6

El nuevo complejo hospitalario se alzaba al noroeste de Verona, entre las márgenes del Adige y las montañas del quartiere Pindemonte, desde donde las casas daban paso a los campos y podía divisarse el humeante canal industrial junto a la orilla. Antes de reunirse con Habermehl y los demás en el cuartel alemán, Bora tenía una cita matutina con el cirujano jefe, el mismo que lo había atendido cuando tuvieron que intervenirlo.

—El domingo es un buen día. —Una monja sonriente caminaba delante de Bora por el inmaculado pasillo con olor a fenol—. El doctor Volpi suele tener menos trabajo que de costumbre. ¿Cómo va esa pierna?

A Bora no le sorprendió que usaran el lei para dirigirse a él en ese lugar. Sabía que el Vaticano había dado instrucciones a sus religiosos para «abstenerse con elegancia y prudencia» de adoptar el tratamiento fascista, y la abstención incluía, sin lugar a dudas, a los oficiales de la Wehrmacht que hablaran italiano.

—Mejor, gracias. Me recuerda, ¿hermana?

La monja, con las manos ocultas entre los pliegues de las mangas, se detuvo delante de una puerta de cristal y la abrió para dejarle paso.

—Sí, por supuesto. Me propinó unos buenos puntapiés con la otra pierna.

Bora entró.

—Buenos días, buenos días. —Sin mayor ceremonia, el cirujano le pidió que se desnudara, le indicó que se sentara en la mesa de reconocimientos y empezó a cortar las vendas de la rodilla—. Lo que me temía: ha vuelto a infectarse. ¿Cuántas veces he de decírselo, mayor? Este tipo de heridas mal curadas, con el trajín que lleva… Debería tener más cuidado.

—No puedo, tengo trabajo.

—Haga menos cosas o hágalas de otro modo. El cuerpo humano se merece un respeto, y en estos momentos usted no le está prestando la menor atención. —Después de desinfectar las heridas, rebuscó las esquirlas que seguían incrustadas en la rodilla de Bora—. Hoy deberíamos sacar como mínimo un par, a ver si pueden ser más. Tendrá que tumbarse, no le servirá de nada mirar lo que hago. Hágame caso, sin sulfamidas ni antibióticos, en cualquier momento podría presentarse una infección grave, y entonces ¿qué? ¿Amputamos la pierna que intentamos salvarle o dejamos que la septicemia lo envíe a reunirse con el Creador?

Mientras el cirujano hurgaba en la carne tirante, Bora tenía la mirada fija en la estéril vacuidad del techo. Tensó los músculos para no dejarse arrastrar por el pánico; volvía a estar tendido en una mesa de operaciones, rodeado del olor a sangre y desinfectante.

—¿Sabía que tiene fiebre?

—No me he notado caliente.

—Póngase esto debajo del brazo. —Le acercó un termómetro—. ¡Ah, aquí tenemos una de estas malditas! —exclamó. ¡Como si Bora no se hubiera percatado por el estallido de dolor que le fustigó la pierna!—. Un poco de paciencia, que ya sale.

El mayor contuvo la respiración hasta que oyó el sonido metálico de algo que caía en la bacinica. Un reguero cálido y pegajoso le resbaló por la rodilla, aunque fue enjugado rápidamente con una esponja.

—¿Duele?

—Un poco.

Reemprendió la tarea de escarbarle la carne.

—Ya puede dar gracias a Dios por ese maletín que llevaba en el regazo; de no ser por él, la metralla le habría destrozado el abdomen. Habría perdido algo más que una mano, y ahora no estaríamos aquí hablando de ello. Espere, ya sale el otro trozo. Para serle sincero, ahora ya se lo puedo decir, pero cuando lo trajeron aquí, supe que no moriría porque luchaba como un jabato.

Bora miró el pelo blanco cortado a cepillo del cirujano, inclinado sobre la rodilla ensangrentada.

—La hermana de ahí fuera me ha dicho que le di una patada.

—No sólo eso, estuvo a punto de triturarle los huesos de la mano. A ver ese termómetro.

Desinfección y vendaje. Ahora le tocaba al brazo. Parecía que la mano amputada cicatrizaba bien. Bora no dijo nada, pero el cirujano le palpó el muñón y arrugó el entrecejo.

—No me diga que no le duele. En la Gran Guerra corté más brazos y piernas de los que creería. En mi opinión, se le están formando neuromas en los nervios, y el dolor que eso produce es de los que no se mitigan con aspirina. Si conoce alguien en el puesto que sepa poner inyecciones, le daré morfina para que vaya tirando.

El dolor ya había hecho presa de Bora y sólo necesitó oír esas palabras para que lo invadiera la desazón; fue como si la habitación tratara de escurrirse bajo sus pies y él no encontrara ningún asidero.

—No, gracias.

—En fin, piénselo bien.

—No hay nada que pensar. No puedo tomar una medicación tan fuerte.

El cirujano se acercó a la pila para lavarse las manos.

—Como quiera, pero tiene fiebre alta. Le aconsejo compresas tibias para el brazo, reposo absoluto y antipiréticos. —De pie junto al escritorio, se secó las manos con un paño mullido y luego garabateó una receta—. Mientras tanto, aquí tiene, el viejo analgésico de toda la vida, Veramon. Tómeselo. Claro, siempre y cuando un inofensivo medicamento no entre en conflicto con la integridad de un soldado. Encontrará una farmacia al final de la calle.

Ese mismo día, Guidi llegó a Verona para entrevistarse con Enrica Salviati. Aunque ya era la una del mediodía, no hacía tanto frío y llovía otra vez, un festón blanco de escarcha todavía ribeteaba los raíles del tranvía.

La joven esperaba junto a la fuente del parque, una melancólica y esbelta silueta vuelta de espaldas a él. Guidi se acercó y ella lo saludó.

—Siento haberlo hecho venir hasta aquí, inspector, pero el otro día no pude contarle toda la historia. Por eso tenía que verlo a solas.

Él asintió con la cabeza.

—Si es por el oficial alemán, ¿no le han explicado ya que trabajamos juntos en este caso?

—No, no es por el alemán. Es por el otro.

—¿Por De Rosa?

—Sí. No quería decir nada de él y que lo oyera detrás de la puerta.

