7

Nando Moser arrastró los pies hasta el portalón de su casa.

Na, herr Major! —lo saludó—. Adelante.

Bora oyó la invitación, pero no atravesó el umbral.

—Ya sé que es tarde —dijo a modo de disculpa. La verdad era que estaba demasiado exhausto para dar un paso más.

—Son sólo las seis, no es tarde. —Tras animarlo a entrar, Moser echó el cerrojo de la puerta y lo siguió hasta el centro del vestíbulo apenas iluminado—. Me alegro de volver a verlo. ¿Qué lo trae por aquí?

Él no apartó la vista del Silbermann.

—No lo sé, sólo pasaba por aquí.

Agradeció que Moser se mostrara discreto, sin forzarlo a hablar. El simple hecho de estar allí, de poder hablar su lengua materna esa noche, lo afectaba. Tenía la sensación de que sus hombros trataban de desprenderse de una pesada carga, una carga que le maravillaba haber arrastrado tanto tiempo. Estaba cansado, por dentro y por fuera.

—Sólo será un momento —dijo, consciente de que sus palabras sonaban raras.

Si la carga hubiera sido física, el peso del dolor no habría sido menor que el que soportaba en ese momento. Bora miraba el piano y a punto estuvo de abandonarse y estremecerse, pero no se permitió tal debilidad.

Moser también miró el Silbermann.

—Esta casa la construyeron a modo de refugio, mayor. Los militares necesitan tener un lugar al que ir. Me alegro de que viniera la otra noche y me alegro de que tocara. Es usted muy bueno.

En su interior, Bora rechazó el cumplido. Le repugnó la palabra «bueno», pues sabía lo «bueno» que había sido. Sin embargo, Moser sonrió.

—En esta casa nos enseñaron a amar la música. He oído que su difunto padre dirigió El holandés errante en Bayreuth, en mil novecientos trece. Fue la última y más grandiosa interpretación de Friedich von Bora. Walter Soomer era el solista, si no recuerdo mal.

—Sí, mi madre guarda una grabación.

—¿De qué pasaje?

—«Desde la lejanía de otros tiempos pasados».

—Nos viene muy al caso.

—Exacto, nos viene muy al caso. —Apartó los ojos del piano y miró al anciano—. No sé por qué estoy aquí. Creo que necesitaba un respiro.

—¿Para escapar de sus turcos?

—De los que acechan dentro y fuera de mí, sí. Los de dentro son los peores.

—Tanto da; no debería seguir ahí de pie. ¿Por qué no se sienta? Podríamos calentarnos junto a la estufa.

Bora se acercó a la escalera y se sentó, con la espalda contra la pared. Se quitó la gorra y la dejó en el siguiente escalón.

Moser fue a sentarse en el taburete del piano.

Bora no podía ni mirarlo ni hablar. Vulnerable como el cristal, como el cristal fino, evitaba las miradas y las palabras por peligrosas, cuando sintió una irrefrenable necesidad de llorar por su hermano muerto. Lejos de toda preocupación por su carrera o su seguridad, la muerte de su hermano era la gran carga de esa noche. También su esposa abandonada, su soledad. Al peso de la carga contribuían todas las muertes y pérdidas no lloradas de su vida, las sufridas y las que el futuro le deparase. Llevaba arrastrándolas consigo desde que esa mañana había acudido al lugar en que se había estrellado el aparato; era una herida mucho más atroz que las que sanaban en su cuerpo, una herida íntima e infinita que no podía cerrarse a puntadas como las demás.

De modo que decidió no resistirse más al dolor físico. Tal vez era la primera vez desde septiembre que no oponía resistencia. Esa noche prefería preocuparse más por la carne que por el dolor interno. Al fin y al cabo poco le importaba él mismo, y por esa misma razón su propio cuerpo no podía perdonarlo. Agradeció que Moser permaneciera sentado en silencio en la penumbra, con las manos en las rodillas. El silencio y las sombras eran lo único que podía soportar ahora que la carga estaba a punto de caer.

Sin embargo, en ese momento que el dolor físico lo partía en dos, el desconsuelo era absoluto, culpable y preñado de rabia fútil. Un pesar frustrado, un pesar largamente frustrado… El dolor era menos aterrador. Bora miró la carga y no se atrevió a recogerla; se quedó sentado y se abandonó al sufrimiento. Había más pesos y responsabilidades que añadir a la carga, pero esa noche los rehuía todos. No quería averiguar quién había matado a Lisi, le fastidiaba Lisi, la mujer de Lisi, el dinero de Lisi… El encargo en sí lo asqueaba, lo incomodaba, a saber por qué. Tal vez porque todos menos él sacarían provecho de la resolución; resolverlo no le reportaría nada. Ni alivio ni paz.

