Viernes 22 de julio de 1994
KIM ABRIÓ los ojos. Al principio no sabía dónde estaba. Al girar la cabeza, vio la figura de Edward que dormía y todo le vino a la mente en un instante.
Kim se cubrió con la sábana hasta el cuello. «Eres una hipócrita», se reprochó en silencio. Recordó haberle advertido a Edward que no quería apresurar las cosas y ahí estaba, despertando en su cama. Kim jamás había tenido una relación en la que hubiera llegado a una intimidad como esta con tanta rapidez. Trató de levantarse sin hacer ruido con la intención de vestirse antes de que Edward despertara, pero el perro de él, un terrier Jack Russell, pequeño, blanco y muy desagradable, llamado Buffer, empezó a gruñir y a mostrar los dientes.
Edward se sentó en la cama y ahuyentó al perro. Con un quejido, se dejó caer de nuevo en la almohada.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Son unos minutos después de las seis —contestó Kim.
—¿Por qué estás despierta tan temprano? —preguntó Edward.
—Es la hora a la que despierto normalmente —respondió Kim.
—Pero era casi la una cuando nos acostamos.
—Eso no importa —replicó Kim—. No debí haberme quedado.
—Lo siento —se disculpó Edward—. Tal vez no debí haberte persuadido.
—No es culpa tuya —aclaró Kim.
Entrecruzaron miradas y luego ambos sonrieron.
—Ya empezamos otra vez con nuestra competencia por las disculpas —comentó Kim con una risita.
—Es una lástima —observó Edward—. Uno pensaría que a estas alturas ya deberíamos haber hecho algún progreso.
Kim se acercó y se abrazaron. No hablaron por un momento, mientras disfrutaban del abrazo. Edward rompió el silencio:
—¿Quieres desayunar?
Kim se sorprendió. Contestó que pensaba que Edward querría ir directamente a su laboratorio.
—El laboratorio puede esperar —repuso Edward—. Ha sido la noche más placentera de todo el año y no quiero que termine.
Después de darse una ducha y vestirse, Edward y Kim salieron del departamento. Usaron el automóvil de Kim, puesto que estaba estacionado en un lugar prohibido y se dirigieron a una fonda barata en Harvard Square, donde se dieron el gusto de comer huevos con tocino.
—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó Edward.
—Primero voy a ir a mi departamento a darle de comer a mi gata. Sheba debe de estar muriéndose de hambre. Después creo que iré a Salem. Ya empezaron las obras de construcción de la cabaña. Quiero ver los avances —Kimberly había decidido llamar a la casa vieja «la cabaña», en contraste con el castillo.
—¿Te gustaría que nos viéramos en el Bar Harvest alrededor de las ocho de la noche?
—Es un compromiso.
Después de desayunar, Edward pidió a Kim que lo dejara cerca de los laboratorios de biología de Harvard. Luego se quedó de pie en la acera y agitó la mano hasta que ella se perdió de vista. Sabía que estaba enamorado y le encantaba la sensación. Pensó en las lindas flores que le enviaba todos los días y se preguntó si no estaría exagerando. El problema era que el joven no tenía mucha experiencia en ese tipo de lances.
En los laboratorios, Edward vio el reloj: faltaban unos minutos para las ocho. Subió la escalera para esperar a Kevin Scranton, pero él ya había llegado.
—Me da mucho gusto verte —dijo Kevin—. Estaba a punto de llamarte.
—¿Encontraste Claviceps purpurea? —preguntó Edward.
—No —respondió Kevin—. No había Claviceps.
—¡Demonios! —exclamó Edward. Se dejó caer pesadamente en una silla. Contaba con un resultado positivo, sobre todo por Kim.
—No te pongas triste —dijo Kevin—. Encontré muchos otros mohos. Uno de ellos resulta morfológicamente muy parecido al Claviceps purpurea, pero se trata de una especie desconocida.
—No me digas —comentó Edward. Se alegró con la idea de que por lo menos hubiera descubierto algo.
