A las ocho de la mañana, los rayos de una luz virginal intentaban colarse por la ventana. Enmarcada por la puerta de la cocina, Guidi vio a su madre trajinando en los fogones bajo ese resplandor.
—Buenos días.
Atravesó la estancia para prepararse una taza de café, pero ella ni se volvió ni lo miró, se limitó a seguir removiendo la salsa con parsimonia. Guidi se atrevió a rellenar la cafetera de aluminio con dos cucharaditas de sucedáneo de moca y a dejarla sobre el fogón, e incluso le dio tiempo a colocar la taza y el plato en la mesa. Sabía que sentarse a tomar café en la cocina equivalía a una rendición, pero estaba harto de tanta tensión.
Su madre esperó a que bebiera el primer sorbo para hablar.
—Sé cómo funciona el jueguecito, Sandro, no creas que no, y estos silencios enfurruñados no te funcionarán conmigo. Llamadas misteriosas, salidas en plena noche, viajes a Verona cada dos por tres cuando hasta ahora tenía que arrastrarte para que me acompañaras al cine o a comprar… Se trata de una mujer casada, ¿verdad? Seguro que incluso con hijos. Es una de esas mujeres de ciudad, una de esas busconas que siempre han tenido la reputación que han tenido.
Guidi apuró el café. En vez de enfadarse, sintió una divertida curiosidad por oír lo que su madre había elucubrado en tres días de silencio.
—De hecho sí que está casada. ¿Cómo lo ha sabido? —la pinchó un poco.
A ella se le cayó el cucharón en la salsa.
—¡Lo sabía, lo sabía! La culpa la tienen Verona y ese alemán de ojos de gato que sólo Dios sabe cuántos crímenes acarreará en su conciencia. —Rescató el cucharón y dejó un churretón de tomate en la pared—. ¡Y pensar que podrías haberte casado con la hija de un juez del Tribunal de Apelaciones!
Guidi no pudo menos que echarse a reír.
—Cierto, lástima que ella no quisiera.
—Habría acabado aceptando si hubieras insistido un poquito más. ¿No terminó casada con un maestro? ¡Un lechuguino universitario con menos oportunidades de ascenso que tú!
—No vale la pena llorar sobre la leche derramada. Creo que dejé escapar la oportunidad de mi vida. En cuanto a los viajes a Verona con Bora…
El cucharón volvió a sumergirse en la salsa.
—Tu santo padre se revolvería en su tumba si supiera que estás trabajando con los alemanes. Él, que los combatió en la Gran Guerra y al que condecoraron con una medalla de plata.
—Pues échele la culpa a Mussolini y el rey, que son los que se conchabaron con ellos.
—Ni te atrevas a tocar a su majestad.
—¿Quién quiere tocarlo? —Fue a dejar la taza y el plato en el fregadero—. Como si su propio padre no hubiera sido republicano, madre.
—Deja a mi padre en paz. Él no estaba a partir un piñón con ningún asesino de pobre inocentes.
—El rey hizo lo mismo en Libia hace treinta y tantos años.
—No es lo mismo, Sandro. Ésos eran africanos, no puedes compararlos.
—¿Por qué? ¿Qué diferencia hay en que fueran africanos?
—Di lo que quieras; a mí no me verán en su compañía. No me gustaría que la gente creyera que estoy de acuerdo con él. Un día obtendrá su merecido…
—Él, él, él… Madre, tiene un nombre, se llama Bora y no va a recibir su merecido. Ya está usted haciendo lo de siempre, proyectar su sentido del castigo en Dios, o en lo que sea que crea. A ver si lo entiende de una vez: ni les ocurrió nada a los que asesinaron a su marido ni le ocurrirá nada a Bora. Si recibe un castigo, lo recibirá, pero no será porque usted o Dios lo digan.
—Adelante, blasfema en mi cara. Quiero saber quién es esa mujer con la que te ves.
—No voy a decirle nada. —Se puso el abrigo y el sobretodo encima—. Óigame bien, me casaré cuando me enamore, y cuanto antes me afloje usted la correa, antes sucederá. —Al abrir la puerta de la calle se coló una ráfaga de aire que alborotó las hojas del calendario colgado de la pared del pasillo—. Si no deja de darme la lata, pediré que me trasladen a Cerdeña, allí al menos no tendré que aguantarla.
Cerró de un portazo e hizo una profunda y desacostumbrada inhalación de aire frío. Desde fuera oyó a su madre despotricando a solas en la cocina.
—¡Casada y asesina! ¿Por qué no me llevará el buen Dios con él para evitarme estos padecimientos?
En Verona, una densa reminiscencia de luz bañaba el patio de la cárcel, aunque apenas se colaba en la habitación.
Por la expresión de Claretta al entrar y saludarla con un leve gesto de la cabeza, Bora adivinó que la mujer esperaba ver a Guidi en vez de a él. Después de la patrulla nocturna había ido directo a la cárcel, mareado y con fiebre, y únicamente se había tomado el tiempo necesario para afeitarse en el lavabo del director.
—He vuelto para hacerle unas preguntas. Es de suma importancia que conteste con absoluta franqueza, dado que sólo la sinceridad y los hechos podrán demostrar su inocencia.
Sin duda fue la entrada que se esperaría de un oficial alemán. La asqueada mirada de Claretta no hizo más que confirmarlo. Ella tomó asiento con los brazos cruzados. Los pechos se le agitaron, un rápido movimiento bajo la ropa. Aun así, con el gris atuendo carcelario ofrecía un vulgar aspecto de abandono; Bora apenas podía justificar por qué le resultaba tan desagradable.
