DOS

Sábado 16 de julio de 1994

EDWARD se estacionó en doble fila en la calle Beacon y corrió al vestíbulo del edificio donde vivía Kim. Después de tocar el timbre, vigiló el automóvil por si veía acercarse a alguna oficial encargada del estacionamiento. Conocía la reputación de la que estas gozaban por una amarga experiencia.

—Siento mucho haberte hecho esperar —dijo Kim cuando apareció. Iba vestida con pantalones cortos caqui y una camiseta blanca. Se había recogido el cabello oscuro y voluminoso en una cola de caballo.

—Lamento llegar tarde —se disculpó Edward—. Tuve que pasar al laboratorio.

Se miraron fijamente durante un instante y luego dejaron escapar una carcajada.

—Somos el colmo —admitió Kim.

—No puedo evitarlo —rio Edward—. Todo el tiempo estoy disculpándome.

Subieron al Saab de Edward y enfilaron rumbo al norte, a las afueras de la ciudad. Era una mañana despejada y brillante. Kim bajó la ventana del lado del pasajero y con desenfado sacó el brazo.

—Parece que fueran unas vacaciones en miniatura.

—En especial para mí —repuso Edward—. Me averguenza reconocerlo, pero por lo general me la paso en el laboratorio.

—¿También los fines de semana? —inquirió Kim.

—Los siete días de la semana. Creo que soy un tipo aburrido.

—Yo diría más bien dedicado. También diría que eres muy amable. Las flores que me enviaste son muy hermosas.

—Oh, no es nada —dijo Edward.

Kim se dio cuenta de que él se sentía inquieto. Había retirado el cabello de la frente varias veces consecutivas.

—Pues para mí significan mucho —comentó aún ella.

Condujeron al norte por la 93 y luego dieron vuelta al este por la 128. Había poco tránsito.

—Disfruté de la cena anoche —dijo Edward.

—Yo también. Pero creo que tengo que disculparme por haber hablado tanto de mí.

—Ya te estás disculpando de nuevo —observó Edward. Kim se dio un golpecito en el muslo, como castigo fingido.

—No tengo remedio.

Edward rio con suavidad.

—Perdón; yo debería ser el primero en disculparme —mencionó Edward—. Fue mi culpa por bombardearte sin piedad con preguntas que creo que tal vez hayan rayado en lo personal.

—No lo tomé a mal —repuso Kim—. Solo espero no haberte asustado al mencionar esos ataques de angustia que solían darme cuando estudiaba en la universidad.

Edward rio.

—A mí también me daban ataques de angustia en la universidad antes de cada examen, a pesar de que jamás tuve problemas con mis calificaciones.

—Las mías eran peores que lo que se consideraba el promedio —apuntó Kim.

—¿Alguna vez tomaste medicamentos para esos ataques?

—Xanax, durante un breve lapso —repuso Kim.

—¿No has hecho la prueba con Prozac? —preguntó Edward.

—Nunca —contestó Kim—. ¿Por qué iba a tomar Prozac?

—Ayuda a aliviar la timidez y la ansiedad —explicó Edward.

—A mí nunca me han prescrito Prozac —mencionó seria Kim—. Además, aun cuando así hubiera sido, no lo habría tornado. Las compañías farmacéuticas nos han hecho creer que existe una pastilla para cada problema.

—En lo fundamental concuerdo contigo —observó Edward—. Aunque, como neurocientífico, en la actualidad reconozco la conducta y el humor como aspectos bioquímicos y he tenido que volver a valorar mi actitud hacia las sustancias psicotrópicas puras.

—¿Cuando hablas de sustancias puras, a qué te refieres?

—A drogas que no producen efectos secundarios, o si los tienen, estos son insignificantes.

—Todas las drogas originan efectos colaterales.

—Sí, supongo que tienes razón, pero algunos efectos secundarios tienen poca importancia y sin duda son un riesgo que puede correrse si se toman en cuenta los beneficios potenciales.

