DOCE

Sábado 1 de octubre de 1994

KIM INTENTÓ sacudirse el leve estupor provocado por el Xanax. Una vez más, se sintió sorprendida de haber dormido tantas horas. Eran casi las nueve.

Después de ducharse y vestirse, sacó a pasear a Sheba. La gata deambuló hasta la parte posterior de la casa. Kimberly la siguió, pero se detuvo de pronto y profirió un improperio. Los dos cubos de desperdicios habían sido volcados. La basura estaba esparcida por todo el patio. La joven enderezó los dos cubos de plástico para la basura, que estaban desgarrados en el borde superior, supuestamente cuando alguien retiró las tapas por la fuerza.

—¡Pero qué fastidio! —exclamó al tiempo que regresaba los recipientes de vuelta a su lugar habitual, al lado de la casa. Se dio cuenta de que tenía que reemplazarlos, puesto que las tapas ya no quedarían fijas.

Kim capturó a Sheba un minuto antes de que emprendiera la carrera hacia el bosque y la llevó de regreso a la casa. Recordó que la policía había solicitado que llamara por teléfono si tenía algún problema, así que se comunicó a la comisaría. Para sorpresa suya, insistieron en enviar a alguien para revisar.

Kim empezó a recoger la basura y a colocarla de nuevo en los recipientes. Estaba por terminar su labor cuando llegó la policía.

En esta ocasión, acudió un solo oficial, de aproximadamente la edad de Kim. Se llamaba Tom Malick. Pidió ver «la escena del crimen». La enfermera lo condujo a la parte posterior de la casa y le mostró los recipientes. Explicó que acababa de recoger todo.

—Habría sido mejor si lo hubiera dejado como lo encontró hasta que lo viéramos —manifestó Tom. Examinó los cubos con cuidado; después revisó las tapas—. Un animal hizo esto —comentó—. No fue ningún chico, creo que estas son marcas de dientes sobre los bordes de las tapas —alzó una de las cubiertas y señaló una serie de muescas paralelas—. Debe comprar recipientes más seguros —sugirió Tom.

—Es lo que planeaba —contestó Kim.

—Tal vez tenga que ir a Burlington a conseguirlos —mencionó Tom—. Ha habido una fuerte demanda de ellos en la ciudad.

—Parece que se ha convertido en un problema serio —dijo Kim.

—Más vale que lo crea —aseguró Tom—. El pueblo entero está indignado. Hasta anoche lo único que teníamos eran perros y gatos muertos. Esta mañana descubrimos a la primera víctima humana.

—Es horrible —Kim contuvo la respiración—. ¿Quién fue?

—Un vagabundo llamado John Mullins. Lo hallaron no lejos de aquí, cerca del puente Kernwood. Se lo comieron parcialmente.

La boca de Kim se secó al recordar, sin quererlo, la espantosa imagen de Buffer tirado en la hierba.

—John tenía un nivel tremendo de alcohol en la sangre —dijo Tom—. De modo que tal vez haya muerto antes de que el animal lo encontrara. Sabremos algo más después del informe del médico forense. El cuerpo fue enviado a Boston con la esperanza de obtener alguna pista sobre el animal al que nos enfrentamos a partir de las marcas de los dientes en los huesos de John.

—No sabía que este problema fuera tan grave —dijo Kim con estremecimiento.

—Al principio pensábamos que se trataba solo de un mapache —continuó’I’om—. Sin embargo, con esta víctima humana y el alto nivel de vandalismo, creemos que se trata de un animal más grande, quizá un oso. Sea lo que sea, nuestra industria de brujería de Salem está encantada. Dicen que es el diablo y tratan de persuadir a la gente de que 1692 se repite una vez más. El problema es que lo están logrando y el negocio va viento en popa. También nosotros tenemos mucho trabajo —después de una firme recomendación para que tuviera cuidado, Tom se fue.

En vez de ir hasta Burlington, Kim entró en la casa y llamó a la ferretería de Salem. Le informaron que el día anterior acababan de recibir un pedido de cubos para basura.

