Cuando el Pentágono descubre que una boya de emergencia de un submarino nuclear está cantando hasta desgañitarse en alguna parte, la burocracia se sacude y descubre, como un oso saliendo de su hibernación, que en realidad es capaz de moverse rápido. Esto es en parte con la esperanza de que, actuando rápidamente, los hombres puedan ser salvados. Pero, en la fría realidad de la estrategia nuclear, la pérdida de unos hombres no es ni la mitad de dañina para los Estados Unidos como la pérdida de los libros de claves y la inteligencia electrónica, las ojivas de combate y los sistemas de guía. Incluso un submarino muerto es una presa lo bastante codiciada como para que el presunto enemigo haga todo lo posible por echarle las manos encima. Así que, siga o no respirando su tripulación, el submarino tiene que ser hallado y protegido mientras la situación es evaluada y se toman nuevas decisiones.
A los quince minutos de la primera señal de la boya, un buque con capacidad de rastreo submarino fue enviado desde GITMO —la base en Guantánamo—, junto con los suficientes buques de escolta como para asegurar el emplazamiento contra cualquier observación e interferencia enemigas. Tomó su tiempo llegar hasta el Montana, puesto que el grupo tenía que fingir que se encaminaba hacia otro lugar, para evitar el reconocimiento cubano. Una vez llegaron allí, sin embargo, hicieron su trabajo rápido y bien. El buque rastreador efectuó varias pasadas, sin que sus cámaras y su sonar dejaran de funcionar ni un solo momento; cuando hubo terminado, los militares fueron capaces de unir en una sola imagen el mosaico fotográfico del Montana.
El submarino fue localizado a seiscientos treinta metros, descansando de costado en un estrecho reborde en la pared de la fosa Caimán. El casco se hallaba evidentemente roto; los militares sabían que no había ninguna posibilidad, a aquella profundidad, de que nadie hubiera sobrevivido más allá de unos pocos minutos. No dijeron nada de eso a ninguno de los civiles, por supuesto…, los oficiales del gobierno actuarían mucho más rápidamente si creían que podía haber vidas que salvar, pese a que los libros de claves y las ojivas de combate requerían una mayor urgencia.
Inmediatamente se habló de volver a poner en servicio el viejo Glomar Explorer. La enorme grúa flotante de la Hughes Corporation que era el buque había alzado los restos de un submarino soviético de las profundidades del Pacífico hacía más de una década. Desde entonces el gobierno no había podido volver a usarlo: la operación de camuflaje como una operación de salvamento comercial había sido puesta al descubierto por la prensa, y desde entonces cada vez que el Glomar iba a algún lado, todo el mundo suponía que en realidad se trataba de una operación militar o de la CIA. Pero, de una forma encubierta o no encubierta, el Glomar podía realizar el trabajo. El problema estribaba en que se hallaba en la Costa Oeste. Se necesitarían meses para equiparlo y traerlo hasta allí. No era de esperar que los rusos se quedaran simplemente sentados y aguardaran educadamente hasta que los Estados Unidos terminaran con todos sus esfuerzos de rescatar el Montana. Había que hacer algo inmediatamente para asegurar el contenido más comprometido del submarino.
La Marina poseía vehículos de rescate de gran profundidad, los deep-sumergence rescue vehicles, los DSRVs, vehículos de rescate de grandes profundidades diseñados para esos trabajos. El problema era que las imágenes compuestas mostraban que el Montana había rodado sobre sí mismo, y ahora estaba inclinado más de cuarenta y cinco grados, lo cual impediría a un DSRV sujetar apropiadamente el casco. Pero, aunque la Marina pudiera improvisar alguna forma de utilizarlos, los DSRVs simplemente no estaban disponibles. El de Norfolk se hallaba en el dique seco, sometido a reparaciones a raíz de un pequeño percance de entrenamiento. El de San Diego no podía llegar allí a tiempo, no con el huracán Frederick acercándose al lugar donde yacía el Montana. En un plazo de veinticuatro horas el grupo de la Marina que protegía el lugar debería dispersarse lo que durara la tormenta…, llevándose cualquier DSRV consigo.
Para complicarlo todo estaba el hecho de que nadie podía adivinar por qué se había hundido el submarino. ¿Había sido un ataque enemigo? No se sabía que hubiera ningún submarino enemigo por la zona…, pero se había producido un destello de luz y calor en el más reciente satélite espía soviético sólo unos minutos antes de que la boya del Montana enviara su señal. ¿Era posible que hubiera alguna conexión? El satélite se hallaba en una órbita polar, y en el momento en que destelló estaba directamente sobre Venezuela…, lo bastante cerca, en términos globales, como para que hubiera podido hacerle algo al Montana.
—¿Hacer qué? —preguntó el Presidente—. ¿Un satélite asesino de submarinos? Si eso es posible, ¿por qué nosotros no estamos desarrollando el proyecto? Espero no sonar combativo, pero el senador Nunn va a hacerme esa pregunta, y será mejor que conozca la respuesta.
—No creemos que esto sea posible —dijo el portavoz de la Junta de Jefes—. Pero tampoco sabemos que sea imposible.
—Es una coincidencia —dijo el jefe de la CIA—. No hay ninguna conexión plausible entre el estallido de luz y calor del SL-420 y el hundimiento del Montana.
—No saben ustedes más que nosotros —dijo el secretario de Defensa—. Por todo lo que saben, los rusos nos están observando y riéndose. Pueden haberlo programado todo de tal modo que el huracán nos eche de allí mañana.
—Si lo han hecho así —indicó el Presidente—, eso significa que pueden rastrear a los submarinos desde el espacio. —Esa observación fue seguida por un pesado silencio. Todos sabían que aquélla sería una situación intolerable, que conduciría a la decisión más difícil para un Presidente desde que Harry Truman tuvo que decidir acerca de dejar caer una bomba-A sobre el Japón. Sólo que, esta vez, el otro lado no se pondría panza arriba y se haría el muerto.
—Lo que importa ahora —dijo el jefe de la Marina— es que no tenemos la capacidad de enviar nada allí que pueda ayudarnos a conseguir una minimalización de los daños antes de la tormenta.
—Una minimalización de los daños, ¿en qué consiste? —preguntó el Presidente.
—En la Fase Uno —dijo el jefe de la Marina—, extraer los libros de claves, la inteligencia electrónica, los sistemas de guía, y cualquier otra información acerca de lo que ha causado la pérdida del submarino.
—Y, por supuesto, el rescate de los supervivientes —señaló el Presidente.
—Eso no hace falta mencionarlo —dijo con rapidez el jefe de la Marina—. Cuando hayamos limpiado el submarino, o bien aseguramos la zona hasta que podamos llevarlo a la superficie, o, si parece que los rusos han imaginado lo que estamos haciendo y planean interferir de una forma sustancial, pasar a la Fase Dos, o a la Tres si es necesario.
—¿Que son?
—Prepararnos para hacerlo saltar del reborde donde se halla ahora y dejar que la fosa Caimán se ocupe de la seguridad de lo que queda.
—Pero no podemos hacer nada de ello. ¿Es esto lo que me está diciendo?
—Le estoy diciendo que no podemos emplear nuestros propios activos ahí abajo antes de la tormenta.
—¿Cuáles son los activos que tiene usted en mente? —preguntó el jefe de la CIA. Él no sabía que hubiera ninguna potencia extranjera en la zona que dispusiera del equipo necesario para hacer el trabajo, y sería una auténtica bofetada en pleno rostro si la inteligencia militar había descubierto esa información cuando la CIA no había podido hacerlo.
—Activos norteamericanos —dijo el jefe de la Marina, desahogando su mente—. Unos activos civiles, por supuesto. La Benthic Petroleum está llevando a cabo una operación experimental de perforación submarina a treinta y cinco kilómetros del lugar. Podemos traerla bajo la tormenta, situar un equipo de SEALs a bordo, y ellos podrán asegurar y limpiar el Montana antes de que el huracán haya pasado.