Guidi se sintió súbitamente interesado y esperanzado. En su cabeza, las maquinaciones y revelaciones fascistas que podían alterar el juego se derrumbaban como naipes descartados alegremente.

—Cuéntemelo, cuéntemelo todo —la animó.

Las gotitas de lluvia relucían como esquirlas de cristal en la cabeza descubierta de Enrica, entrelazadas en la negra espesura de su cabello.

—Yo había visto antes a De Rosa —confesó con expresión compungida—. Él fue algunas veces a visitar al señor, con quien se encerraba en el despacho. Por cómo se comportaba, era fácil adivinar que iba a pedir algún favor; se arrastraba por los suelos y no hacía nada más que preguntar cada cinco minutos si ya podía entrar. Si la signora estaba en casa, le llevaba flores o bombones, y cuando se dirigía al señor, incluso lo llamaba «su excelencia».

Guidi se impacientó.

—Bien, bien, ¿qué más?

—Se notaba que el señor no quería hablar con él, ¿sabe? —Enrica siguió triturando su tosco italiano—. Lo que yo le diga. El señor me ordenó que le dijera que no estaba en casa durante dos días seguidos, y De Rosa no se lo tomó muy bien que digamos. Intentó sonsacarme para que le contara cuándo regresaría. Una tarde, hace unas seis semanas más o menos, se presentó en domingo y se les oyó discutir en el despacho. El señor no quería a nadie en la planta baja cuando hablaba de negocios, así que no me enteré de qué iba todo eso.

—¿Qué hacía la signora Lisi durante esas visitas?

Una mueca de contrariedad descompuso la morena belleza de Enrica.

—Cuando por casualidad estaba en casa, querrá decir. Tenía que quedarse arriba, como yo. Escuchaba a Rabagliati o se pintaba las uñas. Los negocios del señor le importaban un rábano mientras ella tuviera schei, dinero, vamos, para gastar. Creo que el señor no quería recibir a De Rosa en casa, porque una vez oí que le decía desde la puerta: «O la próxima vez nos vemos en Verona o no hay más visitas». Pero, como ya le he dicho, hace seis semanas De Rosa volvió, con el sombrero en la mano, como siempre.

Guidi se fijó en que la chica tiritaba. Aunque se habían detenido debajo de uno de los árboles del parque, estaban quedándose empapados.

—Vamos a esa cafetería de ahí enfrente —propuso—. Aquí fuera cogeremos una neumonía.

Enrica lo siguió a regañadientes, con los brazos cruzados y cabizbaja para no mojarse.

—No puedo quedarme mucho tiempo, inspector. Tengo un compromiso.

—De acuerdo, pero me gustaría oír lo que quería contarme. No creo que lo que me ha dicho sea todo.

Guidi estaba decepcionado y sabía que se le notaba. Había esperado una revelación más sensacional. Por supuesto que Lisi prestaba favores y exigía reverencias, no hacía falta que Enrica Salviati se lo confirmara.

Entraron en la cafetería. Estaba abarrotada de gente que también se cobijaba de la lluvia. Abriéndose camino entre hombros y espaldas, Guidi recordó lo que Bora le había pedido que le preguntara y sintió una antipatía repentina por el encargo.

Al principio Enrica fingió no haberlo oído o tal vez fuera el bullicio del atestado lugar lo que se lo impidió. Guidi repitió la pregunta y la muchacha se volvió lentamente hacia él.

—¿Que si ella tenía un amante? ¿A usted qué le importa?

—¿Y eso qué más da? ¿Qué sabe del asunto?

—Nada, nada de nada. Se lo diría si lo supiera, ya puede estar seguro, pero la signora no era tonta. Si se divertía, lo hacía fuera de casa. Dado que prácticamente estaban separados, no le resultaría tan difícil, ¿no cree? Sólo aparecía por allí cuando necesitaba dinero.

Incluso en medio del agobio de gabardinas y paraguas cerrados, Guidi experimentó una liberadora sensación de alivio al oír esas palabras, como si el desdén de Bora y los celos de Enrica se hubieran estrellado contra el muro de la conducta intachable de Claretta.

—Entonces, ¿lo que tenía que decirme era que De Rosa frecuentaba la casa de Vittorio Lisi? Y que tampoco vio nunca a la signora Lisi con otros hombres. ¿Algo más?

—Sí, algo más. Justo antes de que se separaran, eso debió de ser a finales de mayo, alguien llamó a la villa. Yo estaba en la cocina, por lo que contestó la signora. No sé quién sería, pero ella cerró la puerta del salón y estuvo cuchicheando cerca de media hora. Cuando salió, tenía los ojos enrojecidos. El señor me había dicho que le informara de todas las llamadas que se recibieran mientras él estuviese fuera en el jardín. Le encantaban las rosas, se le daban bien, incluso había ganado algún premio. Cuando entró en casa, le comuniqué que había llamado alguien y que su mujer había contestado. No sé qué le contaría ella después, pero lo que es seguro es que no le dijo que había estado llorando.

Guidi se había abierto camino hasta la barra a la fuerza, ayudándose de sus codos esqueléticos y seguido de Enrica.

—¿Cómo se trasladaba Lisi del campo a Verona? ¿Iba en coche? No me parece haber oído mencionar a un chófer.

—Había encargado un Fiat especial en Turín. Le costó una fortuna, pero estaba diseñado para que no tuviera que utilizar los pedales. Siempre lo conducía él.

—No había coches en el garaje.

—Eso pregúnteselo a De Rosa, inspector. Los fascistas vinieron a llevárselo un día después del incidente. He oído decir que se lo dieron a un general del ejército que perdió las piernas en la guerra.

—Muy bien. Llámeme si recuerda algo más, pero hágalo a este número.

Enrica cogió el trozo de papel con el número del despacho de Guidi. A continuación le informó que estaba buscando trabajo y que la esperaban en via Mazzini para una entrevista a las tres y media. Guidi la invitó a una taza de café y la dejó ir.

Cuando salía del cuartel general alemán, Bora recordó que debía pasarse por la farmacia. Ordenó al conductor que se detuviera en la primera que encontrara por el camino y empezó a releer el informe sobre la ofensiva contra los partisanos que le habían entregado los oficiales italianos. El embrollado documento explicaba con detalle cómo se organizaban las bandas partisanas en los valles del nordeste de Italia. A Bora, familiarizado con el manual publicado sobre el tema en 1942, no le sorprendieron las malas noticias. Resignado, lo leyó con detenimiento y sin soliviantarse.

