Cracovia, Polonia. Viernes, 13 de octubre de 1939
Las palabras en polaco que alguien había trazado con plantilla sobre la placa rezaban: «Prestad atención», y el texto en hebreo que había debajo aparentemente repetía la misma frase. Pegados en la pared, alrededor de la placa, había varios dibujos en color que ilustraban las letras del alfabeto. Junto a la letra L, el dibujo mostraba a una niña empujando un cochecito de muñecas.
De pronto, lo golpeó el olor a carne destrozada; agrio y penetrante. Le asaltó los orificios nasales de improviso, así que Bora se apartó de la pared y echó a andar hacia el centro de la habitación, donde se encontraba un enfermero militar con guantes y mascarilla. A sus espaldas, inundando de luz el aula, tres ventanas abiertas de par en par dejaban entrar el sol y el viento tibio de la tarde.
Habían unido seis pupitres, de dos en dos, por los extremos más estrechos, y los cadáveres, todavía con los uniformes puestos, yacían encima, sobre sábanas de lona. Por los resquicios que quedaban entre las sábanas fluía algo de sangre, que había goteado por los bordes de los pupitres. Los charcos más grandes empezaban a coagularse, y su superficie reflejaba la luz proveniente de las ventanas. Bora observó el reflejo de la luz sobre la sangre antes de acercarse, asintiendo con la cabeza, al enfermero.
Después de examinar cada uno de los cadáveres, pronunció un nombre en voz baja y tranquila, pero controlada y refrenada con esfuerzo. El enfermero llevaba una libreta en la mano y anotó en ella los nombres.
Al alzar los ojos del tercer cadáver y posarlos en la pared que tenía delante, Bora se encontró con la colorida imagen de la niña que empujaba un cochecito de muñecas. Rezaba: Lale. Dorotka ma lale.
—Pensamos que sería el más apropiado para identificarlos, capitán, ya que iba en el coche justo detrás del suyo.
Bora se giró hacia el enfermero. No dijo nada. Por un momento, examinó con atención el mugriento mandil que llevaba el enfermero, como si se preguntase qué hacían los dos allí. O, mejor dicho, qué hacían todos (los vivos y los muertos) en una escuela judía de la calle Jakova, en Cracovia.
Sintió que le corrían gotas de sudor bajo los brazos y por la espalda.
Bora dijo:
—Sí, iba en ese coche.
El mayor Retz esperaba abajo, en un coche militar. Estaba fumándose un puro y el aire en el interior del coche estaba nublado del humo, ya que tenía todas las ventanillas cerradas. Cuando Bora abrió la puerta para subir al vehículo, le llegó flotando una nube azulada, impregnada del olor acre del tabaco. Ocupó su lugar en el asiento del conductor.
Retz dijo:
—Entonces, por supuesto que eran los tenientes Klaus, Williams y el pobre Hans Smitt. Si hubieran llevado puestas las chapas de identificación, no habría tenido que subir a reconocerlos. ¿Estaban en muy mal estado?
Bora arrancó el motor y evitó los ojos de Retz en el espejo retrovisor.
—Están hechos jirones de cintura para abajo.
Bajó su ventanilla y, con el movimiento del coche, empezó a disiparse el humo.
Recorrieron la calle desierta hasta llegar a una plaza. Bora seguía las señales que habían colocado a toda prisa sobre los nombres polacos de las calles y los puentes a lo largo de los últimos días. Retz hizo unos cuantos comentarios triviales y Bora le contestó con monosílabos.
La luz de la tarde brillaba, abundante y clara, arrancando sombras alargadas a los árboles que flanqueaban la calle y a los edificios de la ciudad. Sobre sus cabezas, un avión que volaba hacia el este dejaba delgados surcos en el cielo. Las delicadas estelas parecían pentagramas sin notas.
—Mala manera de morir, ¿verdad? Reventado por una mina. —Bora siguió en silencio, así que Retz abrió un resquicio la ventanilla para tirar la colilla del puro y cambió de tema—. ¿Qué le parece estar en el servicio de inteligencia?
Esta vez, Bora alzó la vista y lo observó por el espejo. Retz no lo estaba mirando. Había apartado el rostro arrogante y tosco. Se oyó el crujido de un pliego de papel grande al desplegarse.
—Creo que me gustará.
Los ojos de Retz se encontraron con los suyos.
—Sí. Según me han dicho, es usted el clásico estudiante.
Bora pensó que Retz seguramente quería decir «estudioso», pero lo que dijo fue «estudiante». Curiosamente, sintió una pequeña oleada de inseguridad ante la valoración que el mayor acababa de hacer de él. Oyó arrugarse un papel una vez más y, desde detrás, Retz tiró un plano de la ciudad mal doblado sobre el asiento delantero.
—Por lo visto, nuestro alojamiento está cerca de la colina de Wawel, en el casco antiguo. Esperaba que fueran a instalarnos más cerca del cuartel general, Bora, pero así es como nos agradecen el habernos quedado más tiempo que la mayoría en el campo de batalla. Espero que haya agua corriente y todo lo necesario. Lléveme a la oficina, quiero ver exactamente dónde van a alojarnos.
14 de octubre
El cuartel general del ejército alemán de la calle Rakowicka daba a un pulcro jardín y, más allá de las puertas, al otro lado de la acera, sobre la que se apreciaban los rastros que habían dejado los blindados, se alzaba una iglesia de los dominicos de color gris. Multitud de palomas, solas y por parejas, revoloteaban, aleteando, hacia el tejado.
Bora escuchó la explicación del coronel Hofer. Durante el tiempo que duró ésta, no dejó de pensar que, en comparación con Richard Retz, su comandante era un hombre introvertido y de pocas palabras. A Hofer le sudaban las manos, así que se ponía polvos de talco por dentro de los guantes para absorber la humedad. Sus palmas, que tenían siempre un aspecto empolvado, recordaban a un pescado enharinado antes de freírlo. De edad incierta (Bora era lo suficientemente joven como para no saber calcular la edad de cualquiera que fuese mayor que él mismo pero que aún no tuviese canas), el coronel tenía la nariz pequeña; una nariz casi femenina, de orificios amplios; una boca sensible y unos dientes pequeños. Sólo llevaba gafas cuando tenía que leer algo, pero su forma de entrecerrar los ojos daba la impresión de que las necesitase incluso para tareas más sencillas, como mirar a alguien mientras hablaba con él.
