25 de octubre
—Como profesional, ¿qué opinión le merece el estado de salud del coronel Hofer?
El capitán de las SS Salle-Weber estaba plantado tras el escritorio del coronel como un árbol mal talado y recubierto de insignias. Bora miró hacia adelante, en vez de directamente al capitán.
—Sólo llevo dos semanas sirviendo con el coronel, Hauptsturmführer. Como subordinado, mi opinión es necesariamente limitada, tal vez incluso irrelevante.
Salle-Weber tenía delante la carpeta con el expediente de Bora. La hojeó.
—¿Cuánto tiempo hace que es capitán, capitán?
—Tres semanas.
—Bueno, pues ya es usted mayorcito. Deje a un lado las cuestiones de jerarquía y hágame una evaluación objetiva de su comandante. No se lo preguntaríamos si no pensáramos que es relevante.
—Creo que el coronel se encuentra sometido a mucho estrés.
—Como todos, ¿no cree?
—Como estoy seguro de que sabe, tiene razones personales.
—Lo único que sé es que le falta valor.
Bora dedicó una mirada a Salle-Weber y volvió a mirar hacia delante.
—Algo de coraje debe de tener, si se ofreció voluntario para ir a España hace dos años.
—¿Y qué más da eso? Usted también se ofreció voluntario, y montones de soldados de aviación. También lo hizo Schenck, y hasta ese intérprete cabezudo.
—Si usted lo dice. Pero ahora que estamos en tierra hostil, el coronel Hofer no se molesta en llevar pistola, a diferencia de usted y yo. ¿No le parece una prueba de valor?
—Eso no es valor. Es estupidez. —Con fingida indiferencia, Salle-Weber abrió el cajón superior del escritorio de Hofer y empezó a rebuscar en su interior con la mano. Sacó el libro de oraciones. Había un fajo de cartas y también lo sacó.
Bora siguió sus movimientos con la desagradable sensación de que alguien se entrometía en sus asuntos personales.
—¿Están investigando al coronel?
—Limítese a contestar a mis preguntas, capitán. Hofer tuvo una crisis nerviosa hace dos días y no podemos permitirnos algo así en plena campaña. Usted estaba con él cuando cayó enfermo, así que tenga la bondad de informarme con exactitud sobre lo ocurrido.
Bora hizo lo que le ordenaban.
Salle-Weber lo escuchó en silencio, sin tomar notas, mientras mantenía los ojos clavados en el joven.
—Es usted un muchacho observador —dijo por fin, no con admiración, sino constatando un hecho—. Es una virtud, como sabrá. —Por fin, apartó los ojos (al igual que Bora, tenía los ojos verdes, pero los suyos no delataban el mismo grado de entusiasmo) y volvió a meter las cosas de Hofer en el cajón—. ¿Por qué le importaba tanto esa monja? ¿Qué pensaba sacar al ir a visitarla todos los días?
—Tenía reputación de santa.
Salle-Weber se echó a reír.
—¡Pues la santa ya está bien muerta! Los santos, hoy en día y en Alemania, no existen.
—No estamos en Alemania.
—Ni tampoco existen los santos para el Gobierno General.
—Sólo he dicho que tenía reputación de santa, Hauptsturmführer.
—Bueno, con eso bastará. No vaya a ninguna parte después del trabajo esta noche: quiero que vuelva para hacerme un informe detallado de lo que vio cuando descubrieron el cadáver.
Bora se resignó.
—¿Qué va a pasarle al coronel Hofer? —preguntó antes de salir de la oficina.
—Oh, volverá al trabajo cuando recupere el valor. Nos aseguraremos de que lo tenga vigilado de ahora en adelante, ¿qué le parece? —Salle-Weber cerró el primer cajón del escritorio de Hofer con una llave que se metió en el bolsillo—. Su comandante provisional es el teniente coronel Emil Schenck y creo que ya tiene órdenes para usted.
Al otro lado de la ciudad, el padre Malecki volvía del consulado americano abatido. Acababa de enviar un telegrama al Vaticano con la noticia de la muerte de la abadesa y pensaba volver esa misma tarde para recibir la respuesta oficial. La muerte de la madre Kazimierza, que se había producido hacía ya casi cuarenta y ocho horas, seguía conmocionándolo. Ahora que su presencia en Polonia ya no tenía razón de ser, todo estaba patas arriba. Pensar en el futuro lo fatigaba, así que se obligó a no hacerlo.
Desanimado, bajó por la Franciszkańska y tomó una callejuela estrecha y serpenteante que lo llevó hasta la iglesia del convento, cuya fachada daba a la acera con una escalinata barroca de mármol. Había dicho misa en esta iglesia todos los días desde que el sacerdote titular se había ofrecido como soldado voluntario y había acabado igual que miles de prisioneros de guerra.
No esperaba encontrar un vehículo militar alemán aparcado frente a la entrada. El conductor aún esperaba en el asiento delantero, así que debía de haber un oficial dentro. Al final de la escalinata, en un hueco del portal flanqueado por pilastras, había un soldado con un arma cruzada sobre el vientre.
Antes incluso de llegar a la iglesia, Malecki decidió no intentar pasar justo por delante de él. En el bolsillo llevaba la llave de una de las puertas laterales y, sin siquiera pararse en la acera, continuó calle abajo, tomó el siguiente callejón perpendicular y se acercó a la iglesia por la parte trasera.
***
—¿Ewa? —La chica pelirroja asomó la cabeza en el camerino que compartían en el teatro municipal—. ¿Puedo pasar?
—Adelante.
—Alguien te ha dejado una tarjeta. Aquí la tienes.
