Capítulo 7

12 de diciembre

—Es una chica encantadora —dijo la hermana Irenka, con las manos juntas y envueltas en las amplias mangas como en un manguito—. Puede que sus sueños no sean más que eso, sueños; pero tal vez merezca la pena que los investigue.

El padre Malecki saboreó el caramelo de menta y notó cómo el frescor que desprendía le envolvía la lengua y empezaba a subirle hacia la nariz. Comenzaba a recuperar el olfato. Aunque débil, le llegó flotando a la nariz el olor de las cebollas al freírse en la cocina del convento. Dijo:

—¿Cuánto tiempo lleva en el convento?

—Hizo los votos hace dos años, el domingo de resurrección. Es originaria de Biala, al sur de Cracovia. Proviene de una familia judía muy estricta, pero se ha convertido al catolicismo. Eso dice mucho de ella.

—¿Tenía una relación estrecha con la abadesa?

La hermana Irenka frunció la nariz como una niña rencorosa.

—Yo trataba a la abadesa más que nadie en el convento, como estoy segura de que habrá notado. Y ni siquiera yo tenía una relación estrecha con la abadesa. No obstante, la hermana Barbara se unió a esta orden por la madre Kazimierza. Se convirtió el domingo de resurrección de hace siete años, después de un brote de parálisis infantil. —En ese momento, el padre Malecki recordó a la joven y regordeta monja con una ligera cojera—. Tanto el mérito de su conversión como, según la hermana Barbara, el de su sanación se atribuyen a una medalla de la madre Kazimierza.

¿No había soñado él que la monja llevaba puesto un medallón? Malecki creía haberlo soñado, pero decidió no dar mayor importancia a la coincidencia en ese momento.

—¿Preferiría que hablase con la hermana Barbara bajo secreto de confesión?

—Eso depende de usted, padre. ¿Por qué no se reúne con ella mientras tanto? No se encuentra bien desde la muerte de la abadesa. El médico cree que son los nervios, pero lo cierto es que el médico no entiende ni a las mujeres ni a las monjas.

La hermana Barbara trabajaba en la cocina. Fue a reunirse con el sacerdote en la sala de espera de las ventanas altas, que estaba fría e impoluta bajo la triste mirada del crucifijo.

—Alabado sea Jesucristo —lo saludó.

—Siempre, hermana.

—La hermana Irenka me pidió que me reuniese con usted.

A diferencia de las otras monjas, era de pelo y ojos oscuros. La hermana Irenka le había dicho con toda crudeza que en cuanto le había puesto los ojos encima había pensado que debía de ser gitana o judía. Malecki había visto monjas españolas e italianas en Chicago que tenían el mismo aspecto, con unos ojos negros y tristes que parecían salirles del alma misma.

La tez de la hermana Barbara no tenía color. A pesar de que no tendría más de treinta años, la piel le colgaba en torno a las mejillas como les ocurre a las personas que han perdido mucho peso muy rápidamente. Tenía pegada una piel de cebolla que recordaba a un finísimo velo al dobladillo de la manga y, de cerca, olía a cebolla.

Malecki tenía pensado abordar el tema directamente, pero en ese momento no le pareció fácil decirle nada. Ella se mantenía expectante y en silencio, pero también a la defensiva. Iba a tener que burlar su resistencia antes de intentar entrar.

—Hermana Barbara, como sabrá, llevo varios meses aquí, estudiando a la abadesa. Dado el papel que desempeñó la madre Kazimierza en la elección de su vocación, me preguntaba si estaría dispuesta a hablarme de su conversión.

—Sí, padre.

A Malecki le daba la impresión de que, desde la muerte de la abadesa, el convento estaba bajo un hechizo de silencio. Incluso la voz de la hermana Barbara, que era grave y monótona, como la de una profesora, parecía incapaz de romper dicho hechizo y sonaba apagada, silenciada. La monja le dijo:

—Siempre es como el primer sueño. Hay variaciones, detalles que reflejan cosas que ocurrieron durante el día, pero la esencia es siempre la misma. —Tenía un rosario negro entre las manos y empezó a hacer pasar las cuentas mecánicamente—. Estoy en la casa de mi padre en Biala. Hay cholent sobre la mesa, así que puede que sea viernes, porque es el día en que se prepara ese plato. Mi padre está fuera. Lo oigo cortar carne con el cuchillo de carnicero. Cada vez que baja la hoja, escucho una voz a mi lado que dice: «El cuerpo de Cristo. El cuerpo de Cristo».

—¿A quién pertenece esa voz?

—No lo sé. Es una voz de hombre, pero al mismo tiempo estoy segura de que es la voz de la madre Kazimierza. Presiento que tengo que salir de la casa, pero que no podré abandonarla hasta que no se vaya mi padre. Mi madre está en la parte trasera de la casa, recitando el Kadish para un pariente que ha fallecido. La llamo en voz alta, le pregunto quién ha muerto y ella me contesta: «Tú, Bubele. ¿Cómo es que no sabes que lo estoy recitando por ti?». —La hermana Barbara alzó la vista, como si temiese haber dicho demasiado—. A veces, el sueño termina aquí; pero normalmente continúa hasta el final.

Malecki sentía interés por saber cuál era el final, por supuesto, pero no la presionó. Estaba sentado con el codo derecho sobre la rodilla y apoyaba la dolorida frente en la mano abierta. No se había recuperado del catarro, ni mucho menos. Le palpitaba en los senos de la nariz y le impedía estar todo lo alerta que debía.

La monja dejó escapar un leve suspiro.

—Cuando el sueño continúa, sin saber cómo, he salido de la casa. Mi padre se encuentra muy lejos. Estoy de pie sobre una plataforma de ladrillos y la madre Kazimierza está conmigo. Tiene los brazos extendidos. —Los ojos de la hermana Barbara se deslizaron hasta el crucifijo de la pared—. Como él. Le gotea sangre de las manos y los pies, pero sonríe. Me pregunta si quiero ir con ella. Tengo las piernas como atadas y le digo que me encantaría seguirla, pero que no me considero ni digna ni capaz de hacerlo. Ella simplemente me coge de la mano y echa a andar. Hace siete años tuve un sueño parecido a esta parte, que fue cuando sané. Caminamos y caminamos y caminamos. La plataforma nos sigue allá donde vamos. En un momento dado, la madre Kazimierza me pregunta si quiero ser santa. Le digo que sí y me responde que, si quiero ser como Cristo, vendrán a llevarme como hicieron con Jesús. «¿Vendrá usted también?», le pregunto. Ella vuelve a abrir los brazos y se tumba sobre la plataforma. Una vez más, oigo la misma voz que oí en casa de mi padre, que ahora me dice: «Mi nombre y nadie más».

