9

Bora despertó en la habitación del hospital en compañía de una monja que rezaba a los pies de su cama.

—Debo de estar mucho peor de lo que creía —dijo.

—No se preocupe. —La monja dejó el rosario—. Lo hago siempre que puedo.

Bora trató de reír, aunque apenas tenía motivos.

—No se mueva —le advirtió la hermana—. Acaba de salir del quirófano. El doctor Volpi ha aprovechado que no podía negarse y le ha curado la rodilla de una vez por todas. También le ha hecho algo en el brazo.

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

—No lo sé. Yo estaba en la capilla. Parece que tenía fiebre muy alta. Sus hombres llamaron urgentemente al médico de la localidad, y éste le administró efedrina. Luego, temiendo que pudiera tratarse de septicemia, lo envió aquí de inmediato. Cuando lo vi por primera vez, estaba inconsciente, y el doctor dijo que casi no tenía pulso. Lleva ya dos días con nosotros. Si quiere puedo afeitarlo.

Como si el cuerpo se le estuviera desentumeciendo, Bora empezó a sentir dolor, mucho más insoportable de lo que esperaba. Además, notó náuseas.

—Puedo afeitarme solo, hermana.

La monja negó con la cabeza y se dirigió a una mesa metálica en busca de una palangana que contenía agua jabonosa.

—Quédese en la cama y pórtese bien. Concédame una oportunidad de ganarme el paraíso.

Con gestos hábiles y experimentados, empezó a enjabonarle la cara. Tenía manos huesudas, tibias y hábiles. Bora recordó el gesto con que esas manos lo habían ayudado a escapar de las fauces de la muerte y le pareció imposible que tuvieran fuerza suficiente.

—Siento haberle dado una patada en septiembre —se disculpó.

—Olvídese de lo ocurrido en septiembre, mayor. Tendría que haber visto lo furioso que se puso el doctor Volpi. Empezó a hacer llamadas como loco hasta que dio con un hospital militar con reservas de penicilina. Se la arrebataron a los americanos de Sicilia. Dicen que sólo Dios sabe cómo lograron traerla hasta aquí.

Bora no sentía ningún deseo de averiguar más cosas acerca de su salud. Sabía que lo lógico sería preguntar si había algún mensaje para él, pero no quería hacerlo. Iba empeorando por momentos y se resignó a que la enfermera llevara a cabo su trabajo.

—¿Qué día es hoy, hermana?

—Martes, catorce de diciembre.

—Martes. ¡Y yo aquí perdiendo el tiempo!

La monja dejó a un lado los utensilios de afeitar. Se alejó un momento para ajustar la posición de las persianas y atenuar la intensa luz natural. Al disponerse a abandonar la habitación, le dijo:

—Tendría que quererse un poco más, mayor Bora.

A diferencia de los de ella, la voz y el comportamiento del doctor Volpi no denotaban ninguna compasión. Entró en la habitación en cuanto la religiosa salió, y su brusco mal humor indicaba algo más que preocupación.

—Lo normal sería que se encontrara peor de lo que se encuentra. Yo sólo tenía a mano plata coloidal, y el antibiótico en sí ya provoca fiebre. Si no hubiera sido por la penicilina que pedí… Le debe el pellejo a un suboficial siciliano del hospital militar de Padua. Gracias a Dios, se mantiene en contacto con unos hermanos suyos que han logrado evitar la cárcel, y no me refiero a un encarcelamiento por motivos políticos —añadió, y Bora lo comprendió. La mafia proporcionaba información a los americanos a cambio de medicinas muy preciadas que luego revendía a precios astronómicos. Habría protestado de no tener enfrente a Volpi, quien prosiguió—: El suboficial me debía un favor y, como es hombre de palabra, no escurrió el bulto. ¡Menos mal que he podido administrarle penicilina los últimos dos días! Tal vez le cueste trabajo sentarse, pero eso no es nada comparado con lo que podría haberle ocurrido.

Bora empezaba a reconocer la habitación. Los matices blanquecinos, los detalles. Las persianas, el alféizar de mármol veteado, las pequeñas grietas del enlucido, con forma de cabeza de caballo justo por debajo de la ventana. Las náuseas. El olor a desinfectante. Incluso tenía vendado el muñón izquierdo, igual que aquel día de septiembre.

—No logro figurarme lo sucedido —afirmó a modo de disculpa.

—¿Que no logra figurárselo? Tenía una infección producida por estreptococos, tan galopante que habría podido catapultarlo hasta el Creador, y el pulso tan débil que no conseguimos detectarle tres latidos seguidos. Mi padre tenía razón al decir que ustedes los alemanes son como animales: difíciles de matar. Le he pedido a la hermana Elisabetta que no le permita abandonar la habitación bajo ningún concepto. En cuanto a usted, recuerde que he delegado en ella la responsabilidad, así que no la obligue a desobedecer mis órdenes.

Frustrado por el hecho de que permanecer tumbado e inmóvil no aminorara el dolor, Bora se colocó de lado.

—Por lo menos me permitirá ir al servicio.

—Ni hablar. La hermana Elisabetta acudirá enseguida con una cuña. Bueno, he de visitar a los otros pacientes, mayor. Por cierto, un inspector de policía ha llamado dos veces y un coronel alemán ha venido a preguntar por usted. Los he mandado al infierno.

La monja acudió tal como le habían indicado. Bora supo que se encontraba allí por el frufrú de la falda, puesto que estaba vuelto. La debilidad y el dolor hacían que todo le resultara insufrible, incluso las cosas más nimias.

—Hermana, me da vergüenza… —murmuró, mirando la ventana—. ¿Podría acompañarme al servicio?

—No puedo. Si prefiere, esperaré fuera.

—No me apetece hacerlo aquí.

La monja soltó una risita.

—¿Por qué? ¡Es un hombre casado!

—Pero no suelo aliviar la vejiga delante de mi mujer, y menos en la cama.

—El doctor ha dicho que no debe levantarse. Tenga paciencia. Todo esto también son pruebas.