—Por supuesto, eso no es de sorprender —explicó Kevin—. Hay alrededor de cincuenta mil especies conocidas de hongos, y algunas personas creen que en realidad existe hasta un cuarto de millón. Sin embargo, este tipo particular de moho es un ascomiceto, como el Claviceps, y forma esclerocios, al igual que el Claviceps —Kevin se inclinó por encima del escritorio y dejó caer varios objetos pequeños y oscuros en la palma de Edward, que pensó que se parecían a las semillas que se ven en el pan de centeno.
—Los esclerocios son un tipo de espora vegetativa, en estado de reposo, de ciertos hongos —explicó Kevin—. Son multicelulares y contienen filamentos micóticos, o hifas, así como varios alimentos almacenados.
—¿Qué te hace pensar que pudieran interesarme? —preguntó Edward. Acercó uno a la nariz. Era inodoro.
—Porque los esclerocios del Claviceps son los que contienen los alcaloides biológicamente activos que causan el ergotismo —le explicó Kevin.
Edward estudió los esclerocios con mayor interés.
—¿Qué probabilidades hay de que estos sinvergüenzas puedan contener los mismos alcaloides que el Claviceps?
—Creo que hay buenas probabilidades. No existen muchos hongos que produzcan esclerocios. Es evidente que esta nueva especie se relaciona con el Claviceps purpurea en alguna medida.
—¿Por qué no los probamos? —sugirió Edward—. ¿Qué te parece si hacemos una tisana con estos bichos y la probamos?
—Espero que lo digas de broma —repuso Kevin.
—En realidad, no —aclaró Edward—. Me interesa saber si este nuevo moho forma un alcaloide que produzca algún efecto alucinógeno. La mejor manera de averiguarlo es probándolo.
—Seguramente estás loco —dijo Kevin—. Las micotoxinas son potentes, como pueden testificar las innumerables personas que han padecido ergotismo. Correrías un riesgo muy grande.
—¿Dónde está tu espíritu aventurero? —preguntó Edward y se puso de pie—. ¿Me permites usar tu laboratorio para este pequeño experimento?
—Lo dices en serio, ¿verdad? —inquirió Kevin.
—Muy en serio. Voy a necesitar un mortero completo, agua destilada, un ácido diluido para precipitar el alcaloide, unos filtros de papel, una redoma de un litro y una pipeta de un mililitro.
—Es una locura —comentó Kevin al tiempo que reunía los materiales solicitados.
Edward molió unos cuantos esclerocios, extrajo la pulpa con agua destilada y precipitó una pequeñísima cantidad de la materia blanca con el ácido diluido. Con la ayuda de los filtros, aisló unos cuantos granos —que es la unidad de peso más pequeña— del precipitado blanco.
—No me digas que vas a comer eso —exclamó Kevin alarmado.
—Oh, vamos —repuso Edward—. No soy tonto.
—Pues podrías haberme engañado —dijo Kevin.
—Escucha —advirtió Edward—. Si este material en realidad provoca efectos alucinógenos, debe de hacerlo también en una dosis minúscula, menos de un microgramo —tomó una pizca del precipitado con el extremo de una espátula y lo introdujo en un litro de agua destilada en la redoma. Luego la agitó vigorosamente—. Podríamos juguetear con esta cosa seis meses y, a pesar de ello, no averiguar si causa alucinaciones —explicó—. Necesitamos un cerebro humano. El mío está disponible en este momento.
—¿Y el riesgo de toxicidad para los riñones? —preguntó Kevin. Edward mostró una expresión de incredulidad y exasperación.
—¿Con esta dosis? No. Estamos por debajo, por un factor de diez, del rango de toxicidad de la toxina que causa el botulismo, la sustancia más tóxica conocida por el hombre —pidió a Kevin que le pasara la pipeta. Kevin lo hizo a regañadientes.
—A tu salud —dijo Edward y alzó la pipeta un momento antes de depositar un mililitro en la lengua enrollada. Tomó un sorbo grande de agua, lo agitó en la boca y tragó.
—¿Y bien? —preguntó Kevin.
—Estoy empezando a sentirme un poco mareado —respondió Edward Armstrong.
