DIEZ

Finales de septiembre de 1994

DURANTE LA SEMANA que siguió a ese lunes de la cena, Kim no vio en ningún momento a Edward. Llegaba cuando ella ya había ido a acostarse y se iba antes de que la joven despertara. No hizo ningún esfuerzo por comunicarse con ella, aun cuando Kim le había dejado numerosos mensajes.

El jueves, Kim consideró seriamente si ella y Edward deberían continuar viviendo juntos. Sabía que tenía que sostener una conversación con él antes de que las cosas empeoraran, pero no lo vio el jueves por la noche ni el viernes, incluso ni siquiera el sábado.

Kim estuvo la mañana del domingo en el ático del castillo clasificando documentos y, durante unas cuantas horas, esa tarea apartó su mente de la situación frustrante en la que vivía. A la una de la tarde, el estómago le avisó que había pasado mucho tiempo desde que había ingerido el café matutino y un tazón de cereal.

Al salir del interior del castillo, que olía a humedad, se detuvo un momento en el puente levadizo. Se deleitó con el paisaje otoñal lleno de colorido que se extendía a su alrededor. Su mirada divagó por la periferia de la propiedad y se detuvo de pronto. Entre la sombra de los árboles, vislumbró un automóvil. Sintió curiosidad y atravesó el campo. A medida que se acercaba, se sorprendió al ver que se trataba del automóvil del doctor Kinnard. Cuando él la vio, bajó de un salto del vehículo y ocurrió algo que Kim no recordaba haber visto en él jamás: Monihan se sonrojó.

—Disculpa —dijo él con cierta timidez—. No quiero que pienses que acostumbro rondar por aquí como un vulgar merodeador. El hecho es que intentaba reunir valor para entrar.

—¿Entonces por qué no lo hiciste? —preguntó Kim.

—Porque estoy muy apenado, debido a que la última vez que nos vimos me comporté como un idiota —explicó Kinnard—. En todo caso, espero no molestarle con mi presencia.

—No me molestas en lo más mínimo.

—Mi turno temporal en el Hospital de Salem concluye esta semana —comentó Kinnard—. De mañana en ocho días regresaré a trabajar al Hospital General Mass.

—Yo también me encuentro en la misma situación —dijo Kim. Explicó que había tomado una licencia para ausentarse del trabajo durante el mes de septiembre.

—¿Cómo quedó la renovación? —preguntó Kinnard.

—Decide tú mismo —dijo Kim—. Si quieres puedes pasar a ver.

—Sí, claro —respondió Kinnard—. Sube. Te llevo.

En la cabaña, Kim invitó al visitante a hacer un recorrido. Él se mostró interesado y atento. Subieron las escaleras; Kim le estaba enseñando a Kinnard el medio baño cuando, al mirar por la ventana, vio que Edward y Buffer caminaban por el campo en dirección a la cabaña.

Una sensación de pánico se apoderó de ella. Dado el terrible humor que Edward demostraba últimamente, no tenía idea de cuál sería su reacción ante la presencia del doctor Monihan.

—Será mejor que bajemos —dijo.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó Kinnard.

—Edward está por llegar —contestó Kim.

—¿Hay algún problema? —inquirió él.

Kim trató de sonreír.

—Por supuesto que no, ninguno —respondió. Pero su voz no sonó convincente y tenía el estómago hecho nudo.

La puerta principal se abrió cuando llegaban a la sala, y Edward entró con Buffer, que se dirigió a la cocina en busca de comida.

—Ahí estás —dijo Edward a la joven.

—Tenemos visita —anunció Kim.

—¿Sí? —preguntó Edward y entró en la sala.

Kim los presentó. Kinnard se adelantó y le tendió la mano, pero Edward no se movió. Estaba pensando.

—Por supuesto —dijo mientras chasqueaba los dedos. Extendió la mano y estrechó la de Kinnard con entusiasmo—. Te recuerdo. Tú trabajaste en mi laboratorio. Hiciste tu residencia como cirujano en el Hospital General Mass.

—Excelente memoria —dijo Kinnard.

—Demonios, si hasta recuerdo tu tema de investigación —continuó Edward. Entonces expuso de manera sucinta el proyecto de Kinnard, de un año de duración.

—Lo recuerdas mejor que yo —comentó el médico.

—¿Quieres tomar una cerveza? —preguntó el científico.

Kinnard miró con nerviosismo entre Kim y Edward.