—¿Qué quiere oír ahora, mayor?
—Sólo dos cosas. ¿Sabía o no que su marido ya había contraído matrimonio con anterioridad, en Friuli? Y si es así, ¿alguien chantajeaba a su marido o a usted?
Claretta fue palideciendo a medida que Bora hablaba. Sus mejillas sin maquillar adoptaron la apariencia del queso fresco. Lejos de sentir lástima por ella, el mayor no estaba dispuesto a perdonarle ni que tuviera los brazos cruzados, incluso en eso veía intenciones ocultas.
—¿Qué? —balbuceó la mujer.
Su pregunta fue sincera, pero podría deberse a muchos motivos.
—Tengo razones para sospechar que, cuando nos vimos por primera vez, me contó una mentira acerca de su matrimonio con Vittorio Lisi —insistió Bora.
—No sé a qué se refiere. ¿De qué otra está hablando? ¡Vittorio nunca me dijo que tuviera otra esposa!
—Puede que nunca se lo dijese, pero no estoy seguro de que usted no lo supiera. ¿Le suena el nombre Olga Masi?
—Es la primera vez que lo oigo.
—¿Sabe que esa mujer sigue hoy en Verona?
Claretta se humedeció los labios.
—¿Cómo iba a saberlo si nunca he oído hablar de ella? —respondió, apartando la mirada.
—Bien, alguien que vive en Verona conoce la existencia de Olga Masi, y no sólo eso, alguien le comunicó la muerte de Vittorio Lisi, con quien había contraído matrimonio hace veintinueve años, en Friuli. Alguien le dijo que en la actualidad estaba casado con usted y alguien la dirigió hacia el lugar donde se celebraba su funeral.
—No lo creo.
—¿No cree que esté diciendo la verdad o que ella esté en Verana?
—No hay otra mujer. Está inventándoselo para que admita algo que no he hecho; conozco a los de su calaña.
—Dudo mucho que los conozca. —Bora le enseñó un documento—. Un certificado de matrimonio civil. Acaba de llegar. Véalo usted misma.
Claretta se hizo un ovillo, como si tuviera frío, pero ni siquiera intentó alcanzar el documento o echarle un vistazo.
—Apártelo, no quiero leer nada. Apártelo.
Él lo apartó.
—Dígame la verdad, porque tarde o temprano lo averiguaré.
—Prefiero hablar con el inspector Guidi. ¿Por qué no está aquí?
—Porque tiene otras cosas que hacer. Dígame si estaban chantajeando a su marido por su primer matrimonio y le prometo que mañana tendrá aquí a Guidi.
Claretta se quedó cabizbaja. Los mechones rizados y rubios le cayeron sobre la frente y le confirieron un aspecto aniñado, tal vez estudiado, pero era indudable que estaba muy pálida.
—Se lo he dicho millones de veces, mayor, no sé nada de los asuntos de mi marido. Está perdiendo el tiempo.
—Yo nunca pierdo el tiempo. Si no colabora conmigo sobre lo de Olga Masi, le aseguro que haré todo lo que esté en mi mano para demostrar su culpabilidad, y en estos momentos no me costaría demasiado.
—Por favor, déjeme en paz, no me encuentro bien.
Bora se acercó a la puerta y la abrió.
—Dígame la verdad y me iré.
—¡No lo entiende! —Se inclinó hacia delante protegiéndose con los brazos—. Estoy enferma —gimió—, la cabeza me da vueltas.
—Llamaré a un médico.
—¡Déjeme en paz!
El mayor salió al pasillo para llamar al director.
—Espere, espere —lo detuvo Claretta. Se sujetaba la cabeza entre las manos y se balanceaba ligeramente de lado—. No quiero ver a nadie. Pregúnteme de nuevo.
Bora cerró la puerta, contra la que apoyó la espalda.
—Tengo dos preguntas. Quiero saber si conocía la existencia de Olga Masi y si alguien la chantajeaba.
Claretta tardó en responder, pero al cabo se hundió las manos en el cabello y apartó los rizos de las sienes, un gesto de hastío que Bora había visto hacer a las actrices de las películas malas.
—Esto es todo lo que sé, mayor. La noche que murió Vittorio, encontré una nota mecanografiada bajo la puerta de mi piso. Cuatro líneas para decirme que él tenía otra esposa en el norte y que, si quería evitar el escándalo, debía depositar cinco mil liras en una papelera, junto a la estación del tren. Al principio pensé que se trataba de una broma cruel y de mal gusto, porque todo el mundo sabía que Vittorio tenía dinero, por eso no lo tomé en serio. Cuando encontré una segunda nota en el correo del día siguiente, la quemé en la chimenea, como había hecho con la primera. El tercer día ni siquiera me molesté en abrir el sobre.
—¿También lo quemó?
—Sí.
—Tendría que habérselo enseñado a la policía.
—¿Por qué? Si se trataba de una broma de mal gusto, no harían nada al respecto. Si era cierto, ¿por qué iba a decirle a la policía que había otra mujer en algún lugar? De todas maneras, tres días después de la muerte de Vittorio empezaron a vigilar mi piso, de modo que no habrían creído nada de lo que les contase.
—Tal vez se deba a que suele mentir.
Claretta volvió su pálido rostro infantil hacia él.
