9 de diciembre
El joven polaco tenía moratones en la cara y la mejilla izquierda hinchada. Se le había reventado uno de los vasos del ojo y el iris azul claro destacaba de manera extraña sobre el rojo de la sangre.
Bora le dio un cigarrillo, se lo encendió y vio cómo el prisionero le daba una calada con deleite.
Como uno de los partisanos capturado por las SS en la casa de vecinos que había frente al convento, en ese momento su vida no valía mucho. Según Salle-Weber, dos de sus compañeros habían sido abatidos a tiros mientras intentaban escapar. Éste se había torcido el tobillo al saltar por una ventana baja y las SS lo habían cogido allí mismo.
Lo que intentaran sonsacarle ahora no era asunto de Bora, aunque él también tenía sus preguntas. Empezó por indicarle al guardia que lo vigilaba que saliera de la habitación con un gesto de la mano.
Más allá de la ventana cubierta de rejas, resultaba imposible decir qué hora sería en la penumbra de un sombrío patio interior. Bora concentró su atención en el mundo exterior y sintió en la mano cómo las corrientes de aire helado penetraban como cuchillos por el marco mal ajustado de la ventana. Ni él mismo sabía si al darle la espalda a un prisionero intentaba demostrar confianza y despreocupación o si, simplemente, no tenía miedo. Fuera como fuese, contemplaba el día triste por la ventana mientras hablaba.
—Me han dicho que entiende alemán, así que esto nos resultará fácil. Estaba usted en el piso superior de la casa de vecinos la mañana del veintitrés de octubre, el día antes de que lo arrestaran. Encontraron unos binoculares y varias armas en la habitación que ocupaba, y ahora mismo las armas me interesan menos que los prismáticos.
El prisionero no dijo ni palabra. Cuando Bora lo miró, fumaba con avidez. Su cara maltratada no expresaba ninguna emoción fácil de leer. Había escuchado lo que le decía el capitán, pero no le habían hecho ninguna pregunta, así que se mantuvo en silencio.
Bora dijo:
—Ese día ¿miró hacia abajo, al complejo del convento, y, en caso afirmativo, vio algo fuera de lo común?
Pellizcando la colilla con los dedos amoratados, el prisionero le dio una última calada al cigarrillo.
—¿Me da otro?
Bora le tiró el paquete.
—¿Quiere saber si vi a la monja muerta?
—Exactamente.
—No tuvimos nada que ver con aquello.
—Lo sé. ¿La vio?
Mientras se inclinaba hacia adelante para arrimar el cigarrillo al encendedor de Bora, el prisionero asintió con la cabeza.
—Llevaba un rato fuera, junto al pozo.
—¿Estaba andando o sentada? ¿Estaba sola?
—Al principio estaba de pie. Después se tumbó boca abajo. Estaría rezando o algo así, no lo sé. No vi a nadie más, pero puede que hubiese otra persona. No volví a mirar hasta transcurridas un par de horas, y cuando miré, seguía allí tumbada. Sólo que entonces supe que estaba muerta. Vi que había un charco de sangre en torno a su cuerpo a través de los prismáticos. Es lo único que sé. Supuse que uno de ustedes la habría matado.
Bora se metió el encendedor en el bolsillo del pecho y se lo abotonó.
—¿Uno de nosotros?
—¿Quién si no iba a matar a una monja?
No merecía la pena discutir con un prisionero, pero Bora se quedó intrigado.
—¿Qué hora era cuando la vio muerta?
—No llevo reloj. Podían ser las cuatro y media, tal vez las cinco. Momentos después, se armó un revuelo de aúpa en el claustro. Vi a las monjas y a dos oficiales alemanes corriendo de acá para allá. Uno de ellos se agachó para tocar el cadáver y ya no sé más, porque no quise tentar a la suerte y que me vieran. Así que volví a entrar en la habitación.
Por supuesto, había sido Bora el que había tocado el cadáver. Así que la abadesa seguía viva dos horas o dos horas y media antes de su llegada con el coronel Hofer.
—¿Oyó algún disparo? —preguntó.
El prisionero habló con el cigarrillo en la boca.
—No. Nos pasamos toda la tarde intentando escuchar una emisión de radio en la habitación. El canal tenía interferencias, así que tuvimos que prestar mucha atención para descifrar lo que decían. Además, ése fue el día en que pasaron unos tanques por la calle. —Se masajeó con suavidad la mejilla izquierda hinchada mientras expulsaba el humo—. Sabíamos que el SD podía pillarnos en cualquier momento, así que nos pasamos la mayor parte del tiempo escondidos.
Bora miró fijamente la pared de detrás del prisionero, una pared mugrienta y sin pintar, llena de marcas de clavos y rayones hechos con los respaldos de las sillas, que recordaban a marcas de viruela. Intentó hacer memoria, reconstruir lo que había hecho el veintitrés de octubre.
Hofer y él habían trabajado durante las horas del mediodía. Desde la comida del mediodía hasta su muerte, Matka Kazimierza había estado en el claustro, y en algún momento su asesino se había reunido con ella. A las dieciséis horas y cuarto, Bora y Hofer salieron para el convento.
Pensando en los albañiles que había en la capilla, Bora preguntó:
—¿Vio salir a alguien del convento?
—¿Después del asesinato? No. Ya le he dicho que volví a entrar.
El prisionero se guardó celosamente los cigarrillos en el bolsillo cuando Bora se acercó a la puerta y llamó con los nudillos para que lo dejasen salir.
«¿Quién si no iba a matar a una monja?». De vuelta en el cuartel general, la pregunta del prisionero llevó a Bora a hacer una lista del personal polaco que habría podido tener acceso a pistolas Radom: agentes de policía, guardias de seguridad… y, por supuesto, el ejército. Grupos colectivos y anónimos. Al volver a comprobar lo que había hecho el día veintitrés, se dio cuenta de que, exceptuando una hora por la mañana en que el coronel Hofer se había excusado y le había pedido que contestase a su teléfono, había estado tan atado a su escritorio como un perro a su cadena. Ojalá las coartadas de todos los demás fuesen igual de fáciles de verificar.
