Epílogo

Sábado 5 de noviembre de 1994

—¿A DÓNDE quieres ir primero? —preguntó Kinnard cuando Kim y él cruzaron en el auto la reja de la propiedad de los Stewart.

—No estoy segura —respondió Kim, que viajaba en el asiento del pasajero; sostenía la férula que le habían colocado en el brazo.

—Tendrás que decidirlo muy pronto —advirtió Kinnard—. Llegaremos a la bifurcación en cuanto salgamos de los árboles.

Kim se volvió a mirar a Kinnard. Los rayos del Sol de finales de otoño caían inclinados a través de la arboleda y bailaban sobre su rostro, iluminando los ojos oscuros. Kim estaba agradecida de que Kinnard hubiera aceptado realizar este viaje con ella. Había transcurrido un mes desde aquella noche aciaga, y esta era la primera ocasión que Kim regresaba a la propiedad.

—¿Y bien? —preguntó Kinnard, bajando la velocidad.

—Vamos al castillo —respondió Kim—. O cuando menos a lo que queda de él.

Kinnard dio la vuelta hacia las ruinas carbonizadas y se estacionó junto al puente levadizo que conducía a una entrada ennegrecida y vacía. Todo lo que quedaba en pie eran los muros de piedra y las chimeneas.

—Es peor de lo que había imaginado —comentó Kinnard mientras examinaba la escena a través del parabrisas. Miró a Kim.

—¿Sabes? No tienes que pasar por esto si no lo deseas.

—Quiero hacerlo —contestó enérgica Kim—. Tengo que enfrentarlo alguna vez.

Dieron un paseo alrededor de las ruinas. No trataron de entrar. Dentro de los muros todo era cenizas, salvo por unas cuantas vigas carbonizadas que el fuego no había devorado por completo.

—Nadie creería que alguien escapó con vida —dijo Kim.

—Dos de seis no es mucho —comentó Kinnard—. Además, los dos que sobrevivieron todavía no están fuera de peligro.

Kim levantó una vara y la introdujo entre los escombros.

—Esta casa contenía el legado material de doce generaciones de los Stewart —comentó ella—. Ahora todo se perdió.

—Lo siento —dijo Kinnard—. Debe de ser terrible para ti.

—En realidad, no —repuso Kim—. La mayor parte de todo eso era solo basura, con excepción de algunos muebles. Lo que en verdad lamento haber perdido son las cartas y documentos que encontré acerca de Elizabeth. Los perdí todos, con excepción de las dos copias que hicieron en Harvard. Constituyen la única prueba de que mi antepasado estuvo implicada en el gran escándalo que provocó la brujería en Salem, pero eso no va a ser suficiente para convencer a la mayoría de los historiadores.

No se movieron mientras miraban las cenizas. Kinnard sugirió que continuaran su camino. Kim asintió. Caminaron de regreso al auto y condujeron hasta el laboratorio. Adentro estaba desierto.

—¿Dónde está todo? —preguntó Kinnard.

—Le dije a Stanton que tenía que sacarlo de inmediato. Le advertí que si no lo hacía, lo donaría a obras de beneficencia.

Salieron del laboratorio y se dirigieron a la cabaña. El doctor se sintió aliviado al ver que no estaba vacía como el laboratorio.

—Sería una lástima destruir esto —comentó—. La convertiste en una casa encantadora —deambuló por la sala para examinarlo todo con cuidado—. ¿Crees que volverías a vivir aquí? —preguntó.

—Creo que sí —respondió Kim—. Algún día. ¿Y tú? ¿Crees que podrías vivir en un lugar como este?

—Claro —repuso Kinnard—. Sería ideal. Me acaban de ofrecer un puesto en uno de los equipos médicos en el Hospital de Salem. El único problema es que tal vez me podría sentir un poco solo.

Kim miró a Kinnard. Él arqueó las cejas de manera provocativa.

—¿Se trata de una propuesta? —preguntó ella.

—Podría ser —respondió Kinnard de manera evasiva.

—Quizá sea necesario esperar a ver cómo nos sentimos uno respecto al otro después de la temporada de esquiar.

—Me agrada tu nuevo sentido del humor —sonrió el médico—. Ahora eres capaz de bromear acerca de cosas que son importantes para ti. En verdad estás muy cambiada.

—Eso espero —dijo ella—. Hace mucho tiempo que debí haberlo hecho —señaló luego el retrato de Elizabeth—. Tengo que agradecer a mi antepasado por haberme dado el valor para hacerlo. No es fácil romper con viejos hábitos. Solo confio en mantener mi nueva personalidad y espero que te agrade.