—¡Qué diablos! Ya estabas mareado incluso antes de empezar —repuso Kevin.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Edward—. ¡Algo está ocurriendo!
—¿Cómo? —preguntó Kevin.
—Veo un torrente de colores que se mueven por todas partes en forma de amibas, como una especie de caleidoscopio —el rostro de Edward adoptó una expresión como si estuviera en trance—. Ahora oigo sonidos como los de un sintetizador, siento la boca un poco seca y experimento parestesia en los brazos, como si me estuvieran mordiendo o pinchando. Es muy extraño —para sorpresa de Kevin, Edward se acercó y lo sujetó de los brazos con fuerza verdaderamente insólita—. Me parece que la habitación se está moviendo —dijo Edward—. Además tengo una leve sensación de asfixia.
—Voy a pedir ayuda —dijo Kevin. Sentía que el pulso le latía con violencia. Miró el teléfono, pero Edward lo sujetó con mayor fuerza aún.
—Estoy bien —dijo Edward—. Los colores empiezan a desvanecerse. Ya está pasando —cerró los ojos, pero se aferró a Kevin.
Después de un rato, Edward abrió los ojos y suspiró. Solo entonces se dio cuenta de que tenía sujeto a Kevin de los brazos. Lo soltó.
—Creo que ya tenemos la respuesta que queríamos —dijo.
—Eso fue una tremenda idiotez —espetó Kevin—. Tus bufonadas me aterrorizaron.
—Tranquilízate —pidió Edward—. No perdamos la calma por una reacción psicodélica que duró sesenta segundos.
Kevin señaló el reloj.
—No fueron sesenta segundos —explicó—. Transcurrieron casi veinte minutos.
Edward alzó la mirada al reloj.
—Mira si no es extraño. Incluso creo que mi sentido del tiempo se distorsionó.
—¿Te sientes bien en general? —preguntó Kevin.
—Muy bien. En realidad, me siento mejor que bien —titubeó al tratar de expresar con palabras las sensaciones internas que experimentaba—, como si tuviera mucha energía. Y muy lúcido, como si mi mente estuviera en especial aguzada. Incluso me siento un poco eufórico, aunque eso podría deberse a que acabamos de confirmar que este nuevo hongo produce una sustancia alucinógena.
—No seamos tan laxos con la expresión «acabamos» —advirtió Kevin—. Me rehuso a que me atribuyas participación en esta locura. Prométeme que te harán un análisis de orina y una prueba de creatinina en sangre esta tarde. Aunque a ti no te preocupe, a mí sí.
—Si eso logra que duermas tranquilo hoy, está bien. Entre tanto, necesito más de estos esclerocios. ¿Es posible?
—Es posible ahora que descubrí el medio que este hongo necesita para crecer, pero no puedo prometerte mucho. No es fácil cultivar hongos que produzcan esclerocios.
—Bueno, haz tu mejor esfuerzo —pidió Edward—. Recuerda que es probable que podamos preparar un documento muy interesante acerca de esto.
Mientras Edward corría por el campus para alcanzar el autobús de enlace con el área médica, se sintió impaciente por decirle a Kim que la teoría del veneno concerniente al episodio de brujería en Salem seguía vigente y progresaba.
AL CONDUCIR por Salem, de camino a la cabaña, Kim decidió detenerse en el Instituto Peabody-Essex, una institución histórica que se alojaba en un grupo de viejos edificios restaurados en el centro de la ciudad. Entre otras funciones, servía como depósito de los documentos sobre Salem y los juicios por brujería.
Una recepcionista cobró una cuota a Kim y le indicó que se dirigiera a la biblioteca, donde una bibliotecaria anciana le mostró cómo encontrar todos los documentos relacionados con los juicios de las brujas. Todos ellos se encontraban cuidadosamente catalogados en uno de los ficheros de tarjeta ya pasados de moda de la biblioteca.
Kim se sorprendió y a la vez se sintió alentada por la cantidad de material disponible. Entusiasmada, se precipitó sobre el fichero segura de que descubriría alguna mención con respecto a Elizabeth. Pero se desilusionó; no encontró a ningún Stewart.