Sus palabras le causaron desdicha. Bora trató de no rendirse, aunque le costó lo suyo.

—Si usted supiera, querida hermana… No he hecho nada más que enfrentarme a juicios durante el último año.

—Eso quiere decir que Dios lo ama.

En Sagràte, Guidi leyó la carta que Turco le había entregado.

—No, Turco, no creo que Bora haya muerto. Si así fuera, Wenzel estaría bastante más perturbado. Sin embargo, no me cuenta qué le ha ocurrido. Como no me hablará de él por teléfono, me voy a Verona y sanseacabó. Lo único que nos faltaba era que quedase fuera de combate justo cuando acabamos de atrapar al testigo. Dios sabe qué le estarán haciendo las SS. —Dejó a un lado las cartas importantes y tiró el resto al cubo de la basura—. Puede utilizarlas mañana para encender la estufa. Si De Rosa vuelve a llamar, dígale que no sé dónde anda Bora. Y ya que domina el alemán, podría averiguarlo por sí mismo. No me apetece hablar con él.

Como Turco no se apartó del escritorio, Guidi levantó la cabeza.

—Bueno, ¿qué más quiere?

—Un granjero ha hallado un par de zapatos colocados en forma de cruz detrás de su granero, cerca del río. Estaban enterrados en la nieve, así que debían de llevar unos cuantos días allí. Diu nni scanza e liberi, inspector. Puede que el fugitivo asesinara a otras personas que no llegamos a encontrar. —Se dispuso a atizar el fuego—. Aunque parece que haya pasado un siglo desde que empezamos a perseguirlo, ¿verdad?

Guidi recogió el abrigo, los guantes, la bufanda y el sombrero.

—Me voy. ¡Ah!, y escúcheme bien. Si mi madre insiste en preguntar adónde he ido, dígale que no lo sabe. Si sigue molestándolo, cuéntele que he pedido el traslado a Cerdeña.

La verdad era que a Guidi no le gustaban los hospitales. Los evitaba siempre que podía. Y al fastidio que suponía dirigirse allí se añadían el pavimento helado, los puestos de control y el rencor que sentía hacia Bora. Todo era culpa de aquel alemán arrogante.

La hermana Elisabetta fue una de las personas que lo recibieron. Lo acompañó por un pasillo revestido de azulejos con altas arcadas. Guidi contuvo el aliento para evitar el hedor procedente de las puertas entreabiertas a derecha e izquierda.

La habitación de Bora se encontraba al final del pasillo. La conversación en alemán se oía desde allí. El coronel Habermehl se marchaba en aquel instante: cruzó el umbral con su figura azul grisácea y hombros cargados. Iba sonriendo.

Sorge dich nicht, Martin!

—Tengo que hablar con usted —dijo Bora en cuanto vio entrar al inspector.

—¿Cómo se encuentra?

—He tenido momentos mejores. Se trata de Gardini. El coronel Habermehl me ha dicho que no me preocupe, pero tengo buenos motivos para hacerlo. Hoy es el tercer día que las SS lo custodian. Es imprescindible que nos pongamos en contacto con él. Le he pedido al coronel que mueva los hilos en mi lugar. De Rosa lo mantendrá informado.

Al lado de la cama había una silla, pero Guidi prefirió no sentarse. «Se trata de Gardini». Era Bora quien lo había entregado a las SS. Si algún hilo estaba moviéndose en aquellos momentos, era precisamente en relación con Gardini.

—Bueno, mayor, de eso he venido a hablarle. Ya que estoy aquí, pensaba acercarme a la cárcel. ¿Qué debemos decirle a Claretta?

—Debe contarle la verdad. Trate de averiguar si Gardini y ella se han visto, si fue a visitarla anoche. Dígale que si la información que tenemos es cierta, la coartada del hombre puede ayudarla, y el delito de adulterio, en su caso, es preferible al de homicidio con premeditación.

Guidi no reaccionó ante esas palabras, a pesar de que le hubieran molestado. Permaneció en el mismo sitio, aunque inquieto, mirando fijamente a Bora. Recién afeitado, el mayor irradiaba su severidad característica. No llevaba la prótesis, y de la manga izquierda sólo sobresalía un muñón cubierto con un voluminoso vendaje. «No usa la bata del hospital. Wenzel debió de meterle un pijama en la maleta —pensó Guidi—. Seguro que se lo regaló su esposa o su madre. Y apuesto a que Claretta pensaría que está muy atractivo con él. De hecho, es muy atractivo».

—Entonces —dijo—, no cree que Gardini asesinara al marido de Claretta.

Bora recolocó la almohada.

—No saco ninguna conclusión sin pruebas. Lo que yo crea no sirve. Todavía hemos de finalizar los interrogatorios, incluido el del caso de la chica Zanella. Tengo intenciones de salir de aquí pasado mañana, aunque para ello deba saltar por encima del cadáver del médico. Usted irá a ver a Clara Lisi, por supuesto. —Alcanzó un libro que había sobre la mesita, donde vendas y medicinas aguardaban para ser utilizadas. Abrió el ejemplar (a juzgar por el título en el lomo, una biografía de Mozart en alemán) y extrajo un papelito doblado—. Cuando regrese a Sagràte, entregue esta nota al teniente Wenzel. ¡Pobre Wenzel! Le he dado un buen susto.

Guidi se marchó. El cielo se había despejado y el cegador sol invernal hacía que el interior de la cárcel de Verona mostrara un aspecto cavernoso y lóbrego.

Unos minutos más tarde, Claretta sollozaba ante él cubriéndose el rostro con las manos.

—Siento ser portador de malas noticias —dijo Guidi, aunque en realidad se sentía celoso de su reacción e impotente ante esa muestra desenfrenada de dolor—. Vamos, vamos. No se aflija tanto, sólo lo han detenido. —Observó el movimiento convulso de sus hombros redondeados al sollozar. ¡Qué aspecto tan frágil y sonrosado!, incluso en aquel cuarto sombrío. Le habría resultado muy fácil dejarse llevar y consolarla con un abrazo, pero se limitó a tocarle un codo—. Vamos, no le han hecho nada. —«Menuda mentira», pensó.