Después de una intensa mañana que dedicó a informar a Bora de sus deberes, Hofer se lo llevó aparte junto a la ventana y, durante un tiempo, no dijo nada en absoluto. Absorto, contemplaba la calle, más allá de los arriates, al parecer sin ser consciente de la cercanía de Bora. Al fin, concentró los ojos acuosos y cercados de arrugas sobre el joven.
«Tiene los ojos cansados», pensó Bora, como si no durmiese o durmiese mal; pero lo mismo podía haberse dicho de todos ellos durante las últimas y frenéticas semanas. Sólo que los oficiales jóvenes no aparentaban, y seguramente ni siquiera sentían, el cansancio.
Con algo de envidia, Hofer hacía una comparación similar. Allí estaba Bora a su lado, con el rostro fresco y cuidado, lo suficientemente disciplinado como para no dejar ver su entusiasmo, pero muy entusiasta, como demostraba su expediente. Hofer podía discrepar de su interés y entusiasmo, pero era momento de alentar, no de corregir, esos excesos.
Hofer dijo:
—Capitán, ¿está familiarizado con el fenómeno de los estigmas?
Bora no manifestó sorpresa al oír la pregunta.
—No mucho, señor. —Se esforzó por no mirarlo con extrañeza—. Son heridas como las que recibió Cristo en la cruz. Las tuvieron san Francisco de Asís y otros místicos.
Hofer volvió a examinar la calle.
—Muy cierto. ¿Y sabe cómo las recibieron san Francisco y los demás? —No dio tiempo de contestar a Bora—. Durante el éxtasis. Fue por el éxtasis. —Asintió con la cabeza para sí mismo, mientras que con la uña rascaba una diminuta mota de pintura seca que había sobre el cristal—. Fue por el éxtasis.
Hofer se alejó de la ventana y se encaminó a su despacho. Bora se quedó allí de pie el tiempo suficiente como para echar una mirada a los tejados de las iglesias del casco antiguo, que se alzaban a la izquierda, como los castillos de proa de barcos lejanos, por detrás de los bloques nuevos y anodinos. Justo delante de él, las palomas seguían revoloteando en torno a la iglesia de los dominicos, en busca del lado del tejado donde daba el sol. España, tan sólo seis meses antes, había sido un regocijo de luz intensa y cegadora.
¿Qué tendrían que ver los estigmas con todo aquello?
No volvió a pensar en el tema hasta pasada la hora de almorzar, cuando el coronel volvió a pasarse por su escritorio. Bora había estado familiarizándose con la topografía del sureste de Polonia y se levantó con un lápiz rojo en la mano.
Hofer le quitó el lápiz y lo dejó sobre el escritorio.
—Ya ha leído bastantes mapas por hoy, Bora. Mañana saldrá a patrullar. Su intérprete es Johannes Herwig, un alemán étnico. Le contará el resto una vez en el campo. Es buen hombre, este Hannes… nos conocemos desde hace años. Y ahora, venga. Quiero que me acompañe a la ciudad.
—Iré a por el coche del coronel.
—No. Iremos en el suyo. Quiero que conduzca.
En Nuestra Señora de los Siete Dolores, un olor a moho y a cera flotaba en la sala de espera del convento. La luz entraba por un grupo de tres ventanas alineadas en fila: altas, pequeñas, cuadradas, con alféizares profundos e inclinados desde los cuales no se podía mirar al exterior, ni siquiera poniéndose de puntillas. Había tres puertas, y todas estaban cerradas. El silencio era tan absoluto que Bora sentía la ausencia de todo sonido como un vacío en torno a los oídos.
Sorprendentemente realista sobre una pared lateral sin ningún otro adorno, un Cristo crucificado a tamaño natural colgaba en su agonía, con el torso contorsionado y sangrante y los ojos apartados, ocultando a medias las pupilas de cristal que tenía bajo los párpados. A Bora le recordó a los cadáveres que había visto en la escuela judía y casi esperó ver sangre en el suelo, al pie de la cruz. Pero las baldosas estaban impolutamente limpias, como todo lo demás. Ni marcas en las paredes, ni huellas de dedos ni rayones en el suelo. Y ese olor a moho y a cera.
Mientras esperaba a Hofer, que había desaparecido tras entrar en una de las habitaciones que había a lo largo del pasillo, Bora recorría la estancia. El silencio y el orden que reinaban en la habitación hacían inevitable una comparación con la destrucción y el ruido de las semanas pasadas: aldeas destrozadas, campos que el vehículo dejaba atrás a gran velocidad, desdibujados por el humo y el fuego y el fuego de las armas. Ahora, Bora se daba cuenta de que había sobrevivido a los estragos de las últimas semanas como un autómata, como si se encontrase inmerso en un ímpetu sexual; horrorizado y embriagado a la vez. Por esto le maravillaba aún más la paz estéril de este interior.
Llevaba esperando más de una hora (la luz empezaba a cambiar, se iba volviendo rosada y perdía fuerza en los reducidos ventanucos) cuando se abrió una de las puertas y salió un sacerdote. Sus ojos se encontraron y los dos hombres intercambiaron un cortés aunque evasivo asentimiento de cabeza. El sacerdote llevaba pantalones de clérigo, algo poco usual en un país tan conservador. Pasó junto a Bora, recorrió un pasillo y entró por otra puerta.
Más tarde, una monja se le acercó, deslizándose en silencio, y desapareció. La luz que entraba por las ventanas se volvió lila, mientras que las sombras de última hora de la tarde iban llenando la calle. Bora seguía recorriendo la habitación a pasos lentos, debatiéndose entre sus pensamientos y el aburrimiento. Por fin, el sacerdote volvió a entrar en la sala de espera.