Kim partió en cuanto comió algo. El empleado de la tienda le dijo que había sido prudente al ir de inmediato. Desde que hablaron por teléfono, había vendido una buena parte de la remesa.

—Este animal en realidad merodea por aquí —comentó Kim.

—No hay duda —dijo el empleado—. Aunque ha sido muy bueno para nosotros. No solo hemos vendido de manera impresionante una tonelada de recipientes para basura, sino también han aumentado las ventas de municiones y rifles.

Al salir de la tienda, la joven se estremeció al pensar que, oculta tras los visillos de las ventanas, había gente apuntando con un gatillo, solo en espera de oír que algo o alguien revolvía su basura. Puesto que en apariencia se trataba de algunos chicos, con facilidad todo esto podría convertirse en una verdadera tragedia.

De vuelta en casa, transfirió la basura a los nuevos recipientes, cuyas tapas se aseguraban por medio de un mecanismo de compresión. Después se encaminó al laboratorio. Pensó que los investigadores deberían saber que la basura había sido revuelta y que se había descubierto el cuerpo de un hombre en las cercanías.

Kim pasó por el área de recepción y entró en el laboratorio, en el que todos sostenían una junta que seguramente trataba sobre algo importante. La atmósfera era casi la de un funeral.

—Lamento mucho interrumpirlos —se disculpó Kim.

—No hay problema —la calmó Edward—. ¿Necesitas algo en particular?

Kim les contó acerca del problema con la basura y la visita de la policía. Dijo que las autoridades pensaban que el culpable tal vez era un oso, pero que algunos chicos se habían aprovechado de los sucesos para divertirse. También describió la agitación, que se había apoderado otra vez de la pequeña ciudad.

—Solo en Salem le dan una importancia tan desproporcionado a incidentes así —comentó Edward entre risas—. Por lo visto, esta ciudad nunca va a recuperarse por completo de 1692.

—La preocupación general se justifica —advirtió Kim—. Hoy por la mañana encontraron el cadáver de un hombre no muy lejos de aquí. El cuerpo estaba roído.

—¿Ya saben cómo murió el hombre? —preguntó Edward.

—No exactamente —informó Kim—. Enviaron el cuerpo a Boston para que lo examinaran. Tienen ciertas dudas acerca de si el hombre murió antes de que el animal lo atacara.

—En tal caso, el animal pudo haberlo descubierto ya que estaba muerto —señaló Edward.

—Es verdad —reconoció Kim—. Pero pensé que era importante advertirles que tuvieran cuidado.

—Tú también cuídate —dijo Edward—. Y vigila a Sheba.

CUANDO KIM salió, Edward se volvió preocupado hacia su grupo. Guardaron silencio unos minutos mientras todos sopesaban la situación. Por fin, David habló:

—Creo que tenemos que enfrentar el hecho de que tal vez seamos responsables por algunos de los problemas en la zona.

—Sigo pensando que una idea así es absurda —replicó Edward.

—¿Cómo puedes explicar lo de mi camiseta? —preguntó Curt Neuman. La sacó de un cajón, en el que la había metido en forma apresurada cuando Kim llegó. Estaba desgarrada y tenía manchas.

—Hice una prueba con una de estas manchas. Es sangre.

—Pero es tu sangre —dijo Edward.

—Cierto. ¿Pero cómo sucedió? Quiero decir, no lo recuerdo.

—También resulta difícil explicar lo de las cortaduras y los cardenales que tenemos en el cuerpo cuando despertamos por la mañana —agregó François.

—Quizá padezcamos sonambulismo —sugirió David.

—Yo no soy sonámbulo —puntualizó Edward. Miró furioso a los demás—. No estoy seguro de que esto no sea una broma bastante elaborada, después del jugueteo con el que se han estado divirtiendo. No hemos observado nada con los animales utilizados durante el experimento que indique una reacción así. De ningún modo podría decirse que esto tiene sentido en el aspecto científico.