—Tal vez será mejor que me marche —concluyó.

—Tonterías —replicó Edward—. Quédate. Estoy seguro de que a Kim le vendría bien un poco de compañía. Tengo que regresar a mi trabajo. Solo vine a hacerle una pregunta. No sé cómo expresar esto de la mejor manera —dijo a Kim—. Quiero que los investigadores se alojen en el castillo. Será más práctico para ellos dormir en la propiedad. Además, Omni pagará sus gastos.

—No sé… —dijo Kim—. Hay tantas reliquias familiares ahí.

—No van a tocar nada —prometió Edward.

—Permíteme pensarlo —dijo Kim.

—¿Pero qué tienes que pensar? —persistió Edward—. Estas personas son como de mi familia. Además, solo duermen aproximadamente de la una a las cinco. Ni siquiera te enterarás que están ahí. Pueden alojarse unos en las alas de huéspedes y otros en las de los sirvientes —Edward le guiñó un ojo a Kinnard y agregó—: Es mejor mantener a las mujeres y a los hombres separados, porque no quiero ser responsable de ningún pleito doméstico.

—¿Estarán cómodos ahí? —preguntó Kim.

—Se sentirán fascinados —dijo Edward—. Gracias, mi amor —abrazó a Kim—. Kinnard —comentó al separarse de Kim—, no te alejes mucho ahora que sabes dónde estamos. Kim necesita compañía —silbó con un tono muy agudo y Buffer salió de la cocina. Un segundo después, la puerta principal se cerró de golpe.

Por un momento, Kim y Kinnard se miraron en silencio.

—¿Acaso me oíste aceptar? —preguntó Kim.

—Sucedió demasiado rápido —reconoció Kinnard.

—¿Ahora en qué lío me he metido? —preguntó Kim—. No me agrada mucho la idea de que el personal de Edward se hospede en el castillo.

—¿Cuántos son? —preguntó Kinnard.

—Cinco —respondió Kim.

—¿El castillo está vacío? —inquirió Kinnard.

—Nadie vive ahí, si a eso te refieres —dijo Kim—. Pero de ninguna manera podría decirse que está vacío. ¿Quieres verlo?

—Claro —respondió él.

Cinco minutos más tarde, el médico estaba de pie en medio de la gran habitación de dos pisos de altura; la expresión del rostro traslucía incredulidad.

—Ahora entiendo bien tu preocupación —expresó—. Este lugar es como un museo.

—Mi hermano y yo lo heredamos del abuelo. No sé lo que él pensará acerca de tener extraños viviendo aquí.

—Vamos a ver dónde se hospedarían —sugirió Kinnard.

Inspeccionaron las alas. Había cuatro habitaciones en cada una, y todas tenían su propia escalera y puerta que daba al exterior.

—Ya que tienen entradas independientes, no será necesario que pasen por la parte principal de la casa —señaló Kinnard.

—Es verdad —asintió Kim. Estaban en uno de los cuartos para sirvientes—. Tal vez esto no sea tan terrible. Los tres hombres pueden quedarse en esta ala y las dos mujeres en la de huéspedes.

Kinnard se asomó al baño que comunicaba las habitaciones.

—Oh, oh —dijo—. Kim, ven, por favor.

La chica se reunió con él.

—¿Hay algún problema?

Kinnard señaló la taza del baño.

—No hay agua —se inclinó sobre el lavabo y abrió las llaves. No salió nada.

Revisaron las otras habitaciones en el ala de sirvientes. Ninguna tenía agua corriente. Atravesaron el área de huéspedes y descubrieron que el problema se limitaba solo a la primera parte.

—Llamaré al plomero —dijo Kim cuando iban saliendo del ala de huéspedes.

Caminaron por la parte principal de la casa una vez más.

—Al Instituto Peabody-Essex le encantaría este lugar —comentó Kinnard.

—Sí, les fascinaría el ático y la cava —coincidió Kim—. Están repletos de documentos que se remontan a hace trescientos años.

—Tengo que ver esos documentos —dijo él—. ¿Te molestaría?

—Por supuesto que no —respondió Kim. Cambiaron de dirección y subieron las escaleras que llevaban al ático. Kim abrió la puerta y le hizo una señal a Kinnard para que entrara.

—Bienvenido a los archivos Stewart —dijo.

Kinnard recorrió el pasillo central al tiempo que miraba con asombro todos los expedientes.

