Clara Lisi, también conocida como Claretta, tenía algunas revistas —Eleganze e Novità, Per Voi Signora— esparcidas por el salón, y un lulú de Pomerania bizco y baboso que las mordisqueaba.
Era una mujer altiva y delgada con un «interesante gusto en perfumes», según Bora señalaría irónicamente más tarde. Llevaba el pelo teñido y recogido formando un nido de tirabuzones sobre la frente, y las uñas de manos y pies pintadas a juego con los tonos rosados del vestido, las sandalias y el papel de las paredes.
La habían informado de la visita, por lo que había tenido la atención de disponer licor y dulces sobre una mesa de centro junto al sofá, como si las circunstancias justificaran el detalle. Guidi, que no veía una botella entera de Vecchia Romagna hacía un año, se quedó mirando el jovial Baco de la etiqueta como si su imagen confirmara que en alguna parte del mundo seguía produciéndose coñac.
Los visitantes se presentaron.
—Espero, caballeros, que hayan venido dispuestos a escuchar —dijo ella haciendo un leve gesto teatral con la mano—. Por favor, por favor. Pónganse cómodos.
Se sentó en un extremo del sofá con el chucho sobre el regazo. Guidi lo hizo en el otro extremo. Después de dejar la gorra en precario equilibrio entre los adornos del aparador, Bora tomó asiento en un sillón a cierta distancia. Cuando levantó la mirada, vio que Guidi estaba ofreciéndole cortésmente una cerilla encendida a Claretta, quien había sacado un cigarrillo de una pitillera malva de madreperla.
Ella se lo agradeció con un movimiento de la cabeza.
—No saben lo que estoy pasando… —Suspiró, inclinándose ligeramente hacia él—. Las últimas dos semanas han sido una pesadilla.
—Entiendo, signara.
—¿De verdad? —Claretta miró con impaciencia a Guidi, luego a Bora y de nuevo al primero—. A mí me parece que ninguno de los dos es capaz de entenderlo. Los carabinieri y la policía no han dejado de acosarme, y esa horrible campesina…
—¿La amante de su marido? —interrumpió el mayor con voz serena.
—¿Quién si no? Supongo que saben por qué tiene tanto interés en implicarme.
—No. ¿Por qué? —preguntó Guidi.
—No —se limitó a decir Bora.
Tras lanzarle una larga mirada de desconcierto al alemán, Claretta se giró de nuevo hacia el policía. Vaciló.
—Ya deben de saber cómo se comportaba Vittorio con las mujeres. —Le temblaron los labios; pese a la gruesa capa de carmín, se veían finos y atractivos.
Guidi asintió en silencio para expresar comprensión.
—Algo hemos oído.
—Esa mujer, esa maldita Enrica… no fue más que la última de muchas, inspector. Cuando no era una, era otra. Vivir con él resultaba imposible. No entiendo cómo pude querer casarme con él. —Bajó la vista bruscamente hacia la mano que sostenía el cigarrillo con dedos temblorosos.
—Y dígame, ¿de dónde procedía la fortuna de su marido, aparte de sus ocupaciones políticas? —inquirió Bora. La pregunta cayó como un jarro de agua fría. Guidi se sintió molesto por esa falta de tacto y por el efecto que el aspecto hosco y atrayente del alemán parecía obrar en Claretta pese a su comentario.
—La verdad, mayor, no tengo la menor idea. Vittorio nunca hablaba de negocios conmigo.
—Y sin embargo usted había sido su secretaria.
—Lo que Vittorio buscaba en una secretaria no era precisamente que se le diesen bien las cuentas —respondió ella con amargura—. Si se casó conmigo fue sólo porque yo no estaba dispuesta a darle lo que él estaba acostumbrado a recibir sin esfuerzo.
—¿Había estado casado antes?
—No.
—¿Y usted?
—¿Yo? ¡Si yo era una cría!
—Según mis datos, era mayor de edad.
Guidi clavó en Bora una mirada de reproche, pero el alemán pareció no advertirlo. Siguió tanteándola.
—Signora, todo sería más fácil si supiéramos cómo se le abolló el coche.
—¡Ya se lo he dicho a la policía! —exclamó Claretta—. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? Unos días antes de la muerte de Vittorio, embestí una bicicleta aparcada entre dos postes de cemento. Sucedió cuando arrancaba después de unas compras aquí, en Verona. Vittorio y yo habíamos mantenido una discusión espantosa, y cuando discutíamos yo siempre quedaba exhausta. —Turbada, dejó el cigarrillo en un cenicero de ónice—. Vittorio continuaba pagando las facturas y siempre armaba un escándalo por cualquier tontería. Ya lo sé, soy consciente de que debería haberme preocupado por averiguar a quién pertenecía la bicicleta. Pero Vittorio se habría puesto como una fiera, así que, como no vi al dueño por ninguna parte, me marché. —Una sonrisa temblorosa se formó en sus labios cuando miró a Guidi—. Si ese día hubiera sido más prudente, ahora no tendría estos problemas.
Se oyó el chasquido del mechero de Bora.
—Olvida usted la letra en la gravilla del jardín —dijo en perfecto italiano—. Quizá sea una coincidencia, pero no hemos conseguido dar con ninguna otra persona relacionada con su marido cuyo nombre empiece por C.
Por la manera en que clavó los ojos en el guante de su mano izquierda, Bora supo que la mujer acababa de reparar en que él tenía una mano ortopédica.
—Eso prueba lo poco que saben acerca de Vittorio —contestó—. Su vida era mucho más que lo que dicen los informes.
Con el cigarrillo ya encendido, Bora dejó caer el mechero con habilidad en la rígida palma de la mano izquierda y luego se lo introdujo en el bolsillo.
—Seguro que eso sí es verdad —apostilló.
Claretta dejó el lulú de Pomerania sobre las flores de color magenta de la tupida alfombra. Fue un gesto sin propósito, no buscaba ningún efecto. Se sentía débil y tenía miedo.
