4

Durante la noche había nevado en Lago lo suficiente para amortiguar los ruidos del exterior, y sólo gracias a que se mantenía vigilante Bora oyó el chirrido de las ruedas bajo su ventana.

De pronto sintió que lo abandonaba su costumbre de permanecer impertérrito. Desde su estancia en España había asimilado la práctica de enterrar la ansiedad en lo más profundo de su ser, con la seguridad con que se dispone la carga de un camión militar: los objetos pesados en el fondo, arrinconados. Esa mañana vio el horrible verde moteado del vehículo de las SS que se aproximaba y estuvo a punto, durante un segundo, de arriesgarse a ceder al miedo.

De súbito todo adquirió mayor nitidez. Las imágenes adoptaron la textura de una silueta grabada con ácido. Recordó hasta el último segundo de pavor como un paisaje preciso compuesto de capas, horizontes circunscritos, dimensiones implacables e inmutables. La habitación donde se encontraba se transformó al instante y, ya para siempre —en el momento que un oficial de las SS se apeaba de su vehículo—, la pared y la puerta, el rayo de luz invernal que cruzaba el escritorio y las fallas de los tablones del suelo quedarían vinculados al miedo. Recuperar la compostura le resultaba más difícil con los años. Sin embargo, reunir el valor suficiente debía ser algo rápido, y Bora ya lo había logrado cuando el visitante apareció en su puerta como la mismísima muerte.

Bora tardó tres segundos, tras escuchar la pregunta, en responder que sí.

Lo demás fue cuestión de detalles. Llamado allí para realizar una consulta, el Oberfeldwebel Nagel evitó la mirada del mayor. Hombre de familia que había estado con él desde Rusia, Nagel se quedó mirando al coronel de las SS incluso cuando respondía a Bora.

—La carretera que pasa por Schio no es recomendable, herr mayor.

—¿Y por qué no? —lo interrumpió el oficial de las SS—. No tenemos información de actividad enemiga en esa zona.

—Para solicitar el perdón del Standartenführer, he enviado patrullas a ese lugar en dos ocasiones este último mes, y no es un recorrido seguro. Yo no llevaría un camión cargado de prisioneros por esa ruta.

Bora bajó la vista al mapa desplegado sobre su escritorio, sopesando las alternativas. Se conocía el mapa como la palma de la mano. Qué bien reconocía los sombreados verdes y marrones, las colinas, los ríos y la llanura; durante los cien días pasados allí los había almacenado en la memoria hasta hacerlos todos suyos. Señaló el escarpado pie de las montañas.

—Ésta es mi sugerencia —dijo.

El oficial de las SS echó un vistazo.

—¿Es una ruta más corta?

—No más corta, sino más segura.

Nagel asintió en silencio.

La atención del oficial de las SS pasó de una ruta a otra. Una cicatriz en el labio inferior, como un pellizco en la carne, daba a su boca un extraño aspecto femenino.

—Maldita sea —le dijo al final a Bora—, haga lo que le parezca, usted es quien ha estado aquí. Será un cargo para su conciencia si algo sale mal.

—Le anticipo que nada saldrá mal.

—El camión llegará mañana. Ahora es cosa suya.

•••

Los hombres de Guidi habían recuperado el cuerpo del vagabundo muerto. En ese momento estaba en la capilla del depósito de cadáveres de Sagràte; era una visión penosa. Guidi se encontraba a su lado, sentado con las manos apoyadas en las rodillas. Bora tenía razón, sabía quién era la víctima. Era un viudo pobre que sobrevivía como podía y que algunos domingos pedía limosna en los escalones de la iglesia. No había parientes con los que contactar, ni propiedades de las que disponer, ni preparativos que hacer, salvo el funeral en una fosa común. Bastante sencillo.

La sencillez iba de la mano de la muerte, al menos en el caso de aquel hombre.

—Si pudiera decirme algo… —masculló—. Me facilitaría el trabajo si pudiera hablar. Igual que ese hijo de puta de Lisi. —Se escuchó a sí mismo y se reprochó lo poco convincentes que sonaban sus palabras.

¿Qué había dicho Bora sobre una muerte digna? En su profesión, Guidi todavía no había visto ninguna. Recordó sin esfuerzo las fotos que le habían tomado a su padre después de que la mafia lo asaltara en Licata, fotos que a su madre jamás le habían dejado ver. Su padre tumbado boca arriba en la plaza bañada por el sol, con las piernas y los brazos desparramados como una marioneta de la que tiraran deslavazadamente, con un charco sanguinolento en la entrepierna, que en la foto en blanco y negro daba la impresión de que se había defecado encima.

Seguramente lo había hecho. Guidi soltó un gruñido. Qué equivocado estaba Bora al poner buena cara ante el dolor con la esperanza de que eso le garantizase una muerte apacible. Cara a cara con la muerte, a Guidi le resultaba fácil sentirse indulgente con cualquiera. No sólo con Claretta, que se hacía la tonta porque no tenía más remedio, también con todos los demás. Incluso con el loco que había matado y descalzado al muerto; o con De Rosa, a cuyos semejantes lincharía la mafia sin vacilar en cuanto la guerra terminara y ellos la perdieran. Guidi era incluso capaz de encontrar cierta comprensión para Lisi, que se las había ingeniado para ir de putas pese a su parálisis —su caso era el más fácil—, y para el hombre andrajoso de la acequia con el mendrugo de pan en el bolsillo. Sintió compasión por sí mismo, aunque menos que por los demás.