—Cuando era niño coleccionaba estampillas postales —recordó—. Muchas veces soñé con encontrar un lugar como este. Quién sabe lo que podría hallar. Podría pasarme un mes aquí.

—Pues yo prácticamente lo he hecho —agregó Kim—. He estado buscando referencias de mi antepasada Elizabeth Stewart, quien fue acusada de ser bruja y ejecutada en 1692.

—¿Por qué nunca me lo habías contado?

—Fue una conspiración familiar para ocultarlo —repuso Kim y rio—. En serio, estaba condicionada por mi madre a pensar que era un tema del que no debía hablarse jamás. Pero ahora que he llegado al fondo del caso, se ha convertido en una especie de cruzada.

—¿Has tenido suerte? —preguntó Kinnard.

—Poca —respondió Kim—. Pero hay mucho material aquí.

Kinnard colocó entonces la mano en la manija de uno de los cajones de archivo y miró a Kim.

—¿Me permites? —preguntó.

—Adelante —contestó Kim.

Como la mayor parte de las gavetas en el ático, esta se encontraba atiborrada de una variedad de documentos, sobres y libretas. Kinnard rebuscó entre ellos, pero no encontró ninguna estampilla. Tomó uno de los sobres y sacó una carta.

—No es de extrañar que no encuentres ninguna estampilla aquí —comentó—. Los timbres postales no se inventaron sino hasta finales del siglo diecinueve. ¡Esta carta es de 1698!

Kim tomó el sobre. Estaba dirigido a Ronald.

—¡Qué suerte! —exclamó—. Es la clase de cartas por las que me he partido la espalda buscando, y tú la sacaste a la primera.

—Me da gusto ayudarte —dijo Kinnard. Enseguida entregó la carta a Kim, que la leyó en voz alta.

12 de octubre de 1698

Cambridge

Queridísimo Padre:

Estoy profundamente agradecido por los diez chelines, que he necesitado con desesperación durante estos días de aclimatación a la vida universitaria. Siempre de manera humilde, me gustaría relatar que después de una exhaustiva investigación, localicé las pruebas que se usaron en contra de mi Querida y Difunta Madre, en las oficinas de uno de nuestros estimados profesores, quien quedó fascinado debido a su naturaleza horripilante. La exhibición prominente de las pruebas me causó cierta inquietud, pero el martes pasado, cuando todos se habían retirado al comedor, me aventuré a visitar el recinto antes mencionado y cambié el nombre, de acuerdo con tus instrucciones, al ficticio de Rachel Bingham. Con propósito similar, registré el mismo nombre en el catálogo de la biblioteca de Harvard Hall. Espero, Amado Padre, que ahora encuentres el consuelo de que el apellido Stewart se liberará de esta penosísima tribulación.

Quedo de ti, tu amante hijo,

Jonathan

—¡MALDICIÓN! —exclamó Kim—. Esas pruebas se usaron para condenar a Elizabeth, y ya he descubierto otras referencias a ellas, pero en ninguna parte las describen. Tratar de averiguar en qué consisten se ha convertido en el propósito principal de mi cruzada.

—¿Y esperas resolver el misterio de esas famosas pruebas examinando todos estos documentos? —Kinnard hizo un movimiento con la mano para abarcar todo el ático.

—Aquí y en la cava. En realidad, llevé una carta de Increase Mather a Harvard, puesto que en esa carta, Mather escribió que las pruebas habían pasado a formar parte de las colecciones de Harvard. Pero no tuve suerte. Las bibliotecarias no pudieron encontrar ninguna referencia a Elizabeth Stewart en el siglo diecisiete.

—De acuerdo con la carta de Jonathan, deberías haber buscado a Rachel Bingham —observó Kinnard.

—No habría habido ninguna diferencia —repuso Kim—. En 1764 un incendio destruyó la biblioteca. No solo se quemaron todos los libros, sino también algo que denominaban el depósito de curiosidades, además de todos los catálogos e índices. Nadie sabe siquiera lo que se perdió.

—Lo siento —dijo Kinnard, miró su reloj—. Será mejor que me vaya. Tengo que visitar a todos mis pacientes esta tarde.

Kim lo acompañó a su automóvil.

—Tal vez no debería preguntar esto —empezó Kinnard, al abrir la puerta de su auto—. ¿Pero qué hacen Edward y sus investigadores en este lugar?

