SIETE

Sábado 30 de julio de 1994

KIM Y EDWARD no se pusieron en marcha temprano. En vez de ello, el joven pasó la mitad de la mañana en el teléfono. Llamó al contratista y al arquitecto de Kim y habló con ellos respecto a ampliar las obras para incluir el nuevo laboratorio. Acordaron encontrarse en la propiedad a las once. A continuación, llamó a varios vendedores de fabricantes de equipo para laboratorios médicos y programó una cita para verlos a la misma hora. Edward y Kim no subieron al automóvil sino hasta mucho después de las diez. Cuando se estacionaron frente a los establos, un grupo de personas los aguardaba. Edward les hizo una seña para que se reunieran cerca de la puerta deslizable cerrada con candado.

La construcción era una larga estructura de piedra de un solo piso; tenía unas cuantas ventanas en lo alto, debajo de los aleros.

Puesto que el terreno caía en forma pronunciada hacia el río, la parte posterior contaba con dos pisos. Kim tuvo que probar varias llaves antes de encontrar la correcta para abrir el grueso candado. El interior era una habitación larga, enorme y sin divisiones, con un techo tan alto como el de una catedral.

—Es perfecto —dijo Edward—. Mi idea de un laboratorio consiste en un espacio grande para que cada investigador tenga interacción con los demás.

Una escalera de basta madera de roble conducía al nivel inferior, en el que se encontraron con un pasillo largo con compartimientos a la derecha y cobertizos para guardar los arreos, a la izquierda. Kim escuchó los planes para convertir las caballerizas rápidamente en un laboratorio con tecnología de vanguardia. Abajo se ubicarían las instalaciones para los animales que iban a usar para los experimentos. El piso superior albergaría el laboratorio principal, así como la computadora central. Cada una de las mesas del laboratorio tendría su propia terminal. Para suministrar energía a todo el equipo electrónico, instalarían una enorme planta eléctrica.

Después del recorrido, Edward se volvió hacia el contratista y el arquitecto.

—¿Creen que haya algún problema?

—No lo creo —repuso Mark—. Sin embargo, sugiero que diseñemos una entrada con un área de recepción.

—No vamos a recibir a muchos visitantes —les aclaró rápidamente Edward—. Pero me parece bien que la diseñen. ¿Qué más?

—No creo que tengamos ninguna dificultad para obtener los permisos —dijo George—. Siempre que no mencionemos el asunto de los animales. Eso podría crear problemas y se requeriría de mucho tiempo para resolverlos.

—Con gusto dejaré que ustedes se encarguen de las relaciones con las autoridades civiles —comentó Edward—. Lo que me interesa es agilizar este proyecto. ¿Cuándo pueden empezar?

—De inmediato —respondieron Mark y George al unísono.

—Espero que los trabajos menores que les encomendé a ambos no vayan a retrasarse por este proyecto más importante —manifestó Kim al hablar por primera vez.

—No se preocupe —dijo George—. En todo caso, aceleraremos las obras en la cabaña. Vamos a traer una cuadrilla grande de trabajadores por si necesitamos un plomero o un electricista.

Mientras que Edward, el contratista, el arquitecto y los diversos vendedores de equipo médico se dedicaban a afinar los detalles para el nuevo laboratorio, Kim cruzó el campo para inspeccionar las obras de renovación. El trabajo avanzaba bien y, por primera vez, imaginó cómo se vería la cabaña cuando la terminaran.

Deambuló de regreso a los establos, pero no había asomos de que Edward fuera a terminar su reunión. Lo interrumpió solo para avisarle que iba a estar en el castillo.

Dejó atrás la luz del Sol radiante y entró en el sombrío interior del castillo, de cuyos ventanales pendían pesados cortinajes; era como entrar a otro mundo. Oyó los crujidos y rechinidos de la casa que se adaptaba al calor; luego subió por la gran escalinata. A pesar de su reciente éxito en la cava, pensó en echar un vistazo al ático, en especial porque era un lugar mucho más agradable.

