Sábado 23 de julio de 1994
KIM DESPERTÓ por etapas al escuchar la voz de Edward. Al principio, la incorporó a su sueño, pero después se dio cuenta de que provenía de la otra habitación. Con cierta dificultad, abrió los ojos y miró el reloj. Eran las cinco cuarenta y cinco de la mañana.
Preocupada porque algo malo ocurriera, Kim trató de escuchar lo que decía, pero la voz de Edward era ininteligible. Por su tono, advirtió que estaba emocionado.
En pocos minutos, Edward regresó; vestía una bata. Al ver que Kim estaba despierta, se acercó y se sentó en la orilla de la cama.
—Tengo muy buenas noticias. Estaba hablando con Eleanor.
—¿A las cinco cuarenta y cinco de la mañana? ¿Quién diablos es Eleanor?
—Una de las doctoras que trabaja conmigo. Es mi mano derecha en el laboratorio.
—Me parece que es aún demasiado temprano para conversaciones de trabajo —repuso Kim. Sin quererlo, pensó en Grace Traters, la supuesta asistente de su padre.
—Eleanor laboró toda la noche —explicó Edward—. Kevin envió más esclerocios del nuevo hongo anoche. Eleanor hizo unas pruebas sin preparar en el espectrómetro de masas. Parece que tenemos tres alcaloides totalmente nuevos y uno de ellos es psicoactivo —frotó las manos con entusiasmo, como si estuviera a punto de ponerse a trabajar en ese instante—. No puedo explicarte lo importante que esto podría llegar a ser —prosiguió—. Tal vez hemos descubierto una nueva droga, o incluso una familia completa de drogas nuevas. Imagínate lo que sería encontrar un nuevo grupo de ellas debido a los juicios por brujería en Salem. Esto es aún mejor que la manera en que se descubrió el Prozac.
—¿Ocurrió por accidente? —preguntó Kim.
—Podría decirse que sí —rio Edward—. El investigador probaba unos antihistamínicos en un protocolo experimental que medía el efecto en el neurotransmisor norepinefrina. Por casualidad, obtuvo el Prozac, que no es un antihistamínico y que afecta la serotonina, otro neurotransmisor doscientas veces más de lo que afecta a la norpinefrina.
—Es asombroso —dijo Kim, pero en realidad no había prestado mucha atención. Sin tomar la acostumbrada taza de café matutino, su mente no estaba preparada para entender tales complejidades.
—Estoy impaciente por volver al trabajo —dijo Edward.
—¿Quieres cambiar de opinión respecto a ir a Salem?
—No —respondió Edward sin titubear—. Quiero ver esa tumba. Levántate. Ya que estás despierta, vámonos —y juguetonamente sacudió las piernas de Kim a través de las frazadas.
EN LA PROPIEDAD, lo primero que Edward vio fue la zanja para los servicios. Le asombró su longitud.
—Ahí está el ataúd —dijo Kim al tiempo que señalaba el lugar de donde este sobresalía.
—Es un golpe de suerte —comentó Edward—. Me parece que es la cabecera del ataúd. Y tenías razón respecto a la profundidad. Por lo menos tiene dos metros y medio, o tal vez más.
—Esta zanja solo tiene esta profundidad aquí, cerca de la cabaña —puntualizó Kim—. En la parte donde cruza el campo, es mucho menos honda.
Edward empezó a alejarse de la casa.
—Voy a verlo más de cerca —dijo. Saltó a la zanja y empezó a retroceder, descendiendo a mayor profundidad a cada paso.
Kim lo observó con inquietud creciente.
—¿Estás seguro de que la tierra no se hundirá? —preguntó con nerviosismo, al oír que los terrones y las piedras caían en las grietas cuando se acercó más al borde.
Edward no respondió. Estaba agachado y ella examinaba el extremo dañado del ataúd.
—Esto es alentador —dijo—. Está completamente seco y fresco aquí —introdujo los dedos en la unión abierta en parte entre la cabecera del ataúd y uno de los costados. Con un rápido tirón, la cabecera se ladeó.