—Tienes razón —aseguró Kim—. No deberías preguntar. Juré guardar el secreto. Lo que es del conocimiento público es que llevan a cabo el desarrollo de una nueva droga. Edward construyó un laboratorio en los antiguos establos.

—No es ningún tonto. Es un lugar maravilloso para un laboratorio de investigación.

Kinnard empezó a subir a su automóvil cuando Kim preguntó:

—¿Es ilegal que los investigadores tomen una droga experimental que todavía no llega a la etapa de pruebas clínicas?

—Los reglamentos de la Federal Drug Administration prohíben que se administre una droga así a voluntarios —respondió Kinnard—. Sin embargo, si los investigadores la ingieren, no creo que esta institución gubernamental tenga ninguna jurisdicción.

—Qué lástima —repuso Kim.

—No tengo que ser un genio para adivinar por qué lo preguntas.

—Entre nosotros, no he abierto la boca. Y te agradecería que tú tampoco —concluyó Kim y cambió de tema—. Fue agradable verte de nuevo. Me da gusto que todavía seamos amigos.

Kinnard sonrió.

—Yo mismo no podría haberío expresado mejor.

Kim agitó la mano para despedirlo, mientras él se alejaba en su automóvil. Lamentó verlo partir. Su visita inesperada había sido un alivio muy grato.

MÁS TARDE esa noche, mientras Kim leía cómodamente en la cama, oyó que Edward estaba en el medio baño lavándose los dientes. Mientras tanto, charlaba de manera animada con ella acerca de los sucesos humorísticos que habían ocurrido en el laboratorio esa tarde. Parecía que los investigadores se jugaban bromas prosaicas e inofensivas entre ellos.

Mientras Edward hablaba, Kim reflexionó sobre a la manera tan diferente que se sentía respecto de todos los demás en la propiedad. A pesar del cambio aparente en el comportamiento de Edward, Kim aún se sentía inquieta e incluso un poco deprimida.

Después de que él terminó de asearse en el baño, entró en la habitación de Kim y se sentó en la cama. Para desgracia de Sheba, Buffer siguió a su amo.

—¿Ya te vas a acostar? —preguntó Kim—. Aún no dan las once.

—Así es, en efecto —respondió Edward—. Debo levantarme a las tres y media en lugar de las cinco, la hora acostumbrada, para continuar con un experimento que estoy llevando a cabo —buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un frasco de cápsulas. Lo extendió hacia Kim—. Creo que deberías probar Ultra.

Kim retrocedió.

—No, gracias —repuso.

—Por lo menos, toma el recipiente —Edward dejó caer el pequeño frasco en la mano de Kim—. ¿Recuerdas aquella conversación que sostuvimos acerca de que sentíamos que no podíamos comunicarnos socialmente? —preguntó—. Con Ultra ya no te sentirás así. La he estado tomando desde hace menos de una semana, y ha permitido que surja el verdadero yo, la persona que quería ser. Pruébala. ¿Qué tienes que perder?

—Me molesta tomar una droga para cambiar un rasgo de mi personalidad —respondió Kim—. Se supone que la personalidad se forma a través de la experiencia, no de la química.

—Creo que, como químico, estoy obligado a pensar de manera diferente —repuso Edward y rio—. Como gustes, pero te garantizo que te sentirás mucho más segura de ti misma si la pruebas. Además, eso no es todo. También creemos que Ultra fortalece la memoria de largo plazo y alivia la fatiga y la ansiedad.

—Me da gusto que la consideres tan útil —replicó Kim—. Pero no voy a tomarla —trató de devolverle el frasco a Edward.

—Consérvalo —dijo él, al tiempo que alejaba la mano. Caminando con paso ligero, regresó al baño y empezó a cepillarse los dientes otra vez.

—¿No te parece que exageras? —llamó Kim en voz alta. Edward asomó la cabeza al cuarto de Kim.

—¿De qué hablas?

—Ya te cepillaste los dientes —respondió Kim.

Edward miró el cepillo de dientes; luego meneó la cabeza y rio.

—Me estoy convirtiendo en el profesor distraído —comentó. Se volvió hacia el lavabo para enjuagarse la boca.

Kim miró a Buffer, que suplicaba por unos biscotti que había subido de la cocina.

—Este perro actúa como si siempre tuviera hambre —gritó Kim a Edward—. ¿Le diste de comer esta noche?

Edward apareció en la puerta.

