Capítulo 5

1 de diciembre

Un viento tempestuoso soplaba del oeste cuando Bora llegó al complejo militar a las afueras de Tarnów, donde estaban retenidos los prisioneros del ejército polaco. La mayoría de los oficiales hablaban francés, así que le dijo a Hannes que no iba a necesitarlo por el momento.

—Según tengo entendido —explicó el jefe del campo mientras lo llevaba hacia la explanada recubierta por una hierba rala donde varios de los prisioneros esperaban de pie o caminaban por parejas—, quieren hablarle de los rusos.

Bora miró hacia donde le indicaba. Varios centinelas armados con fusiles y subfusiles patrullaban por la zona. Los prisioneros se dieron cuenta de que se acercaban los oficiales alemanes y se giraron.

—¿Por qué? ¿No se capturó a estos hombres mientras avanzaba nuestro ejército?

—No. Se quedaron rezagados y llegaron del este después del 17 de septiembre. Ése de allí es un coronel de lanceros. Era comandante de regimiento en la brigada Suwalska. Lleva aquí una semana e insiste en que quiere hablar con el servicio de inteligencia alemán. Prefiero no decirle más. A ver qué saca en claro.

Habían permitido al oficial polaco quedarse con su abrigo, que le llegaba por los tobillos, aunque le habían quitado el cinturón, el tahalí y las divisas de los hombros. Bora se acercó. Se saludaron y se presentaron, al prisionero se le iluminó la cara al ver los cordones dorados del uniforme de Bora.

—Vous pártense aussi bien à la cavalerie!

Bora asintió.

—Pero no estoy aquí como oficial de caballería. He venido a escuchar lo que desea contarnos de su experiencia con los rusos.

En Cracovia, el padre Malecki pensó que había logrado una pequeña victoria al convencer a la hermana Jadwiga de que le mostrase la bolsa de arpillera en la que estaban ocultas las armas. La había escondido en la alacena, dentro de un armario, y estaba llena de patatas.

—¿Quién cree usted que trajo las pistolas al convento? —le preguntó, sacando una a una las patatas de la bolsa. Con gesto adusto, la monja las iba colocando en un escurridor, mientras les quitaba los ojos con la uña del pulgar.

El coronel Schenck llamó a Bora para que le hiciese un informe en cuanto volvió al cuartel general.

—El oficial polaco desanduvo el camino desde Bialowieza con los que quedaban de su unidad —explicó—. Tuvieron que ir a pie, por supuesto, y dos veces estuvieron a punto de volver a capturarlos los tanques rusos que patrullaban el vado al este de Tomaszów. No me cabe duda de que es sincero, coronel, aunque la historia que nos ha contado parezca increíble.

Schenck hizo una mueca de desdén.

—No se puede confiar en un polaco. —Rodeó su escritorio para llegar a su silla—. Aunque, por otro lado, usted y yo aprendimos en España de qué son capaces los rojos. Es cuestión de decidir: ¿de quién desconfiamos menos? —Bajó la vista hasta el mapa que Bora le había pedido al prisionero que dibujase de memoria—. ¿Y dónde se supone que tuvo lugar esa «masacre»?

—Aquí donde está la cruz, coronel. Es una zona pantanosa al norte del río. No hay poblaciones, ni grandes ni pequeñas, en cincuenta kilómetros a la redonda.

Schenck se incorporó de repente, como si lo hubiesen clavado a la silla. A Bora le recordó a los insectos en el marco de cristal de la biblioteca.

—Es una historia de lo más fantástica, Bora. ¿Qué pruebas tiene?

—Me proporcionó una lista de nombres que podríamos transmitir a las autoridades soviéticas a través de la Cruz Roja. Los rangos de los fallecidos van de capitán hacia arriba, y entre ellos se encontraban también unos cuantos coroneles y tenientes coroneles.

—Tal vez murieran en combate. Puede que todo esto no sea más que una estratagema para sembrar discordia entre los rusos y nosotros.

—No sé qué iba a sacar este hombre de un engaño así. Seguirá siendo prisionero, independientemente de que nuestras relaciones con los rusos mejoren o no.

—Cuando uno lo ha perdido todo, es rencoroso. —Schenck fijó el reluciente ojo de cristal sobre los vidrios de la ventana, que estaban cubiertos de lluvia—. Pero ¿no sería todo un golpe poder demostrar que los rojos están purgando prisioneros, igual que hicieron con sus propios cuerpos de oficiales?

—Si la historia es cierta, casi un centenar de prisioneros de guerra de rango han sido asesinados en masa, en contra de todas las leyes y convenciones en vigor. Puede que no sea el único caso, o puede que vuelva a ocurrir si no intervenimos.

Schenck no dijo que no, pero agitó el índice hacia delante y hacia atrás en un gesto de reproche que Bora conocía bien.