Dijo en inglés:
—El coronel Hofer me ha dicho que habla usted mi idioma.
Bora se giró, rígido.
—Sí.
Y, al reconocer el acento americano, relajó un poco los hombros.
—Me ha enviado a que le haga compañía mientras termina su reunión con la madre Kazimierza.
—Gracias, pero no es necesario.
—Bueno, entonces… puede hacerme compañía usted a mí. —Con una sonrisa amistosa, el sacerdote tomó asiento sobre un banco con patas de león, pero Bora no lo imitó. Se quedó de pie, con las manos detrás de la espalda.
El sacerdote seguía sonriendo. Tendría unos cincuenta y tantos años, calculó Bora, y era de hombros anchos, pies grandes y manos fuertes y pecosas. Tenía los ojos claros y extremadamente vivos. El cuello, observó Bora por el rabillo del ojo, le sobresalía del alzacuellos como un poderoso haz de músculos, como la garganta de un luchador. La combinación de su mirada alerta y su constitución fuerte le recordó las imágenes de santos campesinos y combativos, con la cruz en una mano y la espada en la otra.
El sacerdote le decía, en el tono menos agresivo posible:
—Soy de Chicago, Illinois. En América.
Bora lo miró.
—Sé dónde está Chicago.
—Ah, pero ¿sabe dónde está Bucktown? ¿Y la avenida Milwaukee?
—Por supuesto que no.
—¿«Por supuesto»? ¿Por qué «por supuesto»? —El rostro del sacerdote no perdió su expresión alegre—. Tenga en cuenta que, para la mayoría de mis parroquianos, los puntos de referencia más importantes son precisamente Bucktown y la iglesia de la Trinidad, Six Corner, el recuerdo del padre Leopold Moczygemba…
—¿Me está tomando el pelo? —A pesar de haberle hecho esta pregunta, a Bora empezaba a divertirle lo que le decía el sacerdote.
—No, no. Bueno, lo que quería decir es que… usted y yo estaríamos en guerra si yo fuese británico, pero soy de una nacionalidad no beligerante.
Era cierto. Bora empezaba a relajarse cada vez más. De verdad estaba cansado de esperar y tenía ganas de conversar.
—¿Quién es la madre Kazimierza? —preguntó.
La sonrisa del sacerdote se hizo más amplia.
—Veo que no es católico.
—Soy católico, pero sigo sin saber quién es.
—Matka Kazimierza… bueno, Matka Kazimierza es toda una institución. En toda Polonia la llaman «la abadesa santa». Ha predicho ciertos acontecimientos en sus visiones y, según parece, tiene poderes místicos y curativos. Vaya, si hasta varios de sus comandantes la han visitado ya.
Bora recordó de pronto que Hofer salía temprano de la oficina todas las tardes a la misma hora. ¿Habría estado viniendo a ver a la monja y le daba vergüenza que su chófer lo llevase al convento? Bora contempló largo rato al sacerdote, que, allí sentado, seguía dedicándole una sonrisa felina. No todos los días se encontraba uno con una cara amable en Cracovia. Creyó que había llegado el momento de presentarse.
—Soy el capitán Martin Bora, de Leipzig.
—Y yo, el padre John Malecki. Su Santidad me ha encargado realizar un estudio sobre el fenómeno de la madre Kazimierza.
—¿Qué fenómeno?
—Pues las heridas que tiene en las manos y los pies.
Ajá. Así que ése era el nexo de unión entre los estigmas y lo que le había contado Hofer. Aunque lo cogió de absoluta sorpresa, se limitó a decir:
—Ya veo.
El padre Malecki añadió:
—Llevo seis meses en Cracovia. Por si sentía curiosidad, por eso estaba aquí cuando llegaron ustedes.
Era la manera más escueta de describir la invasión de Polonia que había oído Bora de boca de nadie.
—Sí, padre —contestó, algo divertido—. Sí que llegamos.
Más tarde, Bora se sintió completamente seguro de que el coronel había estado llorando. Hofer tenía los ojos rojos cuando salieron a la calle y, aunque llevaba puesta la gorra con visera, aún se le notaba la cara congestionada. Lacónicamente, indicó que quería volver al cuartel general. Aunque era ya muy tarde, entró directamente en su oficina y cerró con llave.
Bora recogió los papeles para la misión del día siguiente y salió del edificio.
15 de octubre
Los costados recubiertos de barro del cerdo muerto empezaban a atraer racimos verdes de moscas.
En la aislada granja había poca sombra, ya que el mes de septiembre había sido inusualmente seco y las hojas marchitas de los árboles apenas ofrecían protección del sol. Los matojos que flanqueaban los caminos sin pavimentar estaban polvorientos y blanquecinos como si estuvieran cubiertos de nieve; no corría viento, ni pizca de aire. Los soldados de la patrulla se desplegaron en abanico, pestañeando ante el resplandor del mediodía.
Bora volvió al coche e intentó recordarse a sí mismo que esto también formaba parte de la guerra: matar al ganado de los que daban asilo a los desertores y rezagados del ejército polaco. Nada que ver con la excitación de ganar ciudades casa a casa, puerta a puerta. Le parecía que los días de gloria ya habían pasado y que, ahora, todo este asunto de la guerra (un mes más como mucho, sin duda) iba a ir cuesta abajo, tras el júbilo de las tres primeras semanas. Hasta empezaba a preguntarse qué iba a hacer durante el resto de su vida.
En el umbral, la mujer del granjero lloraba, cubriéndose la cara con un delantal. Distraído, Bora escuchó cómo el intérprete le recordaba que en un hogar pobre muy pocas veces se mataba al cerdo. Se inclinó hacia adelante para coger una carpeta del asiento delantero del coche y se giró lentamente hasta quedar frente al hombrecillo que le había asignado Hofer. Como un instructor paciente, señaló a la derecha con un gesto de su mano enguantada, donde, pardos sobre la escasa hierba de una ladera sin árboles, había tirados dos cadáveres.
—No me vengas con ésas, Hannes. Recuerda lo que hay ahí arriba.