Al abrir una ventana de gablete para dejar entrar la brisa fresca que venía del río, notó una pila de legajos empastados en tela, que estaban ordenados a lo largo de una pared a un lado de la ventana. Tomó uno de los libros y vio el lomo. Escritas a mano con tinta blanca, leyó las siguientes palabras: Bruja del mar. Sintió curiosidad y abrió el libro. Al principio, pensó que se trataba de un diario, porque todas las entradas, escritas a mano, empezaban con el día del mes seguido por una narración, pero pronto se dio cuenta de que era la bitácora de un barco que abarcaba los años de 1791 a 1802. Luego, Kim colocó el volumen en su lugar y miró los lomos de los demás libros. Había siete con el nombre Bruja del mar. El más antiguo comprendía de 1737 a 1749.

Entonces descubrió un libro con lomo de cuero desgastado, que no tenía nombre. Lo abrió y vio la página del título. Era la bitácora de un bergantín llamado Esfuerzo y abarcaba los años de 1679 a 1703. Con delicadeza pasó las hojas viejas y avanzó por el texto, año por año, hasta llegar a 1692.

El primer registro del año había sido hecho el veinticuatro de enero. Describía el clima frío, con cielo despejado y buenos vientos del oeste. Continuaba narrando que el barco zarpaba a Liverpool y llevaba una carga de aceite de ballena, madera, pieles, bacalao y macarela secos. A bordo iba un pasajero distinguido, el señor Ronald Stewart, dueño de la embarcación. La bitácora explicaba que el huésped iba de camino a Suecia para tomar posesión de una nueva nave que se llamaría El espíritu del mar.

Emocionada, Kim cerró el libro y bajó del ático a la cava. Al abrir la caja de la Biblia, sacó el título de propiedad que había descubierto y comprobó la fecha. Tenía razón. Elizabeth había firmado el título porque en ese momento Ronald realizaba su travesía.

Descifrar uno de los misterios relacionados con Elizabeth, aun cuando fuera insignificante, provocó en la joven un sentimiento de satisfacción. Guardó el título de propiedad en la caja de la Biblia y se encontraba en el proceso de agregar la bitácora del barco a su pequeña colección, cuando tres sobres atados con una cinta delgada se deslizaron de la cubierta posterior.

Con manos temblorosas, Kim levantó el esbelto paquete. El primer sobre estaba dirigido a Ronald Stewart. Después de desatar la cinta, descubrió que los demás también estaban dirigidos a él. Con gran emoción, abrió los sobres y encontró tres cartas, fechadas el veintitrés y veintinueve de octubre y el once de noviembre de 1692. La primera era de Samuel Sewall, uno de los jueces del tribunal que participó en el juicio de Elizabeth.

Boston, 23 de octubre

Mi querido amigo:

Comprendo que tu espíritu se encuentre aún atribulado, aunque confío en el nombre de Dios que tu reciente matrimonio alivie tu desasosiego. También comprendo tu deseo de impedir la divulgación de la lamentable asociación de tu difunta esposa con el Príncipe de las tinieblas. Para este propósito, te ruego acudir al reverendo Cotton Mather, en cuyo sótano viste la obra infernal de tu esposa. La custodia oficial de las pruebas ha sido otorgada en perpetuidad al reverendo Mather, en atención a su solicitud.

Quedo como siempre, tu amigo,

Samuel Sewall

Frustrada por descubrir otra referencia a las misteriosas pruebas sin que estas fueran descritas, Kimberly abrió la segunda carta. Era de Cotton Mather.

Boston, sábado 29 de octubre

Señor:

Acuso recibo de su reciente carta y aunque comprendo cabalmente su deseo de proteger a su familia de mayores humillaciones, creo con firmeza que las pruebas contra Elizabeth deben preservarse para beneficio de futuras generaciones en su eterna lucha contra las fuerzas del mal, como ejemplo sin igual del tipo de pruebas necesarias para determinar con objetividad un verdadero pacto con el diablo. Respecto a ello, mi padre, el buen reverendo Increase Mather, que en la actualidad es el presidente de Harvard Colledge, y yo hemos decidido que las pruebas deben conservarse en dicho lugar.