—Lo que he visto hasta ahora me encanta —repuso él—. Ya no me siento como si caminara sobre cascarones de huevo. No tengo que estar adivinando continuamente cómo te sientes.

—Estoy agradecida de que algo bueno surgiera de un episodio tan espantoso —se estiró, colocó el brazo sano alrededor del cuello de Monihan y lo abrazó. Él correspondió con igual pasión.

Viernes 19 de mayo de 1995

KIM SE DETUVO y contempló la fachada del edificio de ladrillos recién construido. Sobre la puerta había una placa larga de mármol blanco, en la que estaba grabado en bajorrelieve.

OMNI PHARMACEUTICALS.

A la luz de todo lo que había ocurrido, no sabía qué pensar respecto a que la compañía aún funcionara. Sin embargo, entendía que —ya que todo su dinero estaba invertido en la empresa— Stanton no estuviera dispuesto a dejarla morir.

Kim se anunció en la recepción. Después de esperar unos minutos, una mujer agradable y vestida de manera conservadora salió para guiarla hasta uno de los laboratorios de la compañía.

—Cuando concluya su visita, ¿cree que podrá encontrar la salida? —preguntó la mujer.

Kim aseguró que sí y le dio las gracias. Después de que la mujer se fue, ella abrió la puerta del laboratorio y se encontró en la antesala. La pared común con el laboratorio era de vidrio, de la altura de un escritorio hacia el techo. Frente al vidrio había varias sillas. En la pared debajo del vidrio estaba una unidad de transferencia y una puerta con perilla de latón, que se parecía a las cerraduras de seguridad que usan en los bancos a la hora de cerrar.

Detrás del vidrio había un laboratorio equipado con la tecnología más moderna. Kim se sentó y oprimió el botón rojo LLAMAR en la consola de comunicaciones. Adentro, dos figuras se levantaron de la mesa en la que estaban trabajando y se dirigieron hacia ella.

Kim sintió de inmediato una oleada de compasión. Tanto Edward como Gloria se encontraban terriblemente desfigurados por las quemaduras que habían sufrido. Estaban casi calvos, caminaban con rigidez, y con manos que habían perdido algunos dedos empujaban frente a ellos unos aparatos de metal con ruedas de donde pendía un suero intravenoso.

Al hablar, sus voces sonaban como susurros roncos. Le dieron las gracias a Kim por visitarlos y expresaron su desilusión de no poder enseñarle el laboratorio, que estaba diseñado específicamente para adaptarse a su incapacidad física. Kim les preguntó cómo estaban.

—Bien, si consideramos a todo lo que tenemos que enfrentarnos —comentó Edward—. Nuestro mayor problema es que todavía sufrimos ataques, a pesar de haber eliminado por completo a Ultra de nuestros cerebros. Se producen espontáneamente, como un ataque epiléptico. Lo bueno es que solo duran media hora o menos.

—Lo lamento —manifestó Kim, al tiempo que luchaba por reprimir la tristeza que amenazaba con apoderarse de ella.

—Nosotros somos los que lo lamentamos —dijo Edward.

—Fue culpa nuestra —repuso Gloria—. No debimos tomar la droga sino hasta que se completaran los estudios de toxicidad.

—Considero que eso no hubiera significado alguna diferencia —comentó Edward—. A la fecha, ningún estudio en animales ha demostrado este efecto que se produce en los seres humanos. De hecho, al ingerir la droga es probable que hayamos salvado a muchos voluntarios de experimentar lo que hemos sufrido.

—¿Por qué todavía padecen ataques ahora, si ya no quedan rastros de la droga? —preguntó Kim.

—Ese es el problema —respondió Edward—. Es lo que tratamos de averiguar. Creemos que es parecido a esas retrospecciones producidas por un «mal viaje» que algunas personas sufren después de consumir drogas alucinógenas. Estamos investigando sobre el tema para ver si podemos idear alguna manera de revertirlo.

—Me sorprende que Omni todavía funcione —dijo Kim.

—A nosotros también —repuso Edward—. Stanton simplemente no se da por vencido, y su persistencia ha rendido frutos. Uno de los otros alcaloides del moho ha demostrado algunas probabilidades de usarse como un nuevo antidepresivo.

—Espero que al menos Omni se haya olvidado por fin de Ultra —comentó Kim.

—¡Claro que no! —exclamó Edward—. Tratamos de determinar qué parte de la molécula de Ultra es responsable del bloqueo cerebral mesolímbico que llamamos «Efecto del señor Hyde».