—Caballeros —dijo—, entiendo cómo están las cosas. Vittorio era poderoso y tenía muchas amistades, y yo no soy más que una pobre exsecretaria. Sé que llegado el caso se puede prescindir de mí. Pero yo no lo maté, aunque sabe Dios la de veces que la idea me cruzó por la cabeza. Sobre todo cuando perseguía mujeres delante de mis narices, con ese descaro, sin ningún pudor… —Se le quebró la voz y volvió la espalda a los hombres. Sollozó unos momentos, con los labios apretados y la mirada apartada. Cuando Guidi le ofreció su pañuelo almidonado, ella se lo presionó contra la boca y a continuación se enjugó los ojos, llorando aún, poniendo cuidado en que el rímel no le manchara las mejillas.
Inmóvil en su sillón, Bora observaba cómo el perro salivaba con avidez ante sus botas engrasadas. Antes de terminar el cigarrillo, se inclinó hacia delante y lo apagó en el cenicero rosado.
—Signora Lisi, ¿dónde estaba usted a la hora en que mataron a su marido?
Claretta sollozaba con el pañuelo de Guidi sobre la boca, pero el mayor se mostraba imperturbable.
—Lo que quiero decir es: ¿estaba usted sola o tiene testigos que confirmen su coartada?
—Mayor —lo interrumpió Guidi—, dele tiempo para reponerse. ¿No ve lo afectada que está?
Bora le propinó un discreto puntapié al perro, que se alejó gimoteando.
—Pregúnteselo usted, entonces.
Para cuando salieron del piso de Claretta, ya había arraigado en Guidi el rencor hacia Bora, quien, pese a la cojera, llegó a la acera antes que él. El mayor no hizo más que empeorar las cosas con una observación frívola.
—Pues sí que se querían, ¿eh?
Para el inspector ésa fue la gota que colmó el vaso.
—Me parece que ha sido usted un grosero.
—Es sospechosa de asesinato, ¿por qué iba a tener miramientos con ella? Para mí no vale nada, y sus lágrimas me dejan impertérrito.
—Aun así, mayor, podría haber conseguido el mismo resultado mostrándose menos hostil.
Bora se detuvo en la esquina, donde aguardaban el chófer y el BMW. Se había sacado el guante derecho para estrecharle la mano a Claretta y estaba poniéndoselo de nuevo, ayudándose con los dientes. Sus movimientos eran pausados, pero Guidi no se creía esa serenidad ni sentía la menor compasión por el autodominio que revelaba.
—Sinceramente, no creo que haya mucho más que averiguar —dijo Bora—, pero cumpliré con los deseos del coronel Habermehl. Dejaré que los fascistas se estrujen el cerebro unos días. —Se volvió de pronto hacia Guidi—. Vamos a ver a De Rosa a su cuartel general antes de marcharnos. ¿Su coche tiene gasolina?
—Medio depósito. ¿Por qué?
—Tome este cupón y llénelo. Me apetece charlar con usted mientras vamos a ver a De Rosa. ¿Por qué me mira así? —Sonrió ante el asombro del inspector—. Las probabilidades de que le pongan a uno una bomba se reducen cuando no se lleva matrícula alemana. ¿O acaso se fía usted más que yo de sus compatriotas?
El centurión De Rosa no supo cómo comportarse cuando Bora le presentó a Guidi. La molestia que le causaba su intromisión sólo fue evidente en el temblor ocasional de su labio superior, donde el bigote describía una curva y se ensanchaba.
—El inspector Guidi es un miembro activo del Partido —le informó Bora para sosegarlo.
Sin intentar disimular su desprecio, De Rosa le dio un repaso al atuendo civil de Guidi.
—Bien, imagino que usted sabrá lo que hace, mayor Bora. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Quisiera saber algo más sobre Vittorio Lisi.
El centurión volvió a su escritorio. En la pared de detrás colgaba una bandera italiana de la que había sido retirado el emblema real. Como buen fascista republicano, el centurión había sustituido la insignia por un paño de tela blanca.
—¿Qué más quiere saber, mayor? Lisi era un hombre admirable. Un hombre de buenos sentimientos.
Bora le lanzó una mirada a Guidi, que no se la devolvió.
—Buenos sentimientos. No sé qué significa eso en este contexto, De Rosa.
—Era un hombre perspicaz. Muy perspicaz, mayor. Y siempre feliz, jovial. Le gustaban el humor, los juegos de palabras y los chistes inocentones. —Dejando al policía al margen de la conversación deliberadamente, giró su enclenque figura hacia Bora, que descollaba por encima de él. Como si estuviera informando a un superior, dijo—: Por ejemplo, Verona le resultaba una ciudad soporífera y por eso la llamaba «Veronal». ¿A que tenía sentido del humor? —Rió. Bora no dio señales de apreciar la gracia—. Le contaré otro. Se trata de un chiste que todos los fascistas que no están dispuestos a sufrir por el ideal deberían tener en cuenta: Vittorio Lisi decía de ellos que su fe política era sólo un destello intenso pero breve, así que los llamaba «flashcistas».
—Me abruma tanto ingenio.
—¡Pues eso no es todo, mayor! Lisi tenía también una memoria prodigiosa. Sobre todo para los números. Sus discursos eran siempre sin guión. Uno podía conocerlo en un lugar abarrotado y si se lo encontraba de nuevo al cabo de seis meses, él seguía recordando perfectamente el nombre.
Guidi se había cansado de escuchar en silencio.
—Y bien, ¿qué me dice de las mujeres?
—De sus asuntos extramatrimoniales —aclaró Bora, revelando cierto recelo—. El inspector es un buen católico. Se refiere a las amantes de Lisi.
—¡Ah, eso! Cuando un hombre tiene éxito, siempre hay cuchicheos. Las mujeres caían a sus pies. Él no las apartaba. ¿Qué se suponía que debía hacer un hombre con sangre en las venas? Porque él era un hombre de verdad, ya me entiende.
—Con mayor razón, qué decepción para los padres y maridos de ellas…
De Rosa le guiñó el ojo con complicidad a Bora.
—¿No es así siempre que el ejército anda cerca?