—Es difícil encontrar la paz —afirmó Moser como si tal cosa—. Uno nunca la encuentra fuera. La victoria sobre los enemigos externos sólo aporta el botín con que construir una casa.

Bora miró la pared.

—Es peor cuando uno no puede rendirse.

—A veces es necesario, mayor, y más heroico.

—No puedo rendirme, nunca.

—Entonces lo siento por usted.

Bora cerró los ojos.

—¿Por qué? Nosotros tomamos nuestras propias decisiones y nos creamos nuestros propios enemigos. Si no acabamos con ellos, ellos acaban con nosotros, y cuando mueren, despreciamos sus cuerpos. Dejamos que los hallen otros.

—A veces.

—No; siempre. Siempre. A no ser que nos convirtamos en carroñeros, debemos dejar en paz a los muertos. Eso lo sé muy bien.

Dado que había escogido el dolor físico, éste aumentó y lo sometió a presión. La pierna, el brazo, los hombros, el cuello. Se esforzó por controlar la voz, pero apenas consiguió otra cosa que respirar con paciencia de animal abatido, lenta y profundamente.

—Parece extenuado, mayor, ¿se encuentra mal?

¿Mal? Bora estaba perdiendo la batalla. Ya no podía controlar los temblores, ni le importaba que los demás lo vieran. Los dientes le castañeteaban.

—Estoy enfermo, herr Moser, y el dolor es insoportable. —Lo dijo avergonzado, como si estuviera exponiendo una parte sucia de él cuya inmundicia pudiese mancillar la habitación. Temía que ocurriera de verdad, pero la habitación siguió limpia e impoluta bajo la gran cúpula decorada, como bajo un clemente cielo interior.

—¿Qué puedo hacer para ayudarlo, mi pobre hombre?

Bora volvió el rostro hasta que los tendones del cuello protestaron. No había nada que pudiera servirle de ayuda, nada. «A menos que me devuelva a mi hermano muerto, o la mano, mi yo completo, el amor de mi mujer».

Temblaba para no ponerse a gritar. En la oscuridad que se cernía a su espalda, la oscuridad que sobrevenía al cerrar los ojos, la de una casa vacía, relumbraron como centellas unas visiones que se desvanecían en cuanto acudían a su memoria: su hermano en la estación, con la misma sonrisa que su madre; la elegante línea de las manos de Dikta, ahuecadas para sostener su rostro al besarlo; Rusia, Rusia, Rusia; el estallido del parabrisas del coche; la búsqueda a tientas de la alianza entre tanta sangre y el jirón de mano todavía unido al anillo.

«¿Puede devolverme algo? ¡Dios mío! ¡Dios mío!».

Fue el Silbermann el que respondió con su voz peligrosamente cercana y aguzada, cada nota un filo cortante. Melancólica, implacable, cruel e inocente, incapaz de mentir.

«Si al menos Valenki me hubiera dicho cuándo, si hubiera sabido cuándo…».

La angustia lo partió en dos, como si le sajaran la herida interior para limpiarla y drenarla, para que se llevara con ella el pesar. Nadie le devolvería nada, pero la atávica música abrió las venas por las que corría la amargura para que formara afluentes y charcos oscuros y Bora dejara de llorar lágrimas. Porque los hombres no lloran.

La música dijo no.

Pasó largo rato antes de que Bora pudiera volver a moverse o hablar. La música había enmudecido y la casa permanecía en silencio. El dolor era lo bastante intenso para aturdido.

Herr Moser, estoy buscando a alguien a quien no quiero encontrar.

—Pero lo hará.

—Lo hemos encontrado —le informó Guidi por la mañana, llamándolo desde casa—. No estaba muy lejos del lugar en que vimos el rastro de sangre. Si tiene tiempo, pásese por aquí al mediodía.

—Iré —fue la respuesta de Bora.

Guidi colgó. Un insistente tintineo de tazas anunciaba que el desayuno estaba preparado en la cocina. Al recoger los calcetines que tenía junto a la ventana, vio que hacía un día despejado y límpido. El contorno de las cosas se dibujaba con definida precisión, incluso las motas de polvo proyectaban sombras en un día así. Fue la mañana que supo que capitularía y confesaría a su madre cómo había llegado el pintalabios al pañuelo y por qué; al fin y al cabo, sería menos tedioso que discutir con ella o intercambiar monosílabos tres veces al día sentados a la mesa.

Así que se lo contó.

De pie junto al fregadero, la mujer aceptó la tregua con las manos entrelazadas bajo el delantal, no tan magnánima en su victoria como apaciguado su sentido de la rectitud. Guidi le dio un buen mordisco a la rebanada de pan para contenerse de adornar la confesión. Su madre le sirvió café de achicoria. Curiosamente, esa mañana tenía la mirada fija y los ojos bien abiertos, como los del pollo que ve asomar un gusano en la tierra y cree que saldrá del todo si no deja de mirar.