Advirtió que Turco se encontraba detrás de él por el olor a cigarrillos baratos del ejército. Le habló, sin volverse, desde el banco donde estaba sentado.

—Vale, Turco. Ponga en marcha el coche, ahora voy.

Por una vez pasó por alto la insistencia de su madre en que llegara pronto a casa y se quedó en el despacho hasta altas horas de la noche.

La mujer estaba todavía despierta cuando él regresó. Intentó no hacerle caso y respondió a sus preguntas con monosílabos.

—Madre, es tarde —dijo al final—. Está cansada y yo también. ¿Por qué no se va a la cama?

—Porque las personas civilizadas cenan antes de acostarse, y si llegas a casa tarde, yo debo estar despierta para servirte.

—¿No puedo servirme yo? De todas maneras no tengo hambre.

Ella le puso sopa en un cuenco.

—Tonterías, Sandro. ¿Por qué no ibas a tener hambre? ¿Has cenado en otro sitio?

—He estado entre cadáveres, madre. Que no tengo hambre. Además, ¿en qué otro sitio voy a cenar?

—Tú sabrás. Eres el hombre de la casa.

Hasta ese momento, el mal humor de su madre no tenía sentido. Pero, desde un rincón muy visitado de su memoria, Guidi recuperó la imagen de Claretta enjugándose los ojos y los labios con su pañuelo. ¡Así que ése era el problema! Maldición. Había pensado en lavarlo en la pila del baño, pero se había olvidado. Su madre se había fijado en la mancha de pintalabios y quería averiguar más cosas.

Sin apartar la atención del mantel, descolorido por los lavados, Guidi supo que su madre tenía el pañuelo en el bolsillo del delantal. La pregunta era si iba a sacarlo o no.

—Dios me libre de preguntarte lo que haces en tu tiempo libre —dijo. Sin embargo, sus palabras se le clavaron como estacas.

—Le he dicho que estoy cansado, madre.

—Entonces vete. Ve a acostarte. Tenemos mucho tiempo para hablar durante el día, ¿verdad? Siempre que te veo estás masticando o preparándote para salir. Veo más a Turco que a ti.

—Madre. —Apoyó ambas manos sobre la mesa—. Madre, si tiene algo que decirme, hágalo ahora. Si tiene algo que mostrarme, sáquelo.

—¿Qué iba a tener que mostrarte? Y no tengo nada que decir.

—Bueno. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta de la cocina—. Entonces, hasta mañana.

Su madre lo siguió y lo retuvo por el brazo.

—No, no. Espera, Sandro. No discutamos. Ya sabes que sólo quiero que seas feliz. —Le subió la mano hasta el hombro, con el tacto preocupado y amable al que pocas veces podía resistirse su hijo—. No alteres mi viejo corazón. Dime quién es ella.

Guidi sintió ganas de gritar, como alguien a quien obligan a arrodillarse en un lugar incómodo. Se zafó poco a poco de la mano de su madre y fue hacia el comedor.

—Voy a encender la radio, madre. ¿Me permite?

—¿Quién es ella, Sandro?

El regusto de la ira le afloró en la lengua mientras pronunciaba una mentira.

—Es una mujer de la vida. ¿Puede creer que usan pañuelos como el resto de los mortales?

En la radio se oyó la voz grave y de tono neutro del locutor de las noticias de las nueve en punto:

«En cumplimiento de la Carta di Verona del catorce de noviembre, artículo siete, según el cual “todos los miembros de la raza judía son considerados extranjeros, y en época de guerra son considerados de nacionalidad enemiga”, su excelencia el ministro del Interior ha hecho efectiva la orden policial número cinco. Según esta orden, todos los miembros de la raza judía deben ser detenidos e internados en campos de concentración».

Guidi escuchó la noticia, y como no había judíos en Sagràte, reaccionó con melancólica falta de interés. Su madre se quedó mirándolo desde la puerta, con las manos juntas.

—Eso no es cierto, Sandro, ¿verdad?

Ella tampoco se refería a los judíos.

En ese preciso instante, Bora también tenía la radio encendida. Oyó la noticia por casualidad, pues acababa de entrar en su despacho. De inmediato le asaltaron sudores fríos. Los quehaceres del día —realizados en solitario, como había aprendido en Polonia y Rusia— adquirieron dimensiones horrorosas al oír las palabras del locutor. La cena que le habían preparado los hombres tendría que esperar por la tarea más importante de la noche. Se sentó al escritorio y reorganizó sus obligaciones con celeridad. A continuación recibió dos llamadas telefónicas, ambas en italiano y breves. Luego, acompañado por Nagel, fue en coche hasta la iglesia, donde, en presencia del desconcertado sacristán, detuvo a monseñor Lai.