Cuando la monja hizo un silencio, Malecki entendió que su historia había terminado.

—«Mi nombre y nadie más», hermana. —Abrió los ojos—. ¿Qué significa?

—No lo sé. Cada vez que tengo ese sueño me levanto llorando, no por lo que ocurre en él, sino porque me recuerda que ha muerto, y aunque sé que debería regocijarme de que esté con Cristo, me resulta muy difícil aceptar su ausencia.

Tras haber pasado dos días en el apartamento de Retz, Ewa se sentía triunfante.

Mientras se cepillaba el pelo frente al lavabo, observaba cómo él se relajaba en la bañera. Sus rodillas carnosas descollaban entre la espuma del jabón, lampiñas e igual de flojas que el pecho, donde los mechones de vellos mojados se enmarañaban y ensortijaban como virutas rubias de madera. Llevaba diez minutos holgazaneando en el baño y añadía agua caliente a la bañera de vez en cuando. Ewa dijo:

—¿Dónde está tu alianza de boda?

Retz abrió los ojos.

—Me la he quitado.

—Eso ya lo veo. ¿Por qué?

Retz sonrió. Le gustaba mirarla cuando estaba desnuda.

—Ya no me apetecía llevarla puesta.

Aunque Ewa tenía los pechos grandes, seguía teniéndolos bastante firmes para su edad. Sólo la línea antes perfecta de sus nalgas había cambiado de manera apreciable. Siempre había tenido los brazos redondeados y se le formaban hoyuelos en los codos. Cuando se llevó la mano a la parte trasera de la cabeza para cepillársela, dejó al descubierto la mata de vello rubio que tenía bajo el brazo derecho. El pecho derecho se elevó, siguiendo al brazo.

—¿No te demuestra eso que la alianza no significa nada para mí, Ewusia?

—Bueno, pues entonces regálamela por los viejos tiempos.

El agua salpicó en la bañera cuando Retz se incorporó.

—No puedo, Ewusia. ¿Qué voy a contarle a mi esposa si no la tengo cuando vuelva?

—¿Qué más da? —Ewa se cepilló vigorosamente el pelo—. Es una cerda.

Retz intentó reír.

—Ewa…

—Dime que es una cerda.

—No es más que una pobre mujer.

—Sabes muy bien que es una cerda. Dímelo.

Retz volvió a sumergirse en el agua, esta vez casi hasta la barbilla.

—Es una cerda. Todas las mujeres son cerdas comparadas contigo. —Metió la cabeza debajo del agua un momento y volvió a salir—. ¿Te parece bien?

Ewa se echó a reír. Cogió la ancha toalla de baño y se la tiró.

—Eso está mejor.

Cuando intentó ponerse de pie, la toalla, que, empapada de agua, pesaba bastante, tiró de él hacia abajo y volvió a caerse en la bañera. Retz también reía. Intentó liberarse de la toalla mientras salpicaba todo el baño de agua jabonosa con manos y pies.

Ewa estaba sentada sobre un lateral de la bañera cuando consiguió sacar la cabeza de debajo de la toalla goteante.

—¿Estar casado con una cerda me convierte en un cerdo? —Salió del agua y extendió los brazos hacia ella.

Ewa se zafó y le dio una cachetada en la mano.

—Sabes que sí.

***

El bosque empezaba justo al borde de la carretera. Donde estaba Bora, al lado de Schenck, la mancha oscura de los abetos se comía parte de la luminosidad del cielo. Durante dos horas, unos cuantos oficiales del Decimoséptimo Cuerpo de Fusileros ruso les habían mostrado más equipamiento confiscado al ejército polaco derrotado: bicicletas y vehículos tirados por caballos, montones de arneses de caballería. Entre el resto de coches, Bora se fijó en dos vehículos militares Polski-Fiat descapotables. Recordó que el oficial de caballería polaco le había dicho que se habían llevado por la fuerza a algunos de sus colegas para fusilarlos después de haberse acercado en sus coches para rendirse.

Schenck estaba ansioso por leer la propuesta rusa de colaboración en cuestiones de inteligencia, sobre todo la parte relacionada con la actividad partisana. Mientras observaba el resto de trofeos, no veía la hora de terminar. Donde el bosque se abría hasta convertirse en un claro de tierra manchada de nieve habían instalado un campamento en el que no faltaba nada: mesa, sillas y botellas de licor.

Dado que el comisario se mantenía constantemente a su paso, a Bora le resultó difícil hablar en privado con el coronel y abandonó su intento de utilizar la letrina de campo para ese mismo fin cuando el comisario le dijo que iba en la misma dirección.

El coronel Schenck no dejaba ver ni la mitad del enfado que Bora sabía que sentía. Aun así dijo, transcurrido un tiempo:

—Adelante. Dígales a estos Ivanes idiotas que no tenemos ningún informe que apunte a que los civiles polacos maltratasen a colonos ucranianos en nuestro sector. Hágales ver que, si tuviésemos informes de ese tipo, los habríamos investigado. Dígales que rechazo su insinuación de que hemos ignorado ciertos informes.

La conversación llevaba un cuarto de hora degenerando, sobre todo en lo tocante a la propuesta de intercambiar comunicados y a las actividades antipartisanas conjuntas. El fino barniz de la alianza ocasional empezó a desgastarse en cuanto se abandonaron las generalidades para abordar los detalles. Schenck y el coronel del ejército rojo eran los compañeros de cama más extraños que Bora podía imaginarse, exceptuándose quizá a sí mismo y el comisario. Se esforzó por traducir con exactitud y notó la tensión que le producía su trabajo cada vez que una palabra se prestaba a malentendidos o tenía más de un significado.