—Así que bromeabas cuando dijiste que era una mujer de la vida.

Guidi tomó un trago de café después del pan.

—¿Para qué iba a prestarle mi pañuelo a una buscona? No le demos más vueltas. Las autoridades la andan investigando y ya está.

—Claro, claro, si no me meto en tu trabajo, ya sabes que nunca hago preguntas.

Sin embargo, ahí seguía, contando los mordiscos que él daba al pan.

—Su nombre no le diría nada, madre, no la conoce. Ni siquiera ha hablado con ella. Además, está en la cárcel.

—¿En la cárcel? ¿Por qué?

—Por asesinato.

El gusano salió de su madriguera por completo, pero el pollo ya no estaba tan convencido de quererlo. Satisfecho, Guidi acabó recordándole que ésa era la profesión que había elegido.

—Madre, su marido hizo lo mismo toda su vida y bien que pagaba las facturas. A usted nunca pareció importarle.

—Sandro, ¡no te atrevas…! Te agradecería que no metieras la memoria de tu padre en esto.

—Dios me libre. —Se terminó el pan, se bebió el café y decidió dejarla con algo que la entretuviese el resto del día. Plantó las manos en la mesa y se levantó de la silla—. ¿Sabe, madre?, me acuesto con mujeres.

A las doce y media, la morgue instalada de forma temporal en Sagràte estaba abierta y apestaba a putrefacción disfrazada con fenol.

Bora se detuvo en la entrada para tenderle el abrigo a Turco, quien se lo colocó con cuidado sobre el brazo.

—¿El inspector ya ha llegado, Turco?

Guidi lo oyó desde detrás del panel de cristal de la otra puerta y salió a recibirlo.

—Ya le dije que mis perros lo encontrarían —fanfarroneó Bora.

Entraron y se enfrentaron al cuerpo tendido sobre la mesa. Guidi replicó enseguida la intencionada observación de Bora.

—Pero sus perros no fueron los primeros —objetó—. Mire los pies. Alguna criatura estuvo royéndolos.

—¿Dónde lo encontraron exactamente? —preguntó Bora sin apartar la mirada del cadáver.

—Cerca de donde nos reunimos, en la falda de la montaña. Sin los perros y con la nevada, no nos dimos cuenta de que había caído detrás de una maraña de raíces y ramas. Tenía razón en que no viviría mucho tiempo. Se desangró, y ya está empezando a perder la rigidez.

—¿Cuántas balas lo alcanzaron?

—Tres. Mire, dos en el pecho.

—Y descalzo, claro.

—Eso es lo más extraño. Iba calzado cuando lo perseguíamos.

—Así que no mató para hacerse con un par de zapatos. Me lo temía.

Guidi se encogió de hombros.

—Por lo visto se quitó los zapatos antes de morir. Encontramos otro par a unos metros de allí, presuntamente del hombre al que dispararon en la acequia. Dejó los suyos en forma de cruz a su lado, aunque nunca sabremos por qué.

—Así que los colocó en forma de cruz, ¿eh? —Bora se acercó a la mesa hasta que su uniforme tocó el borde sin esterilizar—. Si hubiera demostrado algo de interés, le habría contado el resto de la historia de Valenki.

—¿Qué importancia tiene eso ahora?

—La tiene.

Bora se inclinó y examinó el cadáver. Tenía la cabeza rapada, y una rojiza barba incipiente apenas sombreaba la palidez del cráneo y las mejillas. Tenía el cuello arqueado hacia atrás, como si hubiera sufrido, pero estaba perdiendo rigidez, como Guidi había dicho. Tenía los ojos y la boca totalmente abiertos, y gran cantidad de sangre había afluido de los pulmones a la garganta y la nariz. A Guidi le resultó de una morbosidad excesiva el atento estudio de Bora.

—¿Qué espera que le diga esa cara, mayor? Es la de un muerto, simple y llanamente.

Bora retrocedió con toda tranquilidad.

—Y que usted lo diga. Me recuerda al pobre Valenki. ¿Le he contado ya que un día le pregunté cómo podía estar seguro de sus predicciones?

—No.

—Bueno, pues me contestó que Dios se le había aparecido en medio de unas nubes resplandecientes y le había concedido el don de adivinar el futuro. «¿Cómo?», le pregunté. Por lo visto veía descalzos a los que estaban a punto de morir, aunque fueran calzados. «Los muertos no llevan zapatos, uvazhaemiy mayor, por eso los veo sin ellos, como pronto estarán», me aseguró. No puedo responder por los civiles, Guidi, pero los hombres de mi compañía a los que señaló murieron poco después. La verdad es que tampoco hacía falta ser profeta para vaticinar desastres en aquel frente, pero eso no viene al caso, aunque el ejemplo sirve para demostrar que puede que los zapatos significaran algo muy personal para este pobre diablo. Y no le he contado la historia de Valenki porque sí, sino porque nos presenta una posibilidad que deberíamos tener en cuenta. —Sacó un cigarrillo y se lo colocó entre los labios—. Igual que desconocemos la razón por la que este chiflado robaba los zapatos a sus víctimas, también ignoramos qué significado tenía para Lisi la C que dibujó en el suelo. Tal vez deberíamos aprender una lección de nuestro difunto: tanto si creemos entenderlas como si se nos escapan, las cosas rara vez son lo que parecen.

