Los tres ingleses se quedaron mirando a Mayli. Sus ojos claros revelaban abiertamente la duda. ¿Chinos? ¿Amigos o enemigos?
—No tengan miedo de mí —les dijo tranquilamente—. Aunque no soy inglesa, no soy más que una mujer.
—¿Está sola? —le preguntó el primero que habló.
Había bajado el fusil, pero lo sostenía con tal fuerza, que Mayli veía cómo los nudillos de sus manos delgadas y sucias se ponían blancas.
—No. Estoy con otras cuatro. Nos hemos escapado del campo de batalla.
—¿Qué batalla? —insistió el inglés.
—¿No han venido por el camino? —preguntó Mayli.
—Al contrario —dijo, negando con un gesto—. Hemos andado durante días por la selva, sin seguir camino alguno. Ignoramos dónde nos encontramos. Suponíamos que íbamos en dirección a la India. Pero usted ya conoce el país. No alcanzando ver la salida ni la puesta del sol, bajo esta verde penumbra sin fin, es muy fácil que nos hayamos equivocado.
Mayli sacó de su bolsillo la brújula que le entregara Chung y les indicó:
—Ustedes van en dirección a Sudeste.
—¡Bien, bien! —dijo el inglés en voz baja y tono sarcástico.
Dominados por el desaliento, los ingleses olvidaron su temor y bajaron las armas. Uno de ellos, un muchacho de corta estatura que sin duda en otro tiempo había sido gordo y macizo, pero que ahora estaba tan delgado que la piel parecía colgarle sobre los huesos, se quitó el casco contra el sol y restregóse la cabeza, que casi se había quedado calva a causa del calor y la suciedad. El tercero, que era el más joven, palideció intensamente bajo sus curtidas mejillas sin afeitar.
—¿Usted cree que durante este tiempo hemos caminado en dirección contraria, Hal? —preguntó el primero.
,—Así parece —contestó el interesado, abrochándose la desgarrada guerrera que llevaba abierta sobre el pecho desnudo.
En seguida preguntó a Mayli:
—¿Dónde están los japoneses? ¿Al sur de nosotros?
—Esta mañana han pasado en dirección nordeste. No sabría decirles a qué distancia pueden encontrarse.
—Si esta mañana han estado aquí, deberíamos alejarnos rápidamente. Pero ¿dónde ir? Durante días y días hemos estado huyendo de ellos. Cuando estábamos hacia aquel lado —dijo señalando al Norte—, iban tras de nosotros y creíamos que nos alejábamos de ellos.
—Debemos salir de la selva —dijo Mayli—. No veremos nada hasta que hayamos salido de esta espesura. Llamaré a mis compañeras. —Y gritó—: ¡An-lan, Pansiao, Siu-chen, Hsieh-ying!
Al oír la voz de Mayli, las muchachas que estaban ocultas detrás de los matorrales, salieron tímidamente. Los soldados ingleses y las chinas se miraron detenidamente. Los hombres —según pareció a Mayli—, sin ninguna satisfacción. Sin duda; pensaban en el engorro que representaba ir acompañados de tantas mujeres.
—Nosotras avanzaremos con la misma rapidez que ustedes —se apresuró a decirles—. Estamos acostumbradas a marchar con el ejército.
—¡Pensar que hemos andado tanto para encontrar a cinco mujeres! —dijo el más bajo.
—¡Cállate, Rick! —replicó el primero.
Después de un largo y embarazoso silencio, se puso el fusil al hombro y dijo:
—¡En marcha! Creo que es lo más prudente.
Empezó a andar pesadamente en la misma dirección en que habían llegado. Sus compañeros le; siguieron y las mujeres se pusieron tras ellos en fila india. Esos dos tipos humanos, blancos y amarillos, caminaron horas y horas bajo la sofocante penumbra de la jungla. Unos recelaban de otros y ambos guardaban absoluto silencio. De cuando en cuando se producía un pequeño murmullo en uno u otro grupo, que siempre era motivado por un comentario sobre el otro.
Los ingleses daban una ojeada hacia atrás y comentaban en voz baja:
—La pequeña sólo parece tener diecisiete años —comentaba uno, y agregaba—: Nos podrían parecer bonitas, si no nos acordáramos de las chicas de nuestro país. Son demasiado amarillas y delgadas —decía el tercero—; además, sus ojos no me gustan. No obstante, no dejan de ser muchachas —argüía el primero—. Desde luego, supongo que lo son —contestaba el otro.
Las muchachas hablaban libremente, porque sabían que los ingleses no las comprendían.
—¿Todos los hombres de Ying son tan altos, delgados y huesudos como éstos? —preguntó Hsieh-ying a Mayli.
Ésta todavía podía sonreír, a pesar del cansancio que la dominaba.
—Los hombres de Ying engordan o adelgazan como cualquier otro hombre —le dijo de buen talante.
—A mí me asustan —añadió Pansiao lamentándose—. Sus ojos azules son crueles, y sus narices parecen rejas de arado. ¿Para qué necesitan esas narices? ¿Olfatean como los perros?
—Desde pequeños ya tienen esas narices —replicó Mayli.
—Parecen tomates —comentó Siu-chen—. ¿Por qué tienen la piel roja?
Y Mayli añadió:
—El sol, cuando los quema, los pone rojos en lugar de bronceados.
Y luego, como mujeres que eran, derivaban la charla hacia temas más íntimos.
—¿Esos hombres son como los demás? —preguntaba Hsieh-ying, que sentía un ardoroso entusiasmo por el sexo masculino, entusiasmo que no podía ocultar, aunque por vergüenza lo disimulaba cuanto podía.
—Claro que sí —contestaba Mayli con la mayor naturalidad.
—Se me eriza el cabello de pensar en acostarme con esos tipos —dijo Hsieh-ying.
Mayli sonreía seriamente.
—Celebro oír los que dices —le contestó, y las demás se echaron a reír.
Sí, realmente, aún sentían ánimos de reír mirando a esos ingleses de piernas retorcidas, largos cuerpos, cuellos descarnados y de color purpureo a consecuencia de las quemaduras del sol. Sí, aún podían reír, porque seguían siendo jóvenes a pesar de las privaciones sufridas en la guerra y de la situación en que ahora se hallaban.