De pie junto a la ventana, Bora observó las palomas que coronaban la iglesia al otro lado de la calle. A no ser que el asesino fuera una de las residentes del convento (podía ser, podía ser), alguien se las había apañado de alguna manera para entrar en éste sin ser detectado, llegar al claustro y salir sin ser visto después de matar al abadesa. Apenado, Bora recordó que había tenido a su lado al coronel Hofer en ese mismo despacho, reprimiendo lágrimas mal disimuladas. Visita tras visita, ¿qué le habría profetizado la madre Kazimierza para hacerlo llorar? Pobre hombre. «Pobres de todos nosotros —pensó Bora— si sentimos curiosidad por el futuro. Mejor no preguntar, sobre todo si uno es soldado».
—Recuerde: ¡mañana por la mañana salimos temprano! —El coronel Schenck entró en la habitación, tiró un puñado de papeles sobre el escritorio de Bora y volvió a salir. Aquella noche, cuando Bora se encontró a Helenka sentada en el salón con Retz, apenas les prestó atención.
10 de diciembre
El padre Malecki se despertó con dolor de garganta. No se ponía enfermo a menudo ni solía cuidarse las pocas veces en que le ocurría, pero aquella mañana tuvo que obligarse a levantarse de la cama. En la habitación hacía muchísimo frío. Tocó el radiador y notó que el metal estaba helado. En el palanganero, la jofaina azul y blanca que había llenado la noche anterior estaba recubierta de una fina capa de hielo.
Cuando bajó a desayunar, Pana Klara le dijo que la caldera se había apagado durante la noche.
—¿Se puede arreglar?
—Me temo que se nos ha acabado el carbón, padre, y ahora mismo es imposible encontrar más. No tiene usted buen aspecto. ¿Por qué no se queda en la cama, al menos? Le llevaré otra colcha.
—¿En domingo? Sabe que tengo que ir al convento a decir la misa de la mañana.
Después de esperar más de quince minutos en la parada del tranvía, Malecki llegó a la conclusión de que ese día no iba a haber transporte público, así que caminó por las calles barridas por el viento del amanecer con una sensación de incomodidad cada vez mayor, y cuando llegó a la sacristía del convento tenía un catarro en toda regla.
Aún estaba oscuro fuera y Helenka no sabía si Bora estaría despierto o no, pero por debajo de su puerta se filtraba un rayo de luz cuando dejó a Retz roncando en la cama. El sexo había estado bien, una vez Retz durmió la mona. No duró mucho, pero había estado bien. Ahora sentía una pereza cálida y agradable y no le apetecía seguir tumbada.
Fue a la cocina. Bora ya había tomado un café y se llenó una taza con lo que quedaba en la cafetera. Helenka miró a su alrededor. La encimera estaba ordenada y la cocina bien equipada, con unas vitrinas para la porcelana, un fregadero doble, un gran horno de gas y una nevera típica de dos hombres que no cocinan: dentro no había más que algo de mantequilla, leche y vino blanco. En la alacena había una caja olvidada de sal kosher. Habían dejado las tazas en el fregadero para que las lavase la mujer de la limpieza. Helenka se terminó el café y enjuagó su taza.
Cuando volvió al pasillo, oyó ruidos discretos provenientes del dormitorio de Bora. Un cajón al abrirse y cerrarse, los pasos de alguien que llevaba botas. En la habitación de al lado, la respiración pesada de Retz iba y venía en oleadas regulares.
El baño estaba impoluto, sobre todo teniendo en cuenta que en el apartamento vivían dos hombres. Mientras se lavaba la cara, pensó que tanto orden se debía, seguramente, al adiestramiento militar. Las toallas estaban pulcramente dobladas y el jabón descansaba, seco, en la jabonera. Sintió curiosidad por saber de quién sería el aftershave. Por el olor penetrante que emanaba del frasco sin tapar, se dio cuenta que era de Retz.
Se preguntó por qué Bora se habría levantado tan temprano un domingo por la mañana. ¿Trabajaría los domingos? Retz dormía hasta tarde. No iba a llevarla de vuelta al apartamento que compartía con una amiga hasta después del desayuno.
Suspiró y se miró al espejo. Después del desayuno. Empezaba a descubrir que la comida formaba parte importante de su decisión de salir con alemanes. Una comida decente, un desayuno, algo de café de verdad. De lo más mercenario, si lo pensabas.
Le gustaba Retz, su rudeza y el deseo descarado que mostraba por ella. La hacía sentir un poco sucia, pero le gustaba Retz. Incluso le importaba, un poco.
Bora abrió la ventana de su dormitorio. De puntillas, Helenka se acercó en silencio a la biblioteca y encendió la luz.
Así que en esta habitación con las paredes recubiertas de paneles y de estanterías llenas de libros era donde Malev había escrito algunas de sus obras. Admirada, recorrió las estanterías leyendo algunos de los títulos. Sus obras de teatro en polaco y alemán formaban una fila incompleta e inclinada, ya que se habían llevado la mayoría de los libros en yiddish.
Encima de una mesita redonda junto al sillón había un libro abierto con una fotografía a modo de marcapáginas. Helenka miró la foto. Era de una mujer joven y rubia a caballo; la dedicación en alemán rezaba: «Para Martin, de su amazona favorita, Benedikta». Estaba fechada hacía exactamente un año. La mujer parecía sana, altiva, segura de sí misma.
—Buenos días.
La voz de Bora no dejó entrever sorpresa al encontrársela en la biblioteca. Llevaba el abrigo sobre el brazo e iba vestido con un sencillo uniforme de campo. Obviamente, se disponía a salir de la casa.
Helenka asintió con la cabeza.