—Sí, bien, lo que usted diga, mayor. ¿Y qué le ocurrió a Valenki?

Bora encendió el cigarrillo.

—¡Pobre Valenki! La historia de los zapatos y los muertos funcionó durante un tiempo, hasta que un día lo vi agachado, lejos de la valla, tapándose la cara con las manos. No era habitual verlo llorar, así que lo llamé. Le pregunté qué le ocurría, y eso lo puso aún más triste. «Oh, estimado mayor, me he visto descalzo y sé muy bien qué significa eso. Que la Virgen María se apiade de mí», dijo. Me dio lástima. Le pasé un cigarrillo a través de la valla, le encantaba fumar, y lo regañé. «Vamos, Valenki, todo eso son cuentos chinos, no le dé más vueltas». Sin embargo, rehusó el tabaco y me miró con ojos como platos. «Veo a mi madre y a la suya llorando, estimado mayor, pero mi madre no llora tan afligida como la suya». ¿Un pitillo?

—No, gracias.

No obstante, cuando Bora le enseñó el paquete de Chesterfield, Guidi cogió uno y se lo metió con cuidado en el bolsillo de la pechera, para que no se le rompiese.

El mayor dio una calada y exhaló el humo lentamente.

—Procuré no tomármelo mal, ¿sabe? «No sea tonto, Valenki, si ni siquiera conoce a mi madre», le dije. Sin embargo, he de admitir que sus palabras me afectaron. Mi hermano pequeño acababa de prestarse voluntario en el frente oriental y ya me preocupaba bastante por él incluso sin predicciones. En cuanto a Valenki, se limitó a sacudir su rasurada cabeza. «Hospodi pomilui, Hospodi pomlui», respondió. Se echó a llorar y se persignó mientras clamaba misericordia a Dios y la Virgen María. —Miró al frente, pero Guidi lo vio parpadear—. En fin, esa noche intentó escapar y los guardias lo mataron a tiros.

—¿Fueron sus hombres?

Bora pareció sorprendido de veras.

—¿Mis hombres? ¿Tengo pinta de ser el tipo de oficial al que destinarían a un campo de prisioneros? Mi regimiento estaba estacionado por allí cerca, eso es todo, pero Dios sabe que pienso bastante a menudo en el pobre Valenki y sus zapatos. Charlábamos casi todas las mañanas. Nos miraba mientras nos preparábamos para salir y me llamaba. «No es un buen día, mayor. Vaya con cuidado esta mañana», me decía. Y sin comentárselo a mis hombres, si Valenki me decía que tuviera cuidado, así lo hacía.

Guidi sonrió lo justo para no ofenderlo.

—Pero no lo creía.

—¿Por qué no? ¿Por qué no debería creerlo? ¿Acaso no podía Nuestro Señor haber hablado con él? Era tan bueno como cualquiera de nosotros, a pesar de ser ruso. También estaba loco, lo que probablemente lo hacía mejor que nosotros. Ya lo ve, Guidi, «los muertos no llevan zapatos». Ir descalzo significa estar muerto. Valenki hubiera estado totalmente de acuerdo. De todos modos, felicidades. Al menos debe de estar contento por haber cerrado el caso. Por cierto, ¿sabe si alguien más estuvo cerca del cuerpo antes de que usted llegara?

—¿Se refiere a los partisanos?

—A ellos me refiero.

—No vimos más pisadas.

Con el cigarrillo en los labios, Bora colocó los dedos sobre los párpados del cadáver y se los cerró.

—Es una información muy valiosa. Ahora me gustaría recoger la carabina de este sujeto y la munición.

—Están en la comisaría.

—Diga a su cabo que los traiga. ¿Sabe?, este pobre hombre se parece a Valenki. De todos modos, ya se lo ha quitado de encima.

—Sí, mientras que el asesino de Lisi sigue por ahí suelto.

—Me sorprende que esté tan seguro —replicó Bora con repentina irritación—, porque yo no lo estoy. Claro que la diferencia estriba en que quienquiera que asesinara a Lisi no es un asesino cualquiera.

Guidi había ido acumulando hostilidad desde la noche anterior, y esas palabras la avivaron impropiamente. Saboreó la rabia y, por primera vez, le encontró el gusto.

—Y usted, ¿qué le hizo anoche a Clara Lisi? Estaba histérica cuando la vi.