Regresó al escritorio de la bibliotecaria y preguntó a la mujer directamente por Elizabeth Stewart.
—Creo que fue una de las acusadas —explicó—. La ahorcaron.
—No es posible —aseguró la bibliotecaria sin dudar un instante—. Me considero experta en los documentos que se relacionan con los juicios. Jamás he visto el nombre de Elizabeth Stewart ni siquiera como testigo, menos aún como una de las veinte víctimas.
Kim le dio las gracias y luego se concentró en la información acerca de las familias originarias del condado de Essex. En esta ocasión, Kim encontró una profusión de material informativo sobre los Stewart. Mientras revisaba los documentos, se hizo patente que había dos familias Stewart principales: la propia y otra que no era tan antigua. Después de media hora, la joven encontró una breve mención de Elizabeth Stewart. Nació el 4 de mayo de 1665, era hija de James y Elisha Flanagan y murió el 19 de julio de 1692; fue esposa de Ronald Stewart. Mediante una sencilla sustracción, Kim se dio cuenta de que Elizabeth ¡había muerto muy joven, a la edad de veintisiete años!
Alzó la cabeza y miró por la ventana sin fijar la atención en nada. Sentía la carne de gallina en la base del cuello. Kim tenía veintisiete años y su cumpleaños era en mayo. No el cuatro, sino el seis, muy cercano al de Elizabeth.
Al recordar el parecido físico con el retrato y considerando que planeaba mudarse a la casa de Elizabeth, Kim empezó a preguntarse si no eran demasiadas coincidencias. ¿Acaso todo eso le indicaba algo?
Volvió a la información genealógica y buscó el nombre de Ronald Stewart. Descubrió que su primera esposa había sido Hannah Hutchinson, con quien él se casó en 1677 y tuvo una hija, Joanna, nacida en 1678. Hannah murió en enero de 1679 y luego Ronald contrajo nupcias con Elizabeth Flanagan, en 1682. Con ella tuvo otra hija, Sarah, en 1682, y un hijo, Jonathan, en 1683. Por último, Ronald contrajo matrimonio con la hermana menor de Elizabeth, Rebecca Flanagan, en 1692, con quien tuvo una hija llamada Rachel, en 1693.
Kim bajó el libro y una vez más miró al vacío. Oía el suave tañido de unas campanas de alerta en la mente. Volvió a ver el libro y examinó con atención los hechos. A tan solo tres años de la muerte de Hannah, Ronald se había casado con Elizabeth. Luego, después de que esta murió, el hombre se casó con Rebecca ese mismo año. Kim se sintió inquieta. Se le ocurrió pensar que tal vez Ronald había tenido un romance con Elizabeth, estando aún casado con Hannah, y quizá sostuvo una aventura con Rebecca, mientras estaba casado con Elizabeth. Después de todo, esta había fallecido en circunstancias extrañas. Kim se preguntó si Hannah también. Meneó la cabeza. Se dio cuenta de que otra vez estaba dejando volar en exceso la imaginación al tratar de sacar demasiadas conclusiones con tan escasa información.
Después de pasar varios minutos más revisando el árbol familiar de los Stewart, Kim confirmó que estaba emparentado con Ronald y Elizabeth a través de su hijo, Jonathan. También descubrió que el nombre de Elizabeth nunca volvió a aparecer en la historia familiar de más de trescientos años. No era posible que esa situación solo fuera casualidad. Kim se admiró del oprobio que esa mujer se había buscado. ¿Qué podía haber hecho para justificarlo?
Mientras Kim bajaba los escalones del Instituto Peabody-Essex, la duda que abrigaba respecto al carácter de Ronald y la posibilidad de que hubiera habido juego sucio de su parte le dio una idea y preguntó a la recepcionista si podía indicarle cómo llegar al edificio de los tribunales del condado de Essex.
La construcción, una estructura austera de estilo helénico con enormes columnas dóricas, estaba localizada en Federal Street, no lejos de la Casa de las brujas. Kim entró y preguntó dónde estaban los registros de los tribunales. Se presentó ante el mostrador indicado y solicitó ver cualquier registro acerca de Ronald Stewart, nacido en 1653.