—Nadie nos ha dado vela en este entierro como para «intervenir», sobre todo ahora. Ya conoce el procedimiento. Envíe el original de su informe a la Oficina de Crímenes de Guerra y copias al alto mando, al servicio de información militar, al oficial de enlace de la Oficina de Asuntos Exteriores, etcétera. Unos cuantos muertos polacos ni nos van ni nos vienen. Si, cuando viajemos hacia el este, nos enteramos de que les ha pasado algo a nuestros hombres, entonces estaré dispuesto a empapelar a los rojos por crímenes de guerra.

3 de diciembre

La siguiente vez que se vieron, el padre Malecki tuvo que hacer un esfuerzo heroico para tratar con corrección a Bora. Con las palabras del arzobispo muy presentes, le ofreció la mano derecha al alemán.

—Confieso que, aunque no soy del todo sincero, mi hábito exige que le pida disculpas.

Bora inclinó la cabeza mientras le estrechaba la mano al sacerdote.

—Entonces, estamos en paz, ya que yo también quiero pedirle disculpas, aunque el uniforme que llevo no me lo exija.

—He encontrado la bolsa en la que estaban escondidas las pistolas.

—Y yo he localizado al sacerdote que envió la cuadrilla de albañiles al convento. ¿Dónde está la bolsa?

Malecki se la entregó.

—¿Dónde está el sacerdote?

—Muerto. —Bora se sacó un papel doblado del bolsillo del pecho—. Podemos reclamar su cadáver en este hospital.

Una sacudida recorrió el cuerpo del americano, pero se controló.

—¿La causa de su muerte?

—Un ataque al corazón.

—¡Si el padre Rozek tenía veintitantos años!

Bora examinó la bolsa. Era una mochila de reglamento de la infantería polaca, cuadrada y de color caqui. No llevaba ninguna identificación visible. Dijo:

—A veces, los jóvenes sufren ataques al corazón. —Con descuido, le devolvió la bolsa al sacerdote—. Dígale a la hermana Jadwiga que puede quedársela.

—Le interesará saber que se fijó en que la mochila estaba sobre el tejado justo antes de que las SS registraran el convento. Su presencia la puso nerviosa, pero ahí estuvo durante toda la búsqueda, sin que la descubrieran. Créame: las hermanas no saben mejor que usted quién la dejó allí ni cuándo.

Bora decidió no insistir.

—Ya veremos. En cuanto al otro asunto, he perdido la única oportunidad que tenía de descubrir quiénes eran los albañiles. Espero que me crea cuando le digo que preferiría con mucho que el padre Rozek siguiese vivo. —Sacó de su maletín un artículo ilustrado sobre Teresa Neumann. Era de una revista británica y Malecki leyó el título: «¿Santa o charlatana?»—. Ya que forma parte de su campo de interés más inmediato, padre, me gustaría hablar un rato del misticismo. Según me han dicho, esta mujer bávara era un fraude. Ya que ha pasado seis meses estudiando a la madre Kazimierza, estoy deseoso de escuchar sus conclusiones sobre la veracidad de sus visiones.

—¿Las visiones políticas?

—Las políticas y las no políticas. Siento cierta curiosidad intelectual por este tema.

4 de diciembre

La mujer era joven, tenía el pelo rubio ceniza y estaba demasiado delgada. No llevaba puestos los tacones amarillos y las suelas planas de sus zapatos estaban gastadas y rayadas. Desde el pasillo, Bora vio a Helenka Kowalska de pie en el vestíbulo, con el abrigo doblado sobre el codo. Había oído entrar a Retz hacía un momento, pero no dejó de tocar hasta que el mayor se acercó al piano.

—Ya basta de ejercitar los dedos. Tómese un schnapps con nosotros, Bora.

Bora se levantó sin decir ni sí ni no. Retz llevaba los últimos tres días saliendo a cenar con ella, pero era la primera noche que traía a casa a la hija de Ewa. Tranquilamente, Bora lo siguió hasta el salón, donde los presentó, y Retz le pasó un vaso de licor transparente con sabor a cereza.

—A su salud, Bora.

La maniobra no obtuvo su fin de inclinar a Bora a salir de casa por voluntad propia. Llevaba dos horas nevando, las carreteras estaban heladas y no le apetecía hacerle un favor a Retz simplemente por capricho. Con la respuesta preparada, observó tranquilamente al mayor por si le sugería directamente que se marcharse.

Junto a Helenka, cuya complexión resultaba infantil por lo estrecho de las caderas y los hombros, Retz padecía basto y como por terminar, un boceto de sí mismo. La proximidad de una lámpara de mesa dejaba apreciar que el rostro de la mujer (una carita triangular de cejas altas que recordaba a un retrato de Cranach) estaba enmarcado por una delicada pelusilla, que le recubría la frente y los pómulos como un brillo impalpable. Tenía las piernas huesudas, pero en cuanto al pecho… no cabía duda, el pecho de Helenka, como el de su madre, era irreprochable. Bora se dio cuenta de que su pelo rubio le recordaba un poco a Dikta, aunque su mujer era más alta y atlética. Más de su altura. Helenka era demasiado baja tanto para Retz como para Bora.

—Bueno, ¿por qué no se sienta y charla un rato con nosotros? —sugirió Retz—. ¡No nos venga con que tiene que leer o estudiar, Bora!