Ewa Kowalska prefirió no arriesgarse a hacer un movimiento brusco mientras se subía con cuidado la media de seda con ambas manos.
—Ábrela y léemela. ¿De quién es?
La chica le mostró la tarjeta para que viese que la dirección estaba escrita a máquina.
—No lo sé —dijo, con una sonrisa—. Pero el soldado que la ha traído no llevaba uniforme polaco.
—No seas mojigata, Kasia. Léemela.
Kasia rasgó el sobre y echó un vistazo a su contenido. Hizo un puchero con sus bonitos labios en forma de corazón.
—¡Mierda! Está en alemán.
En la iglesia junto al convento no había fieles. Bora se sonrojó, pero no dejó de hacer lo que estaba haciendo: coger los misales abiertos uno a uno y arrancar la página con el himno «Dios, que salvaste a Polonia».
El padre Malecki lo observó con furia impotente, mientras el sacristán se retorcía las manos.
—Jaka szkoda, jaka szkoda —gimió—. ¡Qué lástima!
Bora, no sin cierto resentimiento, fue tirando los misales hasta formar una pila.
—Me han dicho que les dieron una semana entera para que se deshiciesen de esta página y no lo han hecho. Así que ahora me toca a mí.
Malecki consiguió mantener su genio bajo control.
—¿Esperaba que arrancase páginas de un misal?
—¡Recibió instrucciones expresas de hacerlo! No va a servirle de nada negarse a colaborar con nosotros. Como canten este himno mañana, les cerramos la iglesia.
Malecki, con mucho esfuerzo, se tragó una palabra muy poco prudente. Se daba cuenta de que el alemán estaba decidido a llevar a cabo las órdenes y en ese momento de nada serviría intentar hacerlo entrar en razón. Los misales iban cayendo uno tras otro: algunos aterrizaban abiertos, mientras que otros rebotaban sobre las tapas. Como lenguas de serpiente rojas y negras, las cintas que hacían las veces de marca páginas sobresalían de entre las hojas.
Malecki empezó a recoger los misales y a amontonarlos detrás del soldado que se los entregaba, abiertos, a Bora. Cuando Bora ya casi había acabado, empezó a recoger también las hojas arrugadas. Con un ruido sordo, la bota provista de espuelas aterrizó cerca de su mano.
—Déjelas, padre. Ésas nos las llevamos nosotros.
Malecki no retiró la mano y siguió aferrándose a la página. No alzó los ojos hacia Bora, sino que los mantuvo fijos sobre el brillo del cuero negro.
—Estoy seguro de que un oficial con su educación podría estar realizando otro tipo de cosas en vez de esto, capitán.
Bora dejó caer el último misal a sus pies y dio un paso atrás.
Atendiendo a una orden suya, el soldado barrió todas las hojas arrugadas y las metió en un saco de lona. Malecki se levantó lentamente y se enfrentó a la mano extendida que le tendía Bora.
—No me obligue a abrirle la mano, padre.
Malecki abrió la mano. Bora cogió el papel rasgado y se lo dio al soldado. Con unas maneras y un tono corteses que disimulaban su resolución de intimidar, dijo:
—No sabe nada sobre mi educación, padre Malecki. Y mi educación no tiene nada que ver con las cosas que tengo que hacer.
28 de octubre
A mediodía del sábado, Salle-Weber blasfemaba con el auricular en la mano.
—¿Dónde? —Estiró el cable del teléfono para poder acercarse al mapa de Cracovia que había en la pared frente a su escritorio—. ¿Y dónde demonios está eso? Ah, ya veo, ahora lo veo. ¿Cuántos dice? ¿Han sido los nuestros o el ejército? Bueno, ¡pues debían haberme informado! ¿Cómo puede decirme que han sorprendido a un pelotón de las SS con la guardia baja? ¡Y encima, en presencia de oficiales del ejército!
El incidente no provocó tanto enfado en el hospital militar, donde el cirujano militar teniente coronel Nowotny estaba a punto de irse a almorzar. Al salir de su oficina, vio al oficial que lo esperaba a unos cuantos pasos de distancia, en el pasillo. Una cantidad asombrosa de sangre le empapaba la cara, el cuello de la camisa y la pechera del uniforme.
Nowotny decidió posponer su almuerzo.
—Por aquí, capitán. —Flexionó el índice en gesto de invitación—. Echémosle un vistazo. ¿Lo han examinado con rayos X?
Bora asintió.
Tras iluminarle los ojos con una linterna para comprobar la reacción de ambas pupilas, preocupado sobre todo por el reflejo que había observado en la izquierda, Nowotny limpió con algodón y examinó la oreja derecha de Bora en busca de una hemorragia interna. Bora se encogió instintivamente.
—Bueno, si ha sido capaz de conducir hasta aquí y de mantenerse en pie usted solo, no habrá sido tan grave como podía haber sido. ¿Recuerda lo que pasó?
Bora se lo contó, mientras obedecía a la petición del médico de que le mostrase las manos. Asintiendo con la cabeza, Nowotny se inclinó sobre él. El cirujano, un hombre robusto que empezaba a encanecer, con la piel sana y una descuidada barba de un día, llevaba el buen humor escrito en la cara y en los ojos cálidos y oscuros. Y, si una nariz voluminosa es una indicación del carácter, debía de tener un temperamento sensato y agradable.
—Deme la mano. Y ahora, la otra. Muy bien. Míreme. Siga mi dedo con los ojos. —Como si en ese preciso instante se hubiese percatado de lo gracioso del incidente, Nowotny se echó a reír—. Lo único que puedo decirle es que, a juzgar por lo dura que tiene la cabeza, debe de ser de Prusia o de Sajonia. Es un milagro que no se le haya abierto una brecha. Pero sangrar, ha sangrado bastante.