La empleada era una mujer con aspecto soñoliento de edad indefinida. Si le sorprendió la petición de Kim, no lo demostró. Su respuesta fue teclear algo en una terminal de computadora. Después de mirar la pantalla un momento, salió de la habitación, sin pronunciar una palabra. Volvió con un sobre grande de papel amarillo y se lo entregó a Kim.
—No puede sacar esto de la sala —indicó.
Kim tomó el sobre, lo llevó a una mesa y sacó el contenido. Había mucho material, la mayor parte de este relacionado con litigios civiles que Ronald había entablado contra sus deudores. Pero después encontró un contrato personal, fechado el 11 de febrero de 1681, que habían celebrado entre Ronald Stewart y Elizabeth Flanagan. Se había redactado antes de su matrimonio, como los convenios prenupciales contemporáneos. El contrato otorgaba a ella el derecho a tener propiedades y a celebrar contratos a nombre propio después del matrimonio. Hacia el final del documento, Ronald había escrito una explicación. Kim reconoció la caligrafía como la letra de estilo elegante que había visto en muchos de los conocimientos de embarque en el castillo. Ronald escribió:
Es mi deseo expreso que si por alguna circunstancia debida a mis actividades comerciales se requiere una ausencia prolongada de mi parte de la ciudad de Salem y de Maritime Limitada, que mi prometida, Elizabeth Flanagan, pueda encargarse por derecho y legalmente, de administrar nuestros negocios conjuntos.
La joven hizo a un lado el convenio prenupcial y volvió a los papeles que quedaban aún en el sobre. Descubrió una instancia jurídica interpuesta por Ronald Stewart en la que solicitaba un auto de reivindicación. Estaba fechada el martes 26 de julio de 1692, una semana después de la muerte de Elizabeth.
Kim no tenía idea de lo que era un auto de reivindicación, pero enseguida empezó a entender de qué se trataba este. Ronald había escrito:
Humildemente solicito a esta Corte, en el nombre de Dios, devolver de inmediato a mi posesión las pruebas concluyentes incautadas en mi propiedad por el alguacil George Corwin, que se usaron en contra de mi amada esposa, Elizabeth, durante el juicio en el que se le acusó de brujería por el Tribunal de lo penal el 20 de junio de 1692.
Adjunto a la instancia legal, en la parte posterior, estaba el fallo del magistrado John Hathorne fechado el 3 de agosto de 1692, por el que denegaba la solicitud. En cierta forma, Kim se sintió satisfecha. Había encontrado una prueba documental de que había habido un juicio contra Elizabeth y que, sin duda, esta fue condenada. Al mismo tiempo, se sintió frustrada porque no se hiciera ninguna mención respecto a la naturaleza de las pruebas concluyentes. Echó otro vistazo a la petición, anotó la fecha del juicio, regresó al mostrador y llamó a la empleada.
—Me gustaría ver los registros del tribunal de lo penal del 20 de junio de 1692.
La empleada rio prácticamente en la cara de Kim. Perpleja, esta preguntó por qué le resultaba gracioso.
—Me pide algo que casi todo el mundo desea ver —repuso la empleada—. El problema es que no existen dichos registros. No hay ningún acta del tribunal de lo penal respecto a los juicios por brujería. Todo lo que existe son unos cuantos testimonios y declaraciones, pero las actas del tribunal como tales se esfumaron.
—Qué mala suerte —dijo Kim. Regresó a su material, guardó los documentos en el sobre y lo devolvió a la empleada.
Posteriormente, Kim salió del complejo de edificios en su automóvil. Al doblar la última curva del camino que conducía a la reja para salir al bosque, vio unos camiones y camionetas estacionados cerca de la cabaña. También había una excavadora grande y montículos de tierra fresca. Se estacionó y bajó del automóvil. El calor del mediodía resultaba sofocante y el olor que despedía la tierra recién removida era acre. Protegiéndose el rostro del Sol, Kim siguió con la mirada la línea de la zanja que atravesaba el campo hacia el castillo. En ese momento, la puerta de la casa se abrió y George Harris salió. El sudor goteaba de la frente.