Bora se sentó en el sillón más cercano a la puerta, que estaba alineado en diagonal con el sofá.

—No, pero mañana por la mañana tengo que levantarme muy temprano.

En tono burlón, Retz contestó:

—¡A su edad podía pasarme toda la noche despierto sin siquiera notarlo! —Se giró hacia Helenka, que, pensativa, observaba la habitación—. No es tan retrógrado como parece.

La chica dijo:

—Conocía a la familia que vivía aquí antes.

Bora bebió la mitad del schnapps y dejó el vaso sobre la mesa de centro. Vio que Retz hacía una mueca que pretendía ser divertida, sin conseguirlo.

—Vaya, luby. ¡Aquí vivían unos judíos!

—Ya lo sé. Y ahora viven ustedes.

—¿Quién vivía aquí? —preguntó Bora. Retz estaba sentado tan cerca de ella que Helenka tuvo que inclinarse hacia adelante desde donde estaba sentada en el sofá para poder mirarlo.

—Jacob Malev, el escritor de obras de teatro. ¿Ha oído hablar de él?

—No.

—¿No? Su primera obra la escribió para Esther Kaminska.

—Tampoco he oído hablar de ella.

Como esperaba, transcurrido un tiempo Bora se vio expulsado de su apartamento por esa noche.

Maldiciendo mientras luchaba por liberar su coche de la nieve que se acumulaba junto al bordillo, notó cómo giraban las ruedas, y sólo tras desplazar el vehículo varias veces hacia adelante y hacia atrás consiguió salir del atolladero helado. El viento proveniente del río hacía que volase nieve endurecida por la calle, y la gigantesca sombra de la colina de Wawel se alzaba al otro lado del río sobre el remolino blanquecino de una tormenta. Según la predicción, no duraría mucho, pero esa noche prometía ser de perros.

Con Helenka o sin ella, al día siguiente pensaba zanjar las cosas con Retz. Se negaba a tener que buscarse otro alojamiento, pero estas salidas nocturnas tenían que terminar de un modo u otro. El coche de Bora derrapó en la primera curva y avanzó varios metros como un cangrejo, deslizándose sobre la carretera helada.

No era normal que Pana Klara viniese a llamar a su puerta después de la cena. El padre Malecki estaba leyendo el breviario y salió con éste en la mano, con un dedo entre las páginas para no perder la hoja.

La anciana habló en voz baja, lanzando miradas furtivas sobre el hombro.

—Ha venido alguien a verle, padre.

—¿A estas horas? ¿Quién es?

—No sé quién es. Un hombre de mediana edad con un bigote poblado. Parece un jornalero o algo por el estilo. Esperaba que pudiera recibirlo rápidamente y despedirlo pronto, padre.

Malecki empezaba a impacientarse.

—Está bien. ¿Dónde está?

—No lo he dejado subir. Perdone. Baje a verlo, por favor. Y, si tiene que hablar con él, asegúrese de que la puerta de la calle esté cerrada.

Malecki sabía el frío que hacía en las escaleras de la vieja casa, llena de corrientes. Cogió un jersey de lana de la cómoda y salió de su apartamento. La luz eléctrica de la escalera era de esas que se apagan automáticamente transcurridos unos minutos y la bombilla se extinguió justo cuando empezaba a bajar el primer tramo. Aun a riesgo de romperse el cuello al descender por los gastados escalones, anduvo a tientas en la oscuridad hasta alcanzar el siguiente descansillo, donde volvió a pulsar el interruptor. Se inclinó sobre la baranda de hierro colado, tratando de ver quién lo esperaba dos pisos más abajo. Lo único que consiguió vislumbrar fueron una gorra de color oscuro y los hombros de un hombre con las manos metidas en los bolsillos.

Tiritando en el frío de la escalera, Malecki dijo:

—¿Quién es y qué quiere?

El hombre se quitó la gorra. Le contestó con una especie de contraseña y Malecki respondió:

—No sé qué quiere decir. Hable claro.

Ojciec Malecki, necesitamos su ayuda.

—Sigo sin saber qué quiere.

—Nos dijeron que era usted uno de los nuestros.

No habría sabido decir por qué, pero por un momento Malecki pensó que Bora le estaba tendiendo una trampa. Empezó a decir:

—Creo que se equivoca de persona… —cuando se le murieron las palabras en la boca. El hombre tenía en la mano una carta encabezada con las letras L. C. A. N. y el motivo del corazón y la corona.

—Nos dijeron que podíamos confiar en usted en caso de emergencia.

—¿Quién se lo dijo?

Ojciec Rozek.

El nombre lo puso sobre aviso, pero el hombre no le dio tiempo a decir nada.

—Es por el asunto de la mochila llena de armas, Ojciec. Las necesitamos desesperadamente, antes de que las encuentren los alemanes.

Malecki hizo una pausa. Estuvo a punto de devolverle la carta, pero se lo pensó mejor y se la metió en el bolsillo de los pantalones.