—Lo que no puedo soportar es verlos tan velludos —dijo An-lan—. Siempre me ha desagradado profundamente todo lo cubierto con demasiado pelo: gatos, perros, monos. Estos ingleses también están completamente cubiertos de pelo. Miren sus barbas.
—Es que no han podido afeitarse durante este tiempo —añadió Mayli.
An-lan insistió.
—¿Todo el cuerpo se afeitan? Mire sus brazos y sus piernas. Tienen tanto pelo como en su barba. ¿No se ha fijado en sus pechos? Los tienen cubiertos de un vello tan espeso como el pecho de un perro. ¿Todo el cuerpo lo tienen así de peludo?
—Nunca he visto a un hombre de Ying completamente desnudo —replicó Mayli secamente—, ni tampoco a ningún otro, pero no creo que los blancos tengan pelo como los perros.
Hablando así se distraían durante muchas millas, pero la charla no podía continuar indefinidamente. Era preciso pensar en comer y en procurarse un refugio para la noche. Cuando la tarde estaba muy avanzada y a través del follaje de los árboles se adivinaban las luces del crepúsculo, Mayli llamó a los ingleses y les propuso:
—¿No sería mejor que todos juntos hablaran de lo que sería más conveniente para conseguir comida y algún refugio? Aún no hemos salido de la selva y es preciso comer y dormir de una u otra forma.
Los hombres se detuvieron y aguardaron a las muchachas. Se sentaron sobre unos troncos caídos, enjugándose los rostros sudorosos con las manga, rotas de sus uniformes. Arrancaron anchas hojas de los árboles y las utilizaron como abanicos. Las moscas y toda clase de insectos del bosque revoloteaban sin cesar alrededor de sus cabezas, obligándoles a agitar continuamente las hojas a fin de ahuyentarlos. El inglés más bajo se levantó, de pronto, dando un brinco.
—¡Dios mío! ¡Es insoportable! —gritó, rascándose las piernas desnudas.
Entre el vello rojizo de sus extremidades había gran cantidad de insectos. Hsieh-ying, que lo estaba mirando con los ojos muy abiertos, cogió la hoja de que el inglés se había servido para abanicarse y, acercándose al soldado, le indicó que con aquellos pedazos se frotara las piernas. El interesado lo hizo así y los insectos, ante el olor penetrante del jugo de la hoja, abandonaron seguidamente la presa, dejando en paz al muchacho.
—Es usted muy buena —dijo a Hsieh-ying.
Mayli se lo tradujo y ella se rió, tapándose la boca con las manos. Pero el jugo era tan irritante que, apenas el inglés acabó de hablar, sintió un terrible escozor en las piernas y empezó a rascarse: ¡Maldita sea! ¡Esa hoja es venenosa!
Todos examinaron sus piernas. Hsieh-ying dejó de reír. En vista de lo ocurrido y el gran número de insectos, decidieron marcharse de allí y, poniéndose en pie, prosiguieron el camino. Mayli y el más alto de los ingleses caminaban uno al lado del otro, a fin de seguir hablando, pues ambos eran los responsables de su grupo respectivo.
Los demás les seguían a corta distancia y agrupados. Al inglés, cuanto más miraba a Mayli, más le gustaba.
—Ha sido una suerte habernos encontrado con alguien que conoce el inglés. Quizás podamos ayudarnos mutuamente.
—No resulta nada fácil para unas mujeres andar solas por un país inhospitalario —contestó Mayli.
—¿Qué le parece, si trazáramos una especie de plan?
—Precisamente pensaba en lo que podríamos hacer —dijo Mayli—. Si pudiéramos encontrar el camino, quizá lo mejor sería dirigirnos a la India. Sé que no hay ningún camino importante en dirección a China. En cambio, he oído hablar de una carretera que llega hasta la India.
—Está equivocada —dijo bruscamente el inglés, apretando los labios—. Esa carretera no existe.
—¡Cómo! ¿No existe una carretera que va a la India?
—Esto es lo que hace tan difícil la retirada —dijo el inglés lentamente, moviendo negativamente la cabeza—. Los caminos son estrechos y están en pésimo estado. Todo son vueltas y recodos y suelen estar atestados de gente de los pueblos. No hay ni uno solo que conduzca directamente a la India.
Mayli quedó asombrada y durante unos momentos no supo qué contestar. ¡Había oído hablar tanto de la ruta de la India! ¡El fabuloso camino de cien pies de ancho, duro como una piedra y a propósito para el paso de los grandes ejércitos…!
—¡Qué increíble locura la de sus generales! —exclamó unos instantes después—. ¡Acudir con elementos tan escasos para triunfar, sabiendo que no hay caminos para la retirada!
—Lo que usted dice, me lo he repetido muchas veces. Y lo he dicho a quien debía, hasta cansarme. ¡Pero las cosas son así! Dunkerke fue una aventura fácil, al lado de eso. Yo estuve allí. El problema consistía en cruzar unas cuantas millas de mar y toda Inglaterra se levantó para ayudamos. Además sabíamos que nuestro país estaba a un paso. ¿Usted comprende? En cambio, aquí estamos rodeados por centenares de millas de esta horrible selva y estamos alejados de Inglaterra por millares de millas… Hasta la India… Calló bruscamente y Mayli vio que se esforzaba para retener las lágrimas. La muchacha pensaba «Entonces, ¿por qué estamos aquí?». Y él, como si lo hubiese adivinado, gritó:
—¿Por qué estamos luchando en este maldito país? Ésta es la pregunta que nos hacemos a cada momento. Si ganamos la guerra, recuperaremos este país y todo lo demás. Si la perdemos, no es fácil que lo volvamos a poseer. Este país no es a propósito para la lucha. Aquí podemos enterrar miles y miles de hombres y no ganar nada. Esto no es un campo de batalla para los blancos.