—¡Santo cielo! —murmuró Kim para sí.
—¿Podrías ser tan amable de traer la linterna del auto? —pidió Edward. Miraba por el extremo abierto del ataúd.
Kim hizo lo que le pidió, pero no se sentía bien al perturbar la tumba de Elizabeth más de lo que ya habían hecho sin intención. Después de atreverse a acercarse lo más que pudo al borde de la zanja, arrojó la linterna a su amigo.
Edward iluminó el interior del ataúd por la abertura.
—Tenemos suerte. El cuerpo está momificado por la sequedad del lugar y el frío.
Kim observó con horror mientras Edward colocaba en el suelo la linterna e introducía la mano en el ataúd.
—Edward, ¿qué haces?
—Solo voy a empujar un poco el cuerpo —explicó. Sujetó la cabeza y empezó a empujar. Nada ocurrió, así que apoyó un pie en la pared de la zanja y luego empujó con más fuerza. Para su sorpresa, la cabeza se desprendió de repente, lo que provocó que Edward cayera contra la pared opuesta de la zanja. Terminó sentado en el suelo con la cabeza momificada de la mujer en el regazo.
En ese momento, Kimberly sintió que las piernas se le doblaban. Tuvo que apartar la mirada.
—¡Dios mío! —exclamó Edward al ponerse de pie. Miró la base de la cabeza de Elizabeth—. Creo que el cuello se le debe de haber roto cuando fue ahorcada —puso la cabeza en el suelo e inclinó el extremo del ataúd para volver a ponerlo en su posición original. Con una roca, golpeó hasta colocarlo en su lugar. Luego cargó la cabeza y volvió por la zanja hasta un lugar donde pudiera trepar.
—Espero que no encuentres esto divertido —dijo Kim. Se negó a mirar el objeto—. Quiero que la devuelvas enseguida a su lugar.
—Lo haré —prometió Edward—. Solo quiero tomar una pequeña muestra. Vamos adentro y veamos si encontramos una caja.
Kim se adelantó al tiempo que se preguntaba muy asombrada cómo se permitía participar en una situación así. Edward percibió su actitud y pronto encontró una caja de suministros de plomería del tamaño adecuado. Colocó la cabeza en el interior, puso la caja en el automóvil y regresó a la casa.
—Quiero que pongas esa cabeza en su sitio tan pronto como sea posible —advirtió Kim.
—Lo haré —repitió Edward. Para cambiar de tema, caminó a la parte de los cobertizos de la casa y fingió admirar las cuadras. Kim lo siguió. Las obras de reparación habían avanzado de manera muy importante. Descubrieron que ya habían colado el piso del sótano.
—Qué bueno que obtuve mis muestras de tierra cuando lo hice —observó Edward.
A PESAR de lo mucho que le agradaba estar con Kim, Edward se alegró de volver a su laboratorio esa tarde. Se sintió muy contento en especial al ver a Eleanor, a quien no esperaba encontrar ahí. Ella había ido a casa, tomó una ducha y durmió, aunque solo cuatro o cinco horas. Explicó que estaba muy emocionada con los nuevos alcaloides como para permanecer lejos del laboratorio.
—¿Hay más esclerocios? —preguntó Edward.
—Solo unos cuantos —respondió Eleanor—. Kevin Scranton dijo que hay más en camino, pero no sabía cuándo los enviaría. No quise sacrificar los que tenemos hasta hablar contigo. ¿Cómo quieres que separemos los alcaloides? ¿Con solventes orgánicos?
—Vamos a usar electroforesia capilar —repuso Edward—. Pero antes quiero pedirte algo —sacó la cabeza momificada de la caja de aditamentos de plomería. Eleanor retrocedió ante la vista macabra.
—Podrías haberme advertido —dijo.
—Supongo que sí —respondió Edward, riendo. Por primera vez contempló la cabeza con mirada crítica. Era espeluznante. La piel tenía un matiz marrón oscuro, estaba curtida y se había retraído en las prominencias huesudas, lo que dejaba al descubierto los dientes en una sonrisa horripilante. El cabello estaba seco y enmarañado, como fibra metálica.
