.
Confiada en que el tañido de las campanas de su trineo, colocadas en el arnés del caballo, había anunciado su llegada, Mercy aguardó. En efecto, casi de inmediato una mujer de ojos verdes y cabello negro como el plumaje de un cuervo abrió la puerta. Era Elizabeth Stewart, a quien Mercy conocía. Entre los brazos, la mujer llevaba un mosquete. Al momento, una multitud de niños con cara de curiosidad surgió detrás de ella; las visitas sociales inesperadas no eran comunes con semejante clima.
—Mercy Griggs —anunció cortés la visitante—. Soy la esposa del doctor William Griggs. He venido a darle los buenos días.
—Es un placer —respondió alegre Elizabeth—. Pase a tomar un poco de sidra caliente para ahuyentar el frío de los huesos —apoyó el mosquete en el marco interior de la puerta y ordenó a su hijo Jonathan que atara el caballo de la señora Griggs.
Mercy entró en la casa y siguió a Elizabeth hasta el cuarto de descanso. Al pasar junto al mosquete, lo observó. Elizabeth, que percibió hacia dónde se dirigía la mirada de Mercy, explicó:
—Se debe a que fui criada en el yermo de Andover. Teníamos que estar siempre prevenidos a causa de los indios.
—Comprendo —contestó Mercy, aunque en su experiencia cotidiana le resultaba totalmente extraña una mujer que empuñara un mosquete. Mercy titubeó un instante en el umbral de la cocina, que daba la apariencia de ser más una escuela que una casa. Había más de media docena de niños. En el hogar, el crepitante fuego irradiaba un grato calor. Una mezcla de aromas deliciosos inundaba la habitación: algunos provenían de una olla de estofado de cerdo que hervía a fuego lento colgada de una pértiga; otros, de un tazón grande con pudín de maíz. Pero la mayor parte salía del horno en forma de colmena, empotrado en la parte posterior de la chimenea, donde se doraban las hogazas.
—Espero no molestarla —se disculpó Mercy.
—Por supuesto, que no —respondió Elizabeth mientras tomaba el abrigo de Mercy y la conducía a una silla con respaldo de travesaños cerca del fuego—. Solamente que estoy horneando pan y tengo que sacarlo del horno —levantó una pala para pan de mango largo y con movimientos hábiles y breves, sacó ocho hogazas, una por una, y las puso a enfriar en la mesa grande de caballete que dominaba el centro de la habitación.
Mercy observó a Elizabeth y pensó que era una mujer atractiva, con los pómulos altos, el cutis de porcelana y figura grácil. Aunque también percibió algo perturbador en ella. En vez de la obligada humildad cristiana, Elizabeth irradiaba una audacia impropia de una mujer puritana cuyo esposo se encontraba en Europa. Mercy empezó a advertir que había algo más en las habladurías que solo rumores ociosos.
—El pan despide un aroma picante poco común —comentó mientras se inclinaba sobre las hogazas que se enfriaban.
—Es pan de centeno —explicó Elizabeth.
—¿Cómo, pan de centeno? —preguntó Mercy asombrada. Solo los granjeros más pobres, aquellos que tenían tierras cenagosas, comían pan de centeno.
—Me crie con pan de centeno —explicó Elizabeth—. Me agrada su sabor picante. Pero tal vez usted se pregunte por qué estoy horneando tantas hogazas. La razón es que he decidido animar a toda la aldea a usar el centeno para poder conservar el trigo. El clima frío y húmedo que tuvimos durante toda la primavera y el verano, y ahora este invierno tan crudo, han arruinado las cosechas.
—Es una idea loable —repuso Mercy—. Aunque quizá sea un asunto que los hombres deban debatir en el consejo de vecinos.
Elizabeth horrorizó a Mercy al soltar una sonora carcajada.
—Los hombres nunca piensan en términos prácticos —comentó—. Además, hay otro motivo aparte de la mala cosecha. Las mujeres tenemos que pensar en los refugiados de las incursiones de los indios, puesto que ya corre el tercer año de la Guerra del rey Guillermo y todavía no se vislumbra el final. He alentado a la gente para que reciba a los refugiados en sus hogares —Elizabeth se limpió la harina que tenía en las manos en su amplio delantal—. Nosotros adoptamos a dos niñas luego del asalto a Casco, Maine; en mayo pasado se cumplió un año —interrumpió los juegos de los niños para insistir en que fueran a conocer a la esposa del doctor.
