7 de noviembre
La partida del coronel Hofer fue tan rápida como predecible. El martes, Bora fue a despedirlo a la estación Glówny de Cracovia. El capitán iba de camino al norte para sondear a los alemanes étnicos, que habían expresado quejas sobre la violencia ejercida por las tropas polacas al retirarse.
Hofer pareció agradecer la presencia de Bora. Pálido aunque sereno, delató su amargura al comentar cómo «habían tirado todo el tiesto a la basura por una grieta no más gruesa que un pelo».
—Aunque no me guste, debo decir que estaré mejor en Alemania, Bora. Sé que su generación añora expandirse. No espero que me entienda.
—Coronel, ¿la abadesa le dio razones para suponer que temía por su vida o que podía morir en poco tiempo?
La compostura de Hofer se resquebrajó un poco.
—No.
—Pero ¿cree usted que lo sabía?
—Por favor, no hablemos del tema, capitán. No puedo darle ninguna información que vaya a ayudarlo a resolver su asesinato. Prefiero no hablar de ello. —El tren se disponía a marcharse, así que Hofer subió a bordo. Sin sacar el cuerpo por la ventanilla, añadió—: Adiós, Bora. Hoy, cuando hable con los granjeros, tenga en mente que le dirán lo que quiere oír.
Bora se cuadró.
—Me parece poco probable, señor, ya que ni yo mismo lo sé.
—Espero que la verdad… sea cual sea la verdad para usted. —Hofer se aclaró la garganta—. Intente no demostrar más confianza en sí mismo de la que exija la situación. No le conviene. —Lentamente, contestó al saludo de Bora, como si llevarse la mano a la sien fuese demasiado esfuerzo o ya no le interesase lo más mínimo ese gesto—. Recuerde a Adán y la manzana.
El tren empezó a moverse. Mientras Hofer salía del área metropolitana de Cracovia, Bora y Hannes ya habían tomado la carretera de camino al campo. Cuando el tren se detuvo en Kielce, Bora estaba sentado sobre el muro derruido de una granja infestada de moscas, rodeada de silesios descontentos deseosos de darle su versión.
9 de noviembre
—¿«L. C. A. N.» era el lema de la abadesa?
Al padre Malecki no le hizo falta mirar la fotografía que Bora tenía en la mano para contestar.
—Sí, era su lema en latín. Como seguramente sabrá, quiere decir: «Luz de Cristo, socórrenos».
—Sí, lo sé.
Las plantas perennes del claustro creaban una ilusión primaveral que la baja temperatura disipó en cuanto los hombres salieron al jardín. Bora se arrepintió de su decisión de no haberse puesto el gabán esa mañana y pronto se sintió incómodo con su uniforme de lana. La noticia del atentado fallido contra Hitler cometido el día anterior había sumido al establecimiento militar en tal confusión que haberse puesto el gabán o no parecía una preocupación de lo más superflua.
Con el cuello envuelto en una voluminosa bufanda, Malecki no llevaba nada sobre la sotana, pero había tenido la previsión de ponerse calzoncillos largos debajo.
Aunque no se habían tomado fotografías del cadáver, Bora recordaba la posición en que lo habían encontrado. Se acercó al pozo y, señalando con una ramita, le mostró a Malecki dónde, aproximadamente, habían estado la cabeza y los pies de la monja.
—Si de mí hubiera dependido, no habría dejado que la trasladasen —dijo Bora, mientras se apoyaba contra el borde del pozo cubierto—. Era evidente que estaba muerta; pero aun así las hermanas se la llevaron al interior del convento para intentar reanimarla. No me habrían permitido ayudarlas aunque hubiese querido.
Malecki observó cómo Bora frotaba, pensativo, la punta de metal de su bota contra la lechada entre las baldosas, donde un resto oscuro era lo único que quedaba del riachuelo de sangre. Optó por no expresar abiertamente su resentimiento por la presencia de militares en el convento, ya que no había nada en esta situación sobre lo que tuviese el más mínimo control. El arzobispo de Cracovia tenía una opinión muy distinta de la del Vaticano sobre la conveniencia de colaborar con las autoridades alemanas, pero también había tenido que callársela. Así que Malecki había tomado la decisión de venir cada vez que el alemán fuera a hacer una visita al convento, con la esperanza de tenerlo vigilado.
Bora lo sabía y, por el momento, lo aceptaba.
—Capitán, créame cuando le digo que, si está buscando culpables dentro de este convento, comete un error garrafal.
—¿Ah, sí? —Bora alzó la vista hacia el sacerdote. Bajo la corta sombra que proyectaba la visera, se entrevió una expresión de rencor que logró controlar rápidamente—. A juzgar por el ángulo de entrada, el disparo se efectuó desde muy pocos metros de distancia. Tuvo que hacerlo alguien que se encontrase entre este punto y ese otro —señaló el lado sur del claustro, donde había una tuya en una enorme maceta de cerámica—. He hecho lo posible por reconstruir lo que ocurrió lo más fielmente posible: el coronel Hofer entró en el convento poco después de las dieciséis treinta de la tarde. Aunque no recuerda con exactitud el tiempo transcurrido, debió de llegar al claustro unos dos minutos después como máximo. Tenía cita con la abadesa, y ya sabe que las hermanas lo dejaban pasar automáticamente. Al penetrar en el claustro, vio el cadáver de la madre Kazimierza. El impacto fue tal que tardó unos cuantos minutos en recuperar la presencia de ánimo e ir corriendo en busca de ayuda. Eran las dieciséis cuarenta y cinco cuando salió del convento para llamarme. Alguien acabó con la vida de la abadesa justo antes de nuestra llegada, padre: como lo interprete usted es cosa suya. —Intuyendo el descontento de Malecki, Bora añadió—: Por cierto, padre Malecki, he leído con atención sus anotaciones y creo que faltan algunas partes. No hay referencia a la biografía de la abadesa antes de entrar en el convento y, lo que es más importante, no hay observaciones personales sobre su carácter. Vive usted en la calle Karmelicka. —Bora sacó una libreta y fue pasando las páginas—. En el tercer piso del número 17. Me imagino que guardará el resto de sus papeles allí. No quise faltarle al respeto, así que me resistí a la tentación de ir a echar un vistazo yo mismo. ¿Sería demasiado pedir que me trajese el resto de la documentación antes de mañana? Me he fijado en que numera las páginas de sus cuadernos, así que si faltase alguna entrada, me daría cuenta.