—¿Y cuál es el problema? Todo el mundo miente, y si una dice la verdad nadie la cree. Ahora estoy sola y he de cuidar de mí. ¿Qué me importa lo que piensen los demás? Tanto si mi matrimonio es válido como si no, me quedaré con las joyas y las pieles que me regaló Vittorio. Ya sabe que tengo muchísimas. Si alguna vez consigo salir de aquí, no volverán a verme por Verona. —Se inclinó hacia delante y el fino vestido puso de relieve la lozanía de su busto. Con torpeza Bora hurgó en su guerrera en busca de cigarrillos—. Además, mayor, me han dicho que soy atractiva. Si eso es cierto, no debería desperdiciar el único don que poseo. Cuando Vittorio y yo viajamos a Venecia en el cuarenta, me presentaron a Blassetti, el director de cine. Me dijo que tenía magia en la mirada y que me parecía a Claudia Calamai. Me contó que la había conocido en persona y me aseguró que, si nos pusieran juntas, seríamos como dos gotas de agua. Por tanto, bien pensado, podría decirse que confío en mis posibilidades de éxito en el celuloide. —Puesto que Bora acababa de encontrar el paquete de cigarrillos, Claretta preguntó—: ¿Puedo coger uno?
Él se lo ofreció y salió de la habitación.
En el pasillo, el celador anunció que el inspector Guidi aguardaba al teléfono.
—Puede hablar con él desde mi despacho, mayor.
Guidi le contó que De Rosa acababa de llamarlo.
—Dice que ha tratado de ponerse en contacto con usted sin éxito. Ha dejado muy claro que ése era el único motivo por el cual me llamaba a mí. Está muy nervioso y asegura que no hay tiempo que perder.
—¿Por qué? —Bora aplastó el cigarrillo en el cenicero del celador—. ¿Qué ha ocurrido?
—Parece que uno de los hombres vestidos de paisano a quienes De Rosa asignó la vigilancia del piso de Claretta descubrió a una persona sospechosa en el barrio hace dos noches.
—¿Hombre o mujer?
—Hombre. Llamó al timbre dos veces y, al no salir nadie a abrir, esperó y observó el balcón y las ventanas desde la otra acera. Luego se marchó a toda prisa. Al vigilante no le estaba permitido abandonar su puesto, pero anoche estaba preparado. Aguardó delante de una puerta a cierta distancia, y la escena se repitió. El sujeto llamó, no le respondieron y miró hacia las ventanas. Cuando el vigilante se acercó al lugar, el hombre ya había puesto pies en polvorosa.
—¿Le ha proporcionado De Rosa una descripción del sospechoso?
—Entre que era de noche y la escasez de luz, lo único que sabemos es que parecía joven y de complexión mediana. Con esos datos apenas se puede hacer nada, pero De Rosa me ha obligado a jurar que le transmitiría la información.
Bora supo, por el dolor incipiente, que acababa de bajar la guardia por primera vez ese día. La fiebre hizo que el malestar se sumara al dolor.
—Por cierto, me alojo en Verona —dijo—. Venga a verme en cuanto pueda. Me encontrará en casa del coronel Habermehl. Ésta es la dirección.
Aquella noche, el coronel Habermehl se dirigió con satisfacción al mueble bar de roble. La bebida le confería una perpetua animación rubicunda, y, a pesar de haber conseguido mantenerse en activo hasta el momento, no servía para nada a partir de las tres de la tarde. La sangre que se concentraba en los capilares de su rostro iba a jugarle una mala pasada cualquier día; él mismo lo reconocía.
—¡Vaya!, cualquier día moriré de un derrame cerebral —dijo aquella noche—. Bueno, hay cosas peores. «Mano dura con la indisciplina», como dijo Paul Joseph. Pues seamos disciplinados: ¡ahí va otra dosis de veneno! —Luego prosiguió—: Sé que ocurre algo, Martin, a mí no me engañas. Bébete un coñac y cuéntame de qué se trata. Acabo de abrir una botella de Napoleón que traje de Francia, y si rechazas una copa lo tomaré como un insulto.
Bora no tenía ninguna intención de rechazarla. Dejó que Habermehl le sirviera un coñac doble en una copa panzuda y la vació de un trago.
—No ocurre nada, herr Oberst. Es que me cuesta dormir, gajes del oficio.
—Creo que estás incubando esa enfermedad estacional, cómo se llama…
—En alemán se llama influenza, y en italiano también.
—Eso, influenza. Bueno, brindemos de todos modos. «Cree en el futuro; sólo así te alzarás con la victoria», bla, bla, bla… ¿Tienes noticias de tu familia?
—Están todos bien.
—¿Y tu esposa?
—También.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—En Navidad. —Se sirvió otro coñac y empezó a tomárselo.
—¿El año pasado, durante el permiso de Rusia? ¿Eso es todo? Pues tenía yo razón. Debería haber solicitado que te trasladaran en avión a Alemania después del accidente. Cuando uno sufre un accidente grave, es mejor que lo vean en casa. Las mujeres se ponen muy cariñosas.
Bora dejó la copa. No había nada que responder a Habermehl, y tuvo suerte de que, a continuación, se anunciara la llegada de Guidi.
—Es posible que esta noche demos con la persona que chantajeó a Clara Lisi —dijo enseguida—. Y a su vez, eso nos llevará hasta el asesino.
Habermehl apuró de golpe la copa que acababa de servirse.
—Bueno, pues que vaya bien. Qué pena que tu esposa no te viera mientras yacías en cama. Ahora necesitarás encontrar una buena razón para convencerla de que tiene suerte de que sigas vivo.
¡Como si hiciera alguna falta que se lo recordaran! Bora abandonó la estancia y entró en una sala de espera muy elegante, donde Guidi le presentó a un militar vestido de paisano.
—He hecho que coloquen una nota de aviso en la puerta de Claretta, mayor. Se lo explicaré por el camino.
—¿Va usted armado?