—Demasiado tarde. Los alemanes las han encontrado y podía haberles costado la vida a las hermanas. No se haga el sorprendido ni el ofendido conmigo, no me lo trago. ¿Qué cabeza de chorlito tuvo la idea de esconder las armas en el convento?

—Nos lo sugirió Matka Kazimierza. Nos advirtió de que no las dejásemos demasiado tiempo en el convento, pero no podíamos dejarnos ver por allí después de que a los oficiales alemanes les diese por visitarla. ¡Maldición! Ojalá… intentamos recuperar las pistolas el día en que murió.

—Ajá. Ahora la entiendo. ¿Y por qué no lo hicieron?

—Nuestro hombre era nuevo, joven. Metió la pata y le falló el valor. Se equivocó al girar y acabó en el pasillo equivocado. Tuvo que volver corriendo a cerrar la ventana antes de que las hermanas se dieran cuenta de que no estaba en la sacristía.

Malecki lo interrumpió.

—Por alguna casualidad, ¿no dispararía ese chapuzas suyo el tiro que mató a la abadesa?

—¿Por qué iba a querer hacer tal cosa, Ojciec? Se coló con los albañiles para que pudiésemos recuperar nuestras cosas, eso es todo. Llevaba una caja de herramientas vacía. Es donde pensaba guardar las armas. —El hombre gimió y negó con la cabeza—. Maldición. Maldición, necesitábamos esas pistolas.

—Cuidado con lo que dice y dé gracias al cielo de que este hallazgo no haya provocado un desastre. ¡Idiotas! ¡Hay un oficial del servicio de inteligencia alemán que visita el convento todos los días! ¿Y qué hay de su hombre? ¿Dónde está ahora?

—Ojalá lo supiese. Ya se lo he dicho: le falló el valor. Está desaparecido desde finales de octubre. Puede que se esté escondiendo en el campo.

Malecki estaba tan tenso que lo sobresaltó el rechinar de bisagras un piso más arriba. Seguramente era Pana Klara, que vigilaba ansiosa desde la puerta de su apartamento.

—No puede quedarse —dijo el sacerdote, en voz baja—. Rápido: ¿sabe alguna de las hermanas que estuvieron ustedes en el convento?

—Creo que no, a no ser que ella se lo dijese.

Volvió a apagarse la luz y esta vez Malecki no se molestó en volver a encenderla. Permanecieron en la oscuridad el tiempo necesario para que el sacerdote le pidiera que no volviese a visitarlo y el hombre le suplicara que le devolviese la carta de la madre Kazimierza.

—Lo siento, pero la carta se queda conmigo.

Cuando Malecki abrió la puerta de la calle, una tempestad de copos pequeños y duros se arremolinaba frente a la lámpara como un inmenso enjambre de polillas. Llevándose la mano a la sien, el hombre dijo, en tono hosco:

Dobra noc —salió silenciosamente y desapareció.

Unas cuantas calles más allá, en el edificio de al lado de la biblioteca Jagiellonian, el coronel Schenck no tuvo valor de decirle a Bora que evitase la tentación y se marchase del club de oficiales. No era tarde y, después de todo, Bora se había limitado a sentarse a una mesa con una pila de notas.

Pero no pudo resistirse a la tentación de sermonearlo, así que, transcurrido un tiempo, se unió al capitán. Cuando se sentó frente a éste, Bora se levantó y se cuadró.

—Siéntese, siéntese. No sabía que su padrastro fuese el Generaloberst Sickingen, Bora. ¿Qué le pasó a su padre?

Bora recordaba de conversaciones previas que Schenck no estaba de acuerdo con el divorcio, así que se apresuró a explicarle que su padre había muerto.

—Ya veo.

—¿Sabe que el general va a venir a Polonia?

Bora no lo sabía y lo dijo.

—Bueno, debería alegrarse de verlo. ¿Qué tiene ahí?

Bora le mostró las notas de Malecki sobre la abadesa.

—No hablo muy bien inglés —Schenck dejó de prestar atención a los papeles—. Cambiando de tema, tengo entendido que su madre nació en Gran Bretaña. Espero que sea racialmente pura.

Bora no pudo evitar sonrojarse un poco.

—Es de una pureza racial intachable, coronel.

—Bueno, ¿y cómo es que su apellido de soltera era el mismo que el del padre de usted?

—Eran primos.

—No es la mejor elección para casarse. En ese sentido, su medio hermano seguramente será mejor espécimen que usted. ¿Se casó usted con una alemana pura, al menos?

—Mi mujer es completamente alemana.

—¿Me permite ver una fotografía suya…?

Bora sacó una fotografía de Dikta de la cartera. Schenck la examinó con atención.

—Seguramente tendrán descendencia de pelo claro, si de niño era más rubio de lo que es ahora. ¿Tiene el vello rubio o moreno?

Bora miró fijamente al coronel.

—Más claro que el pelo de la cabeza.

—Son preguntas importantes, como sabrá.

—Me doy cuenta.