—No lo sé, yo soy fiel a mi esposa. Vamos, De Rosa, si sabe el nombre de alguien que pudiera tener rencillas personales con él, me gustaría que nos lo diera.
—Lo lamento, pero no sé de nadie.
—Tal vez podría investigar —sugirió Guidi.
—Lo lamento, pero no puedo sacármelos de la manga, ¿verdad que lo entiende? Veré qué puedo hacer. Haré unas cuantas preguntas.
Bora advirtió la contrariedad que despertaban en Guidi las reticencias de De Rosa.
—Y naturalmente nadie conocerá el origen de la fortuna de Lisi. ¿Me equivoco? —preguntó.
—Muy al contrario, mayor. Todos sabemos que Lisi era un hábil inversor. Materias primas y bienes inmuebles, era un hombre prudente. Tierras, casas… Le gustaban las cosas buenas y bonitas. —Al decirlo hizo ademán de inclinarse ante el alemán, como si quisiera demostrar la flexibilidad de su espalda—. Ahora mismo no puedo dedicarles más tiempo, mayor. Si me disculpan, tengo trabajo.
En el depósito municipal de automóviles, adonde se dirigieron a continuación, Guidi se acercó y examinó con atención la abolladura del guardabarros izquierdo del Alfa Romeo azul de Claretta. La palpó y la midió, tanto de pie como en cuclillas, hasta que se dio por satisfecho. En efecto, el daño podía deberse a haber embestido violentamente algún objeto fijado a unos postes de cemento. Señaló la abolladura y dijo:
—No hay restos de barniz en el guardabarros, aunque según la signora Lisi la bicicleta tenía un simple baño de cromo.
Al principio Bora no dijo nada. Ya antes de salir del despacho de De Rosa había empezado a sentir dolor en el brazo izquierdo, y sabía que no tardaría en agudizarse. Se mantenía a unos pasos de Guidi para evitar que lo notara.
—La silla de ruedas de su marido también estaba cromada —indicó pasado un instante.
—Cierto —afirmó el inspector, y anotó algo en una libreta—. ¿Qué cree usted que ha pasado realmente con la silla?
—Ya ha oído lo que ha dicho De Rosa cuando nos íbamos. Sus desolados colegas del Partido se la han quedado para ponerla entre las reliquias de la Marcha sobre Roma. Usted es italiano, dígame si es creíble o no.
—Lo único que sé es que no podremos cotejarla con la abolladura del coche. Echemos un vistazo al maletero.
El maletero no estaba cerrado con llave, pero lo encontraron vacío. Sin embargo, en el asiento trasero había una bolsa de una exclusiva tienda del centro de la ciudad. Contenía un par de medias de seda. Guidi anotó el nombre de la tienda —una filial veronesa de La Tessile de Milán— y hacia allí se dirigieron.
•••
El inspector entró solo en la tienda. La dependienta, una muchacha con hoyuelos, recordó que una mujer rubia vestida con pieles había comprado las medias la semana anterior.
—Fue el viernes a última hora de la mañana. Me acuerdo porque quería una docena de medias color carne, pero acabábamos de vender las últimas. Así que se quedó sólo con un par de éstas. ¿Quiere devolverlas? Yo ya le dije que eran demasiado largas. ¿Las quiere en una talla menos?
Al ver el precio, Guidi pensó en lo difícil que debía de ser impresionar a una mujer como Clara Lisi.
—No, gracias —dijo, y se marchó con la imagen mental de la muchacha acariciando la seda.
De regreso en el coche, donde Bora se había quedado esperando, le refirió la conversación.
—No es una coartada, pero al menos sabemos que decía la verdad sobre las compras del viernes —concluyó.
Bora guardaba silencio. Mientras Guidi estaba en la tienda, se había tomado tres aspirinas para aplacar el creciente dolor y sentía la boca seca y un regusto amargo. Se puso un cigarrillo entre los labios sin encenderlo, para salir al paso del regusto medicinal y las náuseas que le producía el dolor. Su palidez y la rigidez de su torso lo delataban.
—Mientras esperaba he estado pensando en ese preso psicótico. —Intentaba distraer al policía—. ¿Tienen más pistas, aparte de los zapatos?
Guidi se sentó al volante. Se daba perfecta cuenta del dolor de Bora, pero prefirió no hacer ningún comentario al respecto.
—No hay más pistas, por desgracia. Me pregunto de qué se alimentará. A estas alturas del año no queda gran cosa en los campos.
—Bueno, eso depende. Si ese lunático tiene formación militar, debería ser capaz de sobrevivir con cualquier cosa, al margen de la época del año que sea. ¡Esto no es nada! Yo estuve en Stalingrado en pleno invierno. Soy un experto hallando comida entre la basura.
Guidi puso el coche en marcha.
—En cualquier caso, si se las arregla para llegar a las colinas y desde allí pasa a las montañas, nunca lo atraparemos.
Quizá el comentario no pretendía ser una alusión a los grupos partisanos; con todo, quizá Bora no se hubiera ofendido de haberse encontrado bien.
—¿Las montañas? —dijo sin embargo, consciente del rencor que arrastraba su voz—. ¿Y qué pasa con las malditas montañas? Sé muy bien cómo rastrearlas.
El funeral de Lisi estaba previsto para el 28 de noviembre, primer domingo de Adviento. Mientras Guidi reemprendía la búsqueda del convicto con la ayuda de los perros alemanes, Bora se vestía con el uniforme de gala y viajaba a Verona para la ceremonia. Había pasado la noche en vela, retorciéndose entre arcadas frente al lavabo, pero Habermehl quería que hiciera acto de presencia.
Habían instalado la capilla ardiente en el castillo medieval, en la parte de la ciudad donde el Adigio describe un profundo meandro. La guardia de honor estaba formada por voluntarios vestidos con fez y el uniforme del batallón, y por una multitud de muchachos con los pantalones cortos del Partido, indisciplinados y con las rodillas enrojecidas por el frío del lugar.
El coronel Habermehl destacaba entre los presentes con su uniforme azul grisáceo de la fuerza aérea. Aunque eran apenas las ocho de la mañana, había tomado ya varias copas de Fernet; olía a licor y tenía mal aspecto. En cuanto vio a Bora, fue a sentarse a su lado en los bancos reservados a los militares.
