Por la mañana la temperatura había ascendido un par de grados. Aunque un feroz viento del norte continuaba soplando con fuerza, las franjas nevadas de los campos se habían fundido. Sólo en las aceras sombreadas por los árboles quedaban puñados de nieve en polvo, pero no resistirían mucho. En el cielo del oeste, una luna apagada pendía como la imagen espectral de un cuchillo de poda.
A una manzana de la comandancia de policía de Sagràte, los soldados alemanes estaban apeándose de un camión semioruga, justo delante del puesto de mando local, del que solían encargarse tres guardias y un sargento, y de vez en cuando Wenzel. Todos rendían cuentas a Bora, que se encontraba en Lago. Guidi reconoció al teniente Wenzel, pelirrojo y desgarbado, en el primer hombre que descendió del semioruga. Sin lugar a dudas, los alemanes habían dedicado la noche a peinar a conciencia el escarpado pie de las montañas en busca de partisanos ocultos en el bosque. Se había producido un tiroteo que duró horas. Colocados en fila para entrar en el puesto de Sagràte, los aproximadamente diez soldados podrían haber parecido, al ojo lego, jóvenes granjeros famélicos, desgarbados y de rostro enrojecido. Guidi imaginó que Bora viajaba en el vehículo militar que acababa de detenerse, vista la diligencia con que Wenzel se dispuso a abrir la puerta del camión. Sin embargo, el vehículo permaneció detenido sólo un instante antes de proseguir hacia el puesto de mando.
Bora estaba desencajado por el cansancio cuando se presentó en la puerta de Guidi.
—Espero que tenga algo de café preparado —comentó en lugar de saludar.
—¡Turco! —llamó Guidi—. Prepare un café bien cargado para el mayor. —Retrocedió y dejó pasar a Bora—. En lugar de tomarse un café, ¿por qué no duerme un poco?
Bora hizo un gesto despectivo con la mano derecha. Sin esperar a que lo invitaran, fue al despacho de Guidi y se acomodó en una silla junto a la ventana. Cuando el inspector entró, el alemán se había quitado la chaqueta de camuflaje y estaba acuclillado en el suelo, guardando tres granadas de mano entre los pliegues de la prenda.
—Excedentes —explicó. Se estiró a la desnuda luz del amanecer y volvió a sentarse—. ¡Dios mío! ¿Qué hora es?
—Las ocho y cuarto.
—Ah, bueno. Creía que era más tarde. Se me ha parado el reloj. —Como muchos alemanes que Guidi había visto, pese a la negrura de su pelo, Bora tenía la tez clara, y sólo cuando se giraba hacia la luz podía verse la pelusilla de su barba incipiente—. ¿Ha seguido trabajando en el caso Lisi?
Guidi le había ocultado a su madre la visita realizada la noche anterior.
—Sí.
—Yo también. —Bostezó tapándose la boca con la mano derecha—. Pero ahora no tengo tiempo de hablar de ello —añadió. Turco llegó con el café. La mezcla contenía achicoria suficiente para diluir el efecto estimulante de la bebida. Su amargura, por otro lado, resucitaría a un muerto. Bora se lo bebió de un sorbo—. ¿Qué tal fue con los perros?
El inspector le contó lo del cadáver descalzo.
Bora lo escuchó reclinado en la silla, con un aire relajado poco frecuente en él. Permaneció en silencio hasta que Guidi señaló en el mapa colgado de la pared el lugar donde habían encontrado el cadáver. Luego se acercó para sacar de la chaqueta militar una caja de cerillas, una pipa, un casquillo de bala y un par de monedas italianas. Lo colocó todo encima del escritorio de Guidi y regresó a su asiento.
—Nosotros también hemos hallado un cadáver. —Le divirtiera o no la sorpresa del policía, Bora se permitió esbozar una sonrisita—. Sé lo que piensa. Pero, tranquilo, no acostumbramos atribuirnos las muertes que no hemos provocado. A ése no lo matamos nosotros. Incluso he ordenado que lo custodien dos de mis hombres.
—¿Quién es, mayor, lo sabe? ¿Dónde ocurrió?
—Lo hemos descubierto hace dos horas, detrás de un muro de piedra. A tres kilómetros hacia el este de la acequia donde usted encontró el primer cuerpo. En Fosso Bandito, ¿no?
—Sí.
—Bueno, este otro lugar no aparece nombrado en el mapa topográfico, sólo está marcado como alquería. Pero hace tiempo que desapareció la casa. No queda más que un abrevadero y el muro de piedra. A juzgar por lo que he visto, era un hombre viejo. El tiro se disparó a bocajarro y le voló la tapa de los sesos. Había restos de masa cerebral pegados a las paredes, por todas partes. —Esperó que Guidi examinara los objetos antes de preguntar—: ¿Está seguro de que su delincuente psicótico lleva un fusil de francotirador?
El inspector sacó de un cajón del escritorio dos balas que había recogido.
—Ésa es la información que tenemos. Pero fíjese en qué aplastadas están.
Bora miró con detenimiento los fragmentos deformes de plomo y pasó los dedos de la mano derecha por toda la superficie.
—Por eso se lo he preguntado. Quienquiera que sea modificó las balas rellenando las puntas o practicando un corte transversal al casquillo. Los partisanos rusos hacían lo mismo; reconozco una carnicería mal hecha cuando la veo. No es obra de un fusil militar.