—Sí. Pero, por favor, no hay ninguna prueba de que ese hombre tenga relación con el asunto, y en cualquier caso no queremos eliminar a un posible testigo.
Bora le mostró la pistola enfundada.
—¿Acaso cree que mi única ocupación es ir por ahí pegando tiros? No tengo ninguna intención de disparar, pero nunca me encontrará desarmado. —Con una súbita sonrisa añadió—: ¿No habría hecho lo mismo Yáñez?
—¿Yáñez? —Guidi creyó no haber oído bien.
—Claro. —Bora precedía al inspector cuando salieron a la calle—. Aunque proceda de Sajonia, no leí solamente a Karl May de pequeño. Cuando acabé con los cuentos de Old Shatterhand y Winnetou, devoré con igual fruición las novelas de aventuras de su gran Salgari durante los veranos que pasé en Roma. No sabría decirle cuántas veces me fumé «el enésimo cigarrillo» emulando a Yáñez durante mi estancia en Polonia. Por supuesto, eso fue antes de que sucedieran muchas otras cosas.
Si Guidi esperaba oír algo más, iba a sufrir una decepción.
—Compruebe que su arma no tenga el seguro puesto, Guidi —se limitó a añadir Bora.
El soldado vestido de civil era rubio y fornido, tenía cara de boxeador y respondía al inverosímil nombre de Stella. Cuando Guidi le pidió que lo informara, hojeó su cuaderno humedeciéndose el pulgar.
—Ha ocurrido lo siguiente: ambas tardes, el sospechoso apareció entre las seis y las siete. La primera vez pasaban veinte minutos de las seis, y la segunda faltaban veinte para las siete. Salió de la calle de la derecha, llamó al timbre, observó la fachada del edificio y se marchó por donde había llegado. Anoche podría haberle salido al paso de no ser porque apareció un camión alemán en el corso. —Observó a Bora, que mantenía el paso—. Seguro que eso lo sobresaltó, y cuando crucé la calle ya se había largado.
El mayor le pidió que dibujara un plano aproximado de la manzana y que trazara en él los movimientos del desconocido.
—¿Vio a algún cómplice? ¿Algún vehículo?
—No oí ningún motor, aunque podría haber descendido del vehículo a cierta distancia o haberse desplazado en bicicleta.
Bora examinó el plano.
—¿Cuál es el mejor lugar para aguardar sin ser visto?
—Hay un callejón cerca de la puerta principal, a la izquierda, pero no se ve gran cosa después del toque de queda. Si esta noche no hay luna, resultará difícil. Si quiere, puedo acompañarlo.
—No —rehusó Bora.
—Sí —aceptó Guidi, y evitó con un ademán que el mayor volviera a oponerse—. Nos hace falta una tercera persona, mayor.
—Pensaba llevar soldados alemanes.
Stella arrancó el plano dibujado en su cuaderno y se lo entregó a Guidi.
—Es mejor que no lo haga. Vigilan muy de cerca cualquier movimiento de las tropas alemanas. Si detectan que están por el barrio, lo más probable es que no aparezca nadie.
Desde su asiento junto al mueble bar, Habermehl había oído parte de la conversación en italiano sin entender una palabra. Sin embargo, en los quince años transcurridos desde que lo conocía, había aprendido que Bora actuaba con mayor seguridad cuando tenía algún motivo para hacerlo, por nimio que éste fuera.
«Martin cometió un gravísimo error al casarse —le había asegurado el padrastro de Bora a Habermehl el año anterior por Navidad—. Su matrimonio no sobrevivirá a la guerra».
La calle que desembocaba junto a la casa de Claretta iba sumiéndose en la oscuridad; aunque hubiera habido luna, las nubes la habrían ocultado a su paso.
Bora había aparcado el BMW en el callejón y apagado los faros. Sin fumar ni apenas hablar, Guidi y él aguardaron en los asientos delanteros. En el exterior el ambiente era gélido, y también en el interior, puesto que habían bajado las ventanillas para que no se empañaran. El inspector tenía la impresión de que Bora temblaba, lo cual, cuanto menos, era impropio de él.
—¿Qué significa eso, Guidi? ¿Qué está mirando?
—No miro nada. Espero, igual que usted.
El mayor se disculpó. Al cabo de un momento se quitó la gorra. A pesar de que se había vuelto hacia la ventanilla, Guidi vio… No, no pudo verlo a la luz irregular que se colaba entre las nubes; sólo lo supuso. Bora se enjugaba el rostro y el cuello.
—Guidi, no le he contado los pormenores que me refirió la partera. Si vamos a hacerle una visita a la esposa de Zanella dentro de poco, los conocerá de primera mano.
—¿Sirven de algo para la investigación?
—No, pero además de insistir en que Lisi le había ordenado que siguiera adelante con el aborto, tal como le conté, dijo que la chica estaba asustada. De hecho, parece que ambas tenían miedo. Había luna llena y, según la partera, todos los abortos que había asistido con luna llena acababan lamentándose de algún modo.
—Paparruchas.
Bora se recostó en el asiento.
—Me limito a contarle los detalles. Dijo que al principio el feto se movía, pero cuando salió junto con la placenta ya estaba muerto.
Guidi, que tenía los conocimientos de obstetricia propios de un soltero, se limitó a asentir. En el lado opuesto de la calle, junto a la fachada en penumbra de la casa de Claretta, lo único que podía verse era la nota pegada a la puerta. Stella se encontraba en algún escondrijo oculto, aunque sin duda permanecía al acecho.
—¿Algo más, mayor?
