5

Menos de una hora después, Guidi estaba echando un vistazo frustrado bajo el capó del coche. Pronunció algo parecido a una disculpa, molesto por tener que excusarse cuando en realidad no había sido culpa suya que el viejo Fiat se hubiese averiado, sobre todo porque Bora había insistido en conducirlo.

—No hay manera de que vuelva a arrancar —se rindió al final—. Ya ha ocurrido antes, y tuvimos que empujarlo.

Bora se quedó a unos metros dándole la espalda al coche y estudiando el mapa de carreteras. No importaba qué hubiera respondido, el viento acalló su voz y Guidi no entendió lo que había dicho. Aun así, ambos sabían que el pueblo más próximo se encontraba a quince kilómetros, y salvo por el improbable paso de un vehículo militar, tenían un largo camino por delante.

Bora tiró el mapa al asiento trasero del coche.

—Será mejor que nos pongamos en marcha.

Guidi, a quien se le había pasado la borrachera lo suficiente como para preguntarse si Bora sería capaz de aguantar la caminata, se ofreció a ir en busca de ayuda.

—¿Por qué? —Bora bajó de golpe el capó—. Esto no es nada. Cerca de Kursk pasé una semana andando tras las líneas enemigas, con un brazo roto y sin munición.

—Entiendo.

El cielo había estado encapotado todo el día y era difícil calcular cuántas horas de luz quedaban en la silenciosa penumbra vespertina. Las nubes tormentosas llegaban deslizándose desde el horizonte norteño y tejían una alfombra que no dejaba de renovarse, oscura y más clara, pero siempre compacta. Unos cuantos pájaros planeaban de lado impulsados por el viento. Guidi reconoció esas características meteorológicas. La temperatura no tardaría en descender. Cuando llegara el ocaso, o caería una lluvia de las que calan hasta los huesos o, si el viento cambiaba de dirección, el cielo se despejaría y haría un frío glacial. Miró hacia el norte en busca de un claro entre las nubes.

—El pronóstico es de buen tiempo para esta noche —le informó Bora—. Puede que también haya una buena helada.

Caminaron durante unos minutos, Guidi con las manos en los bolsillos del abrigo, entumecido por la corriente que le daba en la espalda y le congelaba las orejas, Bora aparentemente indiferente al viento, aunque le costaba encender un pitillo. Se detuvieron y Guidi resguardó la llama del mechero para que Bora lo lograra. Después de varios intentos, el mayor lo consiguió y le pasó el cigarrillo al inspector para que encendiera el suyo.

—No hay nada como andar para meditar sobre un problema, Guidi.

Éste reparó en que el mechero de Bora tenía grabada el águila de la Luftwaffe.

—No es que contemos con muchas pistas seguras —comentó, pensando de pasada si el mayor tendría parientes en las fuerzas aéreas alemanas.

Bora dio una rápida calada.

—Todo lo contrario, creo que contamos con demasiadas pistas, y todavía no hemos revisado ni la mitad. De Rosa puede llenarse la boca hablando del buen corazón de Lisi, pero usted y yo sabemos que su riqueza había provocado envidias dentro y fuera del Partido, por no mencionar a los maridos desairados, las exmujeres, las esposas actuales y las amantes embarazadas.

—Bueno —repuso Guidi contra el viento—. ¿Lisi podía ser jugador?

—Ya ha visto lo nutridas que estaban sus cuentas bancarias. Si jugaba, está claro que no lo quitaron de en medio por no poder pagar sus deudas. Por supuesto que puede haber sido un asesinato como el de Matteotti. Un contrincante político es eliminado sin testigos e incluso los historiadores siguen sin saber cómo ocurrió.

—¡Mayor Bora!

—¿Qué pasa? ¿No es eso lo que le ocurrió a Matteotti hace veinte años, y sólo porque era socialista? No soy idiota.

—No debería hablar tan a la ligera.

—¡Ja! —exclamó. Pese a la rigidez de su paso, Guidi tuvo que acelerar para seguirle el ritmo—. En nuestro caso, es más probable que lo haya hecho la viuda.

—Probable pero no demostrable. Y entre usted y yo, mayor, si eso fuera un hecho, entiéndame, si fuera un hecho, ¿de verdad podría culparla por ello?

Para que el viento no se lo apagara, Bora habló sin quitarse el cigarrillo de los labios.

—Ya le dije una vez que no me pidieron que me encargara de este caso para hacer valoraciones morales. A usted le preocupan las cuestiones éticas, pero a mí no. —Apretó los labios; el humo le salió por la nariz y formó una nubecilla fugaz que el viento disipó. Habían caminado más de dos kilómetros cuando unos claros de grisáceo cielo vespertino empezaron a flotar sobre la convulsa carrera de nubes de finales de otoño—. Ahí tiene el buen tiempo.

Guidi, a quien la vejiga empezaba a pasarle factura por la cantidad de cerveza y café ingerida, se había retrasado para aliviarse. Desde el arcén, con cuidado de que el viento no le salpicara la orina en los pantalones, veía a Bora esperándolo a unos metros de distancia. Estaba de espaldas y tieso como un palo, como si la caminata no hubiera influido en el dolor que sentía en la pierna herida.

Una estrella diminuta emergió en el este como la cabeza de un alfiler. Después apareció otra y luego otra, y otra más, y el cielo ennegrecido no tardó en quedar tachonado de ellas, lucecitas intensas o tenues, como si también ellas albergaran algún temor. Una luna frágil y opaca navegaba como un barco de cristal en lo alto. Bora levantó la vista hacia la media luna. Mientras los espectros de nubes rezagadas la cubrían, el satélite se semejaba cada vez más a una delicada vela hinchada sobre sus cabezas; la luna, con su fino labrado, no volvería a mostrarse tan grácil hasta quedar completamente a oscuras, al día siguiente o el otro. Por motivos que sólo él conocía, Bora no estaba de mal humor esa noche, algo que al inspector le daba más vergüenza reprocharle que si hubieran tenido una discusión.

Luna mendax. —Tras citar el proverbio latino, el mayor soltó una sonrisita y dejó la mirada fija en la luna.

—¿La luna es mentirosa?

—Sí. ¿Nunca ha oído ese proverbio en latín? Ya le hablaré de él. ¿Sabe, Guidi?, tenemos que repasar la coartada de De Rosa.

Las palabras sonaron a intento de reconciliación. Guidi, que esa noche atesoraba la idea de que Claretta se negaba a acostarse con Lisi, se dejó llevar.

Sin embargo, la indulgencia de Bora se tornó impenetrable como un bloque de hielo.