—Ya veo. —Malecki sintió cómo le rechinaban involuntariamente los dientes, de lo tensa que tenía la mandíbula—. ¿Y adónde quiere que los lleve?
—Tenga la amabilidad de traérmelos al convento. Volveré a recogerlos a las dieciséis en punto. Espero poder empezar a interrogar a las hermanas esta misma tarde.
Bora se alejó. No se giró para ver si el sacerdote lo seguía hasta que llegó al porche. Al ver que éste se había quedado atrás a propósito, desanduvo sus pasos hasta el pozo. Se plantó frente al sacerdote y permaneció así durante tal vez un minuto, lo cual incomodó al americano aunque, poco amigo, como muchos soldados, de la cercanía física, Bora se mantuvo a cierta distancia.
Por fin dijo, como si acabase de salir de un proceso de racionamiento espontáneo e impulsivo:
—Podemos trabajar juntos o por separado en esta investigación, padre Malecki. No pienso ofrecérselo más de una vez.
Malecki notó que se le aceleraba el corazón. De repente, el resentimiento, la esperanza y una curiosidad teñida de angustia por la muerte de la abadesa se batieron en su mente con tal intensidad que temió que el alemán pudiese oír los gritos que escuchaba dentro de su cabeza. Era una de esas ocasiones en que uno toma perfecta conciencia de lo que tiene a su alrededor: del momento, el lugar y las circunstancias; como si se nos concediese una revelación de la eternidad en un instante fugaz. Lo único que le había pedido Bora era que colaborase.
Con desconfianza, lo analizó, igual que Bora lo había observado a él. En su opinión, el capitán parecía más anglosajón que alemán. Su rostro delataba buena educación pero no falta de experiencia y tenía una expresión sensible y disciplinada, más dura pero aun así similar a la que Malecki había visto en los rostros de los sacerdotes jóvenes e idealistas que conocía.
—Pero, por supuesto, no querrá compartir conmigo sus averiguaciones, capitán.
—Compartiré lo que crea conveniente.
Bora empezó a quitarse el guante para darle la mano. Por un momento, Malecki pensó que ésta podría ser la forma que Dios había elegido de mostrarle la decisión correcta o una solución intermedia con la virtud. Aferró la mano que le ofrecía el alemán con una firmeza excesiva, rayana en lo descortés.
Bora captó la advertencia y se echó a reír.
—Da usted la mano como un estibador.
—Trabajé mucho tiempo con ellos.
11 de noviembre
—¡No sea aguafiestas, Bora! Sólo es la tercera vez que se lo pido. ¿Acaso me quejo yo cuando se pone a tocar a sus malditos Beethoven y Schumann noche sí, noche también? Dese una vuelta por ahí, nadie le dice que tenga que pasar la noche fuera.
—Pero, mayor, ¿qué espera que haga en mitad de la noche en esta ciudad? No me parece apropiado esperar en una habitación de hotel o en mi coche hasta que el mayor haya terminado.
—Bueno, pues entonces voy a ponérselo fácil: le ordeno que vuelva tarde, y me importa un comino lo que haga durante ese tiempo.
Bora cogió el abrigo del respaldo del sillón y salió del apartamento.
Una hora más tarde, el coronel Schenck salía del club de oficiales cuando vio entrar a Bora. El capitán se cuadró. Schenck le devolvió el saludo y se detuvo en el umbral. Bora lo imitó.
—¿Sabe qué hora es, capitán?
—Sí, coronel.
—En ese caso, le sugiero que pida una copa y vuelva a su alojamiento.
Bora se acercó a la barra y pidió un coñac. A través del espejo que había detrás del mostrador, vio que el coronel Schenck no se movía de la entrada. Se terminó la bebida, pagó y volvió a salir.
Schenck lo acompañó hasta su coche. En mitad de la gélida lluvia, le soltó una perorata sobre los beneficios de una vida disciplinada y la necesidad de mantener sus niveles de energía al máximo en un momento en que la virilidad alemana se veía puesta a prueba tanto en el frente como en el hogar.
—Sobre todo en lo que respecta a la reproducción, capitán, es indispensable que el hombre alemán responsable evite hábitos y relaciones fáciles pero efímeras y poco saludables. Entre tomar una copa inocente en el club de oficiales y el libertinaje más absoluto, o incluso la profanación de la raza, hay un paso. Se lo digo por su propio bien, como comandante y camarada político; mirando por sus futuros hijos y por nuestro gran país.
Bora se preguntó qué tendría que ver el club de oficiales con sus futuros hijos. Dio las gracias al coronel Schenck, le aseguró que tendría presentes sus consejos y puso rumbo al suroeste de la ciudad.