—Afirmó no haber llegado a conocer el nombre de la chica, pero está bastante claro que se trataba de Zanella. Dijo que lo único que sabía de ella es que su padre era miembro del ejército.
—Eso no resulta de gran ayuda en nuestros tiempos.
—No. La mujer admitió que no era la primera vez que Lisi le llevaba a sus chicas con algún tipo de problema. Siempre las esperaba en el coche y normalmente las acompañaba él mismo de vuelta a casa. Solía llevarlas durante los primeros tres meses y todo iba bien, si es que en un caso así puede hablarse de que algo vaya bien.
Guidi tenía los pies entumecidos por el frío. Los movió dentro de los zapatos mientras se echaba el aliento en las manos cubiertas con unos finos guantes.
—¿Qué dijo la otra partera?
—Por suerte se marchó de la ciudad a finales de agosto. He oído más cosas sobre abortos de las que me interesan.
De pronto algo alertó a Guidi, que se encorvó hacia delante.
—Mire.
La nota que había dejado en la puerta de Claretta no era más que un anuncio de los cambios de horario del tranvía, con el único propósito de llamar la atención. Hasta aquel momento, el papel blanco había destacado tenuemente en la oscuridad, pero ahora algo, o alguien, se interponía e impedía su visión.
—Ahí lo tenemos, Guidi.
—Tal vez.
Un deslucido triángulo de asfalto se hizo visible cuando la luna incipiente logró bañarlo con sus rayos a través de un hueco entre los tejados. La figura había emergido de la oscuridad de las casas y aparecía en el triángulo iluminado; estaba mirando la nota. No había suficiente luz para leer; además, Guidi había elegido deliberadamente un formulario descolorido y mal impreso. Observaron el destello vacilante y poco duradero de una cerilla que se movía con la brisa; luego otro, y otro más.
—Está tratando de descifrar si dice algo de Claretta. Vamos.
Bora y Guidi bajaron del coche en silencio y salieron del callejón. Guidi avanzó junto a la pared hasta un lugar absolutamente oscuro desde el cual cruzó a la esquina opuesta. Desde allí, la mano con que el extraño rodeaba la trémula llama de la cerilla aparecía roja y traslúcida como la carne cruda.
En cuanto a Bora, desabrochó por inercia la funda de la pistola al aproximarse a la puerta de Claretta, que se encontraba casi frente a él siguiendo en línea recta. El viento soplaba de cara y borraba el ruido de sus pisadas. Dedujo, por el débil tintineo que oyó, que el desconocido, decepcionado por el papelito, había llamado al timbre. Tres timbrazos breves, como una contraseña. Bora miró con el rabillo del ojo y vio que Guidi había doblado la esquina. La noche lo había engullido. A su izquierda no se veía nada. El timbre sonó otras tres veces en el oscuro interior del edificio.
Guidi se hallaba demasiado lejos para oírlo. Bora se dirigió en silencio hasta el final de la calle estrecha y, una vez allí, se dispuso de nuevo a aguardar. La luna parpadeó y quedó eclipsada por las nubes. «Luna mentirosa», pensó, y avanzó un paso más. Era consciente del dolor en la pierna como quien participa del sufrimiento ajeno: de forma intelectual. La tensión le proporcionaba un distanciamiento temporal del malestar físico y, gracias a ella, avanzaba con mesura y seguridad. Era cuestión de segundos que Stella abordara al desconocido. El resto se desencadenaría con rapidez y llegaría a buen término, puesto que Guidi bloqueaba la salida.
El inspector contuvo el aliento mientras contaba los segundos.
Bora percibió un movimiento a su izquierda.
En aquel instante, sin previo aviso, una sirena antiaérea lanzó un aullido estrepitoso y desgarrador. Fue agudizándose hasta convertirse en un ruido ensordecedor procedente de un edificio cercano. El mayor empezó a despotricar entre tanto alboroto.
Al corriente o no de la emboscada, el extraño intentó escabullirse en el mismo instante en que Stella lo acometía. Hubo una pequeña refriega seguida de un disparo a corta distancia, imposible de oír entre tanto ruido, como un arrebato mudo.
Bora dejó de pensar. Corrió y abordó por la espalda a la sombra que pretendía huir, y el peso de su alargada figura se precipitó sobre el extraño. Stella gimió, tendido en el pavimento, mientras los hombres caían sobre él.
—¡Lleva una pistola, mayor!
Stella logró zafarse de Bora mientras éste forcejeaba con un cuerpo, todo codos y ángulos huesudos, que se arqueaba y pataleaba. El gabán le dificultaba los movimientos; su estatura le concedía ventaja, pero no la suficiente. Lo golpeó con el puño derecho, pero aun así el hombre se escurrió bajo su cuerpo ayudándose de unas piernas en perfecto estado. Bora no pensaba permitir que se escapara. Le fue a la zaga e hizo caso omiso del horrible estrépito que anunciaba un inminente bombardeo. El dolor y el mareo debidos a la fiebre se habían desvanecido como absorbidos por una esponja. Al avanzar en pos de aquel desconocido por la calle al cabo de la cual estaba apostado el inspector, Bora dejó de sentir el cuerpo.
—¡Va armado, Guidi! —gritó, aunque ni siquiera pudo oírse a sí mismo.
A menos de un palmo, la ráfaga luminosa de un disparo tronó en la oscuridad, pero no lo alcanzó. Bora respondió con otro disparo, demasiado abajo.
El breve instante que se tomó para intentar apuntar bastó para romper el hechizo: el agónico dolor se le clavó con la terrorífica facilidad de una cuchilla. Se lanzó hacia delante para no perder a su presa y, en el momento de colisionar de lleno contra el cuerpo, sufrió un breve vahído. Arrastró al extraño en su caída, pero volvió a escapársele.