—¿Qué es? —preguntó Eleanor—. ¿Una momia egipcia?
Edward narró a Eleanor la historia de Elizabeth.
—¿Quieres entonces hacer una prueba con el espectrómetro de masas? —inquirió Eleanor.
—Exactamente —respondió Edward—. Sí podemos demostrar picos que correspondan a los de los nuevos alcaloides, constituiría una prueba definitiva de que esta mujer ingirió el moho.
Eleanor corrió al Departamento de Biología Celular a fin de pedir prestados los instrumentos de disección anatómica. Cuando regresó, Edward se puso a trabajar. Retiró el cuero cabelludo y dejó el cráneo al descubierto. Después, tomó la sierra eléctrica que Eleanor había traído y cortó la parte superior del cráneo. Eleanor y él miraron el interior. El cerebro se había contraído en una masa cuajada en la parte posterior del cráneo. Edward picó la masa con la punta de un escalpelo. Estaba dura.
—Corta una parte y la disolveré en alguna sustancia —le propuso Eleanor.
Edward aceptó la sugerencia. Después de obtener la muestra, empezaron a probar varios solventes. Sin estar seguros de lo que tenían, comenzaron a introducirlos en el espectrómetro de masas. Con la segunda muestra obtuvieron por fin un patrón de concordancia. Varios de los picos coincidían exactamente con los de los nuevos alcaloides.
—¿No es científicamente fabuloso? —Comentó Edward lleno de júbilo.
—Sí, es fantástico —estuvo de acuerdo Eleanor.
Edward se dirigió a su escritorio y llamó a Kim. Como esperaba, le contestó la grabadora. Dejó un mensaje diciendo que en el caso de Elizabeth Stewart, el demonio en Salem tenía una explicación científica. Después de colgar el teléfono, regresó con Eleanor.
Estaba de un humor excepcional.
—Muy bien —le dijo—, vamos a separar estos nuevos alcaloides para que podamos entender lo que tenemos.
Lunes 25 de julio de 1994
ANTES de las siete de la mañana, Edward entró en el laboratorio y se sorprendió al ver que Eleanor ya había llegado.
—Tengo dificultades para dormir —reconoció ella. El cabello, que por lo regular peinaba con mucho cuidado, en esa ocasión estaba un poco desarreglado.
—Yo también —dijo Edward.
Habían trabajado el sábado por la noche y todo el domingo. Un poco después de la medianoche, consiguieron perfeccionar una técnica de separación. Todo lo que necesitaban entonces era más material, y Kevin Scranton había llamado para comunicarles que iba a enviar otro lote de esclerocios el lunes por la mañana.
—Quiero que todo esté ya preparado cuando llegue el material —manifestó Edward—. Debe de estar aquí alrededor de las nueve.
—Como usted ordene —repuso Eleanor mientras chocaba los talones y hacía un saludo militar en son de broma. Edward intentó darle un ligero golpe en la cabeza; sin embargo, ella resultó mucho más ágil que él.
Después de trabajar febrilmente por más de una hora, Eleanor le dio una palmadita a Edward en el brazo.
—¿Estás pasando por alto a tu pequeño rebaño de manera deliberada? —hizo una seña por encima del hombro.
Edward miró a su alrededor y vio a los estudiantes que deambulaban por el lugar en espera de su consejo.
—Escuchen —anunció en voz alta Edward—. Hoy están por su cuenta. Yo me encuentro muy ocupado —con algunos refunfuños, el grupo se dispersó. Edward no advirtió esa reacción. Volvió directamente al trabajo.
Unos minutos después, Eleanor le tocó el brazo una vez más.
—¿Podrías decirme qué pasó con la cátedra que tenías a las nueve de la mañana? —preguntó.
—¡Cielos! —exclamó Edward—. Busca a Ralph Carter y que me cubra —Ralph Carter era uno de sus asistentes principales.