—Buenos días. —Se sintió incómoda por tener el libro de Bora en el regazo, pero al capitán no pareció molestarle. Aun así, miró fijamente el libro y Helenka lo dejó a un lado—. No tenía intención de entrometerme. Pensé que a lo mejor Jacob Malev lo había dejado encima de la mesa.
Bora se giró a medias hacia la estantería. No estaba enfadado con ella. Más bien, sintió una especie de tristeza impaciente al verla avergonzada.
—Estoy buscando un diccionario. —Decidió justificar su presencia en la habitación. De hecho, tenía intención de buscar la palabra lumen antes de salir. Alargó el brazo para coger el diccionario de latín y decidió llevárselo con él en su viaje al este.
Acurrucada en el sillón en el que se había quedado leyendo hasta tarde la noche anterior, Helenka se rodeaba las rodillas con los brazos.
Bora sintió una extraña afinidad con ella por estar en la misma habitación y haber compartido el mismo sillón, y, aunque no se sentía atraído por ella, estuvo a punto de excitarse, simplemente porque era una mujer, era primera hora de la mañana y estaban solos en la biblioteca. «El almidón de su enagua —había escrito García Lorca— sonaba como una pieza de seda rasgada por diez cuchillos».
Helenka dijo:
—Espero que Richard le dijese ayer que iba a pasar la noche aquí. No tenía intención de molestar.
Era una disculpa extraña y Bora se sintió furioso con Retz por crear este tipo de situaciones. Por mucha prisa que tuviera, no quiso salir de la habitación sin decírselo.
—Me resulta difícil no pensar en la razón por la que viene usted. —Era una frase confusa y acusatoria e intentó corregirla, pero se quedó horrorizado ante lo que dijo a continuación—. Echo mucho de menos a mi mujer.
—Es muy hermosa —dijo Helenka, mirando la fotografía—. Entiendo que la eche de menos.
Bora apartó la mirada. No había querido delatarse. Pensar que ella acababa de hacer el amor de pronto lo había vuelto inseguro, tímido y deseoso: no necesariamente de Helenka, sino del acto en sí, porque un hombre había entrado en ella y él la miraba y sentía la esencia tácita y turbadora de esa intimidad.
—Tengo que irme.
Sudaba cuando llegó a la calle, y fue un alivio zambullirse en el gélido aire de la mañana. Tenía el tiempo justo de pasar por el convento antes de su cita con el coronel Schenck.
Cuando Bora entró en la sacristía, el padre Malecki estornudó, cubriéndose con su pañuelo a cuadros.
—Gesundheit —dijo Bora—. Las hermanas me dijeron que lo encontraría aquí. —Rebuscó en el bolsillo, sacó una cajita plana de caramelos de menta y se los presentó sobre la palma abierta de la mano—. Mi madre me envía Altoids vaya donde vaya. Creo que es su forma de cuidar de mí. Quédeselos.
Malecki tenía un aspecto terrible. Se metió un caramelo en la boca, pero no aceptó que lo llevase de vuelta a su apartamento en el vehículo militar alemán.
—Como quiera —dijo Bora, en tono amable—. Volverán a circular tranvías a partir de las nueve, así que no tendrá que ir a pie. Pero ¿cómo ha pillado un catarro tan gordo? ¡Estoy seguro de que el tiempo en Chicago no es mejor que aquí!
—No, pero en Chicago hay menos probabilidades de que las calderas dejen de funcionar. Si ha venido a oír misa, llega tarde.
—Oh, últimamente no voy a la iglesia. Sólo he venido a decirle que voy a estar ocupado y no voy a poder verle durante unos cuantos días. Espero que tenga la amabilidad de informarme de cualquier novedad que se haya producido cuando vuelva.
Bora no había hecho más que salir de la sacristía cuando Malecki fue a abrir el armario donde guardaban las vestiduras.
—De acuerdo, salga. —Molesto, examinó el interior del armario una vez el hombre le hubo obedecido—. Mire la que ha armado con esas botas llenas de barro. —Sacó las ropas manchadas y examinó los dobladillos con ojo crítico en busca de algún desgarrón en la tela.
Ahora que lo veía a plena luz del día, Malecki se sintió seguro de que era el mismo hombre con el que había hablado en las escaleras de su casa.
—Mire, ya se lo dije antes. No tengo intención de meter ni a las hermanas ni al gobierno norteamericano en lo que quiera que sea que hacen ustedes. El convento es lugar prohibido para las armas y las personas armadas, y voy a tener que pedirle que deje de venir a verme a mi casa también. En fin, ¿por qué ha venido?
El hombre, que retorcía la gorra con ambas manos, tenía los ojos cansados y el aspecto de alguien al que la tensión constante ha convertido en una mera máscara de nerviosismo.
—Si el convento es lugar prohibido para las personas armadas, ¿qué anda buscando ese alemán? ¡Él va y viene cuando le apetece!
A Malecki, que se encontraba mal por el catarro, no le apetecía que se enfrentasen con él. Con paso enérgico, pasó junto al hombre para coger la bufanda del perchero.
—Esto no tiene nada que ver con la política. Mire: tengo que irme y no pienso dejarlo aquí. Dígame por qué ha venido y acabemos con esto.
Tras oír por qué había venido el hombre, tuvo que apoyarse contra la puerta de la sacristía. Sin darse cuenta, se tragó el fuerte caramelo de menta que le había dado Bora. Le bajó por la garganta irritada con un escozor frío.
—¿Una reliquia? —tosió.
—Sí.
Malecki resopló a través de la nariz dolorida y congestionada.
—No se admiten reliquias nuevas si no es con autorización del obispo local. Aunque tuviese algo que entregarle, no se me permitiría darle nada que le perteneciese.
—Pero era una santa.
—Primero habría que investigar y demostrar sus supuestos milagros. Además, no se puede «tomar decisiones acerca de nada nuevo o que no haya sido usual en la Iglesia anteriormente» sin consultar a la Santa Sede.