Guidi estaba preparado. Al cabo de la calle, donde la oscuridad aparecía veteada por un baile oscilante de focos y ráfagas de artillería antiaérea, vio que el desconocido avanzaba directo hacia él y lo interceptó en el último momento, impidiendo que se apartara. Pudo haberle disparado, pero no lo hizo. Se enfrentaron y Guidi le propinó un violento empellón que lo hizo caer de espaldas. Al oír el ruido de un revólver que se amartillaba, se apresuró a pisar la muñeca del hombre y apartó el arma de una patada. No tenía modo de saber si los demás habían resultado heridos, o algo peor. No obstante, el aullido de la sirena había cesado, dando paso a un silencio abrumador.
—¡Mayor Bora! ¡Stella! ¿Cómo va eso? —gritó en la oscuridad.
Stella respondió a la distancia con voz entrecortada de barítono:
—¡Ese hijo de puta me ha dado en el hombro!
Bora se arrodilló. No sabía de dónde procedía la voz de Guidi y quería responder que estaba bien.
El ataque aéreo no llegó a producirse. Probablemente se trataba de otra falsa alarma provocada por nubes que atravesaban los haces de los focos de alerta antiaérea. No se oía ruido de motores ni explosiones distantes. Ya no había rastro del cruce de haces luminosos proyectados sobre los tejados.
En la renovada oscuridad, Bora condujo a toda prisa hacia el hospital; llevaba a Stella, quien se restañaba la herida con un trapo mientras despotricaba entre dientes, y al prisionero, a quien Guidi apuntaba con su arma. Tan pronto aceleraba como frenaba, y cambiaba de marchas a cada momento; Verona estaba recuperándose tras la alarma. Sus habitantes soñolientos, arrancados de la cama por la sirena, emergían de sótanos y refugios como fantasmas, tambaleándose en pijama, y cruzaban por delante del veloz BMW con riesgo de que los arrollara. Dejaron a Stella a la entrada del hospital. Cuando llegaron a la comisaría central en piazza dei Signori, Guidi reparó en que le habían confiado al prisionero y que, por tanto, tendría que dar todas las explicaciones. Bora se había esfumado con la excusa de ir a lavarse la cara.
—Me acompaña un oficial alemán —dijo al policía de guardia—. Estoy seguro de que querrá contarles su versión de los hechos.
—Bueno, ¿dónde está?
—Llegará enseguida.
—Tome asiento, inspector.
Guidi no se sentó. Sólo después de entregar al prisionero lo observó con detenimiento.
—Tarde o temprano tendrá que empezar a cantar —le advirtió con tono insulso, y lo contempló mientras el policía lo registraba.
Algo en su demacrado rostro juvenil le llamó la atención. Sus rasgos, a la quebradiza luz de la lámpara del techo, no le parecieron sólo conocidos, sino familiares. Se sometía al cacheo con las piernas separadas, la mirada sombría y expresión hostil; un aspecto familiar. Guidi lo registró.
—Tendrá que cantar —repetía mientras pensaba: «¿Dónde diantre estará Bora?».
Oyó unos pasos aproximarse por el pasillo, pero no se trataba del mayor. Dos mujeres morenas, ambas con chaquetones de piel con hombreras, entraron a regañadientes y quejándose al policía novato que las había llevado a comisaría. Intercambiaron una mirada con Guidi, una ojeada recelosa y cínica, sin interrumpir sus protestas. El joven policía las empujó para que avanzaran.
—Cerrad el pico, putas.
El inspector se hacía cruces por la tardanza de Bora. Se dirigió a la puerta y se asomó al pasillo. Un borracho roncaba sentado en el borde de una silla, a punto de caerse, con las palmas de las manos hacia arriba y sobre las rodillas, como un mendigo. Junto a él se encontraba un hombrecillo en pijama y con un ojo a la funerala, y al otro extremo del corredor, un chico de sonrisa maliciosa rayaba con una uña la superficie de silla que quedaba entre sus piernas separadas.
Guidi volvió a la sala, donde el detenido se hallaba sentado y esposado.
—Estos documentos son falsos, no cabe duda —exclamó el policía que lo interrogaba—. Son los típicos papiri que se utilizan para engañar a los alemanes.
Mostró a Guidi un pasaporte en cuyo anverso se leía: «Comando Alemán de Ingeniería», y en el reverso: «Feldnachrichten Kommandantur». Autorizaba al portador a circular libremente «a cualquier hora del día o la noche, incluso durante los ataques aéreos» e informaba, a quien pudiera interesar, que la bicicleta del propietario no podía incautarse ni requisarse bajo ningún concepto.
—Suerte que no iba en bicicleta —comentó el policía—, de otro modo no habría podido cogerlo. No quiere hablar, pero antes de que amanezca le aseguro que le habré sacado cómo se llama. Mire esto. —Indicó la fecha de los documentos—. Ni siquiera se han molestado en escribir «año veintiuno de la era fascista» después de mil novecientos cuarenta y tres. ¡Eh, tú! ¿Quién es el mentecato que te ha fabricado este cochino papiro?
A Guidi empezaban a dolerle los nudillos de los puñetazos que le había propinado al hombre. Apartó la vista de los documentos y volvió a mirarlo.
—¡Creo que ya sé quién es! —exclamó de pronto, sorprendido de haber tardado tanto en acordarse.