Elizabeth primero le presentó a Rebecca Sheaff, de doce años, y a Mary Roots, de nueve; las dos niñas habían quedado huérfanas debido a la crueldad de la incursión a Casco, aunque ahora se veían sanas y felices. A continuación, presentó a Joanna, de trece años, hija de un matrimonio anterior de Ronald, y después a sus hijos: Sarah, de diez años, y Jonathan, de nueve. Por último, Elizabeth presentó a Ann Putnam, de doce años; Abigail Williams, de once, y a Betty Parris, de nueve, que estaban de visita y vivían en la aldea de Salem.
Después de que los niños saludaron obedientemente a Mercy, se les permitió regresar a sus juegos, en los que, según advirtió Mercy, usaban varios vasos de agua y huevos frescos.
—Voy a enviar a las niñas a casa con sendas hogazas de centeno —explicó Elizabeth—. Será más eficaz que ofrecerles a sus familias una mera sugerencia. ¿Le gustaría llevarse una?
—Oh, no, gracias —replicó Mercy—. Mi esposo, el doctor, jamás comería pan de centeno. Es un pan demasiado ordinario.
Mientras Elizabeth dirigía su atención al pan, Mercy recorrió la cocina con la mirada. Expuesta a lo largo del alféizar había una hilera de muñecos hechos de madera pintada y tela cuidadosamente cosida. Cada muñeco estaba vestido a la usanza de un estilo particular de vida: un comerciante, un herrero, un ama de casa y un doctor vestido de negro y con cuello almidonado de encaje.
Mercy tomó el muñeco vestido de doctor. Tenía una aguja larga clavada en el pecho.
—¿Qué son estas figuras? —preguntó.
—Muñecos para los huérfanos —respondió Elizabeth sin levantar la vista. Estaba untando mantequilla en cada hogaza para luego volver a ponerlas en el horno.
—Mi madre, que en paz descanse, me enseñó a hacerlos.
—¿Por qué este pobre muñequito tiene una aguja que le atraviesa el corazón?
Porque el traje que tiene todavía no está terminado —contestó Elizabeth—. Siempre pierdo las agujas y son muy caras.
Mercy volvió a colocar el muñeco en su lugar e inconscientemente se limpió las manos. Cualquier cosa que insinuara lo oculto la hacía sentirse incómoda. Se volvió hacia los niños y decidió preguntarle a Elizabeth a qué se dedicaban.
—Es un pequeño truco que mi madre me enseñó —contestó Elizabeth. Deslizó la última hogaza en el horno—. Consiste en adivinar el futuro mediante la interpretación de las formas de la clara de huevo en el agua.
—¡Que dejen eso inmediatamente! —repuso Mercy alarmada.
Elizabeth miró a su huésped.
—Pero ¿por qué?
—Es magia blanca —reconvino Mercy.
—Se trata de una diversión inocente —aseguró Elizabeth—. Mi hermana y yo lo hicimos muchas veces para tratar de conocer el oficio de nuestros futuros esposos —Elizabeth rio—. Por supuesto, jamás me indicó que me casaría con un naviero y me mudaría a Salem. Pensé que iba a ser la esposa de un granjero pobre.
—La magia blanca genera la magia negra —advirtió Mercy—. Y Dios aborrece la magia negra. Es obra del demonio. Apenas el sábado, el reverendo Parris nos dijo que los problemas terribles que sufrimos con la guerra y la viruela en Boston el año pasado, ocurren porque la gente no ha cumplido el pacto con Dios.
—Me resulta difícil pensar que este juego infantil altere el pacto —replicó Elizabeth.
—Pero estoy absolutamente segura de que dedicarse a la magia sí —repuso Mercy—. Tal vez debería leer el libro del reverendo Cotton, Providencias memorables: en relacíón con la brujería y las posesiones demoníacas. Asegura que la mala época por la que atravesamos se debe al deseo del diablo de devolver nuestro Israel en Nueva Inglaterra a sus hijos, los hombres rojos.
Elizabeth interrumpió el sermón de la visitante para llamar a los niños a comer. Mientras se acercaban a la mesa, les preguntó si querían un poco de pan recién horneado y tibio. Aunque sus propios hijos despreciaron su oferta, Ann Putnam, Abigail Williams y Betty Parris aceptaron con gusto. Elizabeth abrió una trampa en el piso y envió a Sarah a buscar más mantequilla en el almacén de productos lácteos.
Mercy sintió curiosidad por la trampa.
