10

Guidi no logró ponerse en contacto con Bora durante los días siguientes.

El teniente Wenzel lo trató con la hostilidad de costumbre y el BMW no estaba aparcado junto al bordillo. No obtuvo respuesta a los mensajes que le dejó. Una vez más, Bora se había aislado y utilizaba sus responsabilidades para distanciarse de los demás.

Guidi se percató de que, curiosamente, se había acostumbrado a la forma tirante y agresiva que tenía de relacionarse con él, y aunque sus personalidades chocaban, el equipo funcionaba bien en ciertos aspectos. Lo último que necesitaba era que el mayor denegara su colaboración ahora que estaba a punto de celebrarse el juicio de Claretta.

Después de enjugarse las lágrimas durante el último encuentro, ella lo había escuchado con los ojos como platos y se había reafirmado en que no merecía ser sacrificada. Al verla pasarse los dedos por los rizos, Guidi se fijó por primera vez en que la raíz de su pelo era de un color más oscuro. Y también en el trocito de corteza de pan que tenía entre los incisivos, lo cual le pareció un sacrilegio equivalente al estropeo de un bonito retrato. Con cautela, apartó de su mente la escena que siguió a las lágrimas de Claretta, momento durante el cual él se comportó de forma muy poco profesional. Los besos dieron paso a ciegos e inconscientes toqueteos, hasta que acabaron por volcar la silla sin querer, y con el estruendo, el idílico interludio se tornó en un episodio bochornoso. Ahora Guidi se sentía culpable y furioso con Bora por haberlo calado. Sin embargo, aquella cortecita de pan… La cortecita de pan metida entre los dientes de Claretta le resultaba más molesta incluso, le recordaba la vanidad de los mortales. Esa señal lo llevaba a pensar en el tedio, la banalidad y las realidades físicas poco halagadoras: a los fetiches no les crece el pelo y no necesitan lavarse los dientes. Se asombró de la imagen tan abstracta de Claretta que había abrigado antes de ese beso. Incluso sus bonitos y turgentes pechos se le habían antojado gráciles protuberancias asexuales, por no mencionar lo que el resto de sus prendas rosa ocultaban, lo que cubría su ropa interior de idéntico color. ¿Qué sabría Bora de la educación basada en el fanatismo? No parecía un hombre demasiado religioso. Sin embargo, en esos momentos, todo cuanto a Guidi le preocupaba era que su madre estaba enfurruñada y que no había forma de encontrar al maldito mayor.

El miércoles 22 de diciembre Sandro Guidi recibió una llamada telefónica del celador y su mundo se desmoronó.

El jueves por la tarde aún se estaba recuperando de la noticia. Sentado en su despacho, con aire taciturno y los pies apoyados en un pequeño escabel junto a la estufa, mantenía la mirada fija en los calcetines de lana mientras trataba de pensar en otras cosas para distraerse. Un pensamiento tras otro rompían como olas contra su malestar, hasta que se acordó de Valenki. Se lo imaginó alto y desastrado, como el loco a quien los hombres de Bora habían alcanzado en las colinas y para quien el mayor había comprado a escondidas una tumba. Pobre, desesperado, marcado por la desgracia y la suerte que a la vez suponía contar con un sexto sentido. Sin duda, Bora había preguntado a Valenki si lo veía descalzo. Era de los que lo harían y, además, a modo de autocastigo, lleno de rencor. Guidi sentía una curiosidad morbosa por saber si en el rostro bien afeitado del alemán se llegó a dibujar la respuesta de Valenki.

Mientras se le calentaban los pies y digería la sopa de su madre, echó una cabezadita junto a la estufa. En el duermevela resultante de encontrarse incómodo en una silla, surgieron los sueños más disparatados. Soñó con prisioneros rusos que disparaban a perros alemanes y con submarinos que surcaban los campos de Sagràte. Y también soñó que Bora besaba a Claretta en la cama del puesto de mando, momento en que despertó sobresaltado y hecho una furia.

Turco estaba en la habitación, junto al escritorio, hablando por teléfono.

Sissignuri, sissignuri. Sí, señor. Se lo diré. Que tenga un buen día.

—¿Quién era, Turco?

—El mayor Bora, inspector. Ha dejado dicho que se encontrará con usted en Lago, a las trece horas, y que irán juntos a Verona.

Guidi trató de quitarse de encima la modorra, pero no se le pasó el enfado con Bora.

