Lunes 18 de julio de 1994
PARA LOS no iniciados, el laboratorio de Edward Armstrong en el Complejo Médico de Harvard, en la avenida Longfellow, daba la apariencia de ser un manicomio en el que gente vestida con bata blanca corría de aquí para allá entre un conjunto futurista de equipo de alta tecnología. Pero, para aquellos que sí lo sabían, era un hecho conocido que ahí se trabajaba en proyectos científicos de muy alto nivel. Debido a la fama de Edward como químico especializado en síntesis y su importancia como neurocientífico, el mejor y más brillante personal y estudiantes atestaban la hilera de cubículos, a los que se llamaba de cariño el Feudo de Armstrong. Otros profesores decían que Edward era muy estoico. No solo tenía el conjunto más grande de estudiantes graduados, sino que insistía en dar clases de química en el nivel de licenciatura, incluso durante el verano. Era el único catedrático titular que lo hacía. De acuerdo con las explicaciones que daba, se sentía con la obligación de estimular a los jóvenes.
Al entrar en sus dominios por una de las puertas laterales del laboratorio, Edward se vio rodeado de inmediato por una multitud de estudiantes de posgrado que trabajaba en algún aspecto de la meta global de Edward de llegar a descifrar los mecanismos de corto y largo plazo de la memoria. Contestó de manera entrecortada y luego se dirigió dando zancadas a su escritorio. No tenía una oficina privada, ya que era un concepto que consideraba desdeñosamente como un desperdicio frívolo de espacio. Se conformaba con un rincón para trabajar en el que tuviera una computadora y un archivero. Estaba acompañado de su más cercana asistente, Eleanor Youngman, que ostentaba el grado de doctorado y había trabajado con él desde hacía cuatro años.
—Tienes visita —anunció Eleanor.
—No tengo tiempo para visitas —replicó él.
—Creo que a esta persona vas a tener que atenderla —dijo Eleanor al tiempo que esbozaba una cálida sonrisa que indicaba que estaba a punto de soltar una carcajada.
Eleanor era una rubia inteligente y llena de vida, originaria de Oxnard, California, que más bien daba la impresión de pertenecer a un equipo de surf. En vez de ello, se había ganado el título de doctora en bioquímica de la Universidad de Berkeley, a la tierna edad de veintitrés años. Edward consideraba que su inteligencia y compromiso con el trabajo eran invaluables. A su vez, ella adoraba a Edward; estaba convencida de que él iba a realizar el siguiente salto cuántico en la comprensión de los neurotransmisores y la función que estos desempeñaban en las emociones y la memoria.
—¿Quién diantres es? —preguntó Edward.
—Stanton Lewis —informó Eleanor—. Me mata de risa cada vez que viene. Esta vez quiere que invierta en una nueva revista de química llamada Bonding, con la molécula en la página desplegable del mes. Nunca sé cuándo habla en serio.
—No habla en serio —le advirtió Edward—. Solo coquetea contigo —echó un vistazo a su correspondencia—. ¿Hay algún problema en el laboratorio?
—Temo que sí —repuso Eleanor—. El nuevo sistema que estamos usando para la cromatografía capilar electroquinética micelar está causando conflictos otra vez. ¿Quieres que llame al técnico?
—No, voy a darle un vistazo —respondió él—. Dile a Stanton que pase. Me ocuparé de los dos problemas al mismo tiempo.
Edward sujetó su dosímetro de radiación a la solapa de su bata blanca de laboratorio y se dirigió luego a la Unidad de cromatografía. Empezó a jugar con la computadora que hacía funcionar la máquina. Definitivamente algo andaba mal. La máquina volvía una y otra vez a su configuración original de instalación. Absorto en lo que hacía, no se dio cuenta de la presencia de Stanton sino hasta que este le dio una palmada en la espalda.
—Hola, amigo —saludó Stanton—. Te tengo una sorpresa —le entregó a Edward un elegante folleto.
—¿Qué es esto? —inquirió Edward al tomarlo.
—Es lo que has estado esperando: el prospecto de Genetrix.
Edward rio y meneó la cabeza.
—Eres el colmo —apartó el folleto y dirigió de nuevo su atención a la computadora.
—Y dime, ¿cómo te fue en tu cita con la enfermera Kim? —preguntó en forma pícara Stanton.
—Fue un verdadero gusto conocer a tu adorable prima —contestó Edward—. Es fabulosa.