Cuando telefoneó a Guidi pasaba de la medianoche. No mencionó la detención ni la noticia de la radio.

—Me pidió que revisara las cuentas bancarias de Lisi —dijo—. Y lo he hecho.

Guidi se mostró igual de reservado.

—¿Algún dato de utilidad, mayor?

—No. No nos sirven para nada. Ni siquiera redondeando los totales de aquí y allá se encuentra ninguna relación, no tienen ninguna relevancia. He agrupado las cantidades en grupos temporales y calculado los intervalos de tiempo entre los depósitos y los reintegros. También he calculado los tipos de interés. No siguen ningún orden ni ninguna lógica.

Pese a lo tarde que era, Guidi oyó que su madre arrastraba las pantuflas delante de la puerta de su dormitorio.

—Puede que sea porque ha calculado los tipos de interés oficiales —sugirió.

—Bueno, ¿y qué otra cosa debería haber calculado?

Las pantuflas se alejaron por el suelo. Al otro lado de la puerta, su madre debía de haber advertido que no estaba hablando con una mujer, y regresaba a su habitación.

—Podría asegurar que usted jamás ha sido pobre, mayor.

—Nunca lo he sido.

—Y nunca ha tenido que pedir dinero prestado en caso de apuro.

Bora no respondió a lo evidente.

—En cuanto a lo demás, ayer hablé con el interno que realizó la autopsia y con los médicos que atendieron a Lisi. Le contaré más sobre ello cuando nos veamos. También he encontrado a alguien con quien puede alojarse Olga Masi en Verona, por ahora, y he pillado a De Rosa justo enfrente del cuartel general. Primero, yo me aseguraría de encontrar un momento para interrogar a la criada de Lisi, y luego le echaría un rapapolvo a De Rosa que no olvidara en toda su vida de fascista, ni él ni los centinelas ni los ocupantes de la casa de al lado. Mire, aunque no tenga el reloj, sé que es rematadamente tarde. Hace más de cuarenta horas que no pego ojo, y realizar cálculos jamás ha sido mi pasatiempo favorito. Nos vemos mañana o cuando sea.

—Que descanse.

Bora colgó. ¿Descansar? No había descansado en un año. Esa noche no tenía esperanzas de dormir. Monseñor Lai, el culto e inteligente clérigo que había escuchado sus confesiones semana tras semana, estaba bajo arresto en la habitación al cabo del pasillo. Por la mañana, los soldados de la Guardia Nacional Fascista llegarían con un camión cargado de judíos italianos destinados al sur del Tirol. El oficial de las SS, que ni siquiera le había dado su nombre de pila, le había hecho una pregunta al salir hacia su puesto de mando.

—¿No nos conocemos de algún lugar, mayor?

«Algún lugar» era la región rusa de Gomel.

Bora se levantó para lavarse. Todavía sentía la tentación de utilizar ambas manos para esas acciones simples, y la sorpresa que le causaba no poder hacerlo lo enfadaba como el primer día. Lo que habían sido actos mecánicos —desabrocharse el cuello de la camisa, abotonarse los tirantes, quitarse los pantalones— le exigía un reaprendizaje tan elemental que su amor propio salía mal parado. Superarse a diario no bastaba. Esa noche sentía la herida más que nunca, y no sólo porque el arnés que sujetaba la prótesis le irritara la piel; eran las implicaciones íntimas de la pérdida, lo que ésta suponía en su relación con Dikta, la forma en que regresaría y se enfrentaría a ella y a su madre. Sólo su padrastro, con rango de general, lo entendería, y eso no era gran cosa.

Su reflejo compungido le devolvió la mirada desde el espejo. A diferencia de muchos otros, había escogido la carrera militar de forma consciente. Con todo, las medallas y los galones desmentían el hecho de que durante los cinco últimos años de los siete que había estado de servicio hubiera faltado a su juramento de soldado. Las SS lo sabían de buena tinta, y por eso habían solicitado que escoltara a los judíos hasta el campo de concentración y esperaban que él respondiera de forma afirmativa.

En su habitación, la foto de Dikta era la imagen de lo que todavía podía perder. Sacó pluma y papel, pero no hizo nada. No podía escribir a su mujer ni a su madre, ni a nadie más. Le repugnaba plasmar en papel sus opiniones para que otros las leyeran. Incluso hacerlo en la entrada de ese día del diario que llevaba desde su pasaje por España, abultado y manchado, y con caligrafía cursiva, le supuso un esfuerzo. Todavía vestido de pies a cabeza, se sentó sobre su cama. No, no sobre su cama, sino sobre la cama que había recibido gracias a una requisa, como había recibido esa vivienda y tantos de los objetos que utilizaba en la actualidad, con facturas firmadas y repartidas como si las deudas fuesen a saldarse en cualquier momento.

Al final consiguió rezar, aunque las palabras que pensaba también lo asqueaban, hasta tal punto que se quedó sentado sin mover ni un músculo. La culpabilidad le daba una claridad mental intolerable, al igual que el riesgo lo embriagaba. «¿Cómo puedo justificarlo como soldado? No hay justificación posible. Puedo culpar a la autoridad que me venga en gana, pero en vano. Eso no sirve de nada. No puedo librarme, y no hay nadie con quien pueda hablar».