Guidi se reservó la ocurrencia que iba a verbalizar y se limitó a decir:
—En su opinión, ¿cuánto tiempo llevaba muerto?
—Una hora. Tal vez menos. No había empezado el rigor mortis, ni siquiera en los músculos del cuello. Digamos que lo mataron a las cuatro y media de la tarde. Esto es todo lo que tenía en los bolsillos, y hemos encontrado los casquillos a un par de metros de distancia. Ahora, Guidi, hágame un favor y envíe a alguien para que recoja el cuerpo. Necesito que mis hombres regresen. Aunque supongo que espera que le diga si llevaba los zapatos puestos.
—¿Los llevaba?
—No. Iba descalzo. Ni zapatos ni calcetines. Ah, y también había una petaca de tabaco, pero no he querido retirarla de donde había caído. —Guiñó los ojos, deslumbrado por la luz solar, y estiró la pierna izquierda con incomodidad—. Debe de ser un vagabundo o un mendigo. O un granjero indigente. Quizá lo reconozca al verlo, Guidi. Por lo que a mí respecta, sólo sé que no quiero acabar como él. Encendió un pequeño fuego con astillas y, por lo visto, se dirigió hacia el muro para aliviar una necesidad fisiológica. Lo mataron sobre sus propias heces.
Guidi se encogió de hombros.
—No es menos honrosa que cualquier otra forma de morir, mayor.
—No, pero es antiestética. —Abrió bien los ojos y sonrió con naturalidad—. En mi opinión, una muerte digna es de vital importancia.
—Quizá.
Y salió para enviar a dos hombres al lugar indicado por Bora. Cuando volvió a su despacho, el mayor se encontraba de pie junto a la ventana masajeándose el cuello con parsimonia.
—Sobre ese asunto de Lisi, Guidi, debe usted saber que hay otra esposa a la que enfrentarse. No, no, no me lo pregunte ahora. Se lo contaré dentro de un rato. También me he reunido con una de las parteras.
El halo rosado de la figura solitaria de Claretta afloró en la imaginación del inspector.
—¿Otra esposa? ¿Quiere decir que Lisi también era bígamo?
—Ya se lo contaré todo. Cada cosa a su tiempo. He estado pensando en que la letra C podría no referirse a un nombre propio. Podría referirse, no sé, al nombre de un banco o una empresa. Podría ser la c de «comunistas», o el número cien en latín.
—¡Oh, por favor! —Estaba tan impaciente por conocer las noticias realmente importantes que el interés de Bora en los juegos de palabras le pareció inoportuno—. Dudo que Lisi fuera un experto en latín, mayor. Pero coincido con usted en que la pista no basta para incriminar a Claretta.
Tal vez por oír que Guidi se refería a la viuda por su nombre de pila, Bora se giró hacia él y lo miró con curiosidad.
—La lista de sospechosos —prosiguió el inspector— sólo está condicionada por el hecho de que se utilizó un coche para el asesinato. Puesto que sin duda el asesino no habrá pagado un taxi a tal efecto. Tiene que haber utilizado un vehículo privado y una buena excusa para conducir hasta allí. ¿Por qué sonríe, mayor? ¿He dicho algo gracioso?
—No. Es que estaba imaginándome al viejo verde intentando escapar mientras el coche iba directo hacia él. No es nada gracioso, tiene razón. Es que estoy cansado. Cuando uno está cansado, hasta lo más extravagante lo hace reír.
—En cualquier caso, deberíamos poner una fecha para visitar el escenario del crimen e interrogar a la criada.
—Me alegro de que ésa sea su visión de las cosas. —Cogió un mapa de carreteras de la provincia de Verona—. Estoy listo.
Guidi se quedó sorprendido. Esperaba volver a visitar a Claretta, pero la premura de Bora resultaba inoportuna.
—No me refería a esta misma mañana. No hay prisa, ¿verdad?
—Sí la hay. En la vida todo son prisas.
Bajo la supervisión de Bora, Guidi se puso el abrigo, la bufanda y los guantes, ordenó a Turco que se disculpara con su madre y se encargara del resto de los quehaceres de la jornada, y siguió al alemán hasta el exterior.
Ya habían llenado el depósito del vehículo militar.
—Vayamos en el mío para variar —dijo el mayor, y despidió al conductor del camión—. Bueno, en realidad no es el mío. Están reparando el BMW. —Pese a su mutilación, giró la llave del contacto con brío—. Bueno, ¿hacia dónde? —Se volvió hacia Guidi, que estaba desplegando el mapa.
Él indicó la dirección. Cuando Bora giró el volante para alejarse del bordillo, se dio cuenta de por qué se le había parado el reloj: medio oculta por el puño de la camisa militar, la esfera del reloj se había desprendido de la correa metálica. Rompió a reír.
—¿No le he dicho que cuando uno está cansado, hasta las cosas más extravagantes se vuelven graciosas pasado un rato?
La carretera nacional atravesaba una extensión de terreno plagada de arroyos, con numerosos recodos y cadenas de montes bajos. De vez en cuando, altos y espigados campanarios señalaban la ubicación de poblaciones lejanas; las campanas de sus ventanas ojivales eran pupilas de ojos bajo capirotes. En la linde de los campos, los árboles podados con esmero montaban guardia como cuerpos mutilados preparados para rebrotar en primavera.