—No lo recuerdo —dijo.

Con resignación, Kim se levantó, se envolvió en su bata y bajó a la cocina. Buffer la siguió y cuando colocó el alimento para perros en su plato, el animal ladró entusiasmado. Era obvio que no había comido, tal vez por más de un día.

Cuando Kim volvió a subir a su habitación, vio que la luz de Edward estaba aún encendida. Con el propósito de comentarle a este acerca de Buffer, se asomó al aposento, solo para ver que estaba profundamente dormido. Kim apagó la luz y se dirigió a su confortable cuarto.

Lunes 26 de septiembre de 1994

CUANDO KIM abrió los ojos, le sorprendió descubrir que ya casi eran las nueve de la mañana. De camino al baño para ducharse, Kim llamó al plomero, Albert Bruer, que había trabajado en la cabaña y en el laboratorio. Dejó su número en la contestadora y un mensaje para informarle acerca de la falta de agua en el castillo.

Albert contestó la llamada antes de media hora, y cuando Kim terminaba de desayunar, él tocó a la puerta. Juntos fueron en el transporte del operario hasta el castillo.

—Creo que ya sé cuál es el problema —comentó Albert después de retirar la cubierta delantera de los paneles de acceso en cada uno de los baños del ala de los sirvientes—. Se trata de las tuberías del drenaje. Son de hierro fundido y algunas están oxidadas.

—¿Puede arreglarlas? —preguntó Kim.

—Claro —respondió Albert—. Pero tal vez tarde una semana.

—Hágalo. Voy a recibir huéspedes que llegarán hoy.

—En ese caso, tendré que canalizar el agua al baño del tercer piso. Esas tuberías están en buenas condiciones.

Después de que el plomero se fue, Kim se dirigió al laboratorio para avisarles a los hombres acerca del baño del tercer piso. Le impresionó la bienvenida que todos le dieron.

—¡Kim! —llamó David con gran entusiasmo. Fue el primero en verla—. Qué agradable sorpresa —gritó a los demás que Kim estaba ahí y cada uno de ellos, incluyendo a Edward, dejaron lo que estaban haciendo para acercarse a saludarla.

Kim se sonrojó. No le gustaba ser el centro de atención. Se disculpó por interrumpirlos y en forma rápida les informó cómo había resuelto el problema de la plomería. Ellos se sintieron muy complacidos.

Cuando se iba, Eleanor insistió en conducir a Kim a su terminal de computadora, en la que le ofreció una larga explicación sobre el modelo molecular.

—Ha sido muy interesante —dijo Kim cuando Eleanor terminó, por fin, su cátedra. La joven empezó a dirigirse a la puerta.

—¡Aguarda! —dijo François. Se levantó a toda prisa de su escritorio, tomó un fajo de fotografías y corrió hacia Kim. Sin aliento, le preguntó qué opinaba de ellas. Eran instantáneas, a todo color, del escáner computarizado.

—Son… —Kim buscó desesperada una palabra que no sonara tonta—. Espectaculares.

—¿Verdad que sí? —preguntó François, mientras erguía la cabeza y miraba a los demás desde un ángulo diferente—. Son como el arte moderno.

—¿Qué es exactamente lo que indican? —preguntó Kim.

—Los colores se refieren a las concentraciones de Ultra radioactiva —explicó François—. El rojo es la concentración más elevada. Estas fotos demuestran que la droga está principalmente en el tallo del cerebro anterior, el cerebro medio y en el sistema límbico.

—Recuerdo que Stanton mencionó el sistema límbico en la cena que tuvimos —dijo Kim.

—En efecto —prosiguió François—. Ese es un componente de las partes del cerebro más primitivas, como las de los reptiles, y tiene que ver con las funciones automáticas, incluyendo el humor, las emociones e incluso el olfato.

—Además del sexo —añadió David.

—¿A qué te refieres cuando mencionas a los reptiles? —preguntó Kim. Esa palabra tenía para ella una connotación muy desagradable. Nunca le habían gustado las serpientes.

—Me refiero a las partes del cerebro que son similares a las de los reptiles —explicó François—. Por supuesto, se trata de una simplificación. Aunque el cerebro humano evolucionó de algunos ancestros remotos comunes con los reptiles de la actualidad, no es precisamente como tomar el cerebro de un reptil y colocar un par de hemisferios cerebrales encima.

Todo el mundo rio. Kim no pudo evitar reír también. En general, el ambiente era difícil de resistir.