—Una santa es una santa, Ojciec.
La insistencia del hombre empezaba a incomodarle, y Malecki se dio cuenta de que no iba a librarse de él fácilmente. Se puso el abrigo y le indicó que saliese de la sacristía.
—Parece usted saber más que yo.
—Hacía milagros.
Malecki se detuvo donde estaba, en el umbral de la habitación. Estaba familiarizado con las historias que se habían extendido acerca de la madre Kazimierza a lo largo de los últimos seis meses. Había investigado algunas y descubierto que eran infundadas, cuando no ridículas. La propia abadesa las había rechazado con enfado.
Dijo:
—Le repito que habría que demostrar esos milagros.
No se esperaba la brutal presión del cañón de una pistola contra las costillas y se tensó de puro enfado al sentirla.
—Más le vale darnos una reliquia de Matka Kazimierza, Ojciec.
Malecki apartó la pistola de un manotazo.
—No me crie en Chicago para dejarme intimidar en una sacristía de Cracovia. Me dará usted la información que necesito y, después, se marchará. Cuando Dios quiera hacer santa a la abadesa, nos lo comunicará a los dos.
Pero después le dio al hombre una fotografía enmarcada de la madre Kazimierza que colgaba frente a su puerta.
Cuando salió del cuartel general con Bora, Schenck tenía la misma cara que un novio el día de su boda. Su felicidad al poder salir al campo tras pasarse semanas sentado a un escritorio resultaba contagiosa. Además, últimamente a Bora no le hacía falta gran cosa para sentirse satisfecho.
Irían al sector ruso bajo la escolta de una patrulla armada; en la línea de demarcación se encontrarían con un convoy del ejército rojo y seguirían hasta Lwów para mantener una ronda de conversaciones con el servicio de inteligencia soviético.
—Teniendo en cuenta que la Wehrmacht llegó a Lemberg primero —Schenck sonrió con suficiencia, empeñado en utilizar el nombre alemán de Lwów—, es una lástima que tuviéramos que renunciar a ella.
—Las fronteras se pueden modificar —apuntó Bora.
El vehículo de personal pasó junto a varios grupos de personas que iban a la iglesia, personas grises y bien abrigadas que no se dignaron alzar la vista. Al final de casi todas las calles se alzaba una iglesia contra el cielo, como proas o enormes decorados de teatro que hubiesen quedado en pie tras representaciones olvidadas. Habían llegado al cementerio junto al cruce de vías cuando Schenck se echó a reír, en respuesta demorada a las palabras de Bora:
—Es cierto: se pueden modificar.
Pronto, el coche avanzaba a toda velocidad por la carretera nacional en dirección a Tarnów.
Una vez salieron de la ciudad, no encontraron tráfico, ni militar ni civil, que frenase su marcha hacia el este.
Bora dijo, leyendo:
—Existen al menos diez acepciones relacionadas pero distintas de la palabra: «luz, antorcha, fuente de luz, luz del ojo, luz del día…».
—¿En serio? —Schenck lanzó una mirada divertida al aparatoso diccionario que Bora sostenía entre las manos—. Creo que fue muy buena idea asignarlo al servicio de inteligencia. Le gusta excavar. Si sigue así, acabará sacando huesos.
Pasaron la primera línea de colinas al este de Cracovia, que se extendían en diagonal como dedos que se alargasen desde las alturas lejanas de los Cárpatos. La previsión del tiempo anunciaba claros a mediodía, y ya empezaban a abrirse espacios de azul cada vez mayores entre las nubes.
Schenck se quitó los guantes con sumo cuidado.
—Bora, tras su petición hablé directamente con los superiores de Salle-Weber y tenemos muchas probabilidades de echarle mano al expediente «Lumen». Salle-Weber sabrá que fue usted el que presionó para conseguirlo, pero dígale que no ha tenido nada que ver con ello, que fue idea mía. Los capitanes pueden vérselas con otros capitanes, pero los coroneles son harina de otro costal. —Schenck dejó que una sonrisa le cruzase la cara, como ondas en un estanque—. Y pensar que estuve a punto de unirme a las SS hace unos años. Pero lo sistemático de su programa de eugenesia no llegó a convencerme.
Bora esperó a que Schenck terminase de hablar para volver a consultar el diccionario. Leyó varios ejemplos del uso de la palabra tanto en singular como en plural, pero ninguno de ellos parecía venir al caso. Empezaba a pensar que el padre Malecki tenía razón. Dar demasiada importancia a una frase no haría más que entorpecer la búsqueda de las verdaderas razones. Dijo, sin pensar:
—Coronel, ¿eliminaríamos nosotros a alguien como la madre Kazimierza?
Schenck no movió ni un músculo de su curtido rostro.
—Sí. —Y añadió—: Por supuesto que sí. Si resultara útil a nuestra causa o por razones de seguridad, no le quepa la menor duda.
—¿La eliminamos?
Una vez más, el rostro de Schenck se mantuvo completamente inmóvil. Dejó pasar unos instantes antes de contestar:
—He visto muy buenos perros cavar en los sitios equivocados, capitán Bora. Va a tener que agudizar su sentido del olfato si no quiere acabar malgastando gran cantidad de energía para salir con una piedra entre los dientes, en vez de un hueso. La respuesta es no.
Bora intentó no sentirse avergonzado. Satisfecho, Schenck observó por la ventanilla los campos que pasaban junto al coche. Ya habían dejado atrás Tarnów. Por delante, las colinas iban haciéndose cada vez más frecuentes y la tierra no volvería a tornarse llana hasta después de girar hacia el sur, antes de Lwów.
—Le sugiero que agudice también su sentido de la diplomacia antes de hacerles la misma pregunta a las SS.
Lo primero que notó el padre Malecki al entrar en casa de Pana Klara fue la ausencia del frío y la humedad que lo habían envuelto cada vez que empezaba a subir las escaleras los días pasados.
