20 de diciembre
Los pechos de la chica estaban comprimidos por la tela de su blusa descolorida, pequeños como las yemas unidas de los dedos de una mano. En realidad, no era más que una niña, y Bora apartó la vista de su rostro para mirar al bebé de cara redonda que llevaba a horcajadas sobre la cadera. El bebé la había mojado, pero la chica parecía no darse cuenta.
A petición de Bora, Hannes siguió formulando preguntas en tono monótono. Los granjeros lo escuchaban y respondían de vez en cuando, con los ojos muy abiertos de la preocupación. A pesar de la época del año, iban todos descalzos. Costras de barro mezclado con nieve recubrían los talones de las mujeres, a quienes habían sorprendido lavando.
Dejándose guiar por su aspecto, Bora dedujo el parentesco que los unía. Había dos hombres y una mujer mayores (la generación de los padres) y tres hijos con sus respectivas esposas, la niña y el bebé. A dos pasos de distancia estaba una mujer de baja estatura, edad indeterminada y nariz chata. Un hilillo de baba le caía de la boca abierta, y desde la llegada de Bora se hurgaba furiosamente el dorso de la mano izquierda, donde tenía la piel cubierta de llagas.
—Hannes, hágales comprender que lo único que quiero averiguar es por dónde se fueron los hombres armados. Dígales que sé que no están ocultando a soldados polacos.
Hannes volvió a tomar la palabra. Esta vez fueron los hombres los que respondieron a sus preguntas. Bora captó unas cuantas palabras que se parecían al ruso y el nombre de una aldea cercana, Skalny Pagórek.
—Dicen que iban en dirección a Skalny Pagórek la última vez que los vieron, Herr Hauptmann.
—¿Y cuándo fue?
Los hombres se consultaron unos a otros. Apoyándose en un nudoso cayado, el hombre más mayor hizo algunas preguntas, escuchó y asintió con la cabeza. Bora también escuchó, sin comprender, mientras observaba el perfil arcaico del hombre, que llevaba la melena por los hombros recogida en trenzas canas e hirsutas a ambos lados de la cara. Junto a él estaba su hija o nuera. Bora se dio cuenta de que era la madre de la chica joven por los ojos claros. La mujer, que era robusta y de pelo rubio, se había adelantado a los demás para saludarlo con un beso en la mano, con la deferencia que mostraban los campesinos al ver un uniforme. Bora había dado un paso atrás y ahora se daba cuenta de que no debía haberlo hecho, por respeto a ese mismo uniforme. Las llagas que la mujer de la nariz chata tenía en la mano empezaron a sangrar.
Poco a poco empezaron a mencionar fechas, lugares y retazos de información. Bora y Hannes casi habían acabado cuando dos vehículos del SD se acercaron dando botes por el descuidado sendero de campo. Bora esperaba que pasaran sin detenerse, pero el coche de los oficiales giró y entró en el carril flanqueado de nieve que llevaba hasta la granja. Se detuvo junto al pozo cubierto de madera y lo mismo hizo el camión. De éste se apearon varios soldados que miraron a ver si el pozo estaba recubierto de hielo y se llenaron las cantimploras.
Del coche se apeó un oficial. No hizo intento de acercarse a la era, donde Bora había reunido a los granjeros. Se quedó parado junto al vehículo, a unos treinta pasos de distancia, consultando un mapa doblado.
Bora dijo:
—Vaya terminando, Hannes.
Para cuando llegó al pozo, el oficial del SD ya había terminado de examinar el mapa y volvió a guardarlo en su funda.
—¿Ha acabado, capitán?
Irritado, Bora tomó aliento.
—Este territorio está bajo control militar. Tenemos jurisdicción sobre él.
—Bueno, nuestro trabajo aquí es algo distinto del suyo, así que no se preocupe: no nos han encomendado tareas duplicadas.
Bora vio que los soldados estaban de pie a la sombra fría y azulada del camión. Habían amontonado las armas a un lado (subfusiles, carabinas) y empezaban a dar cuenta de sus raciones. Era demasiado temprano para almorzar, así que era posible que hubiesen pasado la noche en el camino. Tenían las botas cubiertas de barro seco y, a juzgar por el estado de sus uniformes, parecía que hubiesen dormido con ellos puestos.
—¿En qué consiste su tarea? —le preguntó al oficial.
—Reunimos provisiones para pasar otra semana sobre el terreno.
—En esta granja no queda nada. Ya la registramos durante la invasión. Se han llevado un buen mazazo.
—Ya les preguntaremos nosotros, capitán. Que tenga buen viaje.
Bora miró el reloj. Había pasado más tiempo de lo planeado en la granja. Aún tenía una larga lista de tareas que realizar en el campo antes de volver a Cracovia para acudir a una reunión de personal a las tres de la tarde, y Schenck no toleraba los retrasos. Mientras esperaba a que Hannes trajese el coche, Bora debatió consigo mismo si quedarse hasta que el SD hubiese llevado a cabo el registro o no.
Ninguno de ellos parecía tener prisa. Los soldados masticaban la comida o se sentaban a fumar dentro del camión.
El oficial sumergió una cantimplora en el cubo para llenarla. Tomó un trago, se enjuagó la boca y escupió el agua dentro del pozo.
—Puede esperar si lo desea, capitán, pero estoy seguro de que tendrá mejores cosas que hacer.