—Es idea de Ronald —explicó Elizabeth—. Nos da acceso al sótano sin tener que salir.
Una vez que sirvió el estofado de cerdo en los platos de los niños y cortó el pan en rebanadas gruesas para que comieran si querían, Elizabeth vertió sidra caliente en dos tazas grandes y se dirigió con Mercy al salón.
—¡Santo cielo! —exclamó Mercy cuando observó un retrato de grandes proporciones que colgaba sobre la chimenea. Su realismo impresionante la sobrecogió, en especial los radiantes ojos verdes. Se quedó inmóvil y casi sin respirar en medio de la habitación, mientras Elizabeth avivaba el fuego—. Su vestido es muy revelador —comentó Mercy—. Y lleva la cabeza sin cubrir.
—La pintura me perturbó al principio —reconoció Elizabeth. Se puso de pie y colocó dos sillas frente al fuego encendido—. Fue idea de Ronald. Le agrada. Ahora apenas lo noto.
—Es tan irrespetuoso —repuso Mercy con una sonrisa despectiva. Movió la silla para excluir la pintura de su campo de visión y bebió un sorbo de sidra caliente. El carácter de Elizabeth le resultaba desconcertante. Mercy aún tenía que mencionar el asunto por el que había ido a verla. Se aclaró la garganta:
—Oí un rumor —empezó—. Me dijeron que usted tenía la pretensión de comprar la propiedad de Northfields.
—En realidad no se trata de un rumor —aclaró Elizabeth alegremente—. Pronto seremos propietarios de terrenos a ambos lados del río Wooleston.
—Pero los Putnam también quieren comprar esa tierra —repuso Mercy indignada—. Es importante para ellos. Necesitan tener acceso al agua para la fundición. Su único problema es que no cuentan con los recursos adecuados, por lo que tienen que esperar hasta la próxima cosecha. Se enojarán mucho si usted persiste, y tratarán de impedir la venta.
Elizabeth se encogió de hombros.
—Dispongo del dinero en este momento —comentó—. Quiero el terreno porque tenemos la intención de construir una casa nueva que nos permita albergar más huérfanos —los ojos de Elizabeth brillaron—. Va a ser una enorme casa de ladrillos, como las que existen en Londres.
Mercy no podía creer lo que oía. La codicia de Elizabeth no conocía límites. Mercy bebió con dificultad otro sorbo de sidra.
—Ese negocio es antinatural si su esposo está fuera del país —le advirtió—. No forma parte del plan de Dios y prefiero advertírselo: la gente murmura que usted está excediendo su posición como hija de un granjero.
—Siempre seré la hija de mi padre —repuso Elizabeth—. Pero ahora también soy la esposa de un comerciante.
Antes de que Mercy pudiera responder, se oyó un golpe tremendo e innumerables gritos salieron de la cocina. Elizabeth salió apresuradamente del salón, seguida de cerca por Mercy.
En la cocina, la mesa de caballete se había ladeado. Los tazones de madera, vacíos después del estofado, estaban esparcidos por todo el piso. Ann Putnam se bamboleaba por toda la habitación, se rasgaba la ropa y gritaba que la estaban mordiendo. Los otros niños se habían pegado a la pared, horrorizados.
Elizabeth corrió hacia Ann y la sujetó por los hombros.
—¿Qué te pasa, niña? —preguntó Elizabeth—. ¿Quién te está mordiendo?
Ann abrió la boca y sacó la lengua lentamente hasta que esta quedó afuera por completo, mientras el cuerpo empezó a moverse de manera desordenada, como si tuviera mal de San Vito. Elizabeth trató de detenerla, pero Ann se resistió con fuerza sorprendente. Entonces Ann se llevó las manos a la garganta.
—No puedo respirar —carraspeo—. ¡Ayúdenme!
—Vamos a llevarla arriba —le gritó Elizabeth a Mercy. A medias llevándola en brazos y a medias a rastras, subieron a la niña, que seguía retorciéndose a la planta alta. En cuanto la pusieron en la cama, empezó a tener convulsiones.
—Sufre un ataque —dijo Mercy—. Voy a buscar a mi esposo.
—Por favor —suplicó Elizabeth—. ¡Apresúrese!
Mercy meneó la cabeza mientras bajaba las escaleras. La calamidad no la tomó por sorpresa, pues conocía su causa. Era la brujería. Elizabeth había invitado al diablo a su casa.