Bora no dijo nada. Mientras el cirujano lo reconocía y le limpiaba la herida que tenía detrás de la oreja, Bora intentaba con todas sus fuerzas controlar el dolor, mientras Nowotny charlaba sobre lo práctico que era el corte de pelo alemán, gracias al cual no iba a ser necesario raparle la cabeza.
—Le han hecho un buen agujero y se han abierto los bordes de la herida. Voy a tener que darle puntos, así que le va a escocer un poco. ¿Qué estaba haciendo? ¿Lo sorprendió una «manifestación espontánea de bienvenida»? —Bora alzó la vista todo lo que pudo, irritado, pero el médico volvió a empujarle la cabeza hacia abajo—. Quédese quieto. —Volvió a correr la sangre y Bora tuvo que ahuecar las manos para evitar que le manchase los pantalones.
—Espero que no se considere una víctima por lo que le ha pasado.
—No me considero una víctima.
Nowotny le dio un trapo para que se limpiase la cara y siguió trabajando.
—Entonces, ¿quién les tira piedras a los oficiales alemanes?
—No lo sé. Me golpeó por detrás. No vi quién la lanzó. Se lanzaron cantidad de piedras.
—¿Se ha efectuado algún arresto?
—Sí.
Mientras esperaban a que les trajesen los rayos X, Nowotny se lavó las manos en el lavabo, mirando por encima del hombro mientras Bora volvía a ponerse la guerrera.
—Bueno, ¿hace mucho tiempo que toca el piano?
—Desde que tenía cinco años. ¿Cómo lo ha sabido?
—Lo oí tocar la otra noche, durante la recepción en el cuartel general. Schumann, si mal no recuerdo.
—Concierto en LA menor.
—Tiene usted un don. —Nowotny señaló el lavabo con una inclinación de cabeza para indicar a Bora que podía lavarse—. Reconozco unas manos de pianista en cuanto las veo. Tiene usted un buen palmo y buen control de los músculos. Yo daría mi mano izquierda por tocar a Schumann como lo hace usted… pero entonces, no sería muy buen pianista, ¿no cree?
Bora se secó las manos antes de abrocharse el cinturón. Tras llamar a la puerta, un enfermero se asomó con las placas moteadas de los rayos X en la mano. Nowotny las sostuvo un momento a contraluz, examinándolas con atención. A continuación, negó con la cabeza.
—¡Bueno! Parece que, después de todo, le ha faltado poco para ganarse el distintivo de herido en combate. Tiene el cráneo fracturado. —Señaló una línea sinuosa en la parte trasera del hueso temporal—. No se puede hacer gran cosa, excepto recetarle unos analgésicos para cuando empiece a dolerle en serio. —Entregó un frasco pequeño a Bora—. Llámeme si necesita algo más fuerte para dormir por las noches. De lo contrario, vuelva el viernes de la semana que viene y le quitaré los puntos.
Retz miró con sorpresa a Bora cuando entró aquella tarde.
—¿Qué demonios…? —Apartó el rostro del uniforme empapado de sangre de Bora y no dejó que éste terminase de explicarse—. ¡Quíteselo, quíteselo! ¡Qué horror! ¡Quítese el maldito uniforme!
Oyó cómo Bora iba al baño y abría el grifo del lavabo.
—¡Y limpie el lavabo cuando termine! —exclamó, a sus espaldas—. ¡No soporto la sangre y no quiero ver ni una jodida gota mientras me afeito!
Bora se cambió antes de reunirse con el mayor en el salón. Vio que había unas flores en un jarrón y una botella de vino enterrada en hielo.
—Eso está mejor —dijo Retz—. ¿Recuerda qué día de la semana es?
—Sí, ya lo sé. Volveré tarde, mayor. —A Bora le estaba empezando una jaqueca atroz, pero no añadió ni una palabra a lo dicho. Se sentó en el sillón y descansó los hombros contra el respaldo acolchado. Cuando cerró los ojos, vio pasar imágenes fragmentarias del incidente que había tenido lugar en la calle del convento. Sentía como si una alimaña le devorase a sacudidas la parte derecha de la cabeza.
Retz se negó a mirarlo.
—Bueno, obviamente está esperando que se lo pregunte. ¿Qué le ha pasado?
Bora se lo contó.
—¡Qué me dice! ¿Y qué hicimos nosotros?
—El SD fusiló a cinco hombres contra la pared de la iglesia jesuita.
—Bueno, gracias al cielo que tenemos al SD.
Bora abrió los ojos. El mayor Retz empezó a hacer girar la botella dentro del cubo de latón.
—Schloss Vollrads, cosecha de 1935. La mujer lo vale.
Apoyándose en el respaldo del sillón, Bora se giró para salir de la habitación. Estaba mareado por la pérdida de sangre y empezaba a sentir náuseas. La mirada impaciente que Retz lanzó a su reloj no lo hizo sentir mejor.
—Ahora mismo salgo, mayor —dijo—. Deme un momento. Quiero lavarme la cara con agua fría una vez más y pensar en dónde voy a pasar las próximas siete horas.
—¡Haberlo pensado antes!
—Sí, mayor.
Cinco minutos más tarde, Retz aporreó con el puño la puerta del baño.
—¿Qué demonios está haciendo, Bora? ¿Está vomitando en mi maldito baño?
Bora se sentía demasiado débil como para contestar. Se aferró al borde de la taza del retrete con ambas manos y descansó sobre ésta la frente helada y cubierta de sudor frío.
—¡Dese prisa! ¡Y límpielo cuando haya terminado!
