Capítulo 12

5 de enero

En la sala de espera del convento, el padre Malecki ahogó una expresión de asombro. Apoyó la espalda contra la pared que había detrás del banco, intentando aparentar menos sorpresa de la que sentía.

—¿Es eso lo que cree que pasó?

—Eso mismo —dijo Bora—. Estaba dispuesto a darme por vencido y, para que vea hasta qué punto, me habría dado por satisfecho con decir que había sido un caso fortuito. O incluso que, dada la cantidad de disparos que seguían efectuándose de forma ocasional en octubre, una bala perdida tirada al aire había bajado hasta el claustro y matado a la abadesa mientras estaba tumbada, en trance. Pero ahora tengo una explicación mejor. Es lo único que encaja, y llevo tiempo suficiente dándole vueltas al asunto. Pero, a no ser que mi comandante me dé permiso para hacer un viaje rápido a Alemania, no dejarán de ser meras especulaciones.

—Perdone que se lo diga, pero es una perspectiva escalofriante.

—Sí, y sin pruebas sólidas, a no ser que consiga echarle mano a la pistola. Entienda que fueron las palabras de mi intérprete las que me hicieron pensar en esta posibilidad, así que no se debió a un razonamiento especialmente inteligente por mi parte. Me guste o no, las armas que encontramos en el tejado del convento, independientemente de cómo llegasen hasta allí, en realidad no tuvieron nada que ver con el asesinato. —En este punto, Bora miró a Malecki a los ojos—. Hemos arrestado al albañil que estaba desaparecido, padre.

Malecki le mantuvo la mirada, impasible.

—Ya veo. ¿Ha…?

—Lo único que pienso decirle es que sabemos quién es y lo que hizo, cosa que no es de su incumbencia. Es cierto: se unió a la cuadrilla. Y también es cierto que se ausentó a las cuatro y cuarto para recuperar las armas que estaban en el tejado. Pero no disparó a la abadesa. De haberlo hecho, se habría oído la detonación desde la capilla, la iglesia o la cocina; sobre todo si el tiro se hubiese efectuado en un lugar con una acústica resonante como es el claustro. El asesinato tuvo lugar diez o quince minutos más tarde, cuando las hermanas estaban cantando en la iglesia, los albañiles habían vuelto al trabajo y los tanques formaban estrépito al lado mismo de las paredes del convento. Y, si fue «su nombre y nada más que su nombre» lo que mató a la abadesa, como en el sueño de la hermana Barbara, ahora sabemos que se refería al nombre de su expediente; ya que, como acabo de contarle, la palabra lumen se relaciona de manera indirecta con esta teoría.

Malecki, que estaba mirando hacia otro lado, vio por el rabillo del ojo que Bora relajaba los hombros, en un gesto muy poco típico de él.

—¿Y si tiene razón? —preguntó.

—Si tengo razón, la verdad saldrá a la luz.

La tarde estaba ya muy avanzada y Bora parecía cansado. Malecki intuía que había motivos para su agotamiento que nada tenían que ver con el asunto que se traían entre manos. Motivos personales, sospechaba, demasiado íntimos como para que Bora quisiese compartirlos con otras personas; demasiado íntimos incluso como para poder justificarlos ante sí mismo.

—Si eso fuese cierto, capitán, dudo que consigamos evitar que el escándalo se propague más allá del círculo de las hermanas o del personal de la curia.

—Eso no me preocupa, y menos en este momento. Recuerde: por ahora no tenemos pruebas, y no podré volver a verlo hasta dentro de un par de días. Esperemos verle la lógica a la posibilidad que le he mencionado cuando volvamos a encontrarnos. —Bora se levantó el cuello del abrigo y se dispuso a marcharse—. ¿Lo llevo a casa?

—No le digo que no.

Afuera, el viento había amainado y el frío se había vuelto más soportable.

Bora esperó a que el sacerdote subiese al coche y arrancó el motor. Mientras aguardaba a que éste se calentase, dijo:

—El comentario que hizo sobre mi punto ciego, padre Malecki… no puedo negarle que tenía razón. Creía que era porque no me caía bien mi compañero de piso, pero puede que existan otras razones. Razones más incómodas y menos honestas. Soy consciente de que tengo que librarme de ese punto ciego.

Malecki sonrió a medias en la oscuridad.

—Es usted muy duro consigo mismo, capitán.

—¿Eso cree? Tal vez. Habría sido buen sacerdote si no hubiese elegido ser buen soldado. —El coche comenzó a avanzar lentamente por la calle helada—. Por supuesto, ser soldado permite una cierta debilidad de la carne que quizá explique mi elección.

—Todos somos débiles. Lo que varía es dónde se encuentra el límite de nuestras fuerzas, eso es todo.

Mientras Bora llevaba al sacerdote a la calle Karmelicka, Ewa llegó al teatro presa del pánico, después de haberse pasado por casa de Kasia. Apenas quedaba nadie en el edificio. Helenka y su costurera la oyeron gritar desde el pasillo y fueron a reunirse con ella.

—¿Qué ha pasado?

—Se han llevado a Kasia… ¡los alemanes se han llevado a Kasia!

Helenka entendió en seguida cuáles eran las implicaciones.

—¿Cuándo?

—Después de volver a casa esta mañana, no sé exactamente cuándo. Los vecinos vieron que se la llevaban unos soldados.

Helenka envió a la costurera a buscar un vaso de agua y condujo a su madre hasta el camerino. Cerró la puerta.

—¿Qué hay de él?

—No lo sé, no lo sé. No sé ni palabra de él. Estoy segura de que los alemanes se lo han llevado también. —Ewa intentaba recuperar el aliento mientras se apartaba el pelo desordenado del rostro con ambas manos—. Ahora mismo tenemos que pensar en nosotras, Helenka.

Helenka le dedicó una mirada de asombro.

—¡No lo dirá en serio! Acaban de arrestar a su hijo y…

—No podemos hacer nada por él. Ni por Kasia.

—¿No? Vaya, ¡muy propio de usted, Madre! Nunca lo quiso, ¡y ahora no le importa un comino!

Ewa iba recuperando el control al mismo tiempo que Helenka lo perdía.

—No te hagas la inocente. Te negaste a esconderlo en tu casa, igual que yo. Seamos francas: tu hermano no ha dado señales de vida en tres años, ni siquiera teníamos noticias de él hasta que se metió en líos y vino pidiendo ayuda. Lo hice lo mejor que pude: le encontré un escondite.

—Sí, ¡y ahora Kasia ha pagado por ello! ¿Cómo puede ser tan egoísta?

Ewa espació las respiraciones con la habilidad de una actriz, completamente serena.

—Es cuestión de pragmatismo, Helenka. ¿De verdad crees que acudir a los alemanes ayudaría a tu hermano o a Kasia? Si Richard estuviese vivo…

—¡Ni lo mencione! ¡No quiero que lo mencione!

—Si Richard estuviese vivo, puede que nos escuchase, a ti o a mí. No hay nadie más a quien podamos pedir ayuda.

—Bueno, el capitán Bora ha venido a verla, Madre.

—Y a ti. —Por un momento, enfrentaron las miradas, cada una esperando que la otra bajase los ojos, pero ninguna de las dos estaba dispuesta a hacerlo. Por fin, Ewa dijo—: El capitán Bora no tiene ningún interés en mí.

—¡Por lo menos, podría intentarlo!

—No pienso acudir a los alemanes, Helenka. No me lo pidas porque me niego. Ni por tu hermano ni por Kasia.

Helenka levantó las manos y dio unos cuantos pasos hacia atrás, en dirección a la mesa del camerino.

—No puedo creer lo que está diciendo. ¿Ni siquiera está dispuesta a intentarlo?

—No serviría de nada.

—Bueno, pues yo voy a intentarlo.

Instintivamente, Ewa alargó la mano hacia ella y, aunque Helenka la rehuyó, su madre no le mostró rencor.

—No seas tonta. Puede que los alemanes ni siquiera sepan que es tu hermano y mi hijo, ni que conocemos a Kasia.

—¿Y no cree que Kasia estará hablando, ya que fue usted la que la convenció de que se metiese en este asunto? Iré por la mañana, antes de que los alemanes vengan a por mí.

Bora cerró la puerta de la biblioteca como si alguien fuera a molestarlo en el piso vacío. Se acercó a la estantería donde estaban los clásicos y buscó las obras de teatro en alemán. Sacó un tomo de una caja que contenía varias tragedias en edición bilingüe, en griego y en alemán. Las Euménides ocupaba las setenta últimas páginas. Empezó a leer, primero en un idioma y después en el otro, para captar plenamente el sentido de las palabras.

Porque durmiendo,

el alma se ilumina con los ojos,

mientras que de día es incapaz de prever la suerte de los mortales…

Cuanto más se sumergía en la obra, más lo invadía la tristeza, y no sólo por su contenido. Las páginas rezumaban dolor y arrepentimiento, ya fuese porque la historia sacaba de su interior una pena compartida por la muerte de Retz o porque hacía que se sintiese culpable de su muerte o de haber dejado que Ewa lo besase.

¿Qué? ¿Y la mujer que se deshace del marido?