—¿Y bien? —susurró—. ¿Cómo va la investigación, Martin?
—Preferiría no tomar parte en ella, herr Oberst.
—¡Bobadas! Es lo mejor. Necesitas distraerte. No es bueno andar siempre tras el rastro de los partisanos. Se vuelve uno melancólico.
De Rosa, que había estado al frente de la guardia de honor con los estandartes, tomó asiento en la fila delante de los alemanes, a los que saludó con un circunspecto movimiento de la cabeza. Habermehl le devolvió el gesto y se acercó al oído de Bora.
—Me ha dicho que no contestaste al saludo del Partido. Bravo.
Bora se ruborizó.
—¿De verdad? Debió de pasárseme por alto.
La ceremonia duró dos interminables horas, durante las cuales las juventudes del Partido se pusieron cada vez más impacientes. Los del fondo se rebullían y comenzaron a hacer muecas, mientras que los adultos permanecían de pie, inmóviles como estatuas, o sentados con la mirada vidriosa, oyendo la retahíla de panegíricos.
Lisi no tenía familiares cercanos, y Claretta no había acudido por consejo de De Rosa. Algunos de sus adustos camaradas ocuparon el lugar de la familia junto al ataúd portando banderines negros medio descoloridos. Cebados a base de años y buena comida, las costuras de sus camisas negras se estiraban en la espalda.
En un momento dado, Bora tuvo que codear a Habermehl, que se había quedado dormido y empezaba a roncar. Como la ceremonia tampoco le interesaba, lanzó una mirada vigilante a la multitud agrupada en el lugar. Viejos fascistas que se enjugaban las lágrimas, unas pocas mujeres, esposas de funcionarios y oficiales del Partido, vestidas de duelo con sombrero negro y velo. ¿Cuántos de aquellos hombres habrían querido de verdad a Lisi? ¿Cuántas de las mujeres se habrían acostado con él? Todos parecían a punto de sucumbir de tedio. Bora vio bostezar incluso a De Rosa.
Al fin, todo terminó.
—Sí. ¿Qué? ¿Qué hora es? —Habermehl se puso en pie y miró a Bora con ojos somnolientos—. ¿Ya es hora de irse?
El ataúd ya estaba a hombros de seis robustos integrantes de la Guardia Republicana Fascista. Avanzaban con paso cadencioso en dirección a la puerta, escoltados por mosquetes Beretta y pistolas, cuando empezó a oírse un tumulto de voces airadas al fondo de la sala. El ruido de unos pasos hizo que todo el mundo se girara: el primero, De Rosa, que era el encargado de que la ceremonia transcurriera en orden.
Por encima del rumor se elevó el grito estridente de una mujer.
—¡Déjenme pasar, déjenme pasar! ¡Tengo que verlo, déjenme pasar!
Habermehl, que no hablaba italiano, le preguntó a Bora qué estaba pasando.
—No tengo ni idea —contestó el mayor, que, no obstante, por ser más alto que los demás, podía ver que los centinelas de la puerta impedían el paso a una mujer vestida de negro. Estaba seguro de que se trataba de Clara Lisi—. Debe de ser la viuda —dijo, y se dirigió a la salida. Se abrió paso rápidamente a base de codazos entre la multitud y pasó junto a los hombres de la Guardia, que, imposibilitados de darse la vuelta, permanecían inmóviles con el ataúd sobre los hombros.
De Rosa le hizo un gesto a Bora y gritó:
—¡Mantengan la calma! Todo el mundo quieto en su sitio. ¡Mantengan la calma!
Entretanto, la mujer había sido llevada a la antesala, y Bora se abrió camino entre los numerosos guardias. De Rosa lo intentó también, pero era demasiado menudo para conseguirlo.
—Mayor, ¿es la viuda de Lisi? —preguntó nervioso, desde detrás.
—No. Es una mujer mayor con una foto de boda en la mano.
Los perros llegaron a la comisaría de Sagràte. Se movían y ladraban, sujetos con una larga correa que sostenía un joven soldado de nariz respingona al que Guidi había visto con Bora en otras ocasiones. Cuando el inspector salió, le olisquearon los zapatos con fiereza. Intentó explicar con su alemán macarrónico que la búsqueda comenzaría en breve.
—Lola-Lola —dijo el soldado señalando un perro—. Blitz —añadió señalando el otro.
En el despacho, el cabo Turco exhibía un gesto amenazante al estilo de sus ancestros, pero en realidad sólo estaba preocupado.
—Mara di mia, inspector, ¿a esto hemos llegado, a tener que trabajar con ellos?
—Necesitamos los perros. Pásese por mi casa y tráigame el chaquetón. Y no se quede a charlar con mi madre o no volveremos a verle el pelo.
A la espera de que el siciliano regresara, Guidi miró por la ventana del piso principal los árboles del otro lado de la calle, agitados por la furia del viento. En la acera y las esquinas, las hojas secas se arremolinaban y giraban como peonzas. El soldado de nariz respingona, verde como un lagarto con su uniforme de invierno, también miraba las hojas. «Qué corto de entendederas ha de ser Turco —pensó Guidi— para no darse cuenta de que a nadie le irrita más que mí tener que pedirle ayuda a Bora».
Tan pronto llegó el chaquetón, enfundó los brazos en las mangas con la ayuda de Turco, y una vez bien abrigado, salió. Poco después, hombres y perros estaban subidos a un pequeño camión prestado por el depósito municipal, un traqueteante montón de chatarra que los condujo hasta las ventosas riberas del río.
Pronto nevaría. Canales y acequias humeaban como los conductos de una fundición, mientras que las pozas estaban ya selladas por el hielo. Sobre la tierra dura, Guidi, Turco y dos policías armados con fusiles seguían al soldado y los perros a través de sombrías hileras de árboles y brezos brillantes de escarcha.
