Martes 12 de julio de 1994
KIMBERLY Stewart echó un vistazo a su reloj al salir del tren subterráneo MTA, situado en la plaza Harvard, en Cambridge, Massachusetts. Faltaban unos minutos para las siete. Sabía que llegaría a tiempo, pero a pesar de ello, se apresuró y casi corriendo cruzó la corta distancia que la separaba del edificio del Hasty Pudding Club, en la calle Holyoke. Hizo una pausa para recobrar el aliento y volteó a mirar la construcción de ladrillos con ribetes blancos. Había oído hablar del club social de Harvard solo con referencia al premio anual que otorgaba a un actor o actriz. Esta era su primera visita al restaurante abierto al público en su interior, llamado Upstairs at the Pudding.
En cuanto se normalizó su respiración, Kim abrió la puerta, solo para enfrentar varios tramos largos de escaleras. Cuando llegó al maître d’s podium, estaba nuevamente agotada. Preguntó dónde se encontraba el baño de mujeres.
Mientras Kim luchaba con su cabello grueso y negro como el plumaje de un cuervo, pensó que no había necesidad de sentirse nerviosa. Al final de cuentas, Stanton Lewis pertenecía a su familia. El problema consistía en que la había llamado en el último minuto para decir que necesitaba que asistiera a una cena y que se trataba de un caso urgente.
Se dio por vencida en cuanto al cabello, y cuando se sintió completamente recuperada, se presentó una vez más ante el maître d’s podium y anunció que iba a reunirse con el señor Stanton Lewis y con su esposa.
—La mayor parte de su grupo ya llegó —informó la anfitriona. La angustia de Kim se exacerbó. No le gustó la palabra «grupo». Se preguntó quién más asistirían a la cena.
La anfitriona condujo a Kimberly a una terraza emparrada repleta de comensales. Stanton y su esposa, Candice, estaban sentados a una mesa para cuatro personas en el rincón.
—Lamento llegar tarde —dijo Kim al acercarse a la mesa.
—No te preocupes, no llegas tarde —replicó Stanton, al tiempo que se ponía de pie y le daba a Kim un abrazo efusivo que la obligó a inclinarse hacia atrás. También hizo que el rostro de la joven se sonrojara vivamente. Tenía la incómoda sensación de que todo el mundo en la terraza los observaba. Se liberó del abrazo de oso de Stanton y retrocedió a la silla que la anfitriona le ofrecía.
Kim siempre se sentía incómoda al estar cerca de Stanton. Aunque eran primos, pensaba en él como su antítesis social. En tanto que ella se consideraba tímida, e incluso un poco torpe, él era la personificación de la seguridad, un hombre urbano, asertivo y sofisticado. Se ponía de pie, alto y erguido, dominando a la gente como el empresario consumado que era.
Kim aventuró una mirada a su alrededor, y al hacerlo, golpeó sin querer a la anfitriona, que estaba a punto de colocar la servilleta de la joven sobre el regazo. Ambas se disculparon al mismo tiempo.
—Tranquilízate —aconsejó Stanton después de que la anfitriona se alejó. Enseguida le sirvió una copa de vino blanco—. Estás tan tensa como una cuerda de violín.
—Si me dices que me calme, solo lograrás ponerme más nerviosa —repuso Kim y bebió un sorbo de vino.
—Eres extraña —dijo Stanton, divertido—. No puedo entender por qué eres tan endiabladamente tímida, cuando estás sentada en un lugar lleno de gente que jamás volverás a ver. Suéltate el pelo.
—No tengo control sobre mi cabello —bromeó Kim. A pesar de ella misma, empezaba a serenarse—. En cuanto a tu incapacidad para entender por qué estoy intranquila, me parece comprensible. Eres tan seguro de ti que te resulta imposible siquiera imaginar qué se siente no ser así.
—Dame una oportunidad —pidió Stanton—. Explícame por qué te sientes incómoda en este momento. Observo que incluso te tiemblan las manos.
Kim puso la copa en la mesa y cruzó las manos sobre el regazo.
—Estoy nerviosa, principalmente porque siento que he tenido que improvisar —explicó—. Después de tu llamada esta tarde, apenas tuve tiempo para darme una ducha, ya no digamos para encontrar algo qué ponerme.
—Creo que tu vestido es sensacional —dijo Candice.
—Sin duda —agregó Stanton—. Kim, te ves preciosa. Ella rio divertida.