En poco tiempo, Ralph llegó. Era un hombre esbelto, barbado, de rostro sorprendentemente ancho y mejillas encendidas.
—Necesito que te hagas cargo del curso de verano de bioquímica —indicó Edward.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Ralph, obviamente no muy entusiasmado.
—Ya te avisaré —repuso Edward.
Tal como se lo habían prometido, los esclerocios llegaron un poco después de las nueve. Edward esparció con gran cuidado los granos oscuros, parecidos a los del arroz, en un trozo de papel de filtrar, como si fueran pepitas de oro.
—Se ven muy desagradables —comentó Eleanor—. Podrían ser excremento de ratón.
—O semillas en el pan de centeno —añadió Edward—. Es una metáfora históricamente más significativa.
Antes del mediodía, ambos lograron producir una pequeñísima cantidad de cada alcaloide. Las muestras de polvo blanco estaban en la base de pequeños tubos de ensayo cónicos, con etiquetas que decían: A, B y C. A simple vista, los alcaloides se veían idénticos.
—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó Eleanor mientras alzaba uno de los tubos de ensayo para verlo a la luz.
—Averigüemos si son psicoactivos —respondió Edward.
—Tal vez podríamos usar preparaciones de ganglios Aplasia fasciata. Nos indicarían si son neuroactivos —sugirió Eleanor.
Edward negó con la cabeza.
—Eso basta. Quiero saber cuáles provocan reacciones alucinógenas y necesito respuestas rápidas. Para ello requerimos un cerebro humano.
—¡No podemos emplear voluntarios a sueldo! —repuso Eleanor consternada—. Eso constituiría una falta flagrante a la ética.
—No tengo la intención de utilizar voluntarios a sueldo —aclaró Edward—. Tú y yo nos las arreglaremos —colocó una cantidad minúscula de cada nuevo alcaloide en dos redomas distintas y llenó cada una con un litro de agua destilada. Las agitó vigorosamente y después sacó dos pipetas de un mililitro de un cajón—. ¿Quieresunirte? —preguntó.
Eleanor miró con atención a Edward.
—¿Estás convencido de que no es arriesgado? —preguntó.
—No creo que sea peor que realizar algunas inhalaciones de mariguana —explicó Edward—. Como máximo, un mililitro contiene unas cuantas millonésimas de un gramo. Además, ingerí un extracto rudimentario en comparación con este y no me provocó ningún efecto dañino. En realidad, casi podría decir que lo disfruté. Estas son muestras relativamente puras —Edward llenó una pipeta y luego vertió un mililitro en la lengua.
—De acuerdo —aceptó Eleanor—. Yo sigo. Dame una pipeta.
KIM CRUZÓ a toda prisa el centro de la Unidad quirúrgica de terapia intensiva, tratando de evitar el amontonamiento de camas. Los pacientes habían ido y venido todo el día y esa era la primera oportunidad que tenía para llamar a Edward. Estaba ansiosa de hablar con él desde la mañana, cuando George Harris le informó que iban a rellenar la zanja para las tuberías temprano al día siguiente. Tomó el teléfono y marcó al laboratorio de Edward.
—Me alegra que hayas llamado —dijo el científico cuando contestó—. Separamos los alcaloides y Eleanor y yo acabamos de determinar que uno de ellos, el compuesto B, es psicoactivo. Ahora sabemos hacia dónde concentrar nuestros esfuerzos —Edward estaba eufórico.
—Me da gusto por ti —repuso Kim—. Pero hay un problema. Tenemos que llevar la cabeza de Elizabeth de regreso a Salem.
—Podemos llevarla el fin de semana —replicó Edward.
—Entonces será demasiado tarde. Acabo de hablar con el contratista. Van a rellenar la zanja por la mañana.
—¡Oh, caramba! —exclamó Edward—. Estamos avanzando a una velocidad asombrosa. Detesto perder el tiempo. ¿No es posible pedirles que rellenen la zanja después del fin de semana?