Mayli no contestó; limitóse a mirar a su alrededor. Realmente, una selva como aquélla no era lugar apropiado para una batalla. Las ramas de los árboles se agitaban sobre sus cabezas, junto con las plantas trepadoras que crecían exuberantes y se agarraban colgando de las mismas. A su alrededor, la maleza se extendía en formidables matorrales. La hierba era muy alta, sobrepasando la altura de un hombre dondequiera que entre los árboles quedara un claro que dejaba paso a los rayos del sol. La hierba siempre estaba humedecida por la lluvia y sus hojas eran grandes y anchas como platos. Se detuvo junto a una de esas hojas enormes, que todavía contenía agua de la última lluvia, como si fuese un recipiente, y, arrodillándose, bebió de ella. Desde que andaban había llovido tres veces, y en esa forma habían bebido repetidamente durante el camino. No, realmente, el país no podía convertirse en un campo de batalla. Pero ¡cuántos habían sucumbido sobre su suelo! Pensó en el general, y en Chung, y en todos los que habían dejado esa mañana muertos en el camino. Pero no podía reprocharlo a este hombre consumido y agotado que caminaba a su lado. No podía culparle, como tampoco podía culparse a sí misma. Él también había sido enviado allí, y allí estaba.
Reanudaron la marcha y caminaron durante un buen rato. Más tarde, ella le preguntó amablemente:
—¿Caminaremos toda la noche o descansaremos?
—Seguiremos andando mientras nuestras piernas lo resistan.
Y ya no volvieron a hablar más que lo estrictamente necesario. Finalmente, cuando la oscuridad se hizo absoluta, se detuvieron.
—Descansaremos aquí mismo —dijo el inglés—. Apisonaremos la hierba y acamparemos. Nosotros tres velaremos, mientras ustedes duermen. Alguien tiene que vigilar, para que no se acerquen más serpientes o alguna fiera.
—Podemos vigilar todos excepto Pansiao, estableciendo unos turnos —dijo Mayli—. Pansiao es demasiado joven y necesita dormir.
—¡Déjese de tonterías! Todas ustedes deben dormir.
—Estamos acostumbradas a desempeñar los mismos trabajos que los hombres —replicó Mayli.
Así transcurrió la primera noche en la selva. A ratos durmiendo y a ratos velando, y al amanecer prosiguieron nuevamente el camino.
¿Qué podría contarse de un viaje así? El cansancio embotaba sus cerebros y hacía insensibles sus miembros. Una profunda fatiga hacía casi imposibles sus movimientos y caminaban como bajo el peso de un sopor. Si las sanguijuelas se adherían a sus tobillos, no lo notaban. Era preciso que un compañero las viera. En consecuencia, se observaban mutuamente y se las arrancaban unos a otros. La sangre brotaba en seguida de las heridas que dejaban, con el consiguiente peligro que representaba una pérdida excesiva. Así, pues, se prestaban una constante y mutua atención. El tiempo fue inclemente. Durante el día sólo llovió una vez, y la sed les abrasaba. No sentían hambre, a pesar de que estaban próximos a desvanecerse. Su cansancio era tan intenso y tan aguda su postración, que no pensaban en comer. Apenas si se hablaron en todo el día, excepto para decirse lo indispensable, pues el hablar también exigía un esfuerzo. El inglés se orientaba gracias a la brújula de Mayli y avanzaba resueltamente hacia el Oeste. La incógnita era saber si la selva se extendía de Norte a Sur o de Este a Oeste. No podían hacer otra cosa que continuar avanzando, bajo la única esperanza de que forzosamente llegarían a un punto o a otro. Este mismo día, al atardecer, llegaron a la orilla de un río cenagoso, cuyas márgenes estaban unidas por un puente de bambú. El encuentro les alegró, porque denotaba la proximidad de seres humanos. Pero no ignoraban que podía tratarse de enemigos. Cruzaron el puente con la máxima cautela. En la orilla opuesta encontraron un sendero que penetraba por una extensión de selva, al parecer de una vegetación menos exuberante. Lo siguieron hasta dar con una aldea, situada junto al río. La jungla había sido talada, dejando lugar a los sembrados de arroz, que ahora se veían en parte verdes y en parte amarillos, según que las espigas fueran nuevas o maduras. El país era tan cálido y húmedo durante todo el año, que podía sembrarse en un campo mientras se cosechaba en otro. No existía diferencia entre las estaciones. Antes de entrar en la aldea, se detuvieron para acordar lo que procedía hacer.
—Los hombres deberíamos acercarnos en plan de exploración —dijo el inglés:
Mayli se opuso, diciendo:
—Ustedes corren peligro de ser capturados o muertos. Y, entonces, ¿qué sería de nosotras?
Finalmente convinieron que ella y el inglés se adelantarían, mientras los demás esperarían ocultos. Si regresaban, sería buena señal y, en caso contrario, los restantes deberían seguir la ruta como mejor pudieran. Pansiao, no obstante, se negó a quedarse, y Mayli decidió llevarla consigo.
—¿Es su hermana? —preguntó el inglés a Mayli, viendo que la chica se había cogido de su mano.
Mayli iba a contestar negativamente, pero pensó en Sheng, a quien recordaba, y contestó:
—Sí. Es mi hermana.
La aldea estaba compuesta por unas seis familias. Hasta ahora habían vivido en una tranquilidad absoluta, sin saber nada de la guerra, excepto algunos rumores que les habían llegado de que al otro lado de la selva se habían producido algunas luchas. Allí nadie sabía leer ni escribir, ni llegaba ninguna noticia del exterior. Tampoco las relativas a la guerra. Y, como nadie les había informado, no sabían que existía una clase de hombres a quienes debían odiar y otra a quienes debían amar. La aldea estaba han apartada del mundo, que sus habitantes nunca salían de ella ni nadie acudía allí desde otros puntos, porque ¿qué atracción podía ejercer una aldea cuyos habitantes solo trabajaban para procurarse los Propios alimentos y donde no había nada para comprar o vender?
Cuando entraron en la aldea, con paso firme y decidido, era tarde avanzada. Los hombres y las mujeres estaban en los campos. Sólo se habían quedado las viejas con los niños, los cuales, al ver a unos extraños, empezaron a gritar llamando a los demás, que acudieron corriendo desde los campos. De momento se quedaron mirándolos, hablando entre ellos, sin que ninguno de los tres comprendiera lo que decían. Aparentemente, eran muy amables, alegres como niños y de buen aspecto, si se prescinde de algunas picaduras de insectos, infectadas, y alguna que otra dolencia en las piernas ocasionada por la continuada permanencia en los fangosos campos de arroz. Mayli, cuanto más los miraba, más aliviada se sentía.
—Creo que son unos simples y pacíficos campesinos —dijo al inglés. Y, sonriendo amablemente, señaló su boca abierta, indicando que tenía hambre.
