18 de noviembre
A primera hora de la mañana, el coronel Schenck dijo:
—Prepárese. Vamos a ir a la universidad para hacer cumplir las directivas del memorándum con fecha del 15 de septiembre.
Bora, que recordaba bien el memorándum, sintió una punzada de incomodidad. Sacó un escrito en el que ponía que había que apoderarse de ciertos manuscritos y documentos de los archivos de las universidades y siguió al coronel hasta la salida del cuartel general.
—Tenemos que añadir a la lista todo lo que esté escrito en alemán o trate de Alemania —iba diciéndole Schenck—. Ya que sabe leer latín, espero que pueda aconsejarme sobre la marcha si ve algún documento que podamos agregar al inventario.
Aunque había dejado de llover, seguía haciendo frío. Cuando Bora miró hacia atrás, la fachada marrón y amarilla del cuartel general (la antigua Academia de Economía) se alzaba con sus muchas estatuas por encima de los arriates moribundos. Antes de subir al coche, Schenck hizo un gesto al conductor de un camión militar que estaba aparcado junto al bordillo para indicarle que los siguiese. En cuanto Bora se hubo sentado a su lado en el coche, le preguntó:
—Bueno, ¿qué ha averiguado sobre el asesinato?
Bora se esperaba la pregunta. Sacó un taco de folios limpiamente escritos a máquina del maletín que tenía sobre las rodillas.
—Son los testimonios de todas las hermanas sobre la tarde del día en que murió la madre Kazimierza. No se pueden comprobar todas las coartadas, pero era de esperar: una monja responde por la siguiente y, obviamente, no tenemos testigos de fuera de la comunidad. La hermana Jadwiga es la única que habló con los albañiles. Según ella, seguían trabajando en el interior del techo de la capilla cuando falleció la víctima. No se oyó ningún disparo, según me dio a entender, pero, por otra parte, los hombres hacían mucho ruido con los taladros y martillos. Y, por supuesto, cuando llegamos el coronel Hofer y yo, había varios tanques atronando en el exterior.
Schenck le devolvió los papeles sin haberlos leído y lo escuchó atentamente. Había perdido un ojo luchando en Madrid hacía dos años, pero no se notaba, excepto cuando al iris izquierdo, de un azul gélido igual que el otro, le daba la luz y le arrancaba un brillo vidrioso.
—Bien. ¿Cuántos trabajadores había?
—Tres. En algún momento, pasadas las dieciséis horas (la hermana Jadwiga no pudo precisar más), uno de los hombres salió de la capilla en busca de una broca distinta para el taladro. Habían dejado la caja de herramientas en la sacristía y estuvo fuera unos quince minutos.
—¿Quince minutos para ir a buscar una broca?
—Es lo que me dijo la hermana Jadwiga. Admite que se impacientó y hasta empezó a ponerle nerviosa su ausencia, porque guardan candelabros y custodias de plata en la sacristía. Transcurridos unos minutos, fue a ver qué hacía el hombre. Se lo encontró comiendo un bocadillo de queso junto a la caja de herramientas. Me dijo que revisó descaradamente la vitrina de la plata para que el trabajador se diese cuenta de qué la preocupaba. Vio que no faltaba nada y no volvió a pensar en lo que había pasado hasta que le pregunté por ello.
—Bueno, ¿y qué demuestra eso?
Bora colocó sobre el maletín un croquis trazado a mano de la zona de la capilla.
—La capilla se encuentra detrás de la iglesia principal del convento, que da a la calle, desde la que se puede entrar en ella. Es imposible acceder a la capilla desde fuera del convento. ¿Ve? Aquí hay una puerta que lleva de la sacristía hasta un pasillo. Una de las ventanas del pasillo da a un muro bajo que conecta el complejo de la capilla, con su sacristía, con el cuerpo principal del convento, donde se encuentra el claustro. Tardé menos de dos minutos en alcanzar el muro bajo desde la capilla y, de allí, el tejado del claustro, desde el cual pude acceder fácilmente a la galería superior del claustro y, una vez allí, bajar al jardín interior.
—Presupone usted que el hombre sabía que la abadesa iba a estar en el claustro.
—Lo sabía todo el mundo. La abadesa rezaba sola en el claustro entre las horas canónicas de sextas y nonas; es decir, de una a cuatro de la tarde, y pocas veces rompía su rutina. Por eso las monjas pidieron a los trabajadores que llevasen a cabo reparaciones en el interior del edificio durante esas horas.
El coche y el camión se detuvieron en un cruce en el que la policía militar dirigía una columna de vehículos semioruga por la calle Copernicus. El estrépito que reinaba obligó a los oficiales que iban en el interior del coche a alzar la voz para poder seguir hablando.
—¿Qué probabilidades tenemos de localizar a alguno de los hombres?
Bora negó con la cabeza.
—Todos se habían escabullido cuando llegó la ambulancia, a las diecisiete horas. Entonces ignoraba su presencia en el convento y las hermanas no han sabido hacerme una descripción útil de los trabajadores; a menos que datos como «más alto que el otro» o «moreno» basten para identificarlos. Empecé a investigar las empresas dedicadas a la construcción que hay en la ciudad pero, según tengo entendido, las monjas preferían confiar en jornaleros independientes o incluso contrataban a trabajadores sobre la marcha. En este caso, le habían pedido al sacerdote de la iglesia jesuita que hay en la misma calle que les buscase una cuadrilla.
—Ajá. ¿Y qué hay del sacerdote?
—Se llama padre Rozek. Las SS lo han tenido retenido desde el incidente del apedreo. Hasta el momento me ha resultado imposible averiguar dónde lo tienen.
El último vehículo semioruga pasó frente al coche, dejando tras de sí un olor sucio. En cuanto volvió a arrancar el coche, Schenck dio al conductor una orden brusca para que parara.
—Junto al bordillo, idiota. Ahí.
Bajo la mirada atónita de Bora, se apeó del vehículo y se acercó a una joven poco agraciada que esperaba en la acera con un niño apoyado contra el pecho y otro de la mano. Schenck se cuadró, galante, la rodeó con el brazo y la escoltó hasta el parque Planty, al otro lado de la calle. Tras darles un par de estiradas palmaditas a los niños en las cabezas bien abrigadas, volvió al coche. Ni sonrió ni pareció estar de mejor humor tras la interrupción.
—¿Tiene hijos? —preguntó a Bora.
—Aún no, señor.