Estaban sentados a una larga mesa de comedor incongruentemente colocada en mitad de un claro rodeado de abetos y lleno de tiendas militares rusas. Todos los días le ponían por delante una botella de vodka, el vodka color paja traído de Georgia y el fuerte vodka oscuro que llamaban «vodka del cazador». Bora decidió no beber más que cuatro vasos y escogió con cuidado sus palabras, seguro de que en adelante asociaría el aroma a resina de los abetos con una sensación de incomodidad. Las cosas se pusieron todavía más feas cuando se formuló la acusación velada de que las tropas alemanas habían disparado sobre unidades del ejército rojo, no sólo durante la confusión de los primeros días sino hasta hacía apenas una semana. Schenck exigió una explicación, pero lo que le devolvieron fue una acusación directa. Con una furia gélida, le ordenó a Bora que contraatacase con las mismas acusaciones.

—Deles fechas, lugares; de todo. Enséñeles fotografías de los desperfectos que han causado a nuestro equipamiento.

Bora obedeció. El comisario le arrebató en seguida las fotografías de las manos, antes de que el coronel ruso tuviera oportunidad de verlas. Siguió un acalorado intercambio durante el cual Schenck se enfureció lo suficiente como para acusar al ejército rojo de la ejecución en masa de prisioneros de guerra polacos.

—Vaya al grano, Bora. Pregúnteles si les haría la más mínima gracia que hiciésemos un conflicto internacional de eso.

Bruscamente, el coronel ruso se levantó de la mesa en un fogonazo de tela gris acero. En la botella bailó el vodka y los vasos tintinearon debido a su apresurada partida. En un principio, el comisario se quedó mirando fijamente a Bora, desafiándolo a mantenerle la mirada, pero después se levantó de la silla y fue a buscar al coronel.

—Mierda. —Schenck se dejó llevar por la frustración—. No tenía intención de sacar la condenada historia de los prisioneros polacos. ¿Qué le ha dicho exactamente?

—He sido bastante vago, pero aun así se lo han tomado a mal.

—Ya lo veo. —Schenck miró más allá de Bora, donde estaba la tienda frente a la cual sus homólogos debatían apasionadamente sobre lo que acababa de ocurrir. Cogió la botella y se sirvió un vaso de vodka oscuro, que se terminó de un trago.

—Cuando vuelvan, les doraremos la píldora. Dígales que se equivocó al traducir, que fue error suyo.

—Se darán cuenta de que no es cierto, coronel.

—Pues entonces procure que suene creíble. Es usted lo suficientemente joven y tiene un rango lo suficientemente bajo como para cargar con las culpas.

13 de diciembre

La tarde en Cracovia era soleada y fría. La voz de Helenka al teléfono hizo que Retz se sintiese excitado y esperanzado en un primer momento.

—No, Richard. No puedo. Ni siquiera he terminado de prepararme el papel y pronto empezaremos con los ensayos generales. Es mi primer papel importante y no puedo meter la pata. Podemos volver a vernos después del estreno, dependiendo de cómo vaya.

Retz gimoteó.

—¿Quieres decir que no vamos a pasar tiempo juntos entre hoy y el día del estreno?

—Podemos quedar para almorzar o algo así. No me conviene desaprovechar tiempo por las noches, que es cuando mejor me estudio el papel.

—Bueno, la gente no hace el amor sólo por la noche.

—No me gustan los hoteles… quiero decir, para esa clase de cosas.

—Te diré lo que haremos, luby: ni para ti, ni para mí. Te dejaré en paz durante tres días y después te llamaré para ver si quieres evadirte un par de horas. Estudia mucho estos tres días. —Retz pasó las páginas de la agenda que tenía sobre el escritorio, en busca del número de Ewa—. Yo también te quiero.

Sólo había un teléfono en la casa de vecinos en la que vivía Ewa, así que tuvo que esperar a que la portera saliese a ver si Pana Kowalska estaba en casa, lo cual conllevaba subir trabajosamente y volver a bajar los cuatro pisos que las separaban. Cuando le dijo que Ewa había salido, se llevó otra decepción. Pasó las páginas de la agenda hasta llegar al principio.

—Sí, ¿hola? Estoy buscando a Panienka Basia Plutinska… Sí, hágame el favor de pasármela.

Después de beber una generosa cantidad de vodka para celebrar que habían alcanzado un acuerdo satisfactorio en el bosque, los representantes rusos y alemanes, ya apaciguados, se habían reunido con el fin de hacer otra visita turística y cenar en Lwów. Pero a media tarde del día trece, Schenck se hartó de la reunión. Esperó hasta que Bora y él se encontraron a solas en el coche mientras su conductor ruso llenaba el depósito con una lata de aluminio. Entonces, escupió:

—Que les den a todos. Pienso volver mañana, Bora. Quédese usted atrás para supervisar los detalles y reúnase conmigo en la frontera. De allí viajaremos a Tarnów y, una vez en esa ciudad, cada uno por su lado. Espero que retome sus interrogatorios rutinarios de los polacos antes de regresar al cuartel general.

Pero ni Schenck ni Bora pudieron librarse de una cena más con los rusos. El pescado servido crudo, salado y en vinagre dejó paso a una perdiz que nadaba en nata y a unas gruesas lonchas de jamón sobre lechos de caviar y huevos cocidos. Sin dejar de observarlo comer desde el momento en que se sentó junto a él, el comisario parecía encontrar un perverso placer en ponerle las cosas difíciles a Bora con frases y verbos de lo más rebuscado. Bora se las apañaba bien con el idioma, pero se sentía inquieto sin saber por qué. Mientras tomaban el postre, mazurek, por fin lo comprendió.

—Dígame —comenzó el comisario—: ¿Cómo pudo alguien que habla el ruso con tanta fluidez como usted cometer un error tan garrafal durante nuestras conversaciones? Yo creo que no hubo tal error, capitán.

Bora respiró discretamente con el abdomen. Sin perder la calma, dejó el tenedor sobre el plato. Escogió un pastel pequeño del cuenco que tenía delante y le quitó el fino envoltorio de papel.

—Los llaman «osos de chocolate», ¿verdad? —Sonrió—. Espero que no me esté acusando de mentir.

—No. Un error sería más aceptable.

En Cracovia hacía un frío glacial, pero la temperatura en la curia era tan agradable que invitaba al sueño, y al padre Malecki no le resultó fácil suscitar el interés del arzobispo. Si el sacerdote no se hubiese visto obligado por la necesidad de abordar el tema de la hermana Barbara antes del regreso de Bora, se habría dado por vencido. Pero, tal como estaban las cosas, se permitió insistir.