Claretta no se dejó engañar.

—¡Todo ha sido culpa mía! ¡Yo le revelé su nombre!

—No, no. Lo habríamos averiguado de todos modos. No tiene por qué llorar.

Ella permitió que Guidi le levantara la cabeza y le enjugara el rostro con un pañuelo.

—¿Por qué no vino el otro día? No quiero volver a ver al mayor.

—Tranquila, no volverá a verlo, Clara. El mayor está en el hospital.

—¡Pues me alegro! —Le cogió la mano y lo miró con los ojos anegados en lágrimas e ira—. ¡Ojalá se muera! ¡Ojalá se muera ahora mismo!

La húmeda calidez de su tacto sobrecogió a Guidi y le produjo una maravillosa desazón. Se sintió excitado y conmovido, deseoso de retener su mano.

—Dígame al menos una cosa, Claretta. ¿Vio anoche a Carlo Gardini?

Ella se levantó de la silla y, en un arrebato, le rodeó el cuello con los brazos.

Cuando el cirujano entró en la habitación de Bora, la hermana Elisabetta estaba diciéndole:

—¡Qué chica tan guapa! Escríbale, escríbale. Pobrecilla, no permita que se angustie por usted.

Bora estaba mostrándole la fotografía de su esposa que llevaba en la cartera y utilizaba como punto de lectura para el libro sobre Mozart.

—Es la hora de la inyección de penicilina, hermana —la interrumpió el cirujano—. Pínchele más arriba, ya le hemos perforado bastante ese músculo.

La inyección escocía como un demonio. Bora se concentró en el libro y trató de mantener la compostura a fuerza de no apartar los ojos del titular «Viajes por Italia», aunque apenas era capaz de distinguir las letras. La región lumbar le escupía fuego, y pasados unos minutos, un dolor atroz le recorrió la pierna. Tras despachar a la monja, el cirujano se sentó junto a la cama y le entregó un termómetro.

—Dese la vuelta. Póngase esto en la axila y veremos qué tal está. Estoy en contra del tabaco, pero si eso le levanta el ánimo, pídale a la hermana Elisabetta que le encienda un cigarrillo.

Bora tuvo que aguardar a que amainara el dolor para hablar.

—No necesito fumar, pero he de pedirle un favor.

—Me parece muy bien, siempre que no pida levantarse.

—Estoy interesado en cierta información.

El médico frunció el entrecejo.

—¿A qué viene eso justo después de mostrar las fotos de familia? ¿Qué ha hecho? ¿Ha dejado embarazada a alguna chica?

—No. Es simple curiosidad. —Y pasó a formularle su petición.

—Devuélvame el termómetro —dijo el médico, y comprobó la temperatura con alivio—. Bueno, en Verona hay varios profesionales dispuestos a realizar esa intervención. Prácticamente cualquier médico podría hacerlo, pero si prefiere a un especialista, puedo recomendarle dos.

—Busco a uno que tenga consulta privada, no me interesan los que ejercen en hospitales o clínicas.

—¿Y para qué quiere saber sus nombres?

—Me gustaría hablar con ellos por teléfono.

—Olvídelo. No va a levantarse de la cama.

—¿Puede al menos pedirle a la hermana que llame por mí?

—Pídaselo usted mismo. Si ella quiere hacerle de secretaria además de ayudarlo a cambiar de postura, es asunto suyo.

Pasado un rato, las pequeñas manos de la monja, agrietadas por el constante contacto con el jabón y el alcohol, quedaron ocultas por las holgadas mangas. Repitió la pregunta que Bora le había pedido que hiciera.

—¿Eso es todo, mayor?

—Sí, pero debo advertirle que es una mentira.

—¿Y espera que yo mienta?

—Es por una buena causa, hermana. Según el principio moral del doble efecto, un pecado venial queda más que redimido si el resultado es noble.

La hermana Elisabetta sonrió.

—Con que ahora va a dedicarse a enseñarme religión, ¿eh, mayor?

Aquella noche, de vuelta en Sagràte, Guidi entró en la cocina sin saludar a su madre. Con aire distraído y el gabán todavía puesto, se dirigió al fregadero, se enjabonó las manos, se las secó sin aclarárselas y se sentó a la mesa. Cuando ella le sirvió la sopa, él se levantó y empezó a andar de un lado para otro. En un momento dado, abrió de par en par la puerta de entrada, la cerró de nuevo de un portazo y siguió paseándose.

Semejante arrebato de desquicio asustó a su madre.

—Sandro, ¿qué ha ocurrido?

—Nada.

—¿Te encuentras mal?

—No. —Volvió a sentarse a la mesa y se quedó con la mirada fija en plato de sopa. Se desabrochó el abrigo—. Tome. —Le tendió el pañuelo, arrugado y manchado de rímel—. Lávelo, madre.

A primera hora de la mañana, a Habermehl ya le apestaba el aliento a alcohol a pesar de las pastillas mentoladas Valda que se pasaba el día masticando. Por ser demasiado grueso para el uniforme que llevaba, los pantalones azul grisáceo de las fuerzas aéreas le tiraban con cada movimiento y, cuando se sentó en la cama de Bora, la tela pareció a punto de rasgarse a la altura de las rodillas.

—Martin, he hablado con el superior inmediato del Hauptsturmfuehrer Lasser en las SS. Me ha prometido que retendrán al prisionero en Verona veinticuatro horas más. Puedes hablar con él, pero me ha dejado claro que estaba pidiéndole un gran favor. No me importa qué te traes entre manos con ese tal Gardini, pero date prisa, porque no sabemos qué es lo siguiente que le harán.

—Si por mí fuera, ya me habría puesto en marcha, herr Oberst. Pase lo que pase, mañana me marcharé. —A pesar de que la hermana Elisabetta no hablaba alemán, Bora calló en cuanto la religiosa se asomó por la puerta.