Al momento se produjo un bullicioso parlotee entre las mujeres. Unas cuantas treparon por las escaleras de sus casitas —levantadas sobre altas estacas, por sobre la orilla del río— y poco después volvieron con arroz frito y pescado, puesto sobre unas grandes hojas, que ofrecieron a los tres visitantes, los cuales, ante la comida, sintieron tan agudamente el aguijón del hambre, que la devoraron en un instante. Ante apetito tan voraz, los campesinos rieron a mandíbula abierta.
—Podemos estar tranquilos —dijo Mayli.
—Así parece —contestó el inglés.
Mayli señaló con el índice el otro lado del rio luego mostró cinco dedos, indicando que en esta dirección todavía quedaban cinco personas. Acompañados de los aldeanos, fueron a buscar a sus compañeros. Cuando los vieron, se produjo un gran jolgorio entre los naturales. Se pusieron al lado de los fugitivos y les condujeron a la aldea, mientras charlaban y reían entre sí, a la vez que examinaban con gran curiosidad las armas que llevaban los ingleses. Era notorio que las desconocían. Las mujeres acudieron con más comida y todos se hartaron y bebieron agua fresca, que para ellos resultaba deliciosa. Al poco rato, el grupo ofrecía la mayor camaradería. Los niños se les acercaban para verlos de cerca, las mujeres reían y charlaban en su propia lengua sobre los diversos detalles, y los hombres, intrigados, tocaban las armas una y otra vez. Era tan evidente que nunca habían visto un fusil, que el inglés de baja estatura, proponiéndose divertirles, se echó el rifle al hombro y disparó contra un pájaro posado en la rama de un árbol, que cayó muerto en el acto. Los aldeanos se precipitaron gritando y lamentándose hacia el pájaro caído y retrocedieron sobrecogidos de un súbito terror.
¡Oh! —exclamó Mayli—. ¿Por qué tenía que demostrarles lo que puede hacerse con esas armas?
—Ha sido una broma —farfulló el inglés—. Pensé que les divertiría.
¡No todos tienen tanta prisa en matar como ustedes! —le echó en cara Mayli con mordacidad. Y, dirigiéndose al inglés más alto, le ordenó—: ¡Rápido! ¡Simule un gran enojo! ¡Demuéstreles que le castiga!
—¡Toma! ¡Encaja éste! —gritó, dando un bofetón a su compañero, y a continuación, bajando la voz y el tono, añadió—: No digas palabra. Disimula. Ha sido necesario; la muchacha tiene razón.
Y continuó gritando duramente, como si le riñera de verdad; a continuación le arrebató el fusil, en un impulso súbito, lo ofreció al más anciano de la aldea, que no quiso tomarlo y retrocedió unos pasos junto con sus compañeros, como alejándose de una cosa tan fatídica. Entonces el inglés arrimó los tres rifles contra un árbol. Los aldeanos, al ver esta demostración, empezaron a hablar animadamente entre sí, pero ninguno se acercó al árbol. Finalmente se tranquilizaron y los visitantes pudieron considerarse fuera de peligro.
Llegó la noche y volvieron a darles comida. En el centro de la aldea encendieron un gran fuego Para alejar a los mosquitos. Los hombres sacaron esteras y se acostaron cerca de la lumbre; en canino, las mujeres durmieron en sus casas. Nadie invitó a las chinas a entrar en una casa; así, pues, ellas, lo mismo que los ingleses, durmieron en el suelo, cerca de la hoguera y del lado de donde soplaba el viento, habiendo improvisado previamente unos lechos con ramas arrancadas de los árboles. Durmieron tan bien como si se hubieran echado en mullidas camas: habían comido mucho y el humo les preservaba de los mosquitos.
… Estuvieron tres días en esa aldea, durante los cuales descansaron y lavaron sus ropas y sus cuerpos. Todos se esforzaron en prestar los máximos servicios posibles a los aldeanos. Mayli aprovechó sus conocimientos para curar algunas infecciones que sufrían, lo cual les hizo sentirse muy reconocidos. Como no disponía de medicamentos, hizo hervir agua y con ella lavó las heridas, a las que después aplicó, en sustitución del alcohol, una especie de vino que hacían con arroz cocido fermentado y dejado en maceración. Por medio de gestos les indico que debían seguir lavando las heridas con agua hervida, luego con vino y después dejarlas expuestas al sol para que se curaran más pronto. Los aldeanos la comprendieron perfectamente y ejecutaron sus indicaciones tal cual les indicó. Mayli pudo ver, en el transcurso de estos tres días, que las heridas habían mejorado de modo evidente. Las madres le llevaban a sus niños enfermos y también fue a verla un anciano que, señalando su pecho, tosió produciendo un sonido sordo, para indicarle la naturaleza de su mal. Pero Mayli no lo pudo curar.
Ya deseaba abandonar la aldea antes de transcurrir esos tres días, pues dos de los blancos no podían dejar de conducirse como si fueran los amos de la aldea y uno de ellos incluso empezaba a perseguir a una bonita muchacha. Temiendo las consecuencias, Mayli se dirigió al más alto de los ingleses y le previno:
—Debe decir a su compañero que se aparte di esa chica. Esta gente no consentirá que se le acerque.
—Se lo diré —contestó el inglés.
Pero ¿de qué servían tales promesas si esos blancos, aun sin proponérselo, continuamente hacían cosas que disgustaban a los pacíficos aldeanos? Y es que, en realidad, no podían suponer que esos hombres, pequeños y bronceados, fuesen en un todo tan humanos como ellos. Y los birmanos pronto se dieron cuenta de este particular y se volvieron duros y taciturnos. En la mañana del tercer día, Mayli se acercó al inglés alto y le dijo:
—Es indispensable que nos vayamos, antes de que se produzcan incidentes serios entre ellos y nosotros.
—Esa gente tiene el genio muy vivo —contesto él—. Supongo que será debido a que condimentan con exceso sus comidas. Abusan de los condimentos.
El comentario acabó con la paciencia de Mayli, que contestóle irritada:
¡Ustedes tratan a esos aldeanos como sirvientes! ¡Y olvidan que sólo somos sus huéspedes!
—Al fin y al cabo, Birmania nos pertenece, como usted sabe —contestó fríamente.
Mayli se echó a reír de buena gana.