—Creo que ese es, en efecto, el punto esencial del debate filosófico —observó Kim.

—Oh, eso me recuerda —dijo Edward—. Traje los libros que prometí prestarte —buscó en el asiento posterior, tomó los dos libros y los colocó en el regazo de Kim.

—Traté de buscar a tu antepasado en el que habla sobre los juicios de Salem —comentó Edward—. Pero no encontré ninguna Elizabeth Stewart en el índice. ¿Estás segura de que la ejecutaron?

—Que yo sepa sí —contestó Kim. Echó una mirada al índice del libro La posesión de Salem. Abarcaba desde «Testimonios sobre los espectros» hasta «Stoughton, William». No había ningún Stewart.

Media hora después llegaron a Salem. En el camino que siguieron pasaron por la Casa de las brujas. La construcción despertó el interés de Edward y se estacionó a un lado de la carretera.

—¿Qué es ese lugar? —preguntó.

—Le dicen la Casa de las brujas —explicó Kim—. Es una de las atracciones turísticas más importantes de la zona.

—¿En realidad se trata de una casa del siglo diecisiete? —inquirió Edward—. ¿O es más bien una recreación como las que se estilan en Disneylandia?

—Es auténtica —observó Kim—. Además, resulta en verdad muy parecida a la vieja casona que estoy a punto de mostrarte en los lares de la familia Stewart. Aunque no es exactamente una casa de brujas, ya que ninguna vivió ahí. Era la residencia de Jonathan Corwin, uno de los magistrados que presidió algunas de las audiencias preliminares.

Se pusieron en marcha de nuevo y dieron vuelta a la derecha por Orne Road. Al pasar por el cementerio de Greenlawn, Kim mencionó que en alguna época ese lugar había formado parte de las tierras de los Stewart. Pidió a Edward que diera vuelta a la derecha para tomar un camino de grava. Después de pasar unas curvas llegaron a una reja impresionante de hierro forjado sujeta a un par de columnas descomunales de granito. Una cerca de hierro alta, coronada por púas afiladas, se entremezclaba con el espeso bosque a ambos lados del camino.

—¿Aquí es? —preguntó Edward.

—Sí —contestó Kim. Bajó del automóvil y con dificultad abrió el macizo candado que protegía la reja. Cuando logró quitarlo, empujó la reja. Las bisagras rechinaron en forma estridente.

Kim subió otra vez al auto y cruzaron la reja. Después de otros cuantos giros y vueltas, el camino se abrió a un campo raso cubierto de hierba, dominado por una enorme casa de piedra de varios pisos. Estaba en perfectas condiciones, con sus torrecillas, fortificaciones y almenas. Las chimeneas brotaban como la maleza, de todas partes de la estructura. Edward volvió a detenerse.

—Una combinación interesante de estilos —comentó—. En parte es un castillo medieval; pero también, es una casa solariega tipo Tudor y una residencia rural francesa. ¡Es asombroso!

—En la familia le decimos «el castillo» —explicó Kim.

—Ya veo por qué. ¿Dónde está la antigua casa?

La joven señaló a la derecha. A lo lejos, Edward solo logró distinguir una construcción marrón oscuro, que se erguía en medio de un bosquecillo de abedules.

—¿Qué es esa edificación de piedra a la izquierda? —preguntó.

—En alguna época fue un molino —contestó Kim—. Pero lo convirtieron en establo hace doscientos años.

Edward puso el automóvil en marcha otra vez, pero se detuvo enseguida. El camino corría en forma paralela a una pared de piedra basta cubierta de maleza.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras señalaba la pared.

—Es el viejo cementerio familiar —informó Kim.

—No me digas —comentó Edward—. ¿Sería posible echarle un rápido vistazo?

—Por supuesto —respondió Kim.

Bajaron del automóvil y treparon por la pared.

—La familia usó este lote hasta mediados del siglo pasado —dijo Kim mientras recorrían el camposanto cubierto de hierba.