Cuando apagó la luz, lo asaltaron los recuerdos. Lugares, personas. Acciones realizadas y no realizadas. Épocas deprimentes. Días deprimentes. Recordó los intangibles fantasmas de nieve rusa que el viento arrancaba de las copas de los árboles y los arbustos. ¿Había sido en Shumjachi? Ya habían pasado dos años. El eco de los disparos de Shumjachi había retumbado bajo la bóveda del hospital hasta la hilera de árboles al otro lado de la calle, donde estaba estacionado su coche. En ese momento, una deslumbrante rociada cayó de las ramas desnudas. La visión de los detalles minuciosos se le había quedado grabada desde entonces, como el destello de luz solar en una de las ventanas del hospital, que se abría y se cerraba con la gélida brisa. En Shumjachi nadie recordaba su nombre, si es que alguien lo había sabido alguna vez. ¿Por qué pensaba en eso? No servía para nada. Pero esa población dejada de la mano de Dios era una herida tan profunda como las demás.

La nieve estaba fundiéndose en el tejado del puesto de mando, y en todos los aleros el agua que goteaba creaba una guirnalda sonora en la oscuridad. Bora se había decidido hacía horas. Ésa era la agonía característica de esa clase de decisiones. Ésos eran los momentos en que se sentía más distanciado de su mujer, casi perdido para ella, al igual que cualquier esperanza de que volvieran a reunirse. El tiempo se derrumbaba sobre sí mismo y los escasos días que habían pasado juntos —¡tan pocos en comparación con el resto!— se convertían en un calidoscopio que podría reordenarse a placer, aunque al final no quedaban más que fragmentos de brillante papel de aluminio y colores. Se había encontrado cara a cara con la muerte inminente, pero no se había amedrentado mientras se debatía entre la decisión y la acción. Perdido, perdido. Estaba perdido para Dikta, para su madre, para quienquiera que lo hubiese querido. De él, como en los epitafios enmarcados con inhóspitos festones negros, se diría: «Jamás regresará a nuestro lado». Se había dado a sí mismo por muerto hacía años. Entonces, ¿por qué se sentía tan tentado de esperar un final distinto? Había respondido que sí, había aceptado el encargo, con el mismo sentido de todo lo que estaba ocurriendo durante esos días. La respuesta era inmensa, era el mismísimo mundo. El infierno no podía ser más vasto que el abismo contenido en esa respuesta afirmativa: sí.

Nagel entró y salió sin llamar a su puerta. Bora reconoció sus pasos, su continencia al no tocar la puerta. La habitación se tornó fría y dejó de ser visible. La rendija iluminada de debajo de la puerta señalaba la existencia de la realidad. Bora se inclinó y buscó a tientas el sacabotas. Después de descalzarse, empezó a desvestirse, hasta que estuvo desnudo y sin la prótesis. Se quedó inmóvil bajo las mantas.

Había una época que Bora recordaba con toda claridad, en que la meticulosidad de los uniformes alemanes habría puesto en evidencia a la milicia italiana. Esa mañana, a última hora del 1 de diciembre de 1943, todo se cubrió de gris desteñido. Hasta el último rincón. Vio el camión que se detenía en el lugar donde el día anterior había estado estacionado el coche de las SS, y pensó que el vehículo y los hombres que bajaban de él parecían igual de desaliñados que sus propios soldados. «Ya he hecho esto antes —pensó—, lo he hecho antes y sé cómo arreglármelas. No hay mucho desgaste emocional cuando uno ya tiene experiencia».

Bajó la escalera y salió a la calle, donde el camión traqueteaba con el motor al ralentí. El conductor lo vio por la ventana y se apeó de un salto. Llevaba pantalones abombachados y botines cubiertos de barro. Hizo el saludo fascista y presentó un documento firmado por un oficial de alto rango cualquiera. Bora ya no se fijaba en los nombres, no importaba cuál podía ser la combinación alfabética; todo giraba en torno a un poder que estaba a punto de escurrírseles entre los dedos, y ni siquiera las notas a pie de página de la historia recogerían esos nombres en el futuro.

—Estos prisioneros serán entregados en Gries —dijo el conductor—. Así que necesitamos escolta.

—Ya me han informado.

Bora rodeó el camión. El soldado de la Guardia que iba detrás también se había bajado y estaba de pie, incómodo, en posición de firmes, con el fez negro encajado de forma imposible, como si se lo hubiera clavado. Sin pronunciar palabra, Bora le indicó con un rápido gesto que levantara los laterales del toldo. Cuando estuvieron arriba, miró al interior desde donde estaba.

—¿Cuánto tiempo llevan viajando? —preguntó a los soldados, como si la información no fuera más que una formalidad.

—Diez horas, signor Maggiore, y nos quedan otras ocho.

Bora tenía una visión completa de los ocupantes del camión. En su interior se veían los rostros borrosos de personas que no tenía interés en conocer. En la gélida mañana, de pronto se sintió cómodo y seguro al llevar prendas pulcras y abrigadas y dar una imagen de autoridad hasta en el menor detalle.