El BMW se detuvo con un brusco frenazo.

—¿Hemos llegado a la farmacia? —preguntó Bora sin apartar la vista del documento.

—No, herr mayor. Hay un atasco un poco más adelante.

Bora echó un vistazo. Dada la escasez de tráfico en tiempo de guerra, le resultaba difícil creer que se hubiera producido un embotellamiento. Justo delante del BMW había una furgoneta de reparto y delante de ésta dos camiones del ejército alemán, parte de un convoy, que habían quedado separados del resto. Un tranvía cruzaba la calle al ralentí y los pasajeros se apiñaban en las puertas para descender.

El conductor bajó la ventanilla para oír si sonaba alguna alarma antiaérea. Únicamente una aguijoneante lluvia helada, a la que poco le faltaba para convertirse en nieve, tamborileaba sobre el coche y la calzada.

Bora se apeó. Aunque se tratara de una maniobra partisana para aislar y asaltar vehículos alemanes, prefería enfrentarse al peligro fuera del coche.

El conductor de uno de los camiones, que se había acercado a averiguar qué ocurría, regresaba a paso ligero.

—¿Qué sucede? —le preguntó Bora.

El soldado se cuadró.

—Un accidente, herr mayor. El tranvía ha arrollado a una persona y todavía tardarán un rato en despejar las vías. Vamos a desviarnos por la calle paralela. Si lo desea, puede seguirnos en su coche.

Bora consultó la hora. Le dolía la cabeza, e incluso la tenue luz del día le molestaba en los ojos. «Maldita sea», pensó, el cirujano no debería haberle dicho que tenía fiebre.

—Olvide la farmacia —le dijo al chófer cuando volvió al BMW—. Siga a esos camiones y salgamos de una vez de esta ciudad.

El domingo muy temprano, Bora se abotonaba la guerrera con pequeños y diestros movimientos delante de la ventana, en Lago. Apenas había conseguido dormir, pero el café lo mantenía despierto por el momento. Nagel y el otro soldado que acompañaban a los guardias fascistas habían regresado la noche anterior. Aunque el parte había durado dos horas, Bora retuvo a Nagel en su despacho bastante más y le estrechó la mano tras la entrevista. La llamada vespertina de Guidi lo había desvelado, aunque sin conseguir irritarlo. Había accedido a salir con la partida italiana porque los francotiradores, estuviesen locos o no, también eran asunto suyo.

Había llegado el momento: un día vidrioso y ribeteado de nubes que auguraban más nieve. Ya caían en espiral serpentinas de diminutas esquirlas de un cielo aborregado que no parecía capaz de producir nieve. Bora miró las moteadas nubes, que creaban la ilusión de pliegues sueltos de una gran cortina corrida sobre el horizonte. El sol intentaba asomar entre los estratos, haciendo palanca con largos rayos de luz. Bora se descubrió tarareando la música de piano que sonaba en la radio, a pesar de no tratarse de una pieza alegre. Aunque tampoco era triste. Igual que el alargado y pálido rostro de Guidi, la música compartía información sin desvelar su verdadero estado de ánimo. «Dios me libre», pensó, tal vez Guidi no tenía sentido del humor.

Después de abrocharse el corchete del cuello con un par de dedos, estuvo listo. Con la mano limpió el cristal de la ventana, que empezó a empañarse con su aliento, y clavó la mirada en el humo que salía de lejanas chimeneas para no tener que fijarse en su mano, cuya perfección como herramienta física en esos momentos lo avergonzaba. El humo blanco de las chimeneas se tornaba de un azul apagado contra el enmarañado fondo marrón de los árboles, el azul aséptico de los cielos rusos, un color que Bora había deseado no volver a ver jamás. Sobre esa asepsia, el incipiente sol prendía la voluta de humo, que se encendía de naranja.

El coche de Guidi se detuvo delante del puesto de mando. Guidi bajó, se arrebujó en el abrigo y la bufanda y se caló el sombrero. A su alrededor, las espirales de diminutos copos de nieve continuaban cayendo en diagonal, como si la luna invisible que se alzaba sobre ellos estuviera mudando de piel.

Bora se apartó de la ventana, se miró la mano y la cerró haciendo gala de su control en lo que podía pasar por un puño. Su cuerpo recibió el perdón inmediato. A pesar de que continuaba sintiéndose horadado y vacío por las noches, durante el día solían sobrarle las energías.

Guidi seguía sin creer lo primero que Bora le había dicho.

—¿El padre de la chica muerta anda por ahí? ¿Por qué De Rosa no nos lo dijo antes?

—Eso es discutible, Guidi, ya puede dar las gracias de que nos lo haya contado.

—¿Y cuánto tiempo lleva esa persona danzando por ahí?

—Se llama Zanella. Estaba en Verona cuando mataron a Lisi. Dado que ni su nombre ni el de su hija empiezan por C, De Rosa aduce que no creyó pertinente tratarlo de sospechoso. Sin embargo, el hombre irrumpió en la sede fascista unas dos semanas antes del asesinato. Según De Rosa, buscaba dinero, ya que era demasiado tarde para discutir por el honor de la chica muerta. De Rosa dice que Lisi se negó a pagar.

Poco convencido, Guidi miró cómo Bora comprobaba y volvía a encajar el cargador de su P38. Quería creerlo, pero…

—Estos últimos acontecimientos son un poco sospechosos, sobre todo relatados por De Rosa. ¿Qué más, mayor? Por favor, no me diga que da la casualidad de que Zanella ha desaparecido para que no podamos interrogarlo.

—No exactamente. Su nombre sale publicado en la lista de contratación de trabajadores para Alemania de la Organización Todt del martes pasado. Le interesará saber que aparece como conductor de ambulancia. No obstante, no culpe a De Rosa de su desaparición, sólo me habló del hombre porque lo interrogué a las dos de la madrugada por el tema del coche de Clara Lisi.

A pesar de los esfuerzos de Guidi, debió de ser obvio que el tema empezaba a interesarle, porque Bora hizo una pausa bastante larga y, hasta cierto punto, de autocomplacencia.

—Por lo visto yo tenía razón al sospechar que Marla Bruni estaba en el punto de mira de De Rosa. La soprano se quedó con el coche y él se quedó con la soprano. Nunca aprenderé hasta qué extremos puede llegar la corrupción de los italianos.