Bora tuvo que rendirse a otra arcada, aunque no expulsó más que esputo, y levantó la cabeza temblorosa para contestar a los insistentes golpes.
—Maldición, mayor… ¿me va a dejar vomitar en paz?
***
El telegrama del Vaticano, firmado por el secretario de Estado, pedía a Malecki que permaneciese en Cracovia hasta nueva orden y colaborase con cualquier investigación oficial que fuera a realizarse en torno a la muerte de la abadesa.
El padre Malecki se encendió un cigarrillo. Era de una marca alemana que había obtenido por medio del hijo de la casera, un paquete amarillo claro de cinco cigarrillos con el rótulo Sondermischung y un sello del ejército. Que colaborase con la investigación. Era más fácil decirlo que hacerlo. Durante la confusión que se produjo tras el incidente no había podido ponerse al corriente de si las autoridades polacas iban a hacerse cargo del caso. Vehículos alemanes acordonaban el convento cuando llegó para las vísperas el lunes, y aunque no había visto ni a Hofer ni a Bora, la hermana Irenka le había dicho que estaban dentro.
Habló largo rato sobre la tragedia.
—El coronel se encuentra en un estado lamentable —añadió la monja—. Se desmayó en la sala de espera y el joven capitán prácticamente tuvo que levantarlo del suelo. Nos da pánico pensar que puedan culparnos de que haya caído enfermo. ¡Como si no bastase con haber perdido a la abadesa!
Cinco días más tarde, Malecki no había tenido noticias sobre el incidente, ni tampoco habían podido ayudarlo en la curia ni en el consulado. A la prensa local se le había ocultado la noticia, pero empezaba a circular de boca en boca. Le preocupaban los cuadernos sobre la madre Kazimierza que había dejado en la biblioteca del convento. Estaban escritos en inglés, por supuesto, pero Bora lo hablaba con la fluidez de un nativo.
Y la madre Kazimierza, la madre Kazimierza: ¡asesinada por una bala dentro del recinto de su propio claustro! Había algo más terrible que la propia muerte en todo este asunto. Con expresión malhumorada, Malecki posó el cigarrillo sobre el borde del alféizar. Asesinato. Había sido un asesinato, naturalmente. Negó con la cabeza, furioso. ¿Qué tenía de natural un asesinato? ¿E iban a ser los alemanes (asesinos injustos y despiadados por derecho propio) los que investigasen este asesinato?
Sin tocar la comida, Bora permaneció sentado a la mesa del restaurante lleno de humo todo el tiempo que pudo y después salió y subió las escaleras hasta alcanzar el nivel de la calle.
El aire fresco de la noche iba poco a poco dando paso al frío del invierno. Pronto empezaría a llover y a caer aguanieve, lo olía en el aire. La temperatura y los cielos grises de Cracovia se parecían mucho a los de Leipzig. Pronto empezaría a caer aguanieve en Leipzig. O bien no habían salido las estrellas, o éstas se veían eclipsadas por el resplandor de las farolas.
Unas risas y unas voces que hablaban alemán en tono elevado salían del restaurante a sus espaldas, como de una feliz región del inframundo. Bora se quedó de pie sobre la acera, aspirando el aire nocturno como si bebiese agua.
Dudaba de su capacidad para conducir hasta su apartamento. Le palpitaba la cabeza con una intensidad cegadora, pero lo que más le mermaba la atención era la medicación que le había recetado Nowotny. Las manillas fosforescentes de su reloj indicaban sólo las once de la noche. «Cristo —pensó—, sólo las once… las once en punto». No tenía ni idea de qué iba a hacer durante las próximas cuatro horas.
En contra de lo que le dictaba el sentido común, subió al coche y salió del casco antiguo, atravesando el río. Tenía la intención de ir a Wieliczka, pero se pasó el giro a la izquierda y se encontró de camino a la estación de montaña de Zakopane cuando una patrulla del ejército le dio el alto frente a un control de carreteras. Bora no cuestionó los motivos de los soldados para pararle. Dirigió el coche hasta el arcén y detuvo el motor.
Los soldados se mostraron un tanto sorprendidos de que un oficial eligiese ese sitio para dormir la mona, pero no hicieron más que extrañarse.
29 de octubre
Unos cuantos judíos condenados a trabajos forzados limpiaban la pared lateral de la iglesia jesuita cuando Malecki pasó por allí a la mañana siguiente, de camino a la misa en el convento. La iglesia jesuita y el complejo del convento, más grande que ésta, se encontraban cada uno a un extremo de la misma callejuela, como si quisiesen bendecirla de punta a punta.
Con cepillos y cubos que desprendían vapor en el aire frío, unos ancianos con brazaletes en los brazos frotaban las manchas de sangre que la ejecución del día anterior había dejado sobre el delicado tono pastel de la pared de estuco. Corrían hilillos de agua rojiza y jabonosa que bajaban del bordillo de basalto de la acera y desembocaban en la alcantarilla. Unos cuantos soldados del SD montaban guardia. Malecki creyó que le pedirían los papeles y hasta llegó a sacarlos de la cartera. Pero no se los pidieron y el sacerdote pasó frente a la muda escena de trabajo con el corazón encogido.
Cuando llegó al convento, oyó a las novicias cantar en la capilla pequeña. Sus voces agudas y finas recorrían los espacios abovedados de los pasillos y habitaciones como fantasmas de sonidos ya muertos.
Las monjas se le acercaron en grupo. Le dijeron que habían oído los disparos del improvisado pelotón de fusilamiento y habían temido por él.
—No, no, estaba en la iglesia —las tranquilizó Malecki. Siguió a la hermana Irenka hasta la habitación donde aún estaba expuesto el féretro y le pidió que lo dejase solo para poder rezar.