—Tenía entendido que la Deepcore necesitaba un cordón umbilical —dijo el jefe de la CIA. Era su forma de dejar saber a los demás que él estaba al corriente de todo lo relativo a la estación experimental de perforación submarina de la Benthic—. El Benthic Explorer es el buque madre, ¿no? No podemos esperar que se sitúe debajo de un huracán, ¿no creen?
—El cordón umbilical es lo suficientemente flexible y mucho más fuerte de lo normalmente necesario —indicó el jefe de la Marina—. Y el Benthic Explorer está diseñado para resistir mares bastante malos. Pero…
—Nada puede permanecer inmóvil en el agua durante un huracán —dijo el Presidente. Había servido en un portaaviones en su juventud, y había seguido navegando toda su vida durante los veranos…, sabía lo que se podía y lo que no se podía hacer en el agua.
—Correcto —dijo el jefe de la Marina. Iba a señalar precisamente este punto, pero era mucho mejor que el Presidente lo hubiera indicado antes—. El diseñador previó eso. Si las cosas se ponen realmente mal, la Deepcore puede soltarse de su cordón umbilical y sobrevivir por sus propios medios durante cuatro días mientras el Explorer se aleja del camino del huracán y luego vuelve una vez éste haya pasado. No es que a ninguno de nosotros nos gustara estar a bordo del Explorer mañana, con el agitado mar en el que tendrá que navegar, pero esas compañías no pueden permitir que sus beneficios dependan de equipos que no puedan enfrentarse a la estación de los huracanes en el Golfo.
—La auténtica pregunta —dijo el secretario de Defensa— es si la Benthic estará dispuesta a dejarnos usar su equipo.
—Lo hará —dijo el Presidente—. Yo me ocuparé de eso.
—¿Cree que esos bastardos de las compañías petroleras son tan patriotas que responderán a la llamada de su nación? —preguntó el jefe de la CÍA.
—Creo que no desearán la publicidad si se filtra la noticia de que la Benthic se ha negado a ayudarnos a rescatar a la tripulación de un submarino norteamericano —dijo el Presidente—. Si hay alguien a quien la gente norteamericana ama odiar más que a los políticos, es a las grandes compañías. —Todos se echaron a reír. La Marina podía conocer el mar, pero el Presidente conocía la política, y, desde Washington al menos, los políticos parecían mucho más peligrosos.
—¿Ese tonto del culo le dijo al Presidente qué? —A Lindsey no se le ocurrió que le estaba hablando al jefe de la división de desarrollo de recursos de la Benthic Petroleum, y que el tonto del culo al que se refería, el director ejecutivo de organización de la compañía, tenía en sus manos el poder de cortar en seco todo el proyecto Deepcore en cualquier momento que se le antojara—. ¡No pueden ustedes detener la perforación de este modo y enviar al equipo a cazar patos salvajes!
—Sí, sí podemos —dijo Deeter—. Es la mejor operación de relaciones públicas que jamás podrá conseguir la Benthic: La gran compañía petrolera sigue siendo una empresa norteamericana leal, siempre al servicio de nuestra nación.
—¿Por qué no usan sus propios malditos equipos?
—No lo sé. —Deeter estaba intentando ser paciente—. No sé nada del asunto.
—¿Va usted a detener la perforación justo cuando estamos a punto de alcanzar la profundidad del contrato, y no sabe nada del asunto? — Su tono de voz estaba lleno de tembloroso desdén, como si pensara que Deeter era el más sumiso de los idiotas que jamás hubieran ocupado un puesto directivo en una importante compañía internacional. Por supuesto que no lo era. Nadie alcanza el nivel de jefe de división de una compañía como la Benthic a menos que la ambición le haya metido una varilla de acero por el culo. Pero Lindsey medía a la gente con unas medidas mucho más simples. Si ayudaban a hacer que su trabajo se realizara sin excesivos problemas, eran buenos y brillantes. Si se cruzaban en su camino, eran pura basura. Las secretarias escuchaban, maravilladas. Nadie le hablaba nunca a Deeter excepto en el tono más respetuoso, como si fuera Dios. Y ahí estaba esa ingeniero de proyectos, por los cielos, hablando con él como si fuera un alumno de tercer grado que acaba de hacerse pis en los pantalones durante el recreo.
—Ahí vienen la indemnización y el despido —susurró una de ellas.
Pero Deeter no era el tipo de persona que deja que su orgullo se muestre ofendido cuando no le es de ninguna utilidad.
—La Marina nos pidió si teníamos a alguien que conociera la Deepcore de arriba abajo: cómo está construida, qué tipo de presiones puede soportar. Les dije que McBride tiene todas las especificaciones en el Explorer, pero que nuestra ingeniero de proyectos…
—Espero que no pensará que voy a ponerme al teléfono y darle a cualquier cabeza de chorlito de la Marina toda la información que he sudado sangre para compilar durante los últimos cinco años.
—No —dijo Deeter—. Pienso que va a subir usted al helicóptero más rápido que la Marina tiene aquí esperándola en Houston y va a ir al Benthic Explorer, en cuyo momento le dará al cabeza de chorlito de turno de la Marina todo lo que éste le pida, incluida si es necesario su pequeña y linda cabecita.
Aquello era diferente. Iba a ir ahí fuera. Iba a estar en el lugar. Quizá incluso pudiera impedirles que cometieran algún estúpido error que pudiera destruir la Deepcore.
—De acuerdo —dijo—. ¿Cuándo debo ir?
—Ya ha ido —dijo Deeter. Y luego, puesto que era incapaz de resistir el ponerla en su sitio, aunque sólo era un poco, añadió—: Si tiene usted la regla, será mejor que pida prestados algunos tampones a las secretarias, porque el helicóptero está en el tejado y ya lleva aguardando más tiempo del que dijo que lo haría.
No fue hasta que estuvo sentada en el interior del helicóptero de la Marina que Lindsey se dio cuenta de que Deeter la había insultado. Pequeña y linda cabecita, mi culo, pensó. Sin tener en cuenta la indudable alusión sexual de sus palabras. Y sin mencionar la insultante observación de los tampones. Supuso que Deeter le hablaba así a todas las mujeres. No se le ocurrió pensar que nunca antes lo había hecho; que la arrogante actitud de ella lo había llevado más allá de lo que estaba dispuesto a soportar.
Humeando por dentro, miró a su alrededor, a los que estaban con ella en el helicóptero. Había un par de tripulantes del aparato, ocupados en sus propias cosas cuando no lo estaban con su trabajo. Los únicos otros pasajeros eran cuatro soldados. O marineros, ¿quién podía decirlo? ¿Qué estaban haciendo allí, de todos modos? ¿Eran su escolta? Llevaban una insignia que no pudo reconocer: un tridente en el bolsillo izquierdo del pecho. No eran jóvenes tampoco. Parecían viejos. Casi sin edad, y sus rostros eran duros. No, no duros. Simplemente vacíos. No parecían mostrar ninguna emoción en absoluto. Hacían que Lindsey se sintiera extremadamente incómoda, teniendo en cuenta que se hallaba en una situación que no comprendía por completo. ¿Formaban parte de aquella operación secreta? ¿Estaban allí para controlaría? ¿O simplemente estaban en aquel helicóptero por casualidad? Tenía que averiguar por qué estaban allí, a fin de saber qué podía esperar de ellos.
Llevaban armas portátiles al cinto.
—¿Qué son ustedes, marines? —preguntó.
—SEALs —dijo uno. Y luego, evidentemente porque ella desconocía el término, explicó—: Son unas siglas. Sea, Air and Land. Mar, aire y tierra. No somos marines. Yo me llamo Monk.
—¿Van también ustedes al Benthic Explorer? — quiso saber ella.