—¿Durmieron juntos? —inquirió Stanton.
Edward dio media vuelta.
—No me parece en lo absoluto que sea una pregunta apropiada.
—¡Dios mío! —exclamó Stanton mientras esbozaba una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Qué susceptible estás hoy! Lo que traducido significa que ustedes dos congeniaron y eso quiere decir que estás en deuda conmigo. El precio, mi querido amigo, es que tienes que leer este folleto —Stanton lo levantó de donde Edward lo había arrojado irreverentemente y se lo entregó de nuevo.
Edward sonrió.
—De acuerdo, leeré el maldito folleto.
—Bien. Debes conocer la compañía, porque estoy en posición de ofrecerte setenta y cinco mil dólares al año, además de un plan para la compra de acciones a fin de que formes parte del consejo de administración.
—No tengo tiempo para asistir a esas juntas endemoniadas.
—¿Quién te está pidiendo que asistas a juntas? Solo quiero tu nombre en la oferta pública inicial —señaló la máquina en la que Edward trabajaba—. ¿Qué demonios es eso?
—Es una Unidad de electroforesia capilar —explicó Edward—. Se utiliza para separar e identificar compuestos.
Stanton rozó con los dedos el plástico moldeado de la unidad.
—¿Y funciona?
—Por lo general, funciona de maravilla. Sin embargo, en este momento, algo anda mal.
Edward levantó la tapa de la máquina y se asomó para ver los carruseles. Una de las redomas con muestras obstaculizaba el movimiento del carrusel.
—¡Pero que sorpresa tan agradable! —exclamó Edward—. Es esta la emoción que siempre causa el diagnóstico positivo de la solución de un problema —ajustó la redoma. El carrusel avanzó de inmediato y Edward cerró la tapa.
—De modo que puedo contar con que vas a leer el folleto —dijo Stanton—. Y piensa en la oferta.
—Recibir dinero por nada me molesta —puntualizó Edward.
—¿Por qué? Las estrellas del deporte firman muy seguido contratos millonarios con fabricantes de tenis, ¿por qué los científicos no pueden hacer el equivalente?
—Lo pensaré —ofreció Edward.
—Es todo lo que pido —repuso Stanton y se encaminó a la puerta—. Te lo advierto, voy a hacer que ganes dinero.
Ya que su mañana estaba interrumpida, después de que Stanton se fue, Edward condujo al campus principal de Harvard. En los laboratorios de biología preguntó cómo llegar a la oficina de Kevin Scranton. Encontró a su barbado amigo muy atareado a su escritorio. Edward colocó los tres envases de plástico que él y Kim habían traído de Salem en la esquina del escritorio de Kevin.
—Quiero que me digas si puedes descubrir en esto Claviceps purpurea —pidió Edward.
Kevin alzó uno de los recipientes y abrió la lata.
—¿Puedes decirme por qué? —preguntó.
—Ni te lo imaginas —dijo Edward. Entonces le contó a Kevin cómo había obtenido esas muestras y los antecedentes relativos a los juicios de brujería en Salem. No mencionó a la familia Stewart, al pensar que debía esta consideración a Kim.
—Fascinante —comentó Kevin—. ¿Para cuándo necesitas todos los resultados?
—En cuanto sea posible —respondió Edward.
—No olvides que el examen de ADN tarda un poco —explicó Kevin—. Probablemente haya de tres a cinco mil especies en cada muestra. Además, el método definitivo consistiría en ver si podemos cultivar algunos Claviceps. Voy a intentarlo.
Edward se puso de pie.
—Te agradeceré todo lo que puedas hacer.
KIM SE tomó un minuto para recobrar la calma y alzó la mano enguantada para retirar de la frente el cabello con el antebrazo desnudo. Había sido un día típico de mucho trabajo en la Unidad de terapia intensiva quirúrgica. Estaba exhausta y ansiosa por salir lo más pronto posible. Por desgracia, su momento de tranquilidad fue interrumpido. Kinnard Monihan entró en la unidad con un paciente grave. Kimberly y las otras enfermeras de la unidad de terapia intensiva del quirófano ayudaron a instalar al enfermo que apenas había sido admitido.