—Mayor, ha venido un oficial de la Guardia Republicana Fascista. Se llama De Rosa y dice que es urgente.

Habermehl reconoció el nombre. Cogió la gorra que había dejado en la mesilla.

—¿Quieres que me vaya, Martin?

—No, herr Oberst, quédese. Más vale que oiga las últimas noticias. Es posible que vuelva a necesitar su ayuda.

De Rosa entró con decisión. Hizo el saludo fascista, tieso como un palo, y las palabras que dirigió a Bora en alemán dejaron entrever su exasperación.

—Mayor, ha llegado a mis oídos que han detenido a un dirigente partisano y lo han arrebatado a traición a las autoridades italianas. He venido a pedirle, ya que fue usted quien lo puso en manos de sus compatriotas, que ordene que nos lo entreguen de inmediato.

Habermehl, a quien tenía sin cuidado la política italiana, se había levantado de la silla y estaba hojeando el libro de Bora junto a la ventana. Encontró la fotografía de su esposa y la examinó a la luz del día. Cuando advirtió que Bora estaba a punto de estallar de ira, decidió soltar una risotada para evitar el conflicto. Rió para que De Rosa entendiera lo absurda que resultaba su petición y, además, porque conocía bien el fanatismo y lo odiaba.

A las siete y media de la mañana del jueves, cuando el mayor se disponía a abandonar el hospital, el cirujano ni siquiera lo miró a la cara.

—Yo me lavo las manos. Haga lo que quiera, el enfermo es usted.

A las ocho en punto, el Hauptsturmfueher Lasser —muy parecido a Alan Ladd aunque no fuera consciente de ello— escrutó los galones de Bora antes de hablar.

—¿No nos hemos visto antes en alguna parte, mayor?

Era la misma pregunta formulada por otro SS.

—Es posible. Verona es una población muy pequeña. Puede que en el funeral de Vittorio Lisi, el otro día.

—No, no. Me refiero a misiones militares. ¿No estuvo en Polonia en el treinta y nueve? Sí. Ahora lo recuerdo. En Cracovia, en el cuartel general. Servía a las órdenes de Blaskowitz.

—Todos servíamos a las órdenes del general Blaskowitz. Él dirigía el Gencralgouvernement.

En el despacho de Lasser, uno de los muchos en el edificio requisado a una aseguradora, el palazzo INA, hacía tanto frío que el aliento se condensaba. El mayor supo que Lasser, oculto tras la pequeña nube de vaho producida por el resoplido de irritación, no se había tragado su pose calmada. Había sacado el tema porque el general Blaskowitz tenía fama de hostil a las SS, y en Polonia los oficiales jóvenes habían osado revelar las vejaciones a las que había sido sometida la población civil. Bora, que había entregado en mano a Blaskowitz informes sobre acciones de las SS en su pabellón de caza en Spala, sabía adónde quería ir a parar.

—Bueno, hace mucho tiempo que salimos de Polonia —prosiguió, y dirigiendo la vista hacia los galones de Lasser, añadió—: Usted fue a parar a Francia. A mí me tocaron dos años en Rusia, incluido Estalingrado.

—Se presentó voluntario, igual que para ir a Polonia. Ahora dígame qué quiere de nosotros.

—Sólo la oportunidad de hablar con su prisionero. Después de todo, fui yo quien se lo entregó. Y creo que el coronel Habermehl le ha explicado que mi presencia aquí no tiene nada que ver con la política.

Lasser entornó los ojos.

—Ese bandido de Gardini es el peor de los de su calaña, tozudo y descarado. Le gusta tentar a la suerte, mayor. Si no me equivoco, teniendo en cuenta el tiempo que usted ha pasado al acecho en la campiña italiana, entenderá a qué me refiero.

—Creo que se equivoca.

—¿No fueron sus hombres los ineptos que permitieron que se les escapara un camión lleno de judíos la semana pasada? Lo sé todo.

—Entonces también sabrá que el vehículo sufrió una avería. Era plena noche, el terreno era una zona boscosa e impracticable, y los guardias perdieron el control de la situación. Eso es lo único que ocurrió. Su comandante debería entender que mi unidad no está preparada para esa clase de acción.

Lasser no logró amedrentarlo con la mirada. Sin embargo, al dirigirse hacia la puerta, Bora tuvo que rodearlo para salir. Lo hizo con cuidado, pues cualquier movimiento brusco le producía dolor y le hacía ver las estrellas.

—¡Tiene cinco minutos! —gritó Lasser a sus espaldas—. Así que dese prisa.

Desde su estancia en Rusia, Bora creía que jamás volvería a sufrir claustrofobia. La falta de horizonte lo había obsesionado durante los últimos días del verano pasado allí, y en el otoño y el invierno. La bruma, la lluvia y la nieve le impedían ver el final de aquel mundo, y dirigía a sus hombres presa de la desorientación, pese a los mapas e indicaciones.

Aquel día, la lluvia pertinaz y las altas paredes que cercaban el patio junto al palazzo INA lo encerraban como una caja destapada y hacían que se sintiera incomprensivo y arisco. El hecho de haber obtenido el permiso, aunque fueran unos minutos, resultaba milagroso, si podía llamarse milagro a lo que Habermehl conseguía mediante su influencia. Así las cosas, no creía que le diera tiempo de obtener la información que quería, pero debía intentarlo de todos modos.

Gardini se encontraba en el interior del camión, vigilado por un guardia armado. Un soldado por prisionero. Bora sabía muy bien cuál era el destino real de aquel supuesto traslado, y se preguntó si en la cabina habría una mortaja para el cadáver o si ni siquiera se habrían molestado en prepararla. La lluvia mojaba la capota del camión y caía en forma de eslabones de una cadena, como un triste collar.

Desde hacía dos años, cada escena de aquel tipo que presenciaba, cada muerte, era como un ensayo de la suya, lo cual no añadía autocompasión egoísta a la larga espera, sino fatiga.