—Llevo seis años casado. Tengo cuatro hijos y mi mujer está embarazada. —Schenck agitó el guante para indicarle al chófer que tomase la calle Siena hasta el casco antiguo. Mirando por encima del hombro para asegurarse de que los seguía el camión, agregó—: Debería fundar una familia en cuanto pueda, Bora —y fijó sus ojos brillantes, el de verdad y el de cristal, en su colega—. ¿Qué hay de las coartadas de las otras monjas?
—Bueno, ya sabemos lo que hizo la hermana Jadwiga, que estaba en la capilla con los trabajadores. Si damos por hecho que la abadesa fue asesinada, pongamos… entre las catorce y las dieciséis horas… durante ese intervalo diez de las hermanas estaban reunidas en el refectorio, practicando para el coro. Por lo visto, dos estaban en la cocina, preparando la cena. La mayor, la hermana Teresa, estaba en la cama, enferma, y además está sorda. Dos postulantes estaban encalando las paredes del sótano y la hermana Irenka había salido temprano para acompañar a una novicia al dentista…
—¿Es cierto?
—Sí. Lo he comprobado.
Schenck le mostró una amplia sonrisa.
—Continúe.
—Así que nos queda la portera, que muy pocas veces abandona su puesto. Las paredes son gruesas, así que dudo mucho que pudiera oír gran cosa de lo que pasaba en otras partes del convento. Según lo veo yo, las coartadas de las hermanas son bastante razonables; pero tampoco puedo decirle más.
—Hofer me dijo que eran las dieciséis treinta cuando llegó usted al convento.
—Eran las dieciséis treinta y cinco. El cadáver aún estaba templado. No puedo decirle más respecto a la hora de la muerte. El doctor Nowotny me recordó que la sangre empieza a coagularse cinco minutos después de entrar en contacto con el aire y que la temperatura de un cadáver disminuye sólo un grado Celsius por cada dos horas transcurridas. Le toqué la muñeca pero, francamente, no sabría decirle cuánto tiempo llevaba muerta. El doctor también me ha explicado que la histeria —Bora sintió ganas de darse una patada por haberse sonrojado al decirlo— en ocasiones afecta a la temperatura corporal, así que, teniendo en cuenta que no dispongo de preparación previa, yo no concedería demasiada importancia a ese detalle.
En el teatro de la plaza Szczepanski, los actores se encontraban en pleno ensayo.
Ewa estaba apoyada con la cadera contra la pared y sostenía el auricular del teléfono entre la oreja y el hombro. Se la veía poco convencida.
—No lo sé, Richard. Puede que tenga trabajo esta noche, no puedo decírtelo con seguridad. Nos estamos preparando para una nueva producción. No, nada que te interese. —Asintió con la cabeza en dirección a Kasia, que estaba a su lado y se señalaba con el dedo el barato reloj de pulsera—. Mira, tengo que irme. Puedes llamarme más tarde… no sé, a las cinco o las seis. Adiós.
Kasia se sacó un pedazo de papel del bolsillo y marcó el número de la operadora.
—¿Y bien? —preguntó, mientras esperaba a que la conectasen.
Ewa se encogió de hombros.
—No me apetece hablar del tema. ¿Tienes un cigarrillo?
—No, se acaban de terminar. ¿Sí, sí, operadora? Páseme con este número, por favor… —Kasia leyó el número que tenía apuntado en el trozo de papel y alargó el brazo para coger a Ewa por la manga de algodón—. Espera un momento, espera un momento. Tengo algo que decirte.
En la Universidad Jagiellonian, las bóvedas góticas del Collegium Chymicum devolvían las voces de los hombres con ecos discordantes y bruscos. Bora no participaba en la conversación, sino que se esforzaba por mantener el equilibrio sobre la escalerilla mientras se estiraba para alcanzar los libros de la estantería número doce. Cuando bajó con un frágil volumen encuadernado en cuero en la mano, el viejo profesor Anders tenía la espalda apoyada contra la pilastra de piedra que había junto a la ventana. Delante tenía a Schenck, con la lista en la mano.
Visto más de cerca, la melena leonina de pelo cano de Anders lo hacía parecer venerable; no tanto viejo como avejentado prematuramente. Decía, en excelente alemán:
—¡Debo protestar, coronel! ¿No se han llevado ya bastante? Ya se han llevado lo mejor de nuestra colección. ¡Éstos no son textos históricos sobre Alemania!
Schenck miró hacia donde estaba Bora, que había abierto el libro sobre una mesa pequeña y en ese momento se inclinaba sobre las páginas para examinar el frontispicio.
—Hartman Scheden —leyó Bora—. De Núremberg… su Crónica del mundo, de 1480.
—Cójalo.
Anders cargó contra Bora con energía insospechada.
—Espero que sepa que esto es un escándalo, por no decir ilegal, capitán —le advirtió, aunque Bora evitó entablar contacto visual y siguió tachando títulos de su lista. Schenck se echó a reír.
—Ríase todo lo que quiera —Anders subió el tono—. ¡Pero le digo que es un robo! ¡No tiene otro nombre!
El crujido de sus ropas hizo que Bora alzase los ojos de la lista. Schenck había agarrado al profesor por las solapas y lo llevaba contra una enorme vitrina acristalada. Su cuerpo delgado y calzado con botas vibraba como una vara de metal.
—Cuidado con lo que dice, viejo.
Anders era incapaz de liberarse, pero se mantuvo firme.
—¿Que tenga cuidado con lo que digo? —resonó su voz bajo las bóvedas—. ¿Porque lo digan ustedes? ¡No son más que ladrones!
Bora se encogió instintivamente al oír estas palabras. Dos veces, Schenck golpeó con todas sus fuerzas al anciano con el dorso de la mano enguantada. La cabeza cana se bamboleó de un lado a otro contra la vitrina. Lo tiró de un empujón al centro de la habitación y el profesor aterrizó con un golpe contra la mesa a la que estaba sentado Bora. Bora se lanzó para evitar que cayese al suelo un libro frágil, pero Schenck ya lo estaba llamando.
—Déjelo, Bora. Llévese lo que tenga y salgamos de aquí.
Se detuvieron en el patio de abajo, donde un enfermizo rayo de sol descendía para recortar profundas sombras bajo el arco. Unos soldados bajaban las escaleras, acarreando cajas. Schenck había recuperado por completo el autocontrol y estaba plantado con los dedos enganchados en el cinturón, supervisando la operación de traslado. Por el rabillo del ojo bueno, vio que Bora estaba avergonzado y no se mostró en absoluto comprensivo.
—¿Tiene algún problema con los insultos, capitán?
—No más que el coronel.
—¿Yo? ¿Por qué iba a tenerlo? ¡Es verdad que somos ladrones! Sólo que no quería admitirlo delante de un polaco.