—Entenderá lo vitales que son estas preguntas en tiempos de guerra. No son momentos para tener una idea romántica de la reproducción. El amor, el sentimentalismo… esos lujos burgueses no son para el hombre alemán de hoy en día. —Schenck estiró el cuerpo delgado sobre la silla—. No tengo ningún problema en confesarle que fertilicé a mi mujer antes del matrimonio, porque jamás me plantearía atarme a una mujer que no pudiese tener descendencia. A las dos semanas ya la había dejado embarazada, y a la tercera me casé con ella. Por desgracia, resultó ser niña, pero diez meses después mi mujer lo hizo mejor. —Tamborileó ligeramente en el suelo con el pie, mientras observaba la escasa concurrencia que había en el club de oficiales—. Espero que tenga una cuenta espermática elevada. Una cuenta espermática elevada es esencial para esta clase de cosas.

Más tarde, Bora salió del club con dolor de cabeza y sin ninguna gana de volver a su apartamento. Se paró en el primer hotel que encontró por el camino, pidió una habitación y estuvo sin pegar ojo hasta que llegó el momento de levantarse.

5 de diciembre

Era primera hora de la mañana y el doctor Nowotny se dio cuenta de que Bora debía de tener una razón de peso para querer verlo antes de ir al trabajo. Cuando la oyó, una oleada de hilaridad amenazó con subirle por la garganta, pero la hizo bajar con un trago de café caliente.

—¿Cuánto tiempo lleva casado?

—Cuatro meses.

Nowotny enarcó las cejas.

—Ajá. ¿Y cuánto tiempo ha pasado con ella?

—Menos de dos semanas.

Esta vez, Nowotny estalló en carcajadas.

—Y después de menos de dos semanas, ¿le preocupa no haber engendrado aún un hijo para la nueva Alemania? Je, je, je. Dele tiempo al tiempo, como decía mi padre. Dígame: ¿lo hacían de pie?

Bora se dio cuenta de que no debería haber venido ni haber sacado el tema.

—Unas cuantas veces —farfulló.

—Con prisas, ¿eh? No podían esperar. Bueno, pues las prisas y la fertilidad no necesariamente van de la mano. Debería tomarse su tiempo. La postura del misionero, por supuesto, tiene la reputación de ser la más indicada para estos fines, aunque personalmente me gusta mucho la more ferarum. Es usted jinete: pues el próximo permiso, páselo encima de ella. —Nowotny tamborileó con los dedos sobre el escritorio—. No estoy casado. No tengo hijos. No tengo paciencia con las relaciones. Elegiría el ejército antes que el matrimonio con los ojos cerrados. Eso no quiere decir que no me guste ver a una joven con un buen bombo, pero no tiene por qué ser mío para sentirme feliz ni orgulloso de ser alemán. Es cierto: cuando llegue el momento, vamos a necesitar los refuerzos. Hemos perdido más de dieciséis mil sólo en esta campaña, y eso que acaba de empezar. —Se esforzó por sonreír al ver que Bora fruncía el ceño—. Pronto le llegará el turno a Rusia, escuche lo que le digo.

Nowotny sintió una punzada de arrepentimiento o de lástima, que formaban parte de su naturaleza tanto como la dureza que mostraba ante los demás. El hombre que tenía delante aún no se había visto puesto a prueba, no se daba cuenta de muchas cosas. Apenas habían empezado a hacerle daño. Seguía llevando el bonito uniforme de la irascibilidad, el idealismo y una bendita arrogancia. Nowotny tuvo una extraña premonición de dolor por él, como si su aspecto duro y frío fuera a verse puesto a prueba en el futuro próximo, y el dolor que sintió fue más fuerte que su coraje. Fue una sensación muy breve y sin justificación aparente, dado que apenas conocía a Bora. No debería importarle nada de esto.

Así que dijo, en tono brusco:

—¿Qué país cree que será el próximo?

—Especular no es tarea mía.

—Pero seguro que cree que podemos enfrentarnos a todos.

Durante la pausa para el almuerzo, Bora tuvo una corazonada y decidió bajar toda Karmelicka hasta el despacho de Salle-Weber, en la Reichsstrasse. Tras insistir un poco, Salle-Weber admitió que existía un expediente sobre la madre Kazimierza, pero no se mostró lo suficientemente comprensivo como para compartirlo con Bora. Lo único que dijo fue:

—Era una aristócrata proveniente de una antigua familia que andaba metida en política. Aunque no hubiese sido una monja bocazas, habríamos tenido un expediente sobre ella. No contiene nada que pueda ayudarlo en su investigación, así que no me pida que se lo enseñe.

—¿Puedo al menos ver la carpeta?

La carpeta era fina; según los cálculos de Bora, no tendría más que unas cuantas páginas. La etiqueta que había sobre la lengüeta rezaba Lumen. Se le aceleró el corazón.

—¿Por qué ese título? —preguntó.

Salle-Weber guardó la carpeta y cerró con llave el archivador.

—Fue el nombre en clave que inventamos. El universitario es usted, debería saber qué significa.

—Quiere decir «luz» en latín.

—Exactamente.