A la misma hora, al otro extremo de la ciudad, Bora giró la llave en la cerradura, abrió la puerta y escuchó con atención los ruidos del interior del apartamento. De la radio atronaba una cancioncilla banal que repetía: Nur du, nur du, nur du. El ruido del agua corriente en el baño le indicó que la ducha estaba abierta. La puerta del dormitorio de Retz estaba entornada, pero las contraventanas seguían cerradas.
Sin salir del vestíbulo, Bora intentó averiguar si había alguien más en el apartamento con Retz. A lo largo de la noche se le había despejado considerablemente la cabeza y, aparte de estar un tanto dolorido por haber dormido, incómodo, en el coche, se encontraba bastante bien. Olfateó el aire, como si así pudiese detectar la presencia de una mujer. Pero Ewa Kowalska habría tenido que ponerse medio litro de perfume para que Bora hubiese podido percibirlo por encima del olor a humo viciado. Se detuvo el chorro de agua.
Bora cerró la puerta con estrépito y, de inmediato, oyó la voz de Retz desde el baño.
—¿Es usted, Bora? ¿Por qué ha tardado tanto?
A Bora lo recorrió una oleada de furia que hizo despertar el dolor de la sien y lo cogió por sorpresa.
—Me gustaría darme un baño cuando haya terminado, mayor.
El gorgoteo del desagüe de la bañera precedió la salida de Retz del baño. Completamente desnudo, tenía el cuerpo rosado y grueso en torno a la cintura, con cantidad de pelo rubio en el pecho y la entrepierna. Se frotaba vigorosamente la cabeza con una toalla.
—Tendrá que esperar un par de horas, acabo de terminarme el agua caliente.
Maldiciendo en voz baja, Bora se acercó al salón, donde la cubitera estaba llena de agua y la botella que había a su lado descansaba, vacía, entre dos copas sobre la mesa de centro. Habían amontonado los cojines a un extremo del sofá; sobre el otro, yacía retorcida una toalla de baño húmeda, que empezaba a empapar de agua el tejido de debajo. Las botas de Retz, sus pantalones y calzoncillos formaban un rastro en el suelo, entre la mesita y la puerta. Sobre la vitrina del gramófono seguía girando un disco en el plato, pero la radio ya no atronaba Nur du.
Bora esperó a que Retz se sirviese un brandy y fue a vestirse. Después, cogió la toalla con dos dedos. Mientras se acercaba a la ventana para abrirla, derribó con el pie una tercera copa y oyó cómo ésta daba vueltas sobre sí misma en el suelo. Mientras la luz de la mañana entraba a raudales por la ventana abierta de par en par, se inclinó a recoger la copa, la inspeccionó de cerca para ver si se había roto, se inclinó hacia afuera y la tiró a la calle.
30 de octubre
Cuando el teniente coronel Schenck vino a verlo en privado después del almuerzo, Hofer supo que lo habían reemplazado. No sentía resentimiento por el enjuto y joven Schenck, y lo dejó claro desde el principio.
—Así que es mi sucesor —se dirigió a él en tono amable—. Buena elección. He oído hablar de su expediente.
Schenck se mostró cortés. Se negó a tomar asiento y a mencionar la crisis nerviosa que había sufrido Hofer, pero dijo que volvería para hablar del asesinato que había tenido lugar en el convento.
—Como sabe, hemos conseguido mantener a la policía local apartada del caso. Entenderá que no queremos acrecentar las complicaciones que conlleva la ocupación militar al permitir que se cree una histeria religiosa en torno a este asunto. —Pronunció las palabras sin mirarlo directamente, intentando no darle a Hofer la impresión de que hablaba de él; aunque el coronel lo entendió de todas formas—. Francamente, mi primer impulso fue echar tierra sobre el incidente, pero soy consciente de que éste es un país católico de línea dura y el general Blaskowitz nos ha recomendado que procuremos mostrar interés. Ni hablar de permitir que las autoridades polacas hurguen en este asunto, máxime cuando no sabemos qué dirección va a tomar la investigación… quién apretó el gatillo. —Schenck sacó una carpeta de personal de su cartera—. Tiene a un oficial joven bajo su mando. Es nuevo en el servicio de inteligencia pero está bien formado, tiene un expediente de combate brillante hasta la fecha y demasiado talento como para que le ordenemos liderar a una compañía en las trincheras. —Schenck le entregó el expediente a Hofer, que asintió con la cabeza, mostrándose de acuerdo con su contenido—. Personalmente, me gusta que haya prescindido del Adelsprädikat del apellido. En un ejército moderno no necesitamos que nos recuerden los títulos ni los privilegios ancestrales. Tengo intención de asignarle el caso y, a no ser que conozca usted detalles sobre el capitán Bora que lo hagan no apto para esta misión, empezará a trabajar mañana mismo.
Hofer le devolvió la carpeta.
—No tengo objeciones. Seguramente, yo habría hecho lo mismo. Sólo espero que no lo retire por completo del campo.
—Oh, no. —Schenck se estiró, todo lo largo y flaco que era, sonriendo—. A los músculos jóvenes hay que encomendarles cargas pesadas.
A unas cuantas calles de distancia, Kasia se reía demasiado como para mantener recto el lápiz de ojos y se hizo un borrón en el delgado arco de la ceja izquierda.
—¿Y además ha engordado?
Ewa Kowalska se abrazó los hombros. Lanzó una mirada crítica al espejo, aunque la luz difusa de la parte trasera del camerino hacía que su rostro pareciese tenso y atractivo.
—Sigue siendo un buen amante, cuando no bebe demasiado.