—No pregunté —dijo Kim—, y no quiero hacerlo. Tendría que darles una razón, y el único motivo tendría que relacionarse con el ataúd. No quiero que el contratista tenga ni la más mínima idea de que violamos la tumba.
Hubo un pausa incómoda; enseguida, Edward preguntó:
—¿Por qué no la llevas tú?
—Edward, me lo prometiste —repuso Kim.
—Por favor —le pidió Edward—. Te lo compensaré. Es solo que por el momento estoy muy ocupado. Ya empezamos a analizar la estructura.
—De acuerdo —aceptó Kim—. ¿Cómo voy a tenerla?
—Te la enviaré con un mensajero —dijo Edward—. La tendrás antes de que salgas de trabajar. ¿Qué te parece?
—Te lo voy a agradecer —contestó Kim.
Volvió a su trabajo, pero mientras iba y venía entre las camas, atendiendo a los pacientes, sintió irritación porque Edward había faltado a su promesa de ir con ella a devolver la cabeza, en especial porque él estaba plenamente consciente del disgusto que experimentaba Kim por tener algo que ver con ese asunto. El comportamiento de Edward contrastaba con su cortesía, la inquietaba.
CUANDO kim se aproximaba a la propiedad esa tarde, su ansiedad aumentó. La cabeza de Elizabeth se hallaba en el maletero de su automóvil, dentro de la caja de computadora con la que Edward la había enviado. Mientras más tiempo pasaba cerca de ella, más aprehensión experimentaba.
Al cruzar la reja, que estaba abierta de par en par, Kim temió que los obreros de la construcción todavía estuvieran ahí. Al dejar atrás la arboleda, se confirmaron sus temores. Había dos vehículos frente a la cabaña. Tenía la esperanza de que los albañiles se hubieran marchado. Se estacionó junto a los vehículos y bajó del automóvil. Casi al mismo tiempo, George Harris y Mark Stevens aparecieron en la puerta principal. Se mostraron ostensiblemente complacidos de verla llegar.
—Qué sorpresa tan agradable —dijo Mark—. Íbamos a llamarla por teléfono más tarde. Tenemos muchas preguntas.
Durante la siguiente media hora, Mark y George llevaron a Kim a hacer un recorrido por las obras de renovación. Para gran alegría de Kim, Mark había llevado muestras de granito a la cocina y los baños. Con el sentido que poseía del color, Kim no tuvo dificultades para tomar decisiones. Los arquitectos estaban impresionados. Incluso Kim estaba sorprendida. Sabía que su habilidad para tomar decisiones de esa manera era un tributo a los progresos que había realizado en cuanto a la confianza en sí misma. Cuando ingresó en la universidad, ni siquiera era capaz de decidir algo como el color de su cubrecama.
Cuando terminaron con los interiores, salieron y caminaron por los alrededores de la construcción. Kimberly les dijo que quería que las ventanas nuevas en los cobertizos fueran iguales a las ventanas con pequeños cristales en forma de diamante de la parte principal de la casa.
—Entonces tendrán que mandarse hacer a su gusto —aclaró George—. Eso es más caro.
—Así las quiero —replicó Kim sin titubear.
Después de que el contratista y el arquitecto partieron, la joven regresó al interior de la casa a fin de buscar un martillo. Con él en mano, abrió el maletero de su auto y cargó la caja de la computadora. Mientras seguía la zanja para encontrar un lugar desde donde pudiera saltar, Kim se sintió como un ladrón en la noche. Continuamente se detenía para oír si no se aproximaba algún auto.
En la zanja, las altísimas paredes parecían curvarse sobre la cabeza de Kim, lo que agravaba su temor de que pudieran venirse abajo en cualquier momento. Con manos temblorosas, se dedicó a trabajar en el extremo del ataúd. Insertó las garras del martillo, levantó la cabecera haciendo palanca y luego se volvió para mirar la caja de computadora.
Abrió las hojas de cartón de la tapa y se asomó con renuencia al interior. Elizabeth la miraba con fijeza con los globos oculares secos, hundidos y en parte descubiertos. Kim trató de reconciliar esa cara horripilante con la del retrato. Las imágenes eran diametralmente opuestas y le pareció inconcebible que pertenecieran a la misma persona.