—¿Aquí está enterrado Ronald Stewart? —inquirió Edward.

—En efecto —Kim lo condujo ante una lápida redonda y sencilla, que tenía una calavera y unos huesos cruzados grabados en bajorrelieve. Sobre ella estaba escrito:

—Ochenta y un años —observó Edward—. Para haber llegado a una edad tan avanzada debe de haber permanecido alejado de los médicos toda su vida. En aquellos tiempos, en los que se recurría tanto a las sangrías, los doctores resultaban tan mortíferos como la mayor parte de las enfermedades.

Al lado de la tumba de Ronald se encontraba la de Rebecca Stewart. La lápida la describía como la esposa de Ronald.

—Tal vez volvió a casarse —observó Kim.

—¿Elizabeth está enterrada aquí? —preguntó Edward.

—No lo sé —repuso Kim—. Nadie jamás me enseñó su tumba.

—¿Estás segura de que esta Elizabeth siquiera haya existido?

—No podría jurarlo —dijo Kim—. A ver si la encontramos. Por unos minutos, buscaron en silencio: Kim fue por un lado, Edward por el otro.

—Edward —llamó Kim.

—¿La encontraste? —preguntó.

—Bueno, casi —contestó Kim. Edward se acercó. La enfermera miraba la lápida de Jonathan Stewart, que lo describía como el hijo de Ronald y Elizabeth Stewart.

—Por lo menos sabemos que sí existió —comentó Kim.

Continuaron buscando otra media hora, pero no encontraron la tumba de Elizabeth. Por fin, se dieron por vencidos y volvieron al auto. Minutos después se detuvieron frente a la vieja mansión.

—No bromeabas cuando dijiste que parecía la Casa de las brujas —señaló Edward—. Tiene la misma chimenea central enorme, el mismo techo puntiagudo a dos aguas, los mismos cristales en forma de diamante en las ventanas. Sin embargo, los colgantes debajo de la saliente son mucho más ornamentales.

—Quien los haya querido invertidos tenía gran sentido del estilo —estuvo de acuerdo Kim.

Pasearon alrededor de la vieja edificación. En la parte de atrás, Edward notó que había una estructura más pequeña. Preguntó si tenía la misma antigüedad.

—Me parece que sí —respondió Kim—. Me dijeron que era para los animales.

Al volver a la entrada principal, Kimberly probó muchas llaves antes de encontrar la que abría la puerta. La empujó y pasaron a un pequeño recibidor. Exactamente frente a ellos se alzaba un tramo de escaleras que daban vuelta hacia arriba y se perdían de vista. A ambos lados había puertas. La de la derecha daba a la cocina y la de la izquierda a la sala.

—Vamos a ver la sala —sugirió Edward.

Una enorme chimenea dominaba la habitación. Edward se acercó a ella y se asomó por el tiro.

—Al parecer, todavía funciona —señaló y enseguida miró la pared arriba de la repisa de la chimenea. Retrocedió unos pasos y volvió a observarla—. ¿Distingues ese rectángulo apenas perceptible? —preguntó él.

Kim se acercó a Edward y miró con atención la pared.

—Sí, lo veo —expresó—. Parece como si hubiera estado colgada una pintura en ese lugar.

—Es lo mismo que yo pensé —comentó Edward.

Salieron de la sala y subieron las escaleras. En la planta superior había un pequeño estudio construido sobre el recibidor principal. Sobre la sala y la cocina estaban las habitaciones, cada una con su propia chimenea. Los únicos muebles que había eran unas cuantas camas y una rueca.

Al volver al piso principal, el tamaño de la chimenea en la cocina impresionó lo mismo a Kim que a Edward. Él calculó que medía tres metros de ancho. A la izquierda estaba la pértiga para el fogón y a la derecha un horno en forma de colmena.

—¿Te imaginas cocinar aquí? —preguntó Edward.

—Ni en un millón de años —repuso Kim—. Ya tengo suficientes problemas con las cocinas modernas.