Bora apartó la mirada de los árboles. A lo largo del camino, la hierba seca y grisácea se agitaba con el viento y daba un esplendor metálico a las lomas pedregosas.
—Voy a contarle lo que logré averiguar ayer. La primera mujer de Lisi, Olga Masi de soltera, tiene cincuenta y seis años. Dice que ni siquiera sabía que él había vuelto a casarse. Hace tres días le llegó por correo un recorte de prensa con la noticia de su muerte, sin remite. Era la primera vez que sabía algo de él en diez años. Es analfabeta, así que fue con el recorte al ayuntamiento para que se lo leyeran. Luego cogió el tren y viajó a Verona, allí averiguó dónde se celebraba el funeral. Puesto que el artículo mencionaba a la esposa actual de Lisi, llevó una foto de su boda como prueba de lo que decía.
Guidi empezaba a acostumbrarse a la conducción rápida de Bora, pero se agarró bien al salpicadero en la curva siguiente.
—Entonces va detrás del dinero.
—Todo lo contrario. La mujer imaginaba que se lo harían pasar mal y que intentarían lo que fuera para impedir su asistencia al funeral, como de hecho ocurrió. Lo único que quería era probar su identidad y ver al difunto. La acompañé en coche al cementerio para poder hablar con ella largo y tendido.
—¿La carta anónima procedía de Verona?
—Sí. La tengo en el bolsillo derecho. Sáquela. La enviaron un día después de que muriera Lisi. Verá que es un recorte de la prensa vespertina, puesto que Lisi murió a primera hora de la tarde. —Tomó una doble curva sin reparar en el camión que se aproximaba en sentido contrario y, sin inmutarse, lo cruzó casi rozando—. Ahora bien, ¿quién sabría que Lisi ya estaba casado si su primera esposa ni siquiera tenía noticia del segundo enlace?
La dirección del sobre estaba escrita a máquina. Guidi no apartaba los ojos del recorte por no mirar a la carretera que estaban devorando.
—Bueno, mayor, es probable que fuera un antiguo conocido de Lisi, quizá un compañero político. Tal vez pensara que después de muerto no hacía falta seguir manteniéndolo en secreto, y que informar a la señora Masi era un acto de caridad cristiana.
—Tal vez. —Bora adelantó un camión por un estrecho tramo en línea recta y pasó a unos centímetros de un tractor aparcado en el arcén—. Aunque puede que sus intenciones no fueran tan caritativas.
Guidi empezó a preguntarse si esa conducción temeraria sería fruto del cansancio o si era una de las costumbres alemanas del mayor.
—¿Por qué un «amigo» esperaría a que Lisi muriera para contarle los pormenores a la primera esposa?
—No lo sé.
—Está pensando en el chantaje, ¿verdad? Claro, alguien extorsionaba a Lisi por su bigamia. Pero ¿de qué sirve un escándalo póstumo?
Bora miró a lo lejos.
—Está suponiendo que el chantajeado era Lisi. ¿Y si fuera su segunda esposa? La imposibilidad de seguir pagando o el hecho de negarse a seguir haciéndolo una vez muerto Lisi podría haber precipitado la revelación de la verdad. Si de algo no hay duda en este momento, es que el testamento de Lisi es una pesadilla legal.
—Sí, Claretta nos dijo que no había estado casado antes.
—Si es que se puede confiar en ella. —Bora cambió de marcha con presteza y redujo la velocidad—. El camino particular está a un kilómetro de aquí, ¿verdad? Es bueno que haya convencido a De Rosa para que me diera las llaves de la verja de entrada y la puerta de la casa.
—Según el informe, la puerta del jardín nunca estaba cerrada cuando el señor se encontraba en la casa, así que prácticamente cualquiera podría haber entrado o salido en coche cuando se le antojara.
—Sí, incluida Clara Lisi. —Lo dijo sin mirar a Guidi a la cara, absorto de pronto en la carretera, como si conducir con precaución hubiera adquirido mayor interés que lo que ocurría dentro del vehículo.
¿Sólo estaba siendo hostil con Claretta? Había algo más aparte de esa desviación de la mirada. Durante esos días, Guidi se había percatado, en repetidas ocasiones, de la molesta costumbre que tenía Bora de desentenderse del tema que estuvieran tratando: se abstraía de forma repentina con la excusa de mirar al exterior, a otra parte, y se negaba a proseguir la conversación.
Guardaron silencio hasta llegar al desvío del camino particular, que describía una curva sorprendentemente cerrada. Bora la tomó a velocidad excesiva, aunque consiguió superarla sin problemas. Tras los primeros cien metros de oscuro asfalto, la calzada daba paso a un tramo de tierra. Recorrieron un kilómetro y medio y llegaron a la gravilla, donde dos hileras de moreras achaparradas montaban guardia cerca de la verja.
El acero estaba pintado de verde chillón. Guidi y Bora se quedaron contemplando la entrada, vistosa y plúmbea entre dos columnas de ladrillos amarillentos, ambas coronadas por una pirámide truncada de granito gris y una maceta con flores. Los barrotes de la verja, reforzados por resistentes barras horizontales, acababan en afiladas puntas de lanza. Una cadena de acero cubría la cerradura con adusto celo.