Kim contuvo el aliento, alargó los brazos y alzó la cabeza. Se volvió con cuidado para no tropezarse con las tuberías y cables recién colocados; luego introdujo la cabeza en el ataúd y cautelosamente la puso en su lugar. A toda prisa, inclinó el extremo del ataúd y golpeó con el martillo para devolverlo a su posición original.
Tomó la caja vacía y corrió por la zanja. No se tranquilizó sino hasta que colocó la caja de nuevo en el maletero de su auto. Se puso las manos en las caderas y contempló la cabaña silenciosa y acogedora. Trató de imaginar cómo sería la vida en aquellos días terribles de la cacería de brujas, cuando la pobre Elizabeth, sin saberlo, ingería granos venenosos que alteraban la mente. Por sus lecturas, Kim sabía que a la mayor parte de las jóvenes aquejadas, en teoría intoxicadas con el mismo contaminante que Elizabeth, no se les había considerado brujas, como a Elizabeth. La excepción era Mary Warren, que había sido tanto víctima de los ataques como acusada; sin embargo, la habían puesto en libertad y no la habían ejecutado. ¿Por qué el caso de Elizabeth fue diferente?
Kim suspiró y meneó la cabeza. No tenía ninguna respuesta. Todo parecía volver a las misteriosas pruebas contra Elizabeth. La mirada de Kim se dirigió al castillo. Vio el reloj. Todavía le quedaban varias horas de luz. De manera impulsiva, subió al automóvil y condujo hacia él.
Cuando entró por la puerta principal, silbó para no sentirse sola. Abrió la pesada puerta de roble de la cava, encendió las lámparas y bajó por los escalones de granito. Al recorrer el pasillo central, vio una caja de madera encima de una cómoda en una de las celdas. Se inclinó sobre la cómoda y pasó los dedos a lo largo de la parte superior de la caja, que dejaron huellas paralelas en el polvo. No había duda de que la caja era antigua. Colocó las manos en ambos extremos y abrió la tapa sostenida con bisagras.
En el interior, había una Biblia desgastada con gruesas pastas de cuero. La sacó y advirtió que debajo de ella había varios sobres y otros documentos. Llevó la Biblia al corredor, donde la luz iluminaba mejor. Abrió la pasta y la guarda y vio la fecha: Londres, 1635.
Antes de devolver la Biblia a su caja, Kim examinó los sobres y documentos. Los primeros contenían papeles mercantiles. Sin embargo, entre los documentos descubrió uno que tenía varias páginas dobladas en tres partes. Al desdoblarlo, encontró el título de una enorme extensión de terreno llamada Northfields. En la otra página había un mapa. No le fue difícil reconocer la zona. La superficie abarcaba los actuales terrenos propiedad de los Stewart, los que ahora ocupaba el Club campestre Kernwood y el cementerio de Greenlawn. También atravesaba el río Danvers, marcado como el río Wooleston, para incluir propiedades en Beverly. Hacia el noroeste, abarcaba lo que en ese momento eran Peabody y Danvers, que en el título se denominaban Aldea de Salem.
La firma de la compradora que aparecía en el título de propiedad era de Elizabeth Flanagan Stewart. La fecha, 3 de febrero de 1692. Kim recordó que el convenio prenupcial que había visto en los tribunales del condado de Essex otorgaba a Elizabeth el derecho de poder celebrar contratos a su nombre. Pero ¿por qué era Elizabeth la compradora en este caso particular, sobre todo porque se trataba de una enorme extensión de tierra que debió de haber costado una fortuna?