Aunque Bora sonrió al decir esto último, Guidi se ofendió. A punto estuvo de rechazar el ofrecimiento de una taza de café, pero en el último momento recordó que el mayor tenía acceso a auténtico café y dejó que le sirviera una taza bien cargada. Le informó muy por encima de su entrevista con Enrica Salviati.

—Se puede decir que estamos donde empezamos, mayor.

Bora le acercó el azucarero que había sobre la reluciente mesa.

—¿Por qué? Puede hablar con la partera de Zanella. Tengo la dirección.

Guidi desdobló el papel que le tendió Bora sin perder un momento.

—Gracias a Dios no está lejos de Verona.

Bora parecía complacido. De hecho, demasiado complacido para alguien que había perdido los prisioneros que le habían entregado en custodia. Guidi dio por sentado que los habían apresado o eliminado.

—Ahora que ya le he levantado el ánimo, vayamos de caza. Podemos hablar de camino al coche.

A medida que cruzaban los campos, escandalosas bandadas de cuervos dibujaban cambiantes garabatos sobre los blancos pies de las colinas. La amarillenta luz del sol, que se abría paso entre las nubes, lamía la nieve de las cimas más altas.

Bora contempló colores y texturas y se fijó en que la misma luz parecía delicada sobre una superficie y cruda y cruel sobre otra; aunque se mostraba indiferente sobre los muros de las granjas o sobre los iluminados cuadrados congelados de sábanas tendidas, se tornaba oronda y alegre sobre los objetos redondos, exangüe y adusta sobre los angulosos. La luz anudaba unos árboles con otros con finas cintas, pero esmaltaba las ramas que miraban al este, donde descansaba, espléndida y exigente.

Colores rusos, estación rusa. Bora recordaba haber escrito a su mujer sobre la luz de Rusia, haberle enviado esbozos que, según su propia madre, todavía no había tenido tiempo de abrir. En el abismo azul, más allá del borreguillo de nubes, la oscuridad de la luna destacaba como un círculo espectral, algo más azul que el cielo. Aquélla no era una luna engañosa. Parecía la hostia consagrada que debe conservarse en la lengua hasta su desintegración.

Detuvieron los coches en un recodo de la carretera, a resguardo del viento. Bora bajó para reunirse con Guidi y palmeó la cabeza de sus pastores alemanes mientras daba breves instrucciones a su cuidador.

—Cuénteme todo lo que sepa sobre el fugitivo —pidió a continuación.

—¿Además de que lo trasladaban de una prisión a otra cuando escapó? Bueno, era soldado de infantería y estaba de permiso, había vuelto de Albania con neurosis de guerra cuando mató a su madre a puñaladas por no haberle pulido las botas. No se sabe de dónde sacó el arma ni la munición, pero, por lo que le enseñé, tuvo que sacarlas de algún sitio.

Bora asintió con la cabeza y, ayudándose con los dientes, se puso rápidamente el guante de la mano derecha.

—Seré sincero con usted, Guidi. Si mis hombres y yo conseguimos sorprenderlo, se lo entregaremos la mar de contentos, pero si nos dispara lo abatiremos.

—Lo suponía.

—Es sólo para que lo sepa.

Como si el borreguillo se compactara, las escasas nubes que había sobre sus cabezas se cerraban y creaban una lana tupida que pronto bloquearía el sol naciente. Una llovizna de aguanieve empezó a caer y empolvó el lomo de los perros. Cuando asomaba la luz del sol, los copos relucían como pequeñas láminas de metal. Bora, todavía con fiebre, agradeció el aire frío. Aunque la rodilla le dolía lo indecible, echó a andar por el campo por delante de Guidi, sin perder el paso.

—En Rusia conocí a un prisionero de guerra —contó cuando el inspector lo alcanzó— del que nunca supe su nombre, aunque lo llamaba Valenki, por las botas de invierno que llevaba. No era lo que se dice un hombre sano e, igual que su fugitivo, estaba obsesionado con el calzado. En vez de andar alicaído y mendigando como sus compañeros… Uno no sabe lo que es mendigar hasta que ve hacerlo a los prisioneros de guerra rusos, Guidi, no es que me saque de mis casillas, es que me pone enfermo. Bueno, pues en vez de eso, él se agachaba junto a la valla del recinto y miraba pasar los soldados. Los soldados y los refugiados, porque en ese tiempo todavía avanzábamos a buen ritmo. En fin, pues Valenki estudiaba los pies de la gente y con toda la seriedad del mundo predecía quién moriría en breve. Los otros prisioneros se reían de él, y todos los nuestros que entendían ruso.

Flanqueado por Turco, Guidi vigilaba dónde ponía el pie sobre el pedregoso terreno cubierto de nieve.

—¿Habla ruso, mayor? —preguntó Turco.

—Sí, pero nunca me reí de Valenki.

A Guidi le irritó que Bora empezara a resultarle agradable a Turco.

—Bueno, para este caso no hacen falta explicaciones extrañas. El fugitivo necesita un par de zapatos, mata por ellos y se deshace del calzado si no le vale.

—Mi soldado todavía llevaba las botas puestas.

Guidi no quería revelar que los carabinieri habían dado con el cuerpo inmediatamente después de que lo asesinaran, por lo que no dijo ni pío.

—Con zapatos o sin ellos —intervino el cabo Turco entre la apestosa nube de humo de su cigarrillo—, esta moza —remarcó, utilizando la palabra siciliana picciotta y haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Lola-Lola— nos llevará directos a ese lazzu d furca.

Bora se volvió hacia él.

—Buen tiempo para el rastreo, ¿eh, Turco?

Al siciliano pareció halagarle que se dirigiera a él de un modo tan familiar. A pesar de haber despotricado contra los alemanes delante de Guidi, miró a Bora con respeto y asintió con vigor.

—Y que lo diga, señor. Vossia…? ¿El mayor caza?

—Animales, no.

Charlando, habían llegado al lugar en que sus caminos se separarían, junto a una estrecha acequia atascada por el hielo. A través de los binoculares de Bora, parecía una cicatriz en la tierra nevada, rematada de vez en cuando por tallos secos de tojos, altos como un hombre y rojizos como metal oxidado.