—Y es la primera palabra de su lema: Lumen Christi, Adiuva Nos, o, en siglas, L. C. A. N.

—Inteligente, ¿eh? Y ahora, dedíquese a sus asuntos, capitán. No tengo tiempo de charlar sobre monjas muertas. El expediente está cerrado.

Bora no quiso insistirle a Salle-Weber en ese momento, sobre todo porque había solicitado permiso para interrogar a los partisanos que habían sido expulsados de las casas de alrededor del convento. Salió del despacho de Salle-Weber con una sensación de euforia. La madre Kazimierza había predicho que moriría por su nombre. ¿Se referiría a su nombre en clave? Estaba deseando volver a releer las notas de Malecki.

Cuando salió del edificio, otra vez empezaba a nevar. Copos plateados caían en lentas espirales aquí y allá y el aire ya estaba por debajo del punto de congelación. Más allá del Vístula, en el horizonte, una cinta de cielo de un dorado pálido unía las distintas capas de nubes. De ésta salía un rayo de luz que se extendía hasta iluminar una colina en la lejanía. Bora iba a visitar esas mismas colinas a la mañana siguiente.

En el coche hojeó las notas de Malecki hasta dar con la que buscaba.

«La abadesa solía referirse a Cristo como “su luz”. Su cita favorita era Mateo 6:22».

La cita no estaba recogida en las notas, así que Bora tendría que esperar a la próxima vez que viese a Malecki para preguntárselo.

En el Teatro Antiguo, Retz habló con Kasia cuando Ewa se negó a escucharle.

—¿Qué es lo que le pasa? Hoy la he llamado tres veces y le he enviado medio kilo de mantequilla. Hasta he venido, cuando ahora mismo tendría que estar en la oficina.

Dado que Kasia no hablaba alemán, resultaba obvio que las palabras iban dirigidas a Ewa, que fumaba sentada frente al espejo, balanceando con nerviosismo la pierna que tenía cruzada sobre la rodilla de la otra.

A través del espejo, aunque sin mirarlo directamente, distinguió a Retz, que se inclinaba hacia su amiga con una postura de hombros y una expresión facial que delataban agitación. Kasia se giró hacia ella.

—Ewa, no tengo ni idea de qué estará diciendo, pero haz el favor de escucharlo.

Su silencio no desanimó a Retz, aunque éste estuvo a punto de delatarse para hacerla reaccionar.

—¿Es que Ewa piensa que me veo con otra? ¡No me veo con ninguna otra! Dile que tiene que venir conmigo. Mi compañero de piso va a pasar dos días fuera. Tendremos la casa para nosotros durante dos días. ¡No me veo con ninguna otra y tiene que venir!

—Ewusia, creo que te necesita —dijo Kasia con una sonrisa de afectación—. Yo no sería tan dura con él.

Ewa le dio una calada a la corta colilla del cigarro, que apretaba con fuerza entre el pulgar y el índice.

—Puede volver a llamarme después del trabajo si lo desea.

6 de diciembre

Los fuertes dientes de la horca estaban recubiertos de una capa viscosa de un rojo oscuro y habían utilizado paja para absorber la sangre del suelo del granero.

Bora escribía apresuradamente en su carpeta. No se oían ruidos del exterior, excepto, de cuando en cuando, el mugido desconsolado de una vaca que estaba atada a la verja que rodeaba el granero.

—Hay que ordeñarla —farfulló Hannes, mientras salía del cobertizo.

Bora lo ignoró. Al recorrer con los ojos la distancia, cubierta de parches de nieve, que había entre la choza y el granero, se fijó en unas marcas alargadas sobre el suelo del patio.

—Se arrastró hasta aquí desde la casa —les dijo a los soldados de aspecto descuidado y furioso que tenía al lado—. La tierra está mezclada con sangre aquí y aquí.

—No encontramos a Sepp en el granero —le respondió uno de los soldados—. Lo encontramos allí atrás, entre la bazofia, Herr Hauptmann, con los cerdos intentando comérsele las tripas.

Bora se raspó el borde ensangrentado de la suela contra el quicio de la puerta.

—Veamos. Los cuatro vinieron juntos. ¿Había alguien más aparte de las mujeres?

—No, señor.

Una vez estuvo limpio el borde de la suela, Bora se lo quedó mirando.

—¿Y qué hacían ustedes tres mientras a Sepp lo empalaban en la casa?

Los soldados estaban de pie, cuadrados y tensos. Cuando Bora alzó los ojos, vio que tenían la expresión de unos perros desconfiados. El hombre que había hablado hasta entonces dijo:

—Estuvimos fuera patrullando toda la noche, capitán. Estábamos agotados. Nos tomamos una pausa de una hora o así. Sepp entró para pedir algo de beber.

—¿«Algo de beber»? ¿No había agua en el pozo?

—Hace mucho frío para agua de pozo, señor. La gente a veces tiene cerveza. Fue a pedirles un poco y lo mataron.

Bora no tuvo que esforzarse para responder en tono severo.

