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LAGO, TREINTA KILÓMETROS AL NORESTE DE VERONA

21 DE NOVIEMBRE DE 1943

Dos meses después, al abrir los ojos en la oscuridad, Bora contuvo la respiración. Se palpó las extremidades, preocupado, examinando con cautela las partes que más solían dolerle del brazo y la pierna izquierdos: zonas en tinieblas, de límites inciertos como los del cuerpo al despertar.

Rara vez lo abandonaba el dolor, y la grata lasitud que se derivaba de no sentir nada en absoluto se había convertido en un lujo. Yacía en la cama boca arriba y evitaba cualquier movimiento que pusiera en peligro aquel precioso equilibrio transitorio, aunque no sentir nada no era ni mucho menos sentirse bien. Así estaban las cosas, y así continuarían hasta que su cuerpo lo redimiera por lo ocurrido en septiembre.

El ataque con granadas había sido inevitable, pero la carne lo rechazaba, como rechazaba la realidad de la mutilación. Seguía sintiendo la vergüenza de yacer indefenso sobre aquella especie de tabla de carnicero que era la mesa de urgencias y con los miembros ensangrentados como los de un recién nacido, cuya inmundicia lavaba una hermana de la caridad con una esponja. Tener el pecho, el vientre, los muslos y la ingle a merced de aquellas manos asexuadas lo mortificaba. La redención no llegaría por el simple hecho de sobrevivir a aquella agonía como una bestia cándida, sin gritar.

De modo que Bora se levantó conteniendo el aliento para no avivar el dolor, mientras fuera de la habitación —fuera del puesto de mando—, el viento soplaba y la luna era delgada como una ceja.

A las siete de esa mañana, un vendaval frío y cortante había empezado a soplar desde el norte y había vaciado las calles de Lago, una pequeña población como tantas otras, sin lago a pesar de su nombre, perdida en los campos del Véneto. Bora estaba sentado en su despacho resolviendo una serie de trámites, con el oído atento al ulular del viento que pasaba entre los cables telefónicos. Oyó también el traqueteo de un automóvil que se detenía delante del puesto, pero no sintió ninguna curiosidad por acercarse a la ventana para ver quién era.

Ni siquiera dejó de escribir cuando el ordenanza llamó a su puerta.

—Sí, ¿qué? —se limitó a preguntar. Cuando se le anunció la visita, añadió—: De acuerdo, hágalo pasar.

El visitante tenía el cabello moreno e hirsuto, ojos negros y vivaces, y un bigote con aspecto de oruga. La lúgubre mezcla de gris oscuro y negro del Partido Fascista Republicano era como una mancha que absorbía la tenue luz de aquella mañana otoñal. Las calaveras y los haces de varas de la charretera lo identificaban como miembro de las tropas de choque.

Viva il Duce.

Bora no contestó al saludo fascista; le lanzó al hombre una mirada indefinida sin moverse de la silla. Adoptó un gesto inexpresivo bastante elocuente y pronunció con indiferencia la fórmula:

—¿En qué puedo ayudarlo?

—Centurión Gaetano De Rosa, del batallón Muti. —Hablaba como si estuviera en un campo de instrucción, proyectando la voz por toda la estancia.

—Martin Bora, de la Wehrmacht —respondió el mayor.

Le desconcertó que el hombrecillo continuara la conversación en alemán, en buen alemán, pronunciando los tiempos verbales con pompa y afectación. Le expuso el motivo de su visita.

Tenía que ver con un asesinato, así que al principio Bora le prestó atención. Se reclinó en la silla al tiempo que ocultaba la mano izquierda y jugueteaba con la derecha con una estilográfica sobre el reluciente escritorio.

—¿Por qué no habla en italiano? —preguntó en ese idioma.

—¿Por qué? La verdad, mayor, creía que…

—No tiene por qué tomarse tantas molestias. Como ve, yo también hablo italiano.

Era evidente que De Rosa se sentía decepcionado. Bora conocía muy bien a aquellos fascistas con obsesión por lo germánico: se esforzaban tanto por parecerse a los suyos que rozaban lo aborrecible. Él había aprendido a cortar de raíz cualquier comentario de familiaridad con las cosas y lugares de Alemania destinado a ganarse su confianza. Lo efectivo era ir al meollo de la cuestión.

—Le agradezco que se haya dirigido a mí, centurión De Rosa, pero no entiendo cómo ni por qué debería ayudarlo. La muerte violenta de un barón del Partido es un asunto grave. La policía de Verona estará mucho más cualificada que yo para llevar a cabo la investigación.

—Me imaginaba que contestaría algo así, mayor. Por eso he traído esto. Léalo, por favor.

Le entregó un sobre y Bora cortó el lateral con un cortaplumas. Empezó a leer. A la luz de la ventana, se diría que De Rosa brillaba de gozo al ver el membrete con el águila de angulosas alas del cuartel general alemán en Verona.

La misiva no admitía discusión. Bora bajó la hoja, miró al hombrecillo y se dispuso a escucharlo.