En Verona, a pesar de la interrupción, De Rosa había conseguido que el funeral de Lisi concluyera. En cuanto el coche fúnebre y los del cortejo empezaron a cruzar el puente fortificado con sus gruesas almenas, el centurión volvió al patio del castillo, donde todavía se encontraba Bora. También estaban los centinelas y, en medio de ellos, la mujer de negro.
El mayor no le prestó atención a De Rosa porque estaba ocupado hablando con Habermehl. Éste siempre daba consejos. En ese momento le estaba estrechando la mano y lo sacudía por el hombro con fuerza, al uso amistoso e informal de las fuerzas aéreas.
—No dejes que los fascistas te cojan por las pelotas, pero haznos quedar bien.
A Bora lo incomodó tanta familiaridad, sobre todo porque había italianos presentes. Respondió con soberbia:
—A sus órdenes, herr Oberst.
A continuación, como De Rosa había mandado sacar una silla y obligado a la mujer a sentarse, se acercó a escuchar.
—¿Quién es usted? —preguntó el centurión a voz en grito, paseándose delante de la mujer—. ¿Cómo se atreve a formar este alboroto en medio de unos funerales de Estado?
Impertérrita, ella alzó el velo negro de su sombrero para enjugarse los ojos.
—¿Que quién soy? Le diré quién soy. Ya lo creo que me atrevo. Tengo más derecho que la mayoría de ustedes.
Bora intervino.
—De Rosa, usted me encomendó la investigación. Tenga la amabilidad de dejar que me haga cargo de esto.
—Pero ¡mayor!
—Si lo prefiere, me desentiendo del caso.
—No, no —rezongó De Rosa—. Adelante, a ver si logra averiguar qué pretende esta chiflada.
Sin pedírsela directamente, Bora alargó la mano derecha para coger la fotografía enmarcada.
La mujer se la entregó. Parecía sentir un gran pesar, era más bien fea y debía de rondar los sesenta años, aunque era posible que tuviese algunos menos. Llevaba un vestido negro ceñido en los hombros y abotonado hasta la barbilla, y una toca de terciopelo negro pasada de moda que, con la confusión, se le había quedado ladeada. Bajo el ojo izquierdo, un hematoma reciente daba fe de la brusquedad con que la habían tratado.
Bora echó un vistazo a la fotografía.
—¿Cuándo fue tomada?
—En mil novecientos catorce —respondió ella—. Un mes antes de la última guerra. Como ve, Vittorio ya llevaba el uniforme de los bersaglieri.
—¿¡Qué!? ¿¡Qué!? ¿¡Que Lisi ya estaba casado!? —gritó De Rosa con el cuello estirado para mirar.
La mujer se recostó en la silla.
—Tuve a mi hija tres meses después de tomada la foto. ¿No lo entiende? No la hice yo sola.
—Pero ¿qué hija?
Bora hizo callar a De Rosa.
—No podemos seguir con esta conversación aquí. Centurión, acompáñela a alguna habitación privada del interior. Y llame también a un taquígrafo.
Tras olfatear los zapatos del preso, los pastores alemanes se agitaron. Blitz era un macho joven, de lomo alargado y angosto, mientras que Lola-Lola, hembra y más corpulenta, parecía más inteligente y dominante. Ambos tiraron de la correa, pero el soldado los contuvo con un par de órdenes guturales.
Contemplándolos, Guidi pensó que cualquiera de ellos sería capaz de rebanar de un mordisco el cuello peludo del perrito faldero de Claretta. La hembra se aplicó a la tarea encomendada, tirando del soldado y guiándolo. El paso de una docena de grajeantes cuervos no hizo que levantara la cabeza, ni tampoco la fricción de las ramas secas al viento. Condujo al grupo hacia el este, en la dirección de la cercana población de Lago, pero dio media vuelta en cuanto Blitz empezó a ladrar.
—Va camino de la morera —le susurró Turco a Guidi.
Uno tras otro, a pesar de no haber peligro aparente, los policías desenfundaron sus armas.
Al pie del árbol, Lola-Lola reconoció el rastro fresco que su compañero había descubierto, pero seguía inquieta. El soldado apenas podía sujetarla cuando echó a caminar en línea recta y atravesó un oscuro campo de trigo en el que, tras la cosecha, no quedaban más que unos rastrojos. Apretó el paso hasta que los hombres tuvieron que trotar para no rezagarse.
—Ahora nos llevará a donde encontramos el otro zapato —predijo Turco.
Llegaron al lugar donde las deshojadas copas de los sauces que bordeaban la carretera, pálidos al principio como una niebla lejana, se tornaban más distinguibles según iban aproximándose. El río describía allí un profundo meandro que tocaba casi el arcén. La superficie del agua, lenta e incluso mansa, era engañosa. Guidi había oído decir que por debajo acechaban profundos barrizales y rápidas corrientes.
Lola-Lola olfateó el lugar donde habían hallado el primer zapato, sujeto entre dos piedras. Se sentó sobre los cuartos traseros para que el joven soldado de nariz respingona la felicitara. Blitz se puso a olisquear también y estornudó.
—Da. Da drüben. —El soldado alemán cogió a Guidi de la manga y señaló el tramo de carretera justo delante de ellos. El inspector entendió que quería mostrarle el lugar donde el convoy alemán había sufrido la emboscada en septiembre. El primer objetivo de los partisanos fue el coche de Bora, que encabezaba el convoy—. Da drüben wurde der Major verwundet. —Con la mano derecha hizo el gesto de cortarse la muñeca izquierda, para dar a entender que allí habían herido a Bora.
El viento provocó unos sonidos escalofriantes entre los sauces y los trigales. Blitz levantó las orejas, pero Lola-Lola no se inmutó. Le temblaba el hocico canoso. Volvió la parda cabeza en la dirección del viento, entrecerrando los ojos. Olfateaba el viento. De repente reemprendió la marcha, sin prisas pero con determinación, con el hocico pegado al suelo y con Blitz saltando alegremente a la zaga.
Marcharon largo rato a través de campos que llevaban tanto sin ser segados que parecían en barbecho, extensiones de tierra descuidadas y sendas borradas por el tiempo. Los hombres seguían a los animales en silencio, hasta que llegaron tan cerca del objetivo de Lola-Lola que la perra soltó un gruñido de aviso. Blitz replicó con un aullido amenazador. Turco, que hasta el momento había llevado el fusil como un cazador vengativo, lo bajó para ver mejor.