—¡Eso es dentro de veinte minutos! ¿Para qué? ¿Te lo ha dicho? —preguntó, aunque sabía que Bora no era de los que comentaban nada con las personas de rango inferior.

La respuesta de Turco lo sorprendió.

Quannu mai, inspector. Ha dicho algo de una iglesia.

—¿Una iglesia? —Se incorporó en la silla—. ¿Qué tiene que ver una iglesia en todo esto? ¿A qué demonios se refiere?

—Sólo la ha mencionado.

Bora se mostró igual de reservado cuando se encontraron. Acompañó a Guidi hasta el BMW y puso en marcha el motor.

—Vamos a San Zeno —anunció como toda explicación.

—Ya. ¿Y cuál es el motivo?

—¿Además de que pasado mañana es Navidad? Pues que es una abadía benedictina.

—Ya lo sé. Pero ¿por qué vamos allí?

—La mayor preocupación teológica de Zeno era el alumbramiento de la Virgen.

—Está hablando en clave.

—A Vittorio Lisi le gustaría, ¿no le parece?

Guidi se esforzó para no alzar la voz.

—Espero que la visita guarde relación con el caso. No estoy de humor para hacer turismo.

—Sólo ha de escuchar. Como estamos en tiempo de guerra, interpretarán el Réquiem de Mozart en lugar de villancicos. La maravillosa obra póstuma del compositor le gustará aunque no la conozca. Mozart me ayuda a pensar. El verdadero apellido de la familia era Motzert, ¿lo sabía?

—Mayor, deje de marear la perdiz. ¿Ha recibido noticias de Claretta?

—No. ¿Qué ocurre?

—Está embarazada.

Bora detuvo el coche en seco, sin necesidad.

—¡Lo sabía! ¡Santo Dios! ¡Lo sabía!

—El martes por la noche se sintió mal, así que llamaron a un médico que enseguida hizo el diagnóstico. No se lo había dicho a nadie.

—¿De cuántos meses está?

—De cuatro.

—¡Ajajá! Por lo menos, a efectos legales, el niño será de Lisi.

—No entiendo cómo puede burlarse de algo así.

—No me burlo, es una cuestión legal.

Guidi bajó la cabeza.

—De todas maneras, me dijo que no había estado con Gardini el día del homicidio, así que su coartada sigue siendo débil.

—En eso se equivoca. He averiguado dónde estuvo. Mire en mi maletín, encontrará una hoja con la dirección de la consulta de un médico donde Clara Lisi pasó la tarde del diecinueve de noviembre. Gracias a mi imparcialidad, tuve la genial ocurrencia de ponerme en contacto con los mejores ginecólogos de Verona. Siempre cabía la posibilidad de que hubiese acudido a uno de fuera de la ciudad, pero valía la pena intentarlo.

Guidi no se molestó en comprobar la dirección.

—Perdóneme, pero me cuesta creer que un médico se preste a revelar los nombres de sus pacientes, y más por teléfono.

—No le pedí que me dijera el nombre. Me limité a preguntarle si alguien había encontrado el bolso que la signora Lisi se había dejado olvidado en la sala de espera el viernes diecinueve de noviembre. —No explicó que el verdadero autor de la llamada había sido la hermana Elisabetta—. Tal como esperaba, la respuesta fue negativa, pero una enfermera confirmó que recordaba haber visto allí a la signora Lisi ese día.

Guidi echaba chispas.

—¿Y por qué no me lo contó? ¿Por qué no ha dado señales de vida en toda la semana?

—Porque no todas las mujeres que van al ginecólogo están embarazadas. Lo sé muy bien. No quería que sufriera una decepción sin necesidad.

Sus palabras enfurecieron a Guidi.

—¡Como si eso le importara un carajo!

La iglesia de San Zeno se erigía en un espacio abierto al oeste de Verona. La monumental estructura que alternaba ladrillo con piedra caliza se alzaba junto a la esbelta torre que aún se conservaba de la antigua abadía. Bora aparcó el BMW en el callejón que separaba ambos edificios, apartado de la vista. El cielo estaba encapotado y se había levantado un viento que arrollaba las tenues nubes convirtiéndolas en zarcillos de cristales helados.

Bora entró directamente. Guidi, bastante más calmado, se rezagó para contemplar los relieves de la puerta de bronce. Los artesones, en los que resaltaban inquietantes máscaras boquiabiertas, relataban la vida de san Zeno, cuyo símbolo era una caña de pescar con un pez similar a una perca en el extremo.