—Estoy de acuerdo —intervino Eleanor—. Yo tampoco soy sonámbulo ni tengo cortaduras ni cardenales.

—Bueno, no estoy alucinando —repuso David—. Las cortaduras que tengo aquí son reales —extendió las manos para que todos pudieran verlas—. Algo malo ocurre. Sé que nadie quiere sugerir lo que resulta obvio, pero yo lo haré. Debe de ser Ultra. Necesité días para admitirlo siquiera ante mí mismo. Sin embargo, es muy claro que salgo por las noches y no tengo memoria de lo que hago, excepto que estoy cubierto de suciedad cuando despierto.

—¿Insinúas que no es un animal el que está ocasionando los problemas en esta región? —preguntó Gloria con timidez.

—No insinúo nada, excepto que salgo por las noches y no sé lo que hago —repuso David.

Una oleada de temor se difundió entre el grupo a medida que empezaban a encarar la realidad de la situación.

—Si el sonambulismo está ocurriendo, y la causa de este es la droga, que considero es la única explicación —observó David—, tiene que provocar algo en nuestros cerebros que es único.

—Déjenme ir por mis fotografías del escáner —dijo François de pronto. Regresó con una serie de tomografías del cerebro de un mono al que se le había administrado Ultra etiquetada como radioactiva—. Observé algo esta mañana —señaló—. Si examinan con cuidado estas imágenes, verán que la concentración de Ultra en el tallo del cerebro anterior, el cerebro medio y el sistema límbico se acumula lentamente a partir de la primera dosis. Después, cuando llega a cierto nivel, la concentración sube de manera bastante pronunciada.

Todos se inclinaron para ver las fotografías.

—Tal vez en el punto en que la concentración aumenta de manera pronunciada, el sistema de enzimas que la metaboliza se sobrecarga. —Sugirió Gloria.

—Creo que tienes razón —dijo François.

—Eso significa que debemos revisar la clave que nos indique la cantidad de Ultra que hemos tomado —apuntó Gloria.

—Me parece razonable —coincidió Edward. Se dirigió a su escritorio y sacó una pequeña caja cerrada con llave. En el interior había una tarjeta de siete centímetros por doce, que contenía el código que relacionaba las dosis con los nombres. Curt estaba en la dosis más alta, seguido por David. En el otro extremo de la escala, Eleanor ingería la dosis menor y Edward la siguiente más baja.

Después de una larga discusión racional, concluyeron que cuando la concentración de Ultra alcanzaba cierto punto, bloqueaba la variación normal de niveles de serotonina que ocurría durante el sueño, con lo que se alteraban los patrones de este. Gloria indicó que cuando la concentración fuera aún más alta, Ultra bloquearía las radiaciones del cerebro inferior, o de reptil, hacia los centros más altos de los hemisferios cerebrales. El sueño, como otras funciones autónomas, estaba regulado por las áreas del cerebro inferior, donde Ultra se concentraba.

—Si ese es el caso —dijo David—, ¿qué ocurriría si despertáramos mientras el bloqueo se lleva a cabo?

—Sería como si experimentáramos una evolución en retrospectiva —afirmó Curt—. Funcionaríamos solo mediante los centros del cerebro inferior. ¡Seríamos reptiles carnívoros!

La conmoción producida por esta aseveración acalló a todos.

—Aguarden un momento —dijo Edward, tratando de alegrarse a sí mismo y también a los demás—. Nos estamos precipitando. No hemos observado algún problema con los monos, que también tienen hemisferios cerebrales, aunque más pequeños que los de la mayoría de los humanos.

Todos, salvo Gloria, sonrieron ante el humor de Edward.

—Aun cuando hubiera algún problema con Ultra —insistió Edward—, tenemos que tomar en consideración la manera en que la droga ha afectado positivamente nuestras emociones y capacidad mental. Quizá hemos ingerido dosis demasiado elevadas. Tal vez todos deberíamos reducir la dosis al nivel de la de Eleanor.