—En cuanto a los instintos básicos —explicó Edward—, los humanos los experimentamos de manera similar a los reptiles. La diferencia es que los nuestros están recubiertos por varios grados de socialización, lo que significa que los hemisferios cerebrales tienen redes de conexiones que controlan el comportamiento primitivo.

Kim miró su reloj.

—Lo siento, pero en verdad tengo que irme —dijo—. Tengo que tomar el tren a Boston.

Edward la acompañó.

—¿En realidad tienes que ir a Boston? —preguntó.

—Sí, claro —respondió Kim—. Voy a regresar a Harvard para hacer un último intento. Encontré otra carta que incluye una referencia a las pruebas contra Elizabeth, lo cual me dio otra pista.

—Buena suerte —deseó Edward. Le dio un beso y volvió al laboratorio. No preguntó nada acerca de la última carta.

Kimberly caminó de regreso a la cabaña, se sentía perpleja e inquieta por la amabilidad de los investigadores. Tal vez, pensó, el problema estaba en ella. No le había gustado la manera distante en que se habían comportado y ahora tampoco le agradaba que fueran tan sociables. ¿Acaso ella era imposible de complacer?

Entre más pensaba, más se daba cuenta de que el asunto tenía que ver con la súbita uniformidad del grupo. Cuando los conoció, la sorprendieron sus excentricidades. Ahora, su personalidad parecía haberse mezclado en un todo amigable.

Mientras se cambiaba de ropa para su viaje a Boston, Kim no dejó de reflexionar acerca de lo que estaba ocurriendo en el laboratorio. Notó que su sensación de angustia iba en aumento. Fue a la sala a buscar un suéter y se detuvo frente al retrato de Elizabeth. No había una pizca de ansiedad en ese rostro femenino, aunque lleno de fuerza, de su antepasado, y Kim se preguntó si ella se había sentido alguna vez tan fuera de control.

Kim subió a su automóvil para dirigirse a la estación de trenes. Era incapaz de dejar de pensar en Elizabeth. De repente se le ocurrió que había semejanzas extraordinarias entre su mundo y el de ella, a pesar del enorme trecho de siglos. Elizabeth tuvo que vivir bajo la continua amenaza de los asaltos de los indios, en tanto que Kim tenía plena conciencia de los siempre presentes riesgos de la delincuencia. En aquella época había existido la amenaza aterradora y misterosa de la viruela, mientras que en el presente es el SIDA. En los tiempos de Elizabeth, hubo una división del dominio puritano sobre la sociedad cuando surgió el materialismo desenfrenado; hoy día es el final de la estabilidad de la Guerra Fría, con la aparición de las facciones nacionalistas y el fundamentalismo religioso. En aquella época, el papel de las mujeres resultaba confuso y cambiante; en la actualidad ocurre lo mismo.

—Mientras más cambian las cosas, más permanecen iguales —se dijo Kim en voz alta.

—SU CASA es un tesoro de objetos de interés histórico —manifestó Mary Custland a Kimberly, al alzar la mirada de la carta de Jonathan—. Esto es invaluable —llamó a Katherine Sturburg para que se reuniera con ellas y le dio a leer el texto.

Katherine manifestó que esa misiva databa de un periodo de la historia de Harvard del que poseía muy escaso material. Preguntó si podía copiarla y Kim accedió.

—Tenemos que encontrar a Rachel Bingham —dijo Mary.

—Veré si encuentro algo acerca del nuevo nombre en mis fuentes —ofreció Katherine.

Kim agradeció a la mujer y salió.

De regreso en la propiedad, vio un autopatrulla de Salem estacionado enfrente de la cabaña. A menos de cincuenta metros de distancia, Edward conversaba con dos policías.

Kim se estacionó junto al autopatrulla, bajó de su carro y caminó hacia ellos. Al aproximarse, vio algo en el césped. Contuvo la respiración cuando se dio cuenta de que se trataba de Buffer. El pobre perro estaba muerto. Parte de la piel de los cuartos traseros había desaparecido, dejando al descubierto los huesos llenos de sangre. Kim miró con lástima a Edward.

—Tal vez valdría la pena dejar que un médico forense examinara los huesos —comentaba Edward—. Hay algunas probabilidades de que alguien reconozca la marca de los dientes y nos diga qué especie de animal pudo haber hecho esto.