—¡Cómo se deja engañar! No le hice nada.

—Pero creyó conveniente informarla sobre el aborto de la joven Zanella.

—También le pregunté si tenía un amante. Usted no se lo habría preguntado y creo que es relevante.

Guidi sintió que la sangre le hervía.

—¿Y por qué no la lincha, ya de paso?

—Al contrario; tengo intención de comportarme de manera totalmente lúcida con ella. Igual que con cualquiera. Lo malo de ustedes los latinos es que confunden la firmeza con la crueldad.

—Seguro, ¡la misma firmeza con que se llevó un camión cargado de personas inocentes!

Bora reaccionó como si lo hubieran pinchado.

—No se atreva, Guidi, no se le ocurra volver a cuestionar operaciones militares en mi presencia.

Fue todo lo que dijo, pero el inspector vio un cambio tan drástico que se sorprendió. Iba a añadir algo más, pero el otro se lo impidió, enfadado.

—No, no.

Entre ambos se instaló un silencio frágil y precario, tan amenazador por parte de Bora como inseguro por la de Guidi, un momento en que las cosas podían decantarse hacia cualquier lado.

Sin embargo, el mayor recobró su aplomo con la misma rapidez.

—Ciñámonos al asunto que nos ocupa. Me ha pedido que viniera y eso he hecho. ¿Es de Clara Lisi de quien quería hablar, de lo que le hice, o quería demostrarme la buena puntería de mis hombres? Esta noche voy a visitar a la partera de Zanella. Puede acompañarme si quiere; si no, cerraré el asunto por mi cuenta y entregaré mis recomendaciones a los fascistas de Verona.

—¿Qué recomendaciones? ¡Tiene tanta idea de cómo resolver este caso como yo!

—Cierto, pero al menos soy imparcial y por eso acabaré resolviéndolo. ¿Le contó su preciosa Clara Lisi lo que le sonsaqué?

—Estoy ansioso por saberlo —masculló Guidi.

—Estaba prometida cuando conoció a Lisi.

—¿Y?

—Pues que insistí en que me revelara la identidad del pretendiente, y al menos tengo su nombre. Se llama Carlo.

Guidi cerró la boca. Salieron juntos de la morgue, y Bora decidió no ponerse el abrigo al ver el soleado día.

—¿Y usted, inspector? —preguntó Turco.

—No soy alemán. Tráigame el maldito abrigo.

En el exterior del pequeño edificio, la corteza de nieve intacta a lo largo del camino del cementerio permitía que las alargadas y elegantes sombras de los cipreses dibujaran una valla espectral sobre el suelo blanco.

Bora prefirió caminar sobre la nieve.

—Me encanta —afirmó al tiempo que la brillante capa crujía bajo sus botas.

Como si apenas unos instantes antes no hubiera habido tensión entre ellos, trató de distraerse y fingir que la investigación y las personas involucradas no le importaban. Guidi lo sabía y no iba a permitir que se saliera con la suya.

—En fin, ¿y qué más ha descubierto aparte de que el nombre del antiguo novio de Claretta empieza por C? —inquirió con petulancia, manteniéndose en la parte del camino bañada por el sol.

Bora lo miró.

—Creía que nunca iba a preguntarlo. El tipo es de Vicenza y, según lo último que se sabe, sirvió en un submarino. El Ministerio de la Marina me ha informado que inició su carrera a bordo del minador Pietro Micca. Por lo visto es donde hizo el servicio. Ya me he puesto en contacto con la policía de Vicenza para averiguar algo más; han prometido que me dirán algo esta tarde. Clara Lisi se desmayó cuando se lo pregunté, de modo que todavía tengo curiosidad por saber cómo se lo tomó este novio cuando Lisi apareció en escena, y si seguía en contacto con ella.

Parecía el momento adecuado para recordarle a Guidi lo que Enrica Salviati le había contado en la cafetería, la llamada que Claretta había recibido y que la había hecho llorar, pero se abstuvo. Paseó entre las tumbas sin afección, hundido en la nieve hasta el tobillo.

—¿No estamos agarrándonos a un clavo ardiendo? —preguntó Guidi—. Usted da por supuesto que dejó plantado al novio, pero eso no lo sabemos.

—Ya veremos —respondió Bora con toda tranquilidad, casi relajado. Se detenía delante de una u otra lápida, como un curioso visitante de museo, y leía las inscripciones. Tranquilo para el carácter impaciente de Guidi, contemplaba las flores, que se marchitaban en dorados jarrones de latón, y las coronas nevadas, que semejaban rosquillas espolvoreadas de azúcar glasé—. Ya veremos.

—En cualquier caso, cinco años son muchos para seguir en contacto con una mujer que ya no parece interesada.

Bora se detuvo.

—Al contrario. No es mucho tiempo.