—¿Les pertenece? ¿Todavía no se han dado cuenta de que están derrotados? —exclamó. Y en el mismo momento recordó las palabras de Sheng contra los blancos, diciéndose que se sentía completamente de acuerdo con él. Después continuó con violencia—: ¿Es posible que todavía no comprendan, ni aún ahora, que nuestras vidas dependen de estas gentes? ¿No habrá nada que alguna vez les sirva de lección? ¿O es que ustedes, los ingleses, solo despiertan cuando están muertos?
Mayli se quedó mirando el rostro joven y serio, rostro que todavía parecía más joven después de haberse afeitado con una navaja que le prestó un birmano, pero sólo vio reflejarse en él una obstinada y irreductible sorpresa. Para el inglés, sus palabras carecían de significado y no comprendía el motivo de que ella se enojara y le hablara con desdén e ironía. Las palabras penetraban en sus oídos, pero eran rechazadas por sus paredes interiores y salían nuevamente sin haberse introducido en su cerebro ni dejar huella de su paso.
—¡Vámonos! —acabó ordenando Mayli—. Debemos ponernos en camino cuanto antes. No hay más remedio.
Por su parte, tampoco quería quedarse en la aldea con las muchachas. Nadie sabía lo que podía ocurrirles quedándose allí. No, era mejor marchar. Después de todo, los blancos eran sus aliados y no podían contar con ningún otro. En consecuencia, se presentó ante el anciano que, según creía, era el jefe de la aldea, y por medio de signos le indicó si quería mostrarles el camino por donde debían marcharse. El anciano indicó, también por gestos, que había comprendido y que uno de ellos les acompañaría a través de la selva hasta dejarles en el camino.
Abandonaron, pues, la aldea donde habían sido tratados con tanta cordialidad y continuaron su camino, aunque nadie podía saber cuál era ese camino.
… Sheng y sus compañeros también estuvieron caminando durante todo este tiempo. La marcha se había hecho más difícil a causa de un circunstancial especial. El hindú empezaba a demostrar una manifiesta y creciente aversión contra el inglés, y Sheng, al notarlo, advirtió a Charlie:
—Este hombre hará una trastada al blanco, sil lo dejamos en sus manos. ¿No te has fijado que, siempre lleva la mano al pecho, dónde guarda el cuchillo?
El cuchillo del hindú tenía cuatro pulgadas de largo, y sus bordes eran muy afilados.
—Por la forma como mira al inglés, comprendo que le odia —contestó Charlie—. Es lástima que no sepamos hablar en su idioma para preguntarle qué tiene en contra de ese hombre.
—Debemos vigilarle de día y de noche —añadió Sheng—. Desde luego no lo haremos por amor pero debemos hacerlo por justicia.
Así, a todas las preocupaciones y dificultades vino a añadirse esa otra, que se hacía más difícil porque el inglés, que estaba completamente ajeno a la aversión del hindú, empezaba a tratarle como a un criado. El hindú siempre acataba sus indicaciones, pero sus ojos brillaban de odio.
Siguieron avanzando de firme hacia el Norte, pero resultó que de este lado la selva terminaba mucho más pronto que por el Oeste, detalle que ignoraban. Al encontrarse de súbito ante un camino despejado y ancho que llevaba hacia el Oeste, se pararon y deliberaron si les sería más conveniente seguir hacia Levante o hacia Poniente. Sheng hubiera preferido seguir hacia el Este, pero la primera aldea que se encontraba en esa dirección estaba ocupada por los japoneses y, afortunadamente, lo descubrieron a tiempo, gracias a Charlie, que se había adelantado algo y encontró un grupo de japoneses que tomaban te en una posada. Se apartó, sin que le vieran, y se volvió por donde había venido, hasta juntarse con sus compañeros, emprendiendo todos juntos el camino en sentido opuesto. No lo sabían, pero este camino era el mismo que los aldeanos habían indicado a Mayli y a sus camaradas. Ahora unos y otros seguían la misma ruta, pero como el grupo de Sheng caminaba mucho más aprisa que el de Mayli, la distancia que les separaba cada día se acortaba.
Finalmente, una mañana, a eso del mediodía, se produjo el encuentro en un pueblo pequeño y en las siguientes circunstancias: Mayli, sus compañeras y los ingleses habían llegado a compenetrarse hasta cierto punto y estaban en buena camaradería, porque se conocían las mutuas faltas y las soportaban. Mayli era la que mejor comprendía a los ingleses, y a través de esta comprensión le parecía vislumbrar íntegramente la causa por la cual se había perdido la batalla de Birmania, y comprendiendo el motivo no podía despreciárseles en absoluto. Había llegado a esta conclusión después de observarlos mucho y escucharlos atentamente. Así, pudo comprobar que nunca concedían a un asunto o a un lugar la debida importancia, ni se esforzaban en establecer una comprensión, sino que seguían siempre empeñados en ser lo que eran de nacimiento: ingleses, hombres de Inglaterra. Eran íntegros. Reconocía que nunca habría supuesto que existieran hombres que se comportaran con las mujeres en una forma tan correcta como éstos lo hacían con ellas. Y eso a pesar de la prolongada continencia a que habían estado sometidos, que en otros casos, y de no haber, se tratado de hombres como ellos, hubiese sido motivo más que suficiente para dejar de lado todo escrúpulo. El inglés más bajo era evidente que, en cuanto veía una mujer, no podía dejar de seguirla con los ojos, pero debía reconocer también que se contentaba satisfaciendo sus vehementes deseos solamente con la mirada. El más alto, que era el más discreto y sensato, tenía unas maneras que a Mayli le resultaban muy agradables. Era bastante culto y había estudiado en los mejores colegios. Cuando le preguntó cuáles, él contestó: Oxford. Y en el mismo sitio habían estudiado antes su padre y su abuelo. Ese hombre poseía tanta finura y delicadez; y resultaba tan pesado discutir o argumentar con él a causa de su enorme obstinación y ofuscamiento, que llegaba a una verdadera ceguera; muchas veces, pensando en él, Mayli se lamentaba suspirando:
«Si ustedes fuesen unos malvados, los que viven bajo su yugo se encontrarían mucho mejor». Pero no eran malvados; al contrario. Por cada uno que resultaba cruel o perverso, había centenares que solo eran ciegos. Y, de ambas cosas, la segunda era la que resultaba más difícil de admitir y tolerar.