Era probable que Gardini creyese que iban a trasladarlo a otra prisión. No dijo nada al respecto, y Bora tampoco. El mayor no subió al camión, no sólo porque todavía le dolía mucho la pierna, sino porque la muerte no tardaría en invadir aquel espacio húmedo. Así que permaneció junto a la parte trasera bajo la lluvia mientras Gardini lo observaba desde dentro.

—No tenemos mucho tiempo —dijo, consciente de la ironía contenida en sus palabras—, así que es mejor que me lo cuente rápido. Clara Lisi está en la cárcel acusada de asesinar a su marido. Imagino que a usted le importa más que a mí. —Pasó por alto el gesto poco amistoso de Gardini—. Si tiene algo que ver con el caso, haga el favor de decirlo ahora. Su situación ya no puede empeorar. A fin de cuentas, usted es un hombre con agallas. De no ser así, no habría entrado en la ciudad tres veces, y a escondidas, sabiendo que podían detenerlo.

—Cuatro. He entrado cuatro veces.

—Muy bien, pues me alegro. Comprendo que es muy importante ver a la mujer amada. ¿Mató usted a Vittorio Lisi?

—No tengo nada que decir.

Bora rechazó con un ademán la invitación del soldado para que entrara en el camión y se protegiera de la lluvia. No le importaba mojarse.

—Son un hatajo de idiotas si creen que lo hizo Claretta —se limitó a espetar Gardini desde su asiento.

—Es verdad, a veces somos idiotas. Ayúdeme a verlo más claro.

—Yo ni siquiera sabía que Lisi había muerto, y mucho menos que Claretta estaba arrestada. Vine porque tenía que volver a verla.

—¿Tenía o quería?

Gardini lo miró fijamente con expresión hostil.

—¿A usted qué más le da?

—La diferencia es importante.

—Tenía que verla, pero también quería hacerlo. ¿Y qué?

—Supongo que es usted la persona que telefoneó a la villa hace un tiempo. ¿Le dijo que planeaba ir a visitarla?

Mientras Bora hablaba con el hombre, el olor que desprendían las losas del patio bajo la lluvia le recordaba otro momento, otro lugar… aquel en que había estacionado el coche para besar a Dikta, antes de la guerra, ya entonces inseguro del amor que ella le profesaba, aunque consumidos por un deseo mutuo que, en el caso de él, albergaba suficiente amor para esperar que a ella también le ocurriera lo mismo. La casa de campo que sus padres poseían en Gohlis, una puerta abierta a un mundo de espacios corteses para el venerable Bora, a los rincones aún amigables de su infancia, mucho menos inocentes desde que volviera a visitarlos con ella. La lluvia casi siempre le recordaba ese beso.

El hecho de estar allí de pie, junto a un hombre que al cabo de una hora estaría muerto, le parecía que era como caer en una trampa desde un amplio espacio lleno de posibilidades. El patio, la tarea que tenía entre manos, su carrera… Todo eran trampas, una dentro de otra, y no era él quien iba a morir ese día.

Gardini no dijo nada. Era obvio que los hombres de Lasser habían hecho un buen trabajo con él. Las manchas de sangre de las mangas indicaban que se había restañado una hemorragia nasal. Por su modo de sentarse, el mayor adivinó el malestar de un cuerpo que había sido apaleado.

—Lo que en realidad quiero saber —prosiguió— es si se encontraba con Clara Lisi el día diecinueve de noviembre por la tarde.

—No pienso decírselo.

—¿Estaba en Verona o cerca de allí?

—Ya le he dicho todo lo que tenía que decir, mayor.

El tiempo se había agotado. Bora se alejó del camión. Se encontraba ya casi fuera del alcance del oído cuando Gardini lo llamó con una voz que revelaba una súbita desazón. El rencor se había disipado o, por lo menos, no era el sentimiento principal en ese momento.

—¿Cómo está Clara?

—Está bien.

El motor del camión se puso en marcha. No tenían nada más que decirse.

•••

Lasser ya no estaba en su despacho de la segunda planta del cuartel general de las SS, pero su lugar lo ocupaba el anónimo Standartenführer de la cicatriz en el labio.

El hombre lo llamó cuando pasó por delante.

—Aquí tengo su informe, mayor —le anunció sin cerrar la puerta. Bora se dispuso a responder, pero el otro lo interrumpió con rudeza—. No malgaste saliva. Ya sabemos que es usted muy elocuente y que nunca seremos capaces de superarlo en ese terreno, pero ahora no estamos en clase de Filosofía.

Bora se volvió temerario.

—Si ésa es su valoración, espero que no le importe si me voy, tengo mucho que hacer y los cumplidos sobre mi elocuencia no son más que una pérdida de tiempo para ambos. Con respecto al incidente, debería quejarse a las autoridades italianas. Según el artículo siete, ellos eran en última instancia los encargados del transporte y, por tanto, los responsables.

El oficial SS no apartó la mirada de la carpeta que llevaba en la mano.

—Usted es Martin-Heinz Bora, recientemente destinado al Sur, y con anterioridad al Este, Tercer Cuerpo del Ejército, ¿verdad?

—Así es.

—Y su zona asignada ¿no se encontraba dentro del radio de operaciones del Einsatzgruppe B en el cuarenta y uno?

—Espero que así fuera. Si no recuerdo mal, el Einsatzgruppe B se extendía desde el norte de Tula hasta el sur de Kursk. Resultaba difícil no caer dentro de su radio.

—¿Le recuerda algo el nombre de Rudnja?

Bora recuperó la suficiente prudencia para no hacer ningún comentario.

—Es el nombre de una localidad —respondió.

—Cercana a Smolensko, ¿no?

—Sí, en efecto. Supongo que no lo pregunta para poner a prueba mi dominio de la geografía soviética.

—Ni mucho menos. Llevo encima una copia del Informe del Estado de Operaciones en la Unión Soviética, número ciento cuarenta y ocho, de fecha diecinueve de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno. Hace referencia a la ejecución de cincuenta y dos judíos.