Mientras trabajaban, Kim y Kinnard evitaron mirarse de frente, pero ella estaba plenamente consciente de la presencia del hombre. Kinnard era un individuo alto, nervudo, de veintiocho años, que tenía facciones angulares muy aguzadas. Era muy ágil y liviano, más como un boxeador en un entrenamiento que un médico en medio de una sala de operaciones.
Una vez que instalaron al paciente, Kim se encaminó al mostrador central. Sintió una mano que la tomaba del brazo y se volvió para mirar los ojos oscuros e intensos de Kinnard.
—No estarás enojada todavía, ¿verdad? —preguntó.
—Te advertí que las cosas serían diferentes si insistías en ir de pesca cuando teníamos planeado ir a Martha’s Vineyard.
—Jamás hicimos planes definitivos tú y yo para ir allá —replicó Kinnard—. Y yo no esperaba la invitación del doctor Markey para unirme a su excursión de pesca.
—Si no lo planeamos —dijo Kim—, ¿por qué hice los arreglos pertinentes para tomar el día libre?
—Escucha bien —explicó Kinnard—, para mí era muy importante ir. El doctor Markey es el segundo hombre más poderoso en el departamento.
—Perfecto —contestó Kim y reanudó su camino al mostrador central. Kinnard la detuvo una vez más.
—Siento mucho que estés enojada conmigo —dijo Kinnard—. Hablaremos con más calma de este asunto el sábado. No tengo turno. Tal vez podríamos cenar.
—Ya hice planes para el sábado —repuso Kim. No era verdad y sintió que el estómago se tensaba. Detestaba las confrontaciones.
Kinnard se quedó boquiabierto.
—Oh, comprendo —dijo y entrecerró los ojos—. Este es un juego que los dos podemos jugar. Hay alguien con quien he pensado en salir. Esta es mi oportunidad.
—¿Quién? —preguntó Kim. En el instante en que pronunció las palabras, se arrepintió.
Kinnard esbozó una sonrisa maliciosa y se alejó.
Preocupada de perder la compostura, Kim se refugió en la soledad de la bodega. Después de unos cuantos suspiros profundos, se sintió más en control de sí misma. Estaba a punto de volver a la unidad cuando la puerta se abrió y Marsha Kingsley, su compañera de cuarto y colega en la Unidad de terapia intensiva, entró.
—Por casualidad escuché el encuentro que tuviste con Kinnard Monihan —comentó Marsha. Era una mujer pequeña y llena de vida, con una mata espesa de cabello rojizo, que llevaba recogido en un moño mientras trabajaba.
La súbita presencia de Marsha desarmó por completo a Kim y rompió a llorar. Marsha le pasó un pañuelo desechable.
—Es un idiota —opinó Marsha. Conocía la historia de la relación de Kim con Kinnard mejor que nadie.
—Ni siquiera se disculpó —dijo Kim, limpiándose los ojos—. No sé qué hice mal. Pensé que teníamos una buena relación.
—No hiciste nada malo —dijo Marsha—. Es su problema. Es demasiado egoísta. Mira la comparación entre él y Edward, que te ha estado enviando flores todos los días.
—No necesito recibir flores todos los días —protestó Kim.
—Por supuesto que no —repuso Marsha—. Es la intención lo que cuenta. Kinnard jamás se preocupa por tus sentimientos. Mereces algo mejor.
—No sé si eso es verdad —Kim se sonó la nariz—. Pero puedes estar segura de una cosa. Voy a hacer cambios en mi vida. Pienso arreglar la casa vieja de Salem que heredé con mi hermano.
—Es una idea genial —contestó Marsha—. Necesitas un cambio de escenario, en especial porque Kinnard vive en Beacon Hill.
—Esa es mi idea —agregó Kim—. Voy a ir a Salem cuando salga de trabajar. ¿Te gustaría venir? Me encantaría que me acompañaras. Tal vez podrías darme algunas ideas acerca de qué hacer para arreglar ese lugar.
—Vamos a dejarlo para otra ocasión —pidió Marsha—. Tengo que ver a unas personas en el departamento.
Cuando salió de trabajar, Kimberly subió a su automóvil y salió de la ciudad. Su primera parada fue su hogar de la infancia, ubicado en Marblehead Neck.
—¿Hay alguien en casa? —llamó al entrar en el vestíbulo de la residencia estilo château francés.
—Estoy en el solárium, querida.