Cruzaron una puerta que daba a la parte de los cobertizos de la casa. A Edward le sorprendió mucho descubrir otra cocina.

—Creo que usaban esta durante el verano —explicó Kím—. Así no tenían que prender esa enorme chimenea cuando el tiempo era más cálido.

—Tienes razón —comentó Edward.

Al volver a la parte principal de la casa, Edward se detuvo en medio de la cocina, mordiéndose el labio inferior. Kim lo observó.

—¿Qué estás pensando? —preguntó.

—¿Alguna vez has pensado en vivir aquí?

—No. Sería como ir de campamento.

—No quise decir que en las condiciones en que se encuentra actualmente —aclaró Edward—. Pero tal vez no se necesite mucho para arreglarla.

—¿Te refieres a renovarla? —inquirió Kim—. Sería una verdadera lástima destruir su valor histórico.

—Pero no sería necesario hacerlo. Podrías construir una cocina y un baño modernos en la parte de los cobertizos, que de todos modos es un anexo.

Recorrieron de nuevo la vieja casona con la idea de convertirla en un lugar habitable. Edward se mostraba entusiasta y a Kim empezó a agradarle la idea.

—Suena fascinante —manifestó ella—. Pero tendría que proponérselo a mi hermano. Después de todo, somos copropietarios.

Regresaron a la cocina principal por tercera ocasión.

—¿Dónde guardarían sus alimentos? —preguntó Edward.

—Supongo que en el sótano —respondió Kim.

—No creo que haya ningún sótano. Busqué la entrada cuando recorrimos la casa, pero no la vi.

Kim rodeó una mesa grande de caballete y apartó una estera desgastada de fibra de cáñamo.

—Hay un acceso a través de esta trampa —observó. Pasó el dedo por un agujero en el piso y abrió la puerta. Una escalera se hundía en la oscuridad. Edward se agachó y trató de echar un vistazo al sótano, pero solo logró distinguir un área pequeña.

—Tengo una pequeña linterna en el automóvil —comentó—. Voy corriendo a buscarla.

Cuando Edward regresó con la linterna, bajaron la escalera. El sótano era pequeño. Abarcaba solo el área que se encontraba debajo de la cocina. Las paredes eran de piedra lisa sin tallar; el piso, de tierra. Varios cubos estaban apoyados contra la pared del fondo. Edward se acercó y alumbró varios de ellos.

—Tenías razón —comentó—. Aquí es donde guardaban los alimentos —se inclinó para mirar dentro de uno de los cubos y raspó algo de tierra apisonada. La palpó entre los dedos.

—La tierra está húmeda —dijo—. No soy botánico, pero apostaría que es ideal para cultivar Claviceps purpurea.

Kim sintió curiosidad y preguntó si podía comprobarlo.

Edward se encogió de hombros.

—Es probable —respondió—. Eso dependería de si lográramos encontrar esporas de Claviceps. Si tomamos unas muestras, le pediré a un amigo, que es botánico, que las examine.

—Estoy segura de que encontraremos algunos recipientes en el castillo —comentó Kim.

Salieron de la vieja casa y se dirigieron al castillo. Puesto que era un día muy hermoso, decidieron ir a pie.

—Se ve agua que serpentea entre los árboles —observó Edward.

—Es el río Danvers —explicó Kim—. En alguna época este campo llegaba hasta la orilla del agua.

Mientras más cerca estaban del castillo, más admiraba a Edward la edificación.

—Este lugar es mucho más grande de lo que había imaginado —dijo—. ¡Caramba! Hasta tiene un foso simulado.

—Alguna vez me contaron que para construirlo se inspiraron en Chambord, Francia —explicó Kim—. Tiene forma de herradura; las habitaciones para huéspedes se encuentran en una de las alas, y las de los sirvientes en la otra.

Cruzaron el puente levadizo sobre el foso seco. Mientras Edward seguía admirando los detalles góticos de la entrada, Kim batallaba con las llaves. El llavero tenía más de una docena. Por fin, una de ellas abrió la puerta.