—No entiendo por qué se exaspera usted de esa forma, De Rosa —dijo Bora, ya en Verona—. Si todo es una farsa, será fácil desmentirla, pero la fotografía es bastante convincente.
—No me creo ni una palabra, mayor. Todos los soldados se parecen. Hasta que el párroco no me muestre el acta de matrimonio, no me lo creeré.
—Eso será difícil. Lisi no se casó por la iglesia. Como buen socialista (usted sabía que fue un ferviente socialista hasta la Gran Guerra, ¿verdad?) procuró no cargar con ningún lastre religioso. Sin embargo, como había un bebé en camino y él tenía un corazón de oro, consintió en casarse por lo civil. La mujer dice que la niña murió de meningitis al cabo de un año, aunque para entonces Lisi ya había desaparecido. El resto ya lo ha oído. No volvió a verlo hasta mil novecientos veinte, cuando regresó para vivir a costa de los padres de ella durante un año. Hubo más ausencias largas, luego llegó la Marcha sobre Roma, el accidente de coche, la política. Para una muchacha analfabeta de la remota frontera del Friuli era fácil tolerar abusos.
De Rosa temblaba como un dardo a punto de dispararse.
—¿Y cree usted que es casualidad que se encuentre en Verona justo ahora que han asesinado a Lisi?
Bora le dirigió una mirada paciente.
—No, no es casualidad. Creo que alguien le ha dicho que venga.
—Pero ¿quién? ¿Quién podría tener interés en avisarla?
El alemán contuvo la hilaridad que le producía la frustración del otro.
—Todavía no lo sé. Pero, como dicen en Italia, antes o después el peine deshace todos los enredos. Sólo hay que seguir peinando en la dirección adecuada.
En los campos de Sagràte, Guidi fue el primero en llegar al lugar donde se habían detenido los perros.
Un hombre yacía boca arriba en la acequia, con los hombros casi ocultos por la tierra medio helada. Tenía los orificios nasales ensangrentados y cubiertos por una fina película de hielo. Los ojos, abiertos y opacos, apenas dejaban ver el iris, escondido bajo los párpados superiores. Los codos estaban rígidos y pegados a las caderas debido a la estrechez de la acequia, aunque los antebrazos se elevaban configurando un ángulo y las manos formaban una garra que recordaba a las patas de los pollos muertos en el mostrador de la carnicería. La mancha negra del pecho indicaba el punto por donde había perdido la vida. En la mejilla izquierda, sin afeitar, un hilillo de sangre seca llegaba hasta la oreja, llena de coágulos.
El muerto no llevaba zapatos. Tenía los pies rígidos, bañados por la gélida agua de la acequia y cubiertos tan sólo por unos calcetines militares de color indefinible. El pulgar del pie izquierdo sobresalía a través de la lana agujereada. Una combinación miserable de ropa militar italiana y alemana vestía el cuerpo. Partisano o desertor, no llevaba armas ni se veía ninguna en las proximidades.
Guidi ordenó sacarlo de la acequia y registrarlo a fondo. Turco encontró un pedazo de pan seco apenas mordisqueado. Se lo mostró a Guidi.
—Quería hacerlo durar, inspector.
—¿Qué más hay?
Turco siguió revolviendo.
—Nada.
Guidi ordenó a sus hombres que buscaran armas en los alrededores, aunque no esperaba que dieran con ninguna.
—No es nuestro hombre. La descripción ni siquiera se le aproxima. Sólo Dios sabe quién es, pero apuesto a que los zapatos que hallamos eran los suyos. Seguramente el preso se los sacó después de matarlo.
Turco asintió.
—Lleva varios días muerto. Santi diavuluni, pero ¿por qué iba a querer alguien…?
—Si lo supiera se lo diría, Turco.
A Guidi le molestaba que Blitz no dejara de olisquear y tocar al muerto con la pata, así que se alejó. Era en momentos como ése cuando aborrecía su triste oficio y se ponía taciturno. A su espalda, el sol había trazado el arco casi entero y asomaba lo suficiente entre un banco de nubes para proyectar la alargada sombra de todo lo que encontraba. La sombra de Guidi sobrepasaba la linde del campo, y las de los rastrojos de trigo formaban un bosque azulado sobre la tierra desnuda.
—Volvamos a Sagràte —ordenó—. Tengo cosas que hacer antes de que oscurezca.
Tras el fasto de los funerales de Lisi, la zona pobre de Verona le pareció a Bora algo de otro mundo. Oscuros por el toque de queda, los bloques de pisos que se agolpaban tras las vías del ferrocarril formaban un laberinto de altas paredes en el que Bora debía entrar, aparcar y caminar.
Le llevó algo de tiempo encontrar la dirección de la partera. Aun así, la fachada de aquel enorme bloque era tan lúgubre que volvió a comprobar las señas con un mechero. Era allí, no había duda. Entró, cerró la puerta tras de sí y dio con el interruptor. Echó un vistazo al hediondo hueco de la escalera, a los diez tramos de empinados y gastados peldaños que conducían hasta el quinto piso, y comenzó a subir.
Era la hora de la cena para los italianos y se notaba en los olores y ruidos del edificio. En cada descansillo, distintas voces acudían a Bora desde detrás de endebles puertas. Niños llorando, ancianos quejándose… los ruidos, de descontento o enfado, se mezclaban con una fetidez a sopa de col, letrina y comida en mal estado.
Tuvo que detenerse en el tercer piso a causa del terrible dolor de la rodilla izquierda. Se apoyó sobre el pasamanos y contuvo el aliento para recuperarse. Si cerraba los ojos, los olores y las voces le hacían creer que estaba en España, o en Polonia o Rusia, cualquiera de los lugares a los que lo había llevado la guerra en los últimos siete años.
Pero el dolor era Italia, era ese momento y ese lugar.