Bora le pasó los binoculares a Guidi.

Pyrej, así llaman los rusos a esa planta. Si se está muerto de hambre, de ella se puede obtener harina para hacer pan. —Echó un vistazo al triste terruño que lo rodeaba—. Veo muchas cosas de las que uno podría alimentarse si no tuviera más remedio.

Guidi escudriñó el linde del campo y las montañas que se alzaban al final de éste. La superficialidad de Bora le resultaba insoportable en vista de sus «otros» asuntos, sus «otras» obligaciones. Un asesino desalmado imponiendo su justicia sobre otro asesino desalmado. ¿Cómo podía justificar las deportaciones ante su arrogante y disciplinada rectitud como marido fiel y soldado honorable? Incluso Rusia le servía de pretexto para demostrar que sabía cómo arreglárselas. La supervivencia de Claretta no debía de pesar en la balanza de las cosas que Martin Bora consideraba importantes.

Poco después habían llegado junto a la acequia, donde Guidi y Bora sincronizaron los relojes.

—Usted se ocupará del terreno llano y nosotros bordearemos las colinas —dispuso Bora—. Nos abriremos en semicírculo y volveremos a reunirnos con usted aquí a las once. Si oye disparos, no se acerque. No hace falta que se preocupe por lo que podamos estar haciendo.

•••

Una hora después, el mayor y sus hombres alcanzaron un claro al pie de las colinas más septentrionales, donde un saliente de maleza formaba un pequeño refugio al abrigo del viento. La nieve había caído sin pausa durante la última media hora y el viento del norte la sembraba por doquier con sus ráfagas polvorientas. El rocío blanco se adhería a las hojas secas, los troncos y los uniformes de invierno.

Contra la pared de piedra del refugio, el blanco polvo se apresuraba a cubrir los restos de una pequeña hoguera hecha con palitos y ramas partidas. Nagel cogió un palo, escarbó entre los restos, lo levantó y tocó la punta con la mano desnuda.

—Todavía está caliente, herr mayor.

Bora vio que habían arrancado varias ramas de árboles jóvenes para utilizarlas como combustible.

—La hoguera es demasiado pequeña, señor, parece que sólo había un hombre. Ha dormido o ha pasado aquí la noche.

—Sí, quienquiera que sea ya se ha marchado, pero podría no andar muy lejos.

Los soldados empezaron a subir la pendiente con sigilo. Volviendo la vista atrás, sobre los campos, más allá de la ondulante cortina de fina nieve, las casas de Sagràte se distribuían al azar, como guijarros a lo largo del camino. Bora había perdido de vista a Guidi y sus hombres; una rala arboleda se interponía entre ellos. Era evidente que los perros habían hallado un rastro, pero si no habían ido directamente hacia el lugar donde estaba Bora, significaba que el fugitivo no andaba por allí cerca.

El mayor encabezaba la expedición. Sus botas a veces encontraban terreno firme, otras resbalaban, y era en esas ocasiones cuando tenía que resistirse al impulso de tender la mano izquierda en busca de apoyo. Sin embargo, estar al aire libre le hacía sentirse repleto de energía. La fría tierra desprendía un olor agradable y limpio bajo sus pisadas.

¿Qué sabría Guidi? El invierno ruso había estado a punto de matarlo, pero fue el verano en esas tierras lo que atormentaba su alma. Si cerraba los ojos, el siniestro triángulo de los mandos del avión asomaba a la superficie como una aleta moribunda en un mar de girasoles en flor. La nieve había desaparecido, igual que la misión encomendada. En sus pesadillas tenía que abrirse paso entre esos tallos inmensamente altos e inflexibles, del grosor del brazo de un hombre y de hirsutos pelos afilados como navajas, que se alzaban en su camino. Peleaba y luchaba contra ellos, midiendo sus fuerzas, escurriéndose entre los tallos hasta quedar sin aliento. Cansado, se abría paso hasta llegar al avión.

—Más huellas, herr mayor.

Las palabras de Nagel lo sobresaltaron de tal modo que dio un traspié y tuvo que buscar apoyo en una rama para mantenerse vertical en medio de la ventisca. «Es la fiebre —pensó—. Gracias a Dios estamos en invierno».

Tal vez a causa de su indumentaria más ligera, Guidi correspondía con menos afecto al viento cortante que soplaba en el llano. La nevada empezaba a intensificarse y pronto se verían obligados a interrumpir la búsqueda. Incluso Lola-Lola corría casi sin rumbo a causa de la nieve, por no hablar del desconcierto de Blitz. Guidi no se sentía cómodo con el calzado que llevaba y los pies se le habían quedado fríos y entumecidos. Bora y sus soldados se habían desvanecido a lo lejos. Todavía quedaba una hora y cuarto para la reunión en la acequia. El canal desaparecía de la vista a medida que el llano se volvía blanco y uniforme tanto por delante como por detrás.

A la cabeza del grupo iba Turco, cargado de espalda y con la boca del fusil baja, como solían llevarla sus primos de la mafia. El chato soldado siciliano, que seguía su propia pista, llamó a los perros. Otros tres hombres avanzaban en una línea desigual mientras la nieve se les pegaba a la ropa.

A pesar del tiempo, el policía que iba delante de Guidi canturreaba en voz baja y desafinada. Cavuto, cómo no, a juzgar por las palabras que llegaban hasta él.

—«Ven, hay un sendero en el bosque, / soy el único que lo conoce. / ¿Quieres conocerlo tú también?».

En ese momento Turco los llamó.

Accura! ¡Inspector, por aquí ha pasado alguien!

Se había detenido en la linde de una arboleda y señalaba las pisadas que la cúpula que formaban los árboles, a pesar de estar deshojados, había impedido borrar.

—No son botas alemanas, ¿verdad?

—No, no llevan clavos.

Cuando Guidi lo alcanzó, Turco ya se había adentrado entre los árboles, así que lo siguió y ordenó a Cavuto que estuviera preparado para cubrirlos. Cavuto asintió y continuó cantando en un murmullo.

—«Allí, entre los árboles, / entretejido entre ramas floridas / espera un acogedor y sencillo nido / como el que anhela tu corazón…».

«Está asustado y canta para espantar el miedo —pensó Guidi—. Eso, o cree que entonando temas sobre senderos ocultos tranquilizará a los partisanos que estén al acecho».