En el otro extremo del cementerio, en un alejado rincón sombreado se encontraban las tumbas más pobres. Viendo que Bora iba en esa dirección, Guidi insistió en quedarse al sol.

—¿Qué anda buscando, mayor?

—Nada.

•••

La policía de Vincenza llamó a las tres de la tarde, cuando Bora estaba en el despacho leyendo una carta de su madre que acababa de recibir.

Según la policía, la familia de Carlo Gardini no se había opuesto a la ruptura del compromiso, sobre todo porque Claretta no tenía dinero.

—De todos modos, mayor, Gardini no se lo tomó demasiado bien. Fue a su casa un par de veces y, según los vecinos, en ambas ocasiones le montó una escena. También tenemos un informe de mil novecientos treinta y siete sobre un altercado público entre las partes. Se repartieron unas cuantas tortas, dice aquí, «debido al incipiente uso del agua oxigenada por parte de la susodicha con finalidad cosmética».

A Bora le resultaba difícil prestar atención con los ojos puestos en la carta de su madre, así que la dejó encima del escritorio.

—¿Algún informe reciente sobre las actividades de Gardini?

—Le hemos preguntado a su padre. La familia recibía noticias de vez en cuando a través del ejército, pero después del desastre naval de cabo Matapán dejaron de recibir misivas y comunicados oficiales. No aparece en las listas de prisioneros de guerra, ni en las de desaparecidos ni en las de bajas. Después del caos del ocho de septiembre, ¿quién sabe? Hace un par de meses, una conocida de la familia les dijo que estaba segura de haberlo visto en Vicenza, pero lo más probable es que se trate de un caso de identificación errónea.

Bora escribió en una hoja en blanco: «Realizar consulta a los altos cargos del Ministerio de la Marina».

—Muy bien, gracias. Infórmeme si averiguan algo más.

Apenas había colgado el auricular cuando llamó De Rosa.

—Mayor, ¿ha leído lo que publicó ayer L’Arená? —preguntó sin más.

—No; en Lago no recibimos ese diario. ¿Por qué? ¿Qué debería haber leído?

—La criada de Vittori Lisi, la joven Salviati…

—¿Sí?

—Un tranvía la atropelló anteayer cerca de la estación.

Bora recordó el atasco de Verona y los pasajeros amontonándose para bajar del transporte público.

—¿Está viva o muerta?

—Muerta. Los testigos dicen que resbaló cuando cruzaba las vías, bien por culpa del hielo o porque sufrió un mareo. La llevaron directamente al hospital, pero llegó cadáver. —Hizo una pausa efectista—. Ahora no me diga que no lo mantengo informado.

—¿Es posible que alguien la empujara?

Por la vacilación de De Rosa, Bora se preguntó si no habría hablado más de la cuenta.

—Le comunico todo lo que sé, mayor. Mientras tanto, esa supuesta primera esposa, Masi, dice que quiere volver a casa. Dice que si Guidi o usted tienen más preguntas, que se den prisa. No me importa poner mi despacho a su disposición, pero debo saber cuándo podrían necesitarlo.

Bora dobló la carta de su madre y se la metió en el bolsillo del pecho.

—Prefiero que traiga aquí a Olga Masi —decidió—. Esta misma tarde, a ser posible. A las siete en punto. Me aseguraré de que el inspector esté presente.

El viaje que había planeado para ver a la partera de Zanella quedaba cancelado.

A las siete en punto, De Rosa entró acompañado de Olga Masi, quien todavía vestía la ropa de luto del funeral. La mujer no demostró timidez alguna ante la presencia del alemán, aparte de aferrar los guantes de punto y el bolso junto al pecho.

Lo único que sabía, les aseguró a Guidi y Bora, era que Vittorio estaba muerto y que ella quería volver a casa. Nadie se había molestado en informarla sobre los asuntos de Vittorio hasta la fecha, así que tampoco había necesidad de hacerlo ahora. Hacía mucho tiempo que esas cosas ya no le interesaban.

—Vittorio era muy especial. Apuesto, varonil, y le gustaban las mujeres. Eso no iba a cambiar, así que lo mejor era fingir que no pasaba nada. Cuando nos casarnos —prosiguió, dirigiéndose a Guidi, aturullada—, g’avevo solo la dota del Friul: tete e cul…

El inspector miró a Bora, cuya falta de reacción tanto podía significar que no había entendido que la dote de una chica pobre «tetas y culo» como que fingía no haberlo entendido.

—Mi Vittorio… —suspiró Olga Masi—. Siempre que salía volando esperaba su regreso. Sabía que iba detrás de otras mujeres en cuanto me daba la vuelta. Era como un vendaval en una esquina, aparecía y desaparecía. Esa tal signora Clara de la que hablan era muy tonta si no sabía a qué atenerse con él. No quiero nada de la herencia. Ya se lo he dicho al abogado que el mayor me envió. —Guidi miró a Bora, quien se apoyó en el alféizar y no se percató de la mirada—. Nunca le pedí dinero a Vittorio cuando lo necesité. Ahora que mis amigos están muertos y tengo unas tierras, no necesito nada. No tengo hijos ni nietos. ¿Para qué voy a querer dinero en el banco?