Salió de la sala, recorrió el pasillo y bajó la escalera, y una vez en la calle se dirigió al BMW. Le pareció curioso que el mayor hubiera olvidado cerrarlo con llave. Agarró del asiento del conductor la carpeta que Bora había obtenido de la Marina, hojeó su contenido y regresó a la comisaría.
Lo que le interesaba eran las fotos. Quitó las grapas de una en la que aparecía un grupo de marineros para separarla del resto y estudió al personaje rodeado con un círculo. Estaba claro que se había afeitado la barba, y una palidez aterida había sustituido el tono bronceado de su piel. Además, había perdido unos cuantos kilos. No obstante, la cara, en especial los ojos hundidos de mirada sombría, y la postura con las piernas separadas eran idénticas.
—¿Y la licencia de armas? ¿Cómo la has conseguido? —bramaba el policía cuando Guidi regresó a la sala—. Es una pistola inglesa, cabrón malnacido. ¿De dónde la has sacado?
Bora escuchaba a unos pasos de distancia, apoyado de espaldas contra la pared.
—Por fin lo encuentro, mayor —dijo Guidi—. ¡No se imagina a quién hemos atrapado!
El alemán lo miró. Su semblante mostraba su aplomo e impasibilidad habitual. Aparte de su palidez extrema y el aspecto de haber pasado un rato con la cabeza bajo el grifo, todo era normal.
—¿A quién?
—¡Al exnovio de Claretta!
—Bueno. —Bora desvió la atención hacia el prisionero sin animadversión alguna—. Es alto para ir embarcado en un submarino.
Permanecieron en la comisaría central hasta las diez de la noche aproximadamente.
En cuanto llevaron al detenido a su celda, Bora empleó un rato en convencer al policía de guardia de que se abstuviera de interrogarlo «hasta nueva orden». Había escrutado con detenimiento la pistola y los papeles falsos, las fotos y los documentos de la Marina.
—Esto es muy interesante, Guidi.
A continuación marcó un número en el teléfono del policía. La palidez del rostro se había extendido a los labios, blancos como la cera. Incluso bajo la tenue luz que proyectaba la lámpara del techo, el tono de su tez resaltaba como una mancha cenicienta en contraste con el marrón del cuello del gabán. Cuando le respondieron al otro lado del aparato, Bora habló en alemán; tal vez se hubiera puesto en contacto con el cuartel general, o tal vez no.
Guidi entendió que preguntaba por un capitán de las SS.
—Ja, ja. Ich glaube, dass er ein Bandit ist —dijo en voz baja. Un rápido parpadeo lo delató, como si la transmisión de esa información o el simple hecho de hablar lo dejaran agotado.
Guidi trató de entender cuanto pudo de la queda conversación en alemán. El exnovio de Claretta era partisano. No era el primero que veía, pero aquél parecía agresivo e intratable como un animal salvaje. Contra todo pronóstico, sonsacarle no iba a resultar tarea fácil. De ahí la llamada telefónica de Bora. Guidi abandonó la sala.
En la celda, desprovisto de la munición y las pocas pertenencias más que llevaba encima, el joven permanecía sentado en mangas de camisa y descalzo, sin calcetines siquiera. Guidi recordó al prisionero ruso del que Bora le había hablado.
—Pobre Valenki —se lamentó en el mismo momento en que Bora lo llamaba. Y pensó en el demente a quien los alemanes habían abatido de tres balazos.
Con aire desafiante, aunque maltrecho y malhumorado, Carlo Gardini, de la quinta de 1915, evitó la mirada del inspector.
—Todo está listo —le comunicó Bora al policía mientras se disponía a marcharse junto con Guidi—. Mañana, a las siete en punto, un representante de los Servicios de Seguridad vendrá a interrogarlo.
Una delgada capa de aguanieve había cubierto la ciudad. Cuando salieron de la comisaría, los pocos coches aparcados allí cerca estaban tapizados de un reluciente y rugoso manto blanco. Hacía un frío gélido, penetrante. Guidi se envolvió el cuello con la bufanda, aunque, por desgracia, no llevaba el sombrero. Mientras esperaba a que Bora entrara antes que él en el BMW, pensó que ésa era una de las ocasiones en que lamentaba no haber hecho caso a su madre.
Bora le entregó las llaves.
—Conduzca usted.
No era propio del mayor ponerse en manos de nadie, sobre todo en lo relativo a la velocidad y la oportunidad. Sin decir palabra, Guidi cogió las llaves y se sentó al volante. Bora se apoyó un momento en la puerta del acompañante antes de entrar. Cuando tomó asiento, el inspector lo oyó resollar, y trató de controlar su propia respiración.
—Allá vamos —anunció, y giró la llave en el contacto.
El coche contaba con un potente motor. Guidi no estaba acostumbrado a conducir vehículos de ese tipo. Al salir del aparcamiento, patinó en el pavimento helado y rozó la acera opuesta antes de recobrar la estabilidad. Lo hacía lo mejor que sabía. Incluso dentro de la ciudad tuvo que doblar las esquinas con cuidado para no derrapar. Enseguida aceleró, y cuando salieron del centro ya había pasado de conducir con prudencia a hacerlo con cierto grado de complacida temeridad.
Atravesaron con estruendo los barrios periféricos. Guidi lamentó incluso tener que detenerse ante el puesto de control una vez en campo abierto. Allí les pidieron toda la documentación y la revisaron. Bora fue el primero en presentarla y, cuando el soldado echó un vistazo al interior del coche para ver quién iba al volante, hizo un breve comentario.
—Polizeikommissar Guidi, mein Freund.