Los ojos de Kasia se encontraron con los suyos. Tras desenroscar la tapa de una barra de labios bastante gastada, la frotó con el dedo índice y se dio unos toquecitos en los pómulos, mientras metía las mejillas para marcar la zona del colorete.
—Aunque me veas reírme, casi te envidio. Se gana un buen dinero con los oficiales alemanes.
—El dinero no tiene nada que ver.
—Entonces, ¿qué es? ¿Nostalgia?
Ewa se encogió de hombros, sin por ello soltárselos.
—No lo sé. Poder.
—¿Poder?
—Una se siente poderosa al… al reconquistar a un hombre.
—¿Está casado?
—Sí. No tiene hijos, pero está casado. Su mujer es una cerda.
Kasia se echó a reír una vez más.
—¿Eso te lo ha dicho él o es que has visto una foto de ella?
—Ni lo uno ni lo otro. Pero estoy segura de que es una cerda. La mayoría de las mujeres son unas cerdas estúpidas.
—¡Vaya, Ewusia! ¿Dónde me deja eso a mí?
Ewa se acercó a la silla de Kasia y la abrazó.
—Tú no, querida. Pero sabes de sobra que la mayoría lo son.
1 de noviembre
El padre Malecki no decía lo primero que se le venía a la cabeza. Miró a Bora, de pie al otro extremo de la sala de espera del convento, y tuvo que esforzarse por no sacar el tema de los misales a los que había arrancado las páginas.
Bora hojeaba unos folios mecanografiados, pero tenía los ojos fijos en el sacerdote americano. Tenía una expresión seria y desafiante en la cara; a no ser, por supuesto, que tan sólo estuviese a la defensiva.
—Me han asignado esta investigación, padre Malecki. No lo pedí yo.
—Descuide: lo entiendo.
Como el sacerdote no despegaba los ojos del documento, Bora hizo alarde de seguir examinando rápidamente cada una de las páginas.
—Algunas de las declaraciones de la abadesa santa tienen relevancia política.
Malecki se mantuvo impasible. Ese día, Polonia había quedado oficialmente incorporada al Reich y tenía que ser prudente. Puso especial cuidado en no mirar la herida, cosida con puntos, que Bora tenía en la cabeza.
—Una respuesta oracular puede interpretarse de muchas maneras.
—Yo diría que «Banderas marcadas con cruces provenientes del oeste» nos identifica con bastante claridad, padre. Lo que más me asombra es que mencionase que los líderes de dichas banderas eran «La ciudad redonda y el carnero». Porque, efectivamente, los comandantes de nuestro ejército son Von Rundstedt y Bock. Es extraordinario que dijese todo esto hace ya un año.
—Bueno, ya veo que las buenas hermanas le han dado mis notas. ¿Qué opina de ellas?
—Desde el punto de vista técnico, que su máquina de escribir tiene la «R» defectuosa. Intentó evitar utilizar palabras con «R» siempre que le resultaba posible: «potestad» en vez de «poder», «benevolencia» en vez de «caridad» o «misericordia». Desde el punto de vista teológico, prefiero no arriesgarme a hacer comentarios: no sé lo suficiente sobre misticismo. Pero a juzgar por su escepticismo, diría que fue usted a una universidad jesuita. ¿No fue san Ignacio el que dijo: «sin novedades»?
Malecki no pudo reprimir una sonrisa. Hundidos en su ancho rostro, los ojos, de un intenso color azul, delataban la rapidez de su mente.
—Es cierto. Fui a la Universidad de Loyola y soy jesuita.
Bora no le devolvió la sonrisa.
—Tuve algunos maestros jesuitas, pero ya nos conoce a los alemanes: nuestro catolicismo tiende a lo monacal. Y no me gustan demasiado los términos medios, aunque me identifico con la obediencia y disciplina de un «soldado de Cristo».
—Bueno, dejando a un lado esa cuestión, ¿qué piensa hacer ahora?
Con un gesto inquisitivo de la cabeza, Bora le pidió permiso para llevarse el documento. Dado que ya lo estaba guardando en su maletín, Malecki se vio obligado a asentir con la cabeza.
—Y ahora, tengo que volver al trabajo. Si no le importa acompañarme hasta la salida, padre, le haré algunas preguntas.
2 de noviembre
El doctor Nowotny no esperaba que Bora volviese tan pronto. Le preguntó cómo iba progresando la herida y, cuando le dijo que había tenido náuseas, le echó una reprimenda.
—Debió haberme llamado de inmediato. ¿No sabe que el vómito puede ser un síntoma muy grave después de una lesión en la cabeza? Podría haberse debido a la acumulación de presión intracraneal.
—Obviamente no fue ése el caso, coronel. El motivo por el que he venido no tiene nada que ver con mi cabeza. —Bora habló unos cinco minutos, durante los cuales el médico lo escuchó sentado al borde de la silla, intrigado y divertido a partes iguales. Cuando no pudo reprimir más la curiosidad, lo interrumpió.
—Entonces, ¿qué tiene de especial esta monja santa, aparte de que la hayan asesinado? ¿Tenemos el cadáver, por lo menos?
—No.
—Bueno, pues lo vamos a necesitar.
Bora lo miró con una expresión de frustración en la cara.
—No va a ser fácil que nos lo entreguen. Llevo dos días intentándolo y no he llegado a ninguna parte.
—¿Ha apelado a las altas esferas?
—Les hice una visita a los de la curia. El arzobispo se negó en redondo a recibirme.
—Bueno, ¿y ha apelado a nuestras altas esferas?
—Espero recibir la respuesta del equipo del general Blaskowitz esta tarde.
Nowotny rezongó.