—No estoy dispuesta a disminuir la mía —aseguró Gloria desafiante—. Voy a suspenderla por completo. Me horroriza el solo hecho de pensar en la posibilidad de que una criatura primitiva esté acechando dentro de mi cuerpo.

—Lo planteas de una manera bastante pintoresca —comentó Edward—. Deja de ingerir la droga, si quieres. Nadie va a obligar a nadie a hacer nada que no desee; sin embargo, he aquí lo que propongo: como medida de seguridad adicional, vamos a dividir por la mitad la dosis de Eleanor y a usarla como el límite superior, con lo que las subsecuentes bajarían en intervalos de una centésima de miligramo.

—Eso me parece razonable y sin riesgos —opinó David.

—A mí también —intervino Curt.

—Y a mí —dijo Frangois.

—Bien —continuó Edward—. Tiene que haber en esto un punto en que la probabilidad de causar un problema sea un riesgo aceptable.

—Yo no voy a tomarla —volvió a manifestar Gloria.

—No hay problema.

—¿No te enojarás conmigo? —preguntó la farmacóloga.

—En lo más mínimo —aseguró Edward.

—Actuaré como control —sugirió Gloria—. Además, así podré vigilar a los demás por las noches.

—Es una idea excelente —aceptó entonces Edward—. Solo una cosa más. Esta reunión debe mantenerse en secreto para todo el mundo, incluyendo a sus familias.

—Está de más decirlo —dijo David—. Lo último que queremos es comprometer el futuro de Ultra. Tal vez nos tropecemos con algún problema aquí y allá; sin embargo, a pesar de ello, esta va a ser la droga del siglo.

KIM TENÍA la intención de pasar algún tiempo en el castillo por la mañana, pero cuando regresó a la cabaña, se dio cuenta de que ya era hora de comer. Mientras comía, el teléfono sonó. Para su sorpresa, era Katherine Sturburg, la bibliotecaria de Harvard.

—Tengo buenas noticias para usted —le anunció Katherine—. Encontré una referencia a un trabajo de Rachel Bingham.

—Es maravilloso —repuso Kim—. ¿Cómo la encontró?

—Volví a leer la carta de Increase Mather que usted nos permitió copiar —explicó Katherine—. Gracias a la referencia de este a la escuela de derecho, obtuve el acceso al banco de datos de la biblioteca de esa facultad y el nombre surgió de pronto. Su trabajo se trasladó a la escuela de derecho en 1818, lo que significa que sobrevivió al incendio de 1764.

—Pensé que todo se había quemado —dijo Kim.

—Alrededor de doscientos libros que estaban prestados sobrevivieron —informó Katherine—. Alguien debe de haber estado leyendo el libro que usted busca.

—¿Encontró el libro? —preguntó Kim entusiasmada.

—No —contestó Katherine—. Creo que debe partir de aquí. Comuníquese con Helen Arnold, es una de las archivistas de la escuela de derecho. Voy a llamarla el lunes a primera hora para que aguarde su llamada o visita.

—Iré el lunes saliendo de trabajar —aseguró Kim impaciente.

—Avisaré a Helen —dijo Katherine antes de colgar.

Kim se sentía eufórica. Había renunciado a la esperanza de que las pruebas hubieran sobrevivido al incendio. Entonces, se preguntó por qué Katherine estaba segura de que se trataba de un libro. ¿Había podido averiguar tanto a través de la referencia? Llamó de nuevo a Katherine, pero ya había salido de trabajar. Kim se desilusionó, aunque no por mucho tiempo. El lunes conocería por fin la naturaleza de las pruebas utilizadas contra Elizabeth. Si consistían en un libro o no, eso en realidad no importaba.

Esa noche casi no pudo dormir. Deseaba haber podido hacer el seguimiento de la pista que apuntaba a la escuela de derecho esa misma tarde. Por fin, tomó otra pastilla de Xanax para tranquilizar la mente que parecía un torbellino.