Diez minutos antes, el padre Malecki se había apeado del tranvía al principio de la calle Franciszkańska. Iba de camino a la curia. Vio dos vehículos militares alemanes aparcados junto a la universidad y se preguntó qué nuevo abuso irían a cometer contra ellos. En una maleta llevaba pequeños ovillos de gasas y pañuelos manchados de sangre con los que las monjas habían absorbido la sangre de la abadesa tras su muerte. Habría resultado ser un cargamento de lo más extraño si el guardia alemán que había en la parada del tranvía le hubiese pedido que se lo mostrase.
El secretario del arzobispo echó una mirada muy poco entusiasta al contenido de la maleta.
—Su Eminencia le agradece su pronta colaboración en este asunto, padre Malecki. Pero tendremos que dar muchos pasos antes de plantearnos siquiera la posibilidad de convertir estas vendas en reliquias.
Malecki se mostró de acuerdo.
—El martirio es otra cuestión que hay que investigar a fondo.
—¡Oh, no nos importaría tener una capilla en Cracovia! —dijo el secretario, con repentina ligereza—. Así podríamos competir con Czestochowa. —Recobró el aplomo al ver que el americano no parecía verle la gracia al comentario—. Pero lo cierto es que las cosas no son así de fáciles. Cantidad de rumores sobre la muerte de la madre circulan de boca en boca. Ahora mismo estamos imprimiendo carteles con la noticia. Sus seguidores estarán dispuestos a aceptar la idea de que Dios la ha llamado de vuelta a su lado, pero si se menciona abiertamente que se ha producido un asesinato, podríamos vérnoslas con una ciudad escandalizada o incluso unos disturbios.
Malecki pensó en los vehículos militares que acababa de ver aparcados junto a la universidad.
—No me parece muy probable que el pueblo se rebele estando desarmado.
—Armado o desarmado, el pueblo vería automáticamente la mano de los alemanes tras su asesinato.
—Aún no estamos seguros de que la mano de los alemanes no esté detrás de todo esto.
El secretario condujo a Malecki hasta su bien caldeado despacho. Le mostró un cartel con el nombre de la abadesa, sus fechas de nacimiento y muerte y el lema L. C. A. N., todo ello rodeado por un marco negro.
—Mañana por la mañana los encontrará pegados por todas las calles de la ciudad. Si le preguntan por las circunstancias de la muerte de la abadesa, será mejor que se muestre discreto.
—Es decir: quiere que mienta.
El secretario pareció molesto por tener que decirlo abiertamente.
—Sí, padre Malecki: mienta.
20 de noviembre
La cara tímida de la hermana Irenka se encogió. Con la nariz fruncida y la boca tensamente comprimida, parecía oler dificultades. Lanzó una breve mirada hacia donde estaba Bora y devolvió inmediatamente su atención al verdor del claustro, bajo la galería donde se encontraban. Bora se dio cuenta de que, si insistía en que le proporcionase información directa sobre el asesinato, la monja intentaría alejarse de él.
—¿Qué arbustos son ésos? —le preguntó, en vez de abordar el tema que le interesaba.
La hermana Irenka no relajó el rostro.
—En polaco se llaman Jalowiec. Aunque no tiene nada que ver con lo que de verdad quiere preguntarme.
—¿No? —Bora hizo una breve pausa—. Pero usted no está dispuesta a hablarme de lo que quiero preguntarle.
—Estoy dispuesta, pero no estoy segura. Creo que no debo.
—Ya veo. —Con naturalidad, Bora se inclinó sobre el balcón de la galería—. ¿Jalowiec, eh? En alemán se dice Wacholder. Pertenece a la familia del enebro. Y esto de aquí abajo, junto al pozo… es un boj, ¿verdad?
La hermana Irenka siguió con los ojos la dirección en la que señalaba Bora.
—Nuestra madre superiora era una santa —dijo de pronto, y Bora detectó un tono de hipocresía o de seca condescendencia hacia alguien que, de todas formas, no iba a entender las cosas.
Esperó un momento antes de comentar:
—Imagino que no debía de ser fácil convivir con una santa. —Con el ceño fruncido, miró fijamente su libreta, como si algo de lo que había apuntado en ésta le resultase más interesante que el asunto que tenía entre manos. Su aparente indiferencia al pasar las páginas disimuló su interés lo suficiente como para que la monja se mantuviese en silencio en un primer momento. Pareció aceptar el comentario.
Después dijo, en tono casi inaudible:
—Hay que ser una santa para convivir con una santa, sí.
Bora admiró la inteligencia de su respuesta. Alzó la vista y se encontró con la expresión fría de la monja y la firmeza de sus ojos. Sin andarse con rodeos, dijo:
—Como alguien de fuera del convento, me da la impresión de que la comunidad entera giraba en torno a su rutina, y no necesariamente en beneficio de ustedes. Estoy seguro de que gracias a ella recibían abundantes donaciones, pero ¿no es difícil conciliar un torrente de visitantes con la vida contemplativa?
—Había días en que no conseguíamos hacer nada, ni siquiera rezar, debido a los visitantes.
Bora dejó la libreta sobre el poyete del balcón y la cubrió con las manos. Se rodeaba de una tranquilidad tan puntillosa que la hermana Irenka no fue capaz de leer más que un asentimiento moderado en su rostro.
—La queríamos, por supuesto —añadió.
Bora asintió con la cabeza. Acarició la libreta con las yemas de los dedos, como intentando alisar unas arrugas invisibles.
—Pero ¿la quería ella a usted, hermana?
21 de noviembre
Cuando llegó su turno, la hermana Jadwiga se negó a hablar. Se mostró tímida, reticente, o ambas cosas.
Más tarde, durante su visita de la tarde al convento, Bora escuchó de labios del padre Malecki que era ella la que se llevaba la peor parte de los cambios de humor de la abadesa santa.
—Pero, como suele decirse, capitán, tampoco era para tanto. No quiero que se lleve la impresión de que la madre Kazimierza era cruel. Como todas las personas excepcionales o que poseen un don, tenía sus rarezas.
Bora tenía una expresión de arrepentimiento en la cara.
—Creo que no le falta razón. En una de sus profecías, dijo veladamente que el mariscal polaco Śmigly-Rydz era un traidor.
—Así que la ha leído. —El padre Malecki dejó escapar un profundo suspiro. Suspiró como una persona que quisiese expulsarlo todo de su interior: el aire de los pulmones y un peso moral del pecho. Seguía resentido con Bora porque éste le hablaba sin dorarle la píldora y optaba por no mostrarse diplomático, lo cual le hubiera resultado más fácil a Malecki. Bora era demasiado directo. Se debía a su juventud, o tal vez a su falta de humildad, aunque en el caso de Bora tampoco podía decirse que fuese arrogancia. Era una convicción, apasionada e intolerante, algo más misionero que militar, más espiritual que la simple firmeza de carácter.