Bora lamentaría para siempre la falta de previsión que lo llevó a subir al coche y alejarse en ese momento.
Habrían recorrido aproximadamente un kilómetro tras salir de la granja y dejado atrás una línea doble de árboles escuálidos que la protegían del viento del norte cuando se vieron obligados a frenar hasta casi detener el motor para franquear un vado. Era una ladera empinada y cubierta de barro que ya les había costado trabajo cruzar de camino a la granja. El barro empezaba a helarse y estaba resbaladizo. El coche llegó al fondo, que era una mezcla gélida de piedras, marga y agua, y Hannes forzó el motor.
Un viento intenso traía unas nubes dispersas que se deslizaban desde el sur. Después del amanecer, la temperatura se había vuelto bastante agradable, y Bora tenía la ventanilla bajada. Incumpliendo el consejo que le había dado Schenck de que se mantuviese sobrio, se encendió un cigarrillo y vio cómo el humo escapaba del coche en espirales caprichosas y azuladas. Skalny Pagórek. A continuación, irían a Skalny Pagórek. Desplegado sobre sus rodillas, el mapa mostraba una multitud de senderos rurales entrecruzados y topónimos eslavos.
—Hannes —dijo. Y entonces, por encima del chirrido grave del motor, Bora oyó algo que hizo que se le tensase la espalda contra el asiento.
Fuego de ametralladora. No muy lejos, se oía fuego de ametralladora de detrás de la línea de árboles esqueléticos. Sus ojos se encontraron con la mirada nerviosa de Hannes en el espejo retrovisor.
Bora guardó el mapa. Se le abrió un vacío en la boca del estómago, un dolor repentino y agudo. Pero no podía haber cometido un error tan garrafal: no podía haber malinterpretado las intenciones de los hombres hasta ese punto, era imposible. Tenía prejuicios contra el Servicio de Seguridad. Siempre se ponía en lo peor. Lo que debía pensar era… lo que debía pensar era que el SD se había encontrado con unos resistentes del ejército polaco.
—¡Vuelva! ¡Ahora mismo!
Se encontraban justo en mitad del vado. Hannes dio marcha atrás y las costras de barro se desprendieron de las ruedas al girar. Consiguió subir la ladera marcha atrás y giró. A toda velocidad, dejaron atrás los árboles en medio de una tormenta de agujas de pino rojizas y devoraron la explanada llana que los separaba de la granja.
Lo único que distinguió Bora desde lejos fue a un puñado de soldados que salían del granero.
El camión estaba vacío. El coche de los oficiales estaba vacío. No había nadie en la era.
Bora salió corriendo del vehículo y cruzó la extensión de nieve pisoteada que cubría la tierra fangosa. Se quedó parado en el peldaño que daba acceso al granero.
El vacío que sentía en el estómago se hizo aún mayor.
—¿Qué han hecho?
El oficial del SD apartó a Bora con el hombro para poder salir del granero y se paró junto a él en el umbral.
Por todo el cobertizo, había soldados que acarreaban latas de gasolina y vertían un denso reguero de combustible sobre los cimientos. Sobre éste iban tirando puñados de hierba y heno. Bora olió la gasolina y oyó a los soldados ir de acá para allá, pero no les prestó atención. Tenía los ojos fijos en el suelo de tierra del granero.
—¡Por el amor de Dios, si ni siquiera están muertos!
—Su trabajo aquí ya había terminado cuando llegamos, capitán. No se inmiscuya en el nuestro.
Bora dio un paso adelante para entrar, mientras se abría la pistolera.
El oficial del SD lo agarró por la muñeca.
—Se lo advierto. —Y cuando Bora se zafó con un giro del brazo, lo empujó con fuerza contra el quicio de la puerta—. No se inmiscuya.
Bora le devolvió el empujón. Sacó la pistola. El oficial hizo chocar el pecho contra el suyo de un empellón y Bora lo repelió con un codazo. Con rudeza, se enfrentaron el uno al otro a base de fuerza bruta, luchando por el control del umbral.
—Quiero su nombre, capitán.
—Y yo, el suyo.
Una llamarada prendió a su lado cuando el fuego alcanzó un haz alto de hierba y lo envolvió de un rojo intenso, en medio de una bocanada de humo asfixiante. El oficial del SD dio un paso atrás, agitando las manos con desdén, y Bora entró en el granero.
Empezaba a salir humo de debajo de las tablas que había tiradas aquí y allá por todo el cobertizo. Las botas de Bora hicieron que la sangre se mezclase con la tierra del suelo a medida que se acercaba al centro del granero. Allí era donde estaban amontonados los cadáveres. Primero vio a la chica. Estaba boca arriba y le habían dado un tiro en la frente. La mano izquierda se contraía frenéticamente sobre el charco de sangre, donde la retenía el brazo de su madre. A la madre le habían volado la parte de atrás de la cabeza. Bora pasó por encima del bulto ensangrentado de uno de los hombres para llegar hasta la chica. A horcajadas sobre su cuerpo, terminó con ella. Después, se giró hacia los demás y fue disparándoles a bocajarro uno a uno. Cuando se le acabaron las balas, cambió el cargador y siguió disparando.
—Herr Hauptmann, Herr Hauptmann! —lo llamó Hannes desde la era—. ¡El tejado está a punto de derrumbarse!
Bora siguió disparando.
