Jueves 29 de septiembre de 1994
A PESAR de los recelos que albergaba contra Ultra, durante los siguientes días, en varias ocasiones, Kim se sintió tentada a probarla, a medida que su angustia, la cual aumentaba de manera gradual, empezó a afectar su sueño. Pero cada vez que estaba a punto de tomarla, se arrepentía.
Edward, mientras tanto, continuaba feliz. La única alteración en su comportamiento había ocurrido el jueves por la mañana, cuando Kim estaba a punto de salir de la cabaña para dirigirse al castillo, él entró muy malhumorado por la puerta principal y arrojó su libreta de direcciones sobre la mesa.
—¿Hay algún problema? —preguntó Kim.
—Claro que sí —respondió él—. Tengo que venir hasta aquí para poder hablar por teléfono. Todos esos bobos del laboratorio escuchan mis conversaciones. Eso me vuelve loco.
—¿Por qué no usas el teléfono que está en el área de recepción? —preguntó Kim.
—También oyen cuando voy ahí —contestó.
—¿A través de las paredes? —preguntó ella.
—Tengo que llamar al jefe de la oficina de licencias de Harvard —se quejó Edward, sin tomar en cuenta a Kim—. Ese idiota ha iniciado ahora una campaña de venganza en mi contra —abrió la libreta de direcciones para buscar el número.
—Tal vez solo está haciendo su trabajo —aventuró Kim.
—¿Su trabajo consiste en que me suspendan? —gritó Edward.
La joven sintió que el corazón le latía con violencia. El tono empleado por Edward le recordó aquel amargo episodio en el que el científico había arrojado la copa de vino contra la chimenea de su departamento.
—Ah, vaya —dijo Edward, completamente sereno—. Así es la vida —se sentó y marcó el número de la oficina de licencias. Kim escuchó mientras sostenía una conversación cordial con el sujeto contra el que acababa de proferir imprecaciones.
—Ya que estoy aquí —comentó Edward cuando colgó el teléfono—, voy arriba corriendo a juntar la ropa para la lavandería, como ayer me pediste que lo hiciera —se dirigió a las escaleras.
—Ya la reuniste —comentó Kim—. La encontré cuando subí. Edward se detuvo y parpadeó, como si estuviera confundido.
—¿De veras? —preguntó—. Bien por mí. Entonces debo regresar al laboratorio.
—Edward —llamó Kim antes de que saliera por la puerta principal—. ¿Te encuentras bien? Últimamente olvidas muchas cosas.
Edward rio.
—Es verdad —reconoció—. Soy un poco olvidadizo. Es solo que estoy preocupado. Pero hay una luz al final del túnel, y todos nosotros estamos a punto de volvernos ricos.
Kim se acercó a la ventana y observó a Edward caminar de regreso al laboratorio. Enseguida, se dirigió al castillo y reflexionó sobre el comportamiento de su amigo. Era más amable y atento con ella, pero a la vez impredecible.
Antes de bajar a la cava, revisó las entradas de las alas del castillo. Se sintió consternada al ver una de la habitaciones para los sirvientes. Había tierra, varas, hojas en las escaleras y un recipiente de comida china cerca de la puerta.
Mientras maldecía en voz baja, Kim se dirigió al clóset de limpieza para sacar un trapo y un cubo. Las huellas de tierra llegaban hasta el primer rellano. Después de limpiar todo, se dirigió a la puerta principal, tomó de ahí el tapete del exterior y lo llevó hasta la entrada del ala de los sirvientes. Pensó en colocar una nota, pero decidió que el tapete transmitiría bien su mensaje.
Por fin, Kim bajó a la cava y puso manos a la obra. Aunque no encontró ningún documento cercano al siglo diecisiete, la concentración ahuyentó de su mente las preocupaciones.
A la una de la tarde tomó un descanso. Regresó a la cabaña y dejó salir a Sheba mientras comía. Antes de regresar al castillo, se cercioró de que la gata estuviera de vuelta en la casa. En el castillo, conversó con los plomeros unos minutos y observó a Albert que, con destreza y ayuda del soplete colocó unos sellos en las tuberías de agua. Por último, regresó a trabajar. Esta vez, en el ático.
Empezaba a sentirse otra vez desilusionada por no encontrar más, cuando por fin halló una carpeta completa de material que databa de la época de Elizabeth. Entusiasmada, la llevó a una de las ventanas. Casi todos los testimonios resultaron ser comerciales, pero entre los documentos aduanales y conocimientos de embarque había una pieza de correspondencia personal: una carta dirigida a Ronald, de Thomas Goodman.
17 de agosto de 1692
Ciudad de Salem
Señor:
Muchas son las infamias que han asolado a nuestro pueblo temeroso de Dios. Ha sido causa de grave aflicción para mí siempre que, contra mi voluntad, he tenido que participar en ellas de un modo u otro. Me entristece profundamente que usted piense mal de mí y se niegue a conversar conmigo respecto a asuntos de mutuo interés. Es verdad que, en efecto, en el nombre de Dios testifiqué contra su esposa durante el juicio. A petición suya, visité su hogar en una ocasión a fin de ofrecer ayuda en caso necesario. Ese día fatídico, encontré su puerta abierta de par en par, a pesar del frío glacial que se sentía en nuestras tierras, y la mesa estaba repleta de alimentos, como si una comida se hubiera interrumpido; sin embargo, otros objetos se encontraban en completo desorden o rotos con bordes puntiagudos y había manchas de sangre en el piso. Temí que los indios hubieran tomado la casa por asalto. Pero descubrí a los pequeños, tanto a sus hijos naturales como a las niñas refugiadas, encogidos de terror en el piso de arriba, y ellos me hicieron saber que la buena esposa de usted había sufrido un ataque mientras comía, que no actuaba normalmente y que había corrido al refugio de su ganado. Azorado, me dirigí al lugar y la llamé por su nombre en la oscuridad. Se acercó a mí como si fuera una salvaje y me atemorizó grandemente. Tenía sangre en las manos y en el vestido y vi su trabajo. Con espíritu atribulado, la tranquilicé a riesgo de mi propio bienestar. Respecto a todas estas cosas, hablé con la verdad en el nombre de Dios.