Dentro de la iglesia, la nave quedaba interrumpida por una escalera que descendía hasta la profunda cripta. Al otro lado, una galería con estatuas bordeaba un segundo nivel, y por encima de éste, un tercero llegaba hasta el ábside, ante el cual se extendía el vasto altar principal. En la planta se habían dispuesto hileras de sillas, y parte del coro se encontraba ya preparado en el piso superior. Apenas habían empezado a llegar los feligreses. Bora se sentó en el primer banco y Guidi lo imitó. Durante los siguientes minutos, los asistentes fueron entrando poco a poco, ataviados con la sobria mezcolanza de prendas propia de los tiempos de guerra. Los miembros de la orquesta fueron los últimos en aparecer.

Los compases iniciales del Réquiem sonaron graves, pero el tono ascendió enseguida en una rica polifonía de la cual brotó la voz de la soprano entonando el «Oh, Dios, tú mereces un himno en Sión».

Nadie se sentó junto a Guidi en la primera fila. Todo el mundo parecía darse cuenta de lo aberrante que resultaba allí el uniforme alemán, excepto Bora. La gorra con la figura del águila tachonada descansaba sobre sus rodillas mientras el mayor escuchaba absorto, con una humildad nada corriente en él, como si la música y la letra se trataran de algo muy serio y debiera permanecer atento.

Cuando llegó el siniestro Dies Irae, Guidi reconoció la letra y dejó que su mente vagara con tristeza, con los ojos ora posados en la bóveda en forma de quilla, ora en las estatuas de la balaustrada situada por encima de la cripta. De vez en cuando lanzaba una mirada a Bora, intentando descifrar el motivo por el que se encontraban allí, y el único modo que tenía de averiguarlo era observándolo. Sin embargo, el semblante de Bora no revelaba nada, aparte de la emoción originada por la música.

Guidi ya se había resignado a permanecer sentado y escuchar el resto del concierto cuando, en la estrofa «Día de lágrimas aquel / en que resurja del polvo / para ser juzgado el hombre reo», Bora se levantó de forma inesperada y, sin pronunciar palabra, cruzó la nave en dirección a la puerta lateral bajo la escrutadora mirada de los feligreses. Guidi esperó impaciente al siguiente «amén» antes de seguirlo.

La puerta lateral daba al claustro, donde encontró sentado a Bora, de espaldas a un brumoso pedazo de cielo enmarcado por finas columnas rojas. Espinosas hileras de zarzarrosas engalanaban el arco que las unía. Procedente de la iglesia, la música se elevaba y descendía en ondas como si el gran lateral del edificio exhalara sonidos puros. Bora permanecía cabizbajo.

Guidi no hizo ningún intento de acercársele. En esos momentos, el alemán desprendía cierta intangibilidad, una soledad distinta de la del soldado, a pesar de ser el soldado el causante de ella. Más allá de las arcadas, la insinuación del anochecer apagaba ya la tarde. El cielo parecía desvanecerse con su tenue luz, pero la noche sería clara y la luna brillaría en el cielo.

—Y bien, mayor, ¿qué ocurre?

Bora lo miró sin alzar el rostro.

—He salido porque ya he comprendido lo que tenía que comprender, pero también porque la última parte del Réquiem no es de Mozart.

—¿Quiere decir que ya sabe quién es el asesino?

El mayor sacudió la cabeza, aunque Guidi no supo adivinar si el gesto respondía a que la respuesta era negativa o a que rehusaba darla.

—Mientras escuchaba la música, pensaba en Zeno y sus escenas piadosas, y en que el alumbramiento de la Virgen, la Inmaculada Concepción, representa la inexistencia de dependencia, la ausencia total de mácula. Todo es culpa mía, Guidi. Lo sabía y, aun así, me he dejado llevar por los prejuicios. Merezco lo que me ocurra a partir de ahora.

Durante un breve instante, no más, Guidi atrapó la idea que la mente de Bora le lanzaba, pero no con la fuerza suficiente para conservarla y darle forma. Decidió dejarlo correr.

—Si no ha hallado la solución, ¿qué tiene de bueno tanta emotividad?

—Nada, pero ahora entenderá lo afortunado que era Valenki; su locura daba sentido a todo cuanto ocupaba su mente. —Se puso en pie y se encaminó a una puerta situada al final del claustro, la cual probablemente conducía a las dependencias de la orden—. Sea tan amable de esperarme aquí; tengo que comprobar una cosa —añadió.

Guidi vio que el mayor se llegaba hasta la puerta y llamaba. Por un momento creyó que la alta figura que acudió a abrirle correspondía a la de monseñor Lai, pero no era posible. Cómo podía monseñor Lai… No, imposible.