—Al final —iba diciendo Bora en su inglés continental desprovisto del más mínimo acento, una forma de hablar que delataba su elevada educación y sus orígenes en la alta sociedad—, al final, padre Malecki, he descubierto que la abadesa no era tan querida como pensábamos. Se comportaba como una princesa, más allá de lo que hubiese justificado su puesto como cabeza del convento. Espero que me perdone por decirlo, pero parece que algunas de las hermanas la odiaban abiertamente.
—«Odiar» es una expresión muy fuerte.
—Matarla de un disparo fue una expresión muy fuerte.
Malecki hizo un gesto precipitado, como si cortase algo con la mano.
—Ya está usted otra vez insinuando que una de las hermanas… ¡es ridículo!
—No insinúo nada. Y no sé cómo murió la abadesa. Lo único que sé es que la envidia y el resentimiento estaban a flor de piel entre sus subordinadas. Aún me encuentro muy lejos de poder insinuar nada.
Cuando el sacerdote se metió la mano en el bolsillo en busca de sus cigarrillos polacos, Bora le ahorró el trabajo ofreciéndole un paquete de Chesterfields. Malecki cogió uno y Bora se lo encendió.
—Creo que no le digo nada que no sepa ya, padre, si le recuerdo que había «patriotas» polacos ocultos en una de las casas cercanas. El SD los expulsó a conciencia el día después de morir la abadesa. Hoy, justo antes de llegar al convento, subí al piso de arriba de aquella casa de allí. —Bora señaló un edificio alto al otro lado de la calle—. Usted se encontraba en el claustro, padre Malecki, y bien visible a simple vista. Incluso con la pistola reglamentaria hubiera sido fácil dispararle en la cabeza o haberle dejado un buen recuerdo en el cuerpo.
Malecki no le vio la gracia al comentario.
—Menos mal que no lo hizo.
—No tenía motivo, ¡Dios nos libre! Como sospechaba, un tiro efectuado desde una de las casas de alrededor habría penetrado en el cuerpo de la abadesa en un ángulo muy distinto. Pero, hablando de otros asuntos, debo admitir que sus profecías son sorprendentemente imparciales. Exponía hechos que iban a pasar o que podrían ocurrir sin adoptar una postura abiertamente nacionalista. Puede que su actitud irritase a los polacos, por no mencionar a otros.
—¿«Otros»? Se referirá a ustedes, los alemanes.
—Nosotros encontraríamos formas menos llamativas de deshacernos de personajes eclesiásticos políticamente problemáticos. Pero pongamos que sí, por ser imparciales. —Bora sonrió—. Sin compartirla, entiendo la neutralidad que adoptaría una verdadera santa en cuestiones de ideología política. En la mente de Dios no existen ni el bien ni el mal objetivos, si la mente de Dios trasciende el mero juego de opuestos relativos.
Malecki aguzó los oídos.
—Es una especulación peligrosa, capitán. ¿Intenta usted equiparar el principio del mal con el principio del bien?
—Sólo digo que son juicios de valor necesarios, pero no dejan de ser juicios de valor, temporales y contingentes.
—¡Confunde usted los juicios de valor con los valores de obligación moral!
—Recuerde, padre Malecki, que son los propios jesuitas los que dicen que el fin justifica los medios y que todo lo que conduce a Dios es bueno. Aunque esa clase de ideología no es muy de mi gusto, puede que fuese la preferida de la abadesa santa.
23 de noviembre
El jueves, un mes después del incidente, Bora iba con Hannes de camino al campo, al oeste de Cracovia. Tenía en mente el asesinato de la monja.
Sin dejar de observar la lluvia que caía sobre la campiña, sacó de su maletín un plano del convento de Nuestra Señora de los Siete Dolores. Tenía más de cincuenta años, había tenido que pelearse con el secretario del arzobispo para que se lo diese y no reflejaba los edificios más nuevos que se habían construido en el barrio.
Aunque el intérprete hacía todo lo que podía, con los senderos rurales llenos de baches resultaba imposible leer el mapa en el coche sin correr el riesgo de rasgar el endeble papel. Bora lo guardó, desesperado.
—Hannes, ¿cuánto queda? —preguntó.
El silesio, de frente ancha y con apariencia de enano, se giró hacia atrás justo en el momento en que pasaban por encima de un bache que los hizo saltar sobre los asientos.
—Media hora más, capitán.
En media hora iba a interrogar por primera vez a un oficial superior polaco, pensó Bora, y no conseguía sacarse a la madre Kazimierza de la cabeza.
26 de noviembre
Seguía sin poder sacársela de la cabeza el domingo por la mañana, cuando Retz y él volvían de desayunar en el club de oficiales en el BMW requisado del mayor.
Retz llevaba un rato parloteando y en ese momento dijo:
—Tiene que venir, Bora. No ha ido nunca, ¿verdad? Es una visita de lo más educativa. Además, tiene que verlo antes de que lo cierren.
Se refería al gueto de Cracovia, y, sin interesarse por la opinión de Bora, Retz ya estaba dando al conductor orden de ir.
—Tengo que comprar un regalo para alguien. En estos tiempos se encuentran buenas gangas, y la intendencia tiene carta blanca para visitar el barrio judío. Además, ¿dónde si no íbamos a encontrar tiendas abiertas en domingo? Me ayudará usted a comunicarme en polaco.
Había nevado durante la noche y el sol se esforzaba en vano por brillar cuando los dos hombres aparcaron junto a la mole de ladrillo de la iglesia del Corpus Christi. Gruesos anillos de hielo rodeaban los charcos que había en la calle y restos de nieve semiderretida se acumulaban en los rincones.
—Mire a ver cómo se dice «zapatero» en polaco, Bora.
A través de unos callejones estrechos, de paredes leprosas debido a la humedad y a la pintura descascarillada, llegaron a una plaza pequeña y cerrada donde colgaba ropa usada y a la venta de la verja de hierro colado de la sinagoga. Cachivaches de todo tipo se amontonaban sobre las mantas a lo largo de la pared de la sinagoga y lo irregular de la acera de adoquines hacía que algunas de las cosas estuviesen torcidas o se tambaleasen al tocarlas.
Retz echó un vistazo a las cristalerías, los objetos de latón y las baratijas.
—¿«Shevtz»? ¿Así se pronuncia szewc?
Bora despegó los ojos de su diccionario de bolsillo.