Bora descendió del vehículo.
—Prefiero no entrar en coche. Ya hay suficientes huellas de automóvil.
Se acercó a la verja. Desde su asiento, Guidi vio que toqueteaba el candado y la cadena, y que probaba, una tras otra, todas las llaves que le había proporcionado De Rosa.
—¿Qué ocurre, mayor? ¿No se abre?
Bora sacudió la verja.
—De Rosa habrá olvidado la llave de la entrada. Ninguna de éstas encaja.
Guidi se acercó.
—Es prácticamente imposible escalar el muro. Fíjese en los cristales rotos que cubren la parte superior.
—Hable por usted, Guidi. —Se quitó la gorra y el chaquetón y los tiró entre los barrotes—. Yo voy a escalar la verja.
Guidi trató de detenerlo.
—Está bien, está bien. Déjeme probar. Deme las llaves, intentaré entrar en la casa y encontrar las de la verja.
Sin embargo, Bora ya había apoyado una bota con espuela en la primera barra horizontal, como si fuese a montar a lomos de un caballo. Se dio impulso para subir con la mano derecha y se sentó, con agilidad, a horcajadas entre las puntas de lanza.
—Cuando necesite ayuda se la pediré.
En cuanto estuvieron ambos al otro lado de la verja, vieron que las pruebas habían quedado borradas por la llegada de otros coches: quizá ambulancias o coches de policía. Por suerte no había nevado. Guidi señaló la huella de doble traza contigua que la silla de ruedas había dejado en la grava, y un par de gotas de sangre seca. Levantó una lona rectangular sujeta por cuatro pedruscos que protegía la letra que Lisi había dibujado antes de morir.
—Es idéntica a la fotografía que hay en el cuartel general de Verona —comentó Bora—. Sí que parece una C. No entiendo qué otra cosa puede verse en ella.
Sin tocarla, Guidi siguió la silueta de la letra.
—Ni siquiera cabe suponer que sea una G, es cierto. Y mire, fíjese en el lugar donde se produjo el impacto comparado con éste. Lisi debió de ser arrojado a diez metros. Y no hay marcas de frenazos, ninguna. Para alcanzar una velocidad así, el conductor tuvo que haber pisado a fondo durante el último tramo de camino, incluso desde el otro lado de la verja.
Bora asintió con la cabeza. Comprobó la estupidez que había cometido al escalar cuando quiso agacharse junto a Guidi y estuvo a punto de soltar un aullido de dolor. Se tragó el malestar y se acercó renqueante al arriate de flores más próximo, donde la grava estaba desperdigada.
—La verja es resistente, pero no muy ancha. O bien el conductor tenía un buen cálculo de las dimensiones o estaba familiarizado con la entrada. ¿Ve esto, Guidi? Parece que el coche del asesino dio marcha atrás justo aquí, antes de salir del jardín.
Al final se dirigieron hacia la casa. Pasada una serie de rosales plantados en terrazas que ascendían desde la entrada, había una casa con fachada de estuco con el pomposo nombre de «Villa Clara» sobre la puerta. Desde todos los ángulos llegaban a ella senderos zigzagueantes entre lechos de flores que habían quedado desnudos. Las paredes, persianas y escalones estaban pintados con distintos tonos de rosa. Guidi pensó que era el típico acabado que absorbía de inmediato la humedad; el tipo de casa que parece ruborizarse tras la lluvia. Se detuvo ante la entrada, donde los arbustos de enebro podados casi por completo se curvaban hacia dentro y rodeaban los lechos de tierra bordeados con briznas de paja, listos para los cultivos primaverales.
—Por lo que la criada le contó a la policía, sabemos que se quedó dormida después de comer en la despensa situada en la parte trasera de la casa. Cuando oyó el impacto, tardó «unos minutos» en llegar a esta puerta. Y el coche ya se había ido. No me cabe duda de que si hubiera visto a Claretta, aunque hubiera sido de refilón, la habría acusado sin vacilar.
Aunque se sentía dolorido, Bora hizo un gran esfuerzo por no reír.
Guidi se dio cuenta y se impacientó.
—Hoy debo de parecerle muy gracioso, mayor. Es la segunda vez que se ríe de mí.
—No me río de usted, es que creo que le gusta la viuda.
—Aunque a usted le desagrade. ¿Es eso?
Bora apoyó el hombro contra el marco de la puerta.
—A mí no me desagrada. Me es indiferente. Mientras lo que sienta no le nuble el juicio, puede gustarle la viuda si le viene en gana.
—¡Como si usted tuviera que darme permiso, mayor!
—Puede que no. Pero no soy yo quien mezcla los sentimientos con un caso de asesinato.
—A menos, desde luego, que a usted le convenga acusar a Clara Lisi. —No sabía por qué lo había dicho, pero el hecho de que Bora pudiera reírse de todo el asunto sin miramientos lo impulsó a olvidar las formas—. Usted mismo afirma que el testamento es una pesadilla y que seguramente lo impugnarán. Los fascistas de Verona podrían considerar muy útil que encierren a Clara Lisi.
Bora dejó de sonreír.
—¿Los fascistas de Verona? ¿Y qué tengo yo que ver con ellos? ¿Por qué iban a hacer todo el viaje hasta Lago para solicitar la ayuda de un oficial alemán? Los negocios sucios se realizan mejor sin añadir la complicación de testigos externos.