—Su Eminencia, la hermana se encuentra en grave peligro —dijo—. Su familia la repudió cuando se convirtió. Después de todo, su padre era shochet en su ciudad natal. Desde su punto de vista, fue una humillación terrible que su única hija abandonase las costumbres de su pueblo. Uno de los requisitos para el puesto de sacrificador ritual de animales es disponer de una reputación intachable, así que decidió renunciar voluntariamente cuando se hizo público el escándalo.

—¿De qué comunidad ha dicho que se trataba?

—De Biala.

—Hum. —El arzobispo frunció el ceño y se esforzó por reprimir un bostezo—. Conozco la ciudad. La población judía asciende a menos del veinte por ciento del total.

Malecki fijó los ojos en la ventana que había detrás de la cabeza del arzobispo. La nieve se arremolinaba furiosamente más allá de los cristales, una nieve húmeda que no duraría mucho. Le resultó extraño que el arzobispo se mostrase más interesado por el número de judíos que residían en Biala que por la historia que venía a contarle.

—Aunque ahora mismo su familia no podría ayudarla, Su Eminencia. Según tengo entendido, están reubicando a los judíos de Biala.

Distraído, el arzobispo juntó las elegantes manos sobre el regazo.

—Es un honor para la Iglesia que una persona con unos orígenes así sea llamada a nuestro rebaño.

—Bueno, los alemanes están obligando a todas las mujeres judías a añadir el nombre de «Sarah» a su nombre de pila. No creo que deba hablarle de ella al capitán Bora, por lo que pudiera ocurrir.

—¿También piensa ocultarle lo del sueño?

—Sí. —Malecki se sonó discretamente la nariz—. Llamar la atención de los alemanes sobre la presencia de la hermana Barbara sería un pecado aún más grave que ocultarles información acerca de un sueño. De todas formas, dudo mucho que el capitán Bora sacase nada en claro de éste.

El arzobispo adivinó de inmediato las intenciones de Malecki. Aun así, le preguntó:

—¿Ha venido a compartir conmigo el sueño recurrente sin sentido de una monja en apuros o existe algún otro motivo?

—Esperaba que pudiésemos idear una manera de proteger a la hermana Barbara, por si los alemanes deciden investigar sus orígenes.

—Padre Malecki, la superiora de esa comunidad religiosa ha sido asesinada en la reclusión de su propio claustro. ¿Qué le hace pensar que cualquier medida que podamos adoptar va a proteger a ninguna de las monjas? Los judíos cargan con la desafortunada herencia de su pecado por haber condenado a Nuestro Señor a la cruz. Conversos o no, me temo que el precio de la sangre los sigue allá donde vayan.

A Malecki este argumento le pareció repulsivo, aunque por respeto se mantuvo en silencio mientras el arzobispo lo despedía.

La habitación de Bora en el hotel Patria, en Lwów, era anticuada pero cómoda. Comunicaba con la habitación del coronel Schenck por medio de una puerta que en ese momento estaba abierta. Schenck estaba en pijama, pero ni por ésas renunciaba a su comportamiento estirado. Bora se levantó de la silla cuando el coronel apareció en el umbral.

—¿Tiene algo para leer, Bora? Me resulta difícil conciliar el sueño en una cama nueva si no tengo nada que leer.

—Dudo mucho que el coronel quiera leer el diccionario de latín. Es bastante árido.

Schenck entró en la habitación.

—¿Sigue usted leyendo ese disparate? ¿Cuántas acepciones más cree que va a desenterrar? No, no me apetece leer el diccionario, y aún menos releer los documentos en los que hemos estado trabajando. Por casualidad, no habrá traído una revista ni nada de ese tipo, ¿verdad?

Vio cómo Bora colocaba el bolso de viaje sobre la cama y lo abría. Dentro había una muda, un par de calcetines pulcramente enrollados y ropa interior de lino. De un bolsillo interior sacó un libro negro de tamaño mediano.

—Me avergüenza tener que decirle que esto es todo lo que tengo, coronel. He estado investigando el uso de la palabra Lumen en este libro.

Schenck aceptó el librito.

—¿El Nuevo Testamento? —Lo abrió con una sonrisa de desdén y pasó las páginas del texto en latín y alemán—. En fin. —Se dispuso a volver a su habitación—. Es lo último que me apetecería leer, pero al menos es más interesante que los documentos militares y el diccionario. Buenas noches.

Menos de un minuto después volvió a abrir la puerta.

—¿Es usted un hombre muy religioso, capitán?

—Ahora mismo, no.

—Bien. Con los católicos, nunca se sabe.

14 de diciembre

Mientras el padre Malecki hacía sus ejercicios matutinos frente a una ventana prudentemente cerrada, Richard Retz acompañaba a casa a la mujer.

Basia no era el tipo de Retz. No le gustaban las pelirrojas y no le gustaban las mujeres que se afeitaban las piernas y las axilas. Tampoco le gustaban las prostitutas, porque no le daban la impresión de haberse ganado algo difícil. Basia llenaba el vacío, eso era todo. Estaba disponible, era agradable y no hacía preguntas.

Cuando recibió una llamada inesperada y agitada de Ewa a primera hora de aquella mañana, Basia no mostró interés por saber quién era, sino que fue a lavarse, dándole así la oportunidad de hablar. Aunque lo oyó quedar con alguien para «esta noche o mañana», se metió el dinero de la mesilla de noche en el bolsillo sin mediar palabra y se puso las botas de goma.

A las once en punto, Bora se reunió con el vehículo militar y el camión de escolta en la frontera. Aprovechando que el coronel Schenck no estaba a la vista, el comisario lo acompañó hasta el último minuto y se aseguró de que subía al coche.

—Que tenga buen viaje, capitán.

—Que tenga una buena estancia.

El comisario mostró los largos dientes en una breve sonrisa.

—No es usted sincero.

—Seguramente usted tampoco lo haya sido al desearme buen viaje.

Cuando se disponía a cerrar la puerta de Bora, el comisario hizo una mueca de irónica extrañeza.

—Alemanes y rusos… ¿cree que puede funcionar?