La esquina de Swiety Sebastiana, donde había explotado una potente bomba hacía tres días, estaba en obras. La iluminaban unos camiones del ejército con los motores al ralentí y los faros encendidos, y también se utilizaban lámparas de carburo. El resplandor formaba un círculo fantasmagórico en la oscuridad en el que jirones de niebla pasaban flotando por delante de los faros. Los hombres que se afanaban en mitad de la bruma parecían habitantes del infierno llevando a cabo una penitencia eterna. Algunos acarreaban piedras (los bloques para formar los bordillos, piedras de basalto oscuro proveniente de Janowa Dolina) hacia la parte de la acera que estaba levantada.
Bora detuvo el coche y se quedó sentado tras el volante unos instantes. En el interior del vehículo hacía frío. Regueros de lluvia mezclados con cristales de hielo le dificultaban la visión a través del parabrisas. Frente al coche, el resplandor dibujaba rayos amarillos y fantasmales que parecían caer del cielo y derretirse cristal abajo. Bora estiró las piernas. No podía evitar pensar en Retz, que, en ese mismo momento, estaría bebiendo vino o hablando con Ewa Kowalska en su elevado tono de voz, o quizá en el sofá, manipulando la bragueta de sus pantalones. Se le vino a la cara un torrente de sangre, una oleada de envidia disfrazada de sentido de la justicia. Le dolía la cabeza. Se sentía incómodo y tenso. Un escalofrío le recorrió los muslos y le hizo erizarse.
Siguiendo un impulso, bajó del coche y se quedó de pie junto al vehículo, como si le interesase observar los trabajos forzados a la una de la mañana.
Las sombras llevaban brazaletes en un brazo.
Se acercó al borde de la tierra levantada, donde la luz concentrada inundaba un área reducida y la humedad se condensaba frente a los faros en un vapor frío. El soldado más cercano se cuadró al verlo.
—Tiene que estar reparado para mañana por la mañana, Herr Hauptmann.
Mientras observaba a uno de los trabajadores que pasaban arrastrando los pies, un anciano de hombros inclinados con una chaqueta de tweed que de puro inadecuada resultaba ridícula, Bora sintió el frío a pesar del gabán, que llevaba con los cuellos levantados.
—¿Son judíos polacos o judíos alemanes?
—Judíos alemanes, Herr Hauptmann.
—De acuerdo. Continúen.
El anciano, inclinado, seguía recorriendo una y otra vez el camino que llevaba de la acera levantada al montón de bloques de basalto, caminando más o menos rápidamente según llevara peso entre las manos o no. Le pasaba los bloques a un joven que se encontraba al borde del agujero, que a su vez se los entregaba a un tercer hombre. Los trabajadores más jóvenes llevaban las piedras apoyadas contra el estómago, sin doblar la espalda. Cada vez que el anciano recibía un bloque, se iba inclinando un poco más.
Bora esperó hasta que estuvo fuera del círculo de luz, en la sombra donde se encontraban los bloques de basalto, y se acercó a él.
—Herr Weiss.
El anciano se sintió intimidado, no tanto porque un oficial alemán se hubiera dirigido a él como porque hubiese utilizado una forma de respeto. Su primera reacción fue dar un paso atrás y hacia un lado con la cabeza baja, como se le había enseñado.
—Herr Weiss, soy Martin Bora.
Otros trabajadores se acercaban al montón para recoger sus bloques y daban empujones a Weiss mientras dedicaban miradas furtivas a Bora. Weiss recuperó el equilibrio, sin dejar de mirar fijamente al oficial. Bruscamente, Bora le cogió las manos y se las giró hasta que quedaron con las palmas hacia arriba. Las examinó como lo haría un maestro para comprobar si su alumno se había lavado como era debido.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
Weiss habló con él durante los siguientes minutos. Cada vez que su aliento llegaba al círculo de luz, formaba pequeñas nubes fugaces.
—Verá: la única queja que tengo es que preferiría trabajar durante el día. A veces pienso que moriré como Goethe, gritando que me traigan más luz. Pero mañana van a trasladarnos a un campo, un lugar mucho mejor, según me han dicho. Tal como están las cosas, no tengo queja, la verdad. ¿Se da usted cuenta? Ser buen albañil es igual de honroso que ser buen profesor de piano. Las cosas pasan, capitán Bora, las cosas pasan. Los buenos tiempos, los tiempos de paz siempre vuelven, tarde o temprano. Estas cosas hay que verlas como intervalos, ¿no cree?
Estas cosas. Bora se sonrojó con tal intensidad que dio gracias de encontrarse en la oscuridad. ¿A qué se refería? ¿A la guerra? ¿A las leyes raciales, a la deportación? ¿A acarrear piedras para reparar la acera?
Al notar la interrupción en la cadena de trabajo, un soldado se acercó maldiciendo y con el fusil, con la culata por delante, en la mano. Bora se acercó a la luz y lo despachó con un grito. El soldado se tensó a mitad de zancada, reconoció el rango de su superior y retrocedió.
La verdad era que Bora no quería ser amable con Weiss y no quería sentir pena por él. En ese momento no quería sentir nada. La furia y la vergüenza lo hacían sentirse egoísta. A dos manzanas de distancia había una monja muerta cuyo asesinato tenía que resolver y este hombrecillo, su antiguo profesor de piano, le pedía más luz. ¿Y qué había de la luz que necesitaba él?
—No puedo quedarme —dijo, aunque podría haberse quedado, ya que no tenía nada que hacer durante las dos horas siguientes. Pero no podía, no podía. No quería quedarse.