KIM DESPERTÓ sobresaltada. Estaba muy oscuro y un vistazo a su reloj le indicó que solo había dormido unas cuantas horas. Escuchó los sonidos de la noche y trató de dilucidar qué podría haberla despertado. Oyó golpes sordos que provenían de la parte posterior de la casa y le pareció que algo o alguien golpeaba sus nuevos recipientes para basura contra el tinglado. Se irguió, ya que pensó en un oso tratando de escarbar en la basura, cuyo contenido, como ella bien sabía, eran huesos de pollo.

Después de encender la lámpara que tenía en la mesa junto a la cama, se levantó. Se puso su bata y los pantuflos. Acarició a Sheba para tranquilizarla y corrió por el pasillo a la habitación de Edward. La cama de su compañero estaba vacía. Pensó que aún debía estar en el laboratorio y, preocupada porque él tenía que regresar a pie en la oscuridad, fue a su habitación y marcó el número del laboratorio. Después de dejarlo sonar diez veces, se dio por vencida.

Tomó la linterna de su mesa de noche y empezó a bajar las escaleras. Cuando dio vuelta en el descanso, se quedó inmóvil. La puerta principal se encontraba abierta de par en par. La idea de que el oso, o lo que fuera, había entrado en la casa y que en ese momento la acechaba desde la oscuridad, la paralizó. Trató de escuchar con atención, pero todo lo que logró distinguir fue un coro de ranas arbóreas. Una brisa fresca y húmeda se colaba a través de la puerta abierta y llegaba hasta las piernas desnudas de Kim. Afuera caía una llovizna muy ligera.

La casa estaba silenciosa como una tumba. Perdió la esperanza de que el animal no hubiera entrado. Se movió despacio hacia la puerta, dando un paso a la vez. Después de cada paso, aguzaba el oído para escuchar algún ruido que indicara que un animal estaba dentro de la casa. Pero esta continuaba en silencio.

Kim llegó a la puerta y miró al exterior para ver a Sheba sentada en medio del camino de losas que conducía a la entrada. La gata se lamía tranquilamente la pata y la frotaba contra la cabeza.

Al principio, no podía creer lo que observaba, puesto que acababa de ver a la gata en su cama. Sheba debía de haber detectado que la puerta principal estaba abierta, mientras Kim iba a ver a Edward, y bajó para aprovechar la oportunidad de salir.

Después de una inspección rápida del área contigua, corrió hacia la gata, la alzó con brusquedad y dio vuelta cuando se cerraba la puerta principal. Dijo un no silencioso y corrió hacia la puerta, pero ya era tarde. Se cerró con un sonoro golpe, seguido del clic metálico y agudo del pestillo al engarzarse en la contrachapa. Trató de abrir la perilla. Fue en vano. La puerta estaba cerrada.

Kim se encorvó bajo la lluvia fría y muy despacio se volvió para enfrentarse a la negrura de la noche, admirada de la situación desesperada en la que se encontraba. Estaba en bata y pijama, la puerta de su casa estaba cerrada; ella se había quedado afuera en una noche lluviosa con una gata contrariada y tenía que enfrentarse, además, a una criatura nocturna desconocida que acechaba en alguna parte entre los arbustos.

Sheba luchó porque la bajara y se quejó de manera audible. Kim la silenció. Se alejó de la casa paso a paso e inspeccionó cada una de las ventanas que tenían bisagras, pero todas estaban cerradas. Sabía que tenían puesto el seguro. De repente oyó el sonido de una criatura grande que se movía en la tierra a lo largo del costado derecho de la casa. A sabiendas de que no podía quedarse donde estaba, corrió en la dirección contraria. Desesperada, trató de abrir la puerta de la cocina. También estaba cerrada. Se alejó de la casa y divisó el cobertizo. Apretó a Sheba contra el pecho y, sosteniendo la linterna como si fuera un garrote, corrió tan rápido como los pantuflos abiertos en los talones se lo permitieron. Cuando llegó al cobertizo, levantó el gancho que servía para mantener la puerta cerrada y se introdujo en la oscuridad del interior. A la derecha de la puerta había una ventana muy pequeña y sucia, que ofrecía una magra vista del patio detrás de la cabaña. La única iluminación provenía de la fuente de luz que salía de la ventana de su habitación y del resplandor luminoso del cúmulo de nubes bajas que se arremolinaban en el cielo.