Monk no dijo nada. Tampoco miró a su alrededor para que algún otro respondiera en su lugar, o para pedir permiso para hacerlo él. Era extraño, la forma en que ninguno de ellos parpadeara siquiera en su dirección para decirle quién estaba al mando.
Luego, un hombre que había estado mirando en otra dirección se volvió en su banco para mirarla de frente.
—Nosotros vamos al Benthic Explorer. Usted es la que va también al Benthic Explorer. Usted no es esencial para esta misión. Nos ha costado ya ocho minutos de retraso innecesario.
Eso fue todo. No hizo ninguna amenaza, no alzó la voz, y sin embargo ella sintió como si acabara de ser azotada. Casi se disculpó, casi empezó a explicar lo malo que estaba hoy el tráfico en Houston y que había llegado el Edificio Benthic tan pronto como le había sido humanamente posible. Pero se contuvo a tiempo. Aquella morsa o foca o lo que fuera creía que estaba al mando, pero nadie había estado nunca al mando de Lindsey excepto ella misma.
A Kirkhill le encantaba aquello. Arregló las cosas de modo que fuera él quien hablara con el comodoro DeMarco, comandante general de la operación naval, cuando estableció contacto por radio con el helicóptero que se acercaba. Kirkhill no deseaba que nadie más hablara con la Marina. Es mi trabajo asegurarme de que todo el mundo coopere, se dijo a sí mismo. Tengo que hablar directamente a fin de que todo funcione sin problemas. Maldita suerte que me hallara efectuando una auditoría de dirección en el Benthic Explorer esta semana.
El hecho era que a Kirkhill simplemente le encantaba ser el centro de algo realmente importante. Seguro, buscar petróleo y probar la nueva plataforma perforadora submarina era importante, pero sabía —como todos los demás— que el auténtico trabajo se estaba realizando abajo en la Deepcore II, en el fondo del Caribe. Ahí arriba en el buque madre, todo lo que tenían que hacer era trabajo de cuidadores. Estaba en el borde mismo, bastante cerca de lo que estaba ocurriendo, pero demasiado lejos para que tuviera algún efecto sobre ello.
No era que Kirkhill deseara la gloria. Sospechaba, como hacen la mayoría de los hombres, que si llegaba a producirse alguna vez, si era necesario un héroe, no sería capaz de hallar la materia de héroe dentro de él. Incluso ahora, la Marina no estaba allí por el Benthic Explorer en sí, estaba allí por la Deepcore, al otro lado de la línea. Pero, por unos cuantos minutos, una importante operación militar estaba siendo canalizada a través de las manos de Kirkhill. Y, por supuesto, iba a dejar en ella tantas de sus huellas dactilares como le fuera posible.
Evidentemente, el secreto era tan denso en torno a la operación que Kirkhill no sabía mucho más que el hecho de que la Benthic le había ordenado que pusiera el barco completamente a disposición de la Marina, hasta el punto que eso no comprometiera la seguridad de la tripulación. Tenía sus sospechas, sin embargo, y no iban muy desencaminadas. No hay muchas razones por las que la Marina pueda necesitar un aparato capaz de alcanzar grandes profundidades submarinas en base a una emergencia. Si él podía hacer suposiciones sobre lo que sabía, sería mejor que se asegurara de que su gente supiera aún menos. Así que a los hombres que llevaban la parte de superficie del trabajo de la Deepcore —McBride, el supervisor de las operaciones de perforación, y Bendix, el jefe del equipo— se les dijo solamente que se mantuvieran al margen y aguardaran futuros desarrollos.
—Y, por encima de todo, no hay que hablar de eso con nadie.
Sólo un momento antes, Bendix lo había despejado todo para que los helicópteros se posaran en la cubierta del Explorer. Dentro de una hora, quizá menos, la proximidad del huracán haría que el mar se agitara tanto que ningún helicóptero podría posarse, pero éstos habían llegado con una precisión tan perfecta que los del GITMO y el de Houston llegaron casi a la vez.
Ahora Bendix y McBride estaban de pie en el puente del Benthic Explorer, observando cómo los helicópteros de la Marina descargaban un ejército de invasores armados y equipo misterioso. Kirkhill estaba ahí abajo dando la bienvenida a todo el mundo como si acudieran a una fiesta y él fuese el anfitrión.
—Es muy fácil no hablar con nadie de esto —dijo Bendix—, puesto que no sé absolutamente nada de qué hablar. —Viendo la forma en que los militares parecían hacerse cargo de todo en cubierta, apartando a un lado a la tripulación del Explorer, Bendix previo un montón de problemas con los que habría de enfrentarse de inmediato. Indudablemente, con aquel tonto del culo de Kirkhill mirando todo el tiempo por encima de su hombro—. Esto puede convertirse en algo muy feo.
A McBride tampoco le gustaba. Hacía muchos años que se había salido del ejército con una opinión muy pobre de los militares, y estaba completamente seguro que, fuera lo que fuese lo que sucediera, aquella prueba, y todo el tiempo que habían empleado perforando, iban a irse al diablo.
—Su aspecto no es nada bueno, sí —reconoció.
Fue entonces cuando Bendix vio a una mujer salir de uno de los helicópteros, junto con cuatro tipos militares que no parecían de la Marina. Por un momento se preguntó por qué los militares llevaban a una mujer consigo en una operación como aquélla. Luego se dio cuenta de que aquél era el helicóptero de Houston, y de que la mujer era de la Benthic.
—Oh, no; mira quién está con ellos —dijo.
Era Lindsey Brigman. ¿Acaso ya no tenían bastante mierda de la que ocuparse hoy? ¿Acaso alguien de la Benthic quería obligarle a coger anticipadamente el retiro o algo así?
Unos pocos minutos más tarde, Kirkhill estaba en el puente con el comodoro DeMarco y los SEALs del helicóptero de Houston. Por supuesto, todo lo que deseaban saber era acerca de la Deepcore. Cosas prácticas. Cuántos buceadores trabajando fuera de la Deepcore podían alinearse. Cuánto tiempo podían estar fuera. Por encima de todo, a qué velocidad podía el Benthic Explorer remolcar la Deepcore sin sacarla a la superficie, y cuán pronto podían empezar a moverla.
—Como pueden ver —dijo Kirkhill—, se puede seguir desde aquí arriba todo lo que están haciendo ahí abajo. Eso nos permite tener tanta información sobre las operaciones de perforación como en una plataforma de superficie.
DeMarco no compartió el entusiasmo de Kirkhill. Simplemente se quedó contemplando la pantalla de vídeo, que mostraba a los buceadores en el fondo, trabajando en una total oscuridad excepto unos cuantos focos de luz artificial.
—No llega ninguna luz desde la superficie —dijo DeMarco. Así que el chico sabía lo suficiente acerca del trabajo submarino como para conocer sus condiciones a través del vídeo—. ¿A qué profundidad están?
Una pregunta a la que Kirkhill no podía responder. Ningún problema…, podía obtener las respuestas a voluntad de los miembros de la tripulación.
—¿McBride? —dijo.
—A quinientos metros —dijo McBride. El chupatintas ni siquiera sabe a qué profundidad está nuestro equipo, y sin embargo actúa como si estuviera a cargo de todo. Pero McBride no expresó su desdén. ¿Para qué? Si no trabajara para la Benthic, trabajaría para alguna otra compañía que pondría también chupatintas a cargo de las cosas.
—Necesito que bajen por debajo de los seiscientos —dijo DeMarco.
—No hay ningún problema —dijo Kirkhill—. Pueden hacerlo.
Sí, por supuesto, pensó McBride, pero ¿cuánto por debajo de los seiscientos? Confía en Kirkhill para que prometa la Luna antes de molestarse en averiguar si nuestros chicos pueden hacerlo.