Los hombres de Bora habían matado a dos polacos algo más allá de la granja, mientras corrían ladera arriba tras disparar unos cuantos tiros a la patrulla.
Uno de los soldados volvía del árido pastizal que había al norte de la casa tirando de una vaca retinta por la cuerda que llevaba en torno al cuello. Las pezuñas y las botas del militar alzaban una pequeña estela de polvo a su paso, que emborronaba el horizonte montañoso a sus espaldas.
La mujer del granjero oyó el sonido de las pezuñas. Sacó la cara de detrás del delantal y se acercó corriendo, con las manos estiradas, a Bora.
—Nie, nie, panie oficerze!
Bora la apartó de un empujón, molesto. En otras regiones de Polonia mataban a los granjeros. Debería dar gracias de que sólo hubiese recibido estas órdenes.
—Es una buena vaca —añadió Hannes, para enfado de Bora.
Bora se giró hacia el soldado.
—Mátela, soldado.
—Sí, señor. Aunque es una pena.
Bora sacó su Walther y disparó a la vaca en un oído.
—Y ahora, quemen el heno.
Mientras le prendían fuego, Bora se alejó de la era. Estaba crispado, no por los granjeros, sino por sí mismo. Esta misión estaba por debajo de los soldados: por debajo de él, en todo caso; por debajo de soldados como él. Rápidamente subió la ladera hasta el lugar donde se encontraban los cadáveres de los dos soldados polacos.
Aún llevaban puestos los holgados uniformes color tierra del ejército polaco, pero iban descalzos. ¿Habrían tirado las botas, que seguramente no eran de su talla, para facilitar su huida? Eso pensó Bora, al ver lo amoratados y comprimidos que tenían los dedos de los pies. Sobre los rostros alargados y demacrados de los hombres se congregaban las moscas, y sus ojos pálidos parecían contener un agua turbia. Los distintivos de tela azules que llevaban en los cuellos los identificaban como soldados de infantería.
Bora se agachó para registrarles las guerreras en busca de papeles. No manipulaba cadáveres desde sus días de voluntario en España: la pasada y victoriosa primavera de Teruel. El peso y la frialdad de la muerte volvieron a sorprenderlo. Las moscas se apartaron de las ropas ensangrentadas y, poco después, volvieron a posarse. A lo lejos, se oían disparos de artillería, provenientes tal vez de Chrzanów. «Hace calor —pensó—. Hace calor y estos hombres ni lo notan, igual que no volverán a sentir nada, hasta que los alce Dios».
Bora no encontró ni chapas identificativas ni documentos. Seguramente se habrían deshecho de ellos por el camino. Pero uno de los hombres llevaba una fotografía doblada en el bolsillo del pecho. Cuando Bora la sacó y la desplegó, se partió por la mitad.
Por la firma, se dio cuenta de que era un retrato en blanco y negro de la madre Kazimierza, de pie y con las manos unidas en una plegaria. Unos vendajes le envolvían las manos y, a través de las compresas de gasa, se adivinaban unas manchas oscuras. En la esquina superior derecha, un rudimentario fotomontaje mostraba el grabado de un corazón coronado por una llama. Una corona de espinas oprimía el corazón, y éste derramaba gotas de sangre. Sobre el corazón había una corona, de la cual se alzaba una lengua de fuego. Las letras L. C. A. N. estaban impresas en semicírculo sobre la llama. Bora examinó el dorso de la fotografía y leyó que las letras querían decir Lumen Christi, Adiuva Nos.
«Luz de Cristo, socórrenos». Eso decían. De mucho le había servido al hombre que la llevaba.
Lo sobresaltaron unos disparos de fusil al pie de la ladera, pero no era más que un soldado que disparaba al aire para alejar a la mujer del montón de heno en llamas. Bora se levantó, guardó la fotografía en el maletín y bajó la ladera.
«Luz de Cristo». Increíble.
No había hecho más que llegar a la era cuando una ráfaga potente y cercana de fuego de subfusil hizo dispersarse a los soldados. El propio Bora intentó esquivar no sabía qué, porque el humo proveniente del montón de heno le impedía ver con claridad.
—¡Cuidado! —gritó un soldado, y no transcurrieron más que segundos, o fracciones de segundos: los disparos, el humo, el intento de esquivar no sabía qué, el grito del soldado. De repente, Bora distinguió la figura fantasmal de un hombre que surgía de entre el humo y disparó.
—¡Disparen! —gritó—. ¡Soldados, disparen!
Como un fantasma, el hombre armado se giró hacia él entre las llamas del montón de heno, que empezaba a desmoronarse, pero Bora fue más rápido. Fue incluso más rápido que sus soldados. Disparó al humo dos, tres veces más.
El subfusil soltó una última ráfaga, esta vez en dirección al cielo. El hombre se desplomó de rodillas como si lo hubiese derribado un gran peso y se dejó caer sobre la cuna perfumada del heno ardiendo.
Con el brazo derecho aún extendido, Bora soltó el gatillo.
—¡Casi nos mata! ¿No lo visteis venir? —Estaba enfadado con sus hombres pero, por lo demás, el peligro lo había devuelto a un estado de férreo autocontrol. Hasta se sentía mejor por lo ocurrido, como si la misión que le habían encomendado cumplir en esa granja de alguna manera se viese redimida por el riesgo—. Comprobad los otros montones —ordenó, y, durante los siguientes cinco minutos, supervisó de cerca cómo los soldados clavaban las bayonetas en el heno humeante.
La mujer del granjero, agachada en el umbral, seguía llorando en voz alta. Con la cabeza enterrada en el pliegue que formaban sus brazos, el montón desconsolado de ropa se estremecía de miedo y de pena.
—Hannes, dígale que cierre la boca de una vez —dijo Bora. Le dio la espalda mientras los soldados iban a hurgar en el profundo canal que había tras del granero y detrás de y entre una pila de estiércol, persiguiendo tábanos.