Mientras observaba, una figura voluminosa dio vuelta en la casa. Era una persona, no un animal, pero actuaba de una manera bastante peculiar. Se detuvo a olfatear el viento como lo haría una bestia. Kim se llenó de terror cuando vio que se volvía hacia el cobertizo y empezó a caminar con paso vacilante hacia ella, con un modo de andar lento y arrastrando los pies; olisqueaba el aire como si siguiera un aroma. Rezó porque la gata se quedara quieta y retrocedió agachada hacia la oscura parte posterior del cobertizo, mientras empujaba herramientas y bicicletas. Oía las pisadas en la grava. Se aproximaron, pero de pronto se detuvieron. Se produjo una pausa angustiosa. Kim contuvo la respiración.

De repente, la puerta se abrió de golpe. Al perder el control, Kim gritó. Sheba reaccionó con sus propios chillidos y saltó de los brazos de su ama. El hombre también gritó. Kimberly sujetó la linterna con las manos y la encendió. Dirigió el haz al rostro del individuo. Él se protegió de la luz intensa con los brazos.

Kim quedó boquiabierta por la sorpresa de alivio. ¡Era Edward!

—Gracias a Dios —musitó al tiempo que bajaba la linterna.

Kim saltó de su posición entre las bicicletas y echó los brazos al cuello de Edward, que la miraba sin expresión.

—No puedo decirte lo feliz que me siento de ver tu rostro —dijo Kim—. Nunca he estado tan asustada en mi vida.

El científico no respondió.

—¿Edward? —preguntó Kim—. ¿Te encuentras bien?

El joven exhaló ruidosamente.

—Estoy bien —dijo por fin. Estaba enojado—. No gracias a ti. ¿Qué demonios haces aquí afuera, en medio de la noche? Me diste un susto de muerte.

Kim se disculpó de manera efusiva y explicó lo que había sucedido. Cuando terminó, Edward sonreía.

—Esto no es gracioso —añadió ella. Pero ahora que estaba a salvo, Kim sonrió también.

—No puedo creer que hayas arriesgado la vida por esa vieja gata —dijo—. Ven. Vamos a guarecernos de la lluvia.

Kim regresó al cobertizo y, con la ayuda de la linterna, encontró a Sheba aún oculta detrás de una hilera de herramientas de jardinería. Kim la animó a salir y la cargó. Después, ella y Edward volvieron a la casa. Él usó su llave para abrir la puerta principal.

—Me estoy helando —dijo Kim—. Necesito beber un té caliente. ¿Quieres que te prepare uno?

—No, pero me quedaré un momento —se sentó en un banco.

En la cocina, Kim puso el agua a hervir mientras Edward explicaba su versión de la historia.

—Tenía intenciones de trabajar durante toda la noche —empezó—. Pero a la una y media no podía mantener los ojos abiertos. Todo lo que podía hacer era caminar del laboratorio a la cabaña sin tirarme en la hierba. Cuando llegué a casa, abrí la puerta y entonces recordé que traía una bolsa llena de restos de la pizza que cenamos, que se suponía debía arrojar al cubo de la basura en el laboratorio. De modo que di media vuelta para ir a dejarla en nuestro recipiente. Creo que dejé la puerta abierta. De todos modos, no pude abrir las tapas de los recipientes de basura.

—Son nuevos —explicó Kim.

—Bueno, espero que tengan un instructivo —repuso Edward.

—Es fácil a la luz del día —dijo Kim.

—Por fin me tuve que dar por vencido —prosiguió Edward—. Cuando regresé a la casa, la puerta estaba cerrada. Me pareció percibir el aroma de tu colonia. Desde que tomo Ultra, mi sentido del olfato ha mejorado de manera notable. Seguí el aroma y ya.

Kim se sirvió una taza de té.

—¿Estás seguro de que no quieres?

