TRECE

Lunes 3 de octubre de 1994

KIM CASI había olvidado lo difícil que resultaba un día normal en la Unidad quirúrgica de terapia intensiva.

Después de un mes de vacaciones no estaba en situación de contar con la energía física y emocional necesaria. A medida que su día de trabajo llegaba a su fin, tuvo que reconocer que disfrutaba mucho de la intensidad, el desafío y la sensación de logro que le proporcionaba ayudar a la gente necesitada, por no mencionar la camaradería del esfuerzo compartido.

En cuanto terminó su turno, salió del hospital y abordó el tren de la Línea roja hacia Harvard Square. Al llegar, caminó hacia el noroeste en Massachusetts Avenue para dirigirse a la Facultad de Derecho de Harvard. Como sudaba, aminoró el paso. Un calor en verdad bochornoso se había estancado sobre la ciudad y hacía que la temporada se pareciera más al verano que al otoño. El servicio meteorológico había pronosticado posibles tormentas eléctricas.

Kim preguntó a un estudiante cómo llegar a la biblioteca de derecho. El aire acondicionado del interior fue un alivio. Volvió a preguntar y llegó a la oficina de Helen Arnold. Se anunció con la secretaria, quien le pidió esperar. No acababa de sentarse cuando una mujer negra, alta y excepcionalmente atractiva, salió de la puerta que comunicaba las oficinas.

—Soy Helen Arnold y le tengo muy buenas noticias —dijo la mujer con entusiasmo. La condujo hasta su oficina y le indicó que tomara asiento—. Katherine Sturburg me contó acerca de su interés en un trabajo de Rachel Bingham.

Kim asintió.

—¿Ya lo encontró? —preguntó.

—Sí y no —respondió Helen.

—¿Qué significa sí y no?

—Quiero decir que aunque no encontré el libro como tal, sí localicé una referencia al hecho de que estuvo aquí. Sin embargo, fue transferido a la Facultad de Teología en 1825 y después a la de medicina en 1826. Al parecer, nadie sabía dónde guardarlo.

—¡Oh, por todos los cielos! —exclamó Kim sin ocultar su frustración—. Esto se está convirtiendo en una broma de mal gusto.

—Me comuniqué a la Countway Medical Library y hablé con John Moldavian, que está a cargo de los libros y manuscritos raros. Le conté la historia y me aseguró que se ocuparía de averiguar.

Después de darle las gracias a Helen Arnold, Kim regresó a Harvard Square y volvió a abordar el tren a Boston. Era la hora de más movimiento, por lo que Kim tuvo que abrirse paso para alcanzar el tren. Cuando por fin llegó al estacionamiento del Hospital General Mass, subió a su automóvil, puso en marcha el motor y se dirigió a la Countway Medical Library.

John Moldavian parecía el hombre ideal para trabajar en una biblioteca. Hablaba con suavidad y su amor por los libros se puso de manifiesto inmediatamente por la manera afectuosa con que los manipulaba.

Kim se presentó y mencionó el nombre de Helen. John buscó algo entre el desorden de su escritorio.

—Tengo algo para usted —informó—. ¿Dónde diablos lo puse? —el rostro se iluminó—. Ah, aquí está lo que quería —sacó una sola hoja de papel—. Revisé los registros de la biblioteca de 1826 y encontré esta referencia al trabajo que usted busca.

—Permítame adivinar —dijo Kim—. Lo enviaron a otra parte.

John miró a Kim por encima del papel que tenía en las manos.

—¿Cómo lo supo? —preguntó.

Kim rio.

—Es un patrón —señaló—. ¿A dónde lo enviaron?

—Al Departamento de Anatomía —respondió John—. En la actualidad se le conoce como Departamento de Biología Celular.

—¿Cómo se les ocurrió enviarlo ahí?

—No tengo la menor idea —contestó John—. El registro que encontré fue una tarjeta escrita a mano que en apariencia estaba adjunta a un libro o dibujo. Hice una copia —John entregó el papel a Kim.

Era dificil de leer, sin embargo, parecía decir: «Curiosidad por Rachel Bingham, contraída en 1691». Al recordar la carta de Jonathan Stewart a su padre, Kim supuso que la caligrafia que veía en ese momento era la de Jonathan. Se imaginó al estudiante nervioso, cambiando subrepticiamente el nombre de su madre por el de Rachel Bingham.