—Soy suficientemente lista para saber que los cumplidos provocados siempre son falsos.
—Tonterías —dijo Stanton—. Eres una mujer hermosa y sensual, aunque actúes como si no te dieras cuenta de ello, lo que, creo, tiene cierto atractivo. ¿Cuántos años tienes… veinticinco?
—Tengo veintisiete —aclaró Kim. Probó un poco más de vino.
—Veintisiete y vas mejorando cada año —agregó Stanton y sonrió con picardía—. Tienes unos pómulos que otras mujeres envidiarían, piel como el trasero de un bebé y figura de bailarina, por no mencionar esos ojos color esmeralda que podrían fascinar a una estatua griega.
—Es mejor que cambiemos de tema —repuso Kim—. Esta conversación me hace sentir todavía más incómoda.
—Me disculpo por decir la verdad. ¿De qué quieres hablar?
—¿Qué te parecería si me explicas por qué mi presencia en esta cena se requería con tal urgencia? —sugirió Kim.
—Necesito tu ayuda —Stanton se inclinó hacia ella.
—¿El gran hombre de las finanzas necesita mi ayuda? ¿Se trata de una broma?
—No —respondió Stanton—. En unos cuantos meses voy a lanzar una oferta pública inicial para comprar una empresa de biotecnología llamada Genetrix.
—No soy inversionista —repuso Kim.
Stanton rio.
—No necesito dinero —explicó—. No, se trata de algo completamente distinto. Da la casualidad de que hablé con la tía Joyce hoy y ella dijo…
—¡Oh, no! —interrumpió Kim—. ¿Qué dijo mi madre ahora?
—Casualmente mencionó que acabas de terminar con tu novio —dijo Stanton.
Kim palideció. La inquietud que sentía al llegar al restaurante la invadió de nuevo.
—Ojalá que mi madre no fuera tan habladora —repuso irritada.
—Tía Joyce no entró en mayores detalles sobre eso —prosiguió Stanton—. Todo lo que dijo fue que le parecía que Kinnard no te convenía, por lo que da la casualidad de que estoy de acuerdo, si es que va a estar yendo de aquí para allá toda la vida con sus amigos a esquiar o a pescar.
—Pues a mí me parece que esos son solo algunos detalles —protestó Kim—. También es una exageración. La pesca es algo nuevo para él; e ir a esquiar sucede solo una vez al año.
—Sinceramente, apenas estaba prestando atención —repuso Stanton—, hasta que me pidió si podría encontrar a alguien más apropiado para ti.
—¡Cielos! —dijo Kim, que se sentía cada vez más irritada—. ¿Quieres decir que en realidad te pidió que me buscaras a alguien?
—Ese no es mi punto fuerte por lo general —respondió Stanton. Sintiéndose muy ufano, esbozó una amplia sonrisa—. Sin embargo, después de hablar con Joyce, empecé a devanarme los sesos.
—¿Esa es la única razón por la que me invitaste a venir esta noche? —inquirió Kim alarmada.
—Tranquilízate —pidió Stanton—. Edward Armstrong va a enamorarse de ti como un tonto.
—Eso es ridículo —se quejó Kim.
—Debo reconocer antes que nada que existe una segunda intención —observó Stanton—. He tratado de interesar a Edward en una de mis compañías de biotecnología desde que me convertí en capitalista de empresas de riesgo. Pero ahora que las acciones de Genetrix están a punto de negociarse en la bolsa de valores, es el momento perfecto. La idea es que se sienta en deuda por habértelo presentado, Kim. Luego, tal vez pueda torcerle el brazo para convencerlo de que participe en el consejo consultivo científico de Genetrix. Edward es todo un genio. Su solo nombre en el folleto informativo vale por los menos cuatro o cinco millones de dólares. Y, sin embargo, en el proceso puedo convertirlo en millonario.
Kim se sintió utilizada, y también experimentó vergüenza, pero no manifestó su irritación. Siempre había tenido dificultades para expresarse en situaciones de confrontación. Stanton no dejaba de admirarla. Era tan manipulador e interesado y, sin embargo, hablaba sin tapujos de sus intenciones.
—Tal vez Edward Armstrong no quiera ser millonario —dijo.
—Tonterías —repuso Stanton—. Todo el mundo quiere ser millonario.
—Sé que es difícil para ti entenderlo —señaló Kim—, pero no todos piensan igual que tú —miró la puerta y deseó poder levantarse y marcharse. Pero no podía. No era su carácter. En vez de ello, mencionó:
—No soy lo que se llama muy brillante cuando se trata de conversar con genios.