—Entonces no debe de referirse a Rudnja. Allí murieron diez veces más. Esos otros cincuenta y dos fueron capturados en Gomel y ejecutados por hacerse pasar por rusos.

—No fue gracias a usted, mayor.

Era asombroso que alguien sudara en esa habitación gélida.

—No entraba en mis funciones la de ayudar al Einsantzgruppe. Parecían arreglárselas bien solos —se defendió Bora.

—¿No es verdad que le pidieron explicaciones por haberse negado a prestar apoyo militar a las operaciones de las unidades especiales de Rudnja y Gomel?

—No; yo estaba en plena batalla cuando llegaron ambas peticiones; cuando alcancé el campo base, ya habían llevado a cabo las operaciones.

—Pero usted no combatió en Shumjachi.

—No. En Shumjachi me negué, acogiéndome al párrafo cuarenta y siete uno b del Código Penal Militar. Lo hice por motivos relacionados con la moral de mis hombres: la mitad tenían hijos, y una afección cutánea no parecía justificar el fusilamiento del pabellón de pediatría.

—Usted no está cualificado para juzgar las condiciones de salud de nadie.

—Pero sí para juzgar la moral de la tropa.

Era evidente que aquella carpeta contenía mucho más que el informe del incidente del 1 de diciembre. Desde su posición, Bora no podía distinguir los otros documentos, pero aparentaban informes mecanografiados del Departamento Militar de Crímenes de Guerra, como los que él mismo había redactado y firmado.

Al apretar los labios, la cicatriz del SS se tensaba.

—En su informe puede decir lo que quiera, Bora, pero le diré lo que pienso yo: creo que no ha hecho nada para evitar la huida de los judíos ni para garantizar su captura. Por culpa de la precariedad de los medios italianos, no puedo demostrar que usted manipulara el camión, pero sé que alguien había aflojado una tuerca de la rótula del extremo de la barra de dirección. Eligió la peor ruta y dispuso que el traslado se realizase en plena noche. Además, creo que se alió con el clero local al punto de simular el arresto de un sacerdote para que los guiara hasta lugares cuyo acceso nos estuviera vedado. Eso encaja con los informes que hemos recibido del Este acerca de usted, donde su cerebro militar de repente dejaba de funcionar cuando se trataba de judíos. En el puesto de mando de Lago, el campo estaba lleno de madrigueras donde se escondían, y ahora, en cambio, no hay ni una. Alguien los puso sobre aviso ante sus narices, mayor. Me parecen demasiadas coincidencias. Si no tuviera los amigos que sé que tiene, consideraría que está de parte de los judíos.

Al igual que cuando se encontró en la mesa de la sala de urgencias, Bora pensó que era inútil angustiarse.

—No me gusta lo que insinúa —respondió en tono airado.

—Me importa un carajo que le guste o no, aristócrata bocazas. Si no fuera por sus buenas relaciones, haría tiempo que le habríamos dado una lección. Quiero que sepa que voy a ocuparme personalmente de que sus amigos dejen de protegerlo. Ya veremos cuánto le dura entonces la racha de suerte.

Guidi esperaba a Bora en la piazza Cittadella, detrás del paiazzo INA.

—Mayor, ¿tenía que elegir precisamente este lugar para traer a Gardini? ¿Sabe cuántos logran salir con vida por esa puerta?

El inspector no dudaba que muy pocos. Bora respiraba de forma agitada, y no sólo porque acabara de bajar dos tramos de escalera al salir del despacho de Lasser.

—No quiero parecerle egoísta, Guidi, pero a estas alturas ya he perdido a muchos hombres y una mano por culpa de los partisanos. Si a eso añade los motivos ideológicos, que para mí son más importantes que los personales, verá que he hecho lo que debía hacer. Gardini ha matado al menos a tres soldados alemanes y consiguió que estallara un depósito de combustible. Sabía muy bien lo que se hacía y dónde acabaría si lo apresaban.

—¿Le ha dicho al menos que Claretta está en la cárcel?

—Sí, pero cree que le he mentido para hacerlo hablar. Prefiere creerlo así, supongo que lo necesita. Uno muere más tranquilo si no deja asuntos pendientes. No ponga esa cara, Guidi. En Rusia colgábamos a los partisanos al borde del camino.

—¿Qué va a ocurrirle a Claretta?

Bora sabía que estaba siendo muy cruel, pero no sentía ni un ápice de caridad en aquellos momentos.

—Si es culpable, permanecerá en la cárcel. Si no, puesto que tanto le preocupa, ¿por qué no se le declara?

Poco después salieron de Verona rumbo a la aldea de San Pancrazio. Guidi guardaba silencio junto al militar que conducía mientras preparaba las preguntas para la esposa de Zanella. En el asiento trasero, con la pierna izquierda estirada para descansarla, Bora parecía enfrascado en los viajes por Italia de Mozart.

La lluvia había derretido la nieve. Los campos se extendían trazando rayas y cuadros marrones, separados por sauces y matojos, entre los que discurrían surcos anegados de un agua plúmbea. Pasaron cerca de granjas con los almiares desflecados y los corrales encenagados. Guidi las observaba desfilar cuando atisbó con el rabillo del ojo que Bora en realidad contemplaba la fotografía de su esposa, disimulada entre las páginas del libro abierto.

Delante de la granja, el barro se había derretido después de haberse helado. Guidi, quien se había acercado a llamar a la puerta, acabó con las suelas de los zapatos hundidas en el lodo, por lo que las restregó en el peldaño de la puerta.

Polizia —anunció.

Le abrió una mujer rubia y corpulenta que, a pesar de sobresaltarse al ver el uniforme de Bora, sólo necesitó el afable gesto de aproximación de Guidi para saber que no le había ocurrido nada a su marido en Alemania. Una vez dentro, el inspector se encargó de las preguntas mientras el mayor escuchaba desde la puerta.