—Comprendo —dijo Kim. Quiso desearles suerte, pero no fue capaz de hacerlo. No después de tantos problemas que Ultra había ocasionado a todos. Estaba a punto de despedirse cuando observó los ojos vidriosos de Edward. Su rostro se transformó por completo y, sin ninguna advertencia o provocación, se abalanzó contra Kim aunque se estrelló dándose un fuerte golpe contra la gruesa protección de vidrio. Kim saltó hacia atrás asustada, mientras la reacción de Gloria fue abrir el goteo del suero intravenoso de Edward.

Durante un momento, el científico arañó el vidrio. Enseguida, el rostro se aflojó y puso los ojos en blanco. En cámara lenta, empezó a desplomarse como un globo del que el aire escapa con lentitud. Gloria lo ayudó para que no se golpeara al caer al piso.

—Lo siento —musitó Gloria, acomodando con ternura la cabeza de Edward—. Espero que no te hayas asustado mucho.

—No —dijo Kim, pero el corazón le latía con fuerza y temblaba. Con cautela se acercó a la ventana y miró a Edward en el suelo.

—¿Edward estará bien?

—No te preocupes —repuso Gloria—. Estamos acostumbrados a esto. Ahora comprenderás por qué traemos el suero. Hemos experimentado ya con varios tranquilizantes. Me siento satisfecha de la rapidez con que este actúa.

—¿Qué sucedería si ambos sufren un ataque al mismo tiempo? —preguntó Kim.

—Ya hemos meditado acerca de eso —respondió Gloria—. Pero aún no se nos ha ocurrido ninguna idea a prueba de fallas. Todo lo que podemos hacer es intentar con nuestro mejor esfuerzo.

Kim se sentía turbada. Cuando bajaba por el ascensor, sintió las piernas débiles. Tenía miedo de que esa visita volviera a provocar en ella las terribles pesadillas que había sufrido inmediatamente después de aquella noche funesta.

Al salir a la cálida luz de mediados de primavera, Kim se sintió mejor, pero no podía evitar recordar a Edward Armstrong cuando golpeaba con furia el vidrio de la prisión que él mismo se había impuesto. Cuando llegó a su automóvil, se volvió para ver el edificio de Omni. Se preguntó qué clase de drogas lanzaría esa compañía en todo el mundo. Se estremeció. La idea le hizo prometerse que sería aún más cuidadosa de lo que había sido en el pasado al tomar medicamentos, ¡cualquier tipo de medicamentos!

Al salir del estacionamiento, la joven se sorprendió al ver que se dirigía al norte. Después de la perturbadora experiencia en Omni, sintió un impulso irresistible de regresar a la propiedad de Salem. No había vuelto allí desde la visita con Kinnard hacía ya cerca de seis meses.

Después de abrir los candados de la reja, condujo directamente a la cabaña y experimentó una extraña sensación de alivio, como si por fin arribara a casa después de un largo y penoso viaje. Al entrar en la penumbra de la sala, alzó la mirada al retrato de Elizabeth. El verde intenso de los ojos y la línea firme de la mandíbula eran como Kim recordaba, pero había algo más, algo que no había notado. Parecía que Elizabeth estuviera sonriendo.

Kim parpadeó y volvió a mirar. La sonrisa estaba ahí. Era como si Elizabeth reaccionara ante el hecho de que después de tantos años algún bien había podido surgir de la experiencia terrible por la que ella había pasado; al fin había sido reivindicada.

Pasmada, Kim se acercó a la pintura solo para apreciar el esfumado, o desvanecimiento suave de los tonos, que el artista del siglo diecisiete había utilizado en las comisuras de la boca de Elizabeth.

Kim sonrió cuando se dio cuenta de que eran sus propias percepciones las que se reflejaban en el rostro de su antepasado.

Al darse vuelta, contempló la vista que Elizabeth tenía desde su posición sobre la repisa de la chimenea. En ese instante, Kim decidió volver a mudarse a la cabaña. El trauma emocional ocasionado por aquella última noche terrible se había aminorado, y quería volver a casa, para vivir a la sombra del recuerdo de Elizabeth. Al recordar que ella tenía la misma edad que la mujer del retrato en 1692, cuando la asesinaron injustamente, Kim juró vivir el resto de su vida por las dos. Era la única forma que imaginaba de recompensar a Elizabeth por la comprensión de sí misma que ella le había ayudado a lograr.

FIN