En el cuartel general de Cracovia, el coronel Hofer tenía dolor de cabeza. Escondió la carta que había recibido de casa bajo una ordenada pila de mapas para no sentirse tentado a leerla otra vez, cuando no le hacía bien. Una y otra vez, sus ojos iban hacia el reloj de pared. Se le vino a la boca el sabor del resentimiento al pensar que el general Blaskowitz iba a visitarlo esa tarde a las cuatro, cuando la abadesa le había concedido una cita para las cuatro y media.
En vano había intentado negociar la hora con el ayudante de Blaskowitz, que le había informado de que era posible que el comandante en jefe fuera a pasar toda la tarde en Cracovia.
—Debe rezar mucho —le había advertido la madre Kazimierza el día anterior, con su alemán literal, aprendido de los libros—. Su mujer debe rezar mucho más de lo que reza. ¿Cómo va a escucharlos Cristo si no rezan? Tan sólo la plegaria ininterrumpida abre las puertas a Dios.
Hofer metió la mano en el primer cajón de su escritorio, donde un librito sobre ejercicios espirituales escrito por la abadesa, que de nada le servía en polaco, contenía como marca páginas un pequeño cuadrado de gasa recubierto de plástico transparente. En el centro de la gasa había una mancha de sangre perfectamente redonda.
Hofer sintió ganas de llorar de frustración.
—Sólo podrá venir a verme a lo largo de la semana que viene y, después, se acabó —le había dicho la madre Kazimierza al salir el día anterior.
Se le encogió el corazón al oír estas palabras.
—¿Por qué sólo una semana más? —le preguntó, casi en un grito—. Necesito sus plegarias… ¿por qué sólo una semana más?
La monja no quiso decir nada más.
—Laudetur Jesus Christus.
Con un gesto, indicó a la hermana Irenka que acompañase al visitante hasta la salida y Hofer había tenido que marcharse. Suspiró profundamente al recordarlo y los ojos se le llenaron de lágrimas. Cada vez se le hacía más difícil ocultar sus emociones. Por suerte, el capitán Bora era ingenuo y no había notado nada.
Como la mayoría de los hombres de su generación política, era difícil definir a Bora, pero al menos tenía una cierta solidez tradicional, una fiabilidad que poco tenía que ver con la pertenencia al partido. Sabía guardar un secreto. El único problema con Bora, pensó Hofer con melancolía, era que la fortuna lo había tratado bien.
En el campo, el olor de la carne achicharrada emanaba del montón de heno, donde las llamas seguían encendidas y el núcleo fermentado de las balas ardía sin llamas en torno al cuerpo en montones negros y compactos, como turba.
Bora levantó los ojos del mapa y gritó a los soldados que estaban en cuclillas cerca del umbral de la granja.
—¡Por el amor de Dios, sáquenlo de ahí! ¿No se dan cuenta de que el pobre bastardo está empezando a cocerse?
16 de octubre
Bora no volvió a Cracovia hasta el lunes. Se reunió con Retz en el cuartel general del ejército. Retz trabajaba para el servicio de intendencia y en ese momento maldecía por teléfono porque un envío de sábanas se había retrasado. Al final del día volvieron juntos a su apartamento.
Éste se encontraba en una casa señorial de tres pisos en la calle Podzamcze, justo debajo del formidable bastión del Castillo de Wawel. Sobre el estuco amarillo claro destacaban las contraventanas y los balcones de hierro colado recién pintados, y, según pudo ver Bora, un estrecho jardín de plantas perennes se extendía a lo largo de la parte trasera del edificio.
Siguió a Retz, que subió dos tramos de escaleras, hasta llegar a una puerta que el mayor abrió para revelar un elegante interior.
—Menuda suerte hemos tenido de que nos hayan alojado aquí —dijo Retz en tono despectivo, mientras retiraba la llave de la cerradura con un tirón malhumorado. De camino a la casa habían estado hablando del coronel Hofer, pero ahora el mero hecho de entrar en el apartamento pareció resucitar el desdén que sentía por el alojamiento que les habían asignado. Retz entró por delante de Bora y añadió:
»¿Ha visto lo que hay fuera, sobre el quicio de la puerta? —Se refería a un pequeño contenedor metálico medio roto que ya había llamado la atención de Bora. Daba la impresión de que alguien lo hubiese abierto con la punta de un cuchillo y en ese momento no parecía más que metal desgarrado—. ¿Sabe qué se supone que es?
Bora le dijo que creía saberlo.
—¿Pero sabe qué quiere decir?
Bora apartó la mirada de la jamba.
—Creo que se llama mezuzá. Normalmente, contiene un texto sagrado.
Retz se quitó el cinturón y la pistolera y los tiró sobre una silla.
—Si no fuera porque el apartamento está tan bien equipado, con ese trasto bastaría para pedir que nos alojasen en otro sitio, como se lo digo.
Bora todavía no había cruzado el umbral. Vio que, aunque habían arrancado la placa de latón con el nombre de la puerta, el apellido que había grabado bajo el timbre eléctrico seguía estando legible. Era un nombre judío.
Retz había entrado en el baño. A través de la puerta entornada se oía el sonido de la orina al caer en la taza. Llamó a Bora por encima del ruido del agua.
—Eche un vistazo: su dormitorio está en la parte de atrás.
Bora se quitó la gorra. A diferencia de Retz, era la primera vez que entraba en su alojamiento. Examinó la habitación que tenía justo delante, un salón con el suelo cubierto de alfombras donde vio el extremo reluciente de un piano de cola. Pronto se encontró de pie ante éste, ejercitando sus ágiles dedos sobre las teclas. Retz se unió a él, sin prisas.
—Bueno, lo que le decía de Hofer: ¿se ha pasado una semana llevándolo de acá para allá y no sabía que su hijo tiene prácticamente un pie en la tumba? Padece una enfermedad grave y sólo tiene cuatro o cinco años. Se casó tarde, tuvo al hijo tarde… su único hijo. El viejo lleva un año fuera de sí. Los médicos le han dicho que no pueden hacer nada, así que vive al día, como un prisionero en el corredor de la muerte. —Con una sonrisa de suficiencia, Retz se apoyó sobre el reluciente quicio de la puerta del salón—. Bueno, ya veo que usted no va a tener problema en acostumbrarse a una casa judía. —Observó cómo Bora ojeaba con interés una pila de partituras—. ¿Por qué no toca alguna cosa? ¿Se sabe alguna de las canciones de cabaré de Zarah Leander?