De vuelta en su piso de la calle Karmelicka, Malecki no podía dormir. Daba vueltas en la cama escuchando el gorgoteo y los siseos del radiador. A la mañana siguiente tenía una cita con el arzobispo y ya sabía lo que éste iba a decirle. Debía entregar todos los papeles relacionados con el estudio que había realizado sobre la madre Kazimierza a la curia para que los custodiasen, antes de que se los pidiesen los alemanes. Iba a tener que confesar que ya se los había entregado a Bora y que lo único que quedaba era el registro que llevaba la hermana Irenka de las frases pronunciadas por la abadesa después de sus crisis místicas.
Sólo era cuestión de tiempo que Bora le pidiese también esos papeles, y entonces, ¿qué iba a contestarle? Le recordaría al arzobispo que ya se había profanado el convento una vez, lo cual era prueba fehaciente de que negarse a colaborar con los alemanes no garantizaba que uno estuviese a salvo de ellos.
El arzobispo le preguntaría cómo creía él, Malecki, que había muerto la abadesa. Pensaba contestar, con toda honestidad: «La última vez que se la vio con vida fue durante el almuerzo, y después, alguien, no sé quién, le disparó». ¿Cómo podía una monja aparecer muerta de un tiro en el jardín interior de uno de los lugares más retirados de Cracovia? Y por qué. Bueno, tal vez Bora estuviese más cerca de desentrañar ese misterio: por las profecías que había pronunciado, la mayoría de las cuales aún no conocían los alemanes. Se sintió tentado de levantarse y arriesgarse a dar un paseo por las calles en plena noche para pedirles el registro a las monjas y llevarlo personalmente a la curia, aunque fuese a esas horas de la madrugada.
12 de noviembre
Cuando Bora llamó en voz alta a Retz, nadie le contestó. La casa estaba en silencio, aunque las contraventanas del salón estaban abiertas y alguien había corrido las cortinas hacia los lados de la ventana. Bora se quitó la guerrera y la camisa y se acercó al aseo a dejar correr el agua en la bañera. Comprobó con la mano que el agua estuviese caliente y dejó caer una barra de jabón en la tina.
Olió café recién hecho. Si Retz había hecho un cazo, era posible que aún quedase algo en la cocina. Entró, se sirvió una taza y, bebiéndola a sorbos, volvió al salón. Malhumorado, empezó a ojear los discos que había en la vitrina del gramófono mientras esperaba a que se llenase la bañera.
Tras elegir uno, lo puso sobre el plato y se quedó de pie escuchando la música, con la taza apoyada contra los labios.
—Buena elección. —La voz que oyó a sus espaldas lo sobresaltó. Se giró y, con el movimiento, se le derramó algo de café de la taza, que le quemó la mano.
Ewa Kowalska, vestida con una escotada bata azul, estaba de pie en el umbral del salón. Bora sintió el impulso frenético de abotonarse la camisa y se dio cuenta de que no llevaba.
—Lo siento. —Buscó a ciegas una revista sobre la mesa de centro para dejar la taza encima—. No sabía, le pido disculpas… —Barriendo la habitación con la mirada, vio su camisa tirada sobre el respaldo del sillón y estiró el brazo para cogerla.
Ewa se echó a reír.
—Por favor, no se disculpe. Debería ser yo la que le pidiese disculpas por echarlo de su propia casa en plena noche. Usted debe de ser el capitán Bora.
Bora se puso la camisa con torpeza. Los ojos que la mujer posó sobre él tenían una expresión entre sabia y divertida. No supo muy bien cómo interpretarla, pero sí entendió que no la había ofendido con su indiscreción.
—La flauta mágica, ¿verdad?
Tal vez debido a la falta de sueño, Bora se sentía torpe y lento, lo cual no era propio de él. Asintió con la cabeza mientras la observaba con los ojos más abiertos y una expresión más desprevenida de lo que hubiese hecho normalmente.
Sus dedos demostraron la misma falta de agilidad al manipular los botones que había manifestado su intelecto al verla a ella. Su rostro, su color de ojos y pelo no le causaron un impacto tan inmediato como la abertura en el azul intenso de su bata bajo la luz de la mañana. Por alguna razón, el tejido azul de raso atraía su mirada. Volvía a colocarse el tirante derecho sobre el hombro cuando Retz entró en el apartamento con unos pasteles calientes en una bolsa de papel.
—¡Bora! ¿Qué demonios…?
***
La curia se encontraba en pleno corazón del casco antiguo, pero a través de sus pesados muros no se filtraba el más mínimo ruido. Malecki dijo:
—Es un joven doctor en filosofía proveniente de Leipzig. Soldado profesional, según dice, pero mucho más accesible que el resto. Aunque se muestra inflexible en cuestiones de seguridad, creo que, por lo menos, podré hablar con él.
El arzobispo, sentado con la espalda muy recta, escuchaba el informe del sacerdote. Frunció el ceño, poco convencido.
—Ustedes los americanos (y lo digo con todo respeto y teniendo en cuenta que es usted hijo de padres polacos) son demasiado confiados. El país entero es una herida abierta por culpa de los alemanes. Puede que se equivoque al conceder aunque sea un mínimo de confianza a un oficial alemán, con o sin estudios, sea católico o no.
Malecki se daba cuenta de que no era el momento de mencionar que Bora era el mismo hombre que había arrancado los himnos patrióticos de los misales. Con la informalidad propia del medio oeste, cruzó las piernas, pero de inmediato una mirada insistente a la suela de su zapato le recordó que había quebrantado las leyes de la etiqueta. Se enderezó en su asiento, con los pies juntos como un niño de colegio.
—Es cierto que, en líneas generales, somos una sociedad bastante confiada, Su Eminencia; pero eso mismo es lo que nos hace fuertes.
—Sólo porque están lejos de Europa.