Cuando abrió la puerta de su dormitorio, pensó que debía de tener fiebre, porque sintió calor. Se quitó el abrigo y la bufanda y se fijó en que el agua de la palangana ya no estaba cubierta de un velo de hielo. Estirando una mano hacia el radiador, sintió que de éste emanaba calor.
—¡Pana Klara! —gritó con voz ronca—. ¿Qué ha pasado con la caldera?
La casera subió las escaleras secándose las manos con un paño.
—No se lo va a creer, padre Malecki. Hace una hora llegó el camión del carbón y los hombres llamaron a mi puerta para decirme que tenían una entrega para el edificio. Me pidieron que les enseñase dónde tenían que dejarla y me dijeron que tenía que firmarles un recibo. Les contesté que no pensaba firmar nada porque ni siquiera los había llamado y no sabía a cuánto iba a ascender la factura. Pero me aseguraron que no había ninguna factura que pagar.
El padre Malecki estornudó, cubriéndose la nariz con las manos.
—Bueno, ¿y qué explicación le ve usted?
Pana Klara se sacó una tarjeta del bolsillo del delantal.
—En vez de factura, me dieron esto. «Para el sacerdote», dijeron.
La tarjeta estaba en blanco por uno de los lados. Sobre la otra cara, en inglés, Malecki leyó: «Debió haber dejado que lo llevase a casa».
El mayor Retz dejó a Helenka en la esquina de su calle y vio cómo andaba por la acera de camino a casa.
La chica lo valía, se dijo. Valía las pequeñas agonías que le causaba el mal de amores y su discusión con Bora. Ya conseguiría que Bora se marchase del apartamento antes o después. Allá iba, con sus piececillos diminutos y su cinturita de avispa. Andaba con la cabeza alta, igual que su madre. Y ese paso rápido que les daba vida a sus esbeltas caderas.
Helenka desapareció en el oscuro zaguán de la lúgubre casa de vecinos. Retz dio marcha atrás, giró el vehículo y se dirigió al Teatro Antiguo.
El olor a perfume barato y sudor de mujer le dio la bienvenida al estrecho pasillo que llevaba hasta el camerino. Retz lo aspiró y se le dilataron los orificios de la nariz. Le recordaba a la última guerra, aunque no era el mismo teatro, ni siquiera la misma ciudad. El olor a mujer lo excitaba.
Oyó la voz de Ewa, que ensayaba su papel desde detrás de la puerta cerrada.
—«Me voy, por tu culpa, privada de mi honor».
Retz llamó a la puerta.
Ocurrió a media hora al este de Debica y pasó demasiado rápido como para que ni Schenck ni Bora fueran conscientes de qué los había atacado. Sintieron un fuerte choque y el sonido de un latigazo y una lluvia de sangre y cristales se precipitó hacia ellos desde el asiento delantero.
El conductor perdió el control del vehículo, que derrapó antes de salirse del arcén y golpear de refilón un muro bajo de piedra. Una granada de mano que alguien tiró contra el coche falló el blanco y levantó una columna de nieve, tierra y ramas más allá del muro. A sus espaldas, otra explosión hizo saltar por los aires el arcén y vieron volar trozos de metal y de asfalto.
Una ráfaga rápida de fuego alcanzó el convoy desde una ladera a la derecha de la carretera. Rápidamente, por reflejo, Bora y Schenck salieron del coche y se colocaron uno junto a otro en posición de disparo. El fuego proveniente de los fusiles y las ráfagas de los subfusiles se aliaron contra ellos, como si la maleza tuviese vida propia y hostil y estuviese decidida a no dejarlos pasar. Del camión que los escoltaba empezaron a bajar hombres en una sucesión de cascos bruñidos y en aquel tramo solitario de carretera se libró una batalla en toda regla. Un tiroteo furioso y sin palabras, sin sentido, de unos contra otros, con hombres que se arrastraban y corrían a ponerse a cubierto o salían de su refugio para disparar.
Una vez hubo terminado, Schenck empezó a despotricar por el conductor muerto y el parabrisas destrozado. Apenas prestó atención cuando Bora volvió de la ladera donde habían estado escondidos los atacantes. Ni siquiera se había dado cuenta de que Bora se había alejado.
—Parece que están todos muertos, coronel. Seis hombres sin uniforme. Hemos recuperado un subfusil descargado, tres carabinas y cinco pistolas.
Schenck no prestó atención a las noticias.
—¡Maldición! No pienso reunirme con los rusos con el parabrisas destrozado. No quiero darles la satisfacción de saber que nos han atacado. —Rozó el hombro de Bora con el toque amistoso de un puño cerrado—. Acerquémonos al próximo puesto y que nos den otro vehículo de personal.
Bora sólo tuvo tiempo de ordenar que se llevasen el cadáver del conductor antes de que Schenck empezase a romper metódicamente lo que quedaba del parabrisas destrozado con la culata de su Walther.
—Así, al menos veremos adónde vamos —dijo. Y, cuando le pareció que las cosas no avanzaban lo suficientemente rápido, saltó sobre el capó y derribó el resto del cristal de una patada.
Bora se alegró de que Hannes no hubiese sido el chófer aquel día. Con un paño, limpió la sangre y los cristales del asiento delantero y el salpicadero lo mejor que pudo, giró la llave en el contacto y dio marcha atrás hacia la carretera.
Sin dejar de maldecir en voz baja, Schenck ocupó su lugar a su lado.
—El coronel puede ir detrás si lo desea —dijo Bora.
—Arranca este cacharro. El coronel irá donde le salga de las narices.
Retz y Ewa desayunaron en el restaurante Pod Latarnie.
—¿No tienes hambre? —preguntó ella.
Estaban sentados en mitad del comedor y desde su asiento Ewa observaba la escasa concurrencia de un domingo a media mañana. Había unos cuantos soldados alemanes bien alimentados, civiles alemanes étnicos de rostros chupados y huesudos; dos mujeres con pieles raídas alrededor del cuello estaban sentadas a la mesa en la que bebían y reían los soldados. Miró por encima del hombro y vio la ventana junto a la que se había sentado con Bora. No había nadie en esa mesa. Recordó la atención severa que le había dedicado Bora y que tan poco halagadora le había parecido.