Cuando se marcharon de San Zeno, el paisaje rural estaba sumido en una penumbra azulada. Una luna brillante y creciente se elevaba frente a ellos y suscitaba el recuerdo de la guadaña que había sido y volvería a ser, segadora de las estrellas encerradas en el cerco de su amplio halo.

Bora apenas había pronunciado una palabra desde que salieran de la oscura Verona. El inspector no sabía si había perdido el interés en el caso o simplemente no tenía nada más que aportar, pero le daba la impresión de que algo significativo había cambiado en la mente del alemán y que no iba a hablar de ello.

—Si llamamos esta noche, aún podríamos evitar que trasladaran a Claretta para el juicio —sugirió Guidi.

Bora permaneció callado. A medida que el coche se abría paso en la oscuridad, sutiles curvas iban apareciendo unas tras otras, desdibujadas por el resplandor de la gélida humedad. De los márgenes cubiertos de gravilla sobresalían matorrales y racimos abatidos de maleza. La estación se doblaba sobre sí misma, sólo el viento era capaz de acorralar la nieve.

Guidi se había sumido en sus sombrías consideraciones cuando Bora pisó el freno sin previo aviso, de tal forma que el inspector se habría dado de narices contra el parabrisas si no se hubiera aferrado con ambos brazos al salpicadero. El coche, que hasta ese momento había avanzado a velocidad constante, se detuvo en seco con un chirrido. Bora siguió mudo.

—¿Qué hace? ¿Qué ocurre? —preguntó Guidi con el corazón en la boca, temiéndose una emboscada.

Bora apagó el motor. Al instante quedaron sumidos en el silencio, un silencio y una oscuridad vastos y sobrecogedores. El inspector trató de conservar la calma.

—Mire fuera —ordenó Bora. Guidi obedeció y se esforzó por divisar algo entre los arbustos que bordeaban la carretera. El mayor lo corrigió—. No; hacia delante. Mire la luna. No hemos hecho más que perder el tiempo pensando en las letras y los nombres de la agenda, tratando de que coincidiera el signo dibujado en la grava con el nombre de una persona. Hemos tenido la respuesta delante de las narices todo el tiempo. Mire la luna.

Guidi la observó a través del parabrisas. El motor emitía suaves chasquidos al enfriarse. En ese momento, la mente del inspector discurría tan cercana al camino que trazaba la de Bora que, al no encontrar resistencia, casi se fundió con ella. Una rápida sucesión de ideas empezaron a encajar hasta formar un mosaico, pieza tras pieza. Guidi se giró hacia el mayor, que de nuevo guardaba silencio.

—La luna. ¡Claro! La letra C no tiene nada que ver con el caso, ni con Claretta, ni Gardini. El dibujo en la grava es una media luna. Se refiere a la villa de la media luna otomana, con su columnata semicircular. Halbmond, la sonata olvidada de Mozart. Lisi dibujó una media luna para indicar la casa de Moser. En eso pensaba cuando estábamos en el claustro de San Zeno, ¿verdad? Pues no —concluyó él mismo, perdiendo las esperanzas—. No, mayor, ni mucho menos. Eso es una coincidencia. El coche de Moser está lleno de abolladuras y roces, pero usted se desplazó en él. Habría visto…

Bora no lo miraba.

—Vi un gran arañazo en el lateral izquierdo del Mercedes la mañana que me llevó a Verona.

—Eso no prueba que sea culpable de ningún asesinato.

—¿No? Le agradezco la gentileza, Guidi, pero las cosas encajan a la perfección. Las dificultades de Moser para mantener su magnífica residencia, que apenas haya luz en toda la casa, el jardín descuidado… Los tiempos prósperos tocaron a su fin. Luego llegó el afán de Lisi por adquirir propiedades históricas y su interés en la restauración de interiores. Es cierto, Guidi.

—Así que Moser era uno de los deudores de Lisi.

—Estoy seguro. Y tuvo que toparse con nosotros precisamente. —Bora, inquieto, acarició el volante con la mano enguantada—. Como es natural, en los documentos el hombre aparecía en el apartado de la letra M, pero en los últimos momentos de lucidez de Lisi, la casa de la media luna representaba a su propietario. Además, resulta más fácil trazar un semicírculo que una M. Halbmond, media luna, la media luna. Moser. Su último juego de palabras. —Soltó el volante—. Luna mendax, después de todo. ¿Por qué no se me ocurriría cuando me preguntó lo que significaba ese proverbio?