—Por otro lado, resulta imposible no darse cuenta de que Clara Lisi era una compañera ingrata, después de lo que ha dicho Enrica Salviati.

Los envolvió la oscuridad y no tardaron en permanecer en silencio.

Se habían resignado a caminar a oscuras cuando oyeron el rumor de un motor que se dirigía hacia ellos. Guidi se giró para mirar, alarmado. No pudo evitar pensar que una banda de partisanos estaba a punto de encontrarlo en compañía de un oficial alemán. La única reacción que tuvo Bora fue desabrochar la pistolera del costado izquierdo. Guidi también se metió la mano en el abrigo.

Se aproximaba un coche grande, precedido por los tenues conos que proyectaban las luces cortas. Los dos hombres no pudieron calcular cuánta gente viajaba en su interior y se mantuvieron expectantes. El coche fue reduciendo la velocidad hasta detenerse sigilosamente al llegar a su altura. Desde la semioscuridad de la ventanilla bajada se oyó:

Wollen Sie mitfahren? —La pregunta llegó flotando hasta ellos con el motor al ralentí del Mercedes Benz.

Tanto Bora como Guidi estaban sorprendidos, aunque el primero tenía la mano en la pistolera izquierda y el segundo no. La cabeza calva de un anciano corpulento asomó por la ventanilla como un extraño recién nacido. Sonrió. Después de dirigir un par de frases en alemán a Bora, que respondió sin problemas, le habló a Guidi en italiano.

—He visto un Fiat aparcado bastante más atrás y me preguntaba quién lo habría dejado ahí, con el peligro del toque de queda y los bombardeos nocturnos. Pero bueno —añadió, a todas luces encantado de ver el uniforme de Bora—, lo entiendo. Mi casa está a menos de veinte kilómetros en esa dirección. —Señaló el campo moteado de colinas como islas—. Considérense invitados a pasar la noche, puedo llevarlos al pueblo por la mañana.

Bora no se molestó en consultar a Guidi sobre la cuestión.

—Sí, por favor.

Poco después viajaban en un anticuado automóvil alemán en dirección a lo desconocido. Guidi se sorprendió de la imprudencia del mayor al aceptar que los llevaran sólo porque el conductor hablaba su lengua.

—Por cierto —dijo el anciano—, sé que no debería andar por ahí en un coche particular, pero es que en esta carretera nunca hay controles. Me llamo Moser. Nando Moser, Ferdinand Augustus Moser. —Se volvió hacia los hombres del asiento trasero—. Ciudadano austrohúngaro de nacimiento, cuando su alteza imperial todavía gobernaba estas tierras. Buena música y mucha diversión, ¡y todo lo demás! Mi padre, Dios lo tenga en su gloria, era médico en la corte de Francisco José, pero fueron sus antepasados quienes construyeron la casa hace unos trescientos años. Había Moser a mansalva cuando esto era territorio austríaco.

Guidi intentó recuperar de su educación de colegio católico esa parte de la historia italiana. Recordó la Paz de Viena, aunque no estaba seguro de si se había firmado en 1866.

Bora dijo algo en alemán.

Ja, ja —corroboró el anciano—. Ganz genau, ja.

A lo largo del recorrido, sólo retales de luz y el fulgor de las estrellas permitían a los viajeros intuir las formas y distancias. Guidi miró a través de su polvorienta ventanilla. Las colinas se habían juntado y dejaban entrever ralos archipiélagos boscosos, que marcaban los límites del cielo preñado de estrellas como un nuevo continente en la oscuridad violácea.

Por lo visto, Bora no estaba atento a su destino, así que el inspector se mantuvo alerta. Al final llegaron a una alargada fachada con dos alas de columnatas que se extendían como para envolver los terrenos de cultivo.

—Me temo que el ambiente no va a estar caldeado —advirtió Moser en italiano—. No hay agua caliente. Nunca la ha habido. Ni teléfono. Pero puedo enseñarles el pianoforte que el joven Mozart tocó cuando pasó por aquí de camino a Verona en mil setecientos setenta en compañía del papa Leopoldo. Es un Silbermann, ¿saben?

La marca no le decía nada a Guidi, pero Bora pareció embelesado.

—¿De verdad? —Se enderezó—. ¿Construido por Gottfried o por sus herederos?

—Por Gottfried en persona.

Ach, fürwahr? Yo tocaba un piano Hildebrandt en Dresde.

Era la primera vez que Guidi veía a Bora interesado por la música.

El coche tomó un desvío por un camino de ladrillos o adoquines por el que fueron dando tumbos hasta la puerta principal.

—¿Es usted sajón? —le preguntó Moser al mayor.

—De Leipzig.

—Leipzig. ¿¡No será usted familia de Friedrich von Bora!?

Él dio una respuesta lacónica:

—Era mi padre.

—¡Caramba! —Moser no dejaba de sonreír—. Lo invito a tocar esta noche.

Bora no respondió.

En cuanto se abrió la imponente puerta, los recibieron un suspiro ahogado y una oscuridad infinita; comparada con esa negrura, la noche parecía luminosa. Moser avanzó a tientas pegado a la pared y fue encendiendo las tenues bombillas de los candelabros de pared hasta que se reveló ante ellos un vestíbulo con aspecto de escenario y dimensiones ilimitadas. El eco viajaba a través de bóvedas invisibles sobre sus cabezas; el techo no alcanzaba a verse. Cada paso que daban, cada palabra pronunciada, resonaba dos o tres veces, como si pies y bocas fantasmales poblaran las sombras para intimidar a los vivos. Detrás de la silueta lustrosa del pianoforte, el poderoso trazado de la escalera conducía a la penumbra de las otras plantas. A Guidi le pareció una cascada helada de agua de alabastro, que ora brillaba con amarillo opalescente, ora con blanco cegador. Los escalones se perdían en las sombras, tras una balaustrada. Como si se tratara de una iglesia, desde los rincones y nichos insondables, los relieves de estuco tendían sus blancas y doradas extremidades hasta el lejano foco de luz brillante. Más allá, donde no alcazaba la lumbre de las bombillas, en la oscuridad abovedada, se insinuaba la magnificencia de las vidrieras y los frescos, aunque a esa hora no se veía más que una bruma indefinida.

La silueta encorvada de Moser no encajaba con esa belleza sombría. Sin embargo, allí estaba, frotándose las manos e invitándolos con un gesto de la cabeza a que lo siguieran por una puerta baja.

«Si los partisanos entraran y nos mataran sería por culpa de Bora», pensó Guidi, pero continuó caminando.