—O con la ayuda de testigos favorables.
—Es usted quien lleva un carnet del Partido Fascista, no yo.
—Estoy seguro de que usted también tiene uno, mayor.
—Se equivoca. Soy un soldado y no ando tonteando con política. Para ser inspector de policía, hace usted muchas suposiciones.
Justo en ese momento, el cerrojo de la puerta se abrió mientras Guidi lo manipulaba. Entró el primero, le dio al interruptor de la luz y dejó entrar a Bora. Le hirió que el mayor no quisiera enzarzarse en una discusión, pues era un hombre sin pelos en la lengua. Pasados unos segundos…
—¡Dios mío! —oyó exclamar a Bora desde la habitación contigua—. Pero ¡cuánto mal gusto hay en este lugar! Es un verdadero circo. Me gustaría saber dónde tienen los elefantes.
Era fácil identificar la habitación de Claretta en el segundo piso gracias a una profusión de jarrones, chales y adornitos varios. Barras de carmín. Misticum de las tonalidades Persia y Capri cubrían la cómoda. La muñeca de porcelana sentada sobre la cama tenía el tamaño de un niño de cuatro años, iba ataviada con un vestidito de gasa con estampado de rosas y tocada con sombrero de paja. Encajadas en el borde biselado del espejo del tocador, había postales de destinos vacacionales que componían una guirnalda de paisajes de mar y montaña. Bora miró a Guidi a la cálida luz de tonos rosáceos de la habitación.
—Me siento como en el interior de un útero. ¿Usted no?
—No.
—¿Se ha fijado en la cama individual? Dormían en habitaciones separadas.
—¿Y qué esperaba, mayor? Es lógico que un hombre paralítico tenga una habitación propia en la planta baja.
—Sí, sobre todo si el cuarto de la criada también está allí.
Al entrar en el salón para inspeccionarlo fueron recibidos por una abrumadora multitud de recordatorios: objetos de plata, peltre y cerámica, góndolas de celuloide dorado y pisapapeles rellenos de agua, con miniaturas de la plaza de San Pedro y el Coliseo en su interior. Revistas femeninas y cinematográficas llenaban hasta el último rincón, desparramadas por cualquier superficie disponible. Había flores de papel, flores de cera, flores de plumas y flores de seda que ocupaban toda una variedad de jarrones de cristal. Los trofeos de fútbol ganados por Lisi en su juventud estaban alineados sobre la repisa de la chimenea y velaban a un solitario libro de arquitectura.
Comparada con esa estancia, la habitación de Lisi al final del pasillo parecía espartana. Era un sencillo estudio con una cama. En cuanto entraron, Bora quedó hipnotizado por un delicado grabado de Piranesi, pero Guidi llamó su atención para que se fijara en una fotografía en color de Lisi estrechándole la mano a Il Duce. Mussolini parecía pálido y Lisi —que sujetaba un banderín con la leyenda «SEMPRE OVUNQUE»— enseñaba varios dientes de oro. Bora también se quedó mirando la foto durante largo rato con una expresión indefinible.
Fue en el dormitorio de Lisi donde Guidi se dio cuenta de que las autoridades de Verona habían decidido limitar el alcance de su investigación. El lugar estaba prácticamente intacto. No habían descolgado el calendario de la pared, aunque había iniciales escritas en ciertas fechas. Todavía había un montón de dinero en el cajón derecho del escritorio de caoba de Lisi, donde calmantes fuertes y un vaso de aperitivo hacían compañía a una resma de papel carbón de la marca Pelícano.
Bora reconoció los medicamentos por su estancia en el hospital.
—Es algo bastante fuerte para tomárselo con alcohol.
Guidi buscó en el cajón de la izquierda una botella medio vacía y la encontró.
—Coñac —dictaminó.
Habían vaciado el último cajón, pero al intentar cerrarlo Guidi se topó con algo que se lo impedía en el fondo. Sólo cuando sacó del todo el cajón, advirtió que habían caído bastantes revistas detrás.
—¿Qué es eso? —preguntó Bora.
—Revistas pornográficas.
—Lo imaginaba.
Guidi las lanzó a la cama, donde el mayor estaba sentado hojeando un manual de decoración de interiores que había en la mesilla de noche.
—Cuando termine, inspector, écheles un vistazo a las iniciales del calendario.
—¿Por qué, ha encontrado la letra C?
—No. Hay una B, una S, una M y una E. Ninguna C, pero al parecer son notas abreviadas, una especie de recordatorio. Fueran cuales fuesen esos otros asuntos, Lisi sabía cómo mantenerlos ocultos. Piense en ello, ¿por qué iba a escribir la C de Clara en su calendario? Seguro que era capaz de recordar si le debía un cheque mensual.
Guidi pensó que Bora intentaba tranquilizarlo, pero cuando lo miró, el mayor tenía expresión de sorna. Había cogido una de las revistas pornográficas.
—De todos modos, Guidi, al margen de que De Rosa tuviera o no razón sobre la inefable memoria de Lisi, no hemos encontrado ninguna guía de teléfonos. Y si Lisi negociaba con efectivo, será una suerte si encontramos alguna prueba escrita.
—Cierto.
El sonido del papel contra el suelo le indicó que Bora había tirado la revista de repente. Se colocó junto al inspector, que estaba en el escritorio, y se quedó mirándolo.