—Lo que quiero decir es que puedo desconfiar del capitán Bora hasta el punto que desee Su Eminencia, pero eso no quita que me vea obligado a colaborar con él para intentar llegar al fondo de este desafortunado asunto.
El arzobispo se puso en pie y se acercó a su recargado escritorio.
—¿Ha visto esto, padre Malecki? Es una lista de los sacerdotes, monjas y monjes que han matado los alemanes desde la invasión. Se necesitaría una lista mucho más larga para registrar los nombres de los religiosos que están siendo arrestados o que han corrido un destino que no hemos podido descubrir. Su estatus de extranjero lo mantiene a salvo de los peligros muy reales a los que sus hermanos y hermanas polacos se enfrentan a diario. Piensa (y perdone que se lo diga), piensa como alguien a quien los alemanes no pueden hacer daño.
Malecki empezó a suspirar pero, a medio camino, decidió contender el aliento.
—Admito que mi estatus especial me convierte en el intermediario perfecto.
—El capitán trabaja para el servicio de inteligencia. ¿Sabe en qué consiste su trabajo? Seguramente escriba un informe sobre usted cada vez que se ven.
—Lo mismo hice yo con la abadesa durante los últimos seis meses.
—¡Pero no con los mismos fines!
El arzobispo tenía razón. Malecki expulsó el aire de los pulmones en un suspiro conciliatorio.
—Prometo no entablar amistad con el capitán Bora, Su Eminencia. Con ayuda de Dios, haré sólo lo que convenga a la Iglesia y al recuerdo de la difunta abadesa.
Bora se echó a reír porque se sentía avergonzado. No le quedaba duda de que Retz lo decía en serio, pero una parte de él no quería creerlo.
—Soy un hombre casado, mayor —se oyó contestar.
—¿Y qué tendrá eso que ver con nada?
—Tiene que ver con el hecho de que no me interesa Frau Kowalska. No en el sentido en que parece insinuar el mayor.
—No me hace falta insinuar nada. Lo vi con mis propios ojos.
—No es lo que usted piensa, mayor. Como ya le ha dicho Frau Kowalska, yo no tenía ni idea…
—¡Déjela a ella al margen! Quiero oír de su boca qué hacía semidesnudo delante de ella.
A Bora no le apetecía repetir la historia del baño una vez más.
—Éste también es mi alojamiento, mayor Retz. Me pidió que no volviese hasta las tres en punto y di por hecho que a las siete treinta…
Retz lo examinó de arriba abajo con una mueca desdeñosa y crítica en la cara sofocada. Justo bajo la superficie se entreveía su irritación, mal disimulada y sin argumentos, lo cual no hacía más que acrecentar su enfado.
—No hay nada más que decir. La próxima vez que le entre el gusanillo, capitán, búsquese un sitio para masturbarse en vez de exhibirse aquí.
14 de noviembre
Todas las granjas empezaban a parecerle la misma. Cabañas encaladas hechas de troncos entre campos de centeno, senderos con surcos profundos que llevaban de una granja hasta la próxima, vacas retintas, coles. De vez en cuando aún se oían tiros en la lejanía. Unos vehículos del SD pasaron junto a su jeep Volkswagen tocando el claxon para indicarle que se detuviese a un lado del camino y dejase pasar a los camiones semioruga y los transportes de personal. A lo lejos, unos edificios ardían lentamente, casi sin llamas, elevando al cielo líneas alargadas de humo que parecían dibujadas a lápiz. A través de sus binoculares, Bora divisó las aldeas apiñadas y alguna casa que ardía sin llamas aquí y allá. Los vehículos del SD y las SS seguían sobrepasándolo.
Este sitio no era distinto de los demás. La mujer lloraba y a Bora le dio la impresión de que no había visto más que mujeres de granjeros llorando desde su llegada a Polonia. Lo llevó hasta el huerto de coles, que estaba pisoteado, y le mostró una zona donde las plantas estaban aplastadas.
—Mire la sangre —sollozó—. Mire la sangre.
Bora examinó la sangre.
—¿Se llevaron a su marido estando en casa?
—No, estaba escondido aquí fuera, en el huerto, porque sabía que iban a venir a buscarnos a los alemanes étnicos.
—¿Y la dejó sola en la casa a sabiendas de que iban a pasar por aquí resistentes del ejército polaco? ¿No se le ocurrió que podían haberla matado a usted en vez de a él?
Pero a ella no la habían matado, dijo la mujer, llorando. Después de registrar la casa, salieron al huerto, lo encontraron y lo mataron a él.
—¿A usted le hicieron algo?
—No, pero se llevaron a Frau Scholz, que vive camino abajo. La oí gritar.
Bora anotó el nombre. Iría a la granja de los Scholz cuando terminase allí.
—«Se la llevaron»: ¿qué quiere decir con «se la llevaron»? ¿La forzaron, la secuestraron?
La mujer empezó a sollozar una vez más. Lo único que consiguió entender Bora de sus frases entrecortadas fue que los rezagados habían matado a los hombres de la familia Scholz y se habían llevado a la mujer para ellos.
—Pero les recé a Dios y a la madre Kazimierza de Cracovia. Así que mataron a mi marido y a los Scholz y se llevaron a Frau Scholz, pero a mí no me hicieron nada.
16 de noviembre
Nowotny sonrió con suficiencia al oír la pregunta. Frotó con el dedo la cicatriz que Bora tenía en la cabeza, que empezaba a sanar, con más brutalidad de la necesaria, para que éste admitiese que le dolía.