La puerta conducía a una cavernosa cocina, en cuyo centro había un horno de leña que parecía el único aparato en funcionamiento. Moser fue a echar un leño en el interior.

—Cuando uno está solo, no tiene mucho sentido mantener caldeada toda la casa. Los demás miembros de la familia desaparecieron hace tiempo. Primero, en mil novecientos dieciocho, por la gripe española, y luego a causa de la guerra y la edad. Las habitaciones de arriba están en buenas condiciones, pero no hay electricidad —añadió. Bora se había quedado en la entrada de la cocina, medio vuelto hacia el vestíbulo—. Sí, ése es el Silbermann. —Moser reconoció su interés—. Permítame que se lo enseñe.

Guidi no era muy aficionado a la música, así que se sentó para calentarse las manos en el horno. Empezaba a pensar que todo aquello estaba ocurriendo por alguna razón. En cualquier caso, esa noche había averiguado algo más sobre Bora. Pensó en que el hecho de conocer más datos sobre Bora, al menos por esa noche, formaba parte de su misión vital. Oyó que hablaban alemán en el vestíbulo: la voz cantarina del anciano Moser y Bora con su tono monótono como el agua corriente. A continuación oyó el sonido metálico de unas cuantas notas y los comentarios repentinos y atropellados del mayor.

«¡Cuánto revuelo por un piano viejo! Aunque, al menos, así no estoy rondando por los campos de Sagràte, persiguiendo a un loco», pensó Guidi con alegría teñida de cierta culpabilidad. Bueno, bueno… Seguramente Turco estaba muerto de miedo, por no hablar de su madre, a quien había dejado despotricando contra la pasta casera.

—Con el clavijero de Cristofori, como el que se fabricó para Federico el Grande —estaba contándole Moser a Bora—. ¿Lo ve? Y con todo, al pequeño Mozart no le gustaba tanto como el Stein.

—Con el clavijero del Stein se acabó el problema de bloqueo del martillo.

—Sin duda.

En torno a Guidi, la cocina y la casa parecían respirar como por un sistema de aclimatación interior: ventoleras, corrientes y tormentas eléctricas. El tiro de la chimenea inutilizada debió de ser formidable en el pasado, una garganta de ladrillo y piedra suficientemente poderosa para tragar ríos de aire. Qué distinto era todo aquello del hermético mundo rosa de Claretta, nuevo y reluciente como el interior de una ostra. Esa noche, Guidi no podía evitar comparar la amistosa y animada locuacidad de Bora con su lado duro, del que había hecho gala ante la criada y los demás.

En ese momento regresaba a la cocina con Moser, hablando en italiano.

—Pasé los veranos en Roma entre los cinco y los dieciséis años, con la exmujer de mi padrastro. Conozco todos los órganos de iglesia y pianos históricos romanos que hay que conocer.

Moser sonrió.

—¿Y aun así no quiere tocar el mío?

De inmediato, Guidi se dio cuenta de que Bora no se había quitado el guante de la mano derecha y, por eso, la mutilación enguantada de la izquierda no era evidente. El hecho de que lo hiciera en ese momento, de forma pausada, no escapó a los ojos de Moser. El anciano se encogió de hombros con nerviosismo y se giró para poner un cazo de aluminio en el fuego. Se volvió de nuevo hacia ellos, dando la espalda al horno.

—Espero, caballeros, que no les importe que la cena sea frugal.

—No debería tomarse tantas molestias, herr Moser.

—¿Y por qué no, mayor? ¿Cree que tengo invitados muy a menudo?

La cena fue más que frugal, incluso comparada con lo que se acostumbraba comer en tiempos de guerra. En estrambótico contraste con la elegante vajilla en que se sirvió, una sencilla sopa y un mendrugo de pan fueron toda la pitanza.

—La casa come más que yo —comentó Moser en tono de disculpa, resignado a aquella realidad—. No sé quién la alimentará cuando yo falte. Se pueden disponer algunas cosas, pero la casa… la casa… Uno forma parte de ella. Es como disponer de uno mismo.

—¿Sigue siendo usted dueño de los terrenos? —preguntó Bora.

El anciano sacudió su cabeza calva y redonda.

—Eso cambió hace años, junto con los buenos tiempos y todo lo demás. Lo único que queda es el pequeño fantasma de Mozart, y he vivido aquí como Jonás dentro de la ballena.

Pasaban del alemán al italiano, o los mezclaban en la misma frase. Con la mente en los otros acontecimientos del día, Guidi no prestaba mucha atención, aunque en cierto momento le pareció que Moser llamaba a Bora Freiherr von Bora. Por lo que alcanzó a entender, el mayor no le había explicado el motivo de su presencia en la carretera. Y aunque se le veían los hombros relajados, había retomado la actitud distante, como en presencia de la pobre y amedrentada Claretta. Durante un momento de desconcierto, a Guidi le pareció que incluso podía tratarse de timidez, pero era absurdo pensar que alguien como Bora fuera tímido.

¿De verdad podía ser el barón Von Bora?

—Lo mejor que puede haber pasado es que la familia haya desaparecido antes de llegar a esta situación —murmuró Moser—. Mis antepasados lucharon contra los turcos en Viena, Senta y Belgrado. Lucharon contra los turcos y ganaron, y los supervivientes vinieron a este lugar para atesorar las banderas otomanas conquistadas. Construyeron la casa en esta encantadora campiña y estaban dispuestos a disfrutar de la vida, la música, las cosas buenas. Eran colonos, soldados y granjeros de hace doscientos años.

Guidi reprimió un bostezo mientras imaginaba los carnosos labios de Claretta en torno a un delgado cigarrillo Tre Stelle. Allí estaban hablando de los muertos, pero Claretta estaba viva. Encantadora, sola. ¿Podría ella conservar su casa y mantenerse en un futuro?

—Mis antepasados trajeron consigo las supersticiones del Este —prosiguió Moser—, como la de no mirar nunca la luna creciente a través de una ventana de cristal esmerilado. Ya sabe, da mala suerte. ¿No lo sabía, mayor? Bueno, o da mala suerte o eso decían los turcos otomanos. Hasta que llegó mi padre, que en paz descanse, no se cambiaron las ventanas de la fachada por otras de cristal transparente. Al fin y al cabo, puede que no fuera más que un temor estúpido. Bueno, están dejándome hablar sólo a mí. Signor Guidi, ¿usted qué opina?

Guidi no sabía qué responder. Masculló una respuesta cualquiera para salir del paso, y Bora se dirigió a Moser con gran serenidad.

—Yo soy como sus antepasados. Tengo mis propios turcos a los que vencer.