Y…

A veces el temor es bueno…

Más tarde, con el libro en el regazo, se quedó sentado contemplando las filas siniestras de insectos secos en el marco, cuyos brillantes esqueletos externos relucían a la luz de la lámpara. «A veces el temor es bueno». Tal vez. Las cosas ya no eran fáciles. Septiembre había sido el último mes fácil de su vida. Se sentía atrapado y furioso por haberse atado a más responsabilidades y elecciones equivocadas, como si no tuviera ya bastante por lo que preocuparse. ¿Qué más le daba a él cómo hubiese muerto Retz? Retz había muerto igual que había vivido.

Su muerte no cambiaba nada.

—Tengo que hacerlo —se dijo en voz baja, mientras se levantaba para volver a dejar el libro en la estantería—. Tengo que conseguir que me importe.

El padre Malecki tenía razón: era duro consigo mismo, pero sólo porque le daba miedo demostrar la más mínima debilidad en cualquier momento. No tenía ningún mérito. Así que se obligaría a interesarse por la manera en que había muerto Retz, igual que se había obligado a escribir a Dikta para darle la enhorabuena por su habilidad como amazona y desearle lo mejor en la próxima competición, en vez de decirle que la necesitaba.

Salió de la biblioteca, se preparó un baño y, mientras esperaba a que se llenase la bañera, metió una cuchilla nueva en la maquinilla de afeitar de Retz y se rasuró con ésta, como si fuese a llegarle una solución por contacto o por arte de magia, al pensar como Richard Retz por una noche.

Después del baño se dirigió a su dormitorio, pero en el pasillo cambió de opinión. Se acercó a la puerta de Retz y, sin encender la luz, se tumbó sobre su cama; primero encima de la colcha y, luego, debajo. En la oscuridad no había puntos ciegos y los prejuicios perdían fuerza. Sólo la sospecha era lo suficientemente aguda como para proyectar sombras en su mente.

Bora sabía que jamás se quedaría dormido en esa cama y se rindió de buena gana al juego de lógica que, saltando de un pensamiento a otro, de una posibilidad a la siguiente, hacía girar las sombras de la sospecha ante sus ojos como una linterna mágica.

6 de enero

Bora no había bebido ni un solo sorbo de la taza de café caliente que tenía sobre el escritorio del despacho. Escuchó, manteniendo la silla en equilibrio sobre las patas traseras. Con el extremo recubierto de goma de un lápiz que sostenía en la mano derecha tamborileaba un ritmo silencioso sobre la madera del escritorio.

—¿Por qué no ha venido su madre en persona?

Helenka había evitado mirarlo directamente hasta ese momento, pero por fin tuvo que enfrentarse a él. El aspecto de Bora le pareció menos arrogante que el tono en el que había pronunciado las palabras y los posibles motivos de su pregunta eran demasiado numerosos como para que Helenka pudiese desentrañarlos en ese momento. Bora cogió la taza y se la acercó a los labios.

—No lo sé —dijo ella—. He decidido venir yo sola.

Bora asintió con la cabeza cuando entró un ordenanza, aceptó el expediente que le ofrecía y lo dejó a un lado, donde otras carpetas formaban una pila ordenada.

—Qué curioso que haya venido a interceder por su hermano, cuando nuestros informes indican que tanto usted como su madre se negaron a darle asilo. ¿No están muy unidos?

Al ver que Helenka no contestaba, Bora bebió algo más de café y rodeó la taza con las manos.

—Hicieron lo correcto al decirle que no, por supuesto. Sólo que me resulta extraño. —Levantó el último expediente que le habían entregado, le echó una ojeada y lo devolvió a la pila—. Si hubiéramos pensado que usted o su madre se encontraban implicadas en un intento de ocultarlo a nuestras autoridades, ahora estaría contestando unas preguntas bien distintas. Esa mujer, Kasia, la amiga de su madre, dijo que actuaba por voluntad propia. Lo dudo, aunque mis dudas no signifiquen gran cosa a estas alturas. Pero sigo interesado en saber por qué su madre no ha venido en persona.

—¿Hubiese servido de algo? —Bora la miró fijamente y Helenka empezó a ponerse nerviosa—. Quizá pensó que no estaría dispuesto a escucharla.

—Estoy escuchándola a usted, ¿no es así?

—Pero todavía no ha dicho si puede hacer algo al respecto.

Bora dejó a un lado la taza, aunque no la había vaciado.

—Tendría que ser Dios todopoderoso para poder hacer algo por su hermano. Está muerto.

Como esperaba, tuvo que esperar a que Helenka se tragase las lágrimas. Su llanto lo incomodó, pero no quiso demostrarlo. Le ofreció su pañuelo y se levantó para indicar que la reunión había llegado a su fin.

—Tampoco puedo hacer nada por la chica. —Su voz se fue apagando—. Dígale a su madre que quiero verla.

Minutos después de despedir a Helenka, Bora salió para pasar dos días en el campo, durante los cuales haría también una visita al general Blaskowitz. No tenía ni un solo memorando para el general. Guardaba los datos y los informes completos en la cabeza, donde estaba aprendiendo a almacenarlos, a salvo de posibles manipulaciones y destrucciones.

No podía decirse lo mismo del padre Malecki, que llevó numerosas notas a la curia sobre el caso de la abadesa. Y, aunque se guardó para sí la teoría más reciente de Bora, mencionó la posibilidad de que el caso fuera a resolverse a lo largo de los próximos días.

—Si encontramos pruebas —añadió.

El arzobispo ojeó el papeleo sin leerlo, mientras lo escuchaba a medias, impaciente.

—Sí, sí. Me parece todo perfecto, padre. «Por sus frutos los conoceremos», eso es lo que pienso.

Malecki se esperaba su reacción, pero aun así le pareció injusta.

—Si se refiere al capitán Bora, Su Eminencia, hace todo lo que puede dadas las difíciles circunstancias.

—Ese «todo lo que puede» no cambia nada: del campo siguen llegándonos informes de sueños y visiones de la abadesa y de curaciones milagrosas por su intercesión. Sea mártir o no, intuyo que Polonia pronto tendrá una nueva santa. Y, hablando de eso mismo, padre: ya va siendo hora de que ponga sus observaciones en manos de la Santa Sede, ¿no cree?

Malecki bajó la cabeza.

—Creo que Su Eminencia está deseando verme de vuelta en Chicago.

—O en Roma, padre Malecki. ¿No le gustaría pasar una temporadita en Roma?

Helenka no encontró a su madre ni en casa ni en el teatro. Sólo la costurera estaba sentada en el camerino de Ewa, cosiendo el dobladillo del vestido largo que llevaba sobre el escenario. El satén negro recordaba a una cascada de aguas oscuras sobre su regazo.

—Madre de Dios, Panienka, ¿qué le ha pasado? ¡Está blanca como el papel!

Helenka tragó saliva, demasiado furiosa como para llorar. Se sentía demasiado furiosa como para hablar. Las palabras se le entrelazaban y enredaban en la boca. Se acercó a la mesa de Ewa y bajó la vista hasta la multitud de objetos que la cubrían. Cosméticos y cajitas, bolas de algodón, sobres, tarjetas, fotografías. Monedas. Horquillas. Tosca y Richard. Las cuentas rojas de un collar. Un pañito bordado. Le temblaba todo el cuerpo y se balanceaba como si fuese a caerse al suelo antes de conseguir sentarse en el taburete de su madre.

Pero ni se cayó ni se sentó. Flexionó el brazo derecho y barrió los numerosos objetos de la mesa. Éstos se rompieron, rodaron, flotaron, pero ella siguió sacudiendo la mano abierta hacia adelante y hacia atrás hasta no dejar nada sobre la mesa. La costurera la observaba con la boca abierta y la aguja suspendida sobre la tela.

Los temblores de Helenka empezaban a dar paso a las lágrimas.

—Dígale a Pana Kowalska que su hijo está muerto. Dígale que a Kasia puede darla por muerta. —Cogió la vieja fotografía de Richard de detrás del marco del espejo y, arrugándola en la mano, salió corriendo a ciegas del camerino.

8 de enero

Con el mapa desplegado frente a sí, el general Blaskowitz estaba de pie junto a la ventana, cuya luz difusa recortaba la figura de Bora sobre el fondo del día invernal.

Bora casi había terminado de hablar.

—No pude volver a Swiety Bór hasta ayer. Vi que han sellado toda la zona con campos de minas. El área se encuentra bajo control directo del SD.

Abatido, Blaskowitz tiró el mapa sobre su escritorio. Cayó al suelo, pero el general indicó a Bora que no lo recogiese con una seca negativa. Bora dio un paso atrás.

Blaskowitz se mantuvo en silencio durante varios minutos difíciles, de forma que sólo el zumbido del reloj eléctrico llenaba el silencio reinante en su despacho.

Al final, dijo:

—No pudo haber hecho más dadas las circunstancias, capitán, y el coronel Nowotny actuó sabiamente. Empieza usted a darse cuenta de lo que implica permitir que su carrera dependa de un sobre de papel manila. ¿Tuvo miedo?

—¿En la linde del bosque? Mi cuerpo tuvo mucho miedo, general.

—Entonces, la lección sirvió de algo.

—Intimidó a mi cuerpo, pero no es él quien me gobierna.

Blaskowitz meneó lentamente el índice de un lado a otro, negando las palabras de Bora.