—Por supuesto que soy ateo, capitán; así que no espere revelaciones piadosas por mi parte. No creo en ninguna de estas tonterías. ¡Milagros! La mayoría de los supuestos fenómenos espirituales tienen explicación, incluidos los cadáveres incorruptos y estas hemorragias místicas. Por ejemplo, ¿ha oído hablar alguna vez de la micrococcus prodigiosus?
—No. Supongo que será una bacteria.
—Es la bacteria que da origen a los puntitos rojos que a veces se ven en las migas de pan, por si alguna vez se ha fijado. Se cree que también desempeña un papel en el trastorno histérico conocido como hematidrosis.
—¿Sangre en el sudor?
—Exactamente. Técnicamente, es un «pseudosudor» o parahidrosis. Por lo visto, se produce un desbordamiento de un suero que contiene unas partículas rojas y las bacterias parasitarias de las que hemos hablado, que contamina las glándulas sudoríparas. Con ello no quiero decir que su monjita no fuese buena, o incluso santa (aunque no sé muy bien en qué consiste ser una santa), pero la «sangre» puede explicarse científicamente. En el caso de aquella muchacha austriaca, la chica Neumann, se sugirieron trucos algo menos edificantes relacionados con las pérdidas de sangre mensuales, mucho más fáciles de conseguir. —Nowotny hablaba con el cigarrillo sin encender colgando de los labios, mientras jugueteaba con el estetoscopio que había sobre su escritorio—. Con eso queda contestada la pregunta número uno. ¿Cuál era la pregunta número dos? ¿El éxtasis, verdad? Desea usted conocer la opinión de un médico sobre los estados de supuesto éxtasis.
—A título personal, sí.
—Bueno, no he presenciado ningún caso con mis propios ojos, pero mi padre era interno en La Salpêtrière, en París, cuando abrió su consulta. Allí estudió la histeria y la hipnosis con Charcot. Yo diría que en el caso de su abadesa, se trata de un éxtasis histérico, un «gran ataque» que culmina en lo que se denominan «posturas pasionales». Dichos ataques pueden estar seguidos o acompañados de una falta de respuesta a los estímulos dolorosos (técnicamente, anestesia autoinducida), rigidez corporal, la interrupción del ritmo respiratorio normal, etcétera. Me imagino que su monja pasaría por esta rutina antes de alcanzar el estado en que realizaba profecías.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe? ¿No lo ha preguntado?
—Nadie vio nunca a la madre Kazimierza en éxtasis.
—Entonces ¿cómo sabemos que lo experimentó?
—En cuanto empezaba a brotarle sudor mezclado con sangre de las manos y la frente o comenzaba a ponerse rígida, ordenaba a todo el mundo que saliese de la habitación.
—¿Y?
—Y, para cuando llamaba a su secretaria, una tal hermana Irenka, la crisis ya había pasado. Supuestamente, le corría sangre por los dedos y la cara, proveniente de heridas que se cerraban a las pocas horas, incluidas una en el pecho y, por supuesto, las de los pies. Les pedí un pedazo de gasa o vendas que hubiesen usado para absorber las emisiones, pero se negaron en redondo. Espero que el padre Malecki se las haya apañado para conseguir una muestra para la investigación que le encargó el Vaticano. Ya veremos si está dispuesto a compartirla con nosotros o no. Dado que no resulta relevante para la investigación del asesinato, doy por hecho que se negará.
—¿Me está diciendo que ninguna de las monjas curioseó jamás a través de la cerradura?
—Bueno, el padre Malecki admitió que una vez se quedó escuchando detrás de la puerta durante uno de los ataques. Según él, la monja dejó escapar un grito sofocado y a continuación oyó el golpe seco de un cuerpo al caer, inerte, en el suelo. Cuando lo dejaron entrar en la habitación, el dibujo que formaban las manchas de sangre sobre las baldosas lo indujo a pensar que la madre Kazimierza había caído boca abajo, con los brazos estirados en forma de cruz.
—Claramente una postura pasional.
—Además, era capaz de pasarse dos días seguidos arrodillada con las manos juntas en oración, unas veces dentro del convento, y otras, en el jardín. Por lo visto, en una ocasión se pasó toda la noche arrodillada junto al pozo del claustro, con temperaturas bajo cero y en plena nevada. Según las notas del padre Malecki, no sufrió ninguna secuela; ni siquiera mostraba signos de congelación.
Nowotny por fin se encendió el cigarrillo.
—¿Adónde quiere llegar con todo esto?
—Lo que quiero decir es que es una lástima que no tengamos mejores descripciones de esos fenómenos de éxtasis. No siempre sangraba, pero no puedo evitar preguntarme qué más le ocurriría a nivel físico y mental.
Con una cordial inclinación de la cabeza, Nowotny dejó escapar el humo de la boca.
—La próxima vez que tenga un orgasmo, preste atención. No es muy distinto.
17 de noviembre
—¿Quién anotaba las profecías de la abadesa? ¿Tenemos la última?
Había llegado el momento de contestar a esta pregunta. Todos los argumentos de peso que había planeado alegar el padre Malecki para negarle a Bora acceso al documento parecían intrascendentes.
—La hermana Irenka las anotaba en taquigrafía. ¿Quiere venir a la biblioteca y preguntárselo usted mismo? Habla alemán.
La hermana Irenka medía menos de un metro cincuenta y era una mujer menuda con gafas gruesas y rostro delgado y tímido. Pasaba las cuentas de un rosario con las manos, que le asomaban de las mangas, pequeñas y nerviosas, blancas y como de cera; como las manos de las monjas que Bora había visto anteriormente.
—Hablo muy poco alemán —dijo, con énfasis—. Muy poco alemán. Haga el favor de hablar lento.