A veinte minutos por carretera desde Lago, un viento inmisericorde azotaba las contadas casas de Sagràte. Los arbustos, deshojados, sonaban como panderetas cuando el inspector de policía Guidi bajó del viejo Fiat que utilizaba cuando estaba de servicio.

El cabo Turco se apresuró para llegar antes que él a la puerta del puesto de policía, se la abrió, se apartó y lo dejó entrar. El cabo tenía la silueta de hombros cargados propia de los sicilianos de sangre sarracena, y cuando se reunió con Guidi en el interior, arrastró con él una vaharada a ropa sudada.

Arsalarma —dijo en su dialecto—. Con un solo zapato, inspector, no puede haber ido muy lejos.

Guidi no se molestó en darse la vuelta. Se quitó del cuello la gruesa bufanda que su madre le había tejido.

—¿Y por qué no, Turco? ¿Usted nunca camina descalzo?

Turco no podía decir gran cosa, pues su primer par de zapatos se lo habían dado al ingresar en el Ejército. Llevó a la mesa de su superior el viejo zapato sin cordones que acababan de encontrar, con la precaución de colocar una hoja de papel debajo antes de soltarlo.

—Sin zapato y loco —masculló para sí—. Marasantissima.

Guidi había empezado a trazar líneas a lápiz sobre un mapa topográfico clavado en la pared del despacho. En un amplio semicírculo que comenzaba y terminaba en el río, abriéndose sobre su margen derecho, delimitó la porción de llano que habían inspeccionado la noche anterior. Pensó que parecía mucho mayor cuando uno tenía que recorrerla.

Al otro lado del río devastado por la guerrilla, campos alargados y angostos, por entonces casi pelados, se extendían hasta el pie de las montañas, donde se refugiaban las bandas partisanas. Guidi sabía que no había allí granjas que pudieran dar cobijo a un fugitivo; sólo campos rodeados de canales de irrigación que se cruzaban con profundas acequias y setos interminables. El instinto le decía que había que continuar buscando de ese lado del río. Señaló con un punto el lugar donde habían hallado el zapato, a medio camino entre Lago y Sagràte, donde la carretera secundaria quedaba flanqueada por salcedas.

—Dejemos descansar a los hombres —le dijo a Turco—. Mañana veremos qué más podemos hacer. Los carabinieri me han asegurado que ellos seguirán buscando hasta que el sol se ponga. —Estuvo a punto de reír al decirlo, ya que Turco escrutaba aquel zapato enfangado como si pudiera sonsacarle alguna información.

Bora inspiró hondo para disimular el hastío que le producía el relato de De Rosa. Y es que la perorata parecía no tener fin.

—Seguro que el coronel Habermehl sabe cuán ocupado estoy —espetó al fin—. No dispongo de tiempo libre.

Ante sí tenía la carta en que Habermehl reconocía que todo aquel asunto era un inconveniente, aunque le recomendaba complacer a los fascistas de Verona. Bora se sabía las razones de memoria: estaban en el norte de Italia, llevaban cuatro años en guerra y los aliados italianos se habían convertido en posibles enemigos. Los americanos habían desembarcado en Salerno y poco a poco iban avanzando por la península. ¿Por qué no complacer a los fascistas de Verona, que se mantenían del lado germano? Habermehl se lo pedía «como amigo de la familia, no como superior». No obstante, el rango influía, desde luego, y Bora era demasiado inteligente para ceder a cortesías superficiales.

—Mire —le dijo a De Rosa—. Si lo que quiere es que tome parte en el caso, deberá proporcionarme toda la información de que dispongan la policía y los carabinieri hasta la fecha. ¿Cuándo se produjo el asesinato?

De Rosa frunció el entrecejo.

—Anteayer. ¿No lo leyó en L’Arena? Era la noticia más destacada, ocupaba casi toda la primera plana.

Bora se había pasado todo el viernes en el hospital de Verona, donde el cirujano seguía extrayéndole metralla de la pierna izquierda. No le había quedado ni tiempo ni ganas de leer los periódicos italianos.

—No debí de fijarme —respondió.

Al instante, De Rosa sacó un recorte de prensa y se lo puso delante, sobre la mesa.

El mayor lo leyó.

—Aquí pone que el camarada Vittorio Lisi sufrió una apoplejía en su casa de campo.

—Bien. —De Rosa le dedicó una sonrisa grave, en realidad una mueca—. Seguro que usted comprende que cuando se trata de un hombre de la fama y el valor de Lisi, conviene evitar escándalos. Lisi era veronés. Todos lo conocían y lo tenían en alta estima.

—Todos menos uno, si es verdad que lo mataron. —Le devolvió el recorte. El centurión lo dobló con cuidado, pero lo dejó sobre la mesa—. ¿Qué probabilidad hay de que sea un asesinato político?

—Ninguna, mayor Bora. Lisi no era un hombre polémico. Era digno de confianza y tenía un corazón de oro.

—No creo que los partisanos o sus adversarios políticos se apiadasen de un fascista con el corazón de oro.