—Sigo sin saber qué quiere decir.

—Quiere decir que la luna resulta engañosa. Según la sabiduría popular, cuando uno ve la letra C dibujada en el cielo, cree que hay luna creciente, pero no es así. Es menguante. Cuando por el contrario se observa una D, uno piensa que la luna decrece y, por tanto, que es menguante, cuando en realidad es creciente. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes que la C representa la luna? —Exhaló un hondo suspiro—. La angustia que sentía en San Zeno estaba bien fundamentada. He sido víctima de la parcialidad que tanto he criticado en usted, y el motivo es vergonzoso e inexcusable: Moser parecía inofensivo y hablaba mi idioma. Dios, me dejé engañar porque él me comprendía.

Guidi casi sintió lástima por el mayor.

—Tampoco es seguro.

—Sí lo es. Usted no ha hablado con él como lo hice yo cuando me acompañó a la ciudad. Lo que me dijo con total confianza me inquietó, pero no supe por qué. O no quería saberlo. La gente dice muchas cosas. Tiene usted razón, Guidi, parecía una mera coincidencia, pero de hecho caía por su propio peso. Cuando usted sugirió que tal vez Lisi fuese un usurero, yo ya sabía que Moser era, con toda probabilidad, uno de sus deudores, aunque no contaba con ninguna prueba de ello. Lo peor es que me guardé la sospecha para mí. Tuve la oportunidad de ver las cosas claras, igual que Valenki en Rusia o el loco que robaba los zapatos de sus víctimas por motivos que nunca sabremos. Pude ver las cosas claras y decidí no hacerlo. —Puso el motor en marcha de nuevo—. Por la mañana hemos de hacer una larga visita.

—Lo negará todo.

—No creo. Me temo que resultará incluso muy fácil hablar con él.

Bora no volvió a pronunciar palabra durante el resto del trayecto. Tras dejar a Guidi en su casa, junto a la estación de Sagràte, se dirigió a Lago con la creciente presencia de la luna a la zaga.

A Guidi lo puso enfermo que Moser no se molestara siquiera en intentar llevarles la contraria; era como si esperara que aquello sucediese y lo aliviara que al fin Bora y él lo hubiesen descubierto. Por la mueca firme y tensa de los labios del mayor, el inspector adivinó hasta qué punto le pesaba tener que dirigirse al anciano.

—Bueno, mayor, llegados a este punto no tiene sentido negar la evidencia —admitió Moser—. De pequeño me enseñaron a no mentir. —Su rostro redondeado y afable revelaba una patente simpatía hacia los jóvenes que tenía enfrente—. Una cosa es matar a alguien y otra mentir al respecto. Como buen soldado, mayor, sabe que es posible racionalizar el homicidio. Lo invito a que eche un vistazo al coche. Está aparcado detrás de la casa.

—Ya lo hemos mirado —repuso Guidi.

El pálido matiz rosáceo de la cruel luz del amanecer se filtraba a través de las cortinas y el cristal polvoriento de la ventana. En el techo abovedado, los rayos del sol naciente empezaban a entrecruzarse a través de las cristaleras esmeriladas. Entre el glorioso despertar de las nubes perfiladas, las banderas turcas con su media luna ondearon ante los ojos de Guidi.

Moser le llamó la atención.

—La vida tiene muchas formas de ganarnos terreno, inspector. La noche que me encontré con ustedes, no los habría tratado de otro modo de haber sabido que investigaban la muerte de Lisi. Además, estoy seguro de que ustedes, si hubiesen sabido lo que ahora saben de mí, habrían aceptado mi hospitalidad de todas maneras. —Dio un paso hacia un Bora, inseguro todavía de lograr controlar sus emociones—. Han sido muy inteligentes al descifrar el acertijo de Lisi. ¿Quién habría imaginado que se le ocurriría dibujar una media luna para señalarme a mí y mi casa? Convirtió mi hogar en una luna mentirosa. Sin embargo, al final este lugar no tiene salvación ni siquiera después de haber acabado con ese usurero. Sólo me ha servido para ganar tiempo, con la esperanza de que nada se descubriera hasta después de mi muerte. Dies Irae, mayor Bora. —Se dirigió al piano y se sentó frente al teclado—. Quiero que sepa que tomé la decisión únicamente después de que Lisi me explicara que deseaba convertir esta casa en un hotel. ¡Mi casa, un hotel! ¡El refugio de los soldados, donde Mozart había tocado el Silbermann de niño! Debía morir. —Pareció sorprenderse de lo lógico que sonaba el razonamiento—. ¿Quién se habría imaginado que el último de los Moser haría acopio del coraje suficiente para cometer un asesinato? Porque es un asesinato, sí. Lo racionalicé del mismo modo que usted explica su carrera, mayor Bora. A fin de cuentas, disponía de un arma. Era de mi padre y la había utilizado por última vez para cazar jabalíes en Serbia; como ven, muy apropiada. Pensé en acercarme en coche hasta la casa de campo de Lisi, entrar y dispararle; sin embargo, los planes cambiaron cuando lo vi solo junto al arriate, en la silla de ruedas. ¡Dios, qué mal gusto pregonaba esa casa, pintada de rosa como una ramera y llena de muebles horrorosos! Enseguida supe qué hacer, mayor. Atravesé la cancela abierta y lo embestí a toda velocidad. A continuación di marcha atrás, pero al salir calculé mal la anchura de la cancela y rocé un pilar. En general todo resultó muy fácil. Moralmente censurable pero fácil.