Kim recorrió el largo pasillo central y entró en la habitación en que su madre pasaba la mayor parte del tiempo. El cuarto tenía grandes ventanales en tres lados y daba al sur, sobre la terraza del jardín. Al este, ofrecía una maravillosa vista del océano.
—Todavía traes puesto el uniforme —observó Joyce. Su tono era de desaprobación, como solo una hija puede detectar en la voz de su madre—. Espero que no hayas traído ningún germen del hospital. Lo único que me falta es enfermarme.
—No trabajo con enfermedades infecciosas —explicó Kim—. En donde estoy probablemente hay menos bacterias que aquí.
—No digas eso —espetó Joyce.
Las dos mujeres no se parecían en nada. Kim tendía más a ser como su padre en términos de la estructura facial y el cabello. El rostro de Joyce era ancho, tenía los ojos hundidos y la nariz ligeramente aguileña. El cabello, en alguna época castaño, estaba canoso en su mayor parte. Tenía la piel pálida como el mármol blanco, a pesar de que ya casi era pleno verano.
—Veo que todavía estás en bata —observó Kim. Se sentó en el sofá frente al sillón de su madre.
—No tengo ninguna razón para arreglarme —repuso Joyce.
—Eso significa que papá no está aquí —contestó Kim.
—Tu padre salió anoche en un corto viaje de negocios a Londres —comentó Joyce—. Volverá el jueves.
—¿Grace Traters lo acompañó? —preguntó Kim. Grace era la asistente personal del padre de Kim, en una larga hilera de asistentes personales.
—Por supuesto que Grace fue —repuso enojada Joyce—. John no es capaz de atarse los zapatos sin Grace.
—Si te molesta, ¿por qué lo toleras, madre?
—No tengo nada que opinar del asunto —dijo Joyce.
Kim sintió lástima por su madre debido a lo que tenía que soportar, pero también enojo contra ella por hacerse la víctima. Su padre siempre había tenido aventuras. La situación venía desde que Kim tenía memoria. Para cambiar el tema de la conversación, la joven preguntó por Elizabeth Stewart.
En ese momento los lentes para leer de Joyce cayeron de la punta de la nariz y se balancearon en el pecho pendientes de una cadena que llevaba al cuello.
—¿Cómo se te ocurre preguntar por ella? —inquirió.
—Encontré su retrato en la cava del abuelo —explicó Kim—. Me sorprendió mucho, sobre todo porque parece que tengo el mismo color de ojos. ¿De verdad la ahorcaron por brujería?
—Preferiría no hablar del asunto —repuso Joyce.
—Oh, madre, ¿por qué no? —preguntó Kim.
—Simplemente porque es un tema prohibido —contestó Joyce.
—¿Cómo puede ser tabú después de tantos años?
—No es algo de lo que nos sintamos orgullosos. Así que vamos a dejar el tema.
—He tomado la decisión de arreglar la casa vieja y vivir en ella —informó Kim.
—Convertirla en un sitio habitable implica un trabajo enorme —comentó Joyce—. Si insistes deberías hablar con George Harris y con Mark Stevens, el contratista y arquitecto que acaban de terminar la renovación de esta casa. Su oficina está en Salem. Además, deberías conversar con tu hermano Brian. Llámalo desde aquí mientras voy por el número de teléfono del arquitecto.
Joyce se levantó del sillón y se fue. Kim sonrió mientras tomaba el teléfono y lo colocaba en su regazo. Su madre la asombraba. En un minuto era el epítome de la inmovilidad absorta en si misma, y al siguiente estaba convertida en un torbellino de actividad. Intuitivamente, Kim sabía en qué radicaba el problema: su madre no tenía suficientes cosas qué hacer.
Kim miró el reloj mientras realizaba la llamada y trató de calcular qué hora sería en Londres. No es que importara mucho, ya que su hermano era insomne; acostumbraba trabajar por las noches y dormía a ratos durante el día, como una criatura nocturna.
Brian contestó a la primera llamada. Después de intercambiar saludos, Kim le describió su idea. La respuesta de Brian fue positiva. Él también pensaba que iba a ser mucho mejor que alguien viviera en la propiedad. La única pregunta que hizo fue respecto al castillo y los muebles que ahí había.
—No voy a tocar ese lugar —respondió Kim—. Eso lo veremos cuando regreses.
—Me parece bien —repuso.
Mientras Kim se despedía de Brian, Joyce reapareció y sin decir una palabra le entregó un trozo de papel con un número de teléfono. En cuanto Kim colgó, Joyce le pidió que marcara el número.