—Sí, así se pronuncia, mayor.
—Bueno, lo que estoy buscando es un buen par de zapatos con hebillas.
Su llegada había causado gran revuelo entre los vendedores que estaban desperdigados a lo largo del espacio irregular de la plaza. A derecha e izquierda, hombres ojerosos se apartaban al pasar los oficiales mientras éstos se encaminaban a la calle Szeroka. Retz comentó, en el tono despreocupado de un guía turístico:
—Hay una bonita farmacia antigua al final de esta manzana.
Bora vio cómo la gente se apartaba y buscaba refugio junto a las paredes, con los rostros vueltos hacia abajo.
—¿Ya ha estado aquí en alguna ocasión, mayor?
—Sí, hará unos veintitantos años. En aquella época, los judíos no eran tan asustadizos.
A unos cuantos pasos más allá, la fachada de la siguiente tienda no era más que un profundo zaguán, la mitad del cual estaba ocupada por una vitrina. El letrero del comercio estaba escrito en caracteres hebreos, pero los bienes que había en la vitrina hablaban por sí solos. Retz examinó durante un tiempo los zapatos que había en venta, mientras Bora observaba con ojos resignados el estado ruinoso de las casas de alrededor.
—Ésos son bonitos, ¿no le parece? —Retz señaló un par de zapatos de tacón de cuero amarillo.
—No será fácil combinarlos. Es decir, si la dama desea combinarlos con el conjunto que lleve.
—¿Importa eso?
—Supongo que no.
—Bueno, a mí me gustan. —Retz indicó el precio en zlotys. ¿A qué equivale eso en dinero de verdad?
—Son dos zlotys polacos por cada marco, mayor.
—Entonces, no es mal precio, ¿verdad?
Retz compró los zapatos amarillos. Frente a la tienda, un niño pequeño calzado con zuecos le preguntó si quería que le llevase el paquete y Retz asintió. Al doblar la esquina de la calle Józefa, Retz le dijo a Bora:
—Pronto comenzarán a producir botas para el ejército, ¿lo sabía? Ya han empezado a llegar las insignias de las Fuerzas Aéreas y divisas para los hombros fabricadas aquí, en el gueto, y son bastante decentes. —Cuando pasaron por delante de una ventana en la que había expuestas barras de jabón en cajitas, colonia y frascos de cosméticos, Retz se paró a mirar—. Debería comprarle algo más. Tal vez un perfume o unas medias… ¿qué opina?
—El mayor lo sabrá mejor que yo.
—¿Por qué? No lo sé mejor que usted, Bora. Si lo supiese, no le habría invitado para que me aconsejase.
Entraron en la tienda, seguidos por el niño. Muy tiesa detrás del mostrador, como una imagen de sí misma recortada en cartón, la dependienta los saludó con un nervioso asentimiento de cabeza. De una palidez enfermiza, sus ojos oscuros parecían dos agujeros que alguien le hubiese taladrado en la cara. Hablaba algo de alemán, así que Retz regateó por un panzudo frasco de esencia que tenía el cuello decorado con un ramillete de violetas de tela.
Lo destapó y se lo dio a oler a Bora.
—Huela. Perfecto para una mujer joven, ¿no le parece?
Era la primera pista que recibía Bora de que la destinataria de los regalos no era Ewa Kowalska.
—Que sean dos —le dijo Retz a la dependienta—. Uno para mi mujer. —Le dedicó una amplia sonrisa a Bora.
El repiqueteo que producían los zuecos de madera del niño que los seguía sobre la acera recordaba el ruido de las pezuñas de un burro pequeño. Una vez más, Bora vio cómo la gente se refugiaba en los portales abiertos de las casas o se quedaba parada frente a las paredes, con los ojos y los rostros apartados. Había vehículos del SD estacionados en casi todas las esquinas.
Retz intentó atraer la atención de Bora.
—No sé cómo vamos a meter a todos los judíos de Cracovia en este sitio. Pero es verdad lo que dicen: se los puede apretujar más que a las sardinas. —Se puso los guantes e inclinó levemente la cabeza hacia su colega—. Le contaré un secreto, Bora, aunque seguramente ya lo haya adivinado: estoy enamorado.
Bora fingió indiferencia.
—¿De Frau Kowalska?
—¿Qué? ¡No! De Ewa no. Ewa no está mal. Para algunas cosas no está nada mal. No, de una mucho más joven. Carne fresca. ¡Dios, las mujeres son maravillosas a los veinte! —Retz no detectó ningún signo ni de acuerdo ni de desacuerdo en Bora, así que continuó—: Respóndame a una pregunta, Bora. Me pica la curiosidad: ¿qué hace usted después del trabajo? Quiero decir, aparte de tocar a Schumann o estudiar ruso. ¿Cómo lo hace para mantenerse, ya sabe, equilibrado?
—Doy paseos en coche, mayor.
Retz no captó la ironía tras las palabras de Bora.
—Bueno, pues debería hacer algo más que dar vueltas en coche por Cracovia. ¿No se aburre al tener que tratar con monjas día sí, día también?
—Hago lo que me ordenan.
El niño que llevaba los paquetes se paró antes de llegar a la iglesia del Corpus Christi, que marcaba el extremo oeste del gueto. El BMW de Retz los esperaba al norte de la iglesia, y, al ver llegar a los oficiales, el conductor abrió la puerta trasera para que pudieran subir. El mayor le lanzó una moneda al niño, que dejó los paquetes en manos de Bora y salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus zuecos.
Bora le entregó los bultos al chófer. La visita lo había deprimido, aunque puso cuidado en no dejar que Retz lo notase. Retz ocupó su lugar en el BMW y dijo:
—Debería tomarse la vida menos en serio.
27 de noviembre
La hermana Jadwiga se secó las manos con la basta tela de su mandil. Era una monja corpulenta con unos cuantos vellos canos en la barbilla, una especie de barba rala que le salía de unos llamativos lunares.
—Niet. —Hablaba el ruso con fluidez, pero se negaba a contar nada sobre la abadesa a Bora. Éste estaba a punto de perder la paciencia. El padre Malecki, al darse cuenta, pronunció unas cuantas palabras en tono de consejo, que la monja escuchó con aire malhumorado.
—No quiere hablar porque tiene algo que ocultar. —Bora no pudo reprimirse por más tiempo—. O bien ha visto algo o ha oído algo y no quiere contárnoslo. Puedo decírselo en ruso o puede decírselo usted en polaco, padre. ¡Pienso averiguar qué es lo que esconde!
Malecki asintió con la cabeza.