—El guardabarros de su coche también está dañado —observó Guidi.

—¡Dios mío, inspector, cómo no va a estarlo! Arremetí contra Lisi con todo el resentimiento que me produjo verme pobre y solo ante la ostentación de su fortuna amasada por medios ilícitos, ¡y su pésimo gusto! —Puesto que Bora se había acercado al piano, Moser se volvió para mirarlo con expresión cordial—. Na, herr Major. Por su bien, espero que nunca se vea en la situación de perder su amado hogar, como yo.

Bora se mostró asombrosamente sincero, teniendo en cuenta que Guidi estaba presente.

—A menudo pienso en ello, tal como va la guerra. Si mis turcos me derrotan, perderé mucho más que mi casa. Puede que pierda mi país.

—Entonces lo entiende.

—No. Entiendo las ganas de matar, no el hecho de asesinar. Por el bien de mi salud mental, como soldado he de saber diferenciar entre ambas cosas.

Moser esbozó una débil sonrisa.

—Mis antepasados debían de pensar igual que usted, aunque en realidad es lo mismo. Mire el techo y dígame si no fue una matanza caprichosa la que levantó esta casa, en la que se camina sobre medias lunas y cuyo pórtico dibuja la media luna turca sobre la tierra que sirve de bandera. La guerra es un gran homicidio, mayor.

«Qué triste, pero afortunadamente ya ha terminado», pensó Guidi, y se dirigió hacia la puerta para coger el cuaderno que había olvidado en el coche de Bora. En ese momento, el mayor, que miraba las teclas del piano y no al anciano, planteó una nueva cuestión.

Herr Moser, ¿cuándo le pidió la signora Lisi que lo hiciera?

En el vestíbulo se produjo un absoluto silencio, suspendido e intrincado como una telaraña. Delicado y difícil de romper, pero Bora aún no había terminado.

—¿Cuándo habló con ella, herr Moser?

El anciano soltó un hondo y largo suspiro antes de responder. Pareció sorprendido por primera vez.

—También ha descubierto eso, ¿eh? Por teléfono, mayor, a mediados de noviembre. Por casualidad. Ya lo ve, ese mes me había retrasado en el pago, lo cual no era inusual; sin embargo, Lisi insistía en que los deudores le telefonearan y solicitaran una entrevista con él en Verona. Solía añadir algo a la deuda, ya sabe, de modo que esas llamadas siempre resultaban difíciles, y más desde un teléfono público. Ese día respondió su esposa y estuvimos hablando un rato. Tengo que decirle, mayor, que el hecho de oír a una buena mujer como ella, maltratada a pesar de todo cuanto había hecho por él, me sublevó.

—No lo dudo. ¿Y qué más le contó la signora Lisi?

Guidi vio, más que oír, que Bora interrogaba con calma a Moser.

—No gran cosa. Es muy reservada. Mencionó los hijos que le había dado, el duro trabajo de actriz antes de que él la obligara a abandonar los escenarios y la trágica muerte de sus padres a causa de la gripe. También mencionó… no; en realidad lo deduje yo por su reticencia, que Lisi se atrevía a manosearla pese a la enfermedad que ella padecía.

Mientras Guidi se encontraba clavado a medio camino entre la escalera y la puerta, Bora ejercía un control absoluto sobre sus palabras y la situación.

—¿De verdad? ¿Qué enfermedad cree que tiene Clara Lisi?