Martes 12 de julio de 1692
RONALD STEWART abrió la puerta de la cabina y salió a cubierta al aire fresco de la mañana; vestía sus mejores pantalones bombachos a la rodilla y un chaleco rojo con pliegues almidonados. Estaba muy emocionado. Por fin acababan de rodear Naugus Point, a muy poca distancia de Marblehead, y ya habían tomado rumbo hacia Salem.
El hombre inclinó el cuerpo voluminoso sobre la borda mientras la brisa marina le acariciaba el rostro ancho y bronceado y le despeinaba el cabello rubio rojizo. Estaba contento de llegar a casa, aunque no podía evitar sentir cierta inquietud. Había estado ausente casi seis meses y sin haber recibido una sola carta. Suecia parecía estar en los confines de la Tierra.
Al aproximarse a Salem, Ronald notó que botaban al mar una embarcación pequeña desde el muelle. Cuando ambas naves estuvieron más cerca, reconoció a su empleado, Chester Procter, de pie en la proa, y agitó alegremente la mano, pero Chester no devolvió el saludo. Mientras el pequeño barco se acercaba por un costado, Ronald se dio cuenta de que el rostro enjuto de su empleado se veía demacrado y tenía la boca apretada. Algo malo había sucedido.
—Creo que será mejor que venga a tierra de inmediato —le gritó Chester a Ronald.
Extendieron una escala hasta el pequeño bote y Ronald bajó por ella. Una vez sentado en la popa, desatracaron. Chester tomó asiento a su vera. Dos marineros en medio de la embarcación se afanaban en sus remos.
—¿Qué sucede? —preguntó Ronald, temeroso de oír la respuesta. El peor de sus temores era que se hubiera producido una incursión india contra su casa.
—Han ocurrido sucesos terribles aquí en Salem —le explicó Chester—. La Providencia lo ha traído a casa apenas a tiempo.
—¿Se trata de mis hijos? —inquirió Ronald alarmado.
—No, no se trata de sus hijos —respondió Chester—, sino de su esposa, Elizabeth. Ha estado en prisión desde hace muchos meses.
—¿De qué la acusan?
—Brujería. Una Corte especial la condenó y hay una orden para ejecutarla el próximo martes.
—Esto es absurdo. ¡Mi esposa no es una bruja!
—Ya lo sé, pero en la ciudad se ha despertado una fiebre por la brujería; hay cien personas acusadas y una ejecución consumada: la de Bridget Bishop.
—La conocí —admitió Ronald—. Tenía una taberna que funcionaba sin permiso. Era una mujer con un temperamento exaltado. Pero ¿bruja? Me parece muy improbable. ¿Qué ocurrió para provocar tal temor a la voluntad maléfica?
—Todo se debe a los ataques —explicó Chester—. Ciertas mujeres, en su mayoría jóvenes, han sido aquejadas.
—¿Ha presenciado alguno de esos ataques? —preguntó Ronald.
—Oh, sí —respondió Chester—. Todo el pueblo los ha visto durante las audiencias frente a los magistrados. Son un espectáculo terrible de contemplar. Las aquejadas se sacuden peor que los cuáqueros y chillan que seres invisibles las muerden.
La mente de Ronald se debatía entre un torbellino de ideas. El sudor brotó de la frente. Trató de pensar qué debía hacer.
—Tengo un carruaje esperando —comentó Chester—. Pensé que querría ir directamente a la cárcel.
—Sí —contestó Ronald en forma lacónica. Desembarcaron y se encaminaron con rapidez hacia el vehículo. Ninguno de los dos habló mientras la carreta avanzaba dando tumbos por el muelle adoquinado.
—¿Cómo se determinó que la brujería provocaba esos ataques? —inquirió Ronald al llegar a la calle Essex.
—El doctor Griggs lo aseguró —contestó Chester—. Después, el reverendo Parris y luego todo el mundo, incluso los magistrados.
—¿Por qué están tan seguros? —preguntó Ronald.
—Durante las audiencias —repuso Chester— todos presenciamos cómo las acusadas atormentaban a sus víctimas, y cómo ellas se liberaban al instante de su horrible sufrimiento en cuanto tocaban a las acusadas.
—¿Pero no las tocaban para atormentarlas?
—Eran los espectros de las acusadas los que realizaban el maleficio —explicó Chester—. Solo las víctimas pueden ver a los espectros; por eso las aquejadas señalaron a las acusadas.
—¿Y mi esposa fue acusada de esta manera?
—Así es —admitió Chester—. Por Ann Putnam, hija de Thomas Putnam, de la aldea de Salem.