—El mapa de Polonia es prueba palpable de ello, comisario.

—Muy palpable no es, pero tiene razón.

Schenck estaba hablando por teléfono dentro de la cabaña que hacía las veces de punto de control improvisado. Tras ver al comisario por la ventana, había decidido permanecer en el edificio hasta que éste se marchase.

—Es un hombre despreciable —dijo cuando se reunió con Bora en el vehículo militar—. ¿Qué le ha dicho?

—Me ha recordado que confían en nosotros y que están dispuestos a tolerarnos en la misma medida en que nosotros confiemos en ellos y los toleremos.

—Nunca he asociado la confianza y la tolerancia con los rojos. —Schenck sacó el Nuevo Testamento de su maletín—. Gracias por el libro. No es precisamente mi idea de una obra emocionante, pero logré conciliar el sueño leyéndolo. Ah, mire. —El coronel se sacó un mapa grande, impreso en sepia sobre papel amarillo claro, de la camisa y lo desplegó. Bora leyó XAPbKOB y algo más abajo: «Voyenno-topograficheskaya Karta Yevropeyskoy Rossii, 1:126000».

—¿De qué se trata, coronel?

Schenck mostró una sonrisa singularmente fea, que por un momento le dio el aspecto del fantasma de la ópera.

—Je, je. Se lo quité a los rojos en un despiste. Es el mapa de Járkov, en Ucrania. Ucrania, por supuesto. ¿Qué le parece? Nos vendrá bien irnos familiarizando con el próximo teatro de operaciones. ¿Qué pone aquí?

—Estación de ferrocarril de Osnova.

—¿No es ése el ferrocarril que atraviesa Rusia de punta a punta hasta Rostov?

Bora estaba calculando la escala del mapa, convirtiendo las medidas rusas a metros para sus adentros.

—Exactamente —contestó. Cada centímetro indicaba un kilómetro, y el coche en el que estaban sentados se encontraba a mil quinientos kilómetros de distancia de Járkov.

—Quédeselo, Bora. Uno de estos días le resultará útil.

El tiempo seguía estando despejado, pero cada vez hacía más frío. Cuando llegaron a la campiña llena de colinas, empezó a cerrarse el cielo rápidamente. Masas altas de nubes nacaradas avanzaban rápidamente hacia el norte, provenientes de los Cárpatos. A través de la neblina que envolvía la parte del cielo que aún no estaba cubierta de nubes, el sol parecía un disco redondo y deslucido, como una hostia consagrada.

Al ver el brillo apagado del sol, Bora pensó en la palabra lumen, aunque la noche anterior había llegado a la conclusión de que, según una acepción más reciente, la palabra también quería decir «inteligencia» y «perspicacia». Por mucho que se esforzase por no prestar atención a una pista tan vaga, no podía evitar volver a ella por instinto. Pronto, una multitud moteada de copos infinitesimalmente diminutos que desprendían una luz intensa, como luciérnagas, llegó flotando desde el sur y destacó contra el círculo pálido del sol.

Schenck dijo:

—Su padrastro sólo va a pasar dos días en Cracovia. ¿Cree que podrá aprovechar esos dos días si su esposa viene con él?

—Me sentiría muy agradecido de poder ver a mi esposa aunque sólo fuese una hora, coronel. Soy consciente de que es un privilegio.

Schenck sólo sonrió a medias.

—No le estoy haciendo un favor. Sencillamente, pienso con pragmatismo. Procure mantenerse completamente sobrio, limpio y a su nivel óptimo de rendimiento durante estas tres semanas. Le sugiero que renuncie a los licores fuertes y al tabaco, si es que fuma.

—No fumo ni bebo mucho.

—Buena comida, mucho trabajo y largos paseos es lo que necesita. Su esposa debe dormir mucho y no cansarse lo más mínimo. Ninguno de los dos debe probar ni gota de alcohol la semana antes de la concepción. Le daré una copia de un panfleto científico que explica cómo garantizar la producción de descendencia masculina. El error que cometí la primera vez con mi esposa fue tomar algo de sherry después de la cena. Por eso me dio una hija. Me habrá visto aceptar vodka de los rojos: jamás lo hubiese tomado si hubiese tenido proyectado concebir. Por supuesto, su esposa no ha estado nunca embarazada; así que es imposible saber si habrá algún impedimento por su parte. ¿Tiene menstruaciones regulares?

—Eso creo.

—No se sienta avergonzado, capitán. Es completamente natural que dos hombres responsables hablen de esta clase de temas. Mejor, intente recordar cuándo tuvo su mujer el último periodo. Ojalá no vuelva a tenerlo cuando venga a Cracovia. Sería malgastar el coito.

Bora se preguntó con profunda preocupación qué iba a hacer si, transcurridas esas dos semanas, al final no permitían a Dikta viajar a Polonia.

15 de diciembre

La presencia de vehículos alemanes junto a la puerta del convento hizo que al padre Malecki se le pusiera de punta el pelo, que empezaba a ralearle. No eran camiones de la Wehrmacht, y el coche oficial no era el de Bora. Lanzó una mirada hacia el final de la calle, donde la iglesia jesuita también estaba flanqueada por vehículos de las SS.

Paró a un hombre que pasaba por la calle.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Lo sabe?

El hombre se marchó a toda prisa sin contestar. Los pocos civiles que había empezaban a dispersarse a paso rápido para buscar refugio en las calles laterales y los portales.

Malecki se quedó solo. Sabía que había un teléfono en la esquina, y su primer impulso fue intentar ponerse en contacto con la curia para informar al arzobispo. En ese momento salió un camión de una de las callejuelas y estacionó a todo lo largo de la calle, cortándole el paso hacia la esquina.

Así que Malecki se quedó parado en la acera, palpando con nerviosismo las llaves y las monedas que llevaba en los bolsillos. Empezaban a avanzar más camiones hacia la derecha, más allá de la iglesia jesuita, hacia Stradom y en dirección al gueto.

Las palabras del señor Logan pidiéndole prudencia flotaron en el aire mientras se bajaba de la acera, cruzaba la calle y se acercaba a los guardias adustos y armados con pistolas que había junto a la puerta del convento.

16 de diciembre

—¿De verdad era necesario?