Pasaron por un recibidor cuyas paredes estaban recubiertas con paneles de roble y llegaron hasta una habitación monumental cuyo techo tenía la altura de dos pisos y chimeneas góticas en ambos extremos. Entre las ventanas de la pared del fondo, que eran del tamaño de las de una catedral, se alzaba una magnífica escalinata. Un rosetón de vidrio emplomado en la cabecera de la escalinata iluminaba la habitación con una luz amarillo claro. Edward dejó escapar una exclamación entre asombro y risa.

—¡Es increíble! —dijo—. Todavía está amueblada.

—Todo está intacto —comentó Kim.

—¿Cuándo murió tu abuelo? —preguntó Edward—. El estilo de la decoración parece como si alguien hubiera salido de largas vacaciones en los años veinte.

—Murió apenas la primavera pasada —explicó Kim—. Pero era un excéntrico, en especial después de que falleció su esposa hace cuarenta años. Dudo mucho que haya modificado algo en esta casa desde que sus padres la ocuparon.

Edward deambuló por la habitación, mientras la mirada divagaba entre la profusión de muebles, pinturas con marcos de hoja de oro y objetos decorativos. Incluso había una armadura medieval completa. Se acercó a un ventanal y palpó la tela de la cortina.

—Nunca había visto tantos cortinajes en toda mi vida —observó—. Debe haber más de un kilómetro de esta tela.

—Es muy antigua —dijo Kim—. Es damasco de seda.

Desde la gran habitación, Edward caminó con lentitud hasta el comedor formal. Al igual que esta, el techo era de dos pisos de altura y tenía una chimenea gótica en cada extremo. Muchas banderas heráldicas pendían de sus astas, que se proyectaban de las paredes.

—Este lugar tal vez tenga tanto interés histórico como la vieja casa —comentó Edward—. Es como un museo.

—El interés histórico se basa en la cava y en el ático —añadió Kim—. Los dos están llenos de cartas y documentos.

—Vamos a echar un vistazo —sugirió Edward.

Subieron varios tramos de escalones hasta llegar al desván, que era enorme, puesto que ocupaba toda el área en forma de herradura del plano de la casa. El techo era como el de una catedral, en concordancia con la línea del tejado, y la luz que se filtraba a través de sus múltiples ventanillas lo iluminaba razonablemente.

Kim y Edward pasearon por el corredor central. A ambos lados había archiveros, cómodas, baúles y cajas con objetos de interés.

—De seguro hay suficiente material dentro de todo esto como para llenar varios furgones de ferrocarril —observó Edward—. ¿Hasta qué tiempo se remonta?

—Hasta la época de Ronald Stewart —contestó Kim—. Él fue quien inició la compañía. La mayor parte de estos documentos se relacionan con la empresa, pero también hay correspondencia personal. Mi hermano y yo solíamos escabullirnos aquí arriba cuando éramos niños para ver quién encontraba las fechas más antiguas.

—¿Hay una cantidad igual en la cava?

—Igual o mayor —comentó Kim—. Ven, te la enseñaré.

Volvieron sobre sus pasos hasta el comedor. Abrieron una pesada puerta de roble con bisagras enormes de hierro forjado y bajaron a la cava por una escalera de granito. Parecía un calabozo medieval. Las paredes eran de piedra, las lámparas empotradas semejaban antorchas y los anaqueles de vinos estaban construidos alrededor de las paredes de cuartos individuales que podrían haber hecho las veces de celdas. Cada habitación tenía una puerta de hierro.

—Alguien tenía sentido del humor —señaló Edward—. Lo único que le falta a este lugar son los instrumentos de tortura.

—A mi hermano y a mí no nos parecía gracioso. Mi abuelo no tenía que advertirnos que no bajáramos. Nos aterrorizaba.

—¿Y todos estos baúles, muebles y cajas están llenos de documentos? —preguntó Edward mientras recorrían asombrados el largo pasillo central—. ¿Lo mismo sucede con el ático?