—Doy por supuesto que no ha llegado a conocerla, mayor. Yo tampoco, pero volvimos a hablar por teléfono, dos o tres veces más. La pobre Clara había tenido que guardar cama desde el nacimiento de su último hijo, meses atrás. Cuando me lo pidió, mayor… —Moser irguió la espalda—. Compréndalo, de pronto para mí se convirtió en un deber de caballero. Su petición ennobleció mi burdo deseo de verlo muerto, el hecho de acabar con ese ser monstruoso se convirtió en algo solemne. No sólo yo y sabe Dios cuántos más íbamos a librarnos de nuestras deudas, también serviría para vengar los años de sufrimiento de una mujer pura y buena. Después de disparar a Lisi tenía pensado subir al pequeño dormitorio para informar a la signora Clara que sus problemas habían terminado, pero el monstruo estaba en la entrada de la casa y ya conoce el resto. En cuanto a la pistola, inspector, la encontrará en el sótano.

Guidi respondió con un «sí» mecánico. Por alguna razón, lo que más temía en ese momento era que Bora confesara la verdad sobre Claretta; sin embargo, el hombre no dijo nada más de ella.

Herr Moser, ¿hay algo que pueda hacer por usted?

Guidi se sentía asfixiado y tuvo que salir de la casa. Los pocos pasos que lo separaban de su cuaderno lo expusieron al frío de un día asombrosamente claro y que invadía el amplio semicírculo de la columnata. Unos minutos antes, la idea de poder decirle a Claretta que era libre le había producido euforia. Sin embargo, ahora… no sabía muy bien cómo se sentía, aparte de confuso. Lo que pudiese ocurrir a continuación era tan distinto de lo que había supuesto que apenas podía imaginarlo. Cuando volvió dentro, Moser se encontraba de pie en el centro del vestíbulo y Bora, a varios pasos de distancia, seguía mirando al piano.

—¿Estamos a punto, inspector?

—Sí. Si me lo permite, lo llevaré en mi coche.

Moser inclinó la cabeza en un anticuado gesto de cortesía.

—Se lo agradezco. Deme tan sólo un momento para coger una muda. —Despacio pero erguido, Moser se dirigió a la elegante escalera. En lo alto, hizo otra reverencia a los hombres—. Con su permiso.

—Mayor, no encuentro palabras… —empezó Guidi, pero Bora no parecía escucharlo. Se había vuelto de espaldas a la escalera y tenía la mirada fija en la silueta color miel del Silbermann, como si vigilara algo, aunque el inspector no sabía qué—. Llamaré a la policía de Verona en cuanto demos con un teléfono público —prosiguió. Totalmente absorto, Bora contemplaba la oblonga belleza del piano—. Seguro que también querrá llamar a De Rosa y al coronel Habermehl…

La estruendosa detonación procedente de la planta superior retumbó en el techo abovedado. Guidi no estaba preparado para aquello y tardó un momento en reaccionar.

—¡Maldita sea! ¡No, no!

Se dirigió con torpeza a la escalera, arrojando al suelo el cigarrillo sin encender. Pasó por delante de Bora y empezó a subir los peldaños a toda prisa. El mayor le dejó la vía libre. La tensión de su rostro fue sustituida por una fulminante palidez.

—¡Le ha dado su pistola! —gritó de pronto Guidi—. ¡Ha aprovechado que he salido un momento para darle su pistola!

Bora abrochó la solapa de la funda vacía y, a ritmo pausado, siguió escalera arriba.

En el dormitorio, Guidi estaba arrodillado junto al cadáver de Moser. La sangre empapaba la alfombra raída bajo la cabeza, formando un semicírculo oscuro. Bora se quedó lo imprescindible para recuperar la P38, la cual devolvió a la funda sin siquiera limpiarla, y bajó de nuevo.

Cuando Guidi se reunió con él en el jardín, el alemán estaba más allá de la columnata. Allí, unos pedestales cubiertos de enredadera sostenían sendas estatuas que representaban las cuatro estaciones. Las figuras, deterioradas por el tiempo, parecían azúcar mordisqueado y el uniforme color tierra destacaba como una sombra entre ellas.

—Tengo que dar parte de esto, mayor. —Guidi se esforzó por mostrarse inmutable.

Bora le dirigió una breve mirada indignada.

—Adelante.

Los pedestales estaban conectados por bancos de piedra. Guidi se sentó en una de aquellas superficies erosionadas y permaneció allí, empapándose de los crudos y fríos rayos del sol de finales de año, con los ojos cerrados, de forma que una fluctuante oscuridad rojiza y azulada cubría su mirada.