La mueca de De Rosa hizo temblar la acicalada oruga de su labio superior.

—Con el debido respeto, mayor, conozco el clima político de la región mejor que usted. Le garantizo que es fascistissimo.

Bora estuvo tentado de telefonear a Habermehl como excusa para ahorrarse el incestuoso mundillo de la política local. Debió de notársele el impulso, porque el italiano elevó el tono.

—El coronel Habermehl me ha informado que usted ya ha resuelto otros casos difíciles.

—Por casualidad. Siempre por casualidad.

—No es eso lo que me ha dicho el coronel. Según él, se distinguió usted en un caso de asesinato en España, y también en el de la monja muerta en Polonia. Y en Rusia…

Las calaveras plateadas del uniforme de De Rosa despidieron un débil destello. La furiosa águila que sujetaba un haz de varas sobre el bolsillo del pecho, y el fanatismo que ésta representaba, empezó a incomodar a Bora.

—Está bien, dígame todo lo que se sabe acerca de la muerte de Lisi y consígame el expediente lo antes posible —exigió.

—¿Permite al menos que me siente? —preguntó De Rosa con aspereza.

—Siéntese.

Ese domingo, la madre del inspector Guidi estaba desgranando guisantes en un colador apoyado sobre las rodillas: con ágiles movimientos del pulgar separaba los granos de la verde vaina. Eran los últimos guisantes de la estación; sorprendía ver cómo habían llegado a madurar pese al frío de las noches. ¡Con lo buenos que estaban con la pasta y lo que le gustaban a Sandro!

Desde la puerta de la cocina apenas distinguía las voces de los hombres que conversaban en el salón. La de su hijo era suave. Sólo alcanzó a entender algunas de las palabras que le dirigió al alemán, y en cuanto a éste, moderaba aún más la voz al hablar. La señora Guidi sentía curiosidad, pero se quedó allí sentada, desgranando guisantes con la dignidad ofendida de los excluidos.

—No, gracias; tengo prisa —dijo Bora.

No había querido tomar asiento, así que estaba de pie junto a la mesa del comedor, frente a un aparador con espejo. Sobre el mueble estaba el retrato del padre de Guidi, también policía, ribeteado con un crespón negro y con el año 1924 precedido de una cruz y escrito a mano en el pie de foto.

—Eso es lo que dijo De Rosa, Guidi. Y a pesar de que llegó con aires muy misteriosos, Dios sabe por qué, no me prohibió expresamente que hablara con otras personas, de modo que aquí estoy.

Al ver el impecable uniforme alemán de Bora, el inspector tomó conciencia de su torpe atuendo, acaso porque el mayor parecía estar juzgándolo en función del mismo. Podía percibir cómo examinaba su aspecto poco agraciado, las melancólicas facciones que se dibujaban bajo las ondas de su pelo lacio de color caoba. El alemán iba de acero y piel y con los puños inmaculados. Tal vez debiera sentirse halagado por la visita.

—Mayor, en primer lugar, ¿se ha demostrado que la muerte de Lisi no fue un accidente?

—Eso parece. El coche de su esposa presenta una abolladura considerable en el guardabarros delantero. De Rosa está convencido de que la causa fue el impacto intencionado contra la silla de ruedas de Lisi. Como ya le he dicho, esto ocurrió dentro de la propiedad que la víctima tenía en el campo. Es poco probable que lo atropellase un vehículo de paso.

Guidi asintió distraído. Como desde la cocina llegaba olor a sofrito de cebolla, se levantó y cerró la puerta.

—¿Han puesto a la viuda bajo vigilancia?

—Bajo arresto domiciliario, más bien.

—¿En el campo?

—No; vive en Verona. —Sin adelantarse, Bora le alargó una delgada carpeta cerrada con una goma elástica—. Éstas son las notas que tomé tras la visita de De Rosa.

Mientras Guidi leía, el mayor se quitó la gorra y se la colocó bajo el brazo izquierdo. Sabía que los oficiales italianos ganaban poco. Muebles antiguos, viejos libros de texto dispuestos cuidadosamente en el anaquel, una alfombra raída de tanto cepillarla. La puntillosa modestia de aquella habitación evidenciaba la infructuosa lucha de la clase media para no perder la dignidad. Y aún más importante, evidenciaba, tal vez, la sinceridad de Guidi.

El espejo del aparador enfrentó a Bora de forma inesperada con la diáfana claridad de sus ojos. La elegante palidez de su rostro, que tanto gustaba a su esposa, se le antojó novedosa y dura, como si Rusia y el dolor lo hubieran asesinado y transformado en otra persona. Se apartó para evitar el reflejo.

—Necesitaremos el informe del forense y la autopsia —dijo el inspector.

—Ya los he solicitado.