—Hans Frank es la persona a la que debe dirigirse.
Bora no contestó. Dio por zanjado el tema, con un gesto severo en los labios. Nowotny no habría sabido decir si su reacción se debía a que hubiese omitido el título de gobernador general de Frank o a que a Bora no le apetecía seguir el camino que le había sugerido. Se llevó un cigarrillo a la boca y dejó que le colgase de los labios.
Bora permaneció sentado, inmóvil como una roca. Nowotny fumaba. Intentaba laboriosamente poner de pie la larga y plana cajetilla de cigarrillos en el centro de su escritorio.
—Se trata de una investigación oficial, capitán. Sin el cadáver… —Nowotny empujó la cajetilla con el dedo y ésta cayó sobre la mesa.
—Soy consciente de ello. Volveré a intentarlo.
—Ya han pasado doce días, maldita sea. A no ser que esa monja fuese como Jesucristo y se haya levantado y andado, será mejor que me traiga el cadáver antes de que transcurra más tiempo.
Una hora más tarde, el padre Malecki le dijo que no tenía la autoridad necesaria para exhumar el cuerpo. Bora tenía una fuerte jaqueca y empezaba a enfadarse.
—No entiendo por qué se muestra tan reticente. Hasta ahora hemos tratado a las hermanas con perfecta cortesía, ¡y me viene usted con ésas! Podría involucrar a las SS y obligarle a que me entregase el cadáver.
Malecki intuyó que se trataba de una amenaza sin fundamento y tensó la mandíbula.
—Por lo visto, no va a quedarle otra opción.
Más tarde, en el puesto de mando de las SS al noroeste del casco antiguo, el Hauptsturmführer Salle-Weber no pareció interesado en un principio, pero poco a poco empezó a prestar atención a lo que le decía Bora.
—¡Vaya, ésa sí que es buena! Lo que me gustaría saber es qué habrá hecho la monja para que alguien le metiese una bala en el cuerpo.
—Ninguno lo sabemos. Por eso he venido.
—Para que le prestemos la fuerza bruta que necesita para entrar en el convento, ¿eh?
—Sí. Las hermanas tienen dispensa para enterrar a las suyas en la cripta de la capilla.
—¡Vaya, vaya! —Salle-Weber se balanceó sobre las suelas de las relucientes botas durante algún tiempo—. ¿Seguro que no tiene otras razones para querer entrar?
—¿Qué otras razones iba a tener?
—Eso mismo le he preguntado. ¿Qué nos importa a ninguno de nosotros una monja polaca? Al final, tendremos que matar a unas cuantas antes o después. A lo mejor hay algo de valor en el convento y el ejército lo sabe.
—No me consta nada parecido.
—Manuscritos valiosos, cálices… ¿judíos ocultos? —Salle-Weber contestó a la impaciencia de Bora con una sonrisa de suficiencia—. ¿Qué me dice? O las novicias, quizá.
—Ésas tampoco me interesan.
Con los puños a ambos lados del cuerpo, Salle-Weber se acercó al mapa de Cracovia que había en la pared.
—Aunque sólo sea porque siento curiosidad, Bora, le conseguiremos a la monja muerta.
—¿Qué métodos piensan emplear para entrar?
—Eso no es asunto suyo. Haremos las cosas a nuestra manera. Usted espere fuera con una ambulancia del ejército y le prometo que tendrá el cadáver antes del anochecer.
Vista desde detrás, mientras caminaba por la acera, la chica tenía un bonito trasero redondo y muy buenas pantorrillas, aunque llevase unas sencillas medias de algodón. Retz detuvo el coche junto al bordillo y bajó la ventanilla.
—Dzien dobry —la saludó, galante—. ¿Quiere que la lleve a alguna parte?
La chica no contestó, aunque sí se paró. Daba la impresión de estar debatiendo consigo misma si debía aceptar o no.
—Gracias —dijo en un alemán bastante correcto—. ¿Le importaría llevarme al trabajo?
Retz abrió la puerta del coche.
—Por supuesto: suba. Dígame adónde quiere ir, querida.
La mujer le dio la dirección. Retz le miró las piernas y arrancó el coche. En su sonrisa se adivinaba una hostilidad juguetona cuando le preguntó:
—¿En qué clase de sitio trabaja?
Ella le apartó la mano de la rodilla.
—En un sitio de lo más atareado, mayor. La morgue municipal.
***
En el convento, el padre Malecki salió a toda prisa por la puerta principal, fuera de sí. Miró a su alrededor y vio el vehículo militar alemán y la ambulancia que había aparcada al lado. Bora subió su ventanilla mientras el sacerdote recorría a grandes zancadas la distancia que separaba el umbral del vehículo.
Bora dejó que se impacientase durante un tiempo, pero cuando el conductor le preguntó si quería que se deshiciese del sacerdote, le contestó:
—No, no —y se apeó del coche.
En pocos instantes ya estaba discutiendo con el americano.
—Bueno, ¡podría habernos puesto las cosas fáciles y habernos entregado el cadáver! Le dije que lo necesitábamos.
—¿Sabe cuál es la pena para los que violan las normas de la Iglesia entrando por la fuerza en un convento?
—Dudo mucho que a las SS les preocupe la excomunión.
—Me refiero a usted: ¡usted es católico!
—Y, por si no se había dado cuenta, no he puesto un pie en el convento. Yo en su lugar, padre, volvería a entrar para ver cómo se van desarrollando las cosas.
Dos horas más tarde, el primero en salir fue Salle-Weber, seguido de dos de sus hombres. Tenía la cara cubierta de manchas rojas y le faltaba el aliento.