—Confía en mí —dijo Stanton—. Verás que congenian de maravilla. Tienen antecedentes en común. Edward es médico. Fue compañero mío en la Facultad de Medicina de Harvard. Formamos equipo en el laboratorio hasta que tomó un descanso en el tercer año; después obtuvo un doctorado en bioquímica.
—¿Ejerce su profesión como médico? —preguntó Kim.
—No, ahora se dedica a la investigación —contestó Stanton—. Su área de especialidad es la química del cerebro. En este momento es la estrella en ascenso del campo, una celebridad científica que Harvard pudo robarle a Stanford para traerlo de regreso. Y hablando del rey de Roma, ya llegó.
Kim giró para ver a un hombre alto y fornido que se dirigía a su mesa. Después de escuchar que había sido compañero de clases de Stanton, Kimberly sabía que debía de tener alrededor de cuarenta años; sin embargo, se veía mucho más joven, tenía el cabello lacio, rubio rojizo, y el rostro grande, bronceado y sin arrugas. Caminaba un poco encorvado, como si temiera golpearse la cabeza con una viga del techo.
Stanton se puso de pie al instante y estrechó a Edward con la misma efusividad con que abrazó a Kim. Por un momento fugaz, Kim sintió compasión por el recién llegado. Se daba cuenta de que él se sentía tan incómodo como ella por el expresivo saludo.
Stanton hizo las presentaciones, y Edward estrechó la mano de Candice y Kim antes de tomar asiento. La joven observó que la piel de Edward estaba húmeda y tenía el pulso tan vacilante como ella. Tartamudeaba ligeramente y también tenía el hábito nervioso de quitarse el cabello de la frente.
—Lamento muchísimo llegar tarde —se disculpó Edward. Le costaba un poco de trabajo vocalizar las tes.
—Son tal para cual —observó Stanton—. Mi bellísima y talentosa prima aquí presente dijo lo mismo cuando llegó, hace apenas cinco segundos.
Kim sintió que el rubor le tiñó las mejillas. Iba a ser una noche muy larga. Stanton no podía evitar ser como era.
—Tranquilízate, Ed —prosiguió Stanton, al tiempo que le servía un poco de vino—. No llegaste tarde. Te dije que alrededor de las siete. Así que estás perfectamente a tiempo.
—Solo quise decir que todos ustedes ya estaban aquí, esperando —trató de explicar Edward. Sonrió con timidez y alzó la copa como si hiciera un brindis.
—Buena idea —dijo Stanton, que captó la insinuación y levantó su copa.
—Permítanme proponer un brindis por mi prima, Kimberly Stewart. Ella es la mejor enfermera de terapia intensiva y quirófano del Hospital General Mass, sin excepción —Stanton miró a Edward a la cara—. Si alguna vez tienen que operarte de la próstata, solo ruega que Kim esté disponible. Es legendaria con el catéter.
—Stanton, por favor —protestó Kim.
—De acuerdo, estoy de acuerdo —dijo Stanton, mientras extendía la mano izquierda como si estuviera tratando de acallar a un público—. Permítanme volver al brindis que estaba proponiendo. Sería culpable de negligencia en el cumplimiento de mi deber si no informara a este grupo que el distinguido árbol genealógico de Kimberly se extiende unos cuantos años después de la llegada del Mayflower a estas tierras. Eso es por el lado paterno. Por el materno, solo llega hasta la Guerra de Independencia, por lo que, podría añadir, lo considero el lado inferior de la familia.
—Stanton, esto no es necesario —observó Kim.
—Pero aún hay más que decir —prosiguió Stanton con la satisfacción de un experimentado orador de sobremesa—. El primer pariente de Kimberly que se graduó en nuestra querida Universidad de Harvard lo hizo en 1671. Se trata de sir Ronald Stewart, fundador de Maritime Limitada. Lo más interesante de esto es que la mujer de la octava generación anterior a la bisabuela de Kimberly, fue ahorcada por brujería en Salem.
—Stanton —protestó la joven mujer; su cólera superaba la vergüenza—, no deberías divulgar esa información.
Con la mirada fija en Edward, Stanton continuó:
—Los Stewart tienen el ridículo complejo de que esta historia tan antigua es una deshonra para el nombre de la familia.