Guidi se fijó en De Rosa; su porte marcial y el ocasional encrespamiento del bigote traicionaban su esfuerzo por dejar de sonreír ante las buenas noticias.

—Lo único que deseo es devolver a Vittorio a Roveredo, donde nos casamos —añadió Olga—. Y tal vez el dinero para comprar una sepultura en el cementerio lo bastante grande para nosotros y nuestra niñita. Ya he hablado con el cura y me ha dicho que no hay ningún problema, que da igual que Vittorio haya sido socialista y que no nos casáramos por la Iglesia. Siempre que se lo comuniquemos al obispo, eso sí.

—No sé de qué habla —intervino De Rosa—. Después de todo, Vittorio Lisi pertenece al Partido y el Partido es el que ha de decidir. Ya hay en trámite un monumento de granito.

Idiotisch —le espetó el alemán con desdén, y tanto Guidi como De Rosa se volvieron hacia él—. Quédense con el dinero, pero al menos denle el cuerpo. ¿Acaso no lo exprimieron bastante ya?

De Rosa refunfuñó. En el borde de la silla, Olga Masi se ajustó la toca de terciopelo negro, medio ladeada, que no hacía más que caerle sobre los ojos.

—Por una vez en mi vida podré tener a Vittorio sólo para mí. Estoy muy satisfecha, caballeros.

Tras la entrevista, Bora y Guidi se quedaron solos en el despacho. El mayor tomó asiento en el escritorio. Caminaba más rígido y Guidi se había fijado en que el apretón de manos de esa noche había sido demasiado cordial y brusco. Sin embargo, el alemán no dejaba traslucir nada.

—¿Ha traído el libro que le pedí? —preguntó encendiendo la lamparita del escritorio.

—Voy a buscarlo al coche.

Cuando regresó con el tomo legal, Bora se había acercado una silla para descansar la pierna. Esparcidas sobre el escritorio estaban las fotografías en blanco y negro que había encargado a De Rosa de las propiedades adquiridas por Lisi en Verona.

—Tenía buen gusto —comentó el mayor sin enseñarle las fotos—. Un piso cerca de Porta Borsari, una segunda residencia delante del palazzo Bevilacqua, un elegante piso en corso Porta Nuova… Ojalá su gusto en cuanto a mujeres hubiera estado en consonancia.

Guidi dejó el libro sobre la mesa.

—Supongo que tiene una buena razón para querer esto.

—Sí. —Bora lo miró—. Explíqueme en cinco minutos, más o menos, los aspectos legales de la bigamia en Italia.

Guidi no respondió enseguida, aunque el alemán había formulado la petición con el apremio característico, señal de que iba detrás de algo. Abrió el tomo a la luz de la lamparita, buscó la página que le interesaba y leyó en voz alta.

—La bigamia se regula según lo dispuesto en el artículo trescientos cincuenta y nueve del Código Zanardelli y es considerada un delito contra la institución del matrimonio. Anteriormente tenía la consideración de adulterio. Desde mil novecientos veintinueve, el matrimonio religioso es legalmente vinculante ante la autoridad civil, según el artículo treinta y cuatro del concordato entre la Iglesia y el Estado. La autoridad civil considera vinculante un matrimonio religioso siempre y cuando quede constancia documental de éste en el registro estatal en cumplimiento del espíritu y la letra de la ley.

—¿Y qué dice de los matrimonios que no se han celebrado siguiendo una ceremonia religiosa?

Guidi volvió la página escudriñando el abigarrado texto.

—Entre las causas de anulación en caso de un contrato de matrimonio anterior se cita la «falta del libre consentimiento» por parte del cónyuge que desconoce la situación.

Bora asintió.

—Es decir, si el cónyuge ignora la existencia del contrato previo. Pero ¿y si la conoce?

—Si la conoce, mayor, la anulación es posible únicamente si dicho cónyuge lo denuncia en un plazo de un mes desde el inicio de la cohabitación o desde el momento en que descubre la existencia de la unión anterior. Por lo que respecta al agente provocador, en este caso Vittorio Lisi, su acción se consideraría circunstancia agravante, según lo dispuesto en el párrafo primero, capítulo quinientos cincuenta y cinco del Código Penal Rocco.

—Sí, pero dado que Lisi está muerto, la circunstancia agravante del delito es irrelevante. ¿Quién decide la validez del primer matrimonio?

—Por lo general un juzgado penal, pero el juez puede transferir la resolución del caso a un juzgado civil, según el artículo tres del Código Penal Rocco.