—Tengo a tres civiles polacas con tres balas en la cabeza ahí fuera. ¿Quién las mató?

—Señor, ¡teníamos que hacer algo por Sepp! No eran más que…

—Me importa un comino lo que fueran, soldado. Ahí fuera hay tres mujeres muertas y quiero saber quién las mató.

—No nos dejaron otra opción, señor.

—«No nos dejaron otra opción». —Bora se metió la carpeta bajo el brazo y le puso el capuchón a la pluma—. Siguen sin contestar a mi otra pregunta: ¿Dónde estaban los tres mientras su camarada entraba en la casa? No estaban cerca; de lo contrario, habrían oído la reyerta. ¿La oyeron?

Justo entonces, Hannes se dirigió a él en voz alta desde la verja del granero.

—Ha llegado el forense, Herr Hauptmann.

—Ahora mismo salgo.

Cuando Bora se unió al médico en el patio, éste estaba de rodillas junto a las tres mujeres muertas y bajaba con una mano la falda de la más joven.

—Haga salir a los hombres, capitán. Dígales que se bajen los pantalones.

En su habitación de la calle Karmelicka, el padre Malecki debatía consigo mismo si mostrarle al arzobispo la comprometedora carta que había escrito la abadesa. Sólo decía que Malecki era persona de confianza en caso de necesidad. No estaba fechada y no iba dirigida a nadie en particular, pero aun así decidió no mencionarla por el momento.

Debía haber sabido que era posible que algunos agentes encubiertos hubieran visitado a la abadesa a lo largo de las semanas pasadas. Si los alemanes lo sospechaban, Bora no lo había mencionado; pero no hubiese sido propio de él. Malecki se arrepintió de no haberle pedido a su visitante nocturno que lo pusiera en contacto con los hombres que habían trabajado en el tejado de la capilla el día en que se produjo el crimen.

Así que se quedó sentado en su habitación con la nota delante, tentado de quemarla un momento y, al siguiente, decidido a conservarla como prueba. Si, por poco probable que pareciese, el extraño encuentro de la noche anterior había sido una trampa de los alemanes… bueno, no había caído. Pero no veía razón para que le tendiesen una trampa. No había razón.

A no ser, por supuesto, que quisieran acusarlo de colaborar con las fuerzas antialemanas y expulsarlo de Polonia. De ese modo, Bora tendría carta blanca en su investigación.

Malecki apoyó la frente contra el cristal de la ventana, con cuidado de no tocarlo con la nariz, que todavía tenía dolorida. Se había derretido la mayor parte de la nieve y la calle estaba vacía y solitaria, excepto por dos guardias alemanes bien abrigados y con casco que patrullaban con paso perfectamente coordinado sobre la acera.

La mujer tenía las braguitas de algodón, desgarradas y manchadas de sangre, bajadas hasta las rodillas. Su vientre amoratado recordaba a la nieve pisoteada y cubierta de briznas de hierba amarillenta y rojiza. Bora contrajo los labios y se obligó a mirar.

—Siento tener que mostrárselo, capitán, pero es necesario para poder reconstruir los hechos. Además, tiene moratones por todo el cuerpo y le han arrancado varios mechones de pelo de la cabeza. Creo que esto es obra de al menos dos hombres. —El médico hizo un gesto para que se acercasen los enfermeros a llevarse los cadáveres y siguió a Bora, que había echado a andar hacia su vehículo—. Su reconstrucción de lo ocurrido me parece un análisis acertado: los hombres se acercaron a la casa para pedir algo de beber y, se lo dieran o no, empezaron a tomarse libertades. Las mujeres se resistieron, así que dos de los hombres sacaron a la chica de la casa y la violaron, mientras los otros dos intentaban hacer lo mismo dentro de la casa y a uno lo empalaron en la habitación de atrás. Fuera como fuese, se produjo una confusión y, para cuando volvieron a acorralar a las tres mujeres, se habían olvidado del soldado que se había arrastrado hasta el granero para morir allí. Como ha señalado, los zapatos de las mujeres no están manchados de barro. No fueron ellas las que tiraron el cadáver a la bazofia. El único detalle en que no estoy de acuerdo con usted es en lo de la culpa. Creo que el asesinato se produjo más a sangre fría de lo que se imagina. Obligaron a las mujeres a tumbarse una junto a otra y las ejecutaron. No es una reacción de furia ni se produjo sin pensar. Y que sacasen al soldado muerto del granero deliberadamente sugiere un intento de manipular nuestras emociones al mostrarnos a un soldado alemán asesinado y tirado en el estiércol.

Bora tiró la carpeta al asiento trasero del coche.

—Esta tarde tendré listo mi informe. ¿Para cuándo puedo esperar el suyo?

El forense observó cómo el intérprete de Bora ordeñaba la vaca junto a la verja del granero. No había cubo y la leche caía a chorros en el suelo.

—Si está dispuesto a esperar una hora, puede llevárselo hoy mismo.