—¿Por qué demonios me ha metido en este asunto, Bora? ¡Ahí dentro no hay ningún cadáver! —Ignoró el intento de Bora de decir algo—. El ataúd está vacío, igual que el nicho de la cripta. Hemos registrado el convento de arriba abajo… y menudo sitio enorme y condenado que es. La cocina, el refectorio, las celdas, el jardín, el desván, el sótano, la iglesia, la capilla… ¡no sé qué demonios habrán hecho con la monja en descomposición, y a estas alturas lo mismo me da que la hayan tirado por una letrina!
Bora miró al padre Malecki por el rabillo del ojo. Se encontraba a unos cuantos pasos de distancia y era posible que no hubiese entendido su conversación, pero tenía en la cara una expresión difícil de definir que a Bora le pareció de alivio.
Aunque parecía imposible, una idea empezó a cobrar forma en la mente de Bora.
—¿Dónde estaban las otras monjas? —le preguntó al oficial de las SS.
—Fueron todas corriendo a arrodillarse ante al altar, como una bandada de gansos. La capilla estaba a rebosar de monjitas. El ataúd estaba en la cripta, pero ni rastro del maldito cadáver.
—¿Y estaban todas arrodilladas?
—¡Sí, sí! ¡Todas arrodilladas, ya se lo he dicho!
Bora no despegaba los ojos del sacerdote. Con voz pausada, le dijo a Salle-Weber:
—Debió haber pedido a todas las monjas que se levantasen.
Salle-Weber blasfemó y volvió a entrar en el convento. Esta vez, Bora lo siguió.
4 de noviembre
Nowotny se echó a reír al oír la historia.
—¿Así que sacaron a la monja muerta de su ataúd y la colocaron, de rodillas, entre ellas? ¡Menudas hipócritas están hechas estas monjitas!
—Me interesan mucho los resultados preliminares de su examen, Herr Oberstleutnant.
—Por supuesto. Aquí los tiene. —Nowotny le entregó un informe escrito a mano en diminuta caligrafía gótica, que parecían huellas de pájaro sobre la página—. La bala que la mató era polaca. La dispararon desde escasos metros de distancia, le perforó el pulmón izquierdo y se alojó justo en el corazón. Falleció en el acto, aunque ya es un poco tarde para señalar la hora de la muerte. —Nowotny sonrió con ganas y dejó la bala sobre su escritorio—. Pienso jugar un tiempo con él, con el cadáver quiero decir, para examinar los estigmas y el fenómeno milagroso de que siga estando razonablemente incorrupto y flexible después de dos semanas. Si tuviese el tiempo y el equipamiento necesarios, le echaría un buen vistazo a su cerebro para ver qué tenía de santo.
Bora miró fijamente el trozo de metal y se lo metió en el bolsillo, junto con el informe que le había dado Nowotny.
—Ya hemos recibido una queja oficial por parte del arzobispo. Me temo que vamos a tener que devolver el cadáver de inmediato.
En el cuartel general, aprovechando que Hofer había venido a trasladar sus cosas desde el despacho del comandante, el coronel Schenck lo invitó a escuchar el primer informe de Bora. Durante toda la explicación, Hofer se mantuvo sentado con la cabeza entre las manos, siguiendo sin interés lo que decía el coronel.
—Es cierto que hasta ahora no hemos encontrado ningún arma, pero el convento es un complejo extenso con varios edificios y hay incontables recovecos y escondrijos. No se ha encontrado casquillo alguno ni en el claustro ni en las galerías superiores que lo rodean. Pero he averiguado que la mañana del día en que murió la abadesa había alguien del exterior en el convento.
—¿A qué se refiere?
Bora se giró hacia Schenck, que era el que había preguntado.
—Por lo visto, una bomba perdida dañó el techo de la capilla durante la invasión, así que encargaron a unos trabajadores que lo reparasen. Dudo mucho que podamos localizarlos a estas alturas, pero haré todo lo que pueda.
Schenck le contestó con una mueca irónica.
—Ja. Así que existe la posibilidad de que unos trabajadores polacos mataran a la santa.
Bora notó que estas palabras molestaban a Hofer y se esforzó por disipar la tensión.
—¿Qué otros sospechosos tenemos, coronel? «Todo el mundo en el convento amaba a la abadesa», me dicen siempre las monjas. Creo que el padre Malecki no estaba del todo convencido de sus poderes místicos, pero dudo que su escepticismo de jesuita lo haya inducido a asesinarla. Además, no se encontraba en el convento en el momento de su muerte.
—Puede que le disparasen desde el exterior —sugirió Schenck—. Después de todo, hay edificios altos en torno al convento.
—Inspeccionaré el vecindario para ver desde dónde pudo haberse efectuado un disparo. No obstante, la bala penetró en el pecho en línea recta. El ángulo no sugiere un tiro realizado desde una posición ventajosa alejada del claustro.
Hofer, que se había encogido, se enderezó por completo, como si acabaran de llegarle en ese momento las palabras que se habían dicho anteriormente.
—¿Qué quiere decir con que el sacerdote no cree en sus poderes místicos?
—Bueno, le han encargado una investigación paralela, así que debería procurar evitar ser parcial.
—Pero ser incrédulo también es ser parcial. ¿Qué cree usted, Bora?
Bora sabía que Schenck sentía tanta curiosidad por oír la respuesta como Hofer, así que sopesó bien sus palabras.
—No estoy seguro. Opino que el hecho de que yo crea o deje de creer en la abadesa no tiene la menor importancia. El alto mando alemán quiere saber quién la mató y yo intento averiguarlo.
—Pero, como buen católico, ¡debe creer en los milagros!
Schenck sonrió para sus adentros al ver que Bora se mantenía en silencio.