Su servidor en el nombre de Dios,

Cotton Mather

Kim no estaba muy segura de entender todo el contenido de la carta, pero lo fundamental era fácil de comprender. Abrió la última. Al ver la firma, de inmediato se dio cuenta de que lo había escrito Increase Mather.

Cambridge, 11 de noviembre de 1692

Señor:

Simpatizo totalmente con su deseo de que las pruebas antes mencionadas sean devueltas a su disposición privada; sin embargo, estoy convencido de que es la voluntad de Dios que el legado de Elizabeth se conserve en Harvard para que sirva como una importante contribución al establecimiento de criterios objetivos del derecho eclesiástico en relación con la brujería y la abominable obra del demonio. Siempre que los apreciables miembros de la Corporación de Harvard juzguen conveniente fundar una escuela de derecho, las pruebas se enviarán en ese momento a dicha institución.

Quedo de usted su servidor,

Increase Mather

—¡Maldición! —exclamó Kim en voz alta después de leer la tercera carta. No podía creer lo afortunada que había sido por encontrar tantas referencias a las pruebas contra Elizabeth Stewart y que no supiera todavía en qué consistían. Sin embargo, había averiguado un hecho muy significativo: las pruebas, cualesquiera que fuesen, se habían cedido a Harvard en 1692.

Kim se preguntó entonces si podría encontrar alguna referencia a dichas pruebas en la institución en la actualidad y, en caso de intentarlo, si se burlarían de ella.

—Ah, ahí estás —llamó Edward en voz alta desde la parte superior de la escalera de la cava—. ¿Tuviste suerte?

—Ven a ver —gritó Kim como respuesta.

Edward bajó los escalones y leyó con atención las cartas que Kim le había entregado.

—Son maravillosas —comentó—. Estoy completamente seguro de que la gente de Harvard se interesará en ellas, en especial en la de Increase Mather.

—Tienes razón —dijo Kim—. Estaba pensando en ir a Harvard a preguntar por las pruebas. Temo que se rían de mí, pero tal vez podría hacer un trato.

—Ellos no van a reírse de nadie —comentó Edward, tajante—. Puedo asegurarte que alguna persona de la Biblioteca Widener consideraría muy interesante esta historia. Por supuesto, no rechazarán la donación de la carta. Posiblemente estén dispuestos incluso a comprarla.

Kim tomó las cartas de manos de Edward y las colocó en la caja de la Biblia. Luego miró el largo pasillo de la cava, con los muebles que la ocupaban, llenos de documentos.

—Ojalá encuentre una descripción de esas pruebas —deseó—. Tengo que seguir tratando —miró a Edward—. ¿Quieres regresar ya a Boston?

—Sí —reconoció Edward—. Tengo mucho que hacer ahora que Omni va a convertirse en realidad. Pero tomaré el tren, si quieres quedarte aquí.

—Bueno, si no te importa —repuso Kim. El hallazgo de las cartas la había estimulado.

Viernes 12 de agosto de 1994

EL DÍA empezó calido, brumoso y húmedo. Había llovido muy poco durante todo el mes de julio y la sequía continuaba en agosto, así que el césped del Boston Common, que se encontraba frente al departamento de Kim, empezó a cambiar de tonos y a pasar de verde a marrón.

En el hospital, agosto trajo cierto alivio para Kim. Kinnard había empezado su contrato temporal de dos meses en el Salem Hospital, de modo que no tenía la inquietud de que iba a verlo cara a cara todos los días en la Unidad quirúrgica de terapia intensiva; además, había concluido las negociaciones con el Departamento de Enfermería para conseguir una licencia a fin de ausentarse en septiembre. Agosto también proporcionó a Kim un poco de tiempo libre, ya que Edward estaba fuera de la ciudad en su misión secreta de reclutamiento de personal para Omni Pharmaceuticals. Sin embargo, no la olvidaba. Las flores continuaban llegando. Aunque en lugar de arreglos grandes, las entregas consistían entonces en una sola rosa al día, lo que Kim consideraba mucho más apropiado. No tuvo problemas en ocupar su tiempo. Por las noches, continuó con sus lecturas sobre los juicios por brujería en Salem, y se había hecho el propósito de visitar la propiedad todos los días. La construcción del laboratorio avanzaba a pasos agigantados y los trabajos de pintura se iniciaron en la cabaña.