«Cuidado —le había advertido el cirujano (tratándolo, también él, con aquel lei tan poco fascista), pidiéndole que regresara al hospital antes del sábado—. Ya se le ha infectado dos veces, ¿es que quiere quedarse cojo? Hay que sacarle la metralla que aún queda en la rodilla».
El quinto piso estaba en penumbra y parecía tan lejano como la luna.
Cuando subió el último escalón, contaba tan sólo con el débil resplandor de la bombilla del piso de abajo para adivinar que un pequeño corredor se abría delante de él. Volvió a utilizar el mechero para leer los nombres de las puertas, y aun así equivocó el camino, a juzgar por el hedor a orina rancia que salía de la puerta del fondo.
Por fin llamó a la puerta correcta. Oyó el chirrido de una silla en el suelo, pero el inquilino tardó en contestar.
—¿Quién es?
Bora no supo qué decir. Decidió identificarse como alemán.
—Öffnen Sie.
Al momento se oyó el sonido de la cerradura y la puerta se abrió.
El sol se había puesto hacía rato y reinaba la oscuridad cuando Guidi llegó a Verona. Sin luces, las calles se le antojaban todas iguales. Pasó dos veces por debajo de los imponentes arcos medievales del castillo y otras dos por el elegante barrio comercial. Para cuando llegó a la calle de Clara Lisi, detrás del corso, ya no había uno sino dos agentes de paisano vigilando la puerta. Tuvo que insistir mucho para que le permitieran subir a una hora tan avanzada.
Ella no esperaba visita. Fue lo primero que le dijo, apartándose los tirabuzones de la cara.
—Por eso me encuentra así, inspector.
Pero a Guidi aquella blusa informal y aquellos pantalones le parecían elegantes igualmente. Fue más bien la ausencia de maquillaje lo que le sorprendió. Sin polvos ni colorete, la cara de Claretta no dejaba de ser atractiva ni mucho menos. Sólo era distinta. La mirada atónita de sus ojos azules bajo sus delgadas cejas tenía una cualidad casi infantil. Guidi no pudo evitar pensar lo que diría Bora sobre esa cara.
—Santo cielo. —Mientras caminaba delante de él en dirección al salón, Claretta seguía tocándose los tirabuzones de la sien—. Debo de estar horrible.
—Al contrario, tiene muy buen aspecto.
—Gracias por venir. —Lo invitó a sentarse en el sofá—. ¿Té? ¿Café del auténtico?
—No, gracias.
En la alfombra magenta se hallaba el lulú hecho un ovillo sobre la tapa de una revista de cine. En el cuenco del centro de la mesita del café destacaban entre los dulces los envoltorios dorados de unos bombones Talmone. Claretta se apresuró a recogerlos.
—No esperaba visita —repitió—. Y no debería comerlos. Son malos para la línea.
Cuando se hubieron sentado, más cerca el uno del otro que la vez anterior, la mujer no dijo nada más. Tenía las manos relajadas sobre el regazo y parecía esperar a que él dijera algo. Sin embargo, Guidi no sabía qué motivo dar para su presencia allí, más que el de volver a verla. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo.
Ella aceptó uno.
—Qué amable por su parte. Yo he terminado hoy los míos. Y no me dejan salir, ya lo sabe.
—Quédeselos —le ofreció cortésmente. Había comprado Tre Stelle antes de ir a visitarla, un pequeño lujo para alguien que fumaba sólo lo que él mismo liaba.
—¿Va a venir también el mayor alemán?
La mención de Bora puso tenso a Guidi.
—No. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque me parece que no le caigo bien.
—El mayor no se preocupa por esas cosas. —Acababa de inventárselo, sin estar seguro de que para ella eso justificara la actitud de Bora.
Claretta mantenía los párpados caídos.
—Entiendo. En todo caso, ni usted ni el mayor pueden ayudarme ahora.
—¿Qué tal la tratan?
—No muy mal. No me dejan salir, eso es todo. Mi niño es el que lo sufre más, porque a él le encanta salir a pasear.
Se refería al perro, pero a Guidi la frase le sonó artificial, como vacía. Era una respuesta estúpida, pero hecha de una estupidez que era pátina y no sustancia, una pátina aplicada con cuidadosas pinceladas. Así se protegían las mujeres. Había visto cómo prostitutas sorprendidas en plena faena se hacían las tontas, e incluso —nada más lejos de éstas— a su propia madre adoptando esa expresión vacía. A diferencia de Bora, él podía disculpar la artimaña.
—En realidad a nadie le preocupa quién es el culpable —dijo Claretta, y se le dibujó una arruga entre las cuidadas cejas—. Si no encuentran a alguien a quien colgar la muerte de Vittorio, me la colgarán a mí. Y a nadie le importará.
A pesar de que no podía darle muchos ánimos, Guidi se inclinó hacia delante.
—La investigación apenas ha comenzado —repuso con fingido optimismo—. Ni siquiera ha comenzado, de hecho. Requiere tiempo. —Qué inútiles eran las palabras cuando una mujer se sentaba cerca y olía bien. Con todo, añadió—: Si pudiera proporcionarnos al menos una pista, un nombre, algo que apuntara a un posible asesino… empezaríamos a trabajar enseguida.
—Usted tal vez. Pero al mayor le trae sin cuidado. —Claretta dio una calada tan intensa que las mejillas se le hundieron. Estaban sentados mirándose, y cuando ella cruzó las piernas, la punta rosa de su sandalia rozó la pierna de Guidi. Las lisonjas no irían más allá de eso—. No tengo la menor idea de quién pudo matar a Vittorio. Ya se lo dije. Él poseía al menos dos pisos de soltero en Verona y en ellos pasaba días y noches enteros. Supongo que los tenía para recibir a amigos y socios, por no hablar de las mujeres. Lo único que sé, inspector, es que mientras vivía me hizo infeliz, y que ahora que está muerto conseguirá volverme loca. Además, ¿de verdad piensa usted que van a creerme, aunque señale a alguien?
—Yo la creería —respondió con voz cálida y más alta de lo que habría querido.