—Lo conozco —repuso Ronald—. Es un hombre insignificante y furibundo.
—Ann Putnam fue la primera víctima —Chester titubeó—. Eso sucedió en su casa, a principios de febrero. Hasta ahora, todavía está aquejada, igual que su madre, la señora Ann.
—¿Y mis hijos? —preguntó Ronald.
—Sus hijos se han librado de ser acusados —informó Chester.
—Gracias a Dios —repuso el comerciante.
Dieron vuelta en Prison Lane. Chester se detuvo frente a la cárcel. Su patrón le ordenó esperar y bajó del carruaje.
Ronald Stewart encontró al carcelero, William Dounton, en una oficina en completo desorden y comiendo pan de maíz recién horneado de la panadería. Se trataba de un hombre obeso, con un mechón de cabello sucio caído sobre la frente y la nariz roja y nodular. Ronald lo despreciaba, pues se sabía que era un sádico que disfrutaba atormentando a los prisioneros.
Fue evidente que William no se sintió complacido de ver a Ronald. Se puso de pie de un salto y se agazapó detrás de su silla.
—No se permite visitar a los condenados —habló con voz ronca y la boca llena de pan—. Por órdenes del magistrado Hathorne.
Sin poder contenerse, Ronald sujetó al carcelero de la camisa de lana con los puños cerrados y puso el rostro cerca del suyo.
—Si ha maltratado a mi esposa, tendrá que vérselas conmigo.
—Eso no es mi culpa —balbuceó William—. Es de las autoridades. Yo tengo que acatar sus órdenes.
—Condúzcame a ella —espetó Ronald, al tiempo que apretaba con mayor fuerza y constreñía la garganta del hombre. William, sofocado, sacó las llaves. Ronald lo soltó y lo siguió hasta una puerta maciza de roble, que el guardián abrió. Después de cruzar dicha puerta, pasaron por varias celdas. Todas estaban abarrotadas. Los presos miraban fijamente a Ronald con ojos vidriosos. En la parte superior de una escalera de piedra, William encendió una vela que tenía un broquel. Después de abrir otra puerta de roble, bajaron a la peor área de la prisión. El hedor no se soportaba. El sótano consistía en dos cuartos grandes. Las paredes enmohecidas eran de granito. Los innumerables prisioneros estaban esposados a las paredes o al piso, con grilletes en las muñecas, en los tobillos o en ambos. Ronald tuvo que pasar encima de la gente para seguir a William.
—Por aquí —indicó William, mientras conducía a Ronald a un rincón al otro extremo del sótano—. Acabemos con esto.
Ronald lo siguió y miró hacia abajo. A la luz de la vela, con dificultad reconoció a su esposa. Elizabeth estaba esposada con grilletes enormes y apenas tenía energía para espantar a las alimañas que deambulaban libremente en la penumbra.
Ronald le arrebató la vela a William y se acuclilló junto a su esposa. A pesar de su estado, ella sonrió.
—Me alegra que hayas regresado —musitó débilmente—. Ya no tengo que preocuparme por los niños. ¿Están bien?
Ronald tragó saliva con dificultad. Tenía la boca seca.
—Vine directamente del barco a la cárcel —contestó—. Todavía no veo a los niños.
—Por favor, ve a verlos. Temo que estén intranquilos.
—Me ocuparé de ellos —prometió solemne Ronald—. Pero primero tengo que encargarme de que te liberen.
—Tal vez lo logres —repuso Elizabeth—. ¿Por qué tardaste tanto en regresar?
—El equipamiento del barco tardó más tiempo de lo planeado.
—Bueno, al menos ya estás de regreso —suspiró Elizabeth.
—Volveré —aseguró Ronald al ponerse de pie abrumado por la preocupación. Luego siguió a William, que lo guiaba de regreso a la oficina—. Muéstreme los documentos —exigió Ronald.
William rebuscó en el desorden de su escritorio y encontró la orden de arresto de Elizabeth y la de ejecución. Ronald las leyó y luego buscó en su bolsillo y sacó unas cuantas monedas.
—Quiero que cambien de lugar a Elizabeth y que su situación mejore.
William tomó el dinero con gusto.
—Le doy las gracias, amable señor —replicó. Las monedas desaparecieron en el bolsillo de sus pantalones bombachos—. Pero es imposible mudarla. Los casos de pena capital siempre se alojan en el nivel inferior. Tampoco está permitido quitarle los grilletes, puesto que están especificados en el ordenamiento para evitar que el espectro abandone el cuerpo de su esposa. Sin embargo, puedo mejorar su situación como respuesta a su amable consideración.