Adjunto en la parte posterior del título de propiedad había una última hoja de papel, más pequeña y escrita con letra diferente. Kimberly alzó el documento a la luz y descubrió que se trataba del fallo del magistrado Jonathan Corwin por el que denegaba la petición presentada por Thomas Putnam para declarar nulo y sin efectos el contrato de compra de Northfields debido a la ilegalidad de la firma de Elizabeth. Para concluir, el magistrado Corwin escribió:
«La legalidad de la firma del contrato antes mencionado se basa en el contrato que obliga a Ronald Stewart y a Elizabeth Flanagan, fechado el 11 de febrero de 1681».
Por sus lecturas, Kim sabía que Thomas Putnam había sido uno de los principales personajes que sumió a la aldea de Salem en una lucha de facciones antes del frenesí por la brujería. Muchos historiadores consideraban que él había sido la principal causa social oculta detrás del episodio. La esposa e hija de Thomas Putnam, aquejadas por el maleficio, presentaron muchas de las acusaciones de brujería. Con toda seguridad, Putnam desconocía el contrato prenupcial celebrado entre Ronald y Elizabeth cuando interpuso su demanda.
Kim dobló el título y el fallo con lentitud. Resultaba evidente que a Thomas Putnam le había enojado mucho la compra del terreno por parte de Elizabeth, y considerando su participación en el episodio de brujería, su enemistad bien podría haber empujado a Elizabeth en medio de la tragedia.
La joven colocó el título y el fallo anexo encima de la Biblia. Luego examinó el resto de los documentos contenidos en la caja. Para gran alegría suya, encontró otro documento que databa del siglo diecisiete: un contrato celebrado entre Ronald Stewart y Olaf Sagerholm de la ciudad de Gotemburgo, Suecia. En dicho documento se designaba a Olaf para construir un barco con el diseño de una nueva y veloz fragata. El contrato tenía fecha del 12 de diciembre de 1691.
A continuación Kim guardó la Biblia y los dos documentos del siglo diecisiete en la caja y la llevó de la celda a una consola situada al pie de la escalera que conducía al comedor. Planeaba usar esa caja como depósito de todos los papeles que encontrara relacionados con Elizabeth o Ronald. Con ese propósito, fue por la carta de James Flanagan y la colocó junto con los demás materiales.
Regresó a la habitación en la que había encontrado la caja de la Biblia e inició una búsqueda diligente en la cómoda sobre la que se encontraba la caja. Después de varias horas se incorporó y estiró. Ese día no descubrió nada interesante. Echó un vistazo al reloj y se dio cuenta de que ya casi eran las ocho, hora de volver a casa.
Encontró muy poco tránsito hasta que entró en el área de Boston propiamente dicha. En lugar de continuar por Storrow Drive, que era solo un tramo corto, cambió de opinión y decidió tomar la salida de Fenway. De pronto se le ocurrió la idea de visitar a Edward en el laboratorio.
Los encargados de la seguridad de la escuela de medicina le permitieron pasar gracias a su tarjeta de identificación del Hospital General Mass. Kim subió por las escaleras. Había visitado ese lugar en una de sus salidas a cenar con Edward, de modo que conocía el camino. Con plena confianza tocó a la puerta de vidrio esmerilado que conducía al laboratorio.
Una mujer atractiva, esbelta y rubia, cuya figura curvilínea se evidenciaba a pesar de la enorme bata blanca de laboratorio que llevaba puesta, abrió la puerta.
—¿Sí? —preguntó Eleanor de manera mecánica.
—Busco al doctor Edward Armstrong —contestó Kim.
—El doctor Armstrong no recibe por ahora —repuso Eleanor, mirando a Kim de arriba abajo.
—Creo que a mí sí querrá verme —replicó Kim, pero en realidad no estaba tan segura y, por un momento, se preguntó si había hecho bien en ir.
—¿Cómo se llama? —preguntó Eleanor de modo altanero.
—Kimberly Stewart.
Eleanor no dijo nada más antes de cerrar la puerta en las narices de Kim. Ella esperó. Cambió de posición y deseó no haber ido. Entonces, la puerta se abrió de nuevo.
—¡Kim! —exclamó Edward—. ¿Qué haces aquí?
Kim se disculpó suponiendo que había llegado en un momento inoportuno.