Quedo de usted, su amigo y vecino,
Thomas Goodman
—Pobre gente —murmuró Kim. De todo lo que había leído hasta entonces, esa carta era la que más se aproximaba a transmitir el horror personal de la terrible experiencia que había significado la cacería de brujas en Salem, y sintió empatía por todos los que se vieron involucrados. Comprendía que Thomas, el autor de la carta, se había sentido muy abatido al verse atrapado entre la amistad y lo que él consideraba la verdad. Además, Kimberly sintió compasión por la pobre Elizabeth, a quien un hongo había enloquecido hasta el punto de aterrorizar a sus propios hijos.
En medio de la empatía que experimentaba, se dio cuenta de que la carta revelaba un dato nuevo e inquietante. Era la mención de la sangre, con todas sus implicaciones de violencia. Kim no quería imaginar lo que Elizabeth le había hecho al ganado. ¿O acaso se había infligido algún daño ella misma? La idea de una automutilación hizo que se estremeciera. Una cosa quedaba clara: el hongo se relacionaba con la violencia, y pensó que era algo que Edward debería saber. Al regresar a la cabaña, vio un autopatrulla de la policía de Salem que salía de entre los árboles. El vehículo avanzaba en dirección hacia ella. Cuando se detuvo, los mismos dos oficiales que habían acudido a la llamada por el asunto de Buffer, bajaron del automóvil. Al acercarse a ella, Billy tocó el borde de la visera de su quepis a modo de saludo.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Kim.
—¿Han tenido algún otro problema desde lo del perro? —preguntó Billy—. Ha habido una oleada de vandalismo en la zona.
—¿Qué clase de vandalismo? —inquirió Kim.
—Hay cubos de basura volcados; desperdicios diseminados alrededor —comentó Billy—. También han desaparecido más mascotas. Se han encontrado algunos animales muertos en la carretera cercana al cementerio de Greenlawn. Creemos que los ánimos de algunos chicos están exaltados. Han sucedido demasiadas cosas para que se trate de un animal. Quiero decir, ¿cuántos cubos de basura puede volcar un mapache en una noche? —soltó una risita.
—Agradezco que haya venido a advertirme —dijo Kim.
—Si aquí tienen algún problema, por favor, no duden en llamarnos —dijo Billy—. Queremos llegar al fondo de esto.
Kim observó mientras el autopatrulla se alejaba de la propiedad.
Esa noche se propuso permanecer despierta hasta que Edward llegara. Quería contarle lo que sabía sobre la carta de Thomas Goodman. Confiaba en persuadirlo de que dejara de tomar Ultra, ahora que tenía razones para creer que tal vez se relacionaba con la violencia. Después de la una de la madrugada, oyó que la puerta principal se cerraba y enseguida oyó las pisadas de Edward en la escalera vieja. Cerró el libro que estaba leyendo y lo llamó.
—¡Santo cielo! —expresó Edward, al tiempo que se asomaba al cuarto de Kim—. ¿Qué haces despierta a estas horas?
—No estoy cansada —respondió Kim—. Pasa.
—Estoy exhausto —se sentó en la orilla de la cama de Kim—. Si me quedo dormido, llama a una grúa para que me lleve a la cama —dijo entre risas.
Kim le contó acerca de la carta de Thomas y le habló de sus temores de que Ultra pudiera conducir a la violencia. Le suplico que dejara de tomar la droga.
—Soy completamente capaz de decidir lo que es mejor para mí —repuso Edward en tono amable—. Disfruto de la sensación de seguridad social que me da, en lugar de ser tímido y vergonzoso.
—Pero es peligroso tomar una droga que no ha sido probada en forma suficiente —manifestó Kim—. Además, ¿no cuestionas la falta de ética que implica adquirir rasgos de carácter a través de una droga en lugar de la experiencia? Es como hacer trampa.
Edward bostezó.
—Escucha, querida —dijo—. No es que Ultra no se haya probado, sino que todavía no está completamente probada. Pero no es tóxica, y eso es lo importante. Voy a continuar tomándola, a menos que se produzca algún efecto colateral grave, lo que con sinceridad dudo mucho —le dio una palmadita tranquilizadora en la pierna a través de las frazadas—. Si te parece, continuaremos con el tema mañana. En este momento no soy capaz de mantener los ojos abiertos. Tengo que ir a acostarme.
Se inclinó, dio a Kim un beso en la mejilla y caminó dando traspiés a su habitación. Después de solo unos cuantos minutos, ella oyó la respiración pesada de quien duerme de manera profunda.
Perpleja ante la rapidez de la transformación, se levantó. Se puso la bata y fue al cuarto de Edward. Una estela de ropa que se había quitado la guio hasta la habitación; él estaba sobre la cama, con las piernas y los brazos abiertos, vestido únicamente con su ropa interior. La lámpara de la mesa de noche todavía estaba encendida. Kim la apagó. Le asombró que Edward roncara de manera tan ruidosa. Se preguntó por qué nunca la había despertado durante el tiempo en que dormían juntos.
Antes de regresar a la cama, Kim encontró su antiguo frasco de Xanax y tomó una de las pastillas rosas con forma de bote. No le agradaba la idea, pero sabía que no podría dormir si no la tomaba.