—Siostra Jadwiga. —Comenzó un severo sermón que duró cinco minutos de reloj. Bora no entendía palabra, ni le importaba. Anduvo de acá para allá hasta que las respuestas de la monja, cortantes y evasivas, se fueron haciendo más largas y vacilantes. Malecki empezaba a quebrar su resistencia con un flujo ininterrumpido de palabras discordantes, al final del cual Bora, que estaba observando el sangriento crucifijo, se volvió para descubrir una escena de lo más inesperada: la hermana Jadwiga había empezado a llorar.
Transcurrido un tiempo, guió a los hombres hasta la salida de la sala de espera. Atravesaron un pasillo desierto, subieron un tramo de escaleras y bajaron por un corredor en forma de codo.
Bora recordaba haber estado antes en ese lugar. Reconoció la estatua de yeso de la virgen con una corona de estrellas de oropel. La hermana Jadwiga se detuvo frente a la estatua para santiguarse y Bora estaba a punto de ordenarle con malos modos que siguiera adelante cuando levantó la estatua por los codos y, sin ningún esfuerzo, la dejó en el suelo.
—¿Qué hace? —preguntó Bora.
Malecki le dijo que no tenía ni idea.
La hermana Jadwiga se secó los ojos y se limpió la nariz con un pañuelo del tamaño de una servilleta antes de retirar el pañito bordado que decoraba el pedestal de la estatua. Con cuidado, colocó el paño sobre el alféizar de la ventana y levantó sin vacilar el pedestal de madera, que estaba hueco.
Bora y el sacerdote bajaron la vista hasta el suelo. Malecki no se movió; ni siquiera respiraba. Bora dijo algo en alemán. Las estrellas de oropel de la aureola de la virgen tintinearon cuando se agachó para levantar por el cañón una de las pistolas que estaban escondidas.
Unos minutos después, formaban un centro de mesa de lo más atípico sobre la mesa del refectorio de las monjas. Bora había puesto cuidado en no tocar las culatas con las manos desnudas. Bajo la mirada preocupada de Malecki, colocó las armas en fila. Había cinco.
Una tras otra, quitó los seguros de los cargadores para comprobarlos y los colocó, llenos como estaban, cada uno junto a su pistola. A Malecki, sus movimientos le parecieron intencionadamente lentos o muy dificultosos. El frágil equilibrio de la situación dependía de cómo fuera a tomarse Bora la presencia de armas en el convento.
—Pregúntele dónde las ha encontrado.
Malecki repitió la pregunta a la hermana Jadwiga, pero Bora ya había empezado a añadir:
—Y dígale que no me mienta. Las SS registraron el convento, así que sé que las pistolas no estaban debajo de la estatua en ese momento. Quiero saber cuándo y dónde las ha encontrado.
En su despacho de la segunda planta de la calle Rakowicka, Retz, con el auricular del teléfono en la mano, se echó a reír. Hizo balancearse su silla sobre las patas traseras, con una rodilla apoyada contra el escritorio de metal.
—Sabía que te gustarían, luby. Los elegí contigo en mente. ¿Puedo verte esta noche? Sí, ya sé que estás ensayando, pero podrás buscarte una excusa para salir temprano, ¿no? Diles que te tienes que ir y ya está. —De pronto impaciente, dejó caer la silla sobre las patas delanteras—. Vamos, Helenka. Tienes que venir. Tienes que venir a verme. Esta noche, sí. ¿Por qué no esta noche? Me moriré si no vienes. —Alguien llamó a la puerta y el mayor se incorporó y tapó el auricular con la mano—. ¿Sí? ¿Qué pasa?
—Mayor —dijo un ordenanza, asomando la cabeza por la puerta—. Ha llegado la entrega de sábanas.
Retz despachó al hombre con un gesto de la mano.
—Después, después. Cierre la puerta. Nada, Helenka, alguien que ha llamado a la puerta. Nunca has venido a verme, querida. Ya va siendo hora. Ya va siendo hora. ¿O no me quieres lo suficiente?
En el refectorio del convento, un silencio sepulcral servía de telón de fondo al examen que Bora estaba realizando del alijo de armas. Se sentía irritable y tenía una mirada dura en los ojos. Ahora que se había marchado la hermana Jadwiga, Malecki se acercó lo suficiente a la mesa como para entrar en el campo de visión periférica del alemán.
—No diga nada, padre —le advirtió Bora.
—Pues entonces, hable usted.
Eso mismo hizo Bora. Se le había retirado la sangre de la cara y la palidez lo hacía parecer distinto, más joven.
—Son Radoms del ejército polaco, padre Malecki. Su presencia aquí es de lo más incriminatoria.
—¿De verdad cree que las hermanas utilizaron una de estas pistolas?
—Das macht nichts! —gritó Bora. El paso de la tranquilidad al enfado fue tan repentino que Malecki no supo cómo reaccionar en un primer momento.
—Entonces ¿qué importa?
—¡Importa su presencia! ¡Lo que importa es que estaban aquí y que estaban escondidas! ¿Quién más estaba aquí el día del asesinato, o en cualquier otro momento? ¡Me están mintiendo y me he dado cuenta de que voy a tener que empezar a hacer las cosas de otra manera en este convento!
Malecki tragó saliva. Sentía una serenidad imprudente frente al estallido de Bora.
—¿Quiere decir que todo ha cambiado porque le hemos mentido? Porque si es eso lo que le preocupa, capitán, puede usted estar seguro de que nadie le está mintiendo. Si la hermana Jadwiga dice que encontró las pistolas el día después del registro, yo la creo.
—¿En el tejado?
—¿Y por qué no? Los trabajadores subieron al tejado para ver en qué estado estaban las tablillas. Se puede subir al tejado de la misma manera que se puede llegar del pasillo al claustro, por el muro bajo. Oh, sí, capitán Bora. Yo también me he dado cuenta.
—¿Me está diciendo que una monja de setenta años se encaramó a un tejado de madera empinado en busca de armas? ¿Me toma por tonto?
—No. Pero creo que se ha precipitado al sacar conclusiones. Es posible que el aguanieve hiciese que la bolsa de arpillera bajase deslizándose hasta el tejado desde el lugar donde estaba escondida, detrás de una de las chimeneas. La hermana Jadwiga la vio desde su ventana y la recogió con un cazamariposas. ¿Por qué no va a comprobar si de verdad pudo haber pasado así?
Furioso, Bora volvió a meter los cargadores en las pistolas y guardó las armas en su maletín.
—Voy a ordenar una investigación a fondo de este asunto. De ahora en adelante, tendrá que vérselas con las SS.