—Una mente y un alma sin cuerpo no le servirán de mucho, así que debe mantenerlos unidos a la carne, como todos los demás. ¿Que «no es el cuerpo el que lo gobierna»? Deben haberlo gobernado la mente, el alma y el cuerpo para hacer lo que hizo. ¡Todos en la misma medida! Y ahora vuelva a Cracovia. Cumpla con sus deberes, obsérvelo todo, tome notas mentales. Y, por encima de todo, tome notas con el corazón, porque ése es su sitio. Desde el punto de vista práctico, esta parte de la guerra polaca ha terminado. Pronto llegará el momento de reasignar al que hasta su estricto comandante denomina un «oficial prometedor», una solución provisional inmejorable.

Menos mal que Blaskowitz no repitió lo que le había dicho a Nowotny en privado hacía una semana: que se preguntaba cuánto tiempo iría a durar en su propio puesto en Polonia, por elevado que fuese.

9 de enero

Lo primero que Schenck le dijo a Bora cuando volvió al trabajo fue:

—Ha venido una mujer polaca buscándolo. Creí haberle dado instrucciones.

Bora entendió que había sido Ewa Kowalska, pero optó por no explicarlo.

—Es racialmente compatible, señor.

—¿Ah, sí? Bueno, pues es demasiado mayor para usted.

—No pienso llevármela a la cama. Es la madre del fugitivo que arrestamos por matar a un suboficial en Katowice.

El desprecio de Schenck cedió un tanto.

—Ya veo. Seguramente volverá esta tarde. Su sacerdote acaba de pasarse por aquí. Me dijo que se le ha ocurrido una teoría bastante imaginativa sobre la muerte de la monja. Lástima que no pueda probarla.

—¿Dejó algún mensaje el padre Malecki, coronel?

—Pregúntele al ordenanza. Por lo visto, va a abandonar Polonia a finales de esta semana. —Schenck ignoró la nube de frustración que cruzó el rostro de Bora—. Veo que ha solicitado interrogar a la mujer que acogió al fugitivo. Las SS se están ocupando de ella. Sólo les prestamos un par de soldados para traerla hasta aquí: ¿qué interés tiene en esa mujer?

Bora empezó a desabotonarse el abrigo.

—No es nada militar. Simplemente, todavía tengo esperanzas de llegar a entender lo que le ocurrió al mayor Retz.

Durante la hora del almuerzo, Bora fue al puesto de mando de las SS, donde Salle-Weber lo miró con recelo, pero no se opuso a que se viese con Kasia.

Mientras tanto, en el convento, el padre Malecki era el huésped de honor en la modesta recepción que se estaba celebrando para festejar la elección de la hermana Irenka como nueva abadesa.

—Ahora tendremos que llamarla Matka, hermana Irenka —le dijo, en tono de broma—. Se nos ha puesto a todos por delante al conseguir una maternidad instantánea.

La monja arrugó la nariz.

—Los motivos a los que debo mi nuevo puesto son tales que no caeré en el poco aconsejable orgullo, padre Malecki. Estoy segura de que todos hubiésemos preferido tener a Matka Kazimierza con nosotros. Ahora que usted también va a dejarnos, puede que nunca descubramos lo que le ocurrió a la mejor de todas nosotras.

—Estoy seguro de que el capitán Bora continuará con la investigación.

—No si Su Eminencia consigue llevar a buen término su petición de prohibir el acceso a las propiedades eclesiásticas al personal militar. Teniendo en cuenta todo lo que ganaríamos si pudiésemos mantener a distancia a los alemanes, hasta el dolor de no resolver este triste asesinato se hace soportable. Se hará la voluntad del señor.

Malecki no sabía cuál era la voluntad del Señor, pero sí sabía bien que tenía que intentar reunirse con Bora tan pronto como fuese posible.

En ese mismo momento, Bora salía del puesto de mando de las SS para volver a su despacho, al otro extremo del casco antiguo.

Ewa Kowalska lo estaba esperando.

Acompañada de un ordenanza, iba vestida de negro, y cuando se quitó el chal, Bora vio que el ajustado vestido le sentaba como un guante. El capitán se fijó en cómo la observaba el ordenanza y lo despidió, malhumorado.

Ewa tomó asiento. Si había llorado los días pasados, ahora supo aparentar autocontrol. Bora le ofreció un cigarrillo y ella lo rechazó. El capitán guardó el paquete y el encendedor.

—Anoche fui a ver la obra. Estuvo usted muy bien.

—Gracias.

—¿Me vio entre el público?

—No. —En acusado contraste con el negro de su vestido, un pañuelo de un azul intenso le rodeaba el cuello y, en ese momento, se lo aflojó—. Me temo que no presté demasiada atención al público.

—Su hija también estuvo muy bien.

—No lo hizo mal, no.

—Sobre todo teniendo en cuenta que tiene un papel muy exigente.

Ewa se quitó los guantes. Sus gestos eran deliberados, lentos, y los ojos de Bora seguían cada movimiento de sus muñecas y dedos. Se reclinó en su asiento, igual que el día en que habían quedado en la cafetería, y estiró las piernas bajo su escritorio. Por fin, la mujer terminó de quitarse los guantes.

—¿Me permite que le pregunte por qué me ha mandado venir, capitán?

—Sí. —Al incorporarse, Bora rozó sin darse cuenta el suelo con la espuela, provocando un gemido breve y agudo de metal sobre cemento—. Me gustaría saber dónde se encuentra su exmarido.

—¿Por qué?

—El porqué no importa. ¿Vive en Cracovia?

—No. Estaba en Poznań la última vez que tuve noticias suyas. Hace mucho tiempo que no estamos en contacto.

—Entonces, no es imposible que se encuentre en Cracovia.

Ewa miró a Bora, que la observaba con expresión seria, durante varios segundos. «Está claro que me admira», pensó.

—¿Quién sabe? Todo es posible. A lo mejor está en la ciudad, ¿por qué no? Estuvo celoso mucho tiempo después de que nos separásemos y me seguía a todas partes.

Bora giró su libreta hacia ella y le ofreció una pluma.

—Tenga la amabilidad de anotar su nombre completo y su última dirección conocida.

Cuando terminó de escribir, Ewa dejó que el pañuelo azul intenso se le deslizase de los hombros bajo la mirada atenta de Bora. Como no añadió nada, ella rompió el silencio con una pregunta oportuna.

—La otra noche, en mi camerino, ¿por qué se marchó con tanta prisa?

Bora le puso el capuchón a la pluma, pero no la guardó.

—Creo que sabe por qué. ¿Quiere que lo diga?

—Por favor.

—Porque las mujeres como usted hacen que los hombres como yo tengamos un punto ciego, y no puedo permitirme no ver con claridad. Estoy casado. Y le soy fiel a mi esposa.

—¿Aunque no esté aquí?

Con gesto despreocupado, Bora se dio unos golpecitos sobre el lado izquierdo del pecho de la guerrera.

—Siempre la tengo muy presente aquí, Frau Kowalska.

—Pero quería que lo besara.

—Supongo. —Cuando la puerta se abrió una rendija y se entrevió el torso fibroso del coronel Schenck, Bora se levantó de su escritorio y fue a reunirse con él en el umbral. Schenck le dio un expediente para que lo leyera. La mirada de reproche con la que examinó su despacho hizo que Bora se apresurase a cortar de raíz cualquier comentario—. Tendré presente mi plasma germinal, coronel.

10 de enero

El padre Malecki habría perdido la paciencia si hubiera habido una razón mejor para perderla.

—Andamos justos de tiempo ¿y me pide que me implique en algo que no tiene nada que ver con el asunto que traemos entre manos?

Como había hecho muchas veces desde que se conocían, Bora andaba de un lado a otro de la sala de espera del convento.

—Sólo necesito que me escuche. Estoy confundido, necesito aclarar una cosa. Como le dije, la obra era Las Euménides, de Esquilo; la tercera parte de su trilogía La Orestiada. Sólo estudié la primera de las tres tragedias en la escuela, así que tuve que consultarla en un libro.

Una sonrisa fugaz cruzó el rostro de Malecki.

—Yo también. El punto esencial de la historia es el siguiente dilema: ¿es más grave cometer un crimen contra la propia madre o contra el propio marido?

—Sí. O más concretamente, si matar a la propia madre por asesinar a su marido infiel merece el castigo eterno. Pues bien, hay seis papeles femeninos de cierta importancia en la obra. Las tres furias, que al final se convierten en espíritus benignos; la profetisa de Apolo, que recita el monólogo inicial; Atenea, que es el principal papel femenino y el fantasma de Clitemnestra; es decir, la uxoricida que es asesinada en venganza por su propio hijo.

—¿Qué papeles representaban las mujeres Kowalski?

Bora asintió con la cabeza ante la agudeza del sacerdote.

—A Helenka le dieron el papel de Atenea, su primer papel digno de mención en una obra clásica, y Ewa, que había hecho de Clitemnestra en las dos obras anteriores, tuvo que conformarse con el discreto papel de su fantasma.

—¿Fue a la representación?

—No habría sido necesario después de leer el texto, pero fui. Como estaba en polaco, no entendí prácticamente nada; pero el fantasma aparece al principio para azuzar a las furias contra su hijo y no vuelve a pisar el escenario hasta el final de la tragedia; es decir, una hora y media largas más tarde en esta producción.