—Haga lo que pueda —indicó Ronald.
Afuera, Ronald tardó un momento en subir al carruaje. Sentía que las piernas le temblaban.
—A la casa del magistrado Corwin —ordenó. Chester fustigó al caballo. No se atrevió a preguntar por Elizabeth. La angustia de su patrón se notaba a la legua.
Al llegar a la esquina de las calles Essex y Washington, Ronald bajó del carruaje.
—Espérame —dijo lacónicamente.
Ronald llamó a la puerta y, cuando esta se abrió, se sintió aliviado de ver la figura alta, delgada y adusta de su viejo amigo Jonathan Corwin. Jonathan condujo a Ronald a su salón, donde pidió a su esposa que los dejara a solas para conversar en privado. Ella estaba trabajando en su rueca de lino en el rincón.
—Lo siento —dijo Jonathan cuando estuvieron solos—. Es una penosa bienvenida para un viajero cansado.
—Por favor, dime qué hacer —pidió Ronald con voz débil.
—Temo que no sé qué decir —empezó Jonathan—. Los ánimos del pueblo están encendidos y tal vez impera una idea delirante, poderosa y generalizada. Mi propia suegra, Margaret Thatcher y ha sido acusada. Sé de cierto que ella no es bruja, lo que me hace poner en tela de juicio la veracidad de los alegatos de las chicas aquejadas y de sus motivos.
—Por el momento no me preocupan las razones que tengan las chicas —explicó Ronald—. Necesito saber qué puedo hacer por mi amada esposa.
Jonathan suspiró profundamente.
—Mucho me temo que haya muy poco qué hacer. Tu esposa Elizabeth ha sido condenada por un jurado que actúa dentro de un tribunal especial de lo penal que atiende los casos acumulados de brujería.
—Pero dijiste que dudabas de la veracidad de los acusadores.
—Sí. Pero su condena no dependió del testimonio de las chicas. Las pruebas contra ella resultaron verdaderas y contundentes. No hubo ninguna duda.
—¿Crees que mi esposa es bruja?
—Por cierto que sí —respondió Jonathan—. Lo siento. Es una verdad muy dura de soportar para un hombre.
Ronald miró a los ojos a su amigo, cuya opinión respetaba.
—Debe haber algo que pueda hacer —contestó suplicante Ronald—. Aunque solo sea retrasar la ejecución para tener tiempo de conocer los hechos.
Jonathan colocó la mano sobre el hombro de Ronald.
—Como magistrado de la comunidad no hay nada que pueda hacer. Te sugiero que vayas a Boston y hables con Samuel Sewall. Sé que ustedes fueron compañeros en la Universidad de Harvard. Él es uno de los jueces de la Corte de lo penal y ha manifestado cierto recelo respecto a todo este asunto.
Ronald agradeció a Jonathan y se apresuró a salir. En menos de una hora emprendió a caballo el trayecto de casi veintiocho kilómetros y llegó a Boston por el suroeste. Al atravesar la puerta de la ciudad con sus fortificaciones de ladrillo, la mirada de Ronald divagó involuntariamente hacia la horca, donde se balanceaba un hombre que acababa de morir. Un estremecimiento de terror le recorrió la espina dorsal. Como respuesta, fustigó al caballo.
El bullicio del mediodía en Boston, ciudad que tenía más de seis mil habitantes, aminoró el avance de Ronald. Era casi la una cuando llegó a casa de Samuel en South End. Ronald desmontó y ató el caballo a la cerca de estacas.
Encontró a Samuel en su salón, fumando tabaco con una pipa de boquilla larga. Ronald advirtió que su amigo de la universidad se había vuelto corpulento en los últimos años y estaba muy lejos de ser aquel chico desenfadado que solía patinar con él en el río Charles durante sus años de escuela.
Samuel estaba feliz de ver a Ronald, pero su saludo fue reservado. En respuesta a las preguntas de Ronald respecto a Elizabeth, confirmó lo que Jonathan le había contado. El magistrado afirmó que la culpabilidad de Elizabeth quedaba fuera de duda, debido a las pruebas encontradas en su casa.
Ronald suspiró y trató de reprimir el llanto. Se sentía perdido. Preguntó a Samuel sobre la naturaleza de las pruebas presentadas contra su esposa.
—Me cuesta trabajo decírtelo —repuso Samuel.