Pero si McBride se guardaba sus objeciones para sí mismo, Lindsey no. Había estado escuchando, no demasiado pacientemente, mientras todos los demás permanecían allí diciéndole sí a DeMarco. Los hombres no necesitaban ser alistados. Todos se creían que eran soldados. Era como alguna especie de culto secreto entre los hombres el que, cuando un oficial decía: Necesito vuestras pelotas, todos se bajaran la cremallera y buscaran la navajita en sus bolsillos.
Bueno, yo no pertenezco a ese regimiento secreto, pensó Lindsey. No voy a dejar que Kirkhill ceda mi proyecto sin siquiera abrir la boca.
—¿Así que eso es todo? ¿Simplemente deja todo el asunto en manos del pelotón mercenario?
Kirkhill se mostró todo agraviada inocencia, por supuesto.
—Mire, me dijeron que cooperara. De modo que estoy cooperando.
—Hey, nada de esto es culpa mía. Yo sólo sigo órdenes. Vaya a tomar una ducha.
En realidad, Lindsey no estaba demasiado preocupada, todavía no. Al menos había un hombre que no besaba cualquier culo que llevara uniforme. Bud pondría un alto a toda esta tontería. Todo lo que tenía que hacer era decir no, y el asunto terminaría. La Deepcore se quedaría allá donde estaba, y los militares podrían volver a subir a sus helicópteros y regresar por donde hubieran venido. Todavía eran norteamericanos. Los militares no eran seres supremos. De todos modos, Kirkhill había claudicado tan fácilmente. Lindsey nunca había sido buena en ocultar su desdén, pero esta vez ni siquiera lo intentó.
—Kirkhill, es usted patético —dijo. Se dio la vuelta y se alejó.
McBride casi sintió pena por Kirkhill; después de todo, ser públicamente castrado por Lindsey Brigman era una experiencia que muchos de los hombres de aquel buque habían experimentado. Al mismo tiempo, sabía cómo se sentía Lindsey. A él tampoco le gustaba tener a todos aquellos tipos que no sabían nada acerca del proyecto Deepcore llegar a bordo y actuar como si fueran los propietarios del mundo. En especial, no le gustaba ver que todo su trabajo se iba por el agujero del wáter, justo cuando estaban tan cerca del éxito.
—Pónganme con Brigman —dijo Kirkhill. Bendix se inclinó hacia el intercomunicador y empezó a llamar.
—Deepcore. Deepcore. —Mientras aguardaba a que la Deepcore respondiera, se volvió hacia McBride y dijo exactamente lo que McBride estaba ya pensando—. Oh, hombre, si Bud sigue adelante con esto, van a tener que dispararle a Lindsey con una pistola anestesiadora.
McBride no pudo hacer otra cosa excepto alzar las cejas en muda aceptación.
Alguien se puso al otro lado.
—Hippy —dijo Bendix—. Ponme con Bud.
Allá abajo en la Deepcore, las cosas seguían su ritmo habitual. Bud Brigman estaba sentado en la ventana del domo de babor de la sala de lodos, hablando con Barbo y Finler, que hoy estaban trabajando fuera. Podía verles de tanto en tanto, y le gustaba lo que veía. Barbo podía ser un malhablado que bebía mucho y perseguía a todas las mujeres allá en tierra, pero ponle un traje de inmersión y un casco y dale algo que hacer debajo del agua, y hará el trabajo exactamente tal como se lo pidas, rápido, pero nunca tan rápido que tengas que preocuparte acerca de si lo está haciendo bien. Y Finler encajaba perfectamente con él. Formaban un buen equipo.
Barbo nadó cerca de la ventana de observación y miró a Bud.
—Hey —dijo Bud. Su equipo de comunicación captó su voz y la transmitió a los buceadores por la UQC. Ésa era la designación de la Marina para los transmisores de sonido de alta frecuencia. La radio no era buena en el agua, pero cerca de la Deepcore podían utilizar la UQC, que traducía sus voces a sonidos de alta frecuencia, los cuales mantenían su coherencia en el agua en distancias cortas, y luego eran traducidos a la inversa al otro lado. El poder charlar un poco con alguien hacía que uno se sintiera menos solitario debajo del agua. Así que, aunque no utilizabas la UQC lo bastante como para que alguien con una emergencia no pudiera interrumpir, era bueno de tanto en tanto enviar un recordatorio de que alguien más estaba aún vivo en el mundo. No eras sólo tú y el silbido del regulador en tu casco—. Estáis ordeñando bien ese trabajo —dijo Bud.
Era una broma, por supuesto. Si los dos hombres pensaran sólo por un segundo que Bud lo estaba diciendo como una crítica seria, Barbo hubiera renunciado de inmediato, y Finler se hubiera sumido en un hosco enfado que hubiera durado varios días. Pero Bud sabía cómo decir las cosas de modo que ellos se dieran cuenta de que estaba bromeando. O quizás era que conocían a Bud lo bastante bien como para que nunca se les ocurriera que podía estar hablando en serio. Sabían que si tenía alguna auténtica crítica que hacerles, se la haría en privado, y, a menos que se tratara de una emergencia, hallaría una forma de decirla sin que pareciera en absoluto una crítica.
Pero no era «sólo» una broma. Allá abajo en la Deepcore, cada palabra contaba, cada cosa que decías tenía un significado, lo desearas o no. Esos hombres estaban efectuando una aburrida, tediosa comprobación de mantenimiento y seguridad. Una broma podía ayudarles a romper el tedio, a mantenerlos alerta. Más importante, sin embargo, era que significaba que Bud estaba allí, les estaba observando. No como un celoso supervisor, esperando atraparlos haraganeando. Observándolos más como una madre. Sabían que, si algo iba mal, Bud lo vería de inmediato. No estaban solos. Y allá fuera en el frío y la oscuridad, no importaba lo maduro que fueras, lo buen buceador que fueras, lo valiente que fueras. Era bueno saber que alguien estaba observando. Ésa era la finalidad de la broma de Bud…, hacerles sentir su mirada sobre ellos como una palmada en la espalda, como una caricia.
Pero no dices todo esto en voz alta. Lo mantienes a un nivel ligero. Así que, cuando Barbo respondió, no sonó agradecido.
—Eso es porque nos encanta tanto helarnos las pelotas aquí fuera por ti.
Barbo se dio la vuelta, nadó hacia donde Lebrel Finler estaba ya cerrando y limpiando.
—Vamos, Finler —le dijo—. Terminemos con esto. Estoy cansado.
Uno diría, escuchándolo, que Barbo estaba derrengado, pero eso no era cierto. O, si lo era, a él no le importaba mucho. Bud sabía que, si era necesario, Barbo podía permanecer en el trabajo otra hora, o dos, o las que fueran necesarias. Pero Barbo sabía también que Bud nunca le pediría nada así, a menos que fuera seguro o necesario.
Trabajar en una plataforma de perforación no es un trabajo para hombres débiles, ni siquiera cuando la plataforma está sólidamente anclada a la Madre Tierra y se alza bastantes metros por encima del nivel del mar. Hay auténtico peligro en ella. Al océano no le importa si tú eres un turista primerizo mojándote los dedos de los pies en la playa o un perforador taladrando la corteza terrestre en busca de petróleo día tras día. Equivócate, y estás muerto. Y, en una plataforma, hay muchas más cosas en las que puedes equivocarte que en una playa para turistas.
Pero lo que separa a los perforadores en una plataforma de los piesplanos que trabajan en tierra firme no es solamente el peligro. Es el aislamiento. Un tipo en una perforación petrolífera en Oklahoma puede coger su camioneta e ir a algún lugar donde vendan cerveza o Hustler, un lugar con gente a la que no conoces que dice cosas que no sabes que vayan a decir. Gente, en otras palabras, que no forma parte de tu equipo. Los compañeros perforadores siempre dicen exactamente lo que tú sabes que van a decir, porque lo han dicho diez mil veces antes, hasta que sientes deseos de meterles un destornillador por las orejas sólo para darles alguna cosa nueva de la que poder hablar más tarde.