Fueron las palabras más incitadoras que Guidi le había oído pronunciar.

La conversación sobre historia y música se alargó antes de que Moser les enseñara los aposentos de Mozart en el piso al que conducía la escalera opalescente. Los pasillos escapaban al fulgor de las velas hasta perderse en la oscuridad, con el aire viciado de los espacios olvidados y las puertas tapiadas con paneles. Guidi dejó de contar habitaciones cuando Moser abrió delante de él lo que parecía un abismo. De allí salió una abrumadora hediondez a humedad y polvo acumulado a lo largo de años, y una vaharada de aire gélido que hizo oscilar las llamas de las velas.

El anciano le sonrió.

—Creo que le gustará la habitación del papa Leopoldo, signor Guidi. Ésta es el ala sur, así que estará bastante caliente. —Y volviéndose hacia Bora—: Para acomodarlo a usted iremos en la otra dirección. Si no le importa pasar frío, será usted bien recibido en la habitación de Wolfgang.

—No me molesta el frío.

Guidi se acostó vestido.

Después de que el cielo se despejara, el viento había conquistado la oscuridad, y en ese momento se colaba por los resquicios de la mansión. Si ésa era la parte templada de la casa, Guidi no quería ni pensar en el frío que haría en la estancia de Bora, situada en el ala norte. La rareza de la noche se tornó más patente en la oscuridad. Los insectos hurgaban la madera al abrirse camino por sus diminutos canales, perforados entre junturas y tablones. Adentrarse en la crudeza de aquellas sábanas húmedas era como sumergirse en un foso de aguas turbulentas. Ése era el precio de haber hecho caso a Bora. Permaneció tan inmóvil como alguien resignado a ahogarse, hasta que su cuerpo se acostumbró al frío.

En algún lugar, esa misma noche, el solitario fugitivo también permanecía acostado, o tal vez sentado, con un arma letal y Dios sabía cuántas balas. Tal vez intuía las poblaciones distantes a través de la maleza boscosa, a oscuras por el toque de queda. Tal vez oía los sonidos guturales de los animales en los establos y rediles. Y si había una brizna de nieve en el aire, el reo también la olería. Tal vez seguiría avanzando. Tal vez disparara a matar al día siguiente.

En su poza de frío y polvo, Guidi estornudó y maldijo a Bora por llevarlo hasta allí. Lo que más le fastidiaba era que el mayor jamás se mostraba vulnerable. Se enfrentaba a hombres y mujeres con actitud distante, con superioridad, y jamás dejaba ver sus cartas. Esa noche había comprendido mejor que nunca esa forma de ser, y de haberle interesado, Guidi podría haber aprovechado lo aprendido. No obstante, se limitó a estornudar. Rebuscó en los bolsillos un pañuelo y recordó de pronto que Claretta le había dado su tarjeta. Todavía la tenía en el bolsillo del abrigo, donde tropezó con unas migas de pan hasta encontrarla.

Se llevó la tarjeta a la nariz; sin duda Bora se equivocaba al juzgar a Claretta. Su perfume no era barato, ni exasperante. ¿Y qué si se maquillaba para parecerse a las estrellas de cine que salían en las revistas? No había nada de malo en eso. Aunque era cierto que a su madre no le había dicho una palabra sobre Claretta. Pese a la perturbación que le había causado el descubrimiento de las manchas de carmín, la mujer no le había preguntado hasta esa misma mañana si por fin había decidido sentar cabeza y casarse. Casarse. Guidi deslizó la tarjeta perfumada bajo la fría humedad de la almohada y se arrepintió de no haber besado a Claretta en la mano al despedirse.

¿Ése era el resultado obtenido por una madre dominante y una educación católica? Uno acababa sintiéndose incómodo, cohibido con las mujeres, fascinado inútilmente por los símbolos, los detalles, los fetiches, incluso por los aromas y los colores. Ser policía no cambiaba ni un ápice esa sensibilidad. Maldita sea, tenía la edad de Bora, y pensar en una mujer que ni siquiera había besado lo mantenía en vela, mientras el mayor tenía esposa y sólo Dios sabía cuántas experiencias sexuales en su haber.

Movido por el rencor, pensó que Bora era un hombre muy ardoroso, aunque la única razón para creerlo era su tensión durante la declaración de Enrica. Y tal vez su hostilidad hacia Claretta. Como si, de forma más mundana, en cierto modo hastiado y sin duda más cínico de lo que podría llegar a ser Guidi jamás, mostrase un comportamiento resentido hacia las mujeres en general.

Cuando menos, el mayor añoraría a su esposa y la forma en que hacían el amor, con el deseo apasionado del matrimonio. En cuyo caso, su desprecio hacia las mujeres podría no ser más que soledad y la abstinencia obligatoria de la guerra.

En la oscuridad total de la habitación, mientras Guidi yacía tembloroso, la música ascendió desde las profundidades de la casa. Al principio de manera tenue: monedas sonoras que entraban rodando con ligereza. A continuación las notas se tornaron dulces y obsesivas y ondularon con nitidez por el Silbermann. La melodía le resultó conocida. No recordaba el título, pero se trataba de una voz que decía cosas que ya había oído o intuido con anterioridad, aunque entendidas sólo a medias; una voz joven, vulnerable e inteligente. Las preguntas y respuestas creaban una secuencia sin reverberaciones inconfundiblemente morzartiana, e inconfundiblemente, por su repentina interrupción, interpretada por Martin Bora.

•••

Al alba, Bora salió con Moser y se las arregló para regresar a las ocho y media con un vehículo militar y un conductor.

Mientras tanto, Guidi se había levantado en su habitación de pesados cortinajes, donde el sol de la mañana se colaba entre los pliegues de terciopelo. Al pisar el suelo se alzó una polvareda. Se acercó a la ventana y miró fuera, con miedo de tocar las cortinas y que se le desintegraran entre los dedos. No logró ver gran cosa por el resquicio: sólo un fragmento del pórtico de abajo, coronado por una ajada serie de esculturas de piedra caliza blanca como el marfil.

Al bajar la escalera, la decadencia de la casa le resultó más evidente a la luz del día. Delgadas grietas en las paredes recorrían casi rozando, amenazadoras, los ornamentos de estuco, y ascendían hasta la cúpula pintada con frescos que honraban, por todo lo alto, la apoteosis de algún antepasado militar. En espantosas vitrinas dispuestas en los rincones había banderas otomanas de color rojo sangre, desvaídas y raídas por los pliegues. Guidi se quedó mirándolas y a continuación se acercó al alargado pianoforte. Probó el teclado y el instrumento emitió unas notas delicadas. Qué pérdida de tiempo, toda esa espera. Lo mismo habría dado que pasaran la noche a la intemperie. Para colmo, todavía había que llevar el coche a reparar, como si no les sobraran ya los problemas.