—¿Judíos todos?

—Todos.

Bora dio media vuelta y entró en el edificio. Cuando volvió a salir, Nagel lo acompañaba. Los italianos habían conseguido cigarrillos Sondermischung de los soldados alemanes.

Signor Maggiore, no hemos comido nada desde anoche —dijo el conductor, que había retomado la posición de firmes.

—Son cosas que pasan en la guerra.

—Nos vendría bien tomar algo si le sobra comida —insistió, y como Bora no respondía, añadió—: Los prisioneros llevan cuarenta y ocho horas sin probar bocado.

—¿Y a mí qué me importa? Tienen un horario que cumplir. Ya es una imposición para mí entregarles a dos de mis hombres como escolta. Deberían haberse organizado mejor y haber traído provisiones. —No obstante, ordenó a un soldado que preparase algo de comer—. Entren —les dijo en italiano—. Pasaremos la cuenta a su puesto de mando. También la de la gasolina para su vehículo, ya que sin duda no llevan combustible de reserva.

Los soldados entraron como un torbellino, mientras Nagel conducía el camión a la parte trasera del edificio para llenar el depósito. Bora lo siguió hasta allí. Ordenó que volvieran a bajar el toldo del camión. ¿Cuántas veces había ocurrido lo mismo, sólo que con pequeñas variaciones? El vehículo que llegaba con prisioneros trasladados de un lugar a otro; el papel que él desempeñaba en ello…

—Ocúpese de todo, Nagel. Ya sabe cómo. Cuando haya terminado, suba y coja el coñac del coronel Habermehl de mi habitación. Ábralo y sírvaselo a los soldados italianos. Monseñor Lai debe estar con los prisioneros, nada de tratos de favor.

Turco, que casualmente se encontraba en Lago haciendo un recado para la madre de Guidi, vio los últimos minutos del traslado desde el puesto de mando alemán.

Gesummaria, inspector, era una visión terrible. No se lo imaginaría del mayor —le refirió a Guidi a media mañana.

—¿Y por qué no? —A Guidi le sulfuró que un siciliano pudiera suponer que él confiaba en Bora—. Nos haría lo mismo a usted o a mí si se lo ordenaran. Menos mal que no nos ha pedido que participemos, teniendo en cuenta lo que dijeron anoche por la radio.

Cosi di cani. Di cani! Ha dado de beber y comer a los soldados hasta las dos, pero a los prisioneros ni un segundo para tomar un sorbo de agua ni aliviar sus necesidades como manda la naturaleza.

Guidi dio un palmetazo sobre su mesa.

—Yendo a donde van, no notarán mucho la diferencia. —Pero eso le molestaba. No porque confiara en Bora, sino porque confirmaba lo que sospechaba de él—. ¿Cree que es la primera vez que lo hace? Partisanos, judíos, sacerdotes, para el mayor son todos la misma cosa.

—El sacristán dice que los alemanes sacaron a monseñor Lai de la iglesia justo después del parte radiofónico. Acusado de tener una buena radio, por lo que parece. ¡Pensar que las viejas se jactaban de que el mayor era tan devoto! ¡Y que visitaba el confesionario todos los domingos! Cosi di cani.

—Eso prueba que necesita la confesión más que la mayoría, Turco. Y hablando de eso, tengo que salir hacia Verona para reunirme con Bora. Si no menciona a los judíos, no seré yo quien saque el tema. No nos conviene darle ideas. Dígale a mi madre que volveré cuando tenga que volver, que no me espere levantada. Y de paso recuérdele que no quiero que lo mande a comprar en lugar de ir ella.

—¿Un hombre tan bueno como él, un señor como él? Jamás encontraré a nadie parecido.

Si a Bora le hubieran gustado las mujeres de piel oscura, habría opinado que la última criada de Lisi era un ejemplar extraordinario. De Rosa, que había dispuesto el encuentro en su despacho para que le perdonasen el embargo del coche de Claretta, se quedó observando cómo la miraba.

—No está mal, ¿verdad? —le susurró en alemán—. ¿Verdad que Lisi era todo un entendido?

Bora le respondió en italiano.

—Me gustaría esperar al inspector Guidi para el interrogatorio.

—Como usted desee.

La mujer tenía unos treinta y tantos años, las piernas largas, la figura esbelta y el rostro de heroína de tragedia griega. Vestía un luto humilde, aunque Bora se fijó en que llevaba medias de seda.

—Por favor, dígame su nombre y su edad —le pidió.

—Enrica Salviati. El mes que viene cumplo treinta y dos años.

—¿Por qué va vestida de negro?

—Por mi hermano. Era soldado. El año pasado lo mataron en África.

—¿Está casada?

—No.

Alguien llamó a la puerta y a continuación asomó el rostro atontado del guardia, que dijo algo a De Rosa.

—Bueno, ¿a qué espera ahí plantado? —preguntó éste, irritado—. Hágalo pasar, estábamos esperándolo.

Aturullado, Guidi entró en el despacho.