—Las huellas son de un solo hombre, inspector.

—Deja de dar vueltas, Turco, estás pisándolo todo. ¿Hacia dónde se dirige, lo sabes?

El siciliano estudió el suelo con expresión absorta, como delante de un rompecabezas.

—Da la impresión de que va de aquí para allá, como si hubiera caminado de un lado a otro. Se detuvo aquí y luego dio unos pasos más. No puedo asegurarlo, inspector, pero creo que iba calzado.

—Sólo lleva nevando con fuerza cerca de una hora, así que no puede andar muy lejos. Mantengan los ojos abiertos, señores. Si Dios quiere, hoy cerraremos este caso.

Los perros habían vuelto a concentrarse de súbito. Lola-Lola atizaba el rastro con la pata y Blitz se retorcía entusiasmado. Guidi y su grupo los siguieron, atravesaron la arboleda, la bordearon y regresaron a campo abierto, donde los remolinos de nieve los embistieron con fuerza.

A Guidi se le había metido la cancioncilla en la cabeza, donde no hacía más que dar vueltas y más vueltas, como una mosca impertinente.

—«Parece un milagro, / el bosque y la luna / relatan historias pasionales…».

«Sí, eso, bosques encantados, venga ya, hombre, se trata de partisanos y alemanes. Y de fugitivos chalados».

La nieve había borrado las huellas en esa parte, pero los perros no perdieron la pista y estaban desesperados por alcanzar la cuesta que precedía a las colinas.

—«Ven, hay un sendero en el bosque, / soy el único que lo conoce. / ¿Quieres…?».

Un disparo de fusil reverberó montaña abajo y restalló entre ellos. La bala pasó muy cerca de Turco y rozó el brazo a uno de sus compañeros. Desde el llano llegó la respuesta de varios ecos.

—¡Al suelo! —gritó Guidi.

Se oyó una nueva detonación, y tres más en rápida sucesión, desde un ángulo distinto. Guidi supo que se trataba de las armas semiautomáticas de los alemanes. Más ecos abofetearon las colinas, haciéndose cada vez más débiles. Esta vez no hubo respuesta.

—¡Marasantissima, deben de haberlo cogido! —Turco se puso en pie, torpe como un ternero recién nacido—. Eso, o se les ha escapado.

Los dos grupos se reunieron en la arbolada falda de la montaña, a la que los hombres de Guidi accedieron ascendiendo y los alemanes bordeando la cima.

—Hemos encontrado sangre —informó Guidi a Bora—. Hay bastante a unos cincuenta metros por ese lado y la nieve está muy pisoteada. Como puede ver, hay gotas e hilillos por todas partes; los perros están volviéndose locos. —Mientras hablaba, el alemán ordenó que los animales regresaran—. ¿Por qué ha hecho eso, mayor?

—Le hemos metido dos balazos, puede que tres. Se lo garantizo, no va a ir muy lejos. —Extendió las manchas de sangre con la bota y las convirtió en un mejunje rosado—. No llegará a mañana.

—¿A mañana? ¿Quiere decir que va a interrumpir la búsqueda?

—No diga tonterías, Guidi. Este terreno no está para andar triscando por ahí a menos que haya una buena razón para hacerlo. No voy a poner en peligro la vida de mis hombres para ir detrás de un asesino. Le hemos echado una mano y ahora volvemos a Lago. Si quiere un consejo, yo me alejaría de las montañas antes que los disparos hagan salir a los partisanos. Saben distinguir los fusiles alemanes por el ruido de sus disparos. Además —añadió, al ver que Guidi parecía frustrado por la noticia—, yo no habría dado orden de abrir fuego si él no hubiera disparado. Lo habíamos avistado y lo estábamos siguiendo a distancia cuando, al parecer, vio a su grupo y abrió fuego. Le he dicho que dispararíamos.

—Yo me quedo hasta que lo encuentre, mayor.

—Yo no.

En cuestión de minutos, los alemanes habían abandonado la montaña y se dirigían a la carretera. La nieve, que había amainado ligeramente, empezó a caer de nuevo, blanca, cegadora y casi horizontal, azuzada por el viento. No tardaría en cubrir la sangre.

El miércoles 8 de diciembre, Verona sufrió un bombardeo aéreo.

Guidi y Bora, cada uno en su respectivo despacho, fueron testigos del paso hacia el este de los bombarderos aliados en formación, que araban el cielo y dejaban atrás largas estelas. Poco después, el estruendo de la artillería antiaérea empezó a reverberar en el aire: una grave y siniestra vibración que sacudió los cristales de las ventanas de Lago y Sagràte. Los pájaros, despavoridos, alzaron el vuelo de las orillas. La Cruz de Hierro de Bora tintineó contra el espejo del que colgaba por la cinta negra, roja y blanca. En el vuelo de regreso se entabló un combate aéreo entre los aviones americanos que escoltaban los B-17 y cazas italianos o alemanes más allá de la cordillera septentrional. Guidi no supo distinguir unos de otros, pero Bora reconoció el morro con forma de hocico de rata de los Mustang y las alargadas y rectangulares cabinas de los Messerschmitt.

Media hora después, aunque tenía una entrevista con Guidi ese día, Bora actuó como si no lo esperara.

—Por si había pensado llamar a Verona desde aquí, ya le anuncio que la línea tampoco funciona —le advirtió—, y no tengo tiempo para hablar con usted. Han derribado un caza al sur de la carretera nacional y he de personarme en el lugar donde se ha estrellado.

Era evidente que Guidi se consumía de preocupación por Claretta, pero no esperaba que se le notara tanto.

—No he venido a telefonear —repuso—. Me prometió enseñarme lo que averiguara sobre las cuentas de Lisi, mayor.

—¡Luego, luego! —Se ajustó la pistolera—. Espere aquí si quiere.

—¿Puedo acompañarlo?

—Por supuesto que no. —Lo sacó a empujones del despacho—. ¡Muévase, por amor de Dios!

Un puñado de soldados subía a un camión semioruga delante del puesto de mando. Guidi siguió al alemán hasta el vestíbulo.

—Entonces ¿ha encontrado al fugitivo o no? —preguntó Bora con impaciencia mientras aguardaba que le llevaran el BMW.

—Todavía no.

—Vaya por Dios. Si no hace demasiado frío, los perros lo olerán de aquí a un par de días.