—Ridículo o no, la gente tiene derecho a sentir lo que le plazca —argumentó Kim con vehemencia—. Mi padre jamás me lo ha mencionado. Mi madre es la que se preocupa más por el asunto y ella es tu tía y una ex Lewis. Creo que deberíamos cambiar el tema de esta conversación.
—De acuerdo —repuso Stanton con tranquilidad. Era el único que todavía tenía levantada la copa de vino—. Brindo por Edward Armstrong, el neuroquímico más productivo, inteligente y creativo del mundo, no, del universo. Edward es un hombre que salió de las calles de Brooklyn, se puso a estudiar y ya debería haber reservado un vuelo a Estocolmo para recibir su Premio Nobel, que con toda seguridad ganará por su trabajo con los neurotransmisores, memoria y mecánica cuántica.
Stanton elevó su copa de vino y todos chocaron las suyas y bebieron. Al colocar la copa en la mesa, Kimberly miró a Edward. Saltaba a la vista que era tan tímido como ella.
Stanton puso ruidosamente su copa vacía en la mesa.
—Ahora que ya se conocen —advirtió—, espero que se enamoren, se casen y tengan muchos hijos. Todo lo que pido, por mi participación en haberlos reunido, es que Edward acepte ser miembro del consejo de Genetrix.
Stanton rio de buena gana, a pesar de que fue el único en hacerlo. Después añadió:
—Muy bien, ¿dónde rayos está el camarero? ¡Vamos a cenar!
A LA SALIDA del restaurante, el grupo hizo una pausa.
—¿Quién quiere que lo lleve a casa? —preguntó Stanton—. Dejé mi automóvil estacionado en el Holyoke Center.
—Prefiero irme en el metro —contestó Kim.
—Mi departamento queda cerca de aquí —dijo Edward.
—Entonces los dejo por su cuenta —repuso Stanton. Tomó a Candice del brazo y se dirigió al estacionamiento.
—¿Me permites acompañarte al metro? —preguntó Edward.
—Te lo agradecería —respondió Kim.
Caminaron juntos, y Kim percibió que Edward quería decir algo. Poco antes de llegar a la esquina, habló:
—Fue una velada muy placentera —manifestó, pronunciando la p con cierta dificultad—. ¿Te gustaría caminar un poco por la plaza Harvard antes de ir a casa?
—Me agradaría —dijo Kim. Tomó a Edward del brazo y se encaminaron hacia ese complicado crucero formado por la avenida Massachusetts, la parte del Kennedy Drive de la calle Harvard, la calle Mount Auburn y la calle Braffle. Pese a su nombre, difícilmente podía considerarse una plaza, sino más bien una serie de fachadas curvas y áreas abiertas de formas peculiares, que en las noches de verano se convertía en una especie de circo medieval de juglares, músicos, lectores de poesía, magos y acróbatas.
Era una noche estival, tibia y suave. Kim y Edward pasearon alrededor de la plaza, se detenían un momento a escuchar a cada intérprete. A pesar de sus recelos mutuos respecto a la velada, en verdad se estaban divirtiendo.
Se sentaron sobre un muro de concreto no muy alto. A su izquierda, una mujer cantaba una balada lastimera; a la derecha estaba un grupo de indios peruanos llenos de vivacidad que tocaban sus zampoñas.
—Stanton es todo un personaje —comentó Kim.
—No sabía por quién sentirme más avergonzado —repuso Edward—. Por ti o por mí. La verdad es que en cierta forma lo envidio. Quisiera ser la mitad de asertivo que es él. Siempre he sido tímido para relacionarme socialmente.
—Es lo mismo que yo siento —reconoció Kim—. Siempre he sido tímida. Cuando me encuentro en situaciones sociales, no soy capaz de pensar en algo adecuado que expresar. Cinco minutos después se me ocurre alguna cosa, pero ya es demasiado tarde.
—Tal para cual, justo como Stanton nos describió —observó Edward—. Sin duda sabe bien cómo avergonzarnos. Cuando saca a relucir esa tontería del Premio Nobel, sufro una muerte lenta.
—Me disculpo en nombre de toda mi familia —dijo Kim.
—Yo también debería disculparme —agregó Edward—. No debo hablar mal de Stanton. Él y yo fuimos compañeros en la Facultad de Medicina. Lo ayudé con el laboratorio; él me ayudó en las fiestas. Somos amigos desde entonces.
—¿Y por qué nunca te has asociado con él en alguna de sus empresas?