Se preguntó qué estaría haciendo Claretta a esas horas. ¿Bañarse? ¿Bebiendo café? ¿Holgazanear en la cama con su lulú a los pies? En el nombre de la justicia, cuando no de todo lo demás, había convencido a Bora para que olvidara su hostilidad hacia ella. No era culpa de Claretta que el mayor cargara con un bagaje de puritanismo o misoginia; era distinto a un hombre soltero, aunque no en ese aspecto, y más intolerante. A Bora le gustaba juzgar por las apariencias, y lo que había detectado injustamente en el gusto de Claretta por el rosa no era la fragilidad que Guidi había percibido. Era injusto, injusto. Esa mañana, Guidi estaba decidido a encontrar otro móvil para el asesinato, y otro asesino. ¿Qué pasaba con el dinero, el poder y la codicia? Eran móviles poderosos, tal vez exacerbados por unos celos desmedidos. Sin embargo, estaba seguro de que Bora diría que, en un momento u otro, los cuatro móviles habían poblado la cabecita rizada de Claretta.

Cuando el vehículo del ejército alemán se adentró en el curvilíneo pórtico, seguido por el polvoriento coche de Moser, Guidi se sintió impaciente por marchar. En la entrada, en comparación con el desaliño y la dejadez de Moser, Bora tenía el aspecto impecable de un militar. El inspector no estaba dispuesto a permitir que la ropa con que había dormido entrara en esa competición.

—He llamado a Verona desde el teléfono público más próximo que he encontrado. —Bora lo llevó a un aparte para informarle—. Tengo noticias. Han detenido a Clara Lisi por el asesinato de su esposo.

—¿Qué? ¿Cómo es posible, mayor? ¿Por qué? ¿Qué ha cambiado desde ayer?

Bora respondió que no lo sabía.

—No he tenido tiempo para hacer averiguaciones. Tengo asuntos urgentes que atender en mi puesto, y usted también debería ocuparse de los suyos.

Eso era cierto, aunque su arrogancia estuvo fuera de lugar. Cuando Guidi subió al vehículo, sentía una ira contenida que la frialdad de Bora no hizo más que empeorar. No tardaron en dejar atrás el jardín invadido por la maleza, rodeados por una nube de cristales de hielo y vapor en el aire gélido de la mañana.

Ya de nuevo en Sagràte, Guidi no oyó ni una palabra de Bora durante el resto del día.

Lo que sí oyó fue el traqueteo de las ametralladoras y los fusiles en las estribaciones y, de cuando en cuando, la amortiguada explosión de un mortero. El jefe de los carabinieri —esa rama monárquica y militar de la policía con un celo exagerado— se pasó por su despacho justo antes del mediodía. Informó sobre el encuentro de su patrulla con un grupo de partisanos en las lindes del territorio de Sagràte.

—No hemos intercambiado ni una palabra —refirió de forma inexpresiva—. Hemos actuado como si no existiéramos mutuamente. Y tampoco voy a contárselo a los alemanes.

—Al menos podría haberles preguntado si habían visto a alguien que se correspondiera con la descripción del fugitivo, o si habían matado a alguno cerca de Fosso Bandito.

El carabiniere agitó un dedo rechoncho.

—Yo no hablo con partisanos. Además, a juzgar por la pinta que tenían, lo están pasando bastante mal. El mayor alemán que está en Lago no les da un respiro. Si no los persigue en persona, envía a sus hombres. ¿Los ha oído? Están así desde el amanecer. Gracias a Dios, de vez en cuando también cae un alemán.

Guidi no tenía motivos para alarmarse ante esas palabras, pero lo hizo.

—¿A qué se refiere?

El carabiniere señaló el mapa de la pared.

—Ha hablado de Fosso Bandito. ¿Conoce las encinas que hay justo detrás, cerca del viejo pozo? Uno de mis hombres registró ese lugar ayer por la tarde y encontró a un alemán muerto entre la maleza. Supimos que los partisanos y los soldados habían estado por los alrededores gracias al tiroteo.

Desde la habitación contigua, un policía oculto tras una montaña de papeles empezó a silbar una canción. Guidi la consideró inadecuada, pero no lo suficiente para hacerlo callar.

—¿Y bien? —preguntó al carabiniere.

—Pues bueno, el soldado muerto estaba allí, muerto ya cuando llegamos, así que no había nada que hacer. Retomamos nuestro trabajo. Si a los alemanes les interesa, que vayan ellos a buscarlo.

—¿Lo mataron con un fusil?

—Tenía un boquete así de grande en el costado derecho. Le faltaba un buen pedazo de carne. A mí se me ocurrió que igual un mortero lo había hecho picadillo y que se arrastró hasta allí para morir en el bosque.

—¿Llevaba las botas?

—Sí.

—Pero apuesto a que no lo mataron los partisanos.

En ese momento el policía inmerso en el papeleo empezó a canturrear la letra de la canción, así que Guidi se acercó a la puerta para cortarlo.

—Cavuto, ¿qué mosca le ha picado? ¡Váyase a otro sitio a cantar La Strada nel Bosco! —Aunque podía no ser una casualidad que Cavuto, que se hacía el tonto pero no lo era, entonara una canción sobre senderos ocultos en el bosque cuando se hablaba de partisanos.

Si el carabiniere pensó lo mismo que Guidi, no lo dijo.

—En cualquier caso —añadió—, al margen de quien lo matara, me mantuve firme en mi decisión de dejar al soldado donde estaba. Era demasiado complicado explicar a los alemanes dónde y cómo podría haber ocurrido. Y sabe lo de esta mañana, ¿no?

—No; estaba fuera. ¿Qué ha pasado esta mañana?

—Han llegado noticias de que el camión que salió de Lago ayer, el que llevaba a los judíos, tuvo problemas en el camino. Los alemanes deben de haberse puesto como basiliscos.

—¿Lo que preparan ahora es una partida de búsqueda?

—No lo sé, pero su comandante se ha reunido con ellos en las colinas.

Menos de media hora después, en el encinar del bosque, el teniente Wenzel perdió los nervios con el soldado raso que retrocedió para vomitar al ver al camarada muerto.

—Wenzel —dijo Bora con brusquedad—, vuelva aquí.

Wenzel obedeció. Era algo miope y, aunque no llevaba gafas, tenía una forma expectante de mirar a los que se dirigían a él.