Retz, que ya había desayunado con Helenka en el apartamento, se limitó a decir:
—Supongo que no tengo hambre. ¿Más café?
Ewa le acercó su taza.
—Richard, ¿te tiñes el pelo?
Su pregunta estaba tan completamente fuera de contexto que dejó confundido a Retz, a pesar de que siempre había sido capaz de bromear con ese tema. Derramó algo de café.
—¿Por qué? ¿Da la impresión de que me tiño el pelo?
—Sí. —Ewa se llevó una miga a la boca—. Hace veintiún años no era de ese color.
—Tienes buena memoria.
—Creo que con canas tendrías un aspecto más distinguido. ¿Tenías muchas?
Retz masculló que le habían empezado a salir canas a los treinta.
—No veo por qué iba a tener que aparentar más edad de la que tengo.
Ewa echó los hombros hacia atrás. Llevaba el pelo recogido y estaba muy satisfecha con su aspecto esa mañana, así que podía permitirse una pequeña dosis de crueldad.
—No aparentamos ni un día más de los que tenemos, Richard. —Sacó un cigarrillo del paquete que el mayor había dejado junto a su plato. Se lo metió en la boca, y cuando volvió a sacárselo para quitarse una hebra de tabaco de los labios, el lápiz de labios había dibujado un círculo de un rojo vivo en torno al cigarro—. A mí dejó de venirme el periodo esta primavera.
El encendedor de Retz era de aluminio, con el blasón del regimiento en latón. Le acercó la pequeña y estable llama para que Ewa pudiera darle una primera calada al cigarrillo. Había recuperado parte del buen humor.
—Bueno, así estamos más seguros, ¿eh?
***
Mientras esperaban a que les enviasen un coche desde Rzeszów, Schenck y Bora fueron a sentarse en uno de los bancos del patio de la pequeña Kommandatur local. Bosques de esbeltos abedules erizaban las colinas, trazados como con lápiz blanco sobre el terreno. No hacía frío, y se oía el silbido agudo de un pájaro. La mayor parte de la nieve que había caído entre los árboles se había derretido o formaba montones limpios y azulados a su sombra. El resplandor del sol se filtraba a través de las ramas.
El accidente, lejos de amedrentarlos, había puesto eufóricos a ambos hombres. Hasta hacía unos instantes, Bora se había sentido embriagado por el simple hecho de estar vivo, igual que el día que el hombre armado había salido de repente del montón de heno. El mismo día que vio por primera vez la fotografía de la madre Kazimierza.
Schenck pareció leerle la mente.
—Estas sacudidas repentinas vienen bien para los nervios. Son como un tónico. El peligro hace fluir la adrenalina, y ésta provoca multitud de efectos. He leído sobre el tema. En un primer momento, la adrenalina eleva la presión sanguínea, dilata los bronquios, aumenta la producción de saliva. Estimula las vesículas seminales, como estoy seguro de que habrá notado.
Bora lo había notado. Se preguntó si el coronel Schenck alguna vez pensaría en otra cosa.
Ahora que había pasado el peligro, se sentó, completamente relajado, y aspiró el olor de la leña que ardía en la estufa del edificio que tenían detrás.
Schenck mantuvo los brazos cruzados con fuerza contra su cuerpo fibroso.
—Hoy, por ejemplo. Podían habernos matado. Podría estar usted muerto, o algo peor. —Notó que había picado la curiosidad de Bora, aunque éste no le hizo ninguna pregunta—. Podría estar mutilado. En España vi a un hombre que quedó castrado por una granada. Se le llevó ambos testículos, limpios. ¿Qué me dice de eso? Por suerte, el hombre, que era un vasco de Bilbao, ya había tenido descendencia antes del accidente.
Al oír mencionar el caso, Bora volvió a ver los cuerpos destrozados en la escuela judía y sintió una oleada inesperada de repugnancia. Se sobrepuso, pero la euforia y la relajación habían desaparecido. El coronel le había recordado su propia mortalidad, y se sintió muy inseguro.
Schenck le sonrió con su sonrisa huesuda y ruin.
—Espero que me perdone por haberme inmiscuido, capitán, pero me he tomado la libertad de enviar un telegrama al general Sickingen para que se traiga consigo a su esposa a Cracovia.
Bora contestó con algún comentario disciplinado, de eso estaba seguro, aunque casi reventó de las fuertes ganas de gritar durante todo el camino a Przemyśl.
Una vez allí, los rusos se mostraron desconfiados, aunque no poco amistosos. Con los rostros sonrojados y enfundados en sus uniformes con el peculiar patrón de las camisas campesinas, parecían gnomos gigantescos. Insistieron en enseñarles a Schenck y a Bora una muestra del equipamiento y las insignias que habían requisado a los polacos. Un fotógrafo del ejército rojo tomó instantáneas de los alemanes escuchando las explicaciones de un comisario de pelo rubio y gafas. Sacaron vodka. El almuerzo, según les dijeron, los esperaba en Lwów.
—Como si hubiera venido para comer con los rusos —farfulló Schenck a Bora, y añadió—: Dígales que estamos deseando almorzar con ellos.
En Cracovia, el padre Malecki dijo que dudaba mucho que fuese a ayudar, pero aun así Pana Klara le pasó media taza de café cargado con brandy.
—Es la receta antigua, padre. Bébaselo bien caliente.
A las doce y media del mediodía, mientras en la frontera Bora traducía para el coronel Schenck el tercer brindis del comandante del puesto ruso, Malecki estaba a punto de quedarse dormido en el salón. La combinación del catarro, el alcohol y la agradable temperatura hubiese acabado por salir victoriosa si no hubiese sido por la voz de la casera, que lo llamó desde el pasillo.