A los pies del sofá, el chucho se levantó con un respingo. Se subió al regazo de Claretta como una exhalación y se puso a gruñirle a Guidi. Su dueña lo acarició al tiempo que hacía un intento fútil de sonreír.
Tras dejar el piso, el inspector se dirigió al cuartel fascista, donde releyó el expediente y unos cuantos papeles que habían pertenecido a Lisi. Los originales seguían en manos de Bora, seguramente en el puesto alemán de Lago. Lo que leía eran copias, y si había podido consultarlas era sólo porque De Rosa no se encontraba en el lugar.
De Rosa, no obstante, no tardó en presentarse en la sala del archivo, con sus calaveras, sus haces y su lúgubre uniforme.
—¿Sabe el mayor Bora que está aquí solo, Guidi? Él no me dijo que usted fuera avenir.
Guidi no se molestó en levantar la mirada de los papeles.
—Sí, lo sabe.
—¿Y cuándo le ha informado?
—Anoche.
—Ya veremos —replicó el centurión con desdén—. Voy a telefonearle y exigiré que me pongan con él en persona.
—No es necesario —se apresuró a contestar Guidi—. Es decir, ¿qué necesidad hay de llamarlo?
—Digamos que si dice usted la verdad, no tiene por qué preocuparse. Llamaré desde mi despacho.
El inspector se había cuidado mucho de no mencionar ante Bora su intención de visitar a Claretta. Esperó con inquietud a que De Rosa volviera, preparándose para justificarse o discutir. No obstante, por el semblante del centurión, se veía que no había obtenido ninguna satisfacción.
—El mayor no está —rezongó—. No saben cuándo regresará. Lamento no poder echarlo de aquí, como querría. Pero lo estaré vigilando. Créame, Guidi, me quedaré aquí sentado ojo avizor.
—Como le parezca. Teniendo en cuenta que este expediente debería hallarse en manos de la policía o los carabinieri, no está usted en la mejor situación para denunciar irregularidades.
Bora salía en aquel momento del bloque de pisos. Inspiraba hondo el aire frío de la noche, en un intento de deshacerse de la opresión de la visita.
Quería pensar: «Soy un hombre sin hijos, ¿qué me importa esto a mí?». Sin embargo, aquella conversación sobre el aborto y la muerte por aborto había turbado al soldado que llevaba dentro, pues veía lo frágil que es la vida del militar.
El BMW estaba aparcado al fondo de la calle. Echó a caminar hacia él con rigidez, dando gracias por la oscuridad y el frío, como si fueran un líquido denso en que debiera zambullirse si quería escapar. Desde la penumbra observó el cielo en lo alto de la calle, reducido a un cinturón tachonado de estrellas extendido entre los aleros. La luna había menguado hasta convertirse en una hoz gastada, pero su filo proyectaba un esplendoroso brillo sobre el borde de un tejado. Era la misma luna nítida e indiferente que había visto desde el balcón de la elegante casa de sus padres en Leipzig, y desde la inmensidad mortal de Rusia. «Luna mentirosa», pensó. Luna mentirosa. Suspiró y se sintió solo. Era un soldado, y un hombre sin hijos.
De improviso aparecieron unas luces de linterna por el fondo de la calle.
—¿Quién anda ahí? —gritaron unas voces alemanas.
Él se adelantó y mostró su pase. Los soldados se cuadraron y saludaron chocando los tacones. El suboficial al mando, un hombre de pelo entrecano, lo escoltó hasta el coche.
—Herr mayor —dijo con preocupación—, no están los tiempos como para ir solo.
Bora le dio las gracias y puso el motor en marcha.
Cuando llegó a Lago, hacia medianoche, estaba demasiado cansado para dormir. Se sentó a leer y luego le escribió una larga carta a su esposa. Llevaba dos meses sin recibir correspondencia de ella. Desde el día del incidente, de hecho, cuando Habermehl mandó un telegrama informándola de que Bora había sido herido.
Había visto a Benedikta por última vez durante el único permiso de que disfrutó en el frente ruso, unas pocas horas en una cama deshecha del hotel de Praga al que ella fue para reunirse con él, como dos amantes. Con prisas, porque no tenían tiempo, se desnudaron apenas cerrada la puerta, ansiosos por el tacto del otro. Él habría muerto besando la humedad perfumada de sus muslos, pero, como siempre, la acción había sucedido a las palabras, la tensión de los músculos y las manos anhelantes habían sido sus palabras y sus frases, y una vez más no había habido tiempo para dar visos intelectuales al amor. Ella siguió siendo desconocida como una isla, rodeada por el ondulado vaivén de las sábanas que, como olas, lo acercaban a ella y a la vez la tornaban inexpugnable y misteriosa. Memorizó su cuerpo hasta el último pliegue, y supo que podría recurrir a él en el momento de morir, pero su mente se mostraba esquiva y Bora sintió apetito y frustración por aquella parcela de amor. Incluso mientras se poseían el uno al otro, la muerte acechaba en aquel cuarto, a raya tan sólo mientras hacían el amor.
En su soledad, abrigaba la ilusión —incluso la esperanza— de que ella hubiera quedado embarazada, pero una carta reciente de su madre dejaba bien claro que no era así.
«Está demasiado activa, Martin. Monta o nada de la mañana a la noche, a diario. Cuando vuelvas tendrás que calmarla. Los niños ya vendrán».
Bora no podía sacarse de la cabeza las crudas palabras que había oído decir en su defensa a la partera en aquella sórdida estancia. Eran lo único que se oponía a su incontrolada excitación. La angustiosa necesidad del soldado por dejar algo de sí antes del próximo accidente, antes de que algo más pueda ocurrir, volvía a asaltarlo, como si le hirviera la sangre. «Dikta, hagamos un bebé en cuanto regrese», escribió como posdata a la carta. Pero a continuación arrugó la cuartilla y la tiró.
«No quiero saberlo, no quiero que me lo diga, no».
En cuanto a Guidi, volvió a Sagràte a la una y media de la madrugada. Había empezado a nevar, el campo pelado iba cubriéndose de copos helados y hacía mucho frío.
Dos horas más tarde, Bora y sus hombres salían a patrullar.