Transcurrido un tiempo, sacó de un estante un voluminoso registro cuyas páginas estaban cubiertas de los trazos floridos propios de las notas taquigráficas. En la esquina superior derecha de cada nota, la fecha estaba debidamente marcada. La última en orden cronológico se había recogido el día anterior a la muerte de la abadesa. La hermana Irenka la releyó en silencio e intercambió una mirada nerviosa con el padre Malecki, que estaba sentado junto a la mesa de la biblioteca.
—Nada importante ese día —dijo.
Bora la ignoró y preguntó al sacerdote.
—¿Por qué no quiere decírmelo? ¿Qué pone?
—No sé leer taquigrafía.
—Entonces, pregúntele a ella. Si se niega, le pediré a otra persona que me lo traduzca.
Se produjo una acalorada discusión entre Malecki y la monja. Por su tono de voz, la hermana estaba a la defensiva y se negaba a colaborar. Parecía incluso desdeñosa en su reticencia, aunque era posible que tan sólo tuviese miedo.
—Dígale que me da igual si se trata de política —dijo Bora, por fin—. Resumiendo, ¿qué dice?
Malecki escogió con cuidado sus palabras.
—Según la hermana Irenka, profetiza que cinco años menos tres semanas después de la fecha de ese día, la «gran ciudad a orillas del Vístula» será asolada.
Bora se esforzó por reprimir una sonrisa.
—¿Varsovia? Creí que ya la habíamos asolado, y además: ¿dentro de cinco años? ¡Para 1944 la guerra habrá terminado hará ya mucho! ¿Es lo único que dice? ¿Nada sobre su propia muerte?
Una vez más, Malecki consultó a la monja, que, de mala gana, retrocedió algunas páginas en el registro. Cuando hubo encontrado lo que buscaba, le dijo a Bora:
—El día del nacimiento de Dios (¿cómo se dice? En Navidad, las Navidades pasadas), la madre superiora dice: «Dios me llamará por mi nombre». Le pregunto qué quiere decir, panie kapitanie, y me dice: «Cuando muera, será por mi nombre».
Bora miró al sacerdote.
—¿Qué quiere decir «Kazimierza»? ¿Tiene que ver con la paz, no es así? ¿Y cómo se llamaba antes de hacerse monja?
Malecki negó con la cabeza.
—Yo no le daría demasiada importancia a un mensaje tan vago.
—No tengo mucho más a lo que aferrarme, padre.
—El nombre laico de la abadesa era Maria Zapolyaia. Estaba emparentada con la familia real de los Báthory y tomó su nombre religioso del santo patrón de Polonia, el hijo del rey Casimiro IV. Y no anda usted muy desencaminado: «Kazimierz» en polaco quiere decir «el que predica la paz».
—Bueno, pues no la mataron ni la paz ni la predicación.
Aquella noche, Bora se fue temprano a la cama. Hasta las diez oyó el parloteo de la radio portátil que Retz tenía en su dormitorio, y o bien se había quedado dormido después o alguien había apagado la radio. El apartamento estaba envuelto en silencio cuando se despertó.
Su reloj indicaba la medianoche. Bora se colocó las almohadas bajo la cabeza y abrió los ojos en la oscuridad. ¿Por qué se habría despertado? Estaba muy cansado. Sin darse cuenta, empezó a pasar revista a los acontecimientos del día, comenzando por una sangrienta confrontación en la aldea de Liszki, donde habían encontrado y despachado (era el término que utilizaba el coronel Schenck) a unos cuantos partisanos al propio Schenck, que quería elaborar una lista de supuestas violaciones a alemanas étnicas organizada por edad, lugar y número de hijos existentes.
Bora se tumbó boca abajo y, al hacerlo, le pareció oír una risa sofocada, pero seguramente sólo era Retz, que se giraba sobre los muelles de la cama. Al recordar que Malecki le había dicho con toda seriedad que había ganado varios campeonatos de boxeo para aficionados en Chicago, sonrió para sus adentros. Cuando se lo mencionó, no pudo reprimir la risa. «Vaya, padre —le dijo—; ¿acaso quiere hacerme entrar en razón a puñetazos?».
Oyó otra vez el sonido amortiguado y esta vez se le tensó el cuello. Esta vez, supo qué era. «Otra vez no», pensó. Pero se mantuvo a la escucha, conteniendo el aliento.
Su dormitorio compartía una de las paredes con el de Retz. A través del tabique, Bora oyó más claramente cómo Retz hablaba en voz baja. Le respondió el susurro de una mujer que intentaba reprimir la risa.
Bora se sintió tentado de creer que Ewa Kowalska había llegado mientras él dormía. No podía identificar su voz con seguridad porque apenas la había oído hablar y, además, resultaba difícil reconocerla a partir de unas risitas y unos susurros. Aun así, no creía que Ewa fuese la clase de mujer que se dedicaba a soltar risitas tontas, así que debía de ser una de las otras.
De repente, se sintió acalorado e incómodo. Se incorporó, completamente alerta. Inconfundibles, le llegaron los gruñidos de Retz, acompañados del crujido rítmico de los muelles, y, aunque Bora intentó enfadarse, no pudo evitar sentirse excitado.
Se levantó de la cama sin hacer ruido. Buscó a tientas los pantalones en la oscuridad del dormitorio, se los puso, cogió la camisa sin cuello y se la abotonó. Los repetidos golpes de la mesilla de noche contra la pared de la habitación de al lado empezaban a hacerlo sudar. Abrió la puerta con cuidado y salió. Bajó por el pasillo hasta la biblioteca, donde encendió la luz y cerró con llave.