—¿Por quién pregunto? —inquirió Kim mientras marcaba.
—Por Mark Stevens —dijo Joyce—. Está esperando tu llamada.
Le hablé por la otra línea.
La joven resintió un poco la interferencia de su madre, pero no comentó nada. Sabía que Joyce solo trataba de ayudarla.
La conversación con Mark Stevens fue breve. Ya que estaba enterado por Joyce de que Kim estaba en la zona, sugirió que se reunieran en el conjunto residencial en media hora. Kim aceptó.
CUANDO KIM se detuvo frente a la reja de la propiedad familiar, un Ford Bronco estaba estacionado en la orilla de la carretera. Cuando bajó del automóvil, dos hombres lo hicieron del Bronco. Uno era robusto y fornido, el otro rayaba en obeso. El hombre corpulento se presentó como Mark Stevens y el fornido era George Harris. Kim estrechó la mano de ambos, abrió la reja y volvió a su automóvil. Detrás de ella, condujeron hasta la vieja casa.
—Es fabulosa —exclamó Mark, fascinado con la edificación.
Lo primero que hicieron fue caminar por los alrededores. Kim explicó la idea que tenía acerca de construir una cocina y un baño nuevos en la parte de los cobertizos para dejar intacta la sección principal del castillo. Después de recorrer los exteriores, entraron. Kim les mostró entonces toda la casa, incluso el sótano. Los dos hombres estaban impresionados.
—Es una estructura muy bien construida —comentó entusiasmado Mark—. Será una casita fantástica.
—¿Es posible llevar a cabo todas las obras de renovación sin dañar el aspecto histórico del lugar? —preguntó Kim.
—Por supuesto —aseguró Mark—. Podemos ocultar todos los ductos, tubería e instalación eléctrica en el cobertizo y en el sótano. No los verá.
—Excavaremos una zanja y canalizaremos los servicios debajo de los cimientos existentes, para que no tengamos que modificarlos —explicó George—. Lo único que recomendaría es colocar un piso de concreto en el sótano.
—¿Será posible terminar las obras antes del primero de septiembre? —preguntó Kim.
George asintió y dijo que eso no sería ningún problema.
—Tengo una sugerencia —mencionó Mark—. El baño principal estará mejor situado en el cobertizo. Pero también podríamos construir un medio baño en la planta alta, entre los dos dormitorios. Sería muy práctico.
—Me gusta la idea —repuso Kim—. ¿Cuándo empiezan?
—Iniciaremos de inmediato bajo un acuerdo verbal y prepararemos luego un contrato que firmaremos en su momento —dijo Mark—. Tomaremos las medidas hoy mismo.
—De acuerdo —aceptó Kim y les estrechó la mano.
—¿Y la reja? —preguntó George.
—Si van a empezar enseguida, entonces vamos a dejarla sin cerrar —comentó Kim. Informó a Mark y a George que estaría en la casa principal por si la necesitaban. Después salió de la casa vieja, subió a su automóvil y condujo hacia el castillo. Decidió pasar un rato examinando los viejos documentos que había en la cava. Cruzó el comedor y abrió la pesada puerta de roble. Cuando bajaba por los escalones de granito, la puerta se cerró con un golpe sordo detrás de ella. Se detuvo de inmediato. Era muy distinto estar ahí sola que con Edward. Alzó la mirada hacia la puerta, con el temor de no poder abrirla y quedar atrapada en el sótano.
—Pero qué tonta eres —dijo Kim en voz alta. Sin embargo, no podía evitar la sensación de inquietud que la embargaba. Por fin, subió las escaleras y se apoyó en la puerta. Como era de esperarse, esta se abrió. Ella dejó que se cerrara de nuevo.
Se reprendió por su imaginación excesivamente activa y, dando zancadas llegó a la cava. Entró en una celda y empezó a registrar un archivero. No tardó mucho tiempo en comprender lo difícil que iba a ser la tarea que se había propuesto. Estaba revisando un archivero atiborrado de papeles. Cada cajón estaba repleto y tuvo que revisar documento tras documento. Muchos de los papeles estaban escritos a mano, y algunos eran difíciles de descifrar. En otros era imposible encontrar una fecha. La mayor parte databa de finales del siglo dieciocho. Empezó a abrir cajones al azar, en busca de algo más antiguo. En el primer cajón de una cómoda, cerca de la puerta de la celda, hizo su primer hallazgo.