Ahora toma esa plataforma, envuélvela en un cascarón de metal, y sumérgela quinientos metros bajo las aguas, y tienes la Deepcore, la primera plataforma perforadora submarina operativa. Mucho más peligrosa si algo va mal, y malditamente mucho más aislada. En una plataforma de superficie, al menos puedes ver algún pájaro ocasional cruzar el cielo o pasar algún barco por tu lado. Puedes ver el cielo. Pero en la Deepcore todo lo que puedes ver son las mismas paredes a tu alrededor, y esa pequeña parte del suelo submarino que está dentro del radio de tus focos.
Y, si decides que no puedes soportarlo más y deseas marcharte, bueno, no se trata sólo de saltar a un bote o a un helicóptero. Tienes que pasar por la descompresión. Trabajar a esas profundidades mantiene tu cuerpo tan lleno de nitrógeno que si no te tomas tu tiempo en la cámara, descomprimiendo el equivalente a alzarte a través del agua entre metro y metro y medio por hora, mueres a la vuelta de la esquina. No es un viaje rápido a casa. Si tienes la sensación de que has de salir de esta lata ahora mismo, todo lo que puedes hacer es meterte en otra lata más pequeña aún y pasar tres semanas allí en aislamiento, sufriendo todo el proceso de la descompresión.
Sólo saber esto hace que la mayoría de la gente se vuelva un poco loca en lo más profundo de sus mentes. Como si tuvieran ese pequeño grito resonando todo el tiempo, no lo bastante malo como para que se den cuenta de que está allí, pero sonando y sonando y sonando hasta que de pronto, un día, ocurre algo, estallas sólo lo suficiente, y de pronto te vuelves completamente loco y se te llevan en una camisa de fuerza. Si no se te llevan metido dentro de un saco. La mayor parte del tiempo, la mayoría de la gente mantiene ese grito bajo control. Pero está ahí, y tú lo sabes, y todos los demás lo saben también, y os observáis mutuamente para aseguraros de que nadie va a soltarlo.
¿Deseas variedad? Entonces te has equivocado de trabajo. Todo lo que vas a comer durante el tiempo que estés bajo el agua se halla ya en la despensa…, y lo que hay almacenado allí es más o menos uniforme. Ningún Big Mac o cerveza para ti, lo siento. Y todo lo que respiras baja hasta ti por el cordón umbilical que te une al Benthic Explorer, el barco madre que flota encima de ti en la superficie. Todo es lo mismo, día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto. Y, sin embargo, no puedes permitir que el aburrimiento te distraiga. Si fracasas en concentrarse sólo una vez, en el momento equivocado, puedes morir de una forma realmente rápida.
No es como en una oficina, donde está bien tener al lado a un par de personas a las que no puedes soportar o a las que simplemente puedes ignorar, porque qué demonios, vas a marcharte de vuelta a casa a las cinco. Aquí abajo, si sospechas tan sólo que uno de los tipos con los que estás es estúpido o descuidado, eso lo envenena todo, porque nunca estás seguro de que uno de sus descuidos no vaya a matarte. No es lugar para la hipocresía educada. Si no confías en él, simplemente no trabajas con él. Y cuando él se da cuenta de que tú nunca quieres trabajar con él —lo cual ocurre de inmediato, la primera vez que te niegas—, eso es el peor insulto que puedes lanzarle. Te odia más que a cualquier otra cosa en el mundo, porque tú les estás diciendo a los demás miembros del equipo que crees que él no es bueno. Y si él no es bueno a los ojos de su equipo, entonces sabe, hasta lo más profundo de su alma secreta, que realmente no vale. Se siente tan avergonzado que desea morir, y no puede irse.
Así que elegir una tripulación para la Deepcore no fue sólo un asunto de agitar nombres en un sombrero o ver quién se presentaba voluntario. Era preciso conseguir un equipo cuyos miembros confiaran ya los unos en los otros hasta el borde mismo de la muerte, que hubieran mostrado todos sus rasgos de personalidad, aficiones y manías hasta el punto de que no se hicieran la puñeta los unos a los otros sólo respirando, y, por encima de todo, un equipo en el que todos los miembros fueran absolutamente competentes y cuidadosos en cada uno de los trabajos que tuvieran que hacer.
Se formaron seis grupos que empezaron al mismo tiempo, entrenándose con equipos de buceo de saturación para gran profundidad, no esos equipos del tres al cuarto de poca profundidad al que estaban acostumbrados para los rápidos trabajos bajo el agua en las plataformas de superficie. Tres de ellos terminaron el entrenamiento y se calificaron. Dos de ellos establecieron una rotación permanente, un mes abajo, tres semanas yendo hacia arriba, una semana en tierra, y de nuevo abajo. Y, cuando llegó el momento de elegir el equipo de elite, el que iniciaría la primera prueba de perforación bajo el agua, el equipo de Bud Brigman recibió la aprobación general porque eran el grupo más conjuntado, rápido, feliz, preparado, que nunca se hubiera presentado voluntario a vivir todo el año menos seis semanas en una lata en el fondo del mar o en latas incluso más pequeñas al subir arriba.
Barbo debió descubrir a Finler haciendo algo no exactamente perfecto.
—¿Qué crees que estás haciendo aquí, amigo? —Sonó ligeramente irritado. Otros tipos se enfadaban cuando Barbo les hablaba de esa manera. Pero a Finley normalmente no le importaba ser corregido por Barbo, y, cuando le importaba, a Barbo no le importaba ser abroncado por Finler. Por eso Bud los mantenía juntos.
Ahora que estaba seguro de que Barbo y Finler estaban dejándolo todo bien, Bud se apartó de la ventana y empezó a comprobar indicadores. Podía oír el golpetear del equipo de perforación atendiendo la plataforma giratoria a unos seis metros de distancia. Aquél era el corazón de la plataforma. Debido al equipo semiautomatizado de primera clase, sólo se necesitaban cinco personas para ocuparse de la perforación en sí. Todo el resto de la gente en la Deepcore estaba allí para mantener aquel equipo perforador en funcionamiento en el fondo del mar.
En muchos sentidos, la Deepcore se parecía a una nave espacial salida de la pantalla del cine. La blanca estructura de metal que mantenía unidos los trimódulos en torno a la bodega central, todo nítido y limpio y estéril y frío. Pero, allá en el suelo que estaba siendo perforado, sabías que no estabas en el espacio. Era una zona de construcción, tan segura como la de cualquier plataforma perforadora de superficie, y los hombres que trabajaban en ella iban siempre cubiertos de lodo y fragmentos desmenuzados de roca y espeso fango extraídos de las profundidades del agujero por la perforadora. Un tanto para la limpieza.
—¡Hey, Bud!
Miró a su alrededor, intentando ver quién había llamado su nombre. Era Lioso, el hombre más voluminoso del equipo, cuya altura sobrepasaba en una cabeza a todos los demás en la plataforma. La Deepcore no estaba diseñada para un equipo de jugadores de baloncesto…, Lioso sólo tenía diez lugares en toda la plataforma donde podía permanecer completamente erguido. Bud caminó hacia él a fin de poder oír.
—Hippy por la caja de quejas. Una llamada de arriba. Ese nuevo hombre de la compañía.
Bud tuvo que pensar un momento para recordar su nombre. Los tipos con corbata iban y venían.
—¿Kirkhill?
—Ajá.
—Ese tipo no sabe distinguir su culo de un agujero de ratas. —El amigo de Lindsey probablemente tenía el mismo aspecto que ese Kirkhill. Un tipo que llevaba corbata todo el tiempo. Eran un puñado de comadrejas. Todos habían ido a la universidad y salido de ella con un título de Licenciado en Administración de Empresas, que por todo lo que Bud podía decir podía traducirse como Licenciado en Agujeros del culo Ensangrentados. A todos les gustaba citar su título después de su nombre. Permítame que le presente a su nuevo director, el señor Gerard Kirkhill, Licenciado en Agujeros del culo Ensangrentados.