Desde su nueva posición, Bora advirtió que el retrato del padre de Guidi ocupaba el centro de un tapete bordado, entre dos jarrones con flores artificiales; un altar casero, coronado por una vela encendida. El recuerdo de la muerte de su hermano menor lo asaltó de pronto (Kursk, el lugar del siniestro en medio de un campo de girasoles, la cabina cubierta de sangre). Bajó la mirada, taciturno, y dijo:

—Cuando la criada salió tras oír el ruido, la víctima se encontraba a varios pasos de la silla de ruedas. Según De Rosa, a Lisi sólo le quedaron fuerzas para trazar una C en la gravilla, luego perdió el conocimiento. Ya había entrado en coma cuando llegó ayuda, y murió en menos de veinticuatro horas.

Guidi cerró la carpeta y repuso:

—No veo la relación entre ese detalle y su esposa.

—Se llama Clara.

—Ah. Aun así, es puramente circunstancial. ¿Atravesaban algún tipo de crisis?

Bora se quedó mirándolo.

—Vivían separados y no mantenían muy buena relación —explicó—. Por lo visto, en ocasiones todavía entablaban discusiones violentas. Como es natural, la viuda niega cualquier acusación e insiste en que no tiene nada que ver, aunque, según el informe, no cuenta con coartada para la tarde de la muerte. Sin testigos presenciales no habrá manera de saber si aquel día fue en automóvil al campo. En cualquier caso, quienquiera que matara a Lisi llegó y se marchó en espacio de pocos minutos.

Los interrumpió un ruido procedente de la cocina. Guidi dirigió una mirada hacia la puerta, avergonzado de que su madre optara por el sistema, no muy sutil, de golpear ollas y tapas para dar a entender que la comida estaba lista. La oscura fusta de mando de Bora se movió de modo imperceptible en aquella dirección.

—Bien, mayor, tengo que pensarlo…

Bora lo interrumpió.

—¿Qué significa que tiene que pensarlo? ¿Que todavía no ha decidido si va a colaborar conmigo o que necesita tiempo antes de hacerme alguna sugerencia?

—Necesito pensar un plan de acción. Lo llamaré al puesto de mando a última hora de la tarde.

Bora había ordenado bombardear a los partisanos aquella misma noche y no iba a estar en el puesto, pero asintió de todos modos.

—Entonces quedamos así —dijo Guidi apresuradamente entre el ruido de los cacharros—. Pero me gustaría advertirle, mayor, que se ha escapado un preso, y que ronda entre Lago y Sagràte.

Bora esbozó una sonrisita.

—Gracias. Cerraremos bien las puertas.

—Según los médicos del ejército italiano, es un delincuente psicótico y, además, lleva un Carcano de francotirador.

—¿De seis con cinco o de siete con treinta y cinco milímetros?

—De ocho milímetros.

Bora arrugó el entrecejo.

—Ah, uno de los de la campaña de Rusia. Tienen un retroceso brutal. Bien; para nosotros es sólo una bala más que esquivar.

—Yo sólo cumplo con mi deber cívico informando a las autoridades alemanas.

Tras una tanda de cacerolazos bastante intensa, la cocina volvió a quedar en calma. Guidi respiró aliviado.

—¿Le dijo De Rosa por qué quieren mantener en secreto el asesinato?

Esta vez Bora sonrió abiertamente.

—Por la misma razón por la que ya no hay suicidios en la Italia fascista y parece que la gente tropieza con las vías justo cuando pasa el tren. Por lo visto Lisi era importante. Un «camarada de la primera hora», en palabras de Mussolini. —Se sacó la gorra de debajo del brazo y se la caló al tiempo que daba un paso firme en dirección a la puerta—. El coronel Habermehl me recomendó a la Guardia Republicana Fascista por lo que él llama «mi papel» en la resolución de otros casos. Lo normal era que me pusiese en contacto con usted, que para algo es el profesional en estos asuntos. —Abrió la puerta, a través de la cual se vio un BMW gris cuyo chófer aguardaba en posición de firmes—. Discúlpeme ante su madre por retrasarles la comida del domingo. Adiós.

Guidi esperó a que el automóvil tomara la curva y luego llamó a su madre.

—Ya se ha marchado, madre —anunció. Como ella no contestaba, abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza—. Se ha marchado.

La mujer se había quitado el delantal y puesto los zapatos de los domingos.

—¿Que se ha marchado? ¿Por qué no lo has invitado a comer?

—Creía que no le gustaba tener a personas como él en casa, madre.

—¡De verdad, Sandro! Sabe Dios qué imagen se va a llevar de los italianos si ni siquiera lo invitamos a comer.

El disparo había llegado de lejos, pero aun así había hecho añicos la ventana de la choza. Guidi se agachó para examinar el calidoscopio de reflejos que formaban los fragmentos de cristal esparcidos por el suelo. Uno de sus hombres, desde el interior y a través del marco vacío de la ventana, le pasó la bala deformada que acababa de desincrustar de la pared.

Al parecer, el proyectil no había impactado en la cabeza del granjero por los pelos, gracias a que al hombre le había dado por apartar la cara del cortante viento mientras recogía leña. Ahora se encontraba detrás de Guidi con las manos hundidas en los bolsillos.