—Padre, alguien del consulado americano ha venido a verlo.
Justo detrás de la mujer, elevándose por encima de su reducida estatura, un joven oficial del servicio diplomático envuelto en una gabardina blanca saludó al sacerdote. Malecki lo reconoció de sus visitas al consulado. Se llamaba Logan y se había graduado en Notre Dame haría unos cinco años.
—Padre Malecki, espero no molestarlo.
—En absoluto. Aunque se arriesga a que le contagie el catarro.
Logan se quitó el sombrero, pero no el abrigo.
—No voy a quedarme mucho tiempo. En realidad, no vengo en visita oficial. El cónsul me pidió que me pasara por aquí.
—De acuerdo. Siéntese.
—No, gracias. Padre, el cónsul sabe que la Santa Sede le ordenó que no saliese de Cracovia, aunque el motivo de su visita concluyó con la muerte de la abadesa en Nuestra Señora de los Dolores. Además, tenemos entendido que las autoridades alemanas han pasado a hacerse cargo de la investigación en torno a su muerte. —Logan hizo una pausa cargada de significado. Cuando vio que Malecki no lo animaba a continuar, carraspeó—. El cónsul cree que pronto se correrá la voz de la muerte violenta de la abadesa, independientemente de quién esté detrás del asesinato. Dada su popularidad entre la población católica…
—Habla usted como si no fuese católico —lo interrumpió Malecki—. Venga, venga. ¿Qué intenta decir?
—El cónsul cree que sería conveniente que abandonase Polonia.
Malecki apoyó las manos sobre los pañitos de croché con los que Pana Klara había cubierto los reposabrazos de todos los sillones que había en la casa.
—¿Por qué?
Logan volvió a carraspear. El sacerdote vio cómo su nuez subía y volvía a caer por encima del cuello de la camisa.
—El cónsul teme que pueda estallar la violencia en las calles cuando se conozca la noticia.
—¿Y…? ¿Acaso cree el cónsul que me involucraría en los disturbios? ¿O piensa que, ciegos de furia, los polacos van a atacar a un sacerdote polaco-americano? No tiene ni pies ni cabeza.
En el silencio que siguió se oyó el sonoro tictac en de un reloj de sobremesa. Malecki estornudó. Logan estaba a punto de pronunciar otra frase, pero el padre se lo impidió.
—Verá, señor Logan. Le agradezco que haya venido hasta aquí en su día libre para decirme lo que cree el cónsul… sólo que no es eso lo que cree el cónsul. —Malecki alzó la mano para evitar posibles recriminaciones—. Lo que de verdad cree el cónsul, si se me permite especular, es que no debo seguir visitando el convento mientras se esté llevando a cabo la investigación. Por casualidad, ¿no habrá visitado el consulado Su Eminencia el arzobispo?
Logan palpó el borde de su sombrero flexible.
—La razón por la que nos preocupemos por un ciudadano americano importa poco. Nuestra preocupación es real. Entendemos que ya se ha ejercido violencia contra su persona.
En ese momento, Malecki supo que el arzobispo estaba detrás de todo. Decidió tomarse su tiempo antes de responder. Se sonó con fuerza la nariz, abrió la caja de caramelos de menta y se colocó uno sobre la lengua. Logan lo observó, expectante. Malecki le ofreció un caramelo.
—Si quiere oír la historia completa, fui yo el que pegó primero.
Logan necesitó unos cuantos segundos para recuperarse. Se tragó el caramelo sin siquiera saborearlo.
—Padre, si el cónsul estuviese informado… ¿se da cuenta del riesgo al que se expuso al agredir a un alemán?
—De hombre del medio oeste a hombre del medio oeste, señor Logan, preferiría que no diese más detalles de este asunto al cónsul. Hablaré cuando y si lo considero conveniente.
—¡No puede pedirme que ignore que se encuentra usted en peligro!
Malecki negó con la cabeza.
—Con una guerra en perspectiva, los riesgos que cualquiera de nosotros podamos correr en Cracovia no me quitan el sueño. —Se levantó del sillón—. ¿Sabe? Tengo un fuerte catarro del que me gustaría recuperarme en la cama. Hágame el favor, señor Logan. Vaya y dígale al cónsul que le quedo agradecido. No deseo abandonar Cracovia y no creo que ni usted ni el cónsul puedan obligarme. Mi labor eclesiástica en la ciudad no ha terminado, y le prometo que trataré a los alemanes con más prudencia que en el pasado. Como siempre, ellos mismos son sus peores enemigos.
Doscientos cincuenta kilómetros al este, el coronel Schenck le dijo a Bora que el próximo brindis era el último que pensaba aceptar del comandante ruso.
—Lo último que necesitamos es llegar a Lwów borrachos como cubas.
Bora toleraba bien el licor, pero empezaba a sentir un regocijo cada vez mayor al pensar en el efecto que tendría éste sobre las vesículas seminales del coronel. Las suyas apenas le preocupaban, ahora que la perspectiva de la visita de Dikta amenazaba con mantenerlo en una agonía de deseo perpetuo durante las próximas tres semanas.
Los rusos estaban instalados en el hotel Patria, en Lwów. El hotel estaba cerca del museo de la plaza del mercado, con sus cuatro fuentes, que habían obligado a visitar a los alemanes para un aperitivo de última hora.
—Dobro pozhalovat! —Un coronel de aspecto pulcro con una guerrera color gris acero dio la bienvenida a los huéspedes en el antiquísimo recibidor recubierto de alfombras. Inevitablemente, iba flanqueado por un comisario, que resultaba fácil de identificar por la estrella roja que llevaba en la manga. Bora no pudo evitar comparar sus uniformes con los deslucidos trajes que llevaban los soldados que había fuera, de pie bajo sus gorros de tela con largas orejeras.
Schenck frunció el ceño.