Bora bajó la pierna de la silla con dificultad.

—Así que, se mire como se mire, el matrimonio de Clara Lisi es nulo.

—Me temo que sí. Y la demanda de separación lo complica todo aún más.

—Hum… Si sacar a colación a la primera mujer fue una estratagema para poner en entredicho el derecho de Clara a la herencia, se tomaron muchas molestias para nada. Por lo que entiendo, la segunda esposa no tiene ningún derecho, especialmente si conocía la existencia del primer matrimonio.

—Eso es una suposición.

—Soy Ubre de suponer lo que me dé la gana, Guidi, no soy policía. Lo que me pregunto es: ¿sabía Clara Lisi que había una primera esposa? Y si lo sabía, ¿pretendió ignorarlo por motivos que sólo ella conoce? Finalmente, me encantaría saber si fue ella la que invitó a Olga Masi al funeral de manera anónima.

Guidi no pudo por menos que echarse a reír.

—¿Qué ganaría ella con eso?

—La anulación del matrimonio con Lisi. Incluso la Iglesia católica estaría de acuerdo en anular el contrato matrimonial, lo que, por cierto, le dejaría vía libre para volver a casarse.

—¿Y qué le hace pensar que Claretta desea volver a casarse?

—El antiguo novio y la llamada lacrimógena parecen indicarlo.

—No sabe quién hizo la llamada, ni siquiera si se produjo de verdad.

—Cierto. —Bora se masajeó suavemente la rodilla—. No obstante, alguien tiene que estar diciendo la verdad en todo este embrollo. Después de todo, la víctima hacía lo que le venía en gana desde el inicio del matrimonio. ¿Por qué iba Clara Lisi a esperar cinco años para pedir la separación si no soportaba su situación? Pero… si un antiguo amante había aparecido hacía poco, o reaparecido, en escena, la separación podría haberle resultado atractiva.

—Todo eso está muy bien, mayor, pero con la separación legal Claretta renunciaría automáticamente a cualquier esperanza de heredar.

—¿Y eso qué más da? Si ella no es la asesina, no tenía modo de saber si Lisi iba a morir al poco de separarse. El médico dice que Lisi habría durado bastante tiempo y tal vez ella deseaba quedar libre para volver a casarse.

Era la primera vez que Bora se mostraba dispuesto a dudar de la culpabilidad de Claretta. Guidi descubrió que aceptaba la hipótesis con admirable compostura.

—Y si Clara Lisi sabía que Vittorio había estado anteriormente casado —continuó Bora—, tiene sentido que esperara hasta su muerte para desvelar la existencia del primer matrimonio. Si se hubiera atrevido a hacerlo con él en vida, Lisi se habría encargado de ella. De todos modos —prosiguió, como no dispuesto a dar la razón a Guidi—, Clara Lisi es una mujer superficial y codiciosa. Podría haber decidido desembarazarse de él porque el hombre quería cerrarle el grifo del dinero o porque sospechaba que ella tenía un amante. Tome. —Le pasó las fotografías—. ¿Quiere echarles un vistazo a las casas de Lisi?

—No, pero antes de irme, mayor, ¿podría decirme quién ha comprado una sepultura de las caras para el fugitivo?

Bora lo miró a los ojos.

—No tengo ni idea.

Eran las nueve en punto cuando se despidieron. Bora había recibido información de actividad partisana al noreste de la carretera estatal y tenía que dirigir una patrulla antes del amanecer. No dijo una palabra al respecto, por descontado, pero a Guidi no le pasaron por alto las cajas de munición amontonadas en el vestíbulo.

A su vuelta a casa, el inspector no encontró la cena preparada; era la segunda vez que ocurría en dos días. Se hizo un bocadillo de tortilla y cenó en la cocina. En la radio del salón sonaba un programa religioso y también se oía un crispado y exagerado pasar de páginas de una revista. Con intención de evitar a su madre, no fue al baño a cepillarse los dientes. Se acostó directamente y soñó que era el antiguo novio de Claretta y que volvía de alta mar.

En el puesto de mando de Lago, cuando se convenció de que le resultaría imposible relajarse lo necesario para dormir, Bora se sentó en el despacho a releer la carta de su madre y estudiar cada frase de su rápida y diminuta caligrafía. La misiva estaba en inglés, igual que toda la correspondencia que intercambiaban entre ellos.

«Sí, Martin, ha recibido tu correo. Te contestará pronto, dale tiempo para acostumbrarse», y «Mi vida, qué difícil debe de ser reconciliarse con una merma tan definitiva», y también «Intenta comprenderlo».

Lo comprendía, y muy bien. Leyó el dolor enlutado de su madre por Peter y por él en sus diplomáticas, reflexivas y breves palabras.

«Querida Nina, pregúntale a Dikta si todavía me quiere», fue la única respuesta que escribió en la hoja en blanco.