—No sé qué opinaría un médico forense si lo llamamos por un perro muerto —dijo uno de los oficiales llamado Billy Selvey.

—Pero usted mencionó que un par de incidentes parecidos han ocurrido en las últimas noches por aquí —dijo Edward—. Creo que les corresponde averiguar qué clase de animal hace esto.

—¿Cuándo fue la última vez que vio al perro? —preguntó Billy.

—Anoche —contestó Edward—. Por lo general duerme en mi habitación, aunque tal vez lo dejé salir. No lo recuerdo.

—Le di de comer alrededor de las once y media anoche —intervino Kim—. Lo dejé en la cocina comiendo.

—¿Lo dejaste salir? —preguntó Edward.

—No. Como mencioné, lo dejé en la cocina —repitió Kim.

—¿Tienen puerta para mascotas? —preguntó Billy. Kim y Edward respondieron que no al mismo tiempo.

—He oído rumores acerca de que estos incidentes se deben a un animal con rabia —comentó el otro oficial—. ¿Tienen aquí otras mascotas?

—Tengo una gata —contestó Kim.

—No la pierda de vista —aconsejó Billy.

Los policías guardaron sus cuadernos y plumas, se despidieron y empezaron a caminar hacia el autopatrulla.

—¿Y el cadáver? —gritó Edward—. ¿No quieren llevarlo con el médico forense?

Los oficiales intercambiaron miradas. Por fin, Billy gritó que consideraba que era mejor no llevárselo.

Edward, de buen talante, agitó la mano para despedirlos.

—Les doy una espléndida propina y mira nada más cómo me responden —comentó—. Se alejan.

—Siento mucho lo de Buffer —dijo Kim y colocó una mano sobre el hombro de Edward—. Aunque estoy impresionada por la manera en que lo estás manejando.

—Estoy seguro de que mis emociones tienen que ver con el efecto de Ultra —mencionó Edward—. Cuando me enteré de lo que había ocurrido, me sentí muy apesadumbrado. Buffer era como de mi familia. Sin embargo, la profunda tristeza que experimenté se desvaneció con rapidez; aún lamento que haya muerto, pero no siento ese terrible vacío que acompaña al dolor. Es otro ejemplo del porqué debes probar Ultra. Te garantizo que te tranquilizará.

Kim no estaba muy segura de lo que oía. Por sus lecturas, así como por su intuición, sabía que una cierta dosis de dolor era necesaria. Kim explicó a Edward lo que pensaba acerca del dolor y amplió la idea para abarcar la ansiedad y la melancolía, al tiempo que afirmaba que cantidades moderadas de esos sentimientos emocionalmente dolorosos desempeñaban un papel positivo como motivadores del crecimiento, el cambio y la creatividad humanos. Concluyó diciendo:

—Lo que me preocupa es que tomar una droga como Ultra, que modula estos estados mentales, podría provocar un efecto negativo, grave e imprevisible.

Edward sonrió y asintió con la cabeza.

—Agradezco tu preocupación —dijo—. Aunque no la comparto porque se basa en una premisa falsa, a saber: que de alguna manera misteriosa, la mente se encuentra separada del cuerpo. Esa vieja hipótesis se ha desacreditado debido a las experiencias recientes, que muestran que el ánimo y las emociones se determinan biológicamente y pueden afectarse por medio de drogas, como el Prozac, el cual altera los niveles de los neurotransmisores. Esto ha revolucionado las ideas acerca del funcionamiento del cerebro.

—Esa clase de razonamiento deshumaniza —se quejó Kim.

—Permíteme plantearlo entonces de otra manera —propuso Edward—. ¿Crees que deben tomarse medicamentos para el dolor?

—El dolor es diferente —replicó Kim, aunque comprendía la trampa psicológica que Edward le tendía.

—Yo no estoy de acuerdo. El dolor también es biológico. Puesto que el dolor físico y el psíquico son biológicos, deben tratarse de la misma manera: con medicamentos que ataquen esas partes del cerebro que son responsables de ellos.

Kim quiso preguntarle a Edward cómo sería el mundo si Mozart y Beethoven hubieran tomado alguna sustancia contra la ansiedad o la depresión. Pero sabía que todo era en vano. La mente científica de Edward lo cegaba.

Edward le dio unas palmadas en la cabeza.

—Luego hablaremos más acerca de esto —dijo—. Por ahora, será mejor que entierre al pobre Buffer.