—Así que cree que alguien…

Alguien no, padre Malecki. El fantasma de Clitemnestra. Verá: la única que pudo haber notado su ausencia era la mujer que hacía de profetisa, pero también representaba el papel de una de las furias. Así que le quedaba muy poco tiempo después de recitar su última línea, ya que tenía que ir a ponerse una máscara y tumbarse junto a sus dos hermanas para estar allí cuando abriesen las puertas del templo. Las furias no se bajan del escenario hasta el final. Incluso a pie, no se tardan más de quince minutos en ir del teatro a nuestro piso.

Malecki no parecía muy convencido.

—Aun así (no sé lo corpulento que era el mayor), no sería fácil convencerlo de que metiese la cabeza en el horno.

—Lo sé.

—¿Y está completamente seguro de que el cadáver no presentaba signos de violencia?

—En absoluto. Aquí es donde la cosa se complica. —Por un momento, Bora se apoyó en la pared del crucifijo, pero en seguida siguió andando—. ¿Habría sido posible obligar al mayor Retz? Me hice a mí mismo la pregunta de Clitemnestra cien veces: «¿Cómo dar muerte a los hombres perversos que fingen amor?».

—Doy por supuesto que no expresaría abiertamente sus sospechas.

—¿Ante ella? No. Sólo le sugerí que me gustaría conocer el paradero de su exmarido. Pero da la casualidad de que lo hicieron prisionero de guerra la primera semana de septiembre, así que ni siquiera aparece en la foto.

—Entonces, la víctima tenía que estar inconsciente de antemano.

Bora se detuvo a media zancada. Malecki parecía penetrarlo con los ojos azul claro.

—¿Por qué no, capitán? Durante la autopsia, seguramente buscaron sólo signos de asfixia.

—Estoy seguro de que buscaron restos de fármacos en su organismo.

—Entonces, me parece que tendrá que buscar algo que no deje rastro.

Era la última hora de la tarde cuando Bora llegó al hospital.

El doctor Nowotny salía de su consulta, así que Bora habló con él mientras recorrían el pasillo impregnado de olor a fenol.

Nowotny fue brusco.

—¿Qué se propone? ¿No anda metido ya en suficientes líos como para ponerse a preguntar por venenos? —Aun así, dio marcha atrás, le abrió a Bora la puerta de su consulta y le indicó con un gesto la silla de metal que había frente a su escritorio—. Siéntese, condenado.

—Coronel, corríjame si me equivoco, pero cuando una persona muere por ingesta de monóxido de carbono, entre otros signos se aprecian una coloración viva de las membranas mucosas y un sedimento rojizo en una solución de sangre durante la autopsia.

Nowotny apoyó los brazos cruzados sobre el escritorio.

—Bueno, al menos no se trata de un tema político. Sí, la solución se va nublando lentamente, luego se tiñe de rosa y, transcurrido un tiempo, produce un precipitado rojizo.

—¿Y qué más?

—¿Qué más? ¿Se refiere a resultados de laboratorio? Depende. Puede producirse un aumento del número de glóbulos blancos presentes en la sangre y de la albúmina en la orina. —Nowotny lo miró con curiosidad—. ¿Sigue preocupado por la forma en que murió su compañero de piso?

—Estoy preocupado porque murió y punto. Si alguien hubiera querido dejarlo inconsciente sin dejar rastro, ¿podría haber utilizado… pongamos… aconita?

—Yo no lo haría. La aconita provoca pequeños verdugones en los labios.

—¿Antimonio, entonces?

—No. Es como el arsénico: demasiado obvio.

—¿Qué hay de la atropina?

—Se detecta en la orina. —Nowotny desplegó los brazos y se inclinó hacia adelante, amistoso—. Espere, espere. Antes de que me recite el alfabeto de venenos de pe a pa, detengámonos en los barbitúricos. Al igual que el monóxido de carbono, producen una ligera miosis. Una contracción de las pupilas, sí. También pueden producirse leucocitosis y albuminuria. —Notó que la atención de Bora se tornaba excitación y no pudo reprimir una carcajada—. No se precipite. Resulta difícil detectar los barbitúricos en la sangre y la orina. Si alguien hizo lo que usted sugiere, debía de ser igual de inteligente que usted.

—¿Se pueden conseguir en una farmacia?

—Quien sabe dónde pedirlos siempre se las apaña para conseguir medicamentos, ya sea en una farmacia o por otros medios. El Veronal se utiliza a menudo. Tenga en cuenta que, si el sujeto bebe durante la ingesta, el alcohol potencia tanto el efecto como la toxicidad de los barbitúricos. Hay toda clase de productos fuertes en el mercado. El Luminal es otro.

—¿El Luminal?

—Sí. ¿Qué ocurre? ¿Cree que Retz se tragó algo de Luminal antes de quitarse de en medio?

—Aún no lo sé. Pero el nombre me ha recordado a otra cosa que quería preguntarle: ¿la palabra lumen tienen algún significado específico en la medicina?

Nowotny se dio un golpecito en la sien cana con un dedo manchado de nicotina.

—Empiezo a pensar que la piedra le causó daños más graves en la cabeza de lo que sospechaba. Por lo general, con la palabra lumen nos referimos a la cavidad de un órgano o el canal estrecho de un vaso sanguíneo. ¿Por qué?

—Sólo comprobaba una teoría que tengo. No tiene nada que ver con Retz, se trata de la muerte de la abadesa. Creo que sé quién la mató.

—Espere, espere… una cosa después de la otra, Bora. Volviendo a la muerte prematura de su compañero de piso, ¿no le receté Veronal cuando se fracturó el cráneo?

De repente, Bora recordó que Nowotny tenía razón.

El frasco de medicina seguía estando en el estante inferior de su mesilla de noche. Bora lo examinó a la luz eléctrica, pero no supo decir si el nivel de líquido había descendido de manera apreciable desde la última vez que lo había usado. Sólo lo había tomado las primeras tres noches, cuando el dolor era más intenso, y, una vez, había derramado un poco por descuido. No supo decirlo, pero el Veronal estaba allí, etiquetado y disponible.

«Dios del cielo».

Bora se sentó sobre la cama. Al cerrar los ojos vio pasar, como jirones, imágenes fragmentarias creadas por su mente; imágenes desconectadas que no querían decir nada. Las caras de las mujeres parecían tener más sustancia, los pequeños gestos de las manos y los labios habían quedado fijados en su memoria con una especie de perfección atemporal. La forma en que Dikta cerraba los ojos antes de besarlo, y la luz que le centelleaba en las pestañas. Ewa, que se quitaba lentamente los guantes, dejando desnudas las manos. La transformación que había sufrido Helenka ante el espejo, de una hermosa joven a una diosa.

Se sentía anodino e inexperto ante todas ellas. Casi tenía miedo de las cosas que sabían y entendían las mujeres. Fácil de impresionar, fácil de desconcertar. Helenka había dicho: «Los hombres no son lo suficientemente inteligentes ni lo suficientemente profundos».

Tenía razón.

11 de enero

—A mí también me han reasignado, padre, y pronto abandonaré Polonia.

—¿Para hacer cosas mejores, espero?

—Para hacer cosas distintas.

La nieve les llegaba casi por las rodillas en el claustro. Los arbustos, las macetas y el anillo que era el pozo estaban cubiertos de un alto reborde de blanco, como de encaje en los bordes, que relucía, perfecto, bajo la luz del sol. Bora describió una línea recta en diagonal a través de la nieve al dirigirse al pozo y Malecki lo siguió por el rastro pisoteado. Bora miró hacia arriba y vio el resplandor azul del cielo invernal, puro y profundo como si el verdadero pozo se encontrase por encima de sus cabezas, escarbando hasta distancias incalculables.

—Creo que fue aquí donde dispararon a la abadesa. —Señaló la espesa sombra que proyectaba el claustro—. Junto a la puerta, probablemente, o a poca distancia de ésta. Cuando la alcanzó la bala, vino dando tumbos hasta aquí, donde la vi tendida. Al principio, di por hecho que le habían disparado aquí, en el jardín, porque un prisionero me dijo que la había visto tumbada en este mismo punto esa mañana. Pero no, le dispararon a bocajarro estando de pie frente a su asesino. Como llevaba el pesado hábito, en un primer momento la tela absorbió la sangre, así que no dejó rastro cuando se acercó tambaleándose al pozo. Pero saber en qué punto del claustro le dispararon no cambia demasiado las cosas. Aun así, si hubiesen permitido investigar a la policía de Cracovia, habríamos tenido todos los detalles que necesitábamos para resolver el caso hace mucho. Pero, con el cadáver de la abadesa fuera del alcance incluso de nuestro cirujano militar y con sólo mis observaciones de aficionado para guiarnos, ni siquiera pudimos establecer la hora de la muerte.

Malecki se había reunido con Bora en el centro del claustro, donde la nieve que le apresaba las piernas pronto lo hizo envidiar las botas del alemán.

—Bueno, ya que estamos aquí, hágame el favor de reconstruir cómo ocurrieron las cosas.