—Al menos dígame por qué lo ha hecho.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? Él me lo pidió.

—Podría haberse negado.

—No tenía intenciones de negarme. No beneficiaba a nadie que sobreviviera hasta el juicio. Todo cuanto Moser quería era morir en su casa, y yo le proporcioné esa oportunidad. Ha sido una pequeña concesión.

—Exceptuando el hecho de que ahora usted es cómplice de su muerte.

—Así es.

—Mientras que Enrica Salviati…

—Ya se lo dije una vez, Guidi, y usted lo sabe mejor que yo: en la Italia fascista la gente tropieza en las vías cuando se aproxima el tren. O el tranvía. ¿Y si los camaradas decidieron silenciarla para que no corran más chismorreos sobre el bueno de Lisi, que en paz descanse? Cabe que así sea, ¿no? Si quiere enredarse en el asunto, es cosa suya, aunque dudo que llegue muy lejos.

Guidi abrió los ojos y vio a Bora a unos pasos de distancia, de pie y cabizbajo al sol del invierno.

—Con Moser muerto, mayor, Claretta es la única que ha de responder del asesinato de su marido. Usted tendrá que testificar al respecto.

—No; lo hará usted.

—Usted ha impuesto las reglas del juego desde el principio. ¿Por qué ahora debería implicarme?

—Porque yo no puedo.

—¿Por qué?

—Porque van a trasladarme lejos de Lago.

De pronto, a pesar del uniforme y el rango, Bora se le antojó muy joven, más que él. Le pareció más vulnerable, más susceptible de correr peligro.

—¿Lo van a trasladar? ¿Sin ningún motivo?

—Hay motivos.

Guidi tragó saliva. Fue más consciente que nunca de que Bora no compartía con él más que limaduras de sus pensamientos y que el resto lo guardaba con celo para sí. No se debía a altanería, sino a prudencia, incluso a decencia… o valentía. Le pasó por la cabeza —un pensamiento fugaz— que tal vez la figura que había visto en San Zeno sí correspondía a monseñor Lai. Incluso que el hecho de entregar a Gardini a las SS fuera el precio que Bora había tenido que pagar a su conciencia militar para justificar lo que había hecho por otros, por salvarlos, con discreción y arriesgando su propia vida.

—Allá usted si hace o no lo que debe en relación con este caso, Guidi. A mí se me ha agotado el tiempo.

El inspector estuvo tentado de interpretar las palabras de Bora como una invitación y tuvo cuidado de no comprometerlo con una respuesta impulsiva.

—¿Adónde irá? —preguntó.

—Espero que me asignen una misión en Roma.

—¿Y si no es así?

—Si no, no sé qué ocurrirá.

Guidi volvió a cerrar los ojos. Supo que Bora se alejaba por el crujido de la gravilla bajo sus pasos acompasados y renqueantes.

Nunca podrían llegar a ser amigos. El hecho de que Bora lo hubiera llamado mein Freund no significaba nada. Guidi, que no sentía ningún deseo de mirar alrededor, notó que el viento le susurraba palabras incomprensibles al oído. La nieve pronto acudiría a lomos del viento del norte, como si montara una silla invisible. Ese día, o al siguiente, Claretta actuaría una vez más en función de lo que él decidiera respecto a su participación en la muerte de Lisi. ¿Sería ella capaz de negarlo todo? Sí, sería capaz, sirviéndose de aquellos ojos de corderito y su providencial embarazo. Lloraría o le sonreiría, y él apartaría la mirada de sus lágrimas o su sonrisa. «Mañana, el día de Navidad de mil novecientos cuarenta y tres. Noviembre es un mes corto y cruel, y diciembre liquida el año».

Al cabo de poco dejó de oír los pasos de Bora. Cuando abrió los ojos, vio que el mayor se había dirigido al BMW. Él permaneció sentado en el banco, expuesto al cortante viento del norte. En el fondo de su corazón reconocía que, a pesar de lo extraño de la situación, Bora y él se habían convertido en lo que en otras circunstancias cualquiera llamaría «amigos». Debía admitirlo, aunque para ellos la relación no tuviera aquel significado.

Al otro lado del jardín, por encima de la copa rebelde de un boj sin podar, la pálida luna se arrellanaba en el cielo. Sandro Guidi abandonó el banco y se dirigió hacia el vehículo militar para reunirse con Martin Bora.