Cuando salió, los vehículos del SD ya se habían marchado. Volvió la cabeza hacia el pozo y vio su estela, una tormenta de cristales de hielo sobre el carril de tierra que se alejaba en dirección al este. Le escocían y le dolían los ojos a causa del humo, pero no se los enjugó por miedo a que pareciese que estaba emocionado, cuando no lo estaba.
Hannes estaba de pie junto al coche. Su figura menuda y gris parecía insignificante frente al trasfondo inmenso de los pastos ondulados. Tenía la mirada apartada y la cara pálida.
Bora no estaba emocionado, pero sí era consciente de llevar un peso insoportable al final del brazo. Provenientes de los campos, se oían los sonidos típicos de la mañana. Muy lejos, según parecía. El frescor de la mañana se los trajo amorosamente una vez se apartó del crepitar y el olor penetrante de las llamas.
En el futuro, pensaría muchas veces en este día y sentiría el mismo agotamiento que en ese momento, allí de pie con el peso de la Walther como un lastre en la mano, al final del brazo extendido. La pistola parecía tan pesada que era como si quisiese tirar de él hacia abajo y hundirlo.
Hannes había recorrido la mitad de la calle con el coche cuando, por los letreros y las fachadas de las tiendas, se dio cuenta de que le había dado instrucciones de seguir la ruta equivocada, más allá del jardín botánico de Cracovia, en dirección contraria al cuartel general.
Una vez en el cuartel general, el coronel Schenck no se interesó por su historia. No fue descortés, pero tampoco mostró interés por intervenir. Le dijo que lo entendía.
—Si empieza a sentir pena tan pronto, Bora, está jodido. ¿Qué más le da a usted? Tenemos nuestras órdenes y el SD tiene las suyas. No fue más que casualidad que no hubiese recibido usted órdenes parecidas. Y estos granjeros polacos… ni siquiera son personas, no merecen ni reproducirse. Veo que está usted afectado, pero hágame caso: no empiece a volverse blando. —Bora intentó decir algo, pero Schenck lo interrumpió—. Estamos todos en el mismo barco. Si cometemos alguna falta, somos todos culpables. Así son las cosas.
—No puedo aceptar que las cosas sean así y punto, coronel. También existen las leyes.
—¿Tan pronto y ya me habla de leyes? Usted mismo arrasó aldeas polacas como un ciclón durante los primeros días que pasó aquí. ¿Qué leyes? Deje que las cosas sigan su curso. Primero me hace llegar un informe sobre unos cuantos ucranianos ahorcados y ahora son los granjeros polacos. Procure endurecerse el corazón, como nos aconsejaron al principio de esta campaña. Le vendrá bien en la vida. No es más que un joven capitán con demasiados escrúpulos; su puesto no es relevante, ni siquiera útil. —Schenck le dio una palmadita en el hombro—. Vaya a su despacho y prepárese para la reunión de personal.
Bora sintió como si lo hubiesen dejado caer desde una gran altura. Pasó los siguientes minutos ojeando los papeles que tenía sobre el escritorio sin siquiera verlos.
Schenck echó un vistazo desde el umbral para ver qué hacía.
—Por cierto, Bora, espero una llamada de Alemania. Mi esposa está de parto. Si suena el teléfono mientras presido la reunión, haga el favor de cogerlo y pasármelo inmediatamente si es el hospital. Y otra cosa: Salle-Weber me ha informado de que su sacerdote americano está en prisión por obstruir una operación de registro. Tiene mi permiso para sacarlo una vez haya terminado aquí.
El padre Malecki siguió a Bora sin hacer preguntas. Apenas habían intercambiado un par de palabras desde que Bora se había presentado en la sala de detención abarrotada con un guardia del SD a remolque. Ahora estaban sentados uno junto a otro en el coche de Bora, bajo el cielo oscuro de la tarde.
—¿Lo llevo a casa? Sé dónde vive.
—No, gracias.
—Ya veo. ¿Al consulado americano, entonces?
—De ninguna manera.
A Bora no le apetecía jugar a las adivinanzas.
—¿Adónde quiere ir, padre Malecki?
—Tomemos una copa.
La sala que había en la parte de atrás del Pod Latarnie era una acogedora taberna.
El atuendo de clérigo americano de Malecki, con pantalones en vez de sotana, no permitía identificarlo como sacerdote a primera vista. Bora escogió una mesa apartada para que tuviesen algo de privacidad, pero por la forma en que Malecki se quitó la bufanda se dio cuenta de que al sacerdote no le importaba mostrar el alzacuellos.
—Tomaré un zubrówka —le dijo Malecki al camarero.
—Sí, Ojciec.
—¿Qué va a tomar usted, capitán Bora?
—Lo mismo.
Durante los treinta años que llevaba como sacerdote, Malecki había aprendido a entender a las personas. Vio cómo Bora jugaba distraído con las llaves del coche, excesivamente rígido incluso teniendo en cuenta su profesión. Era la clase de rigidez que lucha por contrarrestar la necesidad de desplomarse.
—¿Sabe lo que ha pedido? —preguntó.
—No.
—Es el vodka con mejor sabor, preparado con hierbas aromáticas del bosque de Bialowieza.
Bora alzó la vista hacia el sacerdote. Fuera lo que fuese lo que lo preocupaba, y Malecki dudaba que tuviese nada que ver con su arresto, no iba a hablar de ello voluntariamente. Al ver la mueca malhumorada en los labios de Bora, decidió que sería mejor no preguntarle en ese momento.
