OCHO

Viernes 26 de agosto de 1994

EN LOS ÚLTIMOS días de agosto, las obras continuaron en la propiedad de los Stewart a una velocidad pasmosa, en particular en el laboratorio, donde las piezas del equipo científico llegaban todos los días, lo que provocaba una oleada de esfuerzo para instalarlas de manera adecuada. A raíz de eso, Edward dedicó aún menos tiempo a sus deberes en Harvard. Cuando uno de los estudiantes de doctorado que trabajaba con él se quejó en la administración de Harvard, Edward se enfureció y lo despidió sin ninguna contemplación. Para agravar los dolores de cabeza del científico, llegaron rumores a la oficina de licencias de la universidad acerca de su participación en el proyecto Omni y le enviaron una avalancha de cartas de investigación, que él decidió no tomar en cuenta.

Kim tenía plena conciencia de que las presiones sobre Edward iban en aumento e intentó hacerle la vida un poco más sencilla. Empezó a quedarse en su departamento casi todas las noches, preparaba la cena, alimentaba al perro de Edward e incluso hacía algo de limpieza y lavaba la ropa.

Por desgracia, Edward estaba demasiado preocupado como para notar sus esfuerzos. Las flores dejaron de llegar en cuanto ella empezó a quedarse de manera regular en el departamento de él, cosa que Kim consideró razonable; aunque, extrañaba la cortesía que representaban.

Cuando Kim salió de trabajar el viernes, veintiséis de agosto, sopesó el problema. Para agravar la tensión, estaba el hecho de que ella y Edward no habían hecho todavía planes para mudarse, aun cuando los dos tenían que dejar sus departamentos en cinco días.

En el departamento de Edward, Kim alimentó al perro y luego preparó la cena. La tuvo lista a la hora en que Edward le había dicho que llegaría a casa.

Dieron las siete y se hizo aún más tarde. Kim apagó la hornilla donde estaba el arroz. A las siete y media cubrió la ensalada con una envoltura plástica y la guardó en el refrigerador. Por fin, a las ocho, llegó Edward.

—¡Me llevan todos los diablos! —dijo él mientras daba un puntapié a la puerta para cerrarla—. Tu contratista es un idiota. Me prometió que iban a ir más electricistas hoy y no fueron —entró en el baño para lavarse las manos. Kim recalentó el arroz en el horno de microondas y sirvió dos copas de vino. Las llevó a la habitación y le dio una a Edward cuando salía del baño. Él bebió un sorbo.

—Tal vez no sea ahora el mejor momento para sacar a relucir el tema —titubeó Kim—. Pero nunca hay un buen momento para ello. Todavía no hemos hecho planes formales para mudarnos y el primero de mes está casi encima.

Edward explotó. En un momento de ira incontrolable, arrojó la copa de vino contra la chimenea, donde se hizo añicos, y gritó:

—¡Lo último que necesito es que me presiones!

Se acercó furioso a Kim. Tenía los ojos dilatados y las venas sobresalían de las sienes. Los músculos de la mandíbula le temblaban, y cerraba y abría los puños.

—Lo siento —espetó Kim. Estaba aterrorizada. Él era tan fornido que ella sintió miedo de que pudiera dañarla. Corrió a la cocina y se puso a limpiar. Cuando empezó a tranquilizarse, decidió irse y se dirigió a la sala. Se detuvo porque Edward estaba en la entrada. Para alivio de Kim, el rostro de él parecía totalmente transformado. En lugar de cólera, reflejaba confusión e incluso tristeza.

—Lo lamento —musitó. Su tartamudeo hacía que fuera una hazaña pronunciar las palabras—. No sé qué me pasó. Perdóname.

Su sinceridad conmovió a Kim enseguida. Se acercó a Edward y se abrazaron.

—Este periodo es terriblemente frustrante —explicó—. La gente de Harvard me está volviendo loco y quiero con desesperación volver a trabajar en Ultra. Pero lo último que deseo es desquitarme contigo. ¿Cuándo quieres mudarte?