20 de octubre
La voz de la abadesa se oía con claridad a través de la puerta. Sin duda, se dirigía a una de las hermanas, porque Bora reconoció la palabra polaca Siostra. Hofer estaba de pie a dos pasos de él en el pasillo del convento, con la cara completamente pálida. La temperatura del día de finales de octubre no justificaba la fina capa de sudor que le cubría la frente con entradas. Las paredes exteriores del convento eran macizas y conseguían aislarlo tanto del frío como del calor. Aunque no es que hiciese calor. Cuando Hofer se examinó, nervioso, los botones de la guerrera, Bora vio que le temblaban las manos.
Por ese nerviosismo y porque los días de sol parecían ser escasos en Cracovia, Bora habría preferido estar al aire libre. Esforzándose por no demostrar contrariedad, alzó los ojos hasta el ventanuco más cercano, por el que se veía el cielo y que se recortaba como un retal dorado sobre la pared desnuda. La abadesa los estaba haciendo esperar. Afuera, el aire debía de estar fresco y limpio, con luz de sobra para ir en coche al río tras pasar por la iglesia de Paulina, o más allá del puente en dirección a Wieliczka, algo que hasta el momento no había tenido tiempo de hacer. Se imaginó caminando bajo los tiernos rayos oblicuos del sol, a través de las antiquísimas calles.
Hofer se dirigió a él en tono severo, con una repentina tensión en la voz, como si pudiera mostrarse aún más duro pero hubiese optado por contenerse.
—No tiene usted ni una preocupación en el mundo, ¿no es así?
Sus palabras desconcertaron a Bora. Había intentado disimular que estaba distraído y se sintió avergonzado. Tras apartar la vista de la ventana, un cuadrado verdoso siguió flotando ante sus ojos, después de haber mirado fijamente el ventanuco iluminado.
—Lo siento, coronel.
—No es eso lo que le he preguntado.
—No, señor. —Bora oyó una orden imperiosa de la abadesa más allá de la puerta cerrada, pero no dejó de mirar el rostro resentido de Hofer—. Tengo responsabilidades —dijo—. Y echo de menos mi hogar.
—No tiene responsabilidades. —Hofer lo dijo como si fuese culpa de Bora, con una amargura teñida de envidia. Miró el reloj, dio un paso rígido hacia adelante y volvió a quedarse completamente inmóvil, inmóvil y tenso como un paciente que espera el veredicto en la consulta de un médico—. ¿Cuánto cree que va a durar?
Bora sabía muy bien a qué se refería Hofer.
—No me cabe duda de que la vida nos pone a prueba a todos, antes o después.
—¿Antes o después? Antes de lo que piensa, de eso puede estar seguro. —Sobre la puerta colgaba una litografía enmarcada de Adán y Eva en el jardín del edén y Hofer la señaló con la cabeza—. Ése de ahí arriba es usted.
Cortés, Bora se giró hacia la imagen. Una oportuna rama arqueada ocultaba la desnudez de Adán. Se lo veía imperturbable, con los ojos muy abiertos, un gañán con buena planta al que una Eva seductora presentaba una manzana roja muy pequeña.
—Esta guerra va a ser la Eva que lo tiente con su manzana, capitán.
—Supongo. Aunque sigo pensando que tengo elección…
—Oh, la morderá. No se crea superior: cuando se la ofrezcan, se la tragará de un solo bocado.
El giro silencioso del picaporte se vio seguido por un crujido del hábito blanco y negro y una monja de rostro poco agraciado entreabrió la puerta justo lo suficiente para mirar al exterior.
—Pulkownike Hofer. —Invitó a entrar al coronel—. Por favor. La abadesa está dispuesta a recibirlo.
—Espere en la otra habitación. —Hofer le escupió las palabras a Bora. Mientras entraba, por entre el amplio arco que describió la puerta al cerrarse, Bora vio a otra mujer en perfil de tres cuartos: una monja alta, almidonada y majestuosa, cuyos ojos le dedicaron una mirada fría. Entonces, la puerta se cerró, como una negación.
Mientras volvía a la sala de espera escoltado por una monja que parecía haberse materializado de la nada, Bora prestó más atención a las escasas imágenes que había sobre las paredes, que destacaban sobre la claridad proveniente de las ventanas perfectamente limpias y sin cortinas que había a lo largo del pasillo. En un giro del corredor, una colorida estatua de escayola de Nuestra Señora de Lourdes se alzaba sobre un pedestal de madera cubierto con un paño. A pesar de la solidez del edificio, cuando Bora pasó junto a la estatua, los pasos de sus pies, enfundados en las pesadas botas, hicieron temblar y tintinear las estrellas metálicas que tenía en torno a la aureola.
Aunque había venido al convento todos los días que había pasado en Cracovia durante la semana pasada, Bora seguía sin hacerse una idea de dónde estaba cada cosa. Parecía haber habitaciones por todas partes; estrechos pasillos y escalones que llevaban al confundido visitante hacia arriba o hacia abajo, así que uno se sentía agradecido por la presencia silenciosa y deslizante de la monja que guiaba sus pasos.
21 de octubre
—Era el polvo con más clase de toda Polonia —recordó Retz, después del trabajo, por encima del vaso de licor inclinado hacia adelante. Con los ojos fijos en la revista sobre teatro de hacía quince años que había desplegado sobre la mesa de centro de su apartamento, añadió—: Uno no sabe lo que es la clase y la tenacidad hasta que no la ve a ella. Mire.
Bora miró. Por lo visto, en la década de los años veinte, los críticos estaban locos por Ewa Kowalska. De las palabras impresas que conocía de la revista polaca, Bora entendió que su interpretación de Nora en Casa de muñecas no tenía rival y que a los hombres les había encantado en Así es, de Pirandello. Demostraba fuerza, técnica, confianza, encanto, etcétera. Prometía ser una Sarah Bernhardt y una Eleonora Duse polaca, todo en uno.