—Pero ¿por qué? —inquirió Ronald—. Está por demás claro que tengo derecho a saber.
—Sin duda alguna —contestó Samuel—. Pero tal vez sea mejor si visitamos a mi buen amigo, el reverendo Cotton Mather. Él tiene más experiencia que yo en los asuntos sobrenaturales. Sabrá bien qué aconsejarte.
—Me atengo a tu buen juicio —decidió Ronald.
Cuando Samuel tocó a la puerta de la casa del reverendo Cotton Mather, en la esquina de las calles Middle y Prince, una joven sirvienta abrió y los hizo pasar a la sala. El reverendo Mather bajó de inmediato y los saludó de manera evasiva. Samuel explicó la naturaleza de su visita.
—Comprendo perfectamente —dijo Mather, al tiempo que señalaba unas sillas. Todos tomaron asiento.
Ronald ya conocía al clérigo. Era más joven que él y Samuel, pues se había graduado de Harvard en 1678, siete años después que ellos. Sin importar la edad, se advertían en él algunos de los cambios físicos que Ronald notó en Samuel: había engordado, tenía la nariz enrojecida y se le había alargado ligeramente; además, el rostro tenía una consistencia pastosa. Sin embargo, los ojos brillaban con inteligencia y feroz determinación.
—Le ofrezco toda mi afectuosa compasión por sus tribulaciones —dijo el reverendo Mather a Ronald—. Los caminos del Señor a menudo son inescrutables para nosotros los mortales. Además de su sufrimiento personal, estoy profundamente preocupado porque los acontecimientos en Salem se están saliendo de control.
—En este momento, mi única y gran preocupación es mi esposa Elizabeth —repuso Ronald.
—Como debe ser —agregó el reverendo Mather—. Sin embargo, nosotros, los clérigos, debemos pensar en la congregación como un todo. Esperaba, por algunos signos, que el demonio se manifestara en medio de nosotros, y el único consuelo que tengo ahora es que, gracias a su esposa, sabemos dónde.
—Quiero conocer las pruebas presentadas contra mi esposa.
—Y yo se las mostraré —respondió de inmediato el reverendo Mather—. Siempre que mantenga su naturaleza confidencial, puesto que tememos que si las revelamos, la situación en Salem se exacerbe aún más de lo que ya está en la actualidad.
—¿Qué ocurriría si decido apelar la condena?
—Después de que haya visto las pruebas, estoy seguro de que no tomará esa decisión —advirtió el reverendo Mather—. ¿Me da su palabra al respecto?
—Sí, le doy mi palabra —dijo Ronald—. Siempre que no se me niegue mi derecho a apelar.
Ambos se pusieron de pie y siguieron al reverendo Mather a un tramo de escalones de piedra. Después de encender un cirio, empezaron a bajar al sótano.
—He analizado todas estas pruebas con mi padre, Increase Mather —dijo el reverendo Mather por encima del hombro—. Hemos concluido que tienen una importancia extraordinaria para las futuras generaciones como prueba fehaciente de la existencia del mundo sobrenatural. En consecuencia, creemos que el lugar idóneo para guardarlas es la Universidad de Harvard. Como usted sabe, él es el presidente de la institución.
Llegaron al final de las escaleras y, mientras Samuel y Ronald aguardaban, el reverendo Mather procedió a encender las antorchas de la pared. Habló mientras recorría el lugar.
—Tanto mi padre como yo coincidimos en que hasta ahora los juicios por brujería han dependido, en gran medida, solo de las pruebas espectrales. Las de Elizabeth son el tipo de pruebas verdaderas que nos gustaría ver en todos los casos —hizo una señal a Ronald y a Samuel para que lo siguieran hasta un gabinete grande, cerrado con llave—. Pero suscitan gran indignación. Dejaron a mi criterio que fueran traídas a este lugar después del juicio. Jamás he presenciado una prueba más contundente del poder del diablo.
—Reverendo —dijo Ronald—. Solo muéstreme de qué se trata.
—Paciencia, hijo mío —replicó el reverendo Mather mientras sacaba una llave de su chaleco—. Debes estar preparado.
—Estoy preparado —dijo Ronald, al borde de la exasperación.
—Que Cristo Redentor esté con ustedes —el reverendo Mather deslizó la llave en la cerradura—. Ármense de valor.
El reverendo Cotton Mather abrió el gabinete. Entonces, con las dos manos, abrió de golpe las puertas y retrocedió.