Mientras avanzaban juntos, Mayli iba ahondando en el espíritu de ese hombre, a base de hábiles preguntas:
En una ocasión oyó que decía:
—Nosotros tenemos una gran responsabilidad respecto a este país. —Y al pronunciar la palabra responsabilidad, irguió la cabeza y contempló la verde frondosidad de Birmania, a través de la cual corría el camino como una espada de plata.
—¿Por qué sienten ustedes esta responsabilidad? —le preguntó Mayli.
—Porque forma parte de nuestro Imperio —respondióle gravemente.
—Pero ¿para qué el Imperio? —insistió ella—. ¿Por qué no dejar que esa gente gobierne su propio país y sea dueña de sí misma?
—No es posible quitarse sencillamente de encima las responsabilidades —contestó con solemnidad—. Es preciso cumplir con los deberes que imponen.
Mayli apreció, en la mirada de honda preocupación que le dirigió, que realmente sentía lo que había dicho y que se sentía copartícipe del peso del deber confiado a él y a su pueblo.
—Si usted y todos los de su pueblo fuesen menos buenos —concluyo finalmente Mayli—, el mundo sería mucho mejor para todos nosotros.
El inglés se quedo mirándola titubeando, como siempre ocurría cuando le abrumaba con sus razones demasiado sutiles.
—¿Qué… qué quiere decir?
—Nosotros podríamos ser libres si ustedes no creyeran que tienen el deber de salvamos —le contesto con una expresión triste y al mismo tiempo risueña en los ojos—. El deber hace que ustedes se mantengan como amos y a nosotros nos conviertan en esclavos. No podemos librarnos de su benevolencia y protección, pero cualquier día desafiaremos a su Dios y entonces seremos libres.
—Cualquiera diría que ha perdido usted la razón —exclamó asombrado—. ¿Sabe usted lo que dice?
—No del todo, pues no habla mi cerebro, sino mi corazón. Le aseguro que usted me pesa aquí —dijo señalando el corazón—. Sí, incluso en estos mismos momentos, hablando con usted, siento como si llevara una carga encima.
—Es lamentable que tenga esa impresión —dijo lentamente—, porque en realidad usted me gusta mucho.
—Lo cual me sorprende, sin duda, pues nunca hubiera supuesto que podía gustarle una china.
El inglés se ruborizó intensamente y protesto:
—No quería decir eso. Lo que ocurre es que uno no suponía que una china fuera…
—Totalmente humana —completó Mayli.
Mientras iban hablando se habían acercado a una ciudad bastante grande, y, enfrascados en la conversación entraron en la misma sin fijarse en sus habitantes. Un sacerdote de túnica amarilla les vio y corrió a prevenir a sus compañeros de la llegada de unos ingleses y sus esposas chinas. Las suposiciones maliciosas brotaron de sus labios y sus palabras se propagaron por la ciudad como las llamas sobre la hierba seca. En pocos momentos tuvieron la ciudad en contra suya, mientras ellos, ignorando la situación que se habían creado, se sentaban tranquilamente para comer en una mesa situada en un lugar a propósito junto al camino. Se sentaron en unos bancos de madera; comieron arroz y verduras guisadas y bebieron té. Una lona les protegía con su sombra del ardiente sol. Les rodeaba una absoluta tranquilidad, que fue alterada súbitamente por unos rostros hostiles y ceñudos que se, congregaron a su alrededor.
—¿Qué demonios sucede? —murmuró el inglés.
Se levantó precipitadamente y empuñó el fusil. Sus dos compañeros le imitaron. Pero Mayli le sujetó el brazo.
—¡Dichosas armas! —murmuró—. ¡Ustedes siempre tienen las armas a punto de solucionar cualquier dificultad! ¡Esperemos y veremos que sucede! ¡No sean insensatos!
Su mirada recorrió los rostros de la multitud, ansiosa de encontrar el de algún chino, pues era corriente que en las grandes ciudades hubiera comerciantes chinos. Pero no vio ninguno. Su corazón latía acelerado mientras pensaba en una solución. De pronto, sonriendo, ordenó al inglés que bajara el arma, y lo hizo en forma de que los congregados vieran su cara sonriente.
—Baje su rifle y diga a sus compañeros que hagan lo mismo. Vuelvan a sentarse y continúen comiendo —dijo en voz baja, consiguiendo que los ingleses la obedecieran, aunque de mala gana. A continuación extendió las manos hacia los reunidos, para mostrarles que estaban vacías. Cogió un rifle y, moviendo la cabeza lo dejó en el suelo. Después señaló el camino para indicar que estaban de paso y, sacando dinero del bolsillo, lo entregó al posadero. Seguidamente se acercó a sus compañeros, que permanecían sentados, y les dijo—: Vamos, no demuestren temor. Levántense y marchemos juntos como si nada ocurriera.
Sea por la tranquilidad que demostraba o por lo que decía, aunque no lo comprendieran, o por la vista de los tres rifles, lo cierto es que los dejaron pasar, aunque acercándose mucho al grupo y siguiéndoles de cerca mientras se alejaban.
Entretanto, Sheng y sus compañeros entraban por el extremo opuesto de la ciudad. Subían calle arriba cuando vieron la multitud y se pararon.
—¿Serán japoneses? —preguntó Sheng a Charlie viendo tanta gente reunida y una gran muchedumbre que corría por la calle para alcanzarla.
—Será mejor que nos volvamos y tomemos otro camino —dijo Charlie—. Daremos un rodeo para evitarnos las consecuencias de lo que puede representar un tumulto semejante.
Lo hicieron así y a pasos forzados consiguieron alcanzar el extremo opuesto de la ciudad antes que sus precedentes, y siguieron avanzando apresuradamente.
En el mismo momento oyeron gritar en inglés:
—¡Corramos hacia allí!
El inglés que iba con Sheng paróse sorprendido, mirando atrás. Los demás le imitaron. Y en seguida vieron aparecer a los tres ingleses que corrían hacia ellos, cogidos de las manos de las mujeres y seguidos por la multitud que gritaba, chillaba y parecía dispuesta a atacarles. Sheng y sus compañeros se pusieron en mitad del camino y dispararon sus armas sobre el gentío. Al oír los disparos, los ingleses soltaron las manos de las mujeres y también empezaron a disparar sobre la multitud enfurecida ante semejante acometida. Ninguno llevaba armas y no podían replicar en forma análoga ante un ataque tan inesperado. De haberse tratado de gente más belicosa, quizá les hubieran embestido. Pero se trataba de una población más intrigante que impetuosa y más chismosa que osada e intrépida. Ante el temor de morir, dejaron de perseguirles y permitieron que se marcharan libremente. Se volvieron a sus casas riendo satisfechos, como si, hubiesen realizado una importante hazaña.