—Hasta el último de ellos —respondió Kim.

Edward empujó luego una puerta que daba a uno de los cuartos que parecían celdas. Entró. La mayor parte de los anaqueles de vino estaba vacía, mientras que las cómodas y los baúles se apretaban contra ellos. Tomó una de las pocas botellas.

—¡Esta es cosecha 1896! —exclamó—. Podría ser valiosa.

Kim emitió una risita con sorna.

—Sinceramente lo dudo.

Edward colocó en su lugar la botella polvorienta y abrió uno de los cajones de una cómoda. Al azar, tomó una hoja de papel. Era un documento aduanal que databa del siglo diecinueve. Sacó otro. Este era un conocimiento de embarque del siglo dieciocho.

—Me parece que no hay mucho orden aquí —observó.

—No están guardados en orden. Cada vez que reconstruyeron la casa, lo que sucedió con frecuencia hasta esta monstruosidad, los papeles se reubicaban y luego se devolvían a su lugar. A lo largo de los siglos, se han revuelto por completo.

Edward Armstrong se internó en la desordenada cava. Se asomó a la última celda y encendió su linterna. El haz recorrió los baúles, las cómodas y todas las cajas hasta que se detuvo en un viejo óleo que estaba apoyado en la pared. Con cierta dificultad, el hombre se abrió paso hasta la pintura. Parecía ser de una mujer joven. Con la yema del dedo limpió el polvo de una pequeña placa de peltre en la base de la pintura y la alumbró con la linterna. Tomó el cuadro y se lo llevó a Kim.

—Quiero que veas esto —dijo mientras apoyaba la pintura en una cómoda e iluminaba la placa con la linterna. Kim siguió el haz de luz y leyó el nombre.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Es Elizabeth!

Emocionados y felices por el descubrimiento, Kim y Edward llevaron la pintura hasta el gran salón, donde había más luz. Luego la apoyaron en la pared y retrocedieron para verla.

—Lo que es verdaderamente extraordinario es que se parece mucho a ti —apuntó Edward—. En especial con esos ojos verdes.

Kimberly Stewart quedó petrificada por el rostro de su antepasada de infausta memoria.

—El cabello esparecido, incluso la forma de la cara —dijo Kim.

—Podrían serhermanas —coincidió Edward—. No hay duda de que es un retrato muy bello. ¿Por qué estaría oculto en la cava?

—Es extraño —comentó Kim—. El abuelo debe de haber conocido su existencia y no le habría importado herir la susceptibilidad de mi madre. Él y ella nunca se llevaron bien.

—El tamaño del óleo es muy similar al del contorno que notamos encima de la chimenea en la casa vieja —dijo Edward—. Solo por divertirnos, ¿por qué no la llevamos allá y probamos? —alzó la pintura, pero antes de que diera el primer paso, Kim le recordó los recipientes que habían ido a buscar. Edward bajó el cuadro y fueron a la cocina, donde encontraron tres envases de plástico.

Fueron a recoger la pintura y se encaminaron a la casa vieja.

—Tengo una sensación extraña, aunque buena, por haber descubierto esa pintura —comentó Kim mientras caminaban—. Es como encontrar de pronto a un pariente a quien se daba por perdido desde hace mucho tiempo.

—¡Qué extraordinaria casualidad! —exclamó Edward—. En especial porque ella es la razón por la que estamos en este lugar.

—Esto es más que una casualidad. Debe tener algún significado.

Llegaron a la casa vieja. Cuando Edward alzó el cuadro y lo colocó sobre el contorno encima de la chimenea, el tamaño coincidió a la perfección. Dejó la pintura sobre la repisa de la chimenea, tomó los recipientes de plástico que Kim llevaba y le dijo que iba al sótano a tomar algunas muestras de tierra.

Kim no respondió. Se quedó como hipnotizada frente al retrato de Elizabeth, absorta en sus pensamientos.