Bud charló con el equipo de perforación de camino a su oficina.
—¡Hey, Perry!
—¡Hola!
—Hazme un favor, ¿quieres? Aparta a un lado esa manguera para el lodo y esos sacos vacíos. Este lugar está empezando a parecerse a mi apartamento.
No era tan divertido como eso, pero Perry rió. Bud había aprendido cómo dar órdenes sin sonar como si creyera que se tomaba en serio lo de estar al mando. Y, sin embargo, sus bromas nunca sonaban tampoco como si se estuviera disculpando. Nadie dudaba nunca de que Bud estaba a cargo de todo allí abajo. Nadie dudaba tampoco de que Bud debía estar a cargo de todo.
Bud se agachó para cruzar la compuerta estanca y recorrió el pasillo, con el acero resonando bajo sus botas con un ruido como de campanas de iglesia fuera de tono reverberando a lo largo del tubo. Ahora, lejos de la perforadora, pudo oír la voz de Hippy por los amplificadores.
—Bud, línea de arriba, urgente.
—Ahora voy. Ahora voy. Tranquilo, sujétate los pantalones. —No era que nadie pudiera oírle todavía. Simplemente le hacía bien responder.
Entró en su oficina, que era lo suficientemente pequeña como para sentirse apretado por todos lados y lo suficientemente grande como para que nadie pudiera escucharle cuando se quejaba de ello. Había montones de papeles por todas partes. Papeles que los tipos con corbata insistían que debía mirar o llenar u obedecer. Tendría que hacerlo algún día, pronto. Pero hasta entonces formaban parte de la decoración de la oficina.
Tomó el teléfono, pulsó el botón que parpadeaba.
—Aquí Brigman. Adelante, Kirkhill, ¿qué pasa?
Kirkhill estaba lleno de importancia y urgencia, así que por supuesto no pudo limitarse a decir lo que tenía que decir. Primero tenía que dejar bien sentadas las cosas, asegurarse de que Bud comprendía exactamente lo importante que era aquello.
Sí, sí, de acuerdo, dijo Bud en silencio. Adelante con ello.
—Sí, estoy tranquilo. Soy una persona tranquila. ¿Hay alguna razón por la que no deba estar tranquilo? De modo que Kirkhill se lo dijo.
—Tenemos aquí a la Marina. La Benthic Petroleum ha aceptado colaborar por entero con una operación que ellos deben poner en marcha. Eso significa mover la plataforma.
Bud se comió prácticamente el teléfono.
—¡¿Qué?!
Hippy Carnes estaba en el módulo de control de la Deepcore, observando a través de la portilla cómo el Pequeño Tonto obedecía sus órdenes y bailando un poco mientras escuchaba su cassette. Aquélla era la parte de su trabajo que más le gustaba a Hippy, controlar un VOCR —vehículo operado a control remoto— tan suavemente que hubiera podido ser su propio cuerpo el que estaba ahí fuera, sólo que infinitamente más duro de lo que su propia piel podría llegar a ser jamás. Sin embargo, aunque eran sus propias manos las que controlaban todo lo que hacía, aún seguía pensando en el Pequeño Tonto casi como en una criatura viva. Otra persona, pero una que siempre hacía lo que Hippy esperaba de ella. Un auténtico amigo. Un segundo yo.
Tenía al Pequeño Tonto fuera en un trabajo de iluminación: las luces del VOCR ayudaban al buceador llenando las sombras. Pero el Pequeño Tonto, como su hermano mayor el Gran Tonto, era una linterna con ojos. Hippy tenía que observar el monitor con absoluta concentración porque un buceador, Chico, dependía de él para avisar de obstáculos no vistos, piedras, marañas, restos —cualquier tipo de peligro—, y si Hippy se saltaba algo, era Chico quien iba a pagarlo. También, en el fondo de su mente, era en cierto modo consciente de que Una Noche estaba fuera también en el Fondoplano, el sumergible de grandes profundidades accionado manualmente, de modo que si él actuaba de una forma torpe o descuidada, ella lo vería. No era que albergara algún sentimiento especial hacia Una Noche ni nada parecido, ella ni siquiera era particularmente atractiva, pero Hippy siempre actuaba, de una forma natural, más cuidadosamente cuando había una mujer mirando. Cuando niño, siempre había conseguido sus mejores puntuaciones en los videojuegos cuando tenía audiencia, pero nunca alcanzaba el máximo de puntuación a menos que hubiera alguna chica viéndole jugar. Una vez, jugando al Galaga, tuvo la sensación de que podría seguir jugando eternamente, derribando oleada tras oleada. Dobló la última puntuación más alta. Algún pobre estúpido había pensado que su total era el definitivo, pero Hippy lo dejó en ridículo. Sólo cedió su turno cuando la chica empezó a pasar su mano por los fondillos de sus tejanos y a bajarla por sus muslos, y pensó que si dejaba de jugar ahora podría conseguir dos puntuaciones aún más altas aquella noche. Era curioso, sin embargo: No podía recordar el nombre de la chica, ni siquiera su cara, o incluso si fue particularmente buena o no. Pero recordaba las sensaciones de aquel juego, el Galaga.
Mientras movía al Pequeño Tonto por los alrededores, Una Noche manipuló el brazo derecho del Fondoplano para darle a Chico la abrazadera que debía instalar.
—Las cabezas para arriba, cariño.
—Perfecta sincronización, amor —dijo Chico. Eso era cierto, también. Lisa «Una Noche» Standing siempre estaba atenta a todo, siempre sabía exactamente lo que necesitabas y cuándo.
Por supuesto, ella sabía que era buena.
—¿No lo soy siempre? —decía. Pero a nadie le importaba que fuera un tanto presumida al respecto. No hay nada malo en saber que eres bueno.
Eso era algo que Hippy sabía de sí mismo: Se concentraba mejor cuando había una firme e impredecible distracción en marcha. Como la errante mano de aquella muchacha en el salón de videojuegos. Como bailar un poco con la música. Como ese ratoncito blanco, Beany, que en estos momentos estaba arrastrándose por sus hombros, por su cuello, con sus pequeñas patitas presionando aquí y allá, el delicado roce de sus bigotes, la débil y húmeda presión del hocico de Beany y su aliento sobre su cuello. Había tenido jefes que no comprendían cómo le ayudaba Beany, cómo la impredecibilidad de Beany lo mantenía vivo y siempre atento. Había perdido trabajos a causa de Beany. Pero Bud Brigman nunca había armado ningún follón acerca de Beany. Era como si comprendiera que Hippy necesitaba a Beany de la misma forma que algunos tipos necesitan masticar chicle o maldecir o algo así. Era parte de ser uno mismo.
Bien, esa parte del trabajo estaba terminada. Hippy lo comprobó tanto por la ventana como por el vídeo de la cámara montada en la parte delantera del Pequeño Tonto…, el mismo vídeo que estaban contemplando arriba. Cuando estuvo seguro de que no se había enredado con nada, hizo retroceder un poco al Pequeño Tonto de la zona de trabajo para que Chico pudiera trasladarse a su siguiente tarea.
Aquel fue el momento en que Bud entró en tromba en el módulo de control, haciendo resonar la compuerta y pateando algo. Hippy hubiera podido maldecir a Bud por sorprenderle de aquella forma, distrayéndole…, sólo que la expresión en el rostro de Bud le dijo que aquélla no sería la mejor idea del mundo.
Bud no dijo ni una sola palabra, pero golpeó la parte superior del cassette con el puño, cortando la música.
Sí, no estaba calmado. Hippy observó a Bud adelantar la mano y apretar con la palma el interruptor de llamada. Fuera de la Deepcore, el altavoz hidrófono empezó a hacer sonar su sirena. Llamada a los buceadores. Y, por si acaso alguien no se daba cuenta de ello, Bud tomó un intercomunicador y ladró:
—Todos los buceadores, dejen inmediatamente lo que estén haciendo. Todo el mundo fuera de la instalación.