—En contra de lo que pueda creer, Guidi, no tengo ningún interés en demostrar la culpabilidad de Clara Lisi; mejor dicho, tengo el mismo interés que en probar que se tiñe el pelo. Ambas cosas me traen sin cuidado.
—¿Cómo sabe que se tiñe el pelo?
—Mi mujer es rubia natural. ¿Cree que no sé ver la diferencia? —Con el canto de la bota y mucha suavidad, pateó la revista pornográfica lanzándola al otro lado de la pequeña habitación—. Lo que me maravilla es que Lisi pudiera leer sobre arquitectura y decoración de interiores y que, aun así, tuviese un gusto tan atroz.
La última estancia que visitaron fue la cocina. Colgada de un gancho sobre los fogones, Guidi encontró una llave con un redondel de papel que ponía: «Verja del jardín». Salieron para probar si funcionaba, y funcionó. Cuando Guidi abrió la cerradura, Bora hizo bascular la verja con un chirrido.
—No entiendo cómo sus colegas de Verona pudieron cometer la estupidez de confundir las huellas en la gravilla. Y mire la pintura de la verja, aquí. ¿Hace cuánto diría usted que está pintada?
Guidi se agachó para levantar el pestillo metido en el suelo de la hoja estática y la abrió.
—Seguramente desde su separación legal. No sé si se ha fijado, pero las manchas de las columnas demuestran que antes eran rosas.
Extrañamente interesado en la barra transversal que le había servido de punto de apoyo para escalar la verja junto a la columna de la derecha, Bora dijo:
—Hay restos de rozaduras.
Guidi observó. Sin duda era el rastro dejado por un objeto grande que había pasado por la verja abierta. La pintura verde estaba desconchada justo por allí, y debajo del verde se veía el rosa, e incluso el acero natural.
—Empuje la columna, mayor. ¿Cede?
—No lo bastante para caernos sobre la cabeza cuando escalamos la verja. Pero, sí, cede un poco.
—Bueno, la de la izquierda no se mueve en absoluto. Debe de haber sido un buen topetazo. Parece que nuestro asesino motorizado no conocía muy bien las dimensiones de la puerta.
—Sí, eso, o iba a tal velocidad que perdió el control.
Guidi pensó que Bora sabía lo que decía. Se fijó en la maltrecha barra.
—Por desgracia, la pintura verde está bastante seca. Se ha desconchado sin dejar rastro en el objeto que la chocó.
Bora asintió en silencio.
—Pero si se trata de un coche, tiene que haber quedado una buena franja verde en el lado derecho o el izquierdo, dependiendo de si chocó con la verja al entrar o al salir.
—Recuerde, no había rastros de pintura verde en el Alfa Romeo de Claretta.
—Aunque en ese momento nos fijamos únicamente en el guardabarros delantero. —Bora tiró el manojo de llaves a Guidi y subió al vehículo militar—. Confío en su memoria. Pero, de todos modos, me gustaría echarle otro vistazo.
Ya en Verona, Bora visitó el cuartel general fascista alrededor del mediodía con la excusa de devolver las llaves a De Rosa. Pasó más tiempo en el interior de lo que Guidi había imaginado, y cuando salió por el sombrío portal se lo veía de mal humor.
—¿Cuándo revisó el expediente sin mi autorización?
Guidi se puso a la defensiva.
—¿Su autorización? Usted solicitó mi colaboración. ¿Desde cuándo necesito su autorización para llevar a cabo mis obligaciones policiales?
—De Rosa ha dicho que usted le aseguró que lo había hablado conmigo, ¡y eso no es así!
—¿Qué parte no lo es, mayor? Y ya que confía tanto en De Rosa, ¿le ha preguntado por qué nos dio unas llaves que no servían para nada?
—Las llaves me importan un comino. Quiero saber por qué no lo consultó antes conmigo.
Con las piernas separadas sobre la acera, Guidi se envalentonó.
—He hecho algo peor, mayor. He ido a ver a Claretta sin contárselo a usted.
Bora soltó una airada bravata en alemán.
—Estoy empezando a hartarme de usted, Guidi. Ha decidido frustrar esta investigación por motivos personales, y si no cambia de táctica lo quiero fuera.
—¿Así que «por motivos personales» seguirá tratando a Clara Lisi como sospechosa?
—¡Lo será hasta que se demuestre lo contrario!
Mientras discutían se acercaron al coche aparcado de Bora, y siguieron gritándose cada uno a un lado del capó del automóvil.
—¿Alguna vez se le ha ocurrido, mayor, que la C puede ser de camerati? ¿Cuánto tardaría un camión de la Guardia Nacional Republicana en venir desde Verona y matar a un viejo? ¡Por supuesto que les interesa que un recién llegado meta las narices en el asunto! ¿Qué sabe usted de las verdaderas intenciones de De Rosa? Tanto centurión como capitán empiezan con C, ¡igual que Claretta!
—¡No diga tonterías! ¡Maldita sea! —Había abierto la puerta para subir, pero volvió a cerrarla de golpe—. ¿Y se puede saber de qué hablaron Clara Lisi y usted?
—Le pregunté si se le ocurría un móvil para el asesinato de su marido.