El vehículo semioruga apenas se había alejado del bordillo cuando el coche de Bora frenó en seco en el lugar que aquél había ocupado unos segundos antes. La puerta se abrió de golpe para que subiera el mayor.

—¿Al menos puedo esperar aquí, mayor?

—Como guste.

Bora subió al coche y, segundos después, el pequeño convoy abandonaba Lago a toda velocidad por un estrecho camino rural.

De vez en cuando, los neumáticos resbalaban ligeramente sobre relucientes placas de hielo, pero Bora no permitió que el conductor adecuara la velocidad a las condiciones de la calzada. Mantenía la vista fija en el horizonte, donde un manchurrón oscuro y alargado señalaba el cielo en medio de la calma subsiguiente a la tormenta de nieve. Al cabo de unos minutos, el coche había abandonado el camino y avanzaba con serios problemas por un sendero acolchado de nieve que atravesaba los campos. Una hondonada del terreno ocultó unos instantes el horizonte, y las ramas de unos álamos crearon una bruma que disimuló el humo y el lugar del accidente. Bora se sentaba muy rígido para intentar olvidar la tensión. Brazo, pierna, cabeza. Volvía a dolerle todo y la ansiedad no hacía más que empeorar las cosas, aunque no esperaba encontrar al piloto vivo. Con el corazón palpitando, fue el primero en bajar del coche, el primero en abrirse camino hasta la maleza chamuscada y el primero en llegar hasta la brecha abierta en la martirizada tierra.

La patrulla regresó a Lago bastante después del mediodía. Desde la puerta del puesto de mando, Guidi vio que los vehículos aparcaban unos pegados a otros. Bora se acercó con su habitual paso ligero y renqueante; llevaba los puños del abrigo manchados de aceite y sangre. Indicó a Guidi que lo acompañara arriba. Una vez en el despacho, se dirigió al escritorio sin mediar palabra y dejó allí una bolsa de lona. A continuación tomó asiento con expresión severa.

El inspector se acercó a la ventana. No se preocupó por ser el primero en hablar, de hecho volvió la espalda a la habitación para crear la ilusión de cierta privacidad entre ellos. La desazón que sentía sabiendo que Claretta estaba encarcelada en Verona se estaba convirtiendo en miedo, y eso le permitía apreciar la ansiedad en los demás.

Poco después, un ruido le informó que Bora había vaciado la bolsa de lona sobre el escritorio.

—¿Era un avión alemán, mayor?

—No; americano.

Cuando Guidi se giró, vio a Bora estudiando los escasos objetos rescatados del lugar del siniestro y creyó adivinar que estaba acongojado. Por lo que parecía, lo único que había sobrevivido era un diario de vuelo con varias fotos intercaladas entre sus páginas, unas llaves, un encendedor y las placas de identificación. Una a una, el mayor estudió las fotografías y las dejó aparte. Luego inclinó la silla hasta que el respaldo tocó la pared.

—¿Ha recuperado el cuerpo?

Bora asintió con los labios apretados. Se estiró para sacar de un cajón un cuaderno lleno de números, que tendió a Guidi.

—Lo que he averiguado sobre las cuentas de Lisi.

Mientras Guidi leía las cifras anotadas, Bora se limitó a balancearse en la silla con la vista vuelta hacia la ventana.

—Sabía que había algo —murmuró el inspector—. Lisi prestaba dinero, y no sólo a De Rosa. Por lo visto han quedado cuentas pendientes.

—Siempre quedan cuando uno se muere de repente.

—¿Ha visto qué intereses cobraba? Por Dios, el treinta y ocho por ciento, quincenal. No me extrañaría que se lo haya cargado uno de sus deudores. El treinta y ocho por ciento… A saber quién pediría dinero con esas condiciones.

Bora se limitó a sacar del bolsillo uno de los recibos que había encontrado en el piso de De Rosa.

—¿De Rosa juega?

—Eso parece. —Dejó de balancearse y cogió el teléfono. Daba la impresión de tener la cabeza en otra parte—. Tenga —dijo después de llevarse el auricular a la oreja—, ya hay línea. Llame a Verona.

No tuvo que repetírselo. Sin embargo, a Guidi no le resultó sencillo establecer comunicación con la prisión. Al principio escuchó con alivio al director, pero su optimismo se desmoronó pronto.

—A Claretta acaban de imputarle oficialmente el asesinato de Lisi, mayor.

—Ya puede dar gracias de que haya sobrevivido al ataque aéreo. Cuando termine, llamaré a De Rosa al cuartel, si es que no ha volado por los aires.

A diferencia de la desconsiderada prisa de la partida, Guidi creyó encontrar a Bora más tolerante, aunque parecía llevar la tolerancia, igual que el autocontrol y la energía física, cosida a él, tan entallada que ni podía escapar de ella ni revelaba nada sobre su persona. No sabía qué le estaría diciendo De Rosa por teléfono, pero Bora le soltó lo que Guidi tomó por una reprimenda irrefutable, en alemán, frío y directo.

—Ha tenido la desfachatez de decirme que han iniciado el papeleo para despojar a Clara Lisi de cualquier herencia —le informó Bora tras colgar, airado—. Las cosas se mueven muy deprisa. Con o sin bombardeos, será mejor que vayamos a Verona antes de que anochezca. —Salió del despacho para dar órdenes a alguien y volvió para guardar las posesiones del aviador en el cajón—. La última vez que hice esto fue cerca de Kursk —mencionó como de pasada, como si el tema en realidad no fuera importante.

No obstante, la destrozada y reluciente cabina acechaba en su cabeza, un montón de gruesos añicos ensangrentados, como la explosión de un mundo de cristal, el estallido de un inmenso ojo vítreo que se precipita silenciosamente en un cielo estival. Ni siquiera su propia sangre le había gritado de indignación como sus manos manchadas con la de su hermano.

En Verona, el humo mezclado con polvo de cemento se alzaba de la periferia castigada por las bombas. Un olor a yeso húmedo colmaba el aire.

Bora seguía oliéndolo cuando entró en el despacho de De Rosa, después de pasar por delante de los serviles guardias italianos.

—¿Por qué no me dijo que Lisi era un usurero? —le espetó sin más.

De Rosa estaba leyendo un periódico que guardó a toda prisa en un cajón. Se levantó, sonrojado por la vergüenza y la ira, y cerró la puerta antes de responder.