Malecki, sin apenas ser consciente de su reacción, al ver que Bora se levantaba para salir de la habitación, se lanzó hacia él como un loco y lo aferró por los hombros. Bora se dio la vuelta:
—¡No me toque! —Pero Malecki no dejó de agarrarlo con todas sus fuerzas. Bora estaba asombrosamente pálido. Dijo—: Quíteme las manos de encima, padre, o le juro por Dios que no tendré reparos en pegar a un sacerdote.
Malecki ni siquiera lo oyó. Bora se zafó con esfuerzo de su abrazo (el sacerdote era fuerte, de músculos pesados) y se encaminó hacia la puerta. Malecki le hizo un placaje. Bora cayó de rodillas, pero reaccionó rápidamente. Se giró a medias y golpeó la cara del sacerdote con el puño cerrado.
Brotó sangre de la nariz del padre Malecki. Por un momento, se sintió tentado de devolverle el golpe a Bora: sabía que podía tumbarlo de un gancho profesional, sobre todo porque todavía estaba encima de él.
Pero, en vez de golpearlo, retrocedió lentamente, mientras dejaba que el reguero rojo que le brotaba de la nariz le manchase el alzacuellos y la pechera de sus ropas de clérigo.
Bora también se levantó. Respirando pesadamente, recogió su gorra del suelo y se la puso.
—Ya se lo advertí —dijo—. Me lo ha pedido a gritos, padre Malecki.
Malecki se sacó un pañuelo a cuadros del bolsillo y se limpió la nariz y la barbilla.
—Ha pegado a un sacerdote católico, capitán: ¿cómo piensa explicárselo al arzobispo?
—No me venga con ésas, padre. No estoy de humor.
Malecki se encogió de hombros.
—Aunque, la verdad: si con ese puñetazo en la nariz se ha convencido de que debemos creer lo que nos ha dicho la hermana Jadwiga, habrá merecido la pena. ¿Tiene que ponerse en contacto con las SS de inmediato?
***
Aquella noche, Retz estaba de un humor de perros. Resultaba obvio que había esperado hasta las diez a que alguien se presentase y que ese alguien no había venido.
Se acercó a grandes zancadas a la puerta de la biblioteca, donde Bora estudiaba los verbos rusos.
—Bora, ¿cuántas veces tengo que decirle que no se deje la cuchilla dentro de la maquinilla después de afeitarse? Así se embota y se oxida.
—No me he dado cuenta, mayor. Pero, como utilizamos cuchillas diferentes, no hay necesidad de que el mayor se preocupe.
—Es cuestión de principios. ¿Es que no le enseñaron ni lo más básico en la escuela militar?
Bora le prometió prestar atención en adelante. Retz, con la cara colorada, se demoró un momento en el umbral y pronto desapareció. Poco después, abrió la puerta de la calle.
—Voy a salir, Bora. Si me llaman por teléfono, coja el recado.
Su coche no había hecho más que alejarse con estruendo del bordillo cuando sonó el teléfono.
Era la voz de una mujer joven que hablaba alemán con acento polaco. Bora le dijo que el mayor Retz no estaba en casa.
—Tenga la amabilidad de decirle que ha llamado Helenka. Todavía estamos ensayando y no he podido escaparme porque me han dado el papel principal.
—¿Quiere darme su apellido? —preguntó Bora.
—Sí: Kowalska. Helenka Kowalska.
28 de noviembre
El cuerpo esquelético del coronel Schenck no rellenaba el uniforme más de lo que lo hubiese hecho un perchero, pero aun así tenía un aspecto de lo más enérgico y, en ese momento, también de una alegría no exenta de sarcasmo.
—¿Que golpeó en la cara al sacerdote? —Una satisfacción fugaz le iluminó el rostro curtido—. Espero que tuviese usted justificación suficiente.
Bora se lo explicó. Al coronel el episodio le pareció de lo más divertido. Ya había examinado las armas que habían encontrado, manoseándolas todo lo que quiso y haciendo comentarios sobre lo obsoletas que eran comparadas con las pistolas alemanas.
—¡Bueno! —Sujetó una de las pistolas por el cañón alargado con gesto desdeñoso—. Vis Model 35, la famosa versión polaca de la Colt Browning. ¿Usaron una de éstas para matar a la abadesa?
—Lo dudo. Los cargadores están llenos, pero los cañones aún están lubricados con grasa.
—Entonces no deberíamos formar demasiado revuelo en torno a este asunto. Se están encontrando alijos de armas por todas partes y las SS les andan detrás como perros en celo. No tenemos por qué darles otra farola que olisquear.
—Pero, aunque por extraño que parezca, las hermanas no conociesen la existencia del alijo, su presencia demuestra que otros han tenido acceso al convento. ¿Y si fueron las mismas personas que cometieron el asesinato?
—Las SS no son las responsables de investigar el asesinato. Usted sí. —Schenck se rio por lo bajo—. Quiero que esto quede en familia, Bora. Es un cebo que no debemos lanzar a terceras personas, sobre todo después de que un oficial de la Wehrmacht se haya pegado con un sacerdote de un país no beligerante por este asunto.
—Siento mucho haber dejado en evidencia a mis mandos, coronel.
—¿Que lo siente? Yo en su lugar ¡le habría saltado todos los dientes de un puñetazo a ese americano!
En casi todas las calles había pegados carteles con el nombre de la madre Kazimierza y un reborde negro. El primero que vio Bora, en la pared lateral del portal de una iglesia, donde un tablón de madera exhibía varios reclamos, tapaba otros carteles más antiguos.
El hecho de que la curia no hubiese presentado ninguna queja le inclinaba a creer que el padre Malecki había decidido no informar al arzobispo de la reyerta, o al menos que no lo había hecho aún. Lo cierto era que Bora se sentía un poco culpable. Mientras volvía del puesto de mando de las SS, se felicitó por haberle sonsacado por fin a Salle-Weber el paradero del padre Rozek, el sacerdote que había puesto en contacto a las monjas con la cuadrilla de albañiles. Estaba detenido en un campo al noroeste, en dirección a Czestochowa.
Schenck le había pedido que fuese a ver a Rozek esa tarde después del trabajo, pero que antes se tomase una hora libre para ir a almorzar. Bora sabía que Schenck lo estaba preparando con idea de llevárselo al este para ponerse en contacto con las fuerzas de ocupación rusas en Lwów. Lo había mencionado como de pasada, cuando le preguntó si iba progresando con el ruso. Bora estaba deseando que llegase el cambio.
El restaurante se llamaba Pod Latarnie y tenía un delatador cartel de hierro sobredorado con la forma de una lámpara de aceite en el exterior. Lo frecuentaban oficiales alemanes, pero no estaba prohibido a los polacos. Bora había venido al mismo restaurante una vez con Retz y le había gustado.