—Debemos mudarnos antes del primero de septiembre —contestó Kim.

—¿Qué te parece el treinta y uno? —preguntó Edward.

Miércoles 31 de agosto de 1994

EL DÍA de la mudanza resultó muy ajetreado desde las primeras horas de la mañana en que Kim se levantó. El camión de mudanzas llegó a su departamento a las siete y media y cargaron sus cosas primero; después fueron al de Edward. Cuando colocaron la última silla, el transporte estaba repleto.

Kim y Edward condujeron a la propiedad cada uno en su automóvil con sus respectivas mascotas. Al llegar, Sheba y Buffer se conocieron. Puesto que casi eran del mismo tamaño, la confrontación terminó en un empate. Después de eso, no tomaron en cuenta la presencia del otro.

En el momento en que los cargadores empezaron a introducir los muebles y enseres a la cabaña, Edward sorprendió a Kim al sugerir que tuvieran cuartos separados.

—¿Por qué? —preguntó Kim.

—Porque no soy yo mismo —explicó Edward—. No he dormido bien últimamente con todo lo que ha ocurrido. Es solo de manera temporal. En cuanto inaugure el laboratorio y la presión disminuya, dormiremos juntos. Lo entiendes, ¿verdad?

—Supongo que sí —respondió Kim, al tiempo que trataba de ocultar su desilusión.

El camión de mudanzas acababa de partir cuando Edward informó a Kim que tenía trabajo que hacer en el laboratorio. Ella lo observó alejarse; entonces empezó a revisar el desorden que habían creado los encargados de la mudanza.

Kim pasó por alto las tareas más urgentes, desenvolvió el retrato de Elizabeth, que había mandado restaurar en los últimos días, y lo colgó sobre la chimenea. Retrocedió unos pasos para contemplar la pintura. En el crepúsculo del atardecer, los penetrantes ojos verdes de la mujer parecían turbar la quietud. Durante algunos minutos de fascinación, la joven se quedó inmóvil, en medio del lugar, mirando como hipnotizada un retrato que en muchos aspectos le resultaba parecido a verse al espejo. De pronto, sintió la apremiante necesidad de ir al castillo.

Una vez ahí, como impulsada por una fuerza sobrenatural, subió las escaleras y se dirigió al ático, donde se encaminó directamente a lo que parecía un viejo baúl utilizado por los marinos. Abrió la tapa y encontró el revoltijo habitual de documentos, sobres y unos cuantos legajos. Debajo de estos había una libreta empastada de manera rústica. Introdujo las manos en el baúl y sacó la libreta. Abrió la pasta de tela, solo para que se desprendiera. Sintió que el corazón se paralizaba un instante. En la guarda estaba escrito: «Elizabeth Flanagan, su libro, diciembre de 1678». Kimberly comprendió que se trataba del diario de Elizabeth. Apretó el libro, temerosa de que se le deshiciera en las manos. Se dirigió de prisa a la ventana para tener una mejor iluminación. Empezó por el final y leyó la última entrada, fechada el viernes 26 de febrero de 1692.

ESTE FRÍO parece no tener fin. El río Wooleston está tan congelado que podría soportar el peso de una persona hasta Royal Side. Me siento trastornada. Una enfermedad ha debilitado mi espíritu con crueles ataques y convulsiones como los que Ann Putnam padeció cuando nos visitó.

¿En qué he ofendido a Dios todopoderoso para que inflija tales tormentos a su humilde servidora? No recuerdo los ataques; no obstante, antes de que ocurran veo colores que ahora me aterrorizan y oigo sonidos extraños que no son de este mundo, mientras siento como si fuera a desmayarme. De pronto, recupero los sentidos y descubro que estoy en el piso, he causado destrozos y pronunciado balbuceos ininteligibles, o al menos eso dicen mis hijos, Sarah y Jonathan, quienes, alabado sea el Señor, todavía no están aquejados. Estas molestias comenzaron con la compra de los terrenos de Northfields y la malévola riña sostenida con la familia de Thomas Putnam. El doctor Griggs no sabe qué pensar de todo esto y me ha purgado en vano. Temo por Job que es tan inocente y me da miedo que el Señor decida quitarme la vida antes de que mi trabajo esté concluido. Rezo porque Ronald regrese sin tardanza para ayudamos con estos terribles padecimientos antes de que se me agoten las fuerzas.