—En esta casa no se pronuncia ese nombre —empezó la mujer—, no me pida que lo mencione. Era un asqueroso canalla, inspector. Dios sabe que no nos ha procurado más que dolor y lágrimas. Por mí, que se achicharre en el infierno, y que el Señor bendiga al hombre que lo haya matado.

—Puede que haya sido una mujer —apuntó Bora, cabizbajo.

Guidi pasó por alto el comentario.

—No tiene por qué contarme toda la historia de su hija —la tranquilizó—. Ya sé lo que sucedió.

—¿Lo sabe? —Ella esbozó una sonrisa forzada que dejó a la vista unos dientes amarillentos—. ¿De verdad lo sabe? ¿Quién se lo ha contado? ¿La partera que le hizo la carnicería? ¿Los amigos de ese hombre? ¿La esposa que se compró y que no le bastó?

Bora levantó la vista. Salvo por el idioma, podría muy bien encontrarse en el Este. Uno tras otro, los rostros estoicos de mujeres eslavas acudían a su mente y suplicaban sin derramar lágrimas o rogaban que se hiciera justicia. Él había matado a sus maridos y los animales de sus granjas, y les había arrebatado sus casas. Había reabierto sus iglesias, les había proporcionado comida y había pasado tardes sentado junto a ellas. El rostro surcado por la vida que ahora tenía delante era el de otra madre con una historia que contar. La mujer empezó a hablar.

—De joven me marché a trabajar como sirvienta. ¿Cree que no sé cómo se comportan los hombres ricos con sus criadas? Advertí a mi hija, Dios lo sabe, pero quién iba a imaginarse que un lisiado repugnante, que podría ser su abuelo, sería capaz de hacer lo que hizo. Mi hija era joven, eso es todo cuanto tengo que decir sobre ella. Los niños no tienen la culpa.

Guidi asintió.

—Su marido regresó tras la disolución del ejército y, por lo que sabemos, se dirigió de inmediato a casa de Lisi.

—Pues claro. Ojalá hubiera tenido todavía el fusil para hacer justicia en ese mismo momento.

—¿Qué le dijo a Lisi?

—Lo que cualquier padre le diría a un cerdo como él, que encima tuvo el descaro de ofrecernos dinero, como si eso fuera a devolvernos a nuestra hija. Todos los ricos son iguales. Te arrojan unos schei y se creen que con eso solucionan las cosas. A nosotros no nos solucionó nada, señor, nada.

Guidi miró a Bora, quien guardaba silencio como en el momento de interrogar a Enrica Salviati. Se preguntó, Dios sabe por qué, si a fin de cuentas su actitud reservada no sería la propia de un aristócrata tímido.

—Bueno, dicen que fue su marido quien le pidió una indemnización —prosiguió.

Los dientes de la mujer, que parecían huesos dispuestos en dos hileras, volvieron a quedar a la vista.

—¿Quién lo dice? Quien haya sido es un cerdo y un sinvergüenza. El dinero de ese canalla no nos sirvió para enjugarnos las lágrimas.

—¿Su marido tiene acceso a algún coche?

La pregunta la formuló Bora, que se había acercado a la ventana de la cocina para echar un vistazo.

—¿Por qué lo pregunta? ¿Porque era conductor de ambulancias militares? —repuso la mujer con acritud—. Por eso se lo llevaron con ustedes a Alemania.

Bora se impacientó de súbito, aunque no la miró.

—No tengo ningún interés personal en su marido. Es la investigación lo que lo reclama. Haga el favor de responder a mi pregunta.

Sabía que la mujer lo estaba observando. De nuevo llovía en esa tierra llana como Rusia, pero ni tan desolada ni tan inmensa. Bora pensó en su madre, en su hermoso rostro y en las lágrimas que Valenki había augurado que derramaría por sus hijos. Era incapaz de recordar una sola vez que su esposa hubiera llorado. Cuando se giró, la mujer tenía las manos entrelazadas, un gesto que también le resultó muy familiar. Se quedó mirando el nudo que formaban sus dedos hinchados y surcados de protuberantes venas azules.

—¿Es eso lo que quiere saber? —La mujer le indicó a Bora que se acercara con un gesto campechano, pero él hizo caso omiso—. Si de eso se trata, escuche bien, porque voy a contarle lo que ocurrió. ¿Quiere saber si mi marido tenía acceso a algún coche? Sí, lo tenía, y lo utilizó. Disponía de un vehículo el día en que asesinaron a ese lisiado. Lo sacó del garaje del ejército. Tenía un amigo allí y no sé cómo se las apañó para convencerlo, pero la cuestión es que regresó a casa en coche. Todo el mundo sabía que ese lisiado se había separado de su esposa y vivía solo en el campo, con una criada. Mi marido me confesó aquí mismo, sentado a esta mesa, que le había pasado por la cabeza acudir allí y acabar de una vez con todo este asunto. Sí, sí, asesinarlo. ¿Satisfecho? Si lo que quería oír era eso, ya lo ha oído. Sin embargo, Dios no le concedió la gracia de llegar a hacerlo.

Guidi no entendía cómo se las arreglaba Bora para mantener su hosca serenidad. Él era un manojo de nervios.

—¿Por qué? ¿Ya habían herido a Lisi cuando llegó su marido?

—Mejor que eso, inspector. Aún estaba de camino cuando por la carretera se encontró nada menos que con la criada del lisiado, dando alaridos. Frenó para no atropellada, y ella, entre gritos y sollozos, le pidió auxilio. Le dijo que habían asesinado a su señor y le rogó que buscara ayuda.

—Supongo que no lo hizo —dijo Bora.

—Tiene toda la razón. La acercó a la carretera general y la dejó allí. Le dijo que le pidiera ayuda a otro. ¡Como si pasaran tantos coches! Mire, él sólo quería quitársela de encima para ir a la villa, y lo hizo. No obstante, el lisiado ya estaba muerto, o casi muerto, el muy cerdo. —Abrió sus recias y encallecidas manos—. No somos tan imbéciles como para no comprender que no sirve de nada enfadarse con un muerto. Mi marido dice que se limitó a echarse a reír mientras contemplaba a ese canalla tendido boca arriba, retorciéndose. Era demasiado tarde para hacer cualquier otra cosa, pero él jura por Dios que le propinó un puntapié en la jeta, por lo que le había hecho a nuestra difunta hija.