Lo que captó su atención en un principio fueron unos cuantos conocimientos de embarque del siglo diecisiete. Después encontró un paquete de esos documentos atados con una cinta. Aunque eran manuscritos, la caligrafía era elegante y clara y todos estaban fechados. Se referían en su gran mayoría a envíos de pieles, madera, ron y azúcar. En medio del paquete había un sobre dirigido a Ronald Stewart. La escritura era diferente, se veía torpe y errática. Kim sacó la carta y la desdobló. Estaba fechada el «21 de junio de 1679».
Señor:
Han pasado varios días desde que recibí su misiva. He analizado con la familia su deseo de contraer nupcias con nuestra hija Elizabeth, que es una muchacha con gran vitalidad. Si es la voluntad de Dios, recibirá su mano en matrimonio, con la condición de que me provea de trabajo y me ayude a mudarme con mi familia a la ciudad de Salem. La amenaza de los asaltos de los indios aquí en Andover nos causa mucha intranquilidad.
Su humilde servidor,
James Flanagan
Kim volvió a guardar la carta en el sobre. Estaba indignada. No se consideraba feminista; sin embargo, esta carta la ofendía. Elizabeth había sido solo una mercancía para negociar. La compasión que sentía por su antepasado, que iba cada vez en aumento, alcanzó su máxima expresión.
La joven enfermera puso la carta encima de la cómoda y empezó a buscar con mayor atención en el cajón. Olvidándose del tiempo, revisó cada hoja de papel, pero no encontró más cartas. Sin darse por vencida, empezó a registrar el segundo cajón. Fue entonces que oyó el sonido inconfundible de unas pisadas arriba de ella.
Kim se quedó inmóvil. El temor vago que había experimentado al empezar a bajar a la cava volvió a invadirla con más fuerza. Solo que ahora estaba alimentado por algo más que la atmósfera espeluznante de la casa enorme y vacía. Se agravaba por la culpa de haberse inmiscuido en un pasado turbulento. Mientras las pisadas recorrían el piso superior, se imaginó que se trataba de su difunto abuelo que venía a cobrar venganza por su intento insolente de poner al descubierto secretos familiares largamente guardados. El sonido de las pisadas empezó a perderse y luego se mezcló con los rechinidos y crujidos de la casa. Caminó sin hacer ruido hasta la puerta de la celda y miró a hurtadillas los escalones de granito. En ese momento, oyó que la puerta de la cava crujía al abrirse. Paralizada por el miedo, observó impotente que un hombre con zapatos y pantalones negros bajaba en forma inexorable los peldaños. A medio camino se detuvo. Entonces, una silueta se inclinó y apareció a contraluz un rostro sin facciones.
—¿Kim? —llamó Edward—. ¿Estás aquí abajo?
Suspiró apoyada en la pared de la celda para sostenerse, puesto que le temblaban las piernas, le gritó a Edward. En unos instantes, el voluminoso cuerpo llenó la entrada.
—Me asustaste —dijo Kim de la manera más calmada y cordial que pudo—. ¿Qué haces aquí? No tenía idea de que ibas a venir.
—Llamé a tu departamento. Marsha me dijo que estabas aquí con la idea de reparar la vieja casa. Sin pensarlo un momento, decidí venir. Me siento responsable, puesto que yo te lo sugerí.
—Qué amable —repuso Kim; el pulso le latía aún con fuerza.
—Lamento haberte asustado —se disculpó Edward.
—No te preocupes —contestó Kim—. Es mi culpa por dejar que la imaginación vuele. Creí que eras un fantasma.
Edward hizo una mueca de maldad y contrajo las manos como garras. Kim le dio juguetonamente un golpe en el hombro y le dijo que no era gracioso. Ambos se sintieron aliviados. La tensión de la joven se esfumó.
—De modo que ya emprendiste esta misma tarde la búsqueda de Elizabeth Stewart —comentó Edward, al tiempo que miraba el cajón abierto—. ¿Descubriste algo?
—Sí, así es —respondió Kim. Se acercó a la cómoda y le entregó la carta de James Flanagan a Ronald Stewart.
Edward sacó la nota del sobre. Cuando terminó de leerla, se la devolvió a Kim.
—Fascinante —dijo.