El camarero les trajo las bebidas.
—Aquí tiene, Ojciec.
Bora se sintió algo mejor después del vodka. Se dejó caer sobre el asiento acolchado de cuero.
—Siento que lo detuviesen, padre Malecki.
—No fue para tanto, una vez los convencí de que no era polaco.
—Me extraña que el consulado americano no se las apañase para liberarlo.
—Creo que ni siquiera saben que me arrestaron.
—¿No se lo dijo a las SS?
—Les dije que era súbdito suizo.
—¡No!
—Eso les dije, fue una mentirijilla piadosa. Pero las cosas se habrían puesto difíciles después de esta noche, ya que se esperaba que la respuesta de la embajada suiza en Varsovia llegase por la mañana. Aunque, gracias a usted, ya no tengo que preocuparme por eso.
Bora negó con la cabeza.
—Para ser un hombre de Dios, es usted muy poco ortodoxo.
—Hay momentos en que uno debe desafiar la ortodoxia.
A Bora lo impresionaron estas palabras. Sabía que no iban dirigidas a él, pero penetraron en su corazón con la facilidad de un cuchillo.
—¿Y qué momentos son ésos, padre Malecki?
Era la primera noche que Ewa volvía a los ensayos tras la muerte de Retz. Estrenaban la obra al día siguiente.
Kasia la alcanzó en la oscuridad frente al teatro y anduvieron juntas para coger el último tranvía que pasaría hasta la mañana. En las esquinas, el viento era tan frío que tuvieron que envolverse bien en sus abrigos y enterrar las caras en los cuellos de éstos.
—No me preguntes, Kasia.
—¿Quién te ha preguntado nada? Estoy andando, nada más.
En cuanto llegó a casa, Ewa Kowalska se quitó las medias, poniendo cuidado de tocarlas con las yemas de los dedos humedecidas para no hacerles carreras ni desgarrones con las cutículas. Tras ponerse un par de zapatillas desgastadas, se acercó al teléfono que tenía junto a la cama y marcó un número que se sabía de memoria. Mientras fumaba, esperó hasta que resultó evidente que Bora no estaba en casa antes de colgar.
Le dolía la cabeza. Había fumado demasiado los últimos días y, además, tenía la garganta seca. Le preocupaba quedarse afónica para el día siguiente. Tenía una botella de vinagre y otra de agua sobre la mesilla de noche y, después de diluir una cucharada de vinagre en medio vaso de agua, hizo gárgaras hasta que le corrieron lágrimas por la cara.
Una cancioncilla, cantada por una aguda voz de mujer, le llegó flotando desde la radio de la cocina a través de la puerta del dormitorio. Nur du, nur du, nur du-u-u. Ewa se acercó a desconectar la radio. Apagó la luz. Sentada en la cama, cerró los ojos. No podía dormir. Estaba agotada, pero no podía dormir. A veces le dolían la furia y la soledad.
Necesitaba hablar con un hombre y se dio cuenta de que estaba enfadada con Bora por no estar en casa.
En el Pod Latarnie, Malecki dijo:
—¿Cómo ha llegado a la conclusión de que cuando dijo «su nombre» la abadesa se refería a la palabra lumen?
Bora examinó con atención el diminuto vaso vacío como si fuese cualquier cosa menos un vaso normal y corriente.
—No puedo decírselo. No es ninguna conclusión, padre, tan sólo una hipótesis viable. Si la abadesa quería decir que moriría «por su nombre» y ese nombre es Lumen, si consigo entender lo que quiere decir, puede que descubra quién la mató. El diccionario de latín me resultó útil, pero no consigo conectar ninguna de las acepciones que aparecen con la causa de su muerte. Recordé que en la filosofía, las capacidades cognitivas de la mente humana, sin ayuda de la gracia de Dios, se denominan lumen naturale.
Malecki asintió con la cabeza.
—La lumen gratiae.
—Sí. Por otra parte, puede que lumen se refiera a una entidad física. La palabra también quiere decir «ventana» y «apertura». ¿Debemos pensar que le dispararon a través de una ventana? —Bora miró al camarero y negó con la cabeza cuando éste le preguntó si quería otra copa. El padre Malecki hizo lo mismo—. Pero, aun admitiendo que la abadesa acertase con su profecía y que yo tenga razón en seguir esta pista, ¿sería lumen la causa o el agente de su muerte?
Malecki se enjugó la nariz con el pañuelo.
—¿Tenemos un móvil en firme para su asesinato?
—Hasta ahora, tan sólo el tono político de sus declaraciones.
—Era más apocalíptica que política, capitán.
—Tal vez.
—Bueno, ¿tenemos algún sospechoso?
—Sólo sospechosos sin rostro y sin nombre. —Bora apartó el vaso—. Me he planteado la posibilidad de que alguien, quizá incluso un miembro de mi ejército, entrase en el convento antes de llegar el coronel y yo. Alguien que pudo haber matado a la abadesa y que, dada la confusión reinante últimamente, ya podría encontrarse muy lejos de aquí.
Malecki notó la incomodidad de Bora al formular esta suposición.
—Pero ¿cómo iba a entrar un extraño en el convento sin ser visto?