—No podría —respondió Edward—. Solo estar sentado constituye un verdadero esfuerzo. Debo ir a dormir. Siento como si el cuerpo me pesara cinco toneladas —bajó del banquillo y se tambaleó. Kim extendió el brazo para sostenerlo.

—Estoy bien —dijo—. Cuando me siento muy cansado, necesito un segundo para recuperar el equilibrio.

Kim lo oyó subir con trabajos la escalera. Tomó su taza de té y lo siguió. Al llegar arriba miró su habitación. Estaba dormido sobre la cama, a medio desvestir.

Kim entró en la habitación y, con muchas dificultades, le quitó los pantalones y la camisa, lo cubrió con las frazadas y apagó la luz. Deseó poder conciliar el sueño con igual facilidad.

Domingo 2 de octubre de 1994

EN LA CLARIDAD neblinosa que precede al amanecer, Edward y los investigadores se encontraron a la mitad del camino entre la cabaña y el castillo y marcharon en silencio por la hierba hacia el laboratorio. Iban con el ánimo sombrío, en especial Edward. Al despertar esa mañana, lo había impresionado profundamente descubrir unos huesos de pollo, encostrados con asientos de café, en el piso de su habitación. Parecían provenir de la basura.

Prepararon café y todos llevaron una taza al área del laboratorio que usaban para sus reuniones. François fue el primero en hablar.

—A pesar de que mi dosis de Ultra se redujo en más de la mitad, volví a salir anoche —expresó con tristeza—. Cuando desperté esta mañana, mi pijama estaba tan sucio e impregnado de comida que tuve que arrojarlo a la basura.

—Yo también salí —reconoció Curt.

—Temo que me ocurrió lo mismo —dijo David.

—Debemos poner fin a esto —exigió François.

—Yo no salí —anunció Eleanor—. Así que tiene que relacionarse con las dosis.

—Estoy de acuerdo —dijo Edward—. Vamos a reducir otra vez las dosis a la mitad.

—Tal vez no sea suficiente —advirtió Gloria. Todos se volvieron a mirarla—. Yo no tomé ninguna dosis de Ultra ayer y, a pesar de ello, salí. Me propuse permanecer despierta a fin de cerciorarme que nadie más saliera, pero no pude evitar quedarme dormida.

Por unos minutos, guardaron silencio mientras analizaban la revelación de su colega. Edward rompió el silencio.

—La experiencia de Gloria solo indica que la concentración en su cerebro inferior es todavía más alta que el umbral de esta desafortunada complicación. Debemos reducir aún más la dosis.

—Ya no quiero correr este riesgo —advirtió François—. Salgo a merodear por ahí sin comprender ni saber en absoluto lo que hago. No deseo que me maten o me atropellen porque actúo como un animal. Voy a suspender la droga.

—Pienso lo mismo —manifestó David.

—Es lo único razonable —coincidió Curt.

—De acuerdo —aceptó Edward con cierta renuencia—. Todos tienen razón. No es sensato que pongamos en riesgo nuestra seguridad o la de los demás. Vamos a suspender la droga y volveremos a evaluar la situación en unos cuantos días.

—Mientras tanto, ¿qué medidas de precaución podemos adoptar? —preguntó François.

—Quizá debamos tomarnos electroencefalogramas mientras dormimos —sugirió Gloria—. Podríamos conectar el equipo a una computadora para que nos despierte si los patrones normales de sueño se alteran.

—Es buena idea —dijo Edward—. Pediré el equipo el lunes.

—¿Qué hacemos mientras llega? —preguntó François.

Todos meditaron unos momentos.

—Tal vez sería conveniente tomar turnos para dormir —sugirió François—. Así unos vigilarán a los otros.

—Dormir por turnos es una buena idea —reconoció el jefe de] grupo—. Entre tanto tenemos una enorme cantidad de trabajo que hacer. Y sobra mencionar que todo lo que hemos hablado aquí debe permanecer estrictamente confidencial hasta que tengamos oportunidad de aislar el problema y eliminarlo.