—Es muy sencillo. La tarde del 23 octubre llevé al coronel Hofer en coche al convento. No sé si ya se había reunido con la abadesa aquella mañana, pero solicitó una entrevista y lo dejaron entrar poco después de las cuatro y media. No necesito recordarle en qué estado se encontraba el coronel en aquellos días. En un estado tan terrible, cualquier cosa pudo hacerlo perder los papeles. Su cordura dependía de cualquier esperanza que pudiera darle la abadesa en cuanto a la enfermedad de su hijo, y sospecho que le dijo sin muchos rodeos que iba a morir pronto.

—Y tenía razón.

—Sí. El coronel (después de trabajar codo con codo con él, como lo hice durante aquellas semanas, estoy seguro) fue incapaz de aceptar una ruptura tan total de su esperanza. Estoy convencido de que jamás la hubiera matado intencionadamente. Respetaba a la abadesa y, probablemente, también le tenía miedo. —Protegiéndose los ojos con la mano enguantada, Bora miró hacia el otro extremo del cuadrado de nieve cegadora—. Al oír sus palabras, se desquició. Sacó la pistola y se la llevó o bien a la sien, o bien a la boca; obviamente a punto de disparar.

—Y la madre Kazimierza intervino.

—No lo sé. No sabría decirle por qué, no creo que fuese el tipo de persona que se abalanza de un salto para arrebatarle el arma a un suicida. Sin duda, haría un gesto en su dirección; un gesto apremiante tal vez, y la pistola se disparó. Estoy convencido, padre Malecki, de que Hofer debió de quedarse petrificado al ver lo que había hecho. —Bora fijó la mirada en los inclinados aleros que había alrededor del claustro, donde los témpanos de hielo relucían a la luz del sol, emitiendo reflejos como de diamante. En el lado que daba hacia el sur, capas enteras de nieve se deslizaban tejado abajo para quedarse suspendidas del borde. Otras ya habían caído, y de las tejas emanaban nubes de vapor.

Malecki se sopló las manos heladas.

—Así que todo ocurrió en cuestión de minutos. De segundos, tal vez. Y, por supuesto, había tanques que bajaban la calle con estrépito.

—Sí. El primero tuvo dificultades al girar la esquina, así que dio marcha atrás y revolucionó el motor, mientras los otros esperaban en punto muerto. No habría oído explotar una bomba a mis espaldas, y lo mismo puede decirse de la monja que estaba en la portería. Una vez se despejó la calle, me seguían zumbando los oídos y el coronel salió corriendo del convento, presa del pánico.

—Entonces, ¿por qué no sospechó de él desde un principio?

Bora negó con la cabeza.

—Porque hasta que no salió por casualidad el tema hablando con Hannes, di por hecho que el coronel Hofer no llevaba arma. Como estoy seguro de que ha notado, vamos todos visiblemente armados. Pero él no. Creí que lo hacía como muestra de respeto al país ocupado o porque tenía una gran confianza en sí mismo.

—Ya veo. —Los ojos de Malecki bajaron hasta posarse sobre la pistolera de Bora—. Pero ¿qué hay de la bala? Usted mismo me dijo que la bala que mató a la abadesa provenía de una pistola polaca.

—Y es cierto. Se fabrica para la pistola semiautomática Radom Vis-35. Idéntica a las que encontramos escondidas en el convento. Por eso me puse tan furioso la primera vez que las vi. Sólo que esas armas aún estaban llenas de grasa y era evidente que no se habían disparado nunca.

—¿Quiere decir que su comandante llevaba una pistola enemiga?

—No. Quiero decir que usaba cartuchos enemigos. —Con un gesto rápido, Bora se abrió la pistolera y le mostró a Malecki el bulto pulido de su Walther sobre la palma enguantada—. La Walther no es una pistola exigente como la Luger que teníamos hasta el año pasado, pero aun así no dispara cualquier munición. —Extrajo el cargador, que estaba flanqueado de delgados cilindros con puntas de latón—. Yo no usaría balas Radom en esta arma: son más largas, más gruesas y pesadas que éstas.

—¿Qué es lo que ocurrió, entonces?

—El coronel Hofer, al igual que el coronel Schenck y yo mismo, sirvió como voluntario en España hace unos años. Del lado de la Iglesia, lo cual debería servirle de consuelo, padre Malecki. La noche que usted y yo cenamos juntos en la plaza, de camino al restaurante mi conductor y yo íbamos hablando de los días que pasamos en España cuando Hannes mencionó que Hofer seguía utilizando la pistola que le habían suministrado en Cádiz. No di crédito a mis oídos. En seguida le pregunté si sabía de qué marca era y me dijo «una Astra», añadiendo que Hofer la llevaba en una pistolera debajo del brazo por no ser una pistola reglamentaria.

—Y la Astra dispara cartuchos Radom.

—No sólo ésos. La Astra 400 es una pistola semiautomática poco atractiva, pero la disparé con toda clase de munición de 9 mm, desde Parabellum a Steyr pasando por Browning y Colt. Gracias a Hannes, me di cuenta de que cabía la posibilidad de que la pistola de Hofer hubiese efectuado el disparo mortal. No necesito recordarle que «Astra» significa «estrella» y «luz proveniente de las estrellas» en latín; así que, después de todo, lumen encaja perfectamente.

—Así que el coronel Hofer, lo hubiese planeado o no, se las apañó para que un accidente pareciese un asesinato intencionado cometido por una mano polaca.

—Exactamente. Si el coronel de verdad hubiera encontrado a la abadesa tumbada en un charco de sangre, su primer instinto como soldado habría sido sacar la pistola, ya que en teoría el asesino podía andar cerca. Por eso yo llevaba la pistola en la mano cuando llegué corriendo a este mismo lugar. Después de mi conversación con Hannes no dejaba de preguntarme por qué el coronel Hofer habría ocultado su arma aquel día. —Tras volver a guardarse el arma en la pistolera, Bora le pareció extrañamente inofensivo a Malecki—. Verá: no tuvo elección. Simplemente, no tuvo elección. Sin importar lo destrozado que estuviese, tuvo que sobreponerse lo suficiente como para salir corriendo a buscarme.

—Entonces, va a acusarlo de asesinato.

—No.

—¡Me lo prometió, capitán Bora!

No puedo. La semana pasada me creí muy listo al llamar por teléfono a su esposa, pero sin darme cuenta puse en marcha el proceso que acabaría por impedirme acusarlo. Aunque en aquel momento todo eran conjeturas, el coronel Hofer dio por hecho que lo había descubierto. Ayer, cuando volvió a casa de permiso, su esposa lo informó de mi llamada y le dijo que volvería a ponerme en contacto con él. El coronel no le contestó, sino que se metió en su habitación, cerró con llave y, diez minutos después, se disparó un tiro en la boca. Así de listo soy, padre Malecki.

—Que Dios nos proteja.

—Sí. Esta vez no estaba la abadesa para detenerlo.

Malecki se obligó a disimular la repugnancia que sentía al oír una descripción tan indiferente de un asesinato y un suicidio. Aun así, dijo:

—¿Hofer dejó alguna nota?

—Por lo visto, garabateó unas palabras a toda prisa. Pedía perdón a Dios por lo que había «hecho sin darse cuenta». Las autoridades alemanas supusieron que se refería a su fracaso como comandante aquí, en Polonia, pero nosotros sabemos la verdad. Además, recibí la confirmación de que la pistola del coronel estaba cargada de cartuchos Radom y que había utilizado uno para poner fin a su propia vida.

Malecki optó por mirar hacia arriba ante la compostura de Bora.

—Bueno —dijo—, soy la última persona deseosa de admitirlo, pero si las cosas ocurrieron como dice usted, su comandante no mató a la abadesa ni intencionada ni maliciosamente. ¿Por qué no intentó explicarles las cosas a todas las personas implicadas?

Bora se sintió tentado de echarse a reír y Malecki se dio cuenta. No era que lo que había dicho le resultase gracioso, pero al pensarlo le dio risa.

—Padre Malecki, al ejército alemán no le gustan demasiado los oficiales que intentan suicidarse. Y aun menos los que avergüenzan al cuerpo al cometer un asesinato accidental. No. El coronel no tenía elección, sobre todo si quería vivir lo suficiente como para volver a ver a su hijo. No me cabe duda de que el dolor fue castigo suficiente. Pero al pedirme precisamente a mí que investigase el asunto, también se aseguró con casi completa certeza de que no iba a sospechar de él.

—Entonces, ¿qué va a ocurrir ahora que ha terminado con su investigación?

—Sé por qué me lo pregunta. No queda nadie a quien acusar, así que es posible evitar y se evitará un escándalo que no haría más que perjudicar los intereses alemanes en Polonia. En privado…

En privado, le contará la verdad al arzobispo.

—Con permiso de mis superiores, sí.

—¿Y qué hará el arzobispo?

—Sabe lo que le conviene a la Iglesia polaca. Confío en que lo aconseje en consecuencia, padre Malecki.

—¿Y qué hay de las hermanas? ¿Qué piensa decirles a ellas?

—Será mejor que sigan pensando que he sido incapaz de resolver el misterio de la muerte de la abadesa. Tal vez el arzobispo decida informar a la hermana Irenka, en privado.

Visiblemente preocupado, Malecki avanzó lentamente a través de la nieve para volver a entrar en el convento. Bora se quedó fuera. Se inclinó hacia adelante para mirar en el interior del pozo donde, mucho más abajo, un redondel de un azul difuso indicaba el sello de hielo que cubría el agua.