Bora se sorprendió, reacción que a Guidi no le pasó inadvertida.

—¿Y qué sucedió después? —la apremió el mayor.

—Que el diablo lo acogió en su seno, eso es lo que ocurrió. Que Dios bendiga a quien lo mandara al infierno. Mi esposo devolvió el coche al garaje ese mismo día, y a principios de la semana siguiente, ustedes los alemanes se lo llevaron a trabajar.

Bora, apostado junto a la ventana, se irguió y registró su guerrera en busca de cigarrillos.

—La decisión no tuvo nada que ver con lo ocurrido, puede estar segura. ¿Con qué pensaba su marido asesinar a Lisi?

La mujer alzó las manos hasta que sus brazos formaron sendos ángulos rectos.

—Con esto. Es muy fácil matar a un lisiado, ¿no cree?

Bora recordó que se había dejado los cigarrillos en el coche, y ahora sentía unas ganas desesperadas de fumar.

—No siempre —respondió.

Con el cuaderno en el regazo, Guidi tomaba notas a ritmo frenético.

—¿Le contó su marido si chocó con la verja al entrar o al salir?

La mujer lo miró con ceño.

—Mi marido no ha tenido un accidente en su vida. De joven competía en carreras de montaña.

—¿Le dijo si se cruzó con algún coche al ir a la villa o al volver?

—No me lo dijo y yo tampoco se lo pregunté. A pesar del interés por mantener en secreto la muerte de ese cerdo, acabará por saberse un día u otro. Al principio dijeron que había sido un accidente y ahora dicen que su mujer lo mató por dinero. Los ricos no matan por dinero, puedo asegurárselo, lo que quieren es poder. Con todas las vidas que ese lisiado llegó a arruinar, pueden estar buscando a quien lo despachó hasta el día del Juicio Final.

La mujer no se levantó de la silla cuando lo hizo Guidi para reunirse con Bora, quien se había dirigido a la puerta y se disponía a salir.

—¡Si quieren arrestarme, háganlo! —les gritó—. Seguro que en la cárcel no lo pasaré peor de lo que ya he pasado.

—No voy a arrestarla —aseguró Guidi.

Cuando llegaron al coche, el inspector tenía los zapatos embarrados. Bora se sonrió con suficiencia al observar sus propias botas manchadas.

—Rebosa una sabiduría proletaria conmovedora, ¿verdad? —comentó con frivolidad—. «Los ricos no matan por dinero». Por lo que se ve, los pobres tampoco.

—No hay motivo para sonreír, mayor. No podremos registrar todos los vehículos del garaje militar.

—Sobre todo si tenemos en cuenta que todos han sido trasladados a Alemania. No se preocupe, la anciana dice la verdad. Nos hemos metido en otro callejón sin salida.

—¡Gracias a De Rosa! Y usted encima sigue haciéndole caso.

Bora ordenó al chófer que arrancara.

—Guidi, Guidi, ¿qué voy a hacer con usted? Tiene el poco sentido del humor propio de quien se dedica a interrogar a la gente, pero carece de la crueldad que eso requiere. Yo no hago caso a De Rosa. Ese hombre no es más que un mamarracho de quien nos olvidaremos muy pronto. Es posible que sus compañeros hayan tratado de chantajear a Clara Lisi sin conseguirlo; incluso puede que hayan asesinado a Enrica Salviati, quién sabe. En cuanto a mí, no olvido lo que Mussolini escribió sobre ustedes los italianos. No es que sea imposible hablar con ustedes, es completamente inútil.

—Así, si no fue Zanella, Gardini o De Rosa, Claretta paga los platos rotos y podemos dar por concluido el caso.

—Yo no he dicho que todas esas personas hayan quedado fuera de la lista de sospechosos, si bien el único que tiene una coartada inconsistente es De Rosa. Gardini sería el más fácil de inculpar, pero es poco probable que pidiera prestado un coche para hacer lo que podría haber hecho con un disparo.

—Bueno, disponemos de otra pista: si Lisi prestó dinero a los fascistas de Verona, tal como usted dijo…

—No me atribuya palabras que no he dicho.

—Podría tratarse de una conspiración antes que de un encubrimiento.

Bora se mostró algo intrigado.

—He estando azuzando a De Rosa todo lo que he podido. Sería interesante que al final resultara culpable. El coronel Habermehl se tomaría un par de copas a su salud para celebrarlo.

—¿Qué pasaría si fuera cierto que las letras del calendario de Lisi indican los nombres de sus deudores?

—Entonces tendríamos que elegir entre la mitad de las letras del alfabeto, porque no hay ninguna C.

A Guidi le pareció de lo más irritante que Bora abriera el libro y comenzara a leer mientras hablaban.

—¡No podemos rendirnos ahora!

El mayor, impasible, pasó una hoja.

—Para serle franco, Guidi, estoy harto de este caso. Puede que sea por culpa de la fiebre, pero estoy empezando a soñar con esto por las noches y no es mi tipo de sueño preferido. Esta mañana he despertado con la convicción de que debía investigar el significado que la Inmaculada Concepción tiene en el asunto. ¿Qué relación existe, aparte de empezar por C? No, Guidi; por hoy hemos hecho cuanto hemos podido, así que tenga la amabilidad de dejarme leer. Si cualquier otro día me necesita, sepa que a ratos estaré y a ratos no, pero lo más probable será que no. Déjele el mensaje a Wenzel. Le tiene ojeriza, pero me pasa religiosamente todos sus recados.

Por sus palabras, Guidi supo que Bora se había puesto a la defensiva. Más que por decepción, parecía estar evitando una discusión para poder entregarse a sus propios pensamientos turbadores. Una prudente estrategia para distanciarse de su mente, lo cual evitaba que otras personas siguieran una trayectoria paralela.