—¿Aparte de los móviles que tenía ella? Apuesto a que no sacó nada en claro. Nadie sabe nada sobre los negocios de Lisi. ¿Cómo puede un hombre pasar años en una población de estas dimensiones, tener dos esposas y hacer fortuna sin que nadie se dé cuenta?
Parecía sorprendente, pero Guidi se apaciguó ante la impaciencia de Bora.
—Si se ha propuesto discutir, mayor, podemos hacerlo de camino al depósito municipal de vehículos.
Resultó que no discutieron durante el viaje y tampoco a su llegada.
El Alfa Romeo de Claretta seguía aparcado cerca de la pared del fondo, aunque algo en él había cambiado.
—¿Lo han lavado? —se preguntó Guidi en voz alta.
Pero al acercarse, ambos se percataron de que el guardabarros delantero había sido reparado, y un recambio recién lavado y encerado relucía como un pez de escamas azules y brillantes a la luz de un foco.
Bora se quedó demasiado perplejo para hacer un comentario ofensivo. Se detuvo a unos metros del coche, mientras Guidi fue directamente hacia él, lo rodeó, miró en su interior e intentó abrir las puertas una a una. Estaba tratando de meter el brazo por una ventanilla delantera medio bajada cuando una voz estridente de mujer retumbó en el garaje.
—¿Qué cree que está haciendo?
Cierto, ¿qué estaba haciendo?
Tanto Guidi como Bora reconocieron a Marla Bruni, la soprano que había salido en los rotativos hacia dos años por haber dejado sus senos al aire en el segundo acto de Otelo. Ceñida hasta el aplastamiento y con esa gloriosa parte de su anatomía bien apuntalada por una faja y un corpiño, entró dando taconazos y dejando una estela violeta y roja.
—¡Deténgase ahora mismo, mequetrefe! —No hizo alarde de la debilidad característica de Desdémona al golpear en la cara a Guidi con la estola de zorro que llevaba—. ¡Usted! —espetó—. Apártese de mi coche o llamo a la policía.
Después de diez minutos, amenazas diversas y una engorrosa explicación, el inspector aún estaba molesto porque ella lo hubiese llamado «mequetrefe».
—¡Primero la silla de ruedas para los camaradas, y ahora el coche para la amante de un pez gordo! —soltó hecho una furia—. ¡No me extraña que De Rosa tuviera otra historia que contarle, mayor!
Bora permaneció en un elocuente silencio. No obstante, el centurión De Rosa, demostrando un claro don de la oportunidad, ya había abandonado el cuartel general cuando el alemán irrumpió allí como un terremoto.
A la una y media, en una piazza, durante el triste almuerzo en un restaurante abarrotado de oficiales alemanes, Guidi no fue capaz de disfrutar del primer bocado de carne de ternera que probaba en años. Frente a él, el tenedor de Bora ni siquiera había tocado el plato.
El mayor fue el primero en hablar, con una inexpresividad exenta de crítica que en él podía ser señal de cansancio o de un dolor físico creciente.
—No sería muy lógico suponer que han falsificado las pruebas para ganar puntos con una prima donna. —Levantó la vista de su chuleta intacta—. Por otro lado, escasean los coches y sobran las amantes. Perder el coche por una cantante de ópera es seguramente lo más cerca que puede estar Clara Lisi del mundo de la farándula.
Guidi no logró detectar ni una pizca de humor en el comentario de Bora. Por lo que a él mismo se refería, seguía obsesionado con el tema del «mequetrefe» y con la forma en que Marla Bruni no había dicho ni pío contra Bora.
—Espero que ahora no me venga con que De Rosa no está intentando inculpar a Claretta, mayor.
—O eso, o espera tirarse a la cantante de ópera.
La expresión, tan salida de tono en comparación con el discurso más bien contenido de Bora, sorprendió a Guidi. Seguro ya de que el alemán estaba indispuesto, no tocó el tema hasta que les sirvieron el café. Incluso en ese momento, se limitó a decir:
—¿Por casualidad es usted bueno en matemáticas?
Al tiempo que apartaba la taza humeante, Bora se quedó mirándolo.
—Depende. ¿Por qué lo pregunta?
—En el cuartel general he visto dos de las cuentas bancarias de Lisi, con fecha de dos años atrás.
—Lo sé. Yo también las he visto.
—Puede que valga la pena analizarlas con más detenimiento. Buscar conexiones entre los depósitos y los reintegros, y las fechas marcadas en el calendario de su casa de campo.
—No veo de qué puede servir.
—No estoy seguro. Pero no tenemos mucho más para proseguir la investigación.
Bora pidió la cuenta al camarero.
—No estoy de acuerdo. Todavía no hemos hablado con el médico que firmó el reconocimiento postmortem. Además, está la primera esposa, Olga Masi, por no hablar de los detalles que Clara Lisi podría habernos ocultado. ¿Qué me importa a mí cómo haya hecho Lisi su fortuna? A mí lo que me importa es el asesino. —Al frotarse la barbilla con gesto de cansancio, descubrió la aspereza de su rostro—. ¡Dios mío!, ni siquiera me he afeitado. —Se tocó a tientas el bolsillo derecho de la pechera y sacó una cuchilla de afeitar—. Por suerte siempre llevo esto encima. Tome, Guidi, encárguese de la propina. Vuelvo en cinco minutos.