—¿No te molesta para nada? —preguntó Kim.
—En realidad no —contestó Edward—. ¿Debería molestarme?
—Pues a mí, en cambio, me indignó —explicó Kim—. El padre de Elizabeth la usó para un matrimonio de conveniencia.
—Creo que tal vez te estás precipitando —señaló Edward—. La vida era más difícil en esa época y la gente tenía que ayudarse solo para sobrevivir. Los intereses individuales no eran prioritarios.
—Eso no justifica hacer un trato a cambio de la vida de tu hija ni tratarla como si fuera un objeto.
—Aun así, creo que quizá tu conclusión es excesiva —sugirió Edward—. Solo porque hubo una negociación entre James y Ronald, ello no significa que la opinión de Elizabeth no haya contado en la decisión de casarse con Ronald. Tal vez incluso fue una fuente de consuelo para ella saber que iba a proveer el sustento del resto de su familia.
—Bueno, quizá haya sido así —reconoció Kim—. El problema es que sé lo que le ocurrió en última instancia, y mi intuición me dice que Elizabeth era una persona completamente inocente atrapada en una terrible tragedia por artes de una jugarreta del destino. Cualquiera que esta haya sido, debe haber sido espantoso, y el hecho de que se le recuerde de manera tan horrible agrava la injusticia —entonces Kim recorrió con la mirada los archiveros, cómodas y cajas—. La pregunta es: ¿la explicación se encuentra en este mar de documentos?
—Yo diría que haber encontrado esta carta constituye un buen augurio —comentó Edward—. Si hay una, tiene que haber más. ¿Pero qué opinas de la casa vieja? ¿Ya tomaste alguna decisión sobre como repararla?
—Sí —respondió Kim—. Ven. Te explicaré.
Dejaron el automóvil de Edward en el castillo y condujeron en el de Kim hasta la casa vieja. Con gran entusiasmo, Kim llevó a Edward a hacer un recorrido y le explicó que iba a seguir su sugerencia de construir las instalaciones modernas en la parte de los cobertizos y que también agregaría un medio baño entre los dormitorios.
—Estoy muy entusiasmada —dijo Kim—. Lo que verdaderamente espero con impaciencia es la decoración. Creo que voy a tomar unas vacaciones en septiembre para ocuparme de ella.
Salieron de la casa y subieron al automóvil de Kim. Ella titubeó al poner en marcha el motor.
—En realidad, siempre quise ser decoradora de interiores —dijo con añoranza.
—¿Por qué no lo fuiste? —preguntó Edward.
Kim arrancó el auto, dio la vuelta y se dirigió al castillo.
—Mi padre me convenció de no hacerlo. No éramos cercanos, pero él tenía una gran influencia sobre mí. Pensé que era mi culpa que no fuéramos muy unidos, así que me esforcé mucho para tratar de complacerlo, aun al punto de estudiar enfermería, que él consideraba una carrera más adecuada para su hija.
Llegaron al castillo y Kim se estacionó junto al auto de Edward. El hombre estaba a punto de bajar, pero volvió a acomodarse en el asiento. Se puso ostensiblemente nervioso, ya que empezó a denotar inquietud y a retirarse el cabello de la frente. Por fin, preguntó con brusquedad:
—¿Quieres ir a mi departamento cuando regresemos?
La invitación colocó a Kim en un dilema. Se daba cuenta de que Edward había tenido que armarse de valor para invitarla y no era su deseo que se sintiera rechazado. Al mismo tiempo, pensó en las necesidades de los pacientes a las que tendría que enfrentarse por la mañana. Al final de cuentas, su profesionalismo ganó.
—Lo siento —dijo—. Estoy exhausta. Me levanté desde las seis —en un intento por hacer más ligera la situación añadió—: Además, mañana es día de escuela y aún no terminé mis deberes.
—Podríamos acostarnos temprano —sugirió Edward.
Kim se sintió sorprendida e inquieta.
—Creo que tal vez las cosas van muy rápido —musitó—. Me siento muy a gusto contigo, pero no quiero apresurar nada.
—Por supuesto —repuso Edward.
—Disfruto mucho de tu compañía —añadió Kim—. No voy a trabajar ni viernes ni sábado, si coincide con tu horario.
—¿Quieres cenar conmigo el jueves? Esa no será noche de deberes escolares.
Kim rio.
—Será un placer —respondió.