—No lo sé. Pero la persona que dejó la bolsa con las pistolas sobre el tejado se las ingenió para entrar. —Lentamente, Bora siguió el borde de la mesa con el índice. Malecki creyó que sería buen momento para decirle que sabía dónde encontrar al menos a uno de los albañiles. Pero Bora ya estaba pensando en otra cosa.
—Padre —preguntó—, ¿qué porcentaje de las profecías de la abadesa se ha hecho realidad?
—Resulta difícil decirlo. La mayoría todavía no se han cumplido. De las que se refieren a acontecimientos del pasado reciente, tal vez seis de diez.
—¿Lo consideraría un porcentaje llamativo?
—Yo diría que indicativo. La opinión de la teología sobre las profecías se limita a los ejemplos que encontramos en el Antiguo y el Nuevo Testamento. San Juan de la Cruz dijo que Dios utiliza distintos medios para transmitir el conocimiento sobrenatural: a veces palabras, en ocasiones imágenes y símbolos, o una combinación de ambas. La madre Kazimierza era muy leída, así que sus profecías están llenas de juegos de palabras. No me extrañaría que la palabra lumen tuviese un doble sentido… si ésa es la expresión correcta. Pero, volviendo a su porcentaje de éxitos, en algunos casos se equivocó de medio a medio. Cuando llegué a Cracovia, me informó de que una mujer mayor a la que me encuentro muy unido fallecería en el plazo de seis meses. Resulta que la única mujer, joven o mayor, en mi vida es mi madre, y gracias a Dios sigue viva y disfrutando de buena salud a día de hoy.
—A no ser que la abadesa se refiriese a alguien a quien se encontrase unido de forma puntual y considerase que ella era la mujer en cuestión. Después de todo, la palabra «monja» en idiomas como el inglés etimológicamente quiere decir «señora mayor».
Malecki se encogió de hombros.
—¿Sabe? Hablé con la madre Kazimierza dos o tres veces a la semana durante seis meses y, aun así, no puedo decir que la conociese. Me dio la impresión de ser una mujer muy culta, testaruda, conservadora, con mucho autocontrol y también controladora.
—La última persona de la que se esperaría que fuese una mística.
—Exactamente. El arzobispo le pidió a la Santa Sede que abriese una investigación debido al culto no oficial que estaba empezando a crecer en torno a la abadesa incluso en vida de ésta. Al principio la importunaba mi presencia. Sólo me permitió visitarla regularmente después de recibir una orden directa del arzobispo. No me cabe duda de que era una creyente fervorosa. Su relación con Dios era exclusiva, celosa, muy sentida. Ha leído usted algunas de sus meditaciones.
Bora le ofreció un cigarrillo al sacerdote.
—Así es. Algunas me parecieron banales, y otras, ininteligibles. Sus descripciones de la «penetración de la luz de Dios en la hendidura del alma» me resultaron francamente eróticas. —Con engañosa indiferencia, Bora se dedicó a buscar su encendedor—. Padre Malecki —dijo entonces—: ¿Se relacionaba con la clandestinidad?
Malecki encajó el golpe como un boxeador. Esperaba que fuese a hacerle esta pregunta antes o después, pero no ahora. Era demasiado pronto y no estaba preparado. Acercó el cigarrillo a la llama, nervioso al darse cuenta de que Bora se ponía alerta frente a una mentira. Sabía que, aunque quizá comprendiese por qué le mentía, no dejaría de tomar medidas.
Sentado frente a él al otro lado de la mesa, Bora se guardó el encendedor con gesto cansado. Lo cierto era que empezaba a sentir el peso del día sobre los hombros. Como si acabasen de atarle un fardo de piedras en torno al cuello y los hombros, la tensión acumulada a lo largo del día se había convertido en un dolor físico. El coronel Schenck no había hecho más que empeorar las cosas al decirle: «Les dio el golpe de gracia. Técnicamente, fue usted quien los mató». El padre Malecki dijo:
—Conteste lo que conteste, capitán Bora, o bien no me creerá o decidirá investigarlo.
—Exactamente.
—Entonces, mi respuesta no es relevante.
—Pero su silencio lo es.
—Sólo por defecto.
Bora tensó los labios. Aunque intentaba que no se le notase, se sentía más molesto que decepcionado.
—Creí que habíamos acordado colaborar.
—No desde el punto de vista político.
—¿No? Pude haberlo dejado en la cárcel, padre Malecki.
—Me tiene encarcelado ahora mismo, al hacerme preguntas que no puedo responder.
Cuando Bora se levantó, obviamente dispuesto a marcharse, Malecki hizo un gesto pausado, una leve elevación de la mano abierta, para detenerlo.
—Encontrará al contratista que trabajó en el convento en esta dirección, capitán. —Y volvió a bajar la mano para sacarse un papel doblado del bolsillo del pecho.
Sonó el teléfono poco después de que Bora volviese de llevar a casa a Malecki.
Reconoció la voz de Ewa antes incluso de que se identificase. Su primera reacción fue colgar el teléfono. Pero ella dijo, evitándolo:
—No pienso robarle mucho tiempo, capitán. Soy consciente de lo tarde que es.
21 de diciembre
No se apreciaban signos de preocupación en el rostro de Schenck a la mañana siguiente, cuando dijo:
—Ocúpese del teléfono por mí, Bora: mi esposa sigue en el paritorio. Esta vez parece que viene de nalgas.