Fue entonces cuando Sheng y Mayli se vieron de nuevo, y durante un buen instante permanecieron mirándose mutuamente. Luego Mayli echó a correr hacia él, seguida de Pansiao.
—¡Sheng! —gritó—. ¿Eres tú? ¿Tienes el brazo curado?
¡Hermano! —gritó Pansiao—. ¡Hermano!
¿También has vuelto?
Sheng, en cuanto vio a Mayli entre aquella compañía, sintió unos celos impetuosos. ¿Quiénes eral aquellos ingleses con los que viajaba? Y recordó la facilidad con que Mayli siempre se había relacionado con los blancos y lo cerca que había vivido de ellos, y le pareció que nuevamente se levantaba el antiguo muro que les había separado. Permanecí inmóvil, callado, y, mirando fríamente, sonrió al modo forzado.
—Parece que nos hemos encontrado nuevamente —dijo—. Veo que vas con unos amigos. En cuanto a mi brazo, está lo suficientemente curado para seguir luchando con él.
Mayli quedó inmóvil. ¿Era posible semejante insensatez? Pisoteó el polvo del camino y dijo gritando a Sheng:
—¿Qué quieres decirme? ¿Qué piensas? ¿Cómo puedes hablarme así?
Pansiao se acercó a su hermano y, poniéndole la mano sobre el brazo, le dijo:
—Ahora que estás aquí, podemos separamos de esos extranjeros.
No parece muy seguro que piensen abandonaros replico Sheng sin apartar sus airados ojos de Mayli.
Ésta se sentía cansada y acalorada. Ahora que se había librado de la cólera de la multitud, sentíase completamente agotada hasta el punto de que se habría tendido en el mismo camino, deseando morir. Sus labios se estremecieron, y Charlie, que lo notó, dijo mirando a Sheng:
—Hermano mayor, ¿quieres estar enfadado después de escapar de tan gran peligro? —y mientras hablaba miraba a hurtadillas a Pansiao, que le correspondía en igual forma. Pero por timidez no se hablaron. Al cabo de un rato, y haciendo un esfuerzo, se decidió a preguntarle—. ¿Estás bien?
—Sí —contestó Pansiao, y, a pesar de haberse cruzado tan pocas palabras, les pareció que se habían dicho muchas cosas.
Entretanto, los ingleses habían seguido la escena asombrados, conjeturando y haciendo suposiciones, pues no entendían una palabra de lo que oían hablar. El inglés que acompañaba a Sheng permanecía callado, porque no estaba seguro de sí mismo, y se disimulaba detrás de Sheng y Charlie. El inglés más alto se dio cuenta de él y le llamó al mismo tiempo que avanzaba a su encuentro con la mano alargada.
—Creo que usted es inglés —dijo.
—Sí —afirmó estrechando su mano y sonriendo tímidamente.
—¿Cómo se encontró con esos chinos? —le preguntó.
—Por casualidad.
Lo mismo que nosotros con estas mujeres. Los japoneses nos hicieron prisioneros y pudimos escapar. Éramos ocho; los que faltan tuvieron peor suerte.
—Me hago cargo. —Y luego, con mucho tiento prosiguió—: Yo me perdí. La retirada fue horrorosa, ¿verdad?
—Sí, horrorosa.
Los tres ingleses se acercaron y le estrecharon la mano. A continuación siguieron charlando animadamente en voz baja, y en un instante se produjo, de una manera instintiva, una separación de clases —ingleses y chinos—. Unos y otros se sentían molestos y cohibidos, excepto Mayli, que miraba a todos alternativamente. Era un momento extraño. Uno de esos momentos que a veces parecen haberse desprendido del tiempo y vivir por sí mismos, sin trabazón alguna con el pasado ni el futuro. Todos sentían su gravedad, bajo un silencio incierto. A su alrededor rutilaban las verdes llanuras de aquel país que era extranjero para todos ellos. Las colinas se recortaban en el cielo, que era de un azul límpido, salvo en el Oeste, sobre el horizonte, donde se acumulaban densas masas de nubes tormentosas. No se veía ni un alma en los campos ni en el camino. El aire era ardiente. En este momento, que parecí desprendido del tiempo, se sentían completamente separados del resto del mundo, solos, pero divididos. Los ingleses seguían juntos; sucios de aspecto, con crecidas barbas y manifestando la misma recelosa inquietud. Los chinos estaban en condiciones lamentables, llevaban desnudos los pies y las cabezas descubiertas. Sus rostros habían sido bronceado: y curtidos por el sol y la expresión de sus ojos era tranquila. Detrás de ellos estaba el hindú, pe: nadie le hacía caso. Mayli continuaba en medio del grupo. De cuando en cuando miraba al inglés alto y luego a Sheng. Finalmente, preguntó a este último:
—¿Seguiremos andando?
—¿Con ellos? —inquirió Sheng, contrayendo el entrecejo y señalando a los ingleses—. No. Ya estoy harto.
—Entonces, ¿qué determinamos? ¿Hacia dónde vamos? —inquirió Mayli.
—¿Hacia dónde irán ellos? —preguntó Sheng, receloso.
Mayli se volvió a los ingleses y les preguntó qué dirección pensaban seguir.
Los ingleses cuchichearon entre sí. De lo que decían, sólo pudo recoger algunas palabras: «Lo mejor sería irnos cuanto antes…». «Cualquier sitio mientras haya blancos…». «Lejos de este país detestable…».
El más alto contestó:
—Pensamos continuar hacia el Oeste, en dirección a la India.
Todos miraron hacia Poniente, de donde venía la tormenta, cuyas nubes se elevaban cada vez más altas. El reflejo del sol abrillantaba su borde, pero su masa era negra y compacta.
—Viene una tormenta —le advirtió Mayli.
—Eso parece —dijo el inglés—. No será la primera que nos haya caído encima.
Vacilaron un momento, y el inglés, decidido, sacó del bolsillo la brújula que Mayli le había prestado para orientarse y, devolviéndosela, le dijo:
—Aquí tiene su brújula… Le quedo muy agradecido.