—Estaba tratando de localizarla —dijo.
—¿Ocurre algo malo?
—Quizá. Será mejor que le enseñe —hizo un ademán a Kim para que lo siguiera al lugar donde se encontraba estacionada la excavadora—. Tuvimos que detener las obras.
—¿Por qué? —preguntó Kim.
George no respondió. En vez de ello, condujo a Kim a la zanja. Temerosa de pisar cerca del borde, mejor se estiró y miró al interior. Le impresionó la profundidad, que calculó en casi dos metros y medio. Las raíces se proyectaban de las paredes desnudas, como si fueran escobas en miniatura. George le pidió que se fijara en el punto en el que la zanja se interrumpía de manera abrupta, a quince metros de distancia de la cabaña. Kim logró vislumbrar el extremo dañado de una caja de madera que sobresalía de la pared.
—Por eso tuvimos que detenernos —explicó George.
—¿Qué es? —preguntó Kim.
—Parece un ataúd —respondió George.
—¡Santo cielo!
—Encontramos también una lápida —George hizo una seña a Kim para que se acercara al extremo de la zanja. Frente al montón de tierra excavada se encontraba tirada sobre la hierba una losa sucia de mármol blanco—. Se colocó en forma plana y se cubrió con tierra —dijo George y limpió la tierra seca.
Kim contuvo la respiración.
—¡Cielos, es Elizabeth! —dijo con voz entrecortado.
—¿Se trata de algún familiar? —preguntó George.
—Sí —repuso Kim. Examinó la lápida, semejante a la de Ronald. Y al igual que la de él, solo mostraba los datos generales, a saber: la fecha de nacimiento y muerte de Elizabeth.
—¿Y qué hacemos? —inquirió George—. Se supone que debemos contar con un permiso especial para mover una tumba.
—¿No es posible que la rodeen y la dejen tal y como está? —inquirió asombrada Kim.
—Tal vez —contestó George—. Podríamos ensanchar la zanja en este lugar.
Después de que George Harris regresó a la casa, Kim se atrevió a acercarse al borde de la zanja y se asomó para ver la esquina expuesta del ataúd de Elizabeth. No tenía idea de cómo tomar ese descubrimiento insólito. Primero había sido el retrato y ahora la sepultura. ¿Acaso se trataba de meras coincidencias, o Elizabeth intentaba decirle algo? Quizá después de todos los años transcurridos, la muerta deseaba recobrar su reputación.
El sonido de un automóvil que se aproximaba llamó la atención de Kim. Volvió a cubrirse los ojos del Sol y observó un vehículo conocido que dejaba una estela de polvo mientras avanzaba por el camino de tierra que cruzaba el campo. Era el automóvil de Kinnard. Se estacionó junto al de ella. Con una punzada de inquietud, Kim se asomó por la ventana del lado del pasajero.
—¡Vaya, esta sí que es una sorpresa! —exclamó—. ¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Marsha me lo dijo —respondió Kinnard—. Le comenté que iba a venir acá a buscar un departamento, puesto que voy a trabajar en el Hospital de Salem en agosto y septiembre. Recuerdas que te dije que iba a trabajar un tiempo en este nosocomio, ¿verdad?
—Si tú lo dices —repuso Kim. No tenía intenciones de discutir.
—Te ves muy bien —observó Kinnard—. Supongo que salir con el doctor Edward Armstrong va con tu personalidad.
—¿Cómo sabes con quién salgo? —preguntó Kim.
—Habladurías del hospital. Como elegiste a una celebridad científica, los rumores corren. La ironía es que conozco a ese sujeto. Trabajé en su laboratorio el año que me dediqué a investigar.
Kimberly se dio cuenta de que se había ruborizado. Era evidente que Kinnard trataba de molestarla y, como de costumbre, lo estaba logrando.
—Edward es un tipo inteligente —dijo Kinnard—, aunque un poco torpe e incluso extraño. O tal vez debería decir excéntrico.
—Pues yo creo que es una persona atenta y considerada —replicó a su vez Kim.