—Jamás me ha interesado. Me gusta la academia, donde la búsqueda del conocimiento es por el conocimiento en sí mismo. No pretendo decir que esté en contra de la ciencia aplicada. Es solo que no me resulta tan apasionante.
—Stanton asegura que puede convertirte en millonario.
Edward rio.
—¿Y eso cómo cambiaría mi existencia? Hago lo que quiero: me dedico a la investigación y a la enseñanza. Un millón de dólares solo complicaría mi vida y crearía prejuicios. Estoy contento con lo que soy ahora.
—Traté de insinuarle lo mismo a Stanton —comentó Kim divertida—. Pero no hace caso. Mi primo es muy testarudo.
—Sin embargo, me parece encantador —agregó Edward—. Por supuesto que exageró acerca de mí cuando hizo ese brindis interminable. ¿Pero acerca de ti? ¿Los orígenes de tu familia se remontan a la Norteamérica del siglo diecisiete?
—Eso es verdad —aceptó Kim.
—¿Y la anécdota sobre la bruja de Salem? —preguntó Edward.
—Eso también es totalmente cierto —reconoció Kim—. Pero me incomoda hablar de ello.
—Lo siento mucho —se disculpó Edward. El tartamudeo volvió a manifestarse—. Por favor, perdóname. Sé que no debí haberlo mencionado.
Kim meneó la cabeza.
—Ahora soy yo la que se siente mal por haberte incomodado. No sé por qué me molesta ese episodio de brujería. Es probable que se deba a que mi madre lo considera como una deshonra familiar.
—¿Conoces el episodio? —preguntó Edward.
—En realidad conozco solo los detalles superficiales —replicó Kim—. Como todo el mundo en Estados Unidos.
—Yo sé un poco más que la mayoría de la gente —comentó Edward—. Harvard University Press publicó un libro sobre el tema llamado La posesión de Salem. Lo leí y sentí mucha curiosidad. ¿No quieres que te lo preste?
—Me gustaría mucho —respondió Kim, solo por cortesía.
—Lo digo en serio —señaló Edward—. Te gustará y tal vez cambie tu forma de pensar acerca del asunto. Por ejemplo, ¿sabías que tan solo unos cuantos años después de los juicios, algunos de los jurados e incluso ciertos jueces se retractaron en público y pidieron perdón porque se dieron cuenta de que habían ejecutado a personas inocentes?
—¿En verdad? —preguntó Kim, aún tratando de ser amable.
—Pero el hecho de que ahorcaran a personas inocentes no fue en realidad lo que más me interesó —explicó Edward—. Ya sabes cómo un libro te lleva a otro. Bueno, pues leí otra obra llamada Venenos del pasado, que expone una teoría muy interesante, en especial para un neurocientífico como yo. Sugería que lo que realmente sucedió con algunas de las jóvenes de Salem que sufrían los ataques y eran acusadas de brujería, fue que se habían intoxicado con el cornezuelo del centeno, que proviene de un moho conocido como Claviceps purpurea, un hongo que crece comúnmente en los granos, en particular en el centeno.
A pesar del desinterés condicionado de Kimberly en el asunto, Edward logró captar su atención.
—¿Intoxicadas con cornezuelo? —dijo—. ¿Y qué provoca eso?
—¡Vaya, vaya! —Edward puso los ojos en blanco—. ¿Recuerdas aquella canción de los Beatles, «Lucy en el cielo de diamantes»? Bueno, pudo haber sido algo semejante, porque el cornezuelo contiene dietilamida de ácido lisérgico, que constituye el ingrediente principal de esa sustancia.
—¿Quieres decir que tal vez experimentaban alucinaciones y estados de delirio? —preguntó Kim.
—Esa es la idea —dijo Edward—. El ergotismo causa una reacción gangrenosa que puede provocar la muerte con rapidez, o bien una reacción convulsivo, alucinógeno. En Salem existe la posibilidad de que se haya tratado de la segunda.
—¡Qué interesante! Tal vez mi madre cambiaría su forma de pensar sobre nuestra antepasado si conociera esa explicación.
—Eso es lo que considero —señaló Edward—. Sin embargo, al mismo tiempo, esto no lo explica todo. Quizá el cornezuelo fue la chispa que prendió el fuego, pero una vez que empezó, se convirtió en un verdadero incendio. La gente aprovechó la situación por razones económicas y sociales, aunque no necesariamente en el nivel consciente.