Hippy empezó a retirar inmediatamente al Pequeño Tonto del camino para que todos pudieran entrar. Pudo oír a Una Noche y Chico hablar por los auriculares.
—Maldita sea, acabamos de salir —dijo Una Noche. Chico se limitó a suspirar.
—Hubo un tiempo en que hubiera preguntado por qué.
—Correcto. Como si Chico fuera tan viejo como las montañas, como si ya lo hubiera visto todo.
Hippy se dio cuenta de que, mientras Chico nadaba junto al brazo manipulador del Fondoplano, Una Noche intentó que el brazo lo agarrara por las posaderas. Chico lo vio, y se retorció para eludirlo.
—¡Oh, hey! —dijo Chico.
El pensamiento cruzó de inmediato la mente de Hippy: Una Noche estaba en celo, y Chico tenía el número que venía a continuación. Ni un atisbo de celos, sin embargo. Cualquier emoción de este tipo que pudiera sentir Hippy escapó inmediatamente de él, como si cada una de las huellas de las patitas de Beany sobre sus hombros fuera un diminuto orificio que dejara escapar los sentimientos.
Chico se situó encima del Fondoplano y se aferró a él mientras Una Noche lo pilotaba entre las patas de la Deepcore. Avanzaba sólo a un metro por encima del suelo marino. Hippy trajo al Pequeño Tonto inmediatamente después, como si fuera un chachorrillo fiel. Hippy vio al Fondoplano deslizarse en la zona iluminada debajo del pozo lunar, luego alzarse hacia la luz.
—Deepcore, Deepcore —dijo Una Noche—. Aquí Fondoplano, preparándose para emerger.
Hippy comprobó la posición del Fondoplano, especialmente en la parte de atrás, donde estaba ciego.
—Adelante, Fondoplano, tienes vía libre.
—Muchas gracias.
Barbo y Finler agarraron una de las cuerdas que colgaban allí y se izaron mano sobre mano. Chico siguió cabalgando a lomos del Fondoplano mientras Una Noche llevaba el aparato directamente bajo el pozo. Hippy trajo al Pequeño Tonto inmediatamente después. Persiguiendo tu lindo culo hasta el cielo, muchacha.
El Fondoplano ascendió hasta la superficie del pozo lunar mientras Lioso y Perry y un par de los otros muchachos de la sala de perforación ayudaban a los demás perforadores a salir del agua. El agua, a aquella profundidad, estaba sólo a seis grados por encima del punto de congelación, y, pese a sus trajes con calefacción, los buceadores estaban fríos y rígidos y no se mostraban demasiado hábiles en las pequeñas tareas como quitarse los cascos y los collarines de caucho sin arrancarse el pelo hasta la raíz. No era divertido, pero formaba parte del trabajo.
Tampoco pensaban mucho en ello, de todos modos. Sus mentes estaban centradas en otra cosa…, preguntándose por qué habían sido llamados de vuelta. Cualquier cosa fuera de lo normal como aquello olía a problemas, y cualquier problema, a aquella profundidad, podía convertirse en algo muy malo en muy poco tiempo. Estaban preocupados, estaban irritados, se sentían curiosos.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Finler—. ¿Por qué nos han llamado?
—Que me aspen si lo sé —dijo Chico. Su tono de voz sonaba como si no le importara. Pero nadie se dejó engañar ni por un segundo.
El pozo lunar parecía como una piscina en un gimnasio cubierto. La diferencia estaba en que, allí dentro, no era la gravedad la que mantenía el agua en la piscina. Era la presión del aire. Como cuando empujas un vaso boca abajo dentro del agua. Todavía hay aire en el vaso, así que el agua queda abajo. Pero si el sello de aire llegara a romperse alguna vez, el agua del pozo lunar entraría en erupción y llenaría toda la Deepcore, si pudiera. Ésta era sólo una de las pequeñas cosas que podían matarles si algo iba mal.
Finler estaba tan nervioso como un gato y, como a menudo cuando podía encontrar a alguien que le escuchara, estaba haciendo preguntas que nadie podía contestar.
—¿Cuál es el problema, amigo? ¿Por qué hemos subido?
Barbo se quitó el collarín de caucho, tirando de él más allá de su barba empapada de sudor. Cada vez que lo hacía le dolía. Uno tiene que ser una especie de masoquista para llevar barba siendo buceador. Pero, puesto que Barbo la llevaba, Finler la llevaba también.
—Simplemente seguimos el procedimiento normal, ¿no? —dijo Barbo—. Date de palos hasta que alguien nos diga lo que está pasando.
Eso era lo que necesitaban para romper la tensión…, alguien hablando crudamente.
—Hey, Barbo —dijo Lioso, en cubierta a unos cuantos pasos de distancia—. Te vendo mi Penthouse de octubre, con todas las cartas, por veinte pavos, ¿qué dices?
Por aquel entonces Una Noche estaba saliendo del Fondoplano. Completamente seca, de modo que era la única que no temblaba de frío. Lioso le arrojó una cuerda.
—Ahórrate el dinero —dijo Una Noche a Barbo—. A estas alturas las páginas ya deben de estar todas pegadas.
Bud entró en el momento en que Lioso ayudaba a Barbo a acabar de salir del agua. Todo el mundo miró a Bud. Él tenía las respuestas, y sabían que les diría todo lo que pudiera.
—Hey, Bud, ¿qué es lo que pasa, eh? —preguntó Lioso. Bud agitó la cabeza.
—Muchachos, escuchad. Acaban de decirme que cerremos el agujero y que nos preparemos para mover la plataforma. Mover la plataforma.
—Mieeeerda —dijo Chico. Todos sabían que mover la plataforma significaba el final. El proyecto había sido interrumpido. La Benthic había perdido los nervios, y estaba saliéndose del asunto del experimento submarino. En algún lugar, los mierdas de pollo de los contables habían decidido que los costes no resultaban rentables. Todo había terminado.
O quizá no. Bud sabía lo que todos estaban suponiendo…, que su proyecto era una víctima de la política de la compañía o la línea de fondo de la pura estupidez o algo así…, de modo que borró la idea tan pronto como pudo.
—Hemos recibido una invitación para cooperar en un asunto de seguridad nacional. Ahora ya sabéis tanto como yo. Así que recoged las cosas y preparaos. Tenemos una reunión dentro de diez minutos.
Hubo algunos gruñidos. Bud dio un par de palmadas. Como un entrenador animando a su equipo.
—Moveos —dijo. Lo que todos oyeron fue: A mí tampoco me gusta, pero tenemos que hacerlo, y qué demonios, probablemente tampoco será tan malo.
De alguna forma, todo el equipo cupo en el módulo de mando para la reunión. El aire estaba cargado y lleno de sudor, pero nadie deseaba oír la noticia de segunda mano. Había un tipo de la Marina en el monitor del Benthic Explorer…, el comodoro DeMarco, se presentó. Kirkhill era visible al fondo. Si hubiera hablado él, Bud no se lo hubiera creído ni por un segundo. Los tipos con corbata te dicen lo que creen que va a conseguir que hagas lo que ellos quieren. En cambio, Bud sabía —¿acaso su padre no había sido marine?— que los tipos de uniforme dejarán de decirte cosas por razones de seguridad nacional, pero en general te dirán todo lo que crean que necesitas saber para hacer un buen trabajo. La diferencia residía en la confianza. Los tipos de las compañías esperaban que todo el mundo usara lo que sabía para apuñalar por la espalda a todos los demás a fin de poder seguir trepando. No podían decir a nadie la verdad porque no podían confiar que nadie no usara esa verdad contra ellos. Mientras que los tipos militares esperaban que obedecieras órdenes, punto, así que era correcto decirte la verdad. Muchos civiles no comprendían eso. Bud sí.