—No me mire a mí. —Bora señaló el cadáver—. Mírelo a él.

—Sí, herr mayor.

A Bora no le sorprendió su deferencia en el trato. Conocía al teniente desde sus días en la academia de Leipzig, donde Wenzel era alumno del primer curso y él del último. Wenzel conservaba el respeto lleno de admiración del estudiante joven, reforzado, en ese momento, por la superioridad del rango.

—¿Cuándo advirtió que Gerhard había desaparecido?

Tal como le habían ordenado, Wenzel miraba al soldado muerto.

—Como escribí en mi informe, herr mayor, habíamos dado el alto el fuego no más de cinco minutos antes. Los hombres estaban desplegados en abanico, en un radio de entre trescientos y cuatrocientos metros. Algunos habían avanzado más que otros, y Gerhard se había mantenido a la izquierda. Como indicaba el plan, no suspendí la operación en el ocaso. Sin embargo, como los bandidos se habían retirado, decidí reunir a los hombres y regresar al puesto. Teníamos dos bajas graves, además de una fractura, y ya me habían informado que Gerhard había desaparecido. No sabíamos si lo habían herido o se había perdido. Ordené su búsqueda hasta que la luz permitiera la visión periférica, y luego regreso a la base.

—¿Por qué no ordenó reemprender la búsqueda a primera hora de la mañana?

—Porque como el Oberfedwebel Nagel estaba escoltando a los judíos y usted se había marchado, decidí esperar a que usted regresara de Lago, herr mayor.

Desde donde se encontraba, Bora veía por completo el costado destrozado del cadáver. Una hilera de hormigas trepaba por el muslo en busca de la herida. Gerhard no llegaba a los veinte años, tenía cara de bobalicón y mirada cándida: el rostro barbilampiño de un niño ignorante. «Al menos ahora ha aprendido una cosa, pobre Gerhard. Pero ¿de qué le ha servido?», pensó.

—Ordene a Nagel que recoja las pertenencias de Gerhard —dijo a Wenzel— y escriba una carta de condolencia para que yo la firme.

En ese preciso instante, en Sagràte, la madre de Guidi estaba al teléfono escuchando a una mujer. Pese a lo abrumada que se sentía, superó la tentación de preguntarle por qué un recado para su hijo se dejaba en su domicilio particular en lugar de en su despacho.

—¿Cuándo se supone que regresa el inspector? —quiso saber la mujer.

—Es un hombre ocupado —respondió la signora Guidi—. Normalmente lo espero para comer a eso de la una.

—Entiendo. Entonces hágame un favor. Llamo desde una cabina y no llevo mucho suelto. Por favor, dígale al inspector que Enrica Salviati necesita verlo de nuevo y pregúntele si puede reunirse conmigo el sábado por la tarde en la piazza Víctor Manuel de Verona, cerca de la fuente del parque.

—Cerca de la fuente del parque —repitió la señora Guidi. Intentaba adivinar la clase social de la mujer por su tono e inflexión de voz. Su acento… veneciano, quizá—. ¿Algún otro recado?

—Sí: que la cita será a las dos. Muchísimas gracias.

—Ha sido un placer —respondió la signora Guidi con un falsete más melifluo de lo necesario, y colgó.

¿Un placer? Estaba pensando en el pañuelo de Sandro. Era horrible que no pudiera ver a la mujer ni oler su perfume. La voz tampoco era de un lugar concreto. Educada, eso era todo, y, aunque había intentado no hacerlo, parecía acostumbrada a hablar en dialecto. Llevaba poco dinero encima; llamaba de una cabina telefónica.

No se quedó tranquila. ¿Y si Sandro había dicho en serio lo de la mujer de la vida?

Arrebujado en su gélido despacho, Guidi sufría sus propios problemas telefónicos. Apenas distinguía la remota voz del director de la cárcel de Verona, que fluctuaba hasta él a través del auricular y parecía estar diciéndole que a los reclusos jamás se les permitía el uso del teléfono.

—Lo siento, inspector, pero las normas son las normas, eso lo sabe usted mejor que yo. Estamos en Verona, no en América.

¿Qué tendría que ver América en todo eso?

—Pues al menos dígame cómo se encuentra —replicó irritado—. La investigación se le ha asignado a un oficial alemán y es de suma importancia que la signora Lisi sea tratada como se merece. Todavía no hemos acabado el interrogatorio.

La trémula voz del director se iba y regresaba por los cables.

—… ha desayunado… está bien. No se preocupe, inspector, haremos todo lo que esté en nuestra mano. Puede venir a visitarla cuando le plazca en horas de oficina, y cuando quiera reanudar el interrogatorio podemos ofrecerle un cuarto a tal fin.

Turco irrumpió en el despacho cargado con una brazada de leña verde. Guidi lo miró y tapó el auricular con la mano.

—¿Adónde va con eso? Pero si ya sabe que sólo despide humo y encima no se puede respirar.

—Se ha acabado la leña seca, inspector.

—Se equivoca, hay debajo de la escalera, vaya a mirar.

Turco salió del despacho y segundos después se oyó el estrépito de la madera al estrellarse contra el suelo. A juzgar por la ráfaga de aire frío y el seco comentario en alemán que se sucedieron, Guidi imaginó que Bora, al entrar apresurado, había estampado la puerta en las narices del siciliano, que iba en dirección contraria.

Poco después, el inspector se encontraba de pie detrás del escritorio fijándose en que, cuando Bora estaba irritado, la afluencia de sangre le oscurecía los ojos y su cicatriz del cuello adoptaba un tono lívido.

—Acabo de llevar al puesto a uno de mis hombres —anunció—, muerto. Tengo sobradas razones para creer que lo ha asesinado su fugitivo.

—¿Mi fugitivo, mayor? Es igual de mío que suyo. Siento lo de su soldado. ¿Dónde ha ocurrido?

—En un encinar al norte de Fosso Bandito. La explosión le ha arrancado un trozo de carne y hueso del costado izquierdo, pero no he venido a decirle eso, Guidi. Soy muy consciente de que arriesgo la vida de mis hombres cada vez que los envío de patrulla, pero lo que me saca de quicio es que los maten sin motivo.

«Sin motivo. ¿Y qué me dice de los judíos que se llevó?», estuvo a punto de escapársele a Guidi, aunque eso no hubiese mejorado en nada la situación.