—Estoy solo —le dijo al camarero—. Quiero una mesa junto a la ventana.
A unas cuantas manzanas del restaurante, en la curia, las profundas arrugas parecían cinceladas para siempre en el ceño fruncido del arzobispo.
—¡Esta manera americana de hacer las cosas! —protestó, sentado frente a Malecki—. ¡No estamos en el salvaje oeste, padre!
—Son tiempos sin ley, casi como entonces, si me lo permite Su Eminencia.
—Pero ¡agredir a un oficial del ejército de ocupación, padre Malecki! ¿No se le ha ocurrido pensar que si no lo deja en mal lugar a usted como americano, sí como miembro del clero? ¿Dónde quedó eso de poner la otra mejilla?
—Si hubiese puesto la otra mejilla, el capitán me habría roto la mandíbula. —Malecki intentó ignorar la hinchazón de su nariz, mientras que al arzobispo parecía interesarle más que nunca. Sería mejor no mencionar aquella vez que había pillado in fraganti a un ladrón con el dinero del cepillo y lo había enviado al hospital de Passavant después de dejarlo K. O.—. No llegué a pegarle, así que…
—Ya basta, ya basta. No estamos en un gimnasio, ya está bien de hablar de peleas. Lo que más me angustia es el asunto de las armas escondidas. ¿Qué piensa decir si lo llaman a testificar?
Malecki no contestó, pensando que lo mejor sería apartar la mirada.
En el Pod Latarnie, Bora también apartaba la mirada. Si se hubiese estirado sólo una fracción de pulgada más, habría podido contemplar a su antojo el generoso canalillo que dejaba entrever el vestido de Ewa Kowalska. Ya veía más que suficiente desde donde estaba sentado, mientras ella se inclinaba hacia delante para dejar los guantes en el espacioso bolso de cuero que tenía a los pies. Bora apartó la mirada hacia las otras mesas para no aparentar el más mínimo interés cuando Ewa volvió a incorporarse.
—Gracias por permitir que me siente a su mesa —dijo ella—. No habría creído que saliese tanta gente a almorzar. No esperaba que el restaurante fuera a estar lleno.
—Bueno, como ve, aquí hay más alemanes que compatriotas suyos.
Ewa no miró a su alrededor.
—En realidad, no soy polaca. —Sonrió—. Aunque nací aquí. Mi padre y mi madre eran de etnia alemana, actores de teatro en Varsovia. Elegí el apellido «Kowalska» porque es típicamente polaco. Mi verdadero apellido es Olbrycht. —A la mujer no se le escapó que Bora había colocado las manos juntas sobre la mesa para que se le viese la alianza que llevaba en el dedo anular. La miró, por complacerlo—. Parece usted muy joven para estar casado.
Bora tragó saliva.
—En realidad, no soy joven. Acabo de cumplir los veintiséis.
—Entonces, ¿qué es joven?
—No lo sé. Veinte, supongo.
Ewa, que no llevaba ningún anillo, extendió los dedos frente a sí. Dijo, mientras se admiraba rápidamente las uñas pintadas:
—¿Me equivoco o le molesta que me haya sentado aquí?
—En absoluto. Espero que al mayor Retz no le moleste.
—Richard hoy está fuera de la ciudad. —Sonrió y se dio cuenta de que Bora se preguntaba cómo lo habría sabido—. La verdad es que no me atraen los hombres más jóvenes.
—Sí. Me lo ha dicho el mayor.
—¿Se lo ha dicho?
Bora se encogió de hombros.
—Lo entiendo. Seguramente, está acostumbrada a hombres más curtidos.
—Creo que se suele decir «con experiencia».
—Uno puede tener experiencia con veintiséis años.
A Ewa la mirada de Bora le pareció muy directa. Estaba sentada de cara a la luz y sabía que así se veía hasta la arruga más diminuta. Lástima que el alemán hubiese estado sentado de espaldas a la ventana cuando llegó ella. Hubiera preferido ese asiento.
Bora detectó su inseguridad sin percibir la causa. Era cierto que se había dado cuenta de que Ewa tenía unas arruguitas finas bajo los ojos, donde su piel parecía delgada y frágil. El maquillaje le cubría bien el cutis en otras zonas de la cara, pero bajo los ojos sólo hacía que pareciese más quebradizo cuando sonreía. Se fijó en que se le empezaba a descolgar un poco la barbilla, aunque se esforzaba por mantener el cuello recto y los hombros echados hacia atrás.
Retz le había dicho cuántos años tenía. Tenía justo la edad de su madre. Tenía una hija y un hijo de su edad, más o menos. Bora dudaba que Ewa hubiese calculado encontrarse con él allí, aunque era posible que lo hubiese visto por la ventana y hubiera decidido entrar. Había algo que quería averiguar y él sospechaba qué era. Se les acercó el camarero y Bora le indicó que atendiese a la dama primero.
—Me parece que el mayor Retz y usted no tienen mucho en común —comentó Ewa, mientras señalaba el plato que había elegido en el menú.
—Tiene razón. —Bora le sirvió vino en la copa. Cuando el camarero le ofreció la carta, negó con la cabeza. De repente, ya no tenía hambre. Pero bebió el vino.
—¿No piensa comer? —preguntó Ewa.
—Ahora mismo, no. No tengo mucho tiempo.
—¿Pero no le importa que yo…?
—No me importa.
Pronto, el plato humeante de «pichones» (carne picada envuelta en hojas de col) levantó una ondulante pared de vapor entre ambos. Ewa cortó uno con el tenedor.
—¿El mayor le hace muchas confidencias?
—No.
—Supongo que no, si no sabría que hoy iba a pasar el día fuera.
—No trabajamos en la misma oficina. —«Está celosa de Retz y espera que lo delate», pensó Bora. Tomó otro sorbo de vino. Todavía estaba fresco de la bodega y le humedeció agradablemente la lengua—. Trabajo para el servicio de inteligencia.
Ewa se dio unos toquecitos en torno a los labios con la servilleta. Bajo el cruel resplandor de mediodía, sabía que su claridad de piel, pelo y ojos no la hacía aparentar menos edad.
Bora dejó la copa sobre la mesa. Por lo visto, lo que acababa de decir no la cogía de sorpresa, o bien había hecho gala de sus habilidades como actriz para no demostrarla. Bora se dio cuenta de que la estaba mirando fija y despiadadamente y no hizo el más mínimo esfuerzo por desviar su atención.
Pero Ewa no se dejó engañar.