—Sucedió ayer, inspector, mientras cortaba leña —explicó—, pero no podía andar los cinco kilómetros que hay hasta Sagràte para informar al momento. Mire, aquí está el hacha, tal como la dejé. Volví la cabeza un segundo y la bala me pasó por delante. Lo primero que pensé fue: «Serán esos malditos alemanes», porque los había visto patrullando los campos la semana pasada. Me eché al suelo lo más rápido que pude y me quedé tumbado más de diez minutos. No apareció ningún alemán, y como estaba oscureciendo, entré a rastras y esperé despierto a que amaneciera. ¡Faltó esto para que me diera, inspector! No había pasado tanto miedo desde la Gran Guerra.

Guidi lo escuchaba sólo a medias. Rozó con la yema de los dedos la bala, que se había guardado en el bolsillo del abrigo, junto al bocadillo que su madre le metía allí todos los días. A esas alturas, el tirador podía estar en cualquier parte. A menos, claro, que en ese preciso momento estuviera apuntándole a la cabeza con la mirilla del fusil desde algún seto lejano. Se encorvó instintivamente. Soplaba viento, sí, pero era seco y no había señal alguna de nieve. Costaría seguirle el rastro.

Para calcular la dirección del disparo se puso de espaldas a la choza y miró hacia los álamos que, delgados como lápices, tachonaban la linde de los cultivos. Allí, el cabo Turco revolvía entre la maleza, con la cabeza descubierta y el coraje fatalista de la raza siciliana, a la que siglos de opresión han habituado a cumplir con el deber de una forma casi imperturbable.

Guidi olisqueó el viento sin percibir nada. «Los perros adiestrados que tienen en el puesto alemán podrían ser útiles», pensó. Como Bora no se los había ofrecido, tendría que pedírselos… siempre y cuando estuviera dispuesto a prescindir del soldado que los cuidaba.

Vio la robusta figura de Turco emerger entre la hilera de álamos y echar a andar hacia él. La premura de su torpe paso dio esperanzas al inspector de que su ayudante hubiera recuperado el casquillo, pero lo que Turco traía en la mano era un objeto bastante más grande. Guidi fue a su encuentro.

—Otro zapato, inspector —anunció Turco al tiempo que levantaba su hallazgo.

Guidi asintió con la cabeza.

—Encaja con el que ya tenemos, perfecto.

—¿Qué demonios hace stu lazzu di furca dejándose zapatos por todas partes? No tiene sentido, inspector.

—La verdad es que no.

Siguió al cabo y sus retorcidos bigotes para examinar la zona donde había encontrado el zapato. Por detrás de la hilera de álamos, e invisible desde la choza, discurría un profundo canal de irrigación que cualquiera habría podido atravesar sin dificultad. En la hierba amarillenta de los márgenes empezaba a formarse hielo.

—No estaba en el suelo, inspector —advirtió Turco—. Estaba ahí arriba —añadió, y señaló las ramas de una morera situada detrás de los álamos—. El zapato estaba ahí arriba, como si en algún momento ese loco se hubiera subido al árbol.

—Tal vez disparó al granjero desde ahí arriba.

El primer zapato había aparecido a casi tres kilómetros del lugar, sujeto entre dos piedras, junto a una senda cubierta de maleza. A Guidi, el hecho de hallarlo de esa guisa se le había antojado significativo, y ahora eso.

—No creo que perdiera los zapatos —le dijo a Turco—. Los dejó por alguna razón.

—¿Para que lo atrapemos?

Guidi se encogió de hombros, como solía cuando dudaba.

—Nos comunica que ha estado aquí, nada más.

Bora no se encontraba en el puesto de Lago cuando Guidi fue a verlo. El teniente Wenzel, el segundo de Bora, no sabía italiano. Se quedó mirándolo con su joven rostro pecoso y cara de pocos amigos, sin darle ninguna información. Al final, el inspector dejó un mensaje escrito para el mayor, y Wenzel, sin mediar palabra, se limitó a recogerlo y depositarlo sobre la mesa de su superior.

Al salir, Guidi se detuvo a escuchar los ladridos amenazadores de los perros encerrados en un pequeño espacio vallado en la parte trasera del edificio. Sabía que Bora guardaba allí sus pastores alemanes.

Había un soldado podando una mata de sauces junto al puesto de mando. Guidi tuvo la precaución de no quedarse mirándolo, pero advirtió que el BMW del ejército aparcado en la calle tenía un orificio de bala bastante visible en el parabrisas. Había tierra reseca en los neumáticos y debajo del parachoques, como si se hubiera salido de la carretera. Su reconocimiento quedó interrumpido por un soldado que lo invitó a marcharse con un movimiento de su fusil.

Bora no se puso en contacto con Guidi hasta el jueves y aceptó reunirse con él en el centro de Verona al cabo de una hora.