Ronald jadeó y los ojos se le salían de las órbitas. De manera involuntario, se llevó una mano a la boca por el horror. Trató de hablar, pero momentáneamente la voz le falló. Aclaró la garganta.
—¡Basta! —se las arregló para decir y desvió la mirada.
El reverendo Mather cerró con llave el gabinete.
—¿Es verdad que esto es obra de Elizabeth? —preguntó Ronald.
—Sin duda alguna —respondió Samuel—. No solo el alguacil George Corwin lo encontró en tu propiedad, sino que Elizabeth reconoció en forma completa y libre su responsabilidad.
—Está claro que esto es obra del demonio —dijo Ronald—. Sin embargo, estoy convencido de que Elizabeth no es bruja. Necesito tiempo. ¿No hay manera de conseguir una suspensión temporal de la sentencia, aunque sea solo por un mes?
—El gobernador Phips puede conceder una suspensión —informó Samuel—. Pero solo lo hará si existe una razón convincente.
—Creo que podría justificar una suspensión ante el gobernador —opinó el reverendo Mather—. Pero solo con una condición: debes contar con la cooperación plena de Elizabeth. Ella debe volver la espalda al Príncipe de las tinieblas. Debe abjurar de sus relaciones con el diablo y revelar la identidad de aquellas personas que hayan firmado pactos diabólicos similares. El hecho de que el tormento de las mujeres aquejadas continúe sin mitigarse constituye una prueba de que los servidores del demonio todavía andan sueltos en Salem.
Ronald Stewart se puso de pie de un salto.
—Conseguiré su consentimiento esta misma tarde —expresó emocionado.
DE RODILLAS al lado de su esposa encarcelada, Ronald estaba emocionalmente agotado, y desfallecía de hambre y sed. Pero no pensaba para nada en sus propias necesidades, sino solo en el rayo de esperanza que Cotton Mather le había dado a Elizabeth. Con suavidad, movió el hombro de ella. Los ojos de la mujer se abrieron y de inmediato preguntó por los niños.
—Todavía no los veo —contestó Ronald—. Pero tengo buenas noticias. Fui a ver a Samuel Sewall y al reverendo Cotton Mather. Creen que podrán conseguir suspender la ejecución.
—Gracias a Dios —repuso Elizabeth.
—Sin embargo, tienes que confesar —dijo Ronald—. Además, debes informar los nombres de otros que sepas que tienen pacto con el diablo.
—¿Confesar qué? —preguntó Elizabeth.
—Que eres una bruja —repuso Ronald con exasperación. El cansancio y la tensión ponían a prueba la última pizca de control que tenía sobre sus emociones.
—No puedo confesar —contestó Elizabeth.
—¿Y por qué no? —preguntó Ronald con tono estridente.
—Porque no soy bruja —explicó Elizabeth.
En su estado de alteración y cansancio, la ira de Ronald estalló. Acercó el rostro a centímetros del de ella.
—Confesarás —gruñó—. Te ordeno que confieses.
—Amado esposo —repuso la joven Elizabeth sin intimidarse ante Ronald—, ¿te han dicho cuáles son las pruebas que tienen contra mí?
—Vi las pruebas, querida —aseguró Ronald—. En la casa del reverendo Mather.
—Debo de ser culpable de alguna transgresión a la voluntad de Dios —contestó Elizabeth—. Podría confesar eso si conociera su naturaleza. Pero, sé perfectamente que no soy bruja y te aseguro que no he atormentado a ninguna de las jóvenes que testificaron en mi contra.
—Confiesa por el momento, solo para conseguir la suspensión —suplicó Ronald—. Quiero salvarte la vida.
—No puedo salvar la vida y perder mi alma —replicó con fuerza Elizabeth—. Además, no estoy dispuesta a acusar a una persona inocente para salvarme.
—Tienes que confesar —le gritó Ronald—. Si no confiesas, te abandonaré.
—Haz lo que te dicte tu conciencia —respondió Elizabeth—. No voy a confesar que soy bruja.
—Por favor —suplicó Ronald—. Por los niños —las lágrimas anegaban los ojos y surcaban el rostro cubierto por costras de polvo.
Con dificultad, Elizabeth alzó la mano esposada y la colocó en el hombro de Ronald.
—Ten valor, mi querido esposo. El Señor siempre actúa de manera inescrutable.
Al perder todo vestigio de control, Ronald se puso de pie de un salto y salió corriendo de la prisión.
Una semana después, el martes 19 de julio de 1692, Elizabeth fue ejecutada.