Bora se dio cuenta de que no se sentía escandalizado, ni siquiera furioso, sino simplemente irritado por la estupidez de lo que habían hecho. Uno de sus objetivos de la semana había sido investigar este pequeño asentamiento ucraniano en el extremo oriental de la provincia de Cracovia. Después de dejar a Schenck en Tarnów, Hannes se había unido a él y se habían desplazado juntos hacia el sur, hasta llegar a las montañas. Encontrarse con el SD en la aldea que tenía delante ya había sido lo bastante molesto, y, al ver que llevaban una unidad militar a remolque, decidió acercarse al oficial y preguntarle por la operación conjunta.

El oficial del SD lo examinó de arriba abajo.

—Sí, era necesario. ¿Qué más le da a usted? ¿Es que nunca había visto ahorcar a nadie?

Lo cierto era que no. Bora apartó los ojos de los cadáveres flácidos y descalzos que colgaban de un árbol, describiendo lentos círculos.

—Tenemos el control de este sector. ¿Por qué no informaron a Inteligencia? ¿Quién es el responsable de haberle proporcionado tropas militares?

El oficial del SD le volvió la espalda a Bora y se encaminó a su vehículo.

—Sólo está molesto porque ha llegado tarde. Somos tan capaces como usted de interrogar a estos animales, y nuestros métodos hacen maravillas a la hora de convencer a las esposas de que hablen.

—No me ha contestado.

—Mire, capitán: ¿por qué no vuelve a casa e informa a su comandante? Dígale que presente una solicitud para recibir la información que desea y siga los conductos reglamentarios.

—Creo que mejor les preguntaré a sus suboficiales. —Sin esperar respuesta, Bora echó a andar hacia el grupo de soldados, pero lo detuvo un descortés tirón de la manga.

—Yo que usted no lo haría —le advirtió el oficial del SD.

Sin perder la calma, Bora levantó a la fuerza los dedos que le atenazaban el brazo.

—Hágame el favor.

Minutos más tarde, aparcado a la vista de los ahorcados, Bora redactó su informe sobre el incidente en el coche. «Los dos civiles polacos fueron ejecutados sin juicio previo en una comunidad dedicada a la agricultura a tres kilómetros al norte de Ciezkowice, en la zona de Tarnów. No fueron “ahorcados”, según me informó el comandante del SD que se encontraba en el lugar, ya que no existían las instalaciones necesarias para llevar a cabo un ahorcamiento reglamentario. Dado que aparentemente no se produjo una ruptura de las vértebras del cuello, en espera de un informe médico, el método de ejecución parece haber sido la estrangulación. No se extrajo información de valor ni de los hombres antes de su muerte ni de sus esposas, a las que el SD se llevó para volver a interrogarlas después de mi llegada. El suboficial que mandaba el pelotón de la Wehrmacht no pudo proporcionarme información clara sobre cómo se originó la operación conjunta».

Helenka esperaba la visita de Retz después del ensayo, pero no vino. Se llevó otra decepción cuando lo llamó desde el teatro y descubrió que no estaba en casa. Mientras el teléfono sonaba en vano, Kasia esperaba a sus espaldas con una de sus notas con un número de teléfono en la mano. Dijo:

—Hoy lo has hecho muy bien, Helenka. Te las apañarás sin problemas.

—Gracias.

—Tu madre también ha estado muy bien, ¿no te parece? —Helenka se obligó a no apartar la mirada del rostro de Kasia porque sabía que era muy amiga de su madre y era consciente de lo mucho que confiaba en ella.

—Ewa es toda una veterana —contestó, cuando la bilis que tenía en la garganta se suavizó lo suficiente como para pronunciar las palabras con una sonrisa—. Por supuesto que ha estado bien.

—Y además, está muy guapa. Se la ve feliz, quiero decir. Enamorada o algo así. ¿Vas a salir esta noche?

—No lo sé. —Cuando se enfadaba, Helenka ponía una voz petulante propia de una jovencita—. ¿Y tú?

Kasia se encogió de hombros.

—¿Yo? Depende. Si consigo hacer esta llamada de teléfono y encuentro suficiente agua caliente como para lavarme el pelo, supongo que sí.

Envuelto en la temperatura primaveral de la curia, la expresión de irritación perenne del ceño del arzobispo quedó alisada al verse sustituida por una expresión de absoluta sorpresa.

—¿Arrestado? ¿Lo he oído bien?

Incapaz de repetir la palabra, el secretario asintió con la cabeza.

—¿Se ha puesto en contacto con el consulado norteamericano? ¿Se han dado los pasos necesarios?

—Acabamos de enterarnos de su arresto. Una de las hermanas vino a informarnos hace diez minutos. ¿Desea verla Su Eminencia?

—No, no. Encárguese usted. No hay nada que pueda decirme que no pueda explicarle a usted.

—Por supuesto, no es lo mismo un arresto que una detención. Llamé por teléfono a la residencia del padre Malecki inmediatamente. Dado que no lo esperaban en casa hasta esta noche, no podemos dar por hecho que de verdad lo tengan detenido los alemanes. Intentaré volver a ponerme en contacto con él después de las siete de la tarde.

—Aun así, deberíamos informar al cónsul americano.

La figura alargada y envuelta en faldas del secretario se balanceó discretamente.

—No estoy seguro de que ése sea el deseo del padre Malecki. Una intervención prematura por parte de las autoridades norteamericanas podría reducir sus probabilidades de quedarse en Polonia. Su Eminencia recordará que la Santa Sede le dio instrucciones expresas de permanecer en el país durante el tiempo que durase la investigación.

—Pero ¿no lo expulsarán los alemanes de Polonia cuando descubran que es americano?

—En ese caso, Su Eminencia, conseguir que se quede estará fuera del alcance de Su Eminencia. Según tengo entendido, la partida del padre Malecki era una de las prioridades de Su Eminencia.

El arzobispo se acomodó en su sillón. Se pasó un dedo, cargado con un pesado anillo, por la frente arrugada.

—¿Por qué entraron los alemanes por la fuerza en una propiedad eclesiástica hoy? A eso pienso responder de inmediato.

—Buscaban judíos, Su Eminencia. Se rumoreaba que algunos de los habitantes del gueto de Kazimierz habían buscado refugio en instituciones religiosas después de la redada que llevó a cabo el SD en negocios judíos anoche.

—¿Es eso cierto?