—Disculpe. —Alargó la mano hacia el teléfono, que no dejaba de sonar—. ¿Madre? ¿Qué está…? Sí. No me diga. ¿Quién era, lo ha dicho? —Llamó la atención de Bora con un gesto de la cabeza y escribió en la libreta para que lo leyera: «La criada quiere ampliar su declaración»—. Escuche, madre, si vuelve a llamar dígale que de acuerdo, que la veré el sábado a las dos. No, no necesitaré la camisa para ocasiones especiales; sólo dígale que estaré allí.

Bora leyó lo escrito y se giró hacia la puerta. Malhumorado, estrujó una cajetilla de cigarrillos vacía y la arrojó a la papelera de Guidi, en la otra punta de la habitación.

—No espere que lo acompañe a Verona. El resto de la semana pienso pasarlo detrás de ese cobarde que se ensaña con mis hombres.

«Sí, y de los prisioneros que se le escaparon».

—Como guste. ¿Quiere que le pregunte algo en concreto a Enrica Salviati?

—Sí, pregúntele si Clara Lisi tiene un amante.

—Me gustaría saber hasta qué punto puede uno fiarse del testimonio de una rival.

—No se preocupe por eso, limítese a preguntárselo. Ya me ocuparé yo de aclararlo directamente con Clara Lisi.

Las intenciones de Bora no estaban destinadas a verse cumplidas. Al no encontrarlo en Lago, el oficial de las SS había ido a buscarlo al puesto de Sagràte, por lo que esa vez no hubo manera de esquivar la confrontación. Aun así, Bora no pudo por menos que dar gracias de que Wenzel siguiera en el bosque. Esa tarde, el anónimo Standartenführer ni siquiera se molestó en descender del coche.

—La cosa no pinta nada bien, mayor —dijo tras bajar la ventanilla.

Bora ordenó al soldado que custodiaba la puerta que se metiera dentro.

—«Cosa» es un término bastante vago; supongo que se refiere a algo en concreto.

—Por favor, dejémonos de jueguecitos. No me resulta fácil reconciliar su torpeza actual con los éxitos que cosechó en Rusia. Si logró salir ileso de Estalingrado con su unidad al completo, seguro que podía llevar quince judíos a Gries.

—Incluso los mejores sufrimos averías. La Guardia Republicana Fascista nos entregó a los prisioneros en un camión desvencijado. El eje del neumático delantero se partió y los judíos lograron huir hacia la montaña. Es un milagro que no perdiera a ninguno de mis hombres en el accidente. Era de noche y los italianos estaban demasiado borrachos para ser de ayuda. Por descontado, tendré que informar que, a petición suya, dos de mis soldados fueron apartados de la operación contra los partisanos. En vista de la intachable hoja de servicios que ostento como cazarrebeldes por estos lares, llevar a cabo cualquier acción sin uno de mis bien adiestrados hombres hace que peligre la continuidad de mi éxito. El escarpado terreno dificulta nuestra tarea considerablemente, pero no he perdido la esperanza.

—Pues ya puede aferrarse bien a ella, porque de lo mínimo que se le acusará será de negligencia.

Bora se guardó de mostrar ni un atisbo de preocupación.

—¿A qué viene tanto alboroto por quince judíos? Debo decir que me sorprende la falta de interés que demuestra en la persecución que estoy llevando a cabo; esos bandidos son mucho más peligrosos que un puñado de judíos.

—No hay nada más peligroso que los judíos.

—Reconozco mi error.

—¿Error? Yo mismo me ocuparé de que se arrepienta de haberlo cometido.

El viernes, Bora agradeció la llamada que requería su presencia inmediata en Verona, donde estaba en marcha la planificación de una estrategia para una acción militar conjunta en el lago Garda. Se esperaba que la operación italogermana diera comienzo el 15 de diciembre. Incluso le apetecía pasar una noche en una solitaria habitación de hotel, siempre que el coronel Habermehl no le ofreciera su hospitalidad en el piso de soltero que tenía detrás del palazzo Maffei. Por la tarde comenzó a llover en Verona, pero hacía tanto frío que las calles amanecieron cubiertas de hielo al día siguiente.

—Gracias a Dios, has venido a visitarme. Por las noches me muero de aburrimiento si no tengo con quien hablar. —En mangas de camisa y tirantes, el coronel Habermehl se sirvió un whisky y, tras una breve vacilación, decidió no añadirle hielo—. ¿Seguro que no te apetece uno, Martin?

—Sí, seguro.

—Peor para ti. —Habermehl tragó el destilado echando la cabeza atrás—. ¿Qué generación es ésta que prefiere que la maten a hacer el amor?

—Yo tampoco exageraría, herr Oberst. Si pudiera elegir…

—Como si no te conociera. Cuando en septiembre supe lo de tu accidente, me dije: «Ahí va el mejor amigo de mi hijastro sin haber disfrutado ni un mes de su mujer». Deberías haber insistido en el traslado a Alemania y, tal vez, en un par de semanas de permiso. Estoy convencido de que habrías sabido cómo tenerla entretenida aun sin la manaza izquierda.

—Son tiempos difíciles.

—Los tiempos siempre son difíciles para alguien, pero debes aprender a sacarles partido. —Habermehl regresó junto a la botella—. Un dedo, ¿qué me dices? Brindemos por el presentimiento que tuvo nuestro pequeño Paul Joseph Goebbels cuando dijo: «Creemos en la firme e inquebrantable victoria final». O no, mejor esto: «¡Mano dura con la indisciplina!».

—No, gracias.

—Tú te lo pierdes. Hablando de hombrecillos, esta mañana me he encontrado a De Rosa. Pavoneándose como siempre, como un gallo. Me ha dicho que estuvo llamándote, pero que no cogías el teléfono.

Bora se enderezó en el sillón en que estaba repantigado.

—¿Tenía que ver con el caso Lisi?

—Sí, de hecho lo he apuntado en alguna parte, ya sabes que no tengo memoria. Veamos, ¿dónde…? Ah, ya sé, quizá en el bolsillo interior de la guerrera. —Ágil pese a su corpulencia, Habermehl se dirigió al pasillo y al poco regresó con un sobre en que había escrito algo con pluma—. Se ha corrido, lo siento. Llovía cuando lo anoté. Mira a ver si puedes descifrarlo, Martin, o mejor, llama a De Rosa desde aquí.

Bora reconoció varias anotaciones importantes: «padre de la chica», «primer aborto», «dinero», «discusión».

—Telefonearé.

—Adelante —contestó Habermehl desde el mueble bar—. Está en el pasillo.

Poco después, en su casa de via Galileo, el centurión De Rosa ofrecía una imagen bastante menos marcial en pijama, a pesar de la pistola que empuñaba. A juzgar por la contrariedad con que desvió el arma, era obvio que no esperaba que Bora se presentara en la puerta de su casa a esas horas de la noche.