—Me lo imagino —repuso Kinnard, al tiempo que ponía los ojos en blanco—. Me enteré también que te manda flores a diario. Personalmente, opino que es absurdo. Un tipo tiene que ser inseguro por completo para llegar a tales extremos.
El rostro de Kim se encendió. Marsha debía de haberle contado todo eso a Kinnard. Entre su madre y su compañera de cuarto, se preguntó si aún tenía algún secreto.
—Por lo menos, él no va a hacerte enojar por ir a esquiar —dijo Kinnard—. Tiene tal coordinación que un tramo de escaleras es todo un desafío para él.
—Creo que te estás portando igual que un adolescente malcriado —repuso Kim con un tono gélido cuando por fin logró articular palabra—. Francamente, no te va bien.
—No importa —Kinnard dijo y rio con cinismo—. Proseguiré mi camino, como dicen, a pastos más verdes. Yo mismo disfruto ahora de una nueva relación.
—Me da mucho gusto por ti —dijo ahora Kim con sarcasmo.
—Marsha me indicó que estás trabajando en la reparación de este lugar —comentó Kinnard—. ¿Acaso el buen doctor Armstrong se va a mudar contigo?
Kim empezó a negar la posibilidad, pero se contuvo. En vez de ello, repuso:
—Lo estamos considerando.
—Que tengas una buena vida, de un modo u otro —dijo Kinnard. Colocó la reversa, retrocedió con brusquedad y el automóvil patinó hasta detenerse. Luego embragó el motor y pisó con fuerza el acelerador. En medio de una nube de polvo, se alejó a gran velocidad por el campo.
EL BAR Harvest estaba atiborrado hasta el tope con el gentío que acudía al lugar los viernes por la noche. Kim buscó a Edward y por fin lo divisó con una copa de vino en la mano, en una mesa cerca de la barra. En cuanto la vio, el rostro de Edward se iluminó y se puso de pie de un salto para ofrecerle una silla.
—Creo que una copa de vino te caería bien —dijo Edward.
Kim asintió con la cabeza. Pudo darse cuenta al instante de que Edward estaba agitado o cohibido. Su tartamudeo era más evidente de lo normal. Kim lo observó mientras él llamaba a la camarera y ordenaba dos copas de vino Chardonnay. Luego la miró.
—¿Tuviste un buen día? —preguntó.
—Estuve muy atareada —repuso Kim—. ¿Y tú?
—Fue un día fantástico —contestó Edward entusiasmado—. Tengo buenas noticias. En las muestras de tierra de los recipientes de comida de Elizabeth cultivamos un moho que tiene efectos alucinógenos. Creo que hemos resuelto el asunto, por lo menos, de qué fue lo que desencadenó los juicios por brujería en Salem. Lo único que no sabemos es si fue a causa del ergotismo o de algo completamente nuevo —Edward relató a Kim todo lo que había sucedido en el laboratorio de Kevin Scranton.
—¿Tomaste una droga sin saber lo que era? —preguntó alarmada Kim—. ¿No fue demasiado arriesgado?
—Te pareces a Kevin —rio Edward—. No, no era arriesgado. Fue una dosis muy pequeña para que entrañara algún peligro. Esta tarde me hice unas pruebas de laboratorio de orina y creatinina en sangre para tranquilidad de Kevin. Ambas arrojaron resultados normales. Créeme, estoy mejor que bien, estoy eufórico. Al principio, esperaba que este nuevo hongo formara la misma combinación de alecloides que el Claviceps, de modo que pudiera comprobarse que el ergotismo había sido el culpable de todo. Ahora espero que produzca sus propios alcaloides.
—¿Qué son los alcaloides? —preguntó Kim—. Es un término que me resulta familiar, pero no podría definirlo aun cuando mi vida dependiera de ello.
—Los alcaloides son compuestos que contienen nitrógeno y se encuentran en los vegetales —explicó Edward—. Resultan conocidos porque muchos de ellos son muy comunes, como la cafeína y la nicotina. Casi todos son farmacológicamente activos.
—¿Por qué te entusiasma tanto descubrir un nuevo alcaloide si son tan comunes? —preguntó Kim.