—Estoy avergonzada por no haber tenido suficiente curiosidad para leer más acerca de los juicios por brujería que ocurrieron en Salem. Sobre todo, debería sentirme mal, puesto que la propiedad de mi antepasado ejecutada todavía se encuentra en poder de nuestra familia. En realidad, debido a un conflicto de poca importancia entre mi padre y mi difunto abuelo, mi hermano y yo la heredamos apenas este año.
—¡Santo cielo! —exclamó Edward—. ¿Entonces, tu familia ha sido propietaria de esas tierras desde hace trescientos años?
—En realidad, no de todo el terreno —aclaró Kim—. La extensión original abarcaba los terrenos que en la actualidad ocupan Beverly, Danvers y Peabody, así como Salem. Incluso la parte que corresponde a Salem es solo una sección de lo que alguna vez fue. Sin embargo, todavía es un área de terreno considerable.
—¡Es increíble! —repuso Edward—. Imagínate, puedes caminar en la tierra que pisaron tus antepasados del siglo diecisiete.
—No solo eso —explicó Kim—, sino que puedo entrar en la casa, ya que la antigua casona todavía está en pie.
—Debes de estar bromeando —comentó cauteloso Edward—. No soy tan crédulo.
—No, lo digo en serio —continuó Kim—. No es tan extraño. Aún existen muchas casas del siglo diecisiete en el área de Salem, incluyendo aquellas que pertenecieron a otras brujas ejecutadas.
—¿En qué condiciones se encuentra la casa actualmente? —preguntó Edward.
—Creo que bastante buenas —respondió Kim—. No he estado en Salem desde que era una niña. Sin embargo, se ve muy bien para ser una casa construida en 1670. La compró Ronald Stewart. A la que ejecutaron fue a Elizabeth, su esposa.
—¿Qué piensan hacer con ella tu hermano y tú?
—Nada hasta que Brian regrese de Inglaterra, donde en la actualidad dirige la empresa naviera familiar. Se supone que vendrá a casa dentro de un año, más o menos, y será entonces cuando tomemos una decisión. Por desgracia, la propiedad es un elefante blanco, si consideramos los impuestos y los gastos de mantenimiento.
—¿Tu abuelo vivía en la casa?
—Oh, por supuesto que no. Ninguna persona ha vivido ahí en muchos años. Ronald Stewart compró una extensión gigantesca de tierra colindante con la propiedad original, construyó una casa más grande y conservó la primera para albergar a los sirvientes e inquilinos. Esa casa ha sido derruida y vuelta a edificar en innumerables ocasiones. Ahí es donde mi abuelo vivió… bueno, mejor dicho, en la que deambulaba, ya que era demasiado extensa para sus necesidades. Es una construcción enorme, con corrientes de aire que se cuelan por todas partes.
Edward reflexionó un momento y luego dijo:
—Sé que no debería preguntarte esto. Solo di que no si te parece inapropiado.
—¿De qué se trata? —preguntó Kim, tensa. Su voz se escuchaba un poco aprehensiva.
—Me gustaría mucho ver esa vieja casona —repuso Edward.
—Siendo así me encantaría mostrártela —contestó Kim aliviada—. Tengo libre el sábado de esta semana. Si estás de acuerdo, podríamos ir ese día. Voy a pedirle las llaves a los abogados.
—El sábado es ideal para mí —contestó Edward—. Para corresponder a tu amabilidad, ¿te gustaría ir a cenar conmigo el próximo viernes por la noche?
Kim sonrió.
—Acepto. Pero, por el momento, creo que será mejor que vaya a casa a descansar. Mi turno en el hospital empieza a la siete y media de la mañana.
Se apartaron del pequeño muro de concreto y caminaron con lentitud hacia la entrada de la estación del metro.
—¿Dónde vives? —preguntó Edward.
—En Beacon Hill —respondió Kim—. Tengo un departamento fabuloso. Por desgracia, tengo que mudarme el próximo septiembre porque mi compañera va a casarse y ella es la titular del contrato de alquiler.
—También yo tengo un problema parecido al tuyo —comentó Edward—. Vivo en un departamento en el tercer piso de una casa, pero los propietarios van a tener un bebé y necesitan el espacio. De modo que tengo que mudarme antes del primero de septiembre.
Llegaron a la entrada de la estación. La joven se volvió y miró los ojos azul claro de Edward. Le agradó lo que vio. Había en ellos una profunda sensibilidad. Se estrecharon la mano por un momento. Luego, Kim dio vuelta y se dirigió apresuradamente al andén.