—Lo siento —respondió Bora, por decir algo.
—¿Por qué? Ésa es la función de la mujer, capitán. El hombre arriesga su vida en la guerra, y la mujer, en el parto. Tengo una entrevista con el gobernador general, pero puede llamarme a este número si tiene alguna noticia. ¿Sacó al sacerdote de la cárcel? Bien. —Schenck se sacó la cruz de hierro del bolsillo y se la colgó al cuello por la cinta—. Veo que se ha recuperado muy rápidamente de su ataque de compasión. Era de lo más inapropiado.
Al mediodía, cuando Bora por fin llamó a Schenck con la noticia de que volvía a ser padre, Malecki estaba hablando con las monjas reunidas en el refectorio. Les dijo que los alemanes sospechaban que la abadesa hubiese podido tener contactos con la clandestinidad y observó sus reacciones. La mayoría se mostraron sorprendidas ante esta posibilidad. La hermana Irenka y la hermana Barbara negaron la acusación porque «no podía ser». La hermana Jadwiga, que parecía darle vueltas a algo, se mantuvo en silencio.
Con los ojos fijos en ella, Malecki se dirigió al grupo:
—Si alguna tiene conocimiento de algún contacto de este tipo o de cualquier otro asunto de corte político, la escucharé en confesión esta tarde. Puede que la seguridad de toda la comunidad dependa de esta información.
La satisfacción de Schenck al haber sido padre de un cuarto hijo tuvo como resultado una tarde libre para Bora, la primera desde la invasión.
Ewa miraba a Bora, sentado a la mesa frente a ella, bajo la fría luz del sol que entraba como una navaja a través de la ventana de la cafetería. A la luz se le veía la mandíbula completamente lisa, como si la hubiesen limado hasta dejarla perfectamente limpia. Tenía la misma textura que la piel de un niño. Severa, sin mancha. Daba una impresión de extrema pulcritud, algo que encontraba atractivo pero intimidatorio. Vio en él el prejuicio despiadado de la juventud.
—Me alegro de que me pidiera que nos reuniéramos —dijo Ewa.
—¿Por qué?
Le dedicó una sonrisa discreta. Mientras removía la cuchara dentro de su taza, dijo:
—No me mire así, capitán. Los lunes no son mi mejor día, y últimamente he pasado por mucho. ¿Por qué, me pregunta? Me alegra que crea que quizá tenga algo más que decir sobre Richard. Algo que explique las cosas.
—¿Qué hay que explicar?
—Su suicidio. Me lo contó la mujer de la limpieza, igual que a todos los demás.
«Salle-Weber tenía razón», pensó Bora. La noticia había corrido como la pólvora. Se echó hacia atrás sobre la silla de metal y estiró el cuerpo alto y delgado, enfundado en el uniforme.
—Y bien, señora Kowalska, ¿qué puede decirme que no les haya contado a las SS?
—Eso depende de las razones que tenga para preguntarme.
—Mis razones son eminentemente privadas. Francamente, no me caía bien el mayor Retz, pero un hermano oficial es un hermano oficial. Era su compañero de piso y quiero entenderlo.
Con el dedo encogido en torno al asa, Ewa giró la taza sobre el platillo hasta que el mango apuntó hacia la derecha.
—Fui a verlo el sábado por la noche. Me había dicho que no iba a estar usted, así que fui. Tenía que hablar con él. —Bebió un sorbo de la taza y dejó una marca de pintalabios en el borde—. Quizá sepa que Richard y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Desde la última guerra, de hecho.
Bora le dijo que lo sabía.
—Entonces nos habríamos casado de haber tenido más tiempo. Tal vez. Ya no importa. Lo que importa es que me encontré embarazada y con una carrera como actriz que empezaba a parecer prometedora. Por suerte, había otro hombre en la compañía que siempre había «cuidado» de mí y decidí aceptar su oferta. Hasta aquí es una historia bastante trillada, y jamás hubiera pasado de ser un aburrido romance de guerra si Richard no hubiera sido como era. Incapaz de mantenerse fiel a una sola mujer.
—¿Sabía que esta vez tenía una esposa en Alemania?
—Por supuesto. Aquello no cambiaba nada. Y además, ¿cómo expresarlo? Sentía que tenía preferencia sobre cualquier otra mujer. —Cuando lo miró por encima de la taza, Ewa vio que Bora apartaba la cara, con expresión ligeramente hostil—. En mi compañía hay una actriz joven. Se llama Helenka.
—¿Helenka Sokora?
Ewa tensó las comisuras de la boca, aunque se apresuró a volver a relajarlas.
—Ya veo que la conoce.
—He oído hablar de ella. Es su hija.
Ewa le añadió más leche al té y, durante el siguiente minuto, pareció absorta en removerlo. Sólo cuando oyó el crujido de los pantalones y el leve tintineo de las espuelas de Bora al cruzar las piernas, volvió a tomar la palabra.
—No es que le guardase rencor a Richard por verse con otras mujeres. Él era así. Pero Helenka… no podía permitir que siguiese con ella.
Bora se dio cuenta en seguida de que le temblaba la mano por la forma en que la taza chocó contra el platillo cuando intentó levantarla. Aunque mantuvo el cuerpo relajado, prestó más atención.