Por lo que Bora había oído decir en otras partes, menos de veinte años después, parecía que Ewa Kowalska no había sabido cumplir con las expectativas. No se había adaptado bien a los cambios que se habían producido en el estilo y la interpretación y al final se había retirado de la escena teatral de Varsovia. Aunque en los escenarios de provincias seguía representando el papel de prima donna, seguramente sólo volvía a estar en boga en Cracovia por la guerra. Complementaba sus ingresos realizando traducciones del francés como segunda ocupación, pero, en general, los oficiales decían que su piso en Swiety Krzyzka seguía siendo acogedor en invierno y estaba decorado con flores recién cortadas en verano.
Bora escuchó lo que le decía el mayor Retz y sintió verdadera curiosidad por conocerla.
—No creo que se interese demasiado por alguien de su edad. —Retz desechó su interés.
Bora se negó a defenderse. Tras ver el extraño despliegue de frascos y manchas sobre el lavabo, había llegado a la conclusión de que Retz se teñía el pelo para aparentar menos edad, así que decidió no añadir nada que pudiera interpretarse como un deseo de competir con él en cuestión de mujeres.
Retz dijo, sirviéndose otro vaso:
—Voy a verme con Frau Kowalska aquí en el piso el sábado que viene, Bora, así que asegúrese de volver muy tarde esa noche.
—¿A qué hora, mayor?
—Oh, qué sé yo. A las dos o las tres de la mañana. —Retz le dedicó una sonrisa cómplice—. Hace veintiún años que no la veo.
La falta de respuesta de Bora sugería alguna duda no expresada por parte del hombre más joven. Retz se dio cuenta y añadió:
—Le devolveré el favor, no se preocupe.
—No tengo inconveniente en volver tarde, mayor. Lo que me preocupa es la seguridad.
—¿La seguridad?
—La confraternización.
Retz se echó a reír. Con al menos cuarenta y cinco años, de complexión fuerte, era guapo de una manera tosca y pecaba de exceso de confianza, según comprobó Bora en ese momento.
—¿Por llevarme a la cama a una polaca? Relájese, capitán. Sé lo que es confraternizar, no necesito que me lo recuerde el servicio de inteligencia. —Después de terminarse la copa de un trago, Retz guardó las gafas y volvió a poner el corcho en la botella de brandy—. Por cierto, ¿qué tal le va con el polaco?
—No muy bien. Sólo conozco unas cuantas frases.
—Bueno, pues ya lo habla mejor que yo. Llame a este número y conciérteme una cita con el doctor Franz Margolin. Por supuesto, «sé que es judío», ¿qué se cree? Ahora que han vuelto a traerlos a Polonia a él y a los de su clase, pienso aprovecharme. Judío o no judío, antes era el mejor dentista de Postdam.
—Entonces, ¿no hablará alemán?
—Si lo hablase no se lo pediría, ¿verdad? Lo que habla es polaco. A no ser que hable mejor yidis que polaco, diríjase a él en esa lengua. Dígale que tengo una o dos caries de las que debe encargarse.
Bora no tenía ni idea de cómo se diría «caries» en polaco. Marcó el número de la operadora y se las apañó para preguntar por la consulta del dentista. El teléfono sonó durante largo rato sin que nadie lo cogiese. Bora estaba a punto de colgar cuando, por fin, respondió una voz de mujer.
—Margolin? Jego niema w domu. Kiedy on wraca? Nie, nie moge odpowiedzéc na to pytanie. Nie wiem kiedy.
—Nie rozumien —contestó Bora, porque no había entendido ni palabra, excepto que Margolin no estaba en casa. Tras diez minutos de explicaciones mutuas, Bora se dio cuenta de que no iba a volver ni a su casa ni a la consulta. Nunca más.
—Menuda suerte tengo. —Retz se dio una palmada en la rodilla, decepcionado—. Ahora tendré que ir a uno de nuestros matasanos militares. ¿Se da cuenta de lo molesto que es andar por ahí con dos caries?
Bora, que no tenía caries, creyó que no era el momento de mencionarlo.
23 de octubre
En su habitación alquilada de la calle Karmelicka, el padre Malecki se despertó de su siesta de media tarde con la vaga intranquilidad de que no debía haberse quedado dormido. Con el corazón latiéndole con fuerza, abrió los ojos y los fijó sobre el rectángulo verde a rayas de la ventana cubierta por la contraventana y, por la cantidad de luz que se filtraba a través de las láminas, supo que eran más de las cuatro.
Conteniendo la respiración, intentó controlar las palpitaciones que sentía en el pecho. No era propio de él despertarse bañado en sudor frío, sobre todo cuando ni siquiera había tenido una pesadilla. Se incorporó y alargó el brazo en busca de su reloj de pulsera, que estaba sobre la mesita de noche.
Las cuatro y treinta cinco. Bostezó, se deslizó la pulsera de metal en torno a la muñeca y se desperezó. ¿Por qué le daba la impresión de llegar tarde a alguna cita? No tenía gran cosa que hacer hasta última hora de la tarde, cuando pensaba reunirse con las hermanas para las vísperas en el convento.
Esa punzada de nerviosismo no tenía razón de ser. Malecki bebió un sorbo de agua para humedecerse la boca seca. No se sentía tan incómodo desde la llegada de los alemanes a Polonia. Por supuesto, las noticias del día a día lo dejaban triste y horrorizado, impotente ante el exceso de violencia, pero la angustia que sentía no se debía al sufrimiento de terceras personas.
La habitación estaba en silencio. El tictac de un reloj al otro lado de la puerta fue lo único que rompió el silencio hasta que Malecki se levantó de la cama y los muelles gimieron bajo el colchón. Ya no le latía aceleradamente el corazón. Tal vez fuese cuestión de dejar el café o volver a fumar una marca decente de cigarrillos americanos, si los encontraba en el mercado.