Con las manos metidas en los bolsillos, anduvo de acá para allá durante un rato. Sus pies descalzos se encontraban ahora con la frialdad del suelo de parqué, ahora con las suaves cerdas de la alfombra. No pensar era la mejor opción, así que se esforzó por no hacerlo. Ni siquiera quería recordar los tiempos en que también él, después de todo… se llamaba Inés y lanzaba grititos agudos cuando le hacía cosquillas. Pero España era otra cosa, y las guerras civiles permiten otro tipo de libertades. A su alrededor, las paredes estaban recubiertas de estanterías que se curvaban bajo el peso de incontables libros con títulos en alemán, polaco y alguno que otro en yiddish. Poco a poco, Bora fue aflojando el paso. Había visto varios títulos conocidos: clásicos, ficción contemporánea, libros sobre arte y geografía. Hasta reconoció una serie de estudios sobre el renacimiento que había publicado la empresa de su abuelo a finales del siglo pasado.
Entre dos estantes, una acuarela enmarcada mostraba un paisaje de montaña accidentado y boscoso. Un rótulo escrito a lápiz la identificaba como «En las montañas Pieniny». Dos siluetas, una de Heine y otra de Felix Mendelssohn, colgaban una frente a otra de sendos marcos negros y ovalados bajo la acuarela. Entre otras dos estanterías se encontraba un marco que contenía una triple fila de insectos bajo un cristal.
Le resultaba imposible no pensar. La mente de Bora no dejaba de volver a Retz y a quienquiera que fuese que había traído a casa por tercera vez en las últimas tres noches. Pensaba también en lo que haría al día siguiente y se debatía entre hablar con él o simplemente irse al trabajo. Inquieto, se acercó al marco con los escarabajos ensartados en alfileres que había en la pared de enfrente y volvió al punto de partida.
No todo era cuestión de mojigatería. En absoluto. No es que fuese puritano en cuanto al sexo; de hecho, si se comportaba así era porque no lo era… no. Era cuestión de decoro, y por supuesto le preocupaba su propia seguridad. O tal vez sintiese algo de resentimiento, ya que no tenía a su esposa allí, consigo. Benedikta, que había borrado todas las demás experiencias, que era la amante ideal. No, no. Le preocupaba su seguridad, eso era todo.
Y además, ¿cómo habían permitido subir a la mujer a estas horas? Tendría que preguntárselo a la portera al día siguiente. Bora miró fijamente los estudios sobre el renacimiento, pero de nada le sirvió. Se le vino a la mente la imagen de su mujer quitándose las braguitas debajo de él, deseosa de que le hiciera el amor, húmeda y deseosa. «¡Dios! ¡No me dejes pensar en Dikta ahora mismo!». Bora tenía la boca demasiado seca como para tragar saliva.
En la estantería que tenía justo delante, los versos de García Lorca, goteantes de sangre de mujer y de un dulce sudor, estaban prohibidos. Más le valía buscar los clásicos griegos, que estaban alineados junto a la poesía latina o la ficción contemporánea alemana. Bora sabía que Thomas Mann era un autor prohibido, pero cogió una de sus novelas del anaquel y, con ella en la mano, se dejó caer sobre el sillón. La primera línea rezaba: «Era un joven sin pretensiones…».
18 de noviembre
El día amaneció cubierto, era posible que nevara. El padre Malecki hacía ejercicio frente a la ventana abierta, sintiendo la frialdad reparadora del amanecer. Al levantar las pesas se le estiraron los tendones y se le abultaron los músculos. No estaba mal para un hombre de cincuenta y seis. Desde hacía ya muchos años recitaba el rosario mientras hacía ejercicio todas las mañanas, sin perder la cuenta de las setenta flexiones y levantamientos de pesas que había realizado, ni tampoco de las letanías. «Gloria Patri (uno) et Filio (dos) et Spiritui Sancto (tres). Gloria Patri…».
Cuando llegase el momento, pensó, procuraría estar presente durante el interrogatorio que Bora iba a realizar a las monjas. Habían retrasado la elección de una nueva abadesa debido a las circunstancias y ahora dependían de él, el sacerdote americano, para poder tomar una decisión.
Malecki tenía que admitir que nunca había tenido tanta influencia en Chicago, donde su parroquia de St. Stanislaus, inmensa, húmeda, fría y negra como el tizón, parecía una viuda entre las casas de los trabajadores y las fábricas del barrio. Si había conseguido llegar tan lejos, había sido gracias a grandes dosis de estudio y aplicación. ¿Quién sabe? Tal vez acabase viajando a Roma para hablarle al Papa de la abadesa santa de Cracovia.
Respirando con dificultad, bajó por última vez las pesas («¡A-mén!») y empezó a correr sin moverse del sitio.
En la biblioteca, Bora dedicó los primeros segundos después de despertar a preguntarse cómo había acabado en un sillón con el libro de Mann en el regazo. Había leído hasta el capítulo titulado «Políticamente sospechosa» y, después, debía de haberse quedado dormido.
Lo que más le preocupaba era llegar al baño antes que Retz, que siempre tardaba una eternidad. Cuando pasó junto al dormitorio del mayor, no escuchó ningún ruido. En el pasillo, una gabardina de mujer colgaba del perchero, y, debajo de ésta, unas botas impermeables de goma parecían dos ratones dormidos.
Bora no se esforzó demasiado por no hacer ruido a esas horas. Se duchó y afeitó con toda tranquilidad. Estaba secándose la cara con la toalla cuando oyó el repiqueteo de unos tacones de mujer en el pasillo. Después de una pausa, la puerta del apartamento se abrió y volvió a cerrarse.
Menos de un minuto más tarde, le llegó la voz somnolienta de Retz a través de la puerta.
—¿Le queda mucho, Bora?