—No sé de qué me habla, mayor.

—¡Habría facilitado la investigación y nos habría ahorrado mucho tiempo!

De Rosa tragó saliva.

—Bueno, ¿por qué ha metido a ese policía pueblerino en esto? Acudimos a usted para hacer el trabajo, y usted metió por medio al baldragas de Guidi. Creía que estábamos de acuerdo en que el asunto debía llevarse con la mayor reserva.

—¿Reserva? ¿Reserva por quién? ¡Como si Vittorio Lisi se lo mereciera! No me venga con ésas; le prestó dinero a usted y a otros miembros del Partido, ¿sí o no?

—Mayor, me ofende que irrumpa aquí de esta manera justo cuando un bombardeo aéreo acaba de colapsar las comunicaciones por vía férrea.

Bora lo habría abofeteado. El impulso fue irrefrenable por una milésima de segundo, pero aun así tuvo que tensar los músculos para contenerse.

—Me importan una mierda sus líneas férreas, ¿le prestó o no le prestó dinero?

—¡Por amor de Dios, prestaba dinero al Partido! Contribuía a la causa con generosidad, eso es todo, y, no lo niego, conmigo hizo extensible su cortesía financiera, pero siempre le devolví hasta el último centavo. —Mientras hablaba, pareció darse cuenta de lo que Bora tenía en mente, porque su semblante cambió al instante—. ¡Mayor Bora, sus insinuaciones me dejan consternado, consternadísimo! ¿De verdad cree que los fascistas veroneses se rebajarían a matar por dinero? La simple insinuación es insultante. Además, Vittorio Lisi era una fuente de ingresos constante y consecuente. ¿Por qué íbamos a matar a la gallina de los huevos de oro?

—Tengo la impresión de que el Partido ha actuado con admirable rapidez para eliminar a Clara Lisi del testamento. ¿Qué han pensado hacer con la otra mujer? ¿Tal vez borrarla del mapa?

—¡Mayor, mayor, mayor! Está siendo injusto. Si tuviéramos algo que ocultar, ¿por qué íbamos a acudir a un compañero alemán para resolver el crimen?

Bora no tenía una respuesta razonada para esa pregunta, lo que bastó para que De Rosa intentara aprovechar la coyuntura.

—Créame, Lisi mantenía sus negocios en secreto, y de dónde procedía su dinero no era asunto nuestro. Lo único que queremos saber es quién asesinó a ese hombre tan conocido; los veroneses no necesitan un escándalo. Le di una pista sobre el padre de la chica muerta, Zanella. Mire a ver qué saca de ahí, pero tenga presente que ese hombre vino pidiendo dinero, no un resarcimiento moral. Además, los vientres de las embarazadas no llevan firma, ¿no es cierto? —Cambió de tono cuando Bora lo miró con desdén—. Debe admitir que una mujer arrogante y despilfarradora con un coche abollado y sin coartada es bastante sospechosa.

—Igual que quien repara el coche abollado para su amante. Por lo que sé, usted no tiene coartada para la tarde de la muerte de Lisi.

De Rosa abrió la boca y, aunque no emitió sonido alguno de inmediato, la oruga que tenía por bigote se arqueó como si la hubieran pinchado.

—Me niego a someterme…

—En su despacho nadie parece saber dónde estuvo. Se fue a las diez y no regresó hasta la mañana siguiente.

—No creo que tenga problemas para adivinar dónde estaba —contestó con inquina.

—¿Se refiere a Marla Bruni? Estoy seguro de que le cubrirá las espaldas, pero ¿quién se las cubrirá a ella?

—Yo… Nosotros… De hombre a hombre, mayor Bora, estaba con ella en mi piso haciendo el amor.

—¿Veinticuatro horas seguidas? Por todos los cielos, soy buen amante, pero ¡ni yo podría resistir un maratón así!

La expresión indignada de De Rosa era muy cómica, pero Bora ni siquiera consiguió esbozar una sonrisa. El dolor de cabeza estaba convirtiéndose en náuseas. El brazo izquierdo llevaba doliéndole toda la mañana, y unas punzadas torturantes le subían desde el muñón de la muñeca hasta el hombro, y de allí pasaban a la nuca. Por encima de las botas de montar, la mortificada rodilla palpitaba como si fuera un segundo corazón. Intentó guardar la compostura y se llevó un cigarrillo a la boca, aunque no lo encendió.

—Quiero saber qué más hay, quién más está implicado. Por lo visto se trata de dinero, así que quiero saber quién podría haberlo matado por dinero.

De Rosa frunció el ceño de tal manera que las cejas trazaron un peludo ángulo recto en la frente.

—¿Qué le parece Clara Lisi? Ella quería más dinero del que él estaba dispuesto a darle.

—No se preocupe por Clara Lisi, es la siguiente de mi lista.

Bora la visitó a continuación. El dolor de cabeza convirtió las brillantes luces de la prisión en un mar de chispas malintencionadas que tuvo que vadear a medida que aumentaba su mal humor.

Al principio Claretta soportó el despiadado interrogatorio, pero luego rompió a llorar y preguntó por el inspector Guidi. Al final, convencida de que el alemán no iba a dar el brazo a torcer, se desvaneció en la silla.

—Apenas ha comido en todo el día —le explicó a Bora el guardia que acudió para asistirla—. Entre eso y el miedo que hemos pasado con el bombardeo aéreo, se ha puesto enferma.

El mayor se mostró escéptico, pero la desvanecida no daba señales de ir a recuperar la conciencia mientras él estuviera allí, así que al final decidió marcharse sin haber conseguido más que un humor de perros. Cegado, apartó de su camino a Guidi, con quien tropezó en la puerta de la calle cuando éste entraba.

—¿Adónde diantre va, mayor?

Bora no contestó.

Un viento furioso azotaba la calle, cada vez más oscura. Desde la acera, en el quejumbroso crepúsculo, Guidi vio que el alemán se dirigía a paso ligero y renqueante hasta el coche y se sentaba al volante, sin encender el motor. Hacía mucho frío, demasiado incluso para nevar, pero aun así el mayor permaneció en el interior del coche, aunque lo único que se viera de él fuese el resplandor del mechero al encender un cigarrillo.

Guidi atravesó el umbral para entrar en la prisión.