—Estamos intentando averiguarlo. Cierto o no, los alemanes decidieron entrar por la fuerza en unos cuantos conventos y otras propiedades eclesiásticas. Aquí tiene una lista preliminar de los casos de los que hemos tenido noticia. Por suerte, no encontraron a ningún refugiado. No obstante, los que entorpecieron la operación fueron arrestados. El padre Malecki es uno de siete clérigos en la misma situación. Aquí tengo sus nombres.

Preocupado, el arzobispo se frotó la frente con el dedo.

—Si se producen más malas noticias, quiero que se me informe de inmediato.

Un folleto impreso en papel barato apareció en la mano del secretario.

—Anoche se encontraron varios de éstos pegados en las paredes. Como ve, la noticia de que la muerte de la madre Kazimierza no se debió a causas naturales ha llegado a suficientes oídos como para justificar esta respuesta.

—¡Por el amor de Dios, el panfleto acusa directamente a los alemanes!

—Me he tomado la libertad de organizar una partida para retirar todos los que podamos antes de que los alemanes tomen represalias.

El arzobispo se mostró de acuerdo en que era un primer paso necesario.

—Y ahora, póngase en contacto con el oficial de Inteligencia que está llevando a cabo la investigación del asesinato y déjele clara nuestra postura en cuanto a los folletos.

—¿Negamos todo conocimiento, Su Eminencia?

—Negamos todo conocimiento.

Minutos después, el secretario volvió al despacho del arzobispo para decirle que el capitán Bora no estaba disponible y que no se esperaba su regreso hasta la mañana siguiente. A las nueve de la noche, el secretario informó de que la casera del padre Malecki había confirmado la ausencia del sacerdote.

—No ha vuelto a casa para la cena y la señora empieza a preocuparse. Creí que sería mejor no informarla. A lo que tenemos que enfrentarnos ahora es a esto, Su Eminencia.

Un tenso comunicado de Hans Frank, el gobernador general, amenazaba con tomar medidas contra la Iglesia en Cracovia, a no ser que la identidad de la persona o personas que habían filtrado información sobre el asesinato se comunicase rápidamente a las autoridades alemanas.

El arzobispo gimió.

—¿Cómo esperan que duerma por las noches si no dejan de darnos un golpe tras otro?

Bora pasó la noche en una pequeña aldea al pie de las montañas, donde también había estacionado un destacamento de reconocimiento.

Se había levantado viento, y aunque la nieve se había derretido, hacía mucho frío. La luna llena navegaba sobre unas nubes finas como hebras de un color enfermizo. «El color y la textura coagulada de la leche cortada», pensó Bora. Antes de retirarse, dio un paseo por la calle principal llena de surcos para poder estar solo y pensar, para liberar la mente de las escenas del día. Recortados contra el cielo gris y harapiento, vio los camiones semioruga del ejército, como un rebaño lleno de cantos angulosos, estacionados a un extremo. En pocas casas brillaban luces, que se hacían visibles en forma de líneas que parpadeaban en torno a las ventanas y por debajo de las puertas.

Igual que el día en que había identificado a sus compañeros muertos en la escuela, se sintió invadido por una repentina sensación de sorpresa por encontrarse allí. Fue como un despertar. Todo lo que no perteneciese al momento presente le parecía un sueño. Por unos breves instantes, el coronel Schenck y el padre Malecki no fueron más que fantasmas para su mente. Se preguntó a sí mismo si de verdad había visto a la monja muerta en el claustro, si de verdad le había dado un puñetazo al sacerdote y discutido con un comisario del ejército rojo.

La luna parecía avanzar rápidamente hacia adelante, dejando atrás las nubes finas como hebras de leche cortada. Cortante y desprovisto de olor, el viento empujaba con fuerza la luna.

Bora se giró al final de la calle y desanduvo sus pasos. Otro horizonte gris y harapiento, limitado por las greñudas partes traseras de las casas con tejado de paja. De una cosa podía estar seguro: iba a tener que seguir soportando al mayor Retz, que en pocas semanas se había convertido en una parte desagradable e inevitable de su vida.

En fin. Iría directamente al trabajo por la mañana y así, al menos, evitaría toparse con alguna de las amiguitas del mayor.

18 de diciembre

El lunes, Bora se quedó paralizado mientras se quitaba el abrigo, con los dedos de una mano todavía cerrados en torno al botón.

—¿Que el mayor está qué?

—Muerto, señor. —El ordenanza sacó de debajo del escritorio una caja con efectos personales que, según Bora reconoció, habían pertenecido a Retz.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—El domingo por la mañana, señor. Lo encontraron muerto en su casa. El coronel Schenck pensó que querría llevárselos.

Bora bajó la vista hasta la caja. Le costó un esfuerzo ímprobo relacionar las palabras del ordenanza con Retz y, dejando a un lado el resto de preguntas que lo abrumaban (cómo, por qué), decidió no formularlas, sino que cogió la caja mecánicamente y la llevó a su despacho.

Un colega estaba sacándole punta a un lápiz cuando entró. Le dijo a bocajarro:

—Uno jamás hubiera esperado que fuese a suicidarse, ¿verdad?

—¿Eso fue lo que pasó?

—Metió la cabeza en el horno y aspiró. Es un milagro que no haya saltado por los aires todo el edificio. La mujer de la limpieza olió gas por debajo de la puerta del apartamento de ustedes dos y tuvo el sentido común de pedir ayuda. Había saturado el piso y habría bastado con que la señora hubiese entrado y pulsado el interruptor de la luz.

—Pero ¿por qué? ¿Ha dejado una nota o algo?

—Que yo sepa, nada. Salle-Weber lo sabrá, seguramente. Ayer lo andaba buscando a usted. —El lápiz salió del sacapuntas con una punta limpia y alargada que el colega de Bora lamió con la lengua—. Era usted el que vivía con Retz. ¿No tiene ninguna pista?

Bora fue a ver a Salle-Weber. Visiblemente frío o indiferente ante la noticia, el oficial de las SS se mostró complaciente para variar.

—De todos los oficiales de Cracovia, Bora, es usted el que pasaba más tiempo con Retz después del trabajo. Y es un chico observador. ¿Le dijo algo Retz que pudiese indicar que tenía problemas personales? ¿Se comportó de forma fuera de lo común justo antes de marcharse usted?