—Siento llegar tarde. Una columna militar nos ha bloqueado el paso durante veinte minutos a la salida de Verona.

Bora le señaló el sillón vacío que se encontraba detrás de la mesa de De Rosa.

—Tome asiento, Guidi. No le importa, centurión, ¿verdad?

De Rosa no dijo que no, pero se marchó ipso facto. Entonces Bora fue a sentarse en un extremo de la mesa, con un pie en el suelo.

—Haga las preguntas, inspector.

Guidi no esperaba ni que lo llamara así ni el ofrecimiento. Tenía tal certeza de que Bora se encargaría de todo que ni siquiera había preparado un cuestionario.

—Está bien, claro. —Intentaba ganar tiempo—. Y… ¿qué ocurrió desde el momento en que dejó a Vittorio Lisi vivo en el jardín hasta el momento en que lo encontró herido de muerte?

La criada se quedó frente a la mesa como una colegiala triste a punto de recitar la lección, con las manos juntas sobre un pequeño librito de cubiertas de piel barata y raída.

—¿Debo repetir lo que les conté a los carabinieri?

—Si dijo la verdad, sí.

—Acababa de recoger la mesa después de la comida, y como hacía buen tiempo, el señor me había pedido que lo acompañara al jardín para tomar un poco de aire fresco. Con la silla de ruedas hay que salir por la parte de atrás, porque en la puerta principal hay tres escalones. Así que lo hicimos por el garaje. Yo lo llevé hasta la gravilla, justo antes de la verja de entrada, porque desde allí el señor podía empujarse solo hasta el camino privado. Le gustaba hacer su «ejercicio», como él lo llamaba; recorría de ida y vuelta toda la hilera de moreras. Alguna vez lo vi hacerlo hasta diez veces, de ida y de vuelta. Decía que le fortalecía los pulmones.

Guidi empezó a tomar notas.

—¿Qué hora era cuando volvió a entrar en la casa?

—Las dos, puede que las dos y cuarto. El señor terminó de comer a las dos menos veinte y luego se fumó un cigarrillo en la mesa.

Guidi echó una mirada rápida a Bora sin que éste se percatara, pero lo único que vio desde su sillón fue su rostro adusto de perfil huesudo. Mantenía un silencio nada propio en él.

—Está bien —prosiguió—. Describa todo lo que hizo al regresar a la casa.

—Bueno, primero me lavé las manos. Había arrancado una mala hierba en la puerta del garaje. Luego llevé la botella de agua mineral al refrigerador; había olvidado hacerlo y al señor le gustaba el agua fría en verano y en invierno. Lavé los platos y leí un poco. Siempre había revistas en la casa, aunque la signora ya no estuviera en la villa. Estaba suscrita a tantas revistas que seguían llegándole todas las semanas. El señor dijo que yo podía leerlas si quería. Una de ellas publicaba un folletín amoroso de Liala, y yo había empezado a recortar las entregas.

—Así que leyó, ¿y luego?

—Ese capítulo era más largo que los demás, más complicado. No leo muy deprisa y seguramente me quedé dormida. —Con el halo de la luz natural, el rostro triste de Enrica parecía esculpido en cera por una mano experta. La colegiala había dado paso a una mujer adulta desconsolada, quizá más reservada.

—Mayor, ¿quiere proseguir usted? —preguntó Guidi.

Bora no se giró ni se movió.

—No.

—Bueno. Entonces, ¿cuánto tiempo durmió, Enrica?

—A decir verdad, no lo sé. Pero no pudo haber sido más de unos minutos, porque había puesto la tetera al fuego y cuando el ruido me despertó el agua apenas comenzaba a hervir.

—Describa el ruido.

Enrica tragó saliva. Habló en su incorrecto y tosco italiano de campesina.

—Un ruido, no sé qué tipo, porque lo oí en sueños. Como un golpe seco, algo que golpeaba contra una cosa dura. Me asusté, y enseguida oí un coche que salía pitando por la gravilla y daba un volantazo. Creí que era la signora, porque ella siempre entraba y salía por la verja a todo tren.

—¿Y ahora qué cree?

No respondió, y Guidi repitió la pregunta con la misma tranquilidad.

—Si insiste, inspector, sigo creyendo lo mismo.

—¿Que la signora Lisi mató a su señor?

—Ya le he dicho lo que creía. Justo el día antes habían tenido una trifulca tremenda, y ella había salido disparada con el coche como una gata en celo. Casi se estampa contra la verja.

Una vez más, Guidi lanzó una mirada fugaz al perfil de Bora, cuya inmovilidad era total. Parecía escuchar con atención a la mujer y, aun así, permanecía absorto en sus pensamientos. ¿Acaso le atraía la criada de alguna forma? Guidi no lo creía, pero ¿qué otra cosa podía ocurrirle? No era propio de él quedarse en segundo plano.

—Cuéntenos el resto de la historia —animó a Enrica.

—Bueno, ya sabe cómo se siente uno nada más despertar. Se te agolpan las ideas en la cabeza y no puedes moverte. Decidí, y no estoy muy segura de por qué, salir a echar un vistazo. A lo mejor porque tenía miedo de que si ella volvía a la villa montaran otra escenita.