En cada visita a la propiedad de Salem, Kim pasaba algún tiempo en el castillo revisando con cuidado el cúmulo de papeles polvorientos. Los resultados fueron decepcionantes.

A pesar de que descubrir las tres cartas la había estimulado, veintiséis horas de búsqueda subsecuente no habían rendido frutos. En consecuencia, el jueves decidió llevar la carta de Increase Mather a Boston. Planeaba entregarla a la gente de Harvard después de salir de trabajar.

Recordó el comentario de Edward acerca de la Biblioteca Widener y decidió probar suerte primero en ese lugar. Ya casi eran las cinco cuando subió los anchos escalones y pasó entre las columnas impresionantes. En el mostrador de información, solicitó hablar con alguna persona especialista en documentos muy antiguos. La enviaron a la oficina de Mary Custland.

Mary Custland, curadora de libros y manuscritos raros, era una mujer dinámica de casi cuarenta años, vestía un traje azul oscuro elegante, blusa blanca y una pañoleta de colores brillantes. Era difícil que se ajustara a la imagen estereotipada que Kim tenía de una bibliotecaria. Preguntó a Kim en qué podía ayudarla.

Kim sacó la carta y se la entregó, al tiempo que le informaba que era descendiente del destinatario. Empezó a explicar lo que quería, pero Mary la interrumpió:

—Discúlpeme —dijo—. ¡Esta carta es nada menos que de Increase Mather! Permítame llamar a Katherine Sturburg.

Colocó la carta en su cartapacio y tomó el teléfono mientras explicaba a la visitante que Katherine era especialista en materiales del siglo diecisiete y que estaba muy interesada en Increase Mather.

Katherine llegó sin tardanza. Era una mujer mayor, de cabello canoso y un par de anteojos que colgaba sobre la punta de la nariz. Tras presentar a Kim, Mary le mostró la carta. Katherine usó solo la yema del dedo para dar vuelta a la carta y poder leerla.

—¿Qué opinas? —preguntó Mary.

—Es auténtica —manifestó Katherine—. Me doy cuenta de ello por la letra manuscrita y la sintaxis. Pero ¿de qué pruebas habla?

—Esa es la cuestión —contestó Kim—. Intento averiguar algo acerca de mi antepasada Elizabeth Stewart. Tengo la esperanza de que Harvard me ayude, puesto que las pruebas, cualesquiera que sean, se guardaron aquí —Kim explicó que habían arrestado a Elizabeth, la habían sometido a un juicio por brujería en Salem y que las pruebas se utilizaron en contra de ella para condenarla.

—Con mucho gusto revisaré mis archivos para ver si encuentro el nombre de Elizabeth Stewart —prometió Katherine—. Sea cual fuere ese objeto, tiene que haber alguna referencia a él, puesto que Mather confirma que se conservó en Harvard. ¿Me permite hacer una copia de la carta?

—Por supuesto —respondió Kim—. En realidad, cuando termine con esta especie de cruzada en pequeño, será un placer donar el original a la biblioteca.

—Eso sería muy generoso de su parte —repuso contenta Mary. Intercambió una mirada con Katherine y luego añadió—: No quiero parecer pesimista, pero las probabilidades de encontrar algo aquí son muy remotas. Hubo un gran incendio en Harvard en 1764, en el que no solo la biblioteca perdió la mayor parte de sus libros, sino también una colección de animales y aves disecados y, lo más extraño de todo, una colección a la que denominaban «depósito de curiosidades».

—Eso suena como si esta hubiera incluido objetos asociados con ocultismo —sugirió Kim.

—Sin lugar a duda —repuso Mary—. Es muy probable que lo que usted busca haya formado parte de esa colección misteriosa.

—Sin embargo, eso no significa que no pueda encontrar alguna mención a esto —observó Katherine—. Voy a dedicarle a ello todos mis esfuerzos.