Estaba pensando en qué más tenía que decirle al coronel Schenck aquella tarde.

Cuando llegó el momento, Schenck mantuvo el mismo aspecto estirado de siempre, aunque el informe de Bora fue lo más inesperado que cabía imaginarse. Ni siquiera lo interrumpió, sino que se limitó a guiñar involuntariamente el ojo bueno de vez en cuando.

—¡Vaya! El muy cabrón —dijo—. Ese cabrón llorón e histérico se las ha apañado para dejarnos a todos como idiotas. Y ahora está muerto, así que ha conseguido engañarnos para siempre.

—Todavía tenemos que recuperar la pistola e interrogar a su viuda para averiguar cualquier información que haya podido confiarle sobre el asunto.

Schenck cogió un folio en blanco de su escritorio y le quitó el capuchón a la pluma.

—¿Cuánto tiempo necesita?

—Creo que bastaría con tres días, si tomo el primer tren hacia Alemania. Aun menos, si voy en avión.

El coronel entregó a Bora un conciso permiso extraordinario.

—Tome. ¡Y yo que empezaba a pensar que iba usted a abandonar la pista! ¡Pero ya veo que excavó hasta dar con su hueso! El gobernador general estará muy impresionado. Si resulta ser cierto, se va a liar una buena. ¡Estoy deseando informar a ese idiota de Salle-Weber!

Bora respiró profundamente y expulsó el aire de los pulmones.

—Tengo otro informe para usted, coronel.

Inesperadamente, Schenck le mostró una amplia sonrisa.

—A ver si lo adivino. Ha seguido mi consejo y ha dejado embarazada a una alemana étnica.

—No exactamente. Tiene que ver con mi compañero de piso.

Segundos después, la sonrisa se había borrado del rostro curtido de Schenck.

Bora dijo:

—Estoy completamente seguro de lo que voy a decirle. La amiga de Ewa, Kasia, me dijo que Frau Kowalska tenía una llave del apartamento que le había dado el mayor Retz: un fallo de seguridad, por no decir algo peor. Se debiera su decisión de matarlo al amor que sentía por su hija o no (aunque yo diría que el factor principal fueron los celos), estoy completamente seguro de que Ewa Kowalska salió del Teatro Antiguo poco después de las nueve del sábado por la mañana, fue a nuestro apartamento y entró con su llave. No tenía forma de saber que el mayor acababa de llamar por teléfono a Helenka para concertar una cita. —Bora se relajó lo suficiente como para empezar a recorrer el despacho de Schenck con las manos en los bolsillos y el oficial se lo permitió—. Usted y yo, coronel, somos conscientes de que al mayor le gustaba beber los fines de semana. Lo vi terminarse botellas enteras de coñac o vodka a palo seco y beberse unos cuantos chupitos antes del desayuno. El sábado por la mañana, o bien ya se había servido una copa o Ewa preparó una para ambos, a la que añadió lo que, a falta de una identificación más concreta, debo llamar simplemente un barbitúrico; seguramente mi propio Veronal, en el que con toda seguridad se habría fijado en alguna de sus visitas anteriores a nuestro apartamento. El mayor se tragaba las copas sin siquiera saborearlas. Aquella mañana debió de hacer lo mismo, independientemente de la conversación que mantuviesen Ewa y él. A estas alturas, sólo puedo especular: ¿Le recriminaría su conducta? ¿Le suplicaría? ¿Quién sabe? Si Ewa de verdad sacó el tema de Helenka, es posible que el mayor Retz mostrase un arrepentimiento insuficiente o incluso falta de interés por el incesto que había cometido. Dado que iba a estar de servicio ese mismo día, empezó a afeitarse con Ewa todavía en la casa, pero no le dio tiempo a terminar. Cuando el fármaco le hizo efecto (dependiendo de la cantidad, pudo haber ocurrido bastante rápido, según el coronel Nowotny), lo único que tuvo que hacer Ewa fue arrastrar su cuerpo aturdido o inconsciente hasta el horno. Le metió la cabeza en el horno, encendió el gas, lavó las copas, el lavabo y la maquinilla de afeitar y, sin siquiera pensarlo, dejó la cuchilla dentro. Para que el detalle de que tenía el rostro a medio afeitar no resultase demasiado evidente, le limpió la cara con una de las toallas que había en el estante del baño y se la llevó consigo. Después, volvió al teatro, a tiempo para salir al escenario al final del ensayo.

Schenck realizó un gesto muy discreto que podía interpretarse como un asentimiento satisfecho de cabeza.

—¿No sabía la portera que alguien había ido a ver al mayor Retz?

—No necesariamente. Lo más seguro es que el mayor también le diese a Ewa la llave de la puerta del edificio. Además, más de una vez he pasado por delante de la portería sin ser visto.

—¿Y toda esta reconstrucción la ha basado en el detalle insignificante de una cuchilla fuera de sitio?

Bora dejó de andar de acá para allá.

—No sólo en eso. También leí una obra de teatro griego, casi caigo en las redes de una mujer mayor y, por suerte, logré deshacerme de mi punto ciego gracias al sacerdote americano. Fue como ver la luz, coronel. Si lo desea, lumen también desempeñó su papel en este caso.

—Bueno, bueno. —Schenck le mostró una sonrisa tan breve que pareció que le estaba enseñando los dientes—. ¿Qué piensa hacer ahora? ¿Arrestar a la Kowalska con las pruebas que tiene?

—Creo que es lo que hay que hacer.

—Espero que no lo haga por ese canalla de Retz.

—Entonces, por la justicia.

—Ya está otra vez con su manía de respetar la ley. Llévese a dos hombres consigo.

Bora vaciló.

—Creí que, en un primer momento, se me permitiría ir solo.

—No.

El bajo sol invernal parecía cortar la calle en dos. Una línea azul describía sobre la acera nevada los tejados de los edificios frente al apartamento de Ewa. Una colcha azul se estaba aireando sobre el alféizar de su ventana.

El vehículo militar se detuvo al final de la Swiety Marka. Un soldado armado se situó en la esquina. Al otro ya lo habían dejado al otro extremo de la calle. Bora fue el último en apearse, y pronto había franqueado el umbral de su casa.

La escena no se prolongó ni resultó tan incómoda como había esperado Bora.

Ewa metió un camisón en la pequeña maleta, la cerró y la llevó de la cómoda hasta la puerta del dormitorio. Cerró la ventana, dobló la colcha y la levantó por encima de su cabeza para meterla en el armario. Apenas alcanzaba, así que Bora lo hizo por ella.

—Gracias —dijo—. ¿Tengo tiempo de maquillarme?

—No lo creo.

—Entonces, estoy lista.

La mirada de Bora se fijó en la mujer y luego, a espaldas de ella, en la fotografía enmarcada de una Ewa más joven con Helenka en brazos.

Ella siguió su mirada.

—Nunca le caí bien, ¿verdad?

—Todo lo contrario: me gustaba.

—Pues no actuó en consecuencia. —Ese día de verdad parecía mayor, mucho mayor que su madre—. Ah, pero se me olvida que es usted un hombre casado. —Se anudó el pañuelo azul en torno al cuello—. Aunque apuesto a que no tan felizmente casado como dice.

Bora cogió la pequeña maleta.

—Vámonos.

Al salir de Swiety Krzyza, descubrieron que algunas de las calles estaban cortadas. Columnas de blindados transitaban por la ciudad, así que redirigieron el coche de Bora a lo largo del Vístula, en dirección al puente. Como una isla, el macizo de la colina de Wawel, coronado por el castillo y la catedral, parecía girar a su izquierda a medida que se aproximaban al meandro que describía el río.

Ewa no miró por la ventanilla, pero Bora sí. El perfil de ella sobre el trasfondo de la colina no delataba ninguna emoción, únicamente algo de cansancio. Bora se sintió muy solo.

Casi habían llegado a la curva cuando el conductor se vio obligado a frenar hasta detener el vehículo. Bajo la vigilancia de unos ingenieros alemanes, algunos trabajadores descargaban equipamiento pesado de una balsa y dos camiones obstruían la acera. En ese momento estaban cargando uno de los camiones con maquinaria de construcción de carreteras.

Ewa se dio carmín en los labios, sosteniendo el espejo pequeño y redondo con firmeza en la mano.

El conductor de Bora apagó el motor.

—No podemos hacer gran cosa, señor.

—Ya lo veo. —Bora esperó unos minutos y, después, salió del coche para hablar con los ingenieros que supervisaban la operación.

Le explicaron que tenían que sacar todo el equipamiento de las balsas antes de que se helase el río.

—Todavía vamos a tardar un rato, Herr Hauptmann. —Pero se dieron cuenta de que Bora estaba impaciente y pensaba quedarse allí para que se sintiesen bajo presión—. Lo hacemos todo lo rápido que podemos, Herr Hauptmann.

Bora no se movió de donde estaba. Un viento brutal se alzó desde el río y a lo largo de la orilla, haciendo que los hombres se tensasen y les llorasen los ojos. Aunque le dio la espalda al viento, Bora se vio obligado a abandonar su intento de encenderse un cigarrillo al aire libre.