Fue a abrir la ventana y observó la callejuela antigua y estrecha. No había tráfico. Un camión del ejército alemán se acercaba lentamente desde el centro de la ciudad. Malecki le dio la espalda al alféizar, con el ceño fruncido. De nada servía echar la culpa al café o a los cigarrillos. La ansiedad seguía ahí, incómodamente alojada en la boca del estómago.
Sobre el sillón, como sobre el regazo de una señora gruesa, yacían, sin vida, sus vestiduras de clérigo. Se las puso y empezó a abotonárselas. Se le vino a la mente la idea de llamar al convento y en seguida la descartó. ¿Cómo se le habría ocurrido siquiera? Allí no había teléfono y, además, no tenía nada que contarles a las hermanas.
Agitadas por el movimiento de las tropas, unas cuantas motas de polvo danzaban a su alrededor en los rayos de luz que seccionaban su habitación.
Se sentó frente al estrecho escritorio que había junto a la cama e intentó leer su breviario. Las palabras saltaban de acá para allá bajo sus ojos y las líneas se confundían, así que cerró el libro. Después empezó a escribirle una carta a su hermana, en Carbondale, pero no llegó ni a la mitad. Por fin, abrió la puerta de su habitación y llamó en voz alta a la casera.
—Pana Klara, ¿han dicho algo interesante en las noticias?
Justo en ese momento, en el extremo este del casco antiguo, Bora se dio cuenta de que iba a tener problemas para aparcar frente al convento. Apenas se había detenido junto al bordillo para que Hofer bajara del vehículo cuando un creciente estrépito de motores y cadenas de acero invadió el otro lado de la calle. Con el motor aún en marcha, sacó la cabeza por la ventanilla para echar un vistazo.
Tanques. ¿Quién podía ser tan estúpido como para hacer una cosa así? En esa calle tan estrecha no había espacio para que maniobraran los tanques. Aun así, creando un estruendo sordo y discordante sobre los adoquines, los panzers se acercaban pesadamente hacia él desde la curva que tenía delante, donde la escalinata frontal de una iglesia jesuita reducía aún más la acera. Como dinosaurios, emergieron envueltos en un hedor a combustible, haciendo estremecerse las farolas y las ventanas y el retrovisor del coche de Bora. Siguiendo el razonamiento necio que les había hecho elegir esa ruta, seguían avanzando, ciegos y sordos como parecen estar todas las máquinas cuando no vemos a sus conductores; aparentemente inconscientes de que la pronunciada esquina que tenían delante iba a plantearles un obstáculo.
Prudente, Bora se subió a la acera con el coche y, durante los siguientes cinco minutos, formó parte, tanto como los propios tanques, de las maniobras ensordecedoras de marcha atrás que realizaron éstos para pasar por la estrecha callejuela.
El último y voluminoso vehículo seguía rascando la esquina con su flanco de mamut cuando, inesperadamente, Hofer salió tambaleándose de la puerta del convento. Al verlo vacilar sobre la acera, Bora bajó corriendo del vehículo, seguro de que se había producido un ataque partisano. Para cuando Hofer, con la cara grisácea, consiguió hacer un gesto frenético pidiendo ayuda, Bora ya estaba a su lado. Con la pistola en la mano, separó las piernas, adoptó una postura protectora y se giró hacia la calle como si el peligro invisible proviniese de allí.
—¡Dentro… dentro! —La voz sofocada de Hofer se las apañó por fin para salir de la caverna de su boca. Bruscamente, empujó al joven hacia el vestíbulo en penumbra, haciéndolo pasar en primer lugar.
Por un momento, a Bora le pareció que unos fantasmas etéreos envueltos en largos ropajes que no paraban de gemir se arremolinaban a su alrededor. Entonces se dio cuenta de que eran las monjas, que susurraban y sollozaban en su lenguaje incomprensible.
Hofer no dejaba de empujarlo y, a la carrera, cruzaron las austeras habitaciones, dejando atrás crucifijos negros, mesas alargadas, ropa almidonada, sillas, un pasillo, escalones, hasta percibir un fogonazo verde de luz y el olor de la tierra mojada.
Se encontraban al borde del claustro. Sobre sus cabezas se abría un cielo nublado perfectamente cuadrado, y los distintos verdes de los pequeños árboles y las plantas en sus macetas les dificultaban la vista a todos los lados del cuadrado.
—¡Mire, Bora!
La madre Kazimierza estaba tumbada boca abajo junto al pozo, en el centro pavimentado del jardín, con los brazos extendidos hacia los lados y la cara apartada de los dos hombres. Se le veía parte de la toca blanca. Ésta, junto con el hábito negro que le envolvía las piernas, la hacía parecer una golondrina extraña y enorme que hubiese caído desde gran altura.
De debajo de su alto cuerpo, una línea roja, comparable a un hilo, serpenteaba por la lechada que unía las baldosas hasta alcanzar el borde de la zona pavimentada. La cinta larga y sinuosa parecía tender los brazos a los hombres y mujeres que se mantenían a distancia. Más allá del borde de baldosas la había absorbido la tierra húmeda, como un río que desaparece engullido por la tierra porosa.
Bora bajó la pistola.
A su izquierda, cubriéndose la boca con ambas manos, una de las novicias jóvenes empezaba a temblar violentamente, pero no conseguía romper a llorar. Cuando una ráfaga de viento anormalmente frío para la época del año barrió el claustro, una lluvia de hojas amarillas y redondas, no mayores que monedas, empezó a caer de los árboles que había en el exterior. No se escuchó ningún sonido coherente proveniente del grupo que observaba la escena hasta que Hofer tartamudeó para sí mismo, con los ojos vidriosos:
—Muerta, está muerta… la santa está muerta.
Bora siguió con los ojos el rastro de sangre hasta el borde como de encaje que formaba a sus pies. Lo mismo le había pasado en Aragón, hacía dos veranos. La tierra se la había bebido toda, pero unas diminutas hormigas negras se aproximaban a toda prisa y, caminando hacia adelante y hacia atrás, examinaban la orilla de lo que, para su tamaño infinitesimal, debía ser un río alimenticio que empezaba a secarse.