—No. En absoluto. Lo único es que… los fines de semana bebía un poco.

—Bebía mucho. —Lo corrigió Salle-Weber—. Pero los borrachos suelen suicidarse con la botella. No, me refiero a problemas de mujeres, alguna aventura, asuntos de dinero. Temas políticos.

Bora se preguntó si debía mencionar a Ewa Kowalska, pero Salle-Weber se le adelantó.

—Sabemos que tenía una o dos novias que le gustaban más que el resto. —Echó una ojeada al expediente que tenía sobre el escritorio—. Una tal Ewa Kowalska, una tal Basia Plutinska y también había una mujer más joven, Helena o Helenka Sokora. Sabemos que se las llevaba a casa, así que debe haberlas visto, aunque no sepa nada más.

—Sí, las he visto. Y no sé nada más.

Salle-Weber sonrió con afectación ante la respuesta.

—Entonces, ¿se llevaba bien con todas?

—Eso parecía.

—Bueno, no sé ni por qué le pregunto. Hemos investigado a las mujeres por puro trámite y todas parecían apenadas, sobre todo esa chica, la Sokora. Se portaba bien con todas ellas, según sus declaraciones, y me dio la impresión de que van a echar de menos a su amante adinerado. Tendremos que investigar en otra parte si queremos llevarnos la satisfacción de resolver este misterio. Lo único que me interesa es que nos aseguremos de que no se trataba de un tema político.

—No creo que la política fuese la debilidad del mayor. Era completamente ortodoxo. Como sabrá, dos de sus hermanos pertenecen a las SS.

Salle-Weber cerró la carpeta y la guardó.

—¿Se ha puesto el coronel Schenck en contacto con usted para pedirle que escriba una carta a la esposa de Retz?

—Sí. —Bora se dio cuenta de que Salle-Weber quería darle instrucciones acerca de la carta, así que añadió—: No sé muy bien qué decir.

—Dígale que el mayor Retz murió en un accidente mientras cumplía con su deber como militar.

—Muy bien.

La conversación continuó durante casi una hora. Cuando Bora estaba a punto de marcharse, sintió que le picaba una curiosidad personal.

—¿Qué les ha dicho a las mujeres del mayor?

—Que fue un accidente, pero estoy seguro de que le habrán sonsacado la verdad a la mujer de la limpieza o habrán oído rumores en el edificio. —Salle-Weber dedicó a Bora una mirada perspicaz y burlona—. Por si decide retomar las cosas donde las dejó el mayor con alguna de ellas, cíñase a la versión del accidente.

—La chica a la que ha llamado Sokora… creí que se apellidaba Kowalska.

—Sokora es su nombre artístico. Supongo que no quiere que la confundan con la otra.

Nevaba con fuerza cuando Bora salió a la calle después de hablar con Salle-Weber. En la lejanía, la colina de Wawel y el casco antiguo parecían un dibujo navideño de sí mismos: helados, convencionales y elegantes. Pronto oscurecería. Las agujas, las paredes y los edificios, tanto antiguos como nuevos, quedarían engullidos por la noche, y otras imágenes, esta vez mentales y menos elegantes, ocuparían su lugar.

Bora tenía que presentarse en el campo a primera hora de la mañana, pero esa noche iba a tener que volver a casa.

Esperaba oler gas nada más entrar, pero, por supuesto, habían ventilado cuidadosamente el apartamento. Todo parecía estar igual. Bora pasó del vestíbulo al salón y después al pasillo. Una vez allí se dio cuenta de que, en realidad, se encaminaba hacia la cocina. Tenía que ver la cocina.

Miró el horno como si lo viese por primera vez y como si no se pareciese en nada al objeto que era porque había servido para otro propósito. No sintió asco al verlo; simplemente, le pareció extraño y siniestro.

Habían «peinado a conciencia» el dormitorio de Retz, en palabras de Salle-Weber. Ahora, todo volvía a estar en su lugar. Los uniformes estaban colgados; las revistas, apiladas; sus artículos de aseo, en orden sobre la cómoda. Bora se dio cuenta de que era la primera vez que entraba en la habitación. Una o dos veces se había parado en el umbral, charlando, pero… bueno, había oído más que suficiente de lo que sucedía en el dormitorio por las noches.

Los ojos de Bora buscaron la cama con algo de envidia y mucho de expectación. Cuando viniera Dikta, si venía, haría lo mismo que Retz les había hecho a sus mujeres, sólo que más y más fuerte. Mejor. Durante más tiempo. Entonces se contuvo, sonrojándose: no sabía por qué, le pareció sacrílego pensar en su esposa en ese lugar. Salió y cerró la puerta.

La perspectiva de dormir en una casa donde se había suicidado un hombre no le quitaba el sueño, aunque sí se sentía culpable por no lamentar la muerte de Retz. Después de pasarse una hora intentando leer sin conseguirlo, admitió que no iba a quedarse dormido con facilidad.

Cerca de la medianoche, cuando por fin fue a lavarse los dientes antes de irse a la cama, observó con nuevos ojos los frascos de ungüentos y tintes para el pelo de Retz. Reflexionó sobre cómo los objetos que no están hechos para sobrevivir a sus dueños siempre se las apañan para hacerlo. Un tubo de pasta de dientes, un cortaúñas, una maquinilla de afeitar. La ausencia de Retz equivalía a estos objetos y a la cerveza y el vino que hubiese dejado intactos en la nevera.

¿A qué equivaldría su ausencia?

En el espejo, vio que su rostro también había cambiado. Se veía a sí mismo más serio y más joven de lo que se sentía. Ewa Kowalska debió de pensar que era un inmaduro por la falta de desgaste que evidenciaban sus rasgos. Puede que de verdad fuese un inmaduro.

Qué raro que Retz se hubiese dejado la cuchilla en la maquinilla. ¿Sería eso lo que hacían los hombres antes de suicidarse: romper sus propias reglas, como la de no dejar nunca una cuchilla húmeda en la maquinilla de afeitar?

Al amanecer, antes de salir de camino al campo, Bora separó los objetos que quería enviar a la esposa de Retz de los inservibles. Estos últimos los tiró: botellas, cigarrillos, profilácticos y suplementos de vitaminas. La cuchilla de Retz se la olvidó en su vaso.