—Llamé al director del departamento —dijo John, interrumpiendo las cavilaciones de Kim—. Me indicó que me comunicara con Carl Nebolsine, curador a cargo del Warren Anatomical Museum. De modo que así lo hice y me dijo que si quería ir a ver la pieza de exhibición se dirigiera al edificio de la administración.

—¿Quiere decir que ahí está? —preguntó Kim incrédula.

—Así parece —respondió John—. El Warren Anatomical Museum se encuentra ubicado en el quinto piso del edificio A, en diagonal, frente a la biblioteca.

Kim sintió que el pulso se aceleraba con la idea de que tal vez descubriría por fin las pruebas contra Elizabeth. Agradeció a John y cruzó de prisa al edificio A, una estructura neoclásica cuya fachada tenía un enorme frontón soportado por columnas dóricas.

El museo, tal como era, consistía en un conjunto de escaparates cubiertos por cristales. Contenía la colección habitual de instrumentos quirúrgicos primitivos capaces de hacer estremecer de dolor a los más estoicos, fotografías antiguas y especímenes patológicos. Había también muchos cráneos.

—Usted debe ser Kimberly Stewart —dijo una voz. Ella alzó la mirada para observar a un hombre mucho más joven de lo que esperaba para ser curador de un museo.

—Soy Carl Nebolsine —se estrecharon la mano—. Entiendo que usted está interesada en la pieza de exhibición de Rachel Bingham —comentó.

—¿Se encuentra aquí? —preguntó Kim.

—No —respondió Carl.

Kim miró al hombre como si no hubiera entendido.

—Está en la bodega —explicó Carl—. No disponemos de espacio para exhibir todo lo que tenemos. ¿Quiere verla?

—Por supuesto —respondió Kim con alivio.

Tomaron el ascensor a fin de bajar al sótano y siguieron una ruta laberíntica por la que Kim no habría sabido cómo regresar. Carl abrió una pesada puerta de acero. Buscó a tientas en la pared y encendió las luces que eran meros focos desnudos.

La habitación estaba llena de polvorientos escaparates de vidrio.

—Disculpe el desorden —dijo Carl—. No es usual que alguien venga aquí muy a menudo.

Kim lo siguió mientras él se abría paso entre los gabinetes repletos con una amplia variedad de huesos, instrumentos y tarros con órganos preservados. El hombre se detuvo. Kim se acercó desde atrás. Él se hizo de lado y señaló el gabinete que se encontraba enfrente. El horror hizo retroceder a Kim, que no estaba preparada para lo que vio. Embutido en un tarro grande de vidrio, lleno de un líquido marrón oscuro utilizado como preservador, había un feto de cuatro a cinco meses de desarrollo que parecía un monstruo.

Indiferente a la reacción de Kim, Carl Nebolsine abrió el gabinete, introdujo la mano y arrastró el pesado tarro hacia adelante, lo que ocasionó que el contenido se moviera de modo que parecía ejecutar una danza grotesca y provocó que llovieran fragmentos de tejido como en un pisapapeles en forma de burbuja de vidrio que contuviese una escena invernal.

Kim apretó la mano contra la boca mientras miraba fijamente el feto, que tenía enormes ojos saltones como los de un sapo, el cráneo aplastado y el paladar hendido, que daba a la boca la apariencia de encontrarse entremetida en la nariz. Las extremidades superiores eran como muñones que terminaban con manos puntiagudas y dedos muy cortos, algunos de los cuales estaban pegados. El efecto era casi como de pezuñas hendidas. De la cadera emergía una cola larga, parecida a la de un pez. Kim comprendió en forma cabal cómo la mente del siglo diecisiete había considerado tal malformación monstruosa como la encarnación del demonio.

—¿Quiere ver el otro lado? —preguntó Carl.

—Ya no, gracias —contestó Kim, al tiempo que, de manera inconsciente, se alejaba del espécimen. Recordó la nota que John Moldavian le había mostrado en la biblioteca de medicina. No decía: «Curiosidad por Rachel Bingham, contraída en 1691». La palabra era «concebida» y no «contraída».

También recordó el registro en el diario de Elizabeth acerca del inocente Job. Kim había creído que se trataba de una referencia al Job bíblico. Pero no era así: Elizabeth sabía que estaba embarazada y había llamado Job al bebé.

Kim agradeció a Carl y caminó dando traspiés hacia su automóvil, mientras pensaba en la doble tragedia de su Elizabeth. Estaba embarazada al mismo tiempo que, sin notarlo, se envenenaba con un hongo que crecía en su almacén de centeno. En aquella época, todo el mundo debe de haber estado convencido de que tenía relaciones con el diablo para producir un monstruo así.