—¿Y por qué podía importarle a usted lo que ocurriera entre sus señores?

Era la primera pregunta que hacía Bora, y como siempre, había ido directo al grano. Por la forma en que Enrica se mordió el exangüe labio inferior, Guidi se dio cuenta de que se debatía por encontrar una respuesta.

—Sé que no era asunto mío —respondió al final—. Pero el señor me caía bien y no quería que sufriera. En un año de servicio no presencié más que numeritos para atacarlo. No era justo, y si yo no podía hacer otra cosa, quería que ella supiera que había testigos.

—Así que —intervino Guidi—, según usted, ¿cuáles eran las acusaciones injustas que hacía la signora Lisi contra su marido?

—Si lo piensa bien, ella misma lo dijo. —Y la doncella se animó: su rostro adoptó una expresión de orgullo y desdén; toda una transformación—. Decía que el matrimonio había hecho que sus planes se fueran al traste, cuando cinco años antes vivía justo debajo de mi casa y tenía que ir al mercado a comprar patatas y coles.

—¿Ya conocía a la signora Lisi?

—No personalmente. Pero cuando el señor me contrató, supe, por la forma en que la signora me miraba, que me había reconocido de la época en que comprábamos las verduras en el mismo puesto. ¡Sus planes! Su padre se había matado bebiendo y, por lo que sé, su madre sobrevivía remendando ropa.

Bora hizo un gesto con la mano derecha para tranquilizarla, como un profesor que pide silencio. Enrica se calló justo cuando a Guidi lo devoraba la impaciencia por escuchar el resto de la historia.

—Por favor, termine con su descripción del accidente —le pidió Bora.

La mirada de párpados caídos de Enrica pasó al alemán y se clavó en él.

—Los viernes, el señor esperaba que yo hiciera una limpieza a fondo de la casa, y siempre había una pila de sillas y alfombras enrolladas hasta que terminaba mi trabajo. Medio dormida como estaba, tropecé con un montón de cosas hasta alcanzar la puerta principal. Cuando por fin llegué, lo único que vi fue que el señor se había caído de la silla de ruedas. Jamás había ocurrido, y me asusté tanto que no reparé en que el coche que había oído ya no estaba allí. Bajé corriendo los escalones para ayudarlo, ¡y claro que noté que no había sido una simple caída! Estaba blanco como la cera y le salía un hilillo de sangre por la nariz. —Un escalofrío le recorrió el cuerpo, como un débil trallazo, y quedó alicaída—. No sirve de nada que me pregunten qué sucedió después, porque no recuerdo nada más. Por eso no puedo llorar. Algo se ha roto dentro de mí. Empecé a gritar y sólo sé que después estaba plantada en la carretera nacional. Ni siquiera sé cómo llegué allí.

—Entonces, ¿quién llamó a la policía?

—No lo sé. No lo sé. Si no me cree, pregúntele a los médicos del Ospedale Civile: ellos firmaron mi certificado, le dirán que tres días después era incapaz de recordar mi nombre.

En su extremo de la mesa, Bora había vuelto a quedarse inmóvil. Guidi se fijó en una vena que le latía en el cuello, donde una cicatriz irregular se perdía en el inmaculado cuello de su camisa.

—¿Se acostaba con su señor?

Eso era. Guidi oyó a Bora formular la pregunta con crueldad y repetirla en el mismo tono cuando la mujer no respondió.

—¿Tuvo relaciones sexuales con su señor?

Guidi vio que Enrica se ruborizaba y que, aun así, le devolvía la mirada a Bora.

—Sí.

—¿Hace mucho tiempo?

—Sí.

Bora también estaba ruborizándose, una extraña reacción que parecía ajena a la vergüenza. ¿Sería excitación? Guidi no podía saberlo.

—¿La contrataron con esa finalidad?

—No. —Apartó la mirada del alemán, entristecida—. Me contrataron porque el señor esperaba que la signora tuviera al niño y quería una interina a su servicio.

Guidi se enderezó en el sillón de De Rosa.

—¿Cuándo estuvo embarazada la signora Lisi? —preguntó Bora, y la frialdad de su tono se vio traicionada por el rubor que volvió a aflorar a su rostro.

—Hará dos años. Perdió el bebé muy pronto, en el tercer mes. El señor quedó abatido. Muy abatido. Ya había comprado juguetes, ropita de bebé, y había escogido la cuna y el cochecito. Después de aquello no volvieron a hablar de niños, porque ella no quería tenerlos. Incluso oí que ella le echaba en cara que el bebé había muerto porque lo había engendrado un tullido.

Bora hizo una mueca de dolor y Guidi lo advirtió. Sin embargo, Enrica volvía a parecer una colegiala. Aferró su bolso barato y añadió:

—Pasaron unas semanas y a mí me daba pena el señor. ¿Qué esperaba? Él no podía estar a dos velas. No era un monje, ¿no?

—¿Quiere decir que los Lisi ya no mantenían relaciones sexuales?