—A las 09:22 de esta mañana, hora local —estaba diciendo DeMarco—, un submarino nuclear norteamericano, el USS Montana, con ciento cincuenta y seis hombres a bordo, se hundió a treinta y cinco kilómetros de aquí.
—Maldita sea —dijo Bud. Los civiles podían oír que un par de cientos de militares habían desaparecido, probablemente muertos, y pensar: Bien, para eso están, para morir por su país. Pero los militares, y sus familias, siempre tenían la sensación de que quienes habían muerto eran parte de su propia familia. Porque podría haber sido así. Bud lo sabía. Uno de esos números que todo el mundo leía en las noticias de la televisión durante Vietnam, una de esas «cuarenta y dos bajas», o incluso quizá «pequeñas pérdidas», había sido su padre. Fue por eso por lo que DeMarco hizo una pausa, por lo que Bud maldijo. Hubo un momento de silencio. Era todo el pesar que tenían tiempo de expresar en aquel momento.
—No ha habido contacto con el submarino desde entonces. La causa del incidente es desconocida. Su compañía ha autorizado a la Marina a utilizar esta instalación para una operación de rescate. El nombre clave de la misma es Operación Salvamento.
Era una conexión en ambos sentidos, y Una Noche tenía una pregunta.
—¿Desean que busquemos el submarino?
—No. Sabemos dónde está. Pero se halla bajo seiscientos metros de agua, y nosotros no podemos alcanzarlo. Necesitamos buceadores que entren en el submarino y busquen a los supervivientes, si los hay.
Aquella era la parte que a Bud no le gustaba. Su gente estaba entrenada para trabajar con la Deepcore. Con un equipo de perforación que conocían, un material que estaba en sus lugares correctos. Dentro de un submarino siniestrado, era probable que no encontraran nada. Bud tuvo la visión de una imagen: un retorcido pecio colgando en una situación precaria o enredado en algo. Vio a uno de sus propios hombres muriendo allí.
—¿Acaso no tienen ustedes sus propios equipos para ese tipo de trabajos? —preguntó.
DeMarco sabía que era una pregunta justa, y dio una respuesta justa.
—Cuando consigamos traer hasta aquí a nuestros sumergibles de rescate, el frente de la tormenta estará ya sobre nosotros. Pero ustedes pueden trasladar su plataforma por debajo de la tormenta y estar allí en quince horas. Eso hace que su opción sea la mejor en la que podemos pensar en estos momentos.
Bud sabía la urgencia que sentía la Marina…, eran sus hombres los que estaban en aquel submarino, y si aún quedaban algunos de ellos con vida, tenían que sacarlos. Tenían que hacer cualquier cosa para sacarlos, si podían, porque eso es lo que esperarían que la Marina hiciera por ellos, si se veían en problemas.
El equipo de Bud no sentía necesariamente del mismo modo.
—¿Por qué deberíamos arriesgar nuestros pellejos por algo como esto? —preguntó Hippy.
DeMarco no tenía ninguna respuesta. Pobre tipo, pensó Bud. Aún no ha aprendido que a los civiles no les importa una mierda la vida de los militares. Sí, señor comodoro, éste es el tipo por el que se supone que está dispuesto a morir usted, si entramos en guerra. Le hace sentirse orgulloso, ¿verdad? Por un momento, Bud se sintió avergonzado de formar parte de su equipo, aunque sabía que no estaba siendo justo, que se suponía que los civiles consideraban a los militares como vidas fungibles.
El silencio no duró mucho tiempo, sin embargo. Este tipo de pregunta parecía ir dirigida directamente a Kirkhill…, era algo que un tipo con corbata podía comprender. Hippy estaba hablando su idioma. Kirkhill adelantó su rostro hacia la pantalla.
—He sido autorizado a ofrecerle una bonificación especial equivalente a tres veces la paga normal de buceo.
Hubo silbidos y gritos apreciativos.
—Sí, señor —dijo Finley, apuntando hacia la pantalla con un dedo—. ¡Sí, señor!
Barbo agarró a Beany del hombro de Hippy.
—Demonios —dijo—, por el triple de paga soy capaz de comerme a Beany.
—¡No! —chilló Hippy. Barbo volvió a depositar el ratón en su sitio, sin mirarlo.
Finler estaba estudiando el espíritu del asunto. ¿Hasta qué punto estaba ansioso por una triple paga?
—Estoy aquí para decírselo. Pueden confiar en mi palabra.
Aquello irritó realmente a Bud: Kirkhill intentando sobornar de aquel modo a la tripulación. Triple paga: la paga de un hombre muerto. Bud lo sabía. No deseaba tomar parte en aquello. Fue al comodoro DeMarco a quien se dirigió, de todos modos. Sabía que era mejor que intentar meter algo de sentido común en la cabeza de un hombre con corbata.
—Mire, no me importa qué clase de trato hayan hecho ustedes con la compañía, pero mi gente no está cualificada para esto. Son trabajadores petrolíferos.
Eso era lenguaje militar, una forma de pensar militar; Bud la había aprendido de su padre. Nunca pongas a tus hombres en una situación más allá de su entrenamiento. Y si un oficial te ordena hacerlo, infórmale de las limitaciones.
DeMarco comprendió de inmediato.
—Aquí está el teniente Coffey. Su equipo SEAL será transferido ahí abajo para supervisar la operación.
Aquello era una ayuda. Tenían a alguien allí que sabía cómo hacer el trabajo. Pero eso representaba otro peligro. Bud no había conocido a ningún SEAL, pero supuso que eran comandos tipo Rambo. Boinas Verdes con aletas.
—Pueden enviar aquí abajo a quien quieran, pero yo soy el que controla esta plataforma, y, en lo que se refiere a la seguridad de mi gente, primero soy yo, y luego es Dios. ¿Comprende? Si las cosas se ponen difíciles, yo soy el que tira del tapón.
DeMarco asintió brevemente. Todo de acuerdo con las ordenanzas: tú rescatas a tus hombres si puedes hacerlo sin pérdidas inaceptables.
Kirkhill, sin embargo, se sentía obviamente azarado ante el hecho de que aquel simple encargado estuviera hablando directamente con la Marina. Bud sonaba tan…, tan poco cooperativo. Calma las cosas, haz que todo el mundo se sienta bien, ése era el trabajo de Kirkhill, ¿no?
—Creo que todos estamos dentro de la misma longitud de onda, Brigman —dijo—. Así que relájese. Ahora desacoplemos la entrada del pozo, ¿de acuerdo?
En silencio, Bud respondió: Métete la cabeza en el culo, ¿de acuerdo? Pero no dijo nada en voz alta. No valía la pena. Él y DeMarco se comprendían mutuamente, y eso era todo lo que importaba. Él conservaba la autoridad de mantener a su equipo a salvo, y no podía pedir más.
Bud se dirigió hacia la salida de la habitación. Nadie más se movió.
—Vamos a trabajar, muchachos —dijo.
Comprendieron. La reunión había terminado. Bud permaneció al lado de la compuerta mientras los demás salían, en dirección a sus respectivas tareas. Todos sabían lo que estaba en juego. Tenían que desacoplar el pozo de modo que pudieran volver a acoplarlo fácilmente más tarde. Ésa era su única posibilidad de seguir trabajando en el proyecto. Aun así, una vez la Deepcore estuviera desprendida del pozo, sería demasiado fácil para cualquiera de los que se oponían al proyecto —que incluía a todos los de la compañía que no se hallaban en posición de reclamar la gloria y las medallas si el éxito les acompañaba— utilizar esto como una excusa para cancelarlo todo. Tenían que hacer que resultara lo más fácil y barato posible el volver a dejarlo todo tal como estaba.
Lo único bueno de todo esto, pensó Bud, es que Lindsey no está aquí. Y, cuando se entere, desearé estar en otro continente al menos durante un año. Porque de alguna forma, Dios sabe cómo, encontrará el modo de echarme a mí la culpa de todo.