De camino a casa, Kim empezó a comprender cómo debió de haberse sentido Elizabeth. La mujer sabía bien que no era bruja, pero la seguridad en su inocencia tenía que haberse visto socavada. Debió de haber creído que era culpable de una espantosa transgresión contra Dios. ¿De qué otra forma podía explicarse dar a luz a una criatura semejante?

Kim quedó atrapada en el tránsito en Storrow Drive. Cuando logró salir de los límites de la ciudad, se dirigió al norte por la carretera interestatal 93. Cuando casi de manera literal se liberó del tránsito, tuvo una nueva revelación de libertad interior. Empezó a convencerse de que el tremendo pasmo producido por la confrontación visual con el monstruo de Elizabeth había provocado que descubriera al fin el mensaje que ella creía que su antepasado había tratado de transmitirle, a saber: Kim debía creer en sí misma. No debía perder la confianza debido a las creencias de otras personas, como había hecho la pobre de Elizabeth. Tampoco debía permitir que figuras autoritarias tomaran el control de su vida. Elizabeth no tuvo ninguna opción, pero Kim sí. Durante mucho tiempo, había permitido que otros trazaran el rumbo de su vida. La elección de su carrera era un buen ejemplo y también las condiciones en las que en ese momento vivía.

Con súbita resolución, Kim decidió cambiar de vida. Edward Armstrong vivía con ella, pero solo en apariencia. En realidad, solo se aprovechaba y no le daba nada a cambio. El laboratorio de Omni no debía estar en su propiedad, y los científicos no tenían por qué vivir en la casa de la familia Stewart. Hablaría con él en el instante en que llegara a casa. De todos modos, necesitaba hablarle en cuanto fuera posible, ya que parecía que Ultra era teratogénica, es decir, que dañaba el desarrollo del feto. Kim sabía que dicha información no solo sería crucial para las mujeres embarazadas, sino también porque muchas sustancias teratogénicas provocan cáncer.

Cuando Kim llegó a la propiedad, eran casi las siete. Las nubes de tormenta empezaban a acumularse en el oeste y todo estaba más oscuro de lo normal para esa hora del atardecer. Entonces observó que las luces del laboratorio ya estaban encendidas.

Encontró a Edward en un rincón oscurecido frente a su computadora. La pálida fluorescencia verde del monitor lanzaba una luz fantasmal sobre el rostro de su compañero. Mientras ella observaba las manos de Edward moverse sobre el teclado, detectó un temblor en los dedos. Edward no la tomó en cuenta.

—Por favor, Edward —dijo Kim finalmente. La voz sonó entrecortada—. Tengo que hablar contigo.

—Más tarde —dijo Edward. Pero ni siquiera se volvió a mirarla.

—Es muy importante que hable contigo ahora —insistió Kim.

Edward sobresaltó a Kim al ponerse de pie de un brinco. El súbito movimiento hizo que la silla patinara sobre el piso. Pegó la cara a la de Kim tan cerca que ella podía ver los vasos sanguíneos en la esclerótica de los ojos abultados del científico.

—¡Dije que más tarde! —repitió con los dientes apretados.

Ella retrocedió y chocó contra la mesa de laboratorio. Con torpeza, extendió la mano para apoyarse y tiró un vaso de precipitados al suelo. Se hizo añicos, lo que destrozó los nervios de Kim, ya de por sí crispados. Miró a Edward con aprehensión. Cuando le pareció que él había recobrado cierto control, le ofreció disculpas por interrumpirlo. Luego se alejó de su mirada fulminante y se preparó para marcharse. Dio unos cuantos pasos, pero se volvió:

—Hoy averigüé algo que debes saber —dijo ella—. Es posible que Ultra sea teratogénica.

—Probaremos la droga en ratones preñados —replicó Edward de manera hosca—. Pero ahora tenemos un problema más urgente —le dio la espalda y después de recuperar su silla volvió al trabajo.

Lo primero que hizo Kim cuando llegó a casa fue dirigirse a la sala. Contempló el retrato de Elizabeth y miró a la mujer con lástima, admiración y gratitud renovadas. Después de unos momentos de contemplar fijamente el rostro femenino que traslucía fortaleza, con los brillantes ojos verdes, empezó a tranquilizarse. La seguridad en sí misma de Elizabeth era evidente en la línea de la mandíbula, la forma de los labios y la mirada franca. La imagen proyectaba fuerza. Kim sabía que ella ya no daría marcha atrás. Esperaría a Edward y hablaría con él.