En los camiones, las cajas envueltas en lonas se vieron seguidas por la maquinaria de construcción de carreteras. Cuerpos articulados de acero, como insectos gigantescos, potentes engranajes unidos con correas, cadenas recorridas por surcos.

Bora empezaba a plantearse la alternativa de intentar pasar con el vehículo por encima de la abundante nieve congelada que había a un lado de la carretera cuando la reacción de los ingenieros, más que la conmoción de voces que oyó a sus espaldas, lo hizo girarse.

Ewa había escapado del coche y corría, alejándose de éste, en dirección a la elevación del terreno que bordeaba el extremo sur del casco antiguo y la colina de Wawel. Los dos soldados que los escoltaban también habían salido del vehículo. La apuntaban con los fusiles levantados y le gritaban que se detuviese.

—¡No disparen! —Bora se alejó corriendo del grupo desconcertado de trabajadores. A largas zancadas, siguió la dirección que había tomado Ewa a través de la nieve alta, hacia la colina de Wawel. A sus espaldas, los soldados corrieron un poco más y después se detuvieron, siguiendo sus órdenes.

Ewa hacía gala de una rapidez asombrosa, la habilidad de un animal asustado de escabullirse. Las manos y las rodillas actuaban al unísono para apartar la nieve. Su carrera era improvisada pero efectiva y, a través de los montones blancos, avanzaba casi en línea recta, sin que la estorbase el corto abrigo de pieles.

Las botas reforzadas de metal de Bora se resbalaron en el hielo que había bajo la nieve. La altura y el peso de un hombre se aliaban en su contra en la carrera. Su abrigo era largo y pesado y le impedía moverse libremente. Perdió el equilibrio y algo de tiempo mientras Ewa empezaba a subir por la ladera, que estaba cubierta de abundante hierba la mayor parte del año pero que ahora aparecía pelada y era de un blanco casi ininterrumpido.

Los guardias estacionados sobre los bastiones de la colina de Wawel habían detectado la fuga y gritaban advertencias guturales desde arriba.

—¡No abran fuego! —les gritó Bora, aunque el viento se llevó su voz y es posible que no lo oyeran.

A Ewa se le cayó el pañuelo que llevaba al cuello y, arrebatado por la corriente como un pájaro azul y zarandeado, el viento lo hizo flotar en el aire a sus espaldas.

A partir de ese punto, su única esperanza era alcanzar la rampa celosamente custodiada que llevaba hacia la puerta del castillo. Bora sabía que lo que buscaba no era seguridad. La furia que sentía lo impulsó a evitar que la mataran; se negaba por rencor a que tuviese esa elección, a formar parte de su muerte.

—¡Tiene que parar! —le gritó—. ¡Le ordeno que pare!

Ewa miró hacia atrás a mitad de la ladera. El terreno era muy empinado en ese punto. La nieve formaba montones muy altos a este lado de la colina, donde se había acumulado por efecto del viento, y Ewa se hundía casi hasta los muslos. Su rostro se veía diminuto y lívido en la distancia. Parecía estar a punto de retomar su carrera, pero dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y se quedó quieta.

A Bora le costó esfuerzo llegar hasta donde estaba, pero lo consiguió rápidamente gracias a sus piernas más largas, calzadas con botas. Ewa respiraba agitadamente, y Bora también. Nubes de vapor condensado huían frente a sus labios.

—No quiero que me arresten, capitán.

—No tiene elección. —Bora apartó los ojos de las figuras oscuras de los guardias armados con subfusiles, como marionetas, que había al final de la ladera—. Si le cuenta al juez lo que pasó entre Retz y Helenka, puede que el tribunal se muestre clemente.

Los labios pintados de Ewa eran el único toque de color en su palidez.

—Como si fuera a airear ante un tribunal el incesto que cometió mi amante con su propia hija. Qué alemán por su parte. No, gracias.

—Venga conmigo, entonces. —Bora extendió el brazo hacia ella. Ewa se fijó, sin dejar de sentirse halagada, en que no había abierto la pistolera.

—Mi hijo ha muerto, mi amante ha muerto. ¿Por qué no deja que le golpee? Así, sus hombres tendrían que matarme.

—No.

—Sería más fácil.

—Frau Kowalska, no es usted ni Tosca ni Clitemnestra. Esto no es un escenario.

Bora alargó la mano hasta el codo de ella y lo agarró con firmeza. Exceptuando la noche en que se habían besado, era la primera vez que la tocaba. La guió de vuelta al vehículo a través de la nieve removida sin mirarla, con el ángulo juvenil de la cara apartado del rostro de ella, igual que aquella noche, en su camerino.

El coche parecía muy pequeño allá abajo, junto a la cinta lenta y helada del Vístula, donde por fin habían terminado de descargar el equipamiento y la carretera estaba despejada.

12 de enero

Por la mañana, de camino a la estación de tren, Bora iba leyendo una carta que había recibido de casa y en un primer momento no se dio cuenta de que el coche aminoraba la marcha.

—¿Qué pasa, Hannes? —preguntó automáticamente, sin alzar la vista.

—La calle está cortada más adelante, señor.

Tras orientarse rápidamente, Bora vio que se habían acercado bastante a la estación, tras atravesar el barrio obrero que separaba el casco antiguo del cuartel general del ejército. A unos seis metros por delante del coche, un SS con casco y guantes levantaba el brazo derecho. Hannes redujo aún más la velocidad.

Incluso desde donde se encontraban, Bora vio que la calle estaba llena de cadáveres: civiles en ropa de dormir ensangrentada. Las SS tenían alambre de espino, varios coches y un perro. Había un camión aparcado en la calzada, donde la nieve pisoteada se había convertido en barro. Había personas hacinadas bajo la lona y dos filas de rostros, delgados y pálidos, observaban con nerviosismo lo que ocurría en el exterior. Los SS sacaban a familias enteras, según parecía, de las puertas de los edificios.

El soldado con el casco de las SS hizo señales al coche para que se parase, con una lentitud deliberada y autoritaria, y Hannes frenó hasta detenerlo por completo.

Bora bajó la ventanilla.

Justo delante del vehículo los alemanes tiraban muebles y ropa de los balcones de los pisos más altos de los edificios. Una máquina de coser, todavía pegada a la mesa de finas patas, cayó con estrépito, y volaron trozos de metal. En el aire flotaban papeles que acababan por desplomarse como pájaros a los que hubiesen disparado. El coche se detuvo en el límite mismo de un desorden indescriptible de objetos y personas.

Del interior de las casas se oían disparos. Bora reconoció la reverberación cortante de un tiro efectuado entre cuatro paredes. Lo siguieron los ecos de algunos gritos y unas órdenes expresadas a voces. Más tiros.

—¿Qué ocurre?

Tuvo que gritar las palabras para que lo oyesen. El SS le contestó sin moverse de donde estaba, cerca de la acera sobre la que yacían los cadáveres, sin molestarse en acercarse, aunque sin duda sabía que el que se dirigía a él era un oficial.

—¿No se ha enterado? Hemos cogido a los que mataron a la monja católica.

—¿Qué?

—Fueron los cerdos polacos que se escondían en los tejados de los edificios cercanos al convento. El ejército intentó encubrirlo, pero nosotros los hemos pillado. Ahora sólo es cuestión de sacar a sus cómplices de sus escondites. Se han cancelado todos los trenes, así que tendrá que dar media vuelta.

Sin dejar de mirarlo fijamente, Bora dobló la carta de su madre y se la guardó en el puño de la manga.

El SS se había alejado del coche. La sangre proveniente de los cadáveres empezaba a bajar por la calle. Al alcanzar la costra de nieve que flanqueaba la calzada, se abrieron flores rojas en el punto de contacto; un florecimiento transitorio que estalló para en seguida convertirse en una mezcla de sangre y agua helada que teñía de rosa la nieve medio derretida.

—Circule. Gire allí delante —el SS se dio media vuelta para ordenarles.

Hannes arrancó de nuevo a paso de tortuga, dirigiendo con cuidado el coche en un intento de esquivar la basura que caía desde arriba. Llovían fragmentos de cristal y otros escombros.

«A los que mataron a la monja católica. El ejército intentó encubrirlo». Bora sabía lo que significaba, lo que significaba todo aquello, pero, aun así, un paralizante torpor de cuerpo y alma le permitió seguir observando sin mostrar ninguna reacción visible. Hannes conducía encorvado sobre el volante. Sus grandes orejas parecían translúcidas a la luz fría de la mañana, como las de un animal sensible y mudo.

Un segundo control de carretera instalado por varios SS con abrigos largos obstruía la acera más adelante.

—Gire a la izquierda en la esquina —le dijo Bora a Hannes. Y, cuando el coche se disponía a salir del ruido y la confusión de la calle cortada, una gota de sangre (¿de dónde provendría? ¿Cómo habría salpicado o saltado hasta allí?) cayó sobre el parabrisas. Se posó sobre la parte más alta, donde el hielo que recubría el cristal allí donde no alcanzaban los limpiaparabrisas evitó que se deslizase, de forma que la sangre se quedó allí sellada, como una marca o una acusación.