—Nunca los vi en la misma habitación. Fui yo quien se ofreció al señor, una noche, cuando su mujer estaba en clases de pintura. Y él no me rechazó.

Guidi llevaba dos minutos rasgando con las uñas un trozo de papel doblado, nervioso, sin mirar lo que estaba haciendo. Sólo cuando Enrica Salviati terminó de hablar, advirtió que había hecho trizas un mensaje firmado por Mussolini y recibido por De Rosa con el correo de la mañana.

Después del interrogatorio y ya de regreso, Bora insistió en hacer un alto en la cervecería de la piazza Víctor Manuel.

—Tómese una Pilsen —le sugirió a Guidi.

—¿Entiende de cerveza?

—No. Nunca bebo cerveza. Pero me fío del gusto de más de un millón de compatriotas alemanes.

—Entonces ¿qué va a tomar?

—Nada. No tengo sed. Usted sí tiene pinta de necesitar una copa. —Bora escogió la mesa y se sentó. Una columna le proporcionaba protección por la espalda, pero su silla quedaba directamente a merced de cualquiera que llegara del exterior. Fuera o no una pausa táctica, se quedó con aire ausente.

—¿Está pensando en lo que ha dicho esa tal Salviati, mayor?

—No.

Cuando le sirvieron la cerveza, Guidi mojó los labios en la fresca y amarga espuma.

—Aprecio su amabilidad, pero no era necesario que le dijese a De Rosa que era usted quien había destrozado el papel de Mussolini.

—Todo lo contrario, sí que era necesario.

—¿Por qué?

—Porque soy un oficial alemán y puedo hacer lo que me venga en gana.

Guidi bebió de golpe. No supo si Bora estaba tomándole el pelo o simplemente siendo amable. Como siempre, el alemán no le había dado ni tiempo ni oportunidad de declinar la invitación, y había insistido en conducir el destartalado y pequeño Fiat de Guidi. Como en otras ocasiones no había puesto pegas a conducir su reparado y reconocible BMW de la Wehrmacht, ésa podía ser, al fin y al cabo, su forma de ofrecer protección a alguien que viajaba con él. Guidi dio un buen sorbo. Sin embargo, era posible que Bora no fuera más que un egotista. O que tuviera miedo de sí mismo y estuviese intentando evitar otro ataque de los partisanos.

En cualquier caso, allí estaba sentado, con sus ojos verdes, con aquel casquete de pelo negro que le daba aire de cruzado. Con los treinta recién cumplidos, calculó Guidi, distinguido y seguro de sí mismo. Las mujeres se sentían atraídas por Bora, no le cabía la menor duda. Y esa tarde, sabe Dios por qué, se sentía más que un poco celoso de él. «Y con todo —pensó—, éste es el rostro de un sujeto que acaba de enviar a hombres y mujeres a la cárcel o la muerte».

—Mayor, si es cierto que los Lisi no se acostaban hacía dos años, ¿por qué habría esperado Vittorio hasta hace cuatro meses para solicitar la separación?

Bora le pidió otra cerveza.

—No lo sé.

—Incluso la Iglesia católica garantiza la anulación en caso de incumplimiento de las obligaciones maritales.

—Puede que Lisi la amara.

Después de la primera cerveza, Guidi, que era abstemio, empezó a sentirse inusualmente alegre. La segunda cerveza hizo maravillas. Se sintió feliz de que Claretta se hubiera mantenido alejada de su marido durante dos años, feliz de que Bora lo hubiera llevado a aquel lugar.

—¿Amarla? ¡Vamos, mayor! Un tipo como Lisi, ¡que iba detrás de cualquier cosa que llevara falda! Seguro que no era la clase de hombre que se enamora.

Bora retiró una minúscula mota de polvo de su manga izquierda.

—¿Está prometido, inspector?

—No.

—¿Sale con alguna mujer?

—Pues no.

—Entonces ¿qué sabe usted de eso? Ha de vivir con una mujer para saber lo que supone sentir miedo de tener que vivir sin ella.

Envalentonado, Guidi se acabó la cerveza.

—No creo que usted sea la clase de hombre que era Lisi.

—La comparación resulta irrelevante. Yo no estaba hablando de mí. —Con una mirada a su nuevo reloj de pulsera, añadió—: Es hora de marcharse. ¿Está en condiciones de conducir?

Guidi sonrió.

—Nunca me he sentido mejor. —Pero, por algún motivo, la silla no dejaba de crujir bajo su cuerpo.

—Fantástico —masculló Bora—. Justo lo que necesitábamos. Deme las llaves del coche.

—¿Por qué?

Con impaciencia, el mayor alargó la mano derecha sobre la mesa.

—Vamos, vamos, Guidi, démelas. ¡Ahora habrá que hacerle tragar Dios sabe cuánto café! ¿Por qué no me ha dicho que no está acostumbrado a beber?

Guidi rebuscó en los bolsillos mientras le entraba la risa nerviosa.

—¿Por qué iba a decírselo?

—Porque está como una cuba.

La severidad de Bora le pareció un reto.

—¿Yo, borracho? ¡No me he emborrachado ni una vez en toda mi vida!