—Helenka era hija suya, capitán. —Una vez más, intentó alzar la taza, sin conseguirlo—. Richard no lo sabía. Mi exmarido lo sospechaba, pero nunca llegó a saberlo. Helenka no tiene ni la menor sospecha y jamás debe averiguarlo. Es cierto que no siempre estamos de acuerdo en todo. No nos llevamos bien: somos muy parecidas y, al mismo tiempo, muy distintas. Vivimos separadas y nos evitamos en todas partes excepto sobre el escenario. Danzamos un baile de lo más complicado para mantenernos la una alejada de la otra. Cuando me enteré a través de los chismorreos del mundillo del teatro que estaba saliendo con él, perdí los papeles, porque Richard no era hombre que se conformase con un par de galanterías. No tenía forma de averiguar si ya había ocurrido lo irreparable, pero esperaba que no.
El rostro de Bora permaneció inmóvil. Sabía que Ewa quería saber si Richard y Helenka habían hecho el amor y decidió no proporcionarle esa información.
—Entonces, ¿fue a decírselo?
—¿Qué otra cosa podía hacer? —Rebuscó en el bolso y sacó unos cuantos papeles que le entregó a Bora—. Le enseñé su certificado de nacimiento para demostrarle que ya estaba embarazada cuando él se marchó. Estaba furiosa. Le dije que no podía… que no podía hacer, ni siquiera plantearse hacer una cosa así con su propia hija.
Bora tragó saliva.
—¿Y qué le respondió él?
—¿Que qué me respondió? —Ewa negó con la cabeza—. Se vino abajo, capitán. No se enfadó ni perdió los papeles, nada. Se derrumbó por dentro, eso es todo. Hasta sentí pena por él. Antes de marcharme, le pregunté si se encontraba bien. Me dijo que lo dejara en paz.
Bora no tomaba notas descaradamente, pero Ewa intuyó que almacenaba con cuidado la información en su mente. Seguía manteniendo la cara aniñada y malhumorada inclinada, aunque miraba en dirección a ella.
—De este material están hechos las pesadillas, capitán. ¿Cómo se sentiría usted si le dijesen que su amante es también su madre?
—Yo jamás tendría una amante que me sacase tantos años.
Se le escaparon las palabras antes de poder evitarlo. Bora se sintió avergonzado por la vana arrogancia que demostraban.
Ewa apartó los ojos y, al poco, volvió a pasarlos sobre él.
—Pero estoy segura de que se ha acostado con mujeres bastante mayores que usted —dijo en tono sereno.
—Sí. Es cierto.
—Richard tenía su edad cuando lo conocí. Yo tenía su edad. Es una época maravillosa si uno tiene cabeza. Si uno se entrega con cabeza.
Bora se incorporó, rompiendo la relajación del cuerpo que había mantenido hasta ese momento.
—Entonces ¿le sorprendió oír que se había quitado la vida?
—No. Me entristeció. Me entristeció y me dolió, pero no me sorprendió.
Incluso a través de la reja de metal del confesionario, el padre Malecki se dio cuenta de que la monja que estaba al otro lado era la hermana Jadwiga.
Susurró una excusa por su haberse mostrado tan preocupada cuando el sacerdote entregó la bolsa llena de armas a los alemanes.
—Debí haber hablado antes, padre, pero ¿quién sabe cómo se lo hubieran tomado los alemanes? La mañana en que murió Matka Kazimierza, el coronel estuvo aquí, solo.
Malecki no sentía cómo se le perlaba la frente de un sudor tan frío desde que estuvo resfriado. Recordó las sospechas de Bora y se esforzó por no presionar a la monja con las preguntas que una voz formulaba a gritos en su interior.
—¿Sí…? —fue lo único que dijo.
—Casualmente, estaba vigilando la puerta aquel día porque sabía que los albañiles iban a llegar de un momento a otro para reparar el tejado. Pero en vez de ellos, a eso de las diez se presentó el coronel alemán. Quiso entrar a ver a la abadesa. Le dije que iba a estar meditando hasta por la tarde, que no se permitía a nadie interrumpir sus meditaciones. Me contestó que había recibido una llamada de su familia y que era muy urgente. ¿Sabe? Casi tenía los ojos llenos de lágrimas. Aun así, no pude ayudarle. Entonces, me preguntó de repente si al menos le haría el favor de ir a buscar uno de los libros de la abadesa que tenemos a la venta.
Malecki contuvo la respiración.
—Sí, hermana. Sí. ¿Qué más?
—No vi nada de malo en su petición, así que lo dejé en el umbral y entré en la habitación de al lado, donde tengo los ejemplares y la caja con el dinero. Cuando volví, se sacó diez marcos del bolsillo (como sabrá, es veinte veces el precio del libro), pagó con ellos y se marchó.
Lo irrelevante de su historia casi hizo enfurecer al padre Malecki.
—¿Eso es todo?
La hermana Jadwiga bajó la voz hasta emitir un siseo que el sacerdote logró descifrar a duras penas, aguzando el oído pegado a la reja.
—No. La llave de la puerta que separa el convento de la iglesia cuelga de un clavo en la portería. Cuando llegaron los albañiles una hora más tarde y fui a buscar la llave de la capilla interior, me di cuenta de que faltaba la otra. Estaba ahí antes de llegar el coronel, padre, y nadie entró en la portería entre su visita y la de los trabajadores. Lo que creo es que…
—Alce la voz, hermana.