KIM PERCIBIÓ la fuerza de la personalidad de su antepasada Elizabeth a través de su angustia. Se preguntó quién era Job, si acaso se trataba de una referencia bíblica. Cerró el libro con la intención de deleitarse con la experiencia. Lo apretó contra el pecho como si fuera un preciado tesoro y regresó a la cabaña. Movió una mesa y una silla hacia el centro de la habitación y se sentó. A plena vista del retrato, hojeó al azar las páginas.

El 7 de enero de 1682, Elizabeth mencionaba sin darle más importancia que ese día se había casado con Ronald Stewart. Esa oración breve iba seguida de una larga descripción del elegante carruaje que la condujo a la ciudad de Salem. Después relataba su alegría y asombro por mudarse a una casa tan distinguida.

Kim sonrió mientras leía la descripción que hacía Elizabeth de la misma casa a la que ella acababa de mudarse. Era una coincidencia encantadora haber encontrado el libro ese mismo día.

Miró los registros anteriores al casamiento de Elizabeth con Ronald. Se detuvo en el inicio del 10 de octubre de 1681. Elizabeth anotó en su diario que ese día su padre había regresado de Salem con una oferta de matrimonio, y continuó escribiendo:

Al principio, mi espíritu se sintió turbado, puesto que no sé nada de este caballero y, sin embargo, mi padre habla bien de él. Papá dice que el caballero se fijó en mí en septiembre, cuando visitó nuestra tierra con el propósito de comprar madera para sus barcos. Papá dice también que la decisión depende de mí, pero que debía saber que el caballero ofreció de la manera más amable mudar a toda la familia a la ciudad de Salem, donde mi padre trabajará en su compañía y mi querida hermana Rebecca asistirá a la escuela.

Unas cuantas páginas más adelante, Elizabeth escribió:

He informado a mi padre que aceptaré la propuesta de matrimonio. ¿Cómo podría rechazarla? Es esta una señal de la Providencia, ya que todos estos años hemos vivido en esta tierra pobre de Andover, bajo la amenaza constante de los ataques de los salvajes pieles rojas. Nuestros vecinos de ambos lados han padecido ya tal desgracia y a muchos los han matado o tomado prisioneros. Traté de explicárselo a William Paterson, pero él no entiende y temo que ahora esté predispuesto en contra mía.

Kim alzó la mirada al retrato de Elizabeth. Se sentía conmovida al darse cuenta de que estaba leyendo los pensamientos de una chica de solo dieciséis años, dispuesta a sacrificar su amor de adolescente para arriesgarse con el destino por el bien de su familia. Suspiró y se preguntó a sí misma, cuándo había sido la última vez que había actuado de manera totalmente desinteresada.

El ruido de un portazo la sobresaltó. Alzó la mirada y vio en la habitación a Edward. Cargaba unos planos.

—Este lugar sigue estando tan desordenado como cuando me fui —expresó él con tono de disgusto en la voz. Buscó un lugar donde poner sus planos—. ¿Qué has estado haciendo, Kim?

—Tuve un maravilloso golpe de suerte —respondió ella entusiasmada. Se acercó con el cuaderno a Edward—. Encontré el diario de Elizabeth.

—¿Aquí en la cabaña? —preguntó Edward sorprendido.

—No, en el castillo —dijo Kim.

—Debemos poner la casa en orden antes de que regreses a tu búsqueda de papeles —advirtió Edward—. Vas a contar con todo el mes para dedicarte a lo que te venga en gana —sintiéndose culpable, Kim empezó a desempacar las cajas.