—Porque ya demostré que el alcaloide que contiene este nuevo moho es psicotrópicamente activo —repuso Edward—. Además, descubrí una nueva droga alucinógena que puede abrir las puertas a la comprensión del funcionamiento cerebral. De manera invariable, estas sustancias imitan a los neurotransmisores del cerebro.
Una camarera interrumpió su conversación para informarles que su mesa estaba lista. La siguieron a la terraza y se sentaron bajo los árboles llenos de pequeñas luces blancas. El clima era perfecto, después de haber enfriado de manera ostensible. Mientras esperaban la cena, Kim le contó a Edward acerca del descubrimiento de la tumba de Elizabeth.
—¡Fabuloso! —exclamó Edward—. ¿El ataúd se encuentra en buenas condiciones?
—La parte que logré ver, sí —respondió Kim—. Estaba enterrado muy hondo, tal vez a unos dos metros y medio de profundidad.
Mientras cenaban, la conversación giró acerca de temas mucho más triviales. Al llegar al postre, Edward retomó el asunto de la tumba de Elizabeth.
—¿En qué estado de conservación se encuentra el cadáver de tu antepasado?
—No vi el cadáver —repuso Kim, sobresaltada por una pregunta así—. No abrimos el ataúd. La excavadora solo lo dañó un poco.
—Tal vez deberíamos abrirlo. Me encantaría tomar una muestra. Si podemos encontrar algún residuo de cualquier alcaloide de los que producen este nuevo hongo, contaremos con una prueba definitiva de que el demonio en Salem era un hongo.
—Es increíble que puedas atreverte siquiera a sugerir una cosa así —repuso Kim—. Lo último que deseo es perturbar el cuerpo de esa mujer.
—No seas supersticiosa —dijo Edward—. Comprenderás que tu postura es parecida a estar en contra de las autopsias.
—Esto es diferente —explicó Kim—. Ella ya fue sepultada.
—Pero se hacen exhumaciones de cadáveres todo el tiempo.
—Supongo que tienes razón —dijo Kim a regañadientes.
—Tal vez ambos podríamos ir mañana a Salem —propuso Edward—. Echaríamos un vistazo.
—Es necesario obtener un permiso para exhumar cualquier cadáver —dijo Kim.
—La excavadora hizo ya la mayor parte del trabajo —repuso Edward—. Echemos un vistazo y decidamos mañana.
Les llevaron la cuenta y Edward pagó. Kim le dio las gracias y comentó que la siguiente correría por su cuenta. Él respondió que eso lo discutirían después.
Fuera del restaurante, se produjo un momento incómodo cuando él le pidió que fueran a su departamento, pero Kim se mostró renuente. Al final, estuvieron de acuerdo en ir y hablar sobre el asunto. Pero a medida que la noche transcurría, ni Kim ni Edward abordaron el tema de si ella debía quedarse a pasar la noche. Al no decidir, decidieron. Y se quedó.
Más tarde, cuando estaban acostados uno al lado del otro, Kim pensó en lo que le había dicho a Kinnard respecto a que Edward se iba a mudar con ella. Lo había dicho intencionalmente, para provocar a su exnovio, pero entonces empezó a considerar la idea en serio. En definitiva, le resultaba atractiva.
—¿Qué te parecería ir a vivir conmigo a la cabaña cuando llegue el primero de septiembre? —preguntó Kim.
A Edward se le trabó la lengua. El tartamudeo resurgió.
—Es una oferta muy generosa —se las arregló para contestar—. Aunque tal vez deberíamos hablar más detenidamente sobre ello.
—¿Cómo que hablar más detenidamente sobre ello? —Kim no esperaba que él la rechazara, sobre todo porque las flores que Edward le enviaba continuaban llegando de manera puntual a su departamento todos los días.
—Solo tengo miedo de que lo estés ofreciendo de manera impulsiva —explicó Edward—. Creo que temo que cambies de parecer y luego no sepas cómo retirar la invitación.
—¿En verdad es esa nada más la razón por la que no quieres aceptar? —preguntó Kim y lo abrazó—. De acuerdo —añadió—, podemos discutirlo. Pero no voy a cambiar de opinión.