—Lo que creo es que cogió la llave, entró en la iglesia desde la calle, subió al balcón donde está el órgano y, desde allí, obtuvo acceso al convento.
—¿Dónde está la llave ahora?
—De vuelta en su lugar. La tarde en que murió la abadesa, una de las hermanas la encontró en el pasillo. Verá, padre: no he dicho nada porque creí que era posible que nuestra madre superiora estuviese colaborando con los alemanes, aunque me arrepiento de haberlo siquiera pensado. Ahora está muerta y el coronel se ha marchado, y no sé si va a hacer bien a nadie que se conozca lo que pasó.
Malecki se dejó caer sobre el incómodo asiento del confesionario, intentando mantener a raya el nerviosismo. Se sintió agradecido al ver que una silueta pasaba por delante de la reja, indicando que se marchaba la hermana Jadwiga. Cerró el ventanuco y, en la penumbra, rebuscó en el bolsillo de su sotana hasta dar con el número del despacho de Bora.
Helenka no esperaba encontrarse a Bora esperando en la plaza que había frente al teatro. Por su forma de actuar, era evidente que sabía que no podía ignorarle, pero se limitó a dedicarle un rápido asentimiento de cabeza y echó a andar por la acera.
Desde unos cuantos pasos de distancia, Bora le dijo:
—Es preferible que suba a mi coche y vayamos a alguna parte a que andemos juntos en plena calle.
Ella se paró sin darse la vuelta, con los hombros tensos bajo el fino abrigo.
—Ahora mismo no me apetece hablar con nadie, capitán Bora.
—Pues debería. Esta tarde he estado con su madre.
Helenka llevaba puestos los tacones amarillos que le había regalado Retz. Cuando se giró, las suelas de sus zapatos nuevos chirriaron sobre la acera helada. Tenía la cara extremadamente pálida, así que el rojo de sus labios destacaba como un tajo sobre una máscara pintada con tiza.
Bora le abrió la puerta y se sentó al volante.
Habían salido de la ciudad y llegado al montículo del monumento Kosciuszko cuando Helenka por fin se decidió a abrir la boca.
—No hay nada que decir. No sé por qué se suicidó y no tengo nada que decir. No quiero que hable de él. No tengo nada más que decirle. ¿Por qué quiere saberlo?
—Porque yo era colega suyo.
—Bueno, ¿qué le ha dicho mi madre? Seguro que era de lo más interesante.
—Cree que sólo se veía usted con el mayor.
Helenka había estado llorando y ahora rio con amargura. Le tembló el labio.
—Eso demuestra que no es imposible engañar a una madre. —Su perfil a la luz menguante de la tarde tenía un aspecto duro.
Le recordaba a Retz en sus gestos, y Bora se preguntó de qué dependía esa clase de cosas, que Helenka se comportase como el padre al que no había conocido de niña.
—Lo que más me molesta es que nos pasamos toda la mañana ensayando, desde las nueve hasta la una, y mientras nos dirigíamos una diatriba teatral completamente irrelevante la una a la otra, Richard se suicidaba. ¿Por qué? No sé por qué. Y creo que, si lo supiese, no se lo diría.
Bora pronunció las siguientes palabras sin dirigirle la mirada.
—La quería mucho. Más que a todas las demás.
Sintió los ojos de Helenka sobre él. Empezaba a oscurecer rápidamente e iba a tener que inventarse una excusa por llevar a una civil polaca en su coche cuando volviesen a Cracovia. Tenían delante el promontorio del montículo, como un enorme seno de tierra cada vez menos visible sobre el trasfondo del cielo.
—Me dijo que le recordaba a ella. —Le llegó la voz de la chica en el reducido espacio del interior del coche—. Pero que yo no lo cansaba como lo hacía ella. Me resultó emocionante quitarle el amante a mi madre, para variar. Seguramente, no entenderá nada de lo que le digo. Los hombres no son ni lo suficientemente inteligentes ni lo suficientemente profundos.
—No soy estúpido.
Por cómo sonaba la voz de Helenka, era posible que estuviese sonriendo, pero no lo hacía por mostrarse amistosa.
—Retz me dijo que esperaba que usted viniese y se uniese a nosotros tarde o temprano, e incluso, una vez, dejó abierta la puerta del dormitorio.
—No es precisamente mi idea de pasar un buen rato.
—Seguro que los pasa a su manera.
—¿Era feliz con usted?
Helenka alargó el brazo para coger de la mano a Bora y se topó con su extrañeza y resistencia.
—Sólo quiero que toque el anillo que llevo en el dedo. Está demasiado oscuro como para enseñárselo. Es la alianza de su esposa. La llevaba colgada al cuello junto con su chapa identificativa. Me la regaló el viernes por la noche y me dijo que iba a comprarme un anillo para mí sola. Era muy feliz conmigo.
Tocar a Helenka le resultó doloroso. Bora sintió la sensación, desagradable o incómoda, no sabría decir cuál, en todos sus miembros. Fue como si una llamarada se propagase desde su mano hasta el resto del cuerpo. Le molestó que Helenka lo hubiese tocado. Había conseguido penetrar la tela metálica de su autocontrol. El contacto lo obligaba a abrirse y no quería abrirse.
De cerca, Helenka olía a violetas. Bora las percibió en la oscuridad y su nariz se sintió agradecida por el discreto perfume.
—Vámonos —dijo en tono brusco, y arrancó el coche.