—Dile que me gustaría empezar con las conversaciones justo después del almuerzo, Bora. No quiero que nos endilguen otra visita de la ciudad o algún discurso propagandístico.
Bora tradujo a lo largo de toda la recepción. El comisario estaba sentado a la mesa frente a él y lo observaba con atención. En un momento dado, dijo:
—Habla bien el ruso. ¿Cómo es que lo estudió con tanto empeño?
Bora contestó con una generalidad cortés. Lo que Schenck le había susurrado de camino a la mesa seguramente se encontraba más cerca de la verdad.
—Escuche bien lo que le digo, Bora: vamos a recuperar esta ciudad. Puede estar seguro de que no hemos entrado en Polonia para cederles la mitad a los rusos.
Por la tarde, la iglesia de los dominicos de Lwów recordó a Bora a la iglesia de Nuestra Señora de los siete Dolores de Cracovia. Los mismos volúmenes propios del barroco romano se multiplicaban sobre las cúpulas y las capillas laterales, aunque la plaza abierta daba más relevancia a este edificio de la que tenía el convento, en su callejuela estrecha de Cracovia.
Schenck había conseguido mantener una primera ronda de conversaciones justo después del almuerzo, principalmente sobre asuntos de inteligencia común. Se elaboró un primer borrador de un acuerdo para colaborar contra la resistencia local por medio del intercambio abierto de comunicados y documentos relacionados con el protocolo de fronteras.
Los rusos se vengaron arrastrando a sus visitantes a una visita turística de la ciudad. Benigno, el comisario se giró hacia Bora.
—Ya ve que la propaganda adversaria ha sido injusta con el marxismo, capitán. Las iglesias están intactas, abiertas y listas para usarse.
Bora había estado observando los carteles de las calles en alfabeto cirílico, consciente de que eran igual de temporales que los que los alemanes habían colgado en el oeste.
—Sí —contestó, y no le hizo falta forzar una sonrisa—. Pero en inglés hay una canción infantil que dice: «Aquí está la iglesia y aquí está la aguja»… Hoy es domingo y me pregunto dónde estarán los fieles.
***
Con la noticia sobre Helenka en mente, a Kasia casi se le olvidó que llevaba un pedazo pequeño de margarina en el bolsillo. Cuando se sacó una moneda para pagar el tranvía, sus dedos se toparon con el envoltorio de papel. Por suerte, hacía suficiente frío como para que la margarina no se derritiese. No se sentó durante el corto trayecto, sino que se aferró a la tira de cuero y fue leyendo con nerviosismo los nombres de las calles.
Llegó a la parada de Swiety Krzyza. Kasia se apeó y ni siquiera tuvo cuidado de no mojarse los zapatos con el lodo que formaban los restos de nieve al borde de la acera. Se le empaparon los dedos de los pies en los pocos minutos que tardó en recorrer la distancia entre la esquina de la calle y la puerta de Ewa.
—Soy una amiga de Pana Kowalska —le explicó a la portera. Ewa le había dicho que los caseros eran estrictos y se habían vuelto todavía más desconfiados debido a la guerra. No era de extrañar, se dijo Kasia mientras la portera la hacía esperar, que Ewa no llevase a su casa a Richard Retz.
—¿Cómo se llama?
Kasia se lo dijo.
—¿Por qué va con tantas prisas, señorita? ¿Qué es lo que pasa?
El deseo malicioso de cotorrear acerca de Helenka y las ganas de ver la reacción de Ewa casi la llevaron a darle una respuesta cortante a la portera, pero Kasia se las apañó para mantener el genio bajo control. Se le ocurrió una idea.
—Necesito ver a Ewa Kowalska urgentemente —explicó, mientras sacaba de su envoltorio la margarina y la introducía por el estrecho ventanuco del cuchitril de la portera—. ¿Me permite subir?
La portera extendió el brazo para coger la margarina, la olisqueó y se la devolvió.
—Vive en la planta cuarta, la primera puerta de la derecha. Y va a tener que subir a pie: el ascensor está estropeado.
Eran casi las cinco de la tarde cuando el padre Malecki se despertó de la siesta en el sillón del salón. Había dormido profundamente y no recordaba qué había soñado. Pero su último sueño había sido lo suficientemente extraño como para habérsele quedado grabado en la memoria.
Soñó que se preparaba para decir misa. Del armario donde guardaba las vestiduras salió de un salto el hombre de aspecto cansado y bigote que le había pedido las reliquias. Llevaba a una de las monjas del convento de la mano.
El rostro de la monja era anodino, no pertenecía a nadie a quien Malecki pudiese identificar. Llevaba colgado al cuello un retrato muy grande de la madre Kazimierza. Parecía un medallón antiguo con la imagen de la abadesa de perfil en el centro, rodeada por las letras L. C. A. N. Del fondo del armario salía una luz intensa, como un faro.
—¿Qué es esa luz? —Malecki recordaba haberle preguntado a la monja de su sueño.
—Vaya, padre. ¿No lo sabe? Es lo que mató a la abadesa y lo que la convirtió en una santa.
Protegiéndose los ojos de la luz, Malecki alargó el brazo para coger la sobrepelliz. Cegado, no podía verla, pero la palpó al tacto. Estaba salpicada de sangre en los cuellos, el costado y el dobladillo inferior.
—¡Ahora usted también tiene una reliquia, Ojciec! —gritó el hombre del bigote mientras salía apresuradamente de la sacristía con la monja de la mano—. ¡No olvide decirles a los alemanes que sabe adónde fueron los albañiles!
Por último, el señor Logan salió del armario, carraspeando.
—El cónsul cree que debería devolver la reliquia de la sobrepelliz, padre Malecki. Que lo declarasen santo fuera del país infringiría las leyes americanas.
«Esto es lo que pasa cuando uno tiene un fuerte catarro y recibe a oficiales del servicio diplomático», se dijo Malecki. Tras estornudar en su pañuelo de cuadros, salió del salón y subió las escaleras hasta su dormitorio.