Volvían a encontrarse solos en medio del campo. Dejaron atrás casas a oscuras, fábricas y alquerías abandonadas, mientras la noche les pisaba los talones. Durante un buen rato se quedaron sin perspectiva, sin horizonte. Al final, la noche cerrada empezó a abrirse en franjas luminosas, efímeras e incoloras, a medida que la luna ascendía y se colaba entre las nubes. Apareció un río en el paisaje, como una tira de papel de aluminio.
—Conduzca con cuidado, todavía hay escarcha en el puente. —A pesar de sus esfuerzos por dominarse, Bora temblaba; su voz lo delató.
Guidi lo miró.
—Lo tendré en cuenta. —Aminoró la marcha, se aproximó al puente y lo cruzó a velocidad moderada—. ¿Qué va a ocurrirle ahora a Carlo Gardini?
El mayor no respondió de inmediato.
—Los Servicios de Seguridad proseguirán con el interrogatorio —dijo al cabo de un rato—. Gardini llevaba un Enfield cargado. Ese tipo de revólver no es fácil de encontrar en Italia. Es una buena arma; yo tenía una cuando estuve en España en el treinta y siete.
—Si queda bajo la custodia de las SS, las autoridades italianas ya pueden irse olvidando de interrogarlo.
Esta vez las palabras de Guidi fueron seguidas por varios minutos de silencio. Pese a la oscuridad, el inspector vio que Bora iba recostado y resollaba. Tanto si se mantenía tenso para no temblar como si lo hacía para estirar la pierna izquierda, parecía no disponer de suficiente espacio, puesto que golpeó con la rodilla el salpicadero. Guidi notó el respingo producido por un estallido de dolor y percibió la precariedad con que el mayor conservaba el autodominio.
—¿Se encuentra bien?
Bora masculló crispado una frase en alemán. A continuación se retractó y prosiguió en italiano.
—Hablaré con el capitán Lasser. Él sabe por qué tengo que hacerlo.
—¿Quién es Lasser? ¿Qué es lo que tiene que hacer?
El mayor no dio explicaciones.
Media hora más tarde, Guidi todavía se preguntaba qué diantre era eso que el mayor se sentía obligado a hacer. Seguía hablándole a Bora, pero sus respuestas eran cada vez menos lúcidas.
—¿Quiere que nos detengamos un momento, mayor?
—No. Continúe, continúe. Me encuentro bien. Sólo estoy algo cansado.
—Tal vez le iría mejor que lo llevara directamente a Lago y luego le pidiera a Turco que fuese a recogerme.
—Le he dicho que no. Tenga cuidado con la carretera.
Volvió a hacerse el silencio. Bora se había distanciado de él y todo cuanto Guidi podía oír era su respiración agitada. Cuando las primeras casas dispersas de Sagràte emergieron de la oscuridad, seguidas de la iglesia, el ayuntamiento y, por último, la comisaría, el inspector lanzó un suspiro de alivio.
—No se detenga aquí. Siga hasta su casa —ordenó Bora con rigidez.
—Puedo ir andando, mayor.
—Diríjase a su casa.
Guidi obedeció. Vivía al otro lado del pueblo. La ventana del dormitorio de su madre aparecía oscura, aunque supuso que se encontraría allí sentada, esperándolo.
Guidi aparcó y Bora pidió que le devolviera las llaves.
—¿Quiere que avise al teniente Wenzel, mayor?
—No hace falta.
No obstante, Bora sabía que quizá no consiguiera recorrer los pocos kilómetros que faltaban hasta Lago. Guidi se dirigió de nuevo hacia la comisaría y un poco más allá se detuvo, como tantas veces, frente al puesto militar de las proximidades. Bora dedujo que Wenzel estaba levantado por la fina línea iluminada, apenas visible, que perfilaba la ventana tintada del piso superior.
De pronto le pareció absurdo encontrarse allí. Se preguntó cómo había llegado hasta allí, y por qué. De hecho, se preguntó dónde estaba; por un momento creyó encontrarse en Rusia y que no volvería a marcharse de ese país nunca más.
Cogió las llaves y abrió la puerta para bajar, o tal vez lo hizo el soldado de guardia.
Bora respondió al saludo. De eso estaba seguro. Recorrió la escasa distancia que lo separaba de la entrada y masculló unas palabras. No tenía ni idea de lo que había dicho. El vano de la puerta era alto y negro, asombrosamente estrecho, amenazador; entrañaba algún peligro. Cuando intentó cruzarlo, desapareció de su campo de visión y la tierra lo engulló.
A primera hora de la mañana, Turco se hallaba embutiendo periódicos enrollados en la estufa de leña, con cuidado de no mancharse los puños de la camisa. Había localizado también unas ramas secas y peladuras de castaña para encender el fuego.
Guidi lo encontró allí agachado.
—Buenos días, inspector. Ossequi.
—Hola, Turco.
—¿Ha podido hablar con el mayor esta mañana?
—¿Con Bora? No. —Se quitó el gabán—. ¿Por qué? ¿Ha llamado?
Satisfecho de que el fuego empezara a avivarse, Turco cerró la portezuela de la estufa y accionó la válvula reguladora.
—Nossignuri. Pensaba que tal vez le había explicado lo ocurrido aquí al lado.
—¿En el puesto militar? No he visto nada al pasar. —Guidi se desenrolló la bufanda del cuello sin llegar a quitársela—. ¿Por qué? ¿Qué cree que ha ocurrido?
—Bah, ya sabe que anoche estaba de guardia. Como sé que no le gusta que fume aquí dentro, a las dos salí un momento para liarme un cigarrillo. La puerta de los alemanes estaba abierta de par en par, y había una ambulancia aparcada por allí cerca.