—Uno ha de estar siempre preparado, mayor —farfulló a modo de excusa—. Traidores, enemigos políticos, partisanos… Uno ha de estar preparado para cualquier imprevisto.

Bora oyó un ruido procedente del dormitorio y supuso que, entre esos imprevistos, quizá se contaran los maridos celosos. Sin esperar a que lo invitaran a pasar, entró en el piso.

—No contestaba al teléfono cuando lo llamé hace veinte minutos.

—Estaba ocupado.

—En fin, tengo que hablar con usted. El coronel Habermehl me ha comunicado su mensaje.

—¿Mi mensaje? Ah, sí, la historia del aborto y el padre de la chica. —Lanzó una mirada furtiva hacia la puerta del dormitorio y, descalzo, se puso de puntillas para susurrarle al oído—: Deme cinco minutos. Es un asunto delicado, se trata de una mujer casada.

—Cinco, ni uno más ni uno menos. Dese prisa.

De Rosa cumplió su palabra. Bora lo oyó hablar entre dientes y a continuación la voz trémula de una mujer que le resultó conocida:

—Menos mal, por un momento me había asustado.

Cuando salió, descalzo y subiéndose los tirantes militares, el centurión encontró a Bora en el comedor, mirándolo con desaprobación, como si no llevar las botas puestas fuera más inexcusable para un alemán que tener una amante casada.

—Le ha contado al coronel Habermehl que el padre de una chica, la cual murió por un aborto, había discutido con Lisi por dinero —dijo Bora—. ¿Cuándo ocurrió dicho incidente?

—Después del ocho de septiembre, no recuerdo la fecha con exactitud. La única razón por la que me pasó por la cabeza, mayor, es porque usted insistió en saber si Lisi tenía enemigos. Desde mi punto de vista, no hay modo de demostrar que ni una de las chicas hubiera estado con Lisi, ya me entiende. Como le dije, solían revolotear a su alrededor como moscas.

—¿Ese hombre en cuestión tiene nombre y apellidos?

—Los tiene, aunque ninguno de los dos empieza por C.

Bora tomó asiento en un duro sillón, sin quitarse la gorra.

—Qué interesante, me gustaría escuchar hasta el último detalle. Dígale a la señora de la otra habitación que se ponga cómoda, que esto nos va a llevar una hora como mínimo. Además, tengo que hacerle más preguntas.

—¿Ahora? —De Rosa lo fulminó con la mirada—. Mayor Bora, ya me hago cargo de que es usted un hombre de acción, pero podemos vernos por la mañana y le aseguro que para entonces nada habrá cambiado. Es imperativo que lleve a la señora a casa antes de la una.

Bora consultó la hora en su reloj.

—Adelante, lo espero.

—Pero…

—Son las doce pasadas, así que es obvio que la señora no vive lejos de aquí. Haga lo que tenga que hacer y vuelva. Aquí lo espero.

Una ráfaga de susurros a discreción se siguió en el dormitorio, y poco después un De Rosa completamente vestido se acercó con paso airado a la puerta del comedor. Bora oyó el repiqueteo de unos tacones de mujer saliendo al descansillo y, a continuación, el golpe de las puertas del ascensor al cerrarse.

Una vez solo en la casa, el mayor echó un vistazo alrededor, un lugar anodino, sin libros, con una diminuta cocina que daba al comedor, un único dormitorio y un baño. En el escritorio, dentro de un cenicero con incrustaciones de conchas, había dos entradas para la anterior temporada de ópera y varios recibos. Unos folletos de hoteles caros —el Grand Hotel de Gardone y el Metropole Suisse de Como— asomaban de un sobre de papel Manila. «Viajecitos pagados por el contribuyente», pensó Bora.

La cocina era de una angostura impracticable, pero daba a una terraza enrejada y con tumbonas que comunicaba con el dormitorio, en el cual unas luces encapuchadas se mecían sobre un lecho de oscuras sábanas iluminado por un resplandor azur abisal. El perfume de la mujer impregnaba con intensidad la habitación, por lo que Bora salió inmediatamente de allí.

Diez minutos después, la puerta de entrada se abrió de golpe.

Sorprendido por no haber oído el ascensor, el mayor apartó la vista del periódico que estaba hojeando.

—¡Cerdo! —gritó alguien en el pasillo, con la voz estrangulada por la ira y el desmayo tras haber subido a pie varios pisos—. ¡Te he pillado! ¡No habías echado el pestillo, canalla!

Bora dejó el periódico a un lado.

Un enajenado hombre de mediana edad irrumpió en el comedor, donde se quedó parado y estupefacto, instantes que el mayor aprovechó para encender un cigarrillo americano.

—¿Busca al centurión De Rosa? —preguntó.

El hombre retrocedió un paso.

—Creía…

Bora apartó la vista de la evidente humillación que sentía el hombre, de la absurda situación.

—El centurión De Rosa no está aquí —le informó desganado, aunque sin faltar a la verdad.

A las tres de la madrugada, el episodio sobre De Rosa le pareció mucho más divertido al coronel Habermehl que a Bora, a tal punto que le pidió más detalles, con lágrimas en los ojos de tanto reír.

—No hay mucho más que explicar, herr Oberst. Yo me esperaba una escena de mal gusto al estilo italiano, pero al marido de la Bruni lo decepcionó tanto encontrarme a mí en vez de a De Rosa bien acompañado, que incluso se le olvidó el enfado. Empezó a balbucear y estuvo dándome la tabarra sobre la infidelidad de las mujeres.

—¿Y tú? ¿Qué le dijiste?

—Nada. ¿Qué iba a decirle? Sólo me encontraba allí para averiguar la dirección del hombre que había discutido con Lisi, así que tenía que salvaguardar la integridad de De Rosa hasta que éste me proporcionara la información. Por fortuna, Bruni se fue sin esperar a obtener un desagravio. Minutos después apareció De Rosa, sofocado. Por lo visto se había escondido en la garita del portero, en la planta baja, y había estado rezando a todos los santos que conocía mientras Bruni subía por la escalera para pescarlos in fraganti.

Habermehl se sirvió una buena copa.

—¡Menos mal que estabas en la escena del crimen! Mañana estaremos liados con la operación conjunta, pero ¿seguirás la nueva pista pasado mañana?

Si cerraba los ojos, Bora veía las hormigas trepando laboriosamente por el costado ensangrentado de Gerhard.

—No, señor; pasado mañana estaré de patrulla.