CON UN SUSPIRO de alivio, Kim se deslizó entre las sábanas limpias y frescas para pasar su primera noche en la cabaña. Todavía quedaba mucho por hacer, pero la casa se encontraba razonablemente en orden.

Tomó el diario de Elizabeth de su mesa de noche. Tenía toda la intención de leer más, pero al tiempo que se recostaba en la cama, cobró conciencia de los ruidos de la noche: la sonora sinfonía de los insectos nocturnos y las ranas, así como los suaves crujidos de la vieja casona.

Apartó el diario y se levantó. Sheba, que se había quedado dormida, le lanzó una mirada de exasperación. La joven se puso los pantuflos y cruzó el pasillo para dirigirse a la habitación de Edward. Su puerta estaba entreabierta y todavía tenía la luz encendida. Kim empujó la puerta para abrirla, solo para enfrentarse con un gruñido ronco de Buffer. Kim apretó los dientes; empezaba a desagradarle ese perro ingrato.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó Edward. Se encontraba sentado en la cama con todos los planos del laboratorio extendidos a su alrededor.

—No pasa nada. Solo que te extraño —dijo Kim—. ¿Estás seguro acerca de esta idea de dormir separados? Me siento sola y no es muy romántico.

Edward hizo un ademán para que Kim se acercara. Retiró los planos a un lado de la cama y dio unas palmadas en la orilla de esta para que ella se sentara.

—Lo siento —musitó—. Pero creo que es lo mejor por el momento. Estoy como cuerda de violín a punto de romperse.

Kim asintió mientras miraba con atención las propias manos metidas en la bata. Edward alargó el brazo y levantó la barbilla de la joven enfermera.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Me siento un poco inquieta —respondió ella.

—¿Por qué?

—No estoy muy segura —reconoció Kim—. Creo que tiene que ver con lo que le sucedió a Elizabeth y el hecho de que esta sea su casa. No puedo olvidar que algunos de mis genes son también los de ella. De todos modos, percibo su presencia.

—No empieces con cosas raras —advirtió Edward al tiempo que reía—. No crees en fantasmas, ¿verdad?

—No estoy muy segura. La manera en que encontré el diario de Elizabeth me da escalofrío. Acababa de colgar su retrato cuando sentí el impulso de ir al castillo. El diario estaba precisamente en el primer baúl que abrí.

—Si deseas creer que alguna fuerza mística te guio hasta el castillo, está bien. Solo que no me pidas que esté de acuerdo contigo.

—¿De qué otra forma te puedes explicar lo que ocurrió? —preguntó Kim con vehemencia—. ¿Qué fue lo que me obligó a buscar en ese baúl específico?

—Muy bien —repuso Edward para tranquilizarla—. No voy a intentar convencerte de lo contrario. Serénate. Estoy de tu parte.

—Lo siento —dijo Kim—. No quería exaltarme.

Después de un largo beso de buenas noches, Kim dejó a Edward con sus planos. Al cerrar la puerta, la bañó la luz de la Luna que se filtraba por la ventana del medio baño. Desde donde estaba podía distinguir la silueta oscura y perturbadora del castillo que se dibujaba contra el cielo nocturno. Se estremeció. La escena le recordó una película de Drácula.

Tras bajar la escalera a oscuras, Kim dio media vuelta completa y se paseó entre el mar de cajas vacías que inundaba todavía el vestíbulo. Entró en la sala y miró el retrato de Elizabeth. Aun en la oscuridad, veía los ojos verdes de su antepasado, que brillaban como si despidieran una luz interior.

—¿Qué tratas de decirme? —susurró Kim ante la pintura.

Un movimiento repentino en la habitación llamó la atención de Kim; incluso tuvo que reprimir un grito. Levantó los brazos para protegerse, pero enseguida los bajó. Se trataba de Sheba, que había saltado sobre una mesa.

Kim se apoyó por un instante en la mesa. Se sentía avergonzada por el grado de terror que experimentó. ¿Por qué estaba tan tensa?