—Puede llevarse los perros un día —dijo mientras se estrechaban la mano en la acera—. Si su fugitivo anda todavía por Lago o Sagràte, darán con él. En cuanto al disparo en el parabrisas de mi coche, ya que lo pregunta, me gustaría poder culpar a su maníaco, pero me temo que no tiene nada que ver. —Ésa fue su mención más próxima a los partisanos—. No hubo heridos, pero va a ser un verdadero fastidio encontrar un cristal de recambio.

En las nueve semanas que hacía que se conocían, Guidi nunca había visto que Bora se incomodara o se quedase sin respuesta. Ni siquiera al presentarse formalmente aquel aciago 8 de septiembre, día en que el armisticio del gobierno del rey con los Aliados precipitó la toma de Italia por parte de los alemanes. Resultaba curioso que la primera visita que realizó el mayor fuera a monseñor Lai, el párroco del lugar, con quien estuvo reunido el doble de tiempo que con la policía. Menos de doce horas después, un lanzagranadas de los partisanos impactaba contra el coche de Bora durante una patrulla. Volvieron a encontrarse a las dos semanas del incidente, cuando, contraviniendo el consejo de los médicos, Bora dejó el hospital más muerto que vivo. Desde entonces se habían tratado alguna que otra vez, tal como requerían sus respectivos cargos. Guidi seguía preguntándose por qué a alguien con las condecoraciones de Bora se le había asignado un destino tan mediocre en la llanura véneta.

Cuando llegaron a la calle de la viuda de Lisi, Guidi sintió cierta incomodidad provinciana ante la bulliciosa elegancia del barrio. A esas alturas de la guerra, las ringleras de toldos de las tiendas y los restaurantes todavía daban una nota de color a las pálidas fachadas barrocas de los edificios. La elegante piazza delle Erbe, la piazza dei Signori, la puerta romana conocida como Porta Borsari, todas quedaban a un tiro de piedra de donde Bora y él se encontraban. El mayor parecía muy relajado; lo habría estado aunque los mismísimos Romeo y Julieta se le hubiesen presentado para reclamar su ciudad.

El inspector tuvo la injustificada aunque exacta impresión de que Bora y él nunca podrían llevarse bien. Fuese importante o no, se sentía acomplejado, ya que Bora era un observador sagaz pero revelaba poco sobre su persona. Además de que acudía a misa con frecuencia durante la semana, Guidi había oído que era de clase alta e inglés por parte de madre. Y que estaba casado, a juzgar por la alianza que llevaba en la mano derecha.

En ese preciso instante, Bora se entretenía inspeccionando el parabrisas del BMW, como si el orificio que lucía fuera el tema de la conversación.

—¿Por qué me mira de esa forma, Guidi? Los disparos de fusil son mi trabajo, y con los tiempos que corren es más fácil reemplazar a un mayor alemán que un parabrisas alemán.

—En realidad pensaba en la viuda de Lisi y en lo que deberíamos preguntarle.

—Pues bien, vive ahí mismo. —Señaló con la mano enguantada hacia la esquina de una de las calles paralelas que desembocaban en el corso por un lado y en la avenida que conducía al centro medieval por el otro. El balcón de hierro forjado de Clara Lisi se extendía a lo largo de todo el segundo piso del edificio—. Allí, donde las adelfas en flor. Pero hemos llegado con media hora de antelación, así que… venga.

Sacó del coche el portafolio de piel sin el cual rara vez lo había visto Guidi y dio instrucciones al chófer para que aparcara al cabo de la calle; luego, con paso renqueante pero ligero, se dirigió a una cafetería cercana.

Guidi seguía mirando el umbral de Clara, frente al que montaba guardia un agente de paisano.

—En efecto, hay poca policía —comentó Bora con jovialidad, como si le hubiera leído el pensamiento.

La cafetería tenía ventanas de cristales relucientes, camareros vestidos de blanco y el delicioso aroma del auténtico café. Guidi no pudo evitar preguntarse cuánto costaría tomar algo allí.

—Invito yo, por supuesto —dijo Bora—. No me gusta esperar en la calle. —Con la taimada prudencia del soldado, de la que no desertaba por hallarse con el inspector, eligió una mesa desde la que pudiera ver la entrada. Allí se sentó, ajeno a las miradas furtivas que los clientes dirigían a su uniforme—. Por cierto, Guidi, fui a ver el coche de la viuda al depósito municipal. Sin duda tiene una buena abolladura, que podría deberse a la colisión con un armazón metálico como, por ejemplo, una silla de ruedas. El ángulo y la altura del impacto también encajan. Naturalmente, tiene todo el derecho a inspeccionarlo usted mismo. —Llamó al camarero con un gesto de la cabeza—. También puedo añadir algo a la información que le di el domingo.

Cuando hubieron pedido —Guidi un capuchino, Bora café solo—, el mayor sacó una hoja mecanografiada del portafolio.

—Estaba usted interesado en saber cómo perdió Lisi la movilidad de las piernas. Según mis fuentes fue durante la marcha fascista sobre Roma hace veintiún años. El accidente no tuvo nada que ver con la política: chocó con el coche de camino a la capital, pero el hecho llamó la atención de Mussolini y se informó de ello en todas partes. Así empezó Lisi su carrera política.