Las calles estaban desiertas a lo largo de todo el camino desde el control hasta Rakowicka, donde el sol, bajo en el horizonte, desplegaba una gélida alfombra de hielo. Sobre la pared de ladrillo que rodeaba el jardín de la antigua Academia habían pegado varios carteles de las SS de un metro de largo, con el mismo texto en alemán y en polaco. Las letras negras sobre la delgada superficie de papel amarillo pálido rezaban: «La investigación en torno a la muerte de Maria Zapolyaia, una religiosa católica, ha tenido como resultado el arresto de varios criminales polacos. Los culpables (seguía una lista de nombres entre los cuales, sin duda, se encontraba el del prisionero maltratado con el que se había reunido Bora) fueron juzgados, declarados culpables y sentenciados a muerte. Se ha ejecutado la sentencia».

«El ejército intentó encubrirlo. Declarados culpables. Se ha ejecutado la sentencia».

Bora descubrió que era capaz de mirar todo aquello, de oír todo aquello, de ser testigo de todo aquello, sin tener nada en absoluto que decir al respecto.

13 de enero

La última persona en venir a confesarse hablaba inglés. A través del ventanuco enrejado, el padre Malecki entendió bien de quién se trataba, aunque no intercambiaron ningún signo de complicidad.

—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

Amen. Perdóneme, padre, porque he pecado.

—¿Cuánto tiempo hacía que no se confesaba?

Malecki se sorprendió a sí mismo al reclinarse en el hueco de la ornamentada cabina de madera que lo separaba del mundo para escuchar las palabras que le llegaban, en tono serio y en voz baja, a través de la poca privacidad que la reja de metal confería al otro hombre.

—Ahora todo es distinto, padre. El bien y el mal, el honor y el deshonor… no son más que palabras, palabras vagas para mí hasta que consiga volver a ponerlos en orden. Nadie puede hacerlo por mí y me da miedo, me da miedo tener que elegir. Tener que decantarme por uno de los términos opuestos cuando son tan vagos y tener que seguir adelante sin saber si he hecho bien, si mi elección fue sabia, cuando ya ni siquiera distingo los perfiles de la sabiduría. Se ha vaciado ante mis propios ojos el gran recipiente de sabiduría al que aspiraba; me engañaba a mí mismo repitiéndome que iba a conseguirlo o que ya había logrado llenar una pequeña parte. Está vacío. Está vacío.

—Eso no es pecado.

Bora apoyó la frente contra la celosía.

—Al mundo se le ha caído la máscara, padre Malecki, y detrás no hay rostro alguno. Siento enfermo el corazón.

—¿Así se siente? Es la expulsión del edén. Encontrarse con los «opuestos», como usted los llama. Darse cuenta de que, a diferencia de la perspectiva que se tiene desde dentro del jardín, de verdad hay un bien y un mal y la elección está en sus manos, porque es una criatura temporal con un alma inmortal cuyo bienestar depende de lo que haga aquí, de lo que decida aquí. —Malecki se emocionó al notar que Bora se esforzaba en silencio por no llorar—. Le diré algo: independientemente de lo que elija, quedará crucificado a su elección, lo clavarán a ella y sangrará hasta quedarse lívido. Vivirá o morirá por ella; tan seguro como que le estoy hablando en este momento. Y lo que es más: otros vivirán o morirán por ella.

La sombra que había tras la reja se alejó de repente.

—No quiero oírlo.

Pero Malecki se esperaba su reacción. Salió del confesionario e impidió con brusquedad que Bora se marchase. Lo devolvió de un empujón al hueco que había entre el confesionario y la pared, en la penumbra de la iglesia vacía.

—Dígame: ¿cree que la abadesa era una santa? ¿En eso consiste ser santo: una persona envuelta en su egocéntrico amor a Dios hasta el punto de excluir a todos los demás, regocijándose en Dios tras una puerta cerrada? Los santos no son tan celosos de su privacidad, capitán Bora. Soportan las cruces diarias y poco vistosas de su amor al prójimo, su enfado e indignación y la voluntad de infundir esperanza en los demás. En ocasiones llevan túnicas; otras, ropas de civil… o incluso botas con espuelas. Y tienen que ser todo lo prudentes y astutos que les sugiera Dios, serpientes y palomas en manos de los hombres. ¿Lo entiende? Temo por usted: ¡yo, que debería ser enemigo de usted y lo que representa!

15 de enero por la noche

—Nació usted con estrella. Nadie podrá arrebatársela jamás.

Tras enterarse de que habían reasignado a Bora, el doctor Nowotny se había autoinvitado a cenar y a disfrutar de una velada privada de música de Schumann interpretada al piano.

—Vaya, vaya —añadió—. ¡Una escuela especial de inteligencia y, después, la Academia Militar! Eso debería mantenerlo ocupado hasta enero de 1941 por lo menos. ¿Tendrá tiempo de escabullirse a casa entre clase y clase para suministrarle algo de «plasma germinal» a su esposa?

—Eso espero. —Bora se había despedido del padre Malecki aquella misma tarde y, no sabía muy bien por qué, se sentía huérfano tras la separación. Sentado al piano, ponía cuidado en disimular esos sentimientos y su melancolía ante el silencio de Dikta durante las Navidades—. La echo muchísimo de menos.

Nowotny se dejó caer en el sillón, con una copa grande de coñac en la mano.

—Como debe ser, como debe ser. Envíele un telegrama a Schenck en cuanto la deje embarazada para que deje de mandarle recordatorios de sus deberes conyugales. —Se echó a reír—. Resulta fácil decirlo. ¿Quién sabe dónde estaremos todos dentro de dos o tres años? —Escuchó tocar a Bora durante un rato. La música lo conmovió y no pudo evitar ponerse sentimental—. Una cosa sí puedo decirle, Bora. Dejará atrás esto de resolver crímenes y se concentrará en su carrera como militar. Y, si sé lo que me conviene, tarde o temprano dejaré de fumar como un carretero. Nuestro incomparable Schenck seguirá reproduciéndose como un conejo. A ver, ¿qué más?

Eran poco más que castillos en el aire por parte de Nowotny.

Tres años después seguiría fumando tanto como siempre. Schenck moriría a las puertas de Stalingrado antes de ver nacer a su sexto hijo y una granada de los partisanos le arrancaría la mano izquierda a Bora en el norte de Italia. Su esposa Dikta conseguiría la nulidad poco después. Todos, todos perderían una guerra de forma más desastrosa de lo que nadie podía temer. La vida podía arrebatarle a uno la buena estrella, y eso mismo iba a hacer.

Esta noche estaban Schumann, las expectativas moderadas de Nowotny y la clemencia de la ignorancia.

15 de enero por la tarde

—Hay una cosa que me gustaría pedirles a las hermanas: el grabado que hay colgado sobre la puerta del antiguo dormitorio de Matka Kazimierza.

La hermana Irenka hizo una mueca.

—¿Esa odiosa imagen de Adán y Eva?

—Sí, ésa.

—Faltaría más, quédesela. Hermana Jadwiga, haga el favor de traerle el grabado al capitán. ¿Puedo preguntarle por qué ha elegido esa imagen como recuerdo de nosotras?

—Sí, pero no la he escogido como recuerdo de ustedes, madre superiora, sino como recuerdo de mí mismo para mí mismo. —Bora sintió que se sonrojaba y, por una vez, no se resistió a la reacción de su cuerpo—. Después de todo, he fracasado en mi investigación, y necesito algo que me recuerde el orgullo masculino.

El padre Malecki esperaba fuera del convento, fumando un cigarrillo polaco. Vio que Bora metía el grabado en el maletero y se sintió tentado de sonreír.

Pero, en vez de eso, le preguntó:

—¿Las ha convencido de que no consiguió usted dar con la solución?

—No lo sé. Parecen resignadas a todo lo que pueda pasar.

—He oído decir que las SS están exhibiendo el hábito manchado de sangre de la abadesa en una de las salas de la colina de Wawel, junto con la bala Radom como prueba de que el culpable era polaco. Bueno, ¿qué hemos aprendido de todo esto?

Bora invitó al sacerdote a subir al coche.

—Sólo puedo hablar por mí mismo, padre Malecki; y lo que he aprendido es filosofía elemental: las cosas no son lo que parecen. Las certezas no son lo que parecen. Tal vez no existan las certezas.

—Ah, pero también está la fe de la madre Kazimierza en una luz interior.

—Sí. Lumen Christi, Adiuva Nos. Vamos a necesitarla.

—Vamos a necesitarla.

Avanzaron en silencio por las callejuelas del casco antiguo de Cracovia, bajo un cielo nublado que prometía más nieve.

—No llegó a decirme quién era el padre Moczygemba. —Bora se esforzó por sonreír.

—¿El padre Leopold Moczygemba? Un pionero de la emigración polaca a América. Construyó la iglesia de Cyril y Methodius en Bucktown, el barrio polaco de Chicago.

—¿Y después?

—Y después se convirtió en el padre espiritual de los polacos de Texas; pero su rebaño lo expulsó al darse cuenta de que el nuevo mundo no era la tierra prometida.

—No existe ninguna. Me refiero a las tierras prometidas.

—Exactamente. Confíe en la única Tierra Prometida, capitán Bora.

Sabían que no volverían a verse y la sensación estaba teñida de un regusto amargo y penetrante para ambos. Pero prefirieron no hablar de ello.

Pronto se separaron al final de la calle Karmelicka.