—Claro que no —repuso Edward—. Estoy ocupado, pero no importa. Adelante —se apartó de la puerta para cederle el paso.
—¿Quién me abrió? —preguntó Kim al entrar en el laboratorio.
—Eleanor —respondió Edward.
—No fue muy amable que digamos —comentó Kim.
—¿Eleanor? —preguntó Edward—. Debes de estar equivocada. Ella se lleva bien con todo el mundo. Es solo que los dos estamos ya un poco agotados. Hemos estado trabajando sin cesar desde el sábado. Apenas hemos dormido.
Llegaron al escritorio de Edward. Él retiró una pila de publicaciones de una silla y le hizo una seña a Kim para que se sentara allí. Edward tomó asiento en el sillón de su escritorio.
Kim observó el rostro de Edward. Parecía estar sobreexcitado, como si hubiera bebido una docena de tazas de café. La mandíbula inferior se agitaba nerviosamente mientras mascaba goma.
—¿A qué se debe toda esta actividad febril? —preguntó ella.
—Sin duda, se debe al nuevo alcaloide —le explicó Edward—. Definitivamente es alucinógeno, pero creemos que es mucho más. Tenemos razones para pensar que calma, vigoriza y tal vez incluso fortalece la memoria.
—¿Cómo lograste averiguar todo eso con tanta rapidez? —inquirió Kim sorprendida.
Edward rio un poco cohibido.
—Todavía no estamos seguros de nada —reconoció—. Muchos investigadores considerarían el trabajo que hemos realizado hasta ahora poco menos que científico. Lo que estamos haciendo es darnos una idea general de las propiedades del alcaloide. Los resultados son muy interesantes.
Kim quería contarle lo que había ocurrido con la cabeza de Elizabeth, pero Eleanor entró en forma despreocupada y monopolizó de inmediato la atención del hombre con una hoja impresa por computadora. Eleanor ni siquiera tomó en cuenta la presencia de Kimberly, ni él las presentó. Kim observó mientras ellos sostenían una charla animada sobre la información. Era evidente que Edward se sentía complacido. Por fin, hizo algunas sugerencias a su colaboradora, le dio una palmada en la espalda y ella desapareció por el pasillo contiguo.
—¿Más buenas noticias? —preguntó Kim al referirse al impreso que Eleanor le había llevado.
—Ya lo creo —contestó Edward—. Eleanor ya confirmó nuestra impresión preliminar de que el compuesto es una molécula tetracíclica con múltiples cadenas secundarias.
Kim estaba impresionada.
—¿Cómo es posible que puedan deducir eso?
—Estamos usando todas las armas de nuestro arsenal de investigación en esto —explicó Edward—. Y por otro lado, la información no deja de fluir a borbotones. Obtendremos la estructura completa en un tiempo récord. Pero dime, ¿qué pasó en Salem?
Por un momento, la pregunta de Edward desconcertó a Kim. Lo veía tan absorto en su trabajo, que ella estaba a punto de excusarse y salir de ahí. Contestó que había vuelto a poner la cabeza de su antepasado en su lugar y mientras le contaba acerca del título de propiedad de Northfields firmado por Elizabeth y cómo ese hecho había enfurecido a Thomas Putnam, Eleanor volvió a hacer acto de presencia y una vez más se enfrascó con Edward en una entusiasta discusión. Cuando ella salió, Kim decidió marcharse.
—Será mejor que me vaya —comentó.
—Te acompaño a tu automóvil —ofreció Edward.
Mientras bajaban la escalera, Kim percibió un cambio en la conducta de Edward. Se puso más nervioso. Cuando llegaron al automóvil, manifestó:
—He estado pensando en tu propuesta de vivir contigo en la cabaña —hizo una pausa, al tiempo que jugueteaba con una piedra con la punta del pie. Kim esperó con impaciencia, ya que no estaba segura de lo que él iba a decir. Entonces, él espetó:
—Me gustaría aceptar, si aún estás dispuesta.
—Sí lo estoy —declaró Kim con alivio. Se estiró y lo abrazó.