—Vaya. —Se había percatado de que Bora se refería a Mussolini por el apellido, no por el título, de la misma manera que, no una sino dos veces, había hablado de Hitler y no del Führer. También se dirigía a él con el lei, no con el voi impuesto por el régimen. Podía parecer extraño, pero eran varios los rasgos sutiles que lo hacían dudar de la ortodoxia política del alemán—. No equivocó la vocación profesional —observó—. Hizo una buena carrera a partir de entonces.

—¡Y tan buena! —remarcó Bora, sorbiendo café sin apartar su impersonal mirada de las pocas personas sentadas a las mesas adyacentes.

Guidi estaba seguro de que Bora no podía deshacerse de aquel calmoso recelo, y quizá tampoco de otras preocupaciones que prefería no compartir.

Mientras hojeaba las notas del mayor, preguntó:

—¿Tenían hijos?

—No, pero no por los motivos que usted supone. —Dejó la taza y esbozó una sonrisa curiosamente juvenil, intentando disimular su circunspección—. El viejo era insaciable en ese sentido. «El Sátiro de la Camisa Negra», así lo llamaban en Verona. Al parecer le gustaban todas, pero su predilección eran las criadas jovencitas.

—No me diga. —Mientras la exquisita bebida le bajaba poco a poco, Guidi tuvo que reconocer que se sentía a gusto—. Es una buena razón para que la esposa despechada se planteara liquidarlo.

—Yo no estoy tan seguro. Dudo que ella no estuviera al corriente de sus aficiones.

—¿Qué edad tiene?

—Veintiocho. Treinta años más joven.

Guidi sostuvo la taza e inhaló el agradable aroma que desprendía. A medida que iba avanzando, la charla desenfadada del mayor parecía ocultar una creciente tensión, sólo detectable por el contraste entre sus palabras y el agarrotamiento de sus cervicales y hombros. Guidi intentó transmitirle con la mirada que lo notaba intranquilo, pero Bora no lo advertía, así que terminó dándose por vencido.

—Y dígame, mayor, ¿es guapa?

—Pronto lo averiguaremos. Tengo una foto, pero sólo aparece él.

Guidi la cogió; en ella se veía a un hombre corpulento cuyo cuerpo, aunque empezaba a ceder a las leyes de la gravedad, conservaba todavía un gran vigor físico. Sus facciones eran insolentes, sin llegar a brutales.

—Por los labios se adivina cierta tendencia a los excesos, ¿no le parece? —Bora lo dijo mirándolo directamente, aunque sin duda seguía registrando con su visión periférica lo que sucedía a espaldas de su interlocutor.

—La fisonomía puede llevar a engaño.

—¿Usted cree?

—Lo sé. La crueldad y la inmoralidad no se reflejan en el rostro más que la clemencia o las buenas maneras, mayor. Son sólo facciones. Si tenemos la suerte de poseer los rasgos adecuados, no hay peligro de que nos descubran.

—Disiento, pero el experto es usted.

Guidi jugueteaba con la cucharilla en la taza, turbado por la manera en que Bora escrutaba el local y la forma en que ocultaba los motivos que lo impulsaban a hacerlo. Por fin, siguiendo su mirada con cautela, descubrió lo que tanto atraía la atención del mayor: se trataba de un joven de tez cetrina sentado a dos mesas de ellos y con una bolsa de tela apoyada en las rodillas. El joven parecía absorto en un ejemplar a todo color de La Domenica del Corriere.

—¿Algún sospechoso? —preguntó inclinándose hacia delante.

—No, no es nada.

—Algo será, mayor.

Bora se llevó a los labios un cigarrillo americano, un Chesterfield le pareció a Guidi.

—Dígame lo que ha averiguado usted. ¿Un cigarrillo?

—No, gracias. Pues bien, he estado comprobando la cuenta bancaria de Lisi. La verdad es que su situación era excesivamente acomodada, incluso para alguien que lleva años dedicado a la política. No he logrado averiguar sus otras fuentes de ingresos, pero sin duda las tenía. Propiedades inmobiliarias, bonos del Estado, inversiones en las colonias. No importaba lo elevadas que fueran las sumas que retiraba, siempre eran mayores las que ingresaba. No hay orden ni conexión aparente. No puedo decir de dónde procedía el dinero, ni adónde iba. Es posible que gastara una parte en mujeres, pero quién sabe cuánto.

—Tal vez suficiente para mantenerlas con la boca cerrada. —Bora sacó otra hoja del portafolio—. Aquí están las direcciones de dos parteras. Las veré mañana o pasado, si puedo. A través de los carabinieri de Verana ha llegado a mis oídos cierto rumor de que hace algún tiempo se les practicaron abortos a dos campesinas menores de edad conocidas de Lisi. Hubo un arresto en relación con el segundo de ellos: la muchacha estaba de más de cinco meses y murió de peritonitis tras la intervención. Cuando interrogaron a la partera, ella, para defenderse, dio el nombre del futuro padre, y perdió la licencia más rápidamente de lo normal. El nombre de Lisi permaneció sin mácula durante el proceso. Esto sucedió en mil novecientos cuarenta, ahora la mujer acaba de salir de prisión. —Soltó un hilo de humo por entre los labios, como si quisiera espantar a un insecto que revoloteara a su alrededor—. No tenía ni idea de las pistas que pueden darle a uno las mujeres de la limpieza a cambio de una propina.