Cuando salieron del restaurante, el cielo se había encapotado con unas nubes plumosas y la temperatura volvía a descender. Bora, con la cara blanca como el papel y recién rasurado, quiso ir directamente al hospital para hablar sobre la autopsia de Lisi, pero Guidi se resistió.
—Debo regresar a Sagràte, mayor. Todavía no he visto el cuerpo del anciano que encontraron acribillado tras el muro.
—Muy bien, yo iré a ver al médico. Pero para asegurarme de que usted va directamente a Sagràte, haré que lo acompañen en coche, cortesía de la Wehrmacht.
—Como quiera. Prométame que mirará con lupa las cuentas bancarias de Lisi.
Bora no dio su palabra, pero antes de poner a Guidi en manos de un conductor militar, se detuvo en el cuartel general fascista y exigió que le entregaran la copia del informe que tenían allí.
—Examinaré las cuentas cuando tenga tiempo —informó a Guidi de forma sucinta—. Lo llamaré a casa si descubro algo que valga la pena.
—Usted tiene el original. ¿Por qué se lleva también la copia?
—Porque quiero controlarlo todo a partir de ahora.
•••
El antiguo hospital de Verona en via Lombroso olía como los hospitales de antaño: fenol, madera antigua, jabón, podredumbre. Bora identificó ese hedor mientras caminaba por el pasillo de altos techos; tenía la misma intensidad que cuando lo habían llevado a toda prisa en la camilla, cuando la carne aplastada y mutilada era lo único que debería haber olido. Sin embargo, eso había ocurrido en el norte, en el nuevo complejo hospitalario, y por aquel entonces las paredes no desprendían hedor a revestimiento aceitado.
En cuanto entró en el despacho y se presentó, un médico interno lo miró a través de sus gruesas gafas. Parecía un polluelo de búho, un Trotski italiano, y esa impresión se acentuaba por el nervudo halo de pelo prematuramente encanecido que cubría su cabeza.
—Sí, sí. —Tras haber escuchado el motivo de la visita de Bora, hojeó una carpeta verde claro—. Vittorio Lisi, lo recuerdo muy bien. Aquí está. En pocas palabras, la muerte se produjo por hemorragia cerebral, tras la fractura de tres vértebras: la séptima cervical y la quinta y la sexta torácicas. Intentamos intervenirlo, pero era demasiado tarde incluso para la trepanación. En cuanto a lo demás, había una antigua fractura de las vértebras lumbares de hace veinte años.
—¿No había señales de otros traumatismos?
El interno se ajustó las gafas sobre la nariz y repasó con la mirada el brazo izquierdo de Bora, como dejándose llevar por la costumbre de valorar cualquier desperfecto en el cuerpo humano.
—Sólo los producidos por el golpe que recibió y la caída. He examinado a fondo el cadáver para asegurarme de que las heridas de la cabeza no se debían a otras causas: pinchazos y tajos, por ejemplo, o aplastamientos. —Cuando Bora le pidió la carpeta, se la entregó sin objeciones—. Mientras limpiaba el rostro de Lisi, me fijé en una zona de piel rosada en la sien izquierda. No era una herida, sino más bien una abrasión. No se había producido desgarro de la epidermis, ni hemorragia. No creí que el moratón fuera consecuencia de un cabezazo contra la gravilla, porque, sin importar lo superficial de las lesiones, era bastante evidente que estaban manchadas de tierra. Creo que en ese momento me pareció que alguien le había dado una patada. Pero entonces entendí la mecánica del rescate. No tuvo nada que ver con la premeditación. Los médicos no fueron los primeros en llegar. Con la confusión de policías y voluntarios, hubo mucha actividad alrededor del cuerpo tumbado en decúbito supino. Resulta obvio que, aunque fuese con la mejor de las intenciones, un voluntario tropezó con el herido. —La cara de búho se arrugó, como Bora había visto en los médicos del ejército cuando la muerte frustraba sus éxitos—. En cualquier caso, Lisi estaba sentenciado. Le aseguro que desde el momento en que lo golpearon, no tenía ninguna posibilidad de salvación.
Bora dejó la carpeta sobre el escritorio del médico.
—Aparte del accidente que lo mató, ¿podría decirme cuál era el estado de salud de Lisi?
—Sí. Aquí tiene el apéndice de la autopsia, exigido por la ley en estos casos. Como verá, se rellenó en riguroso cumplimiento de los artículos treinta y cuatro y treinta y cinco de la legislación sobre actas de defunción policiales, y según el Real Decreto con fecha veintiuno de diciembre de mil novecientos cuarenta y dos. ¿He de suponer que está interesado en el historial de patologías de la víctima?
—En su epicrisis, sí.
Los ojos enmarcados por los anteojos buscaron el rostro de Bora.
—¿Ha estudiado medicina?
—No; filosofía.
—Bueno, aquí tiene. Léalo usted mismo. Los órganos internos estaban en buenas condiciones para un hombre de su edad, sobre todo si tenemos en cuenta su inmovilidad durante los últimos veinte años. Detecté la formación de cristalitos de calcio que empezaban a generar piedras en la uretra, nada alarmante. Por otro lado, la próstata mostraba una masa hiperplástica preocupante, aunque todavía era muy pequeña. Si no lo hubieran atropellado, Vittorio Lisi habría seguido dando guerra durante un tiempo.