7 de diciembre

—«Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?». Ésa es la cita de Mateo, capitán. Era un recordatorio que la abadesa usaba a diario en sus plegarias para no caer en la soberbia. La imagen de la luz, como seguramente habrá advertido, aparece de forma recurrente en sus declaraciones.

Estaban sentados en la iglesia del convento y Bora escuchaba sólo a medias al sacerdote. No conseguía sacarse de la cabeza el camino de vuelta del campo, cuando había leído los informes, envueltos en el lenguaje impersonal de los militares, que hacía que el horror se convirtiese en mera estadística. El coronel Schenck no era fácil de conmover, pero era un comandante pragmático. Había recomendado que se acusase a la patrulla del ejército y se ejecutase al único soldado que no había ganado ni medallas ni menciones durante la invasión.

—Cuelgue la sentencia con su nombre y su delito en la aldea más cercana a la granja donde ocurrió, Bora. Con eso bastará.

En ese momento, los ojos de Bora vagaron hacia arriba desde el altar para fijarse en los adornos barrocos de los relieves en estuco del ábside, que recordaban a percebes sobredorados sobre la quilla de un barco puesta del revés. Se alegraba de que Malecki estuviese hablando con él. Necesitaba escuchar el tono tranquilo de una voz humana, fueran cuales fuesen las palabras que pronunciaba.

Cuando volvió del campo, Retz se había reído de su irritación al descubrir que alguien había pasado la noche en su dormitorio.

—¡Tampoco es que sea su habitación, Bora! La utiliza usted mientras está en Cracovia, eso es todo. Ewa y yo tuvimos una pequeña reunión con unos cuantos amigos y necesitamos camas extra. Si a la estúpida mujer de la limpieza no le hubiese dado por airear el colchón, ni siquiera se habría dado cuenta.

Así que había discutido con Retz. Habían tardado mucho en llegar a ese punto, y, teniendo en cuenta la furia acumulada, había tocado todos los temas con menos enfado del que habría debilitado sus argumentos. Retz hasta le escuchó en un principio.

—Por tanto —iba diciendo Malecki con su tono firme—, la imagen de Cristo como el que trae la iluminación resultaría de especial importancia para alguien cuyas convicciones espirituales girasen en torno a la gracia divina. —El sacerdote hablaba con los ojos fijos en el librito de oraciones que había escrito la abadesa y hasta ese momento no se había dado cuenta de que Bora estaba distraído—. ¿No está usted de acuerdo? —sondeó su interés por lo que se había dicho.

Bora lo miró.

—¿Qué si no estoy de acuerdo con qué?

En el camerino del teatro hacía frío. El calor que irradiaba la estufa de carbón sólo caldeaba un círculo pequeño en torno a ésta y las dos mujeres estaban sentadas cerca del brasero. Ewa Kowalska se había mojado los pies en la nieve mezclada con barro que había fuera del teatro. Había puesto a secar las medias sobre el espejo. Descalza, estiraba los dedos de los pies hacia la estufa mientras intentaba memorizar su papel.

No estaba satisfecha con él, y Kasia lo sabía. Era un papel pequeño, y Ewa, contra todo sentido común, había esperado que le diesen el principal. Kasia le dijo:

—Pero, querida, representaste el papel de la reina en Las coéforas y, antes, en Agamenón. Así que es lógico que vuelvas a hacer de reina esta vez. —Kasia, sentada con las piernas encogidas bajo el cuerpo sobre la gastada alfombra, se lio un mechón de pelo rojizo en torno al índice—. Piensa en mí, que la mayoría de las veces hago de esclava o de miembro del coro.

—No tienes tanta experiencia como yo.

—Y tengo una cara que ni fu ni fa. Pero llevo suficiente tiempo en la compañía como para merecer algo mejor. ¿Qué tal os fue la otra noche, después de irme yo?

—Bien. Richard discutió con su compañero de piso a la mañana siguiente.

—¿Oh? ¿Por ti?

—Porque Richard lo echa del apartamento cada vez que lo visito.

Kasia se echó a reír. Los dientes eran lo único que tenía bonito y se había enseñado a sí misma a reír bien.

—Pobrecillo. A lo mejor, Richard debería buscarle novia. Tal vez fuera por eso por lo que discutieron en realidad.

—No lo sé. Hace dos días que no se hablan. Es curioso lo insensible que puede ser ante los sentimientos de otras personas. Dijo que iban a intentar que trasladasen a su compañero de piso a otro alojamiento.

—¡Vaya! Sigues teniendo tirón, Ewa. No todas las mujeres de Cracovia consiguen que desahucien a un oficial alemán por su culpa.

Ewa dejó a un lado los folios que estaba leyendo. Apoyó la cabeza sobre el respaldo del gastado y mullido sillón. Con los pies descalzos estirados tocó la espalda de Kasia, y con los ojos cerrados, empezó a recitar su papel.

—«¿Cómo podéis dormir? ¡Ah! ¿Qué necesidad tengo de gente que duerme?».

Kasia rio con un escalofrío.

—¡Tienes los pies fríos! La próxima vez que veas a Richard, ¿por qué no le preguntas si su compañero de piso anda buscando compañía?