Olían bien aquellos cigarrillos americanos. Guidi lamentó no haber aceptado uno.

—Así pues, podría tratarse de una venganza.

—Sólo si la partera dispusiese de un coche para atropellar a Lisi.

Guidi no rió.

—Deberíamos interrogar a la criada. Según los carabinieri, habla de Lisi como si fuera una especie de santo. Afable con todo el mundo, bondadoso, liberal. Un «pedazo de pan», como dice la mujer. Ella culpa de las discusiones y la separación a la esposa, a quien oyó amenazarlo.

—¿Qué? —El inspector contempló con horror cómo Bora apagaba en el cenicero el costoso cigarrillo, consumido sólo a medias. Relajando un poco los hombros, preguntó—: ¿La esposa dijo que lo atropellaría con el Alfa Romeo?

—No, pero casi. Por lo visto, un par de semanas antes había oído a Clara gritándole que se aseguraría de dejarlo fuera de circulación bien pronto. Discutían por dinero, pero la criada no estaba lo bastante cerca para averiguar más detalles.

—¿En qué estado ha quedado la cuenta corriente de la esposa?

—Bueno. Tiene el porvenir asegurado, no puede quejarse en ese sentido. Lisi la dejó bien provista al separarse hace cuatro meses. Ella se quedó con las joyas, las pieles, la plata y el coche, aunque él le pidió que le devolviera «el broche de oro de su querida y difunta madre». También le dejó el piso que estamos a punto de visitar. Me pregunto cuántos amantes tendrá ella. —Echó un vistazo al reloj de pulsera que llevaba en la muñeca derecha. Pidió la cuenta al camarero, pagó y se levantó.

A Guidi le había molestado esa apostilla.

—Es usted un chismoso, mayor.

—¿Por qué? No la estoy juzgando. Yo sólo obedezco las órdenes del coronel Habermehl, ¿recuerda? —Hizo una pausa y, sin mirarlo, añadió—: No se mueva. Quédese sentado, Guidi, no se mueva.

Él obedeció, pero se preguntó qué motivo tendría el mayor para abandonar la mesa con tanta prisa. Se volvió sin levantarse de la silla y vio que el joven cetrino se encaminaba a la puerta y que Bora apretaba el paso tras él. El alemán agarró la bolsa de tela que el muchacho había dejado olvidada y, cortés pero enérgico, lo obligó a cogerla.

—Olvida usted esto.

La confusión empezó cuando el joven intentó zafarse y Bora lo evitó, empujándolo contra una mesa llena de copas de vino. Las copas cayeron al suelo. Guidi se levantó para evitar un incidente y que el mayor desenfundara la pistola. Pero antes de poder intervenir, el agente de paisano cruzó la calle y, sin mediar palabra, noqueó al joven de un puñetazo. Clientes y camareros miraban estupefactos.

—¡Policía! ¡Que nadie se mueva! —exclamó Guidi. Se acercó a la bolsa caminando sobre los cristales rotos y miró en su interior. Contenía dos relojes de plata, que dejó sobre la mesa más próxima, junto con un fajo de billetes y una libra de café—. Basta para detenerlo.

A los pocos minutos, Bora y Guidi se habían quedado solos en la cafetería, que parecía mucho más amplia con las mesas desocupadas.

—Gracias a Dios no era más que contrabando, mayor.

—Bueno, no iba a dejar ahí la bolsa para que la recogiera su cómplice.

Guidi podía sentir la mirada hostil de los camareros.

—Ha sido una imprudencia. ¿Por qué no me ha dicho que el tipo estaba tramando algo?

—Porque era su aspecto lo que me hacía sospechar. —Fijó sus desapasionados ojos en el policía—. Y usted no cree en esas cosas.

—¿Y si hubieran sido explosivos en vez de mercancía de contrabando?

—Supongo que habría volado por los aires, ¿no?

—No me cabe la menor duda. ¿Y sabe lo que eso supone?

Bora rió, y con un gesto de la mano derecha llamó al jefe de comedor para pagarle las copas rotas.

—Que usted no habría logrado convencer al teniente Wenzel de que le prestase los perros.

Salieron de la cafetería, alejándose del ruido de los añicos de cristal al ser barridos de debajo de las mesas. Guidi no conseguía entender por qué Bora no reconocía la valentía de su acción ni por qué se mostraba tan divertido.

—¿Cómo puede tomárselo tan a la ligera? —preguntó.

—Sabe Dios que no pretendía tomármelo a broma. Aunque, si tuviera sentido común, tampoco estaría aquí persiguiendo viudas homicidas.