Estuvo tentada de decirle que se la quedara, pues los ingleses daban la sensación de quedar totalmente abandonados. ¿Hallarían el camino sin unos guías? Pero la brújula era un regalo de Chung y no quería desprenderse de ella. En consecuencia, la recogió en silencio. El inglés se puso el rifle al hombro. Estaba pálido y demostraba gran cansancio. En cambio, sus ojos manifestaban una firme resolución.
—Bueno —dijo—. Es mejor que nos vayamos.
Volvióse al punto y empezó a caminar a grandes pasos. Los demás ingleses le siguieron, alejándose camino adelante, hacia la India, mientras los chinos permanecían contemplando cómo sus figuras se hacían cada vez más pequeñas sobre el fondo negro y tormentoso del nublado amenazador. Finalmente, se perdieron dentro de la oscuridad. Entonces ocurrió algo inesperado y sorprendente. El hindú que había venido siguiendo lealmente a Sheng pareció haber reunido todas sus fuerzas, dio un brinco como si poseyera resortes de acero en su cuerpo y echó a correr a toda prisa tras los ingleses. No hizo ni un gesto, no profirió un grito, no pronunció una sola palabra de despedida. Silenciosamente corrió tras los blancos con sus pies desnudos, ágiles y elásticos, por el camino polvoriento. Como una rápida visión, vieron fugazmente su rostro salvaje, el blanco de sus ojazos tristes y el brillo de sus dientes. Y también desapareció.
Quedaron tan sorprendidos que ninguno de ellos atinó en hablar hasta pasado un buen espacio de tiempo. Sheng, entonces, preguntó a Charlie:
—¿Todavía llevaba consigo el cuchillo?
—Vive con él en la mano y no lo abandona ni durmiendo —contestó Charlie.
—Así, las perspectivas son malas —comentó Sheng ásperamente.
Empezó a soplar un fuerte viento que aumentó gradualmente de intensidad y que rugía y bramaba con siniestra potencia.
Mayli se sintió sobrecogida y por primera vez tuvo miedo, y, volviéndose hacia Sheng, le preguntó:
—¿Dónde vamos? Tengo miedo de la tormenta que se nos viene encima. No parece una tormenta corriente.
—Será muy fuerte —contestó.
Miró ansiosamente el nublado cielo y añadió gravemente:
—Realmente, debemos escaparnos cuanto antes.
Hacia el Este el cielo seguía despejado y azul.
—¡Volvamos a casa! —gritó de pronto Sheng.
Pansiao, al oír la palabra casa, chilló alegre:
—¡Oh! ¡Quiero ir a casa!
—¡A casa! ¡A casa! —suspiraron las muchachas.
—Entre nosotros y nuestras casas hay centenares de millas a través de montañas, selvas y ríos —dijo Mayli, tristemente—. ¿Podremos llegar tan lejos, a pie?
—Yo voy —contestó Sheng, obstinado, y empezó a caminar.
Pansiao corrió tras él, y tras ella siguió Charlie, y las muchachas fueron siguiendo una tras otra. Mayli quedó sola. Estaba tan fatigada que no se sentía capaz de avanzar un pie para empezar una caminata que se le aparecía como interminable. En lo alto brillaba el cielo puro y sereno; pero ¿no estaba demasiado cansada para seguir en aquella dirección? Súbitamente la acometió un deseo enorme de dormir y no despertar nunca más. Sheng se detuvo y, mirando atrás, le gritó:
—¿Vienes conmigo?
Mayli seguía vacilando. ¿Y si no llegaban a casa?
—¡Sheng! —gritó—. ¿Me prometes…?
Con aspereza y brutalidad parecida al chasquido de un látigo, interrumpió aquella voz trémula e implorante, gritando:
—¡Yo no hago promesas! ¡Yo no soy de esos hombres que hacen tantas promesas!
Estaba parado, alto y erguido. Si ella no le seguía y corría tras los ingleses, ¿no corría el peligro de la tormenta? Por el lado opuesto, la tierra brillaba acariciada por el sol bajo un cielo claro y despejado. ¿Qué podía hacer sino seguir a Sheng? Ciertamente, las promesas eran sólo palabras, y las palabras no eran más que burbujas de aire que salían fácilmente de los labios de los hombres para deshacerse y desaparecer como si nunca hubieran existido.
Mayli inclinó la cabeza. Aunque no había querido prometerle…
—¡Ya voy! —gritó.
… Entretanto, muy lejos, en la casa de Ling Tan, Jade estaba sentada frente a la puerta, mirando a sus hijos que jugaban en la huerta. Era cerca de mediodía y muy pronto llegarían Lao Ta y Lao Er para almorzar. Estaban segando el trigo. La cosecha había sido muy abundante, pero ya se habían preocupado de reducirla secretamente por dos veces, como hacían todos los campesinos de ese país dominado por los japoneses, de modo que cuando llegaran los inspectores no se darían cuenta de lo buenas que habían sido las cosechas. Por la noche trillaban el grano secretamente y luego lo ocultaban en barricas dentro de la cueva que construyeron bajo la cocina. Jade cosía una prenda de su marido y se lamentaba de la mala calidad del género. Los artículos de algodón ahora eran de pésima calidad; ésa era otra de las cosas que les habían traído los japoneses. Jade permaneció pensativa unos momentos, imaginando que algún día volvería a hilar nuevamente la antigua tela azul, fina y resistente, que duraba de padres a hijos. Algún día… cuando volvieran a ser libres… Sí, volverían a serlo. Lo sabía, lo presentía. No tenían ningún indicio, ni contaba con ninguna promesa, y, sin embargo, todos juntos, hombres y mujeres, en medio de tantos y actuales infortunios, habían empezado a acariciar nuevas; esperanzas nacidas en sus propios corazones y se sentían invencibles. Ensimismada en estos pensamientos, Jade levantó la cabeza de la faena y vio a los dos hombres que se acercaban con las hoces en la mano. Iban uno al lado del otro, resistentes y fuertes. Se levantó para entrar en la casa y poner la mesa. Pero se detuvo al oír la gritería de sus dos hijos mellizos. Se peleaban, y el más alto arremetía contra su hermano, que era de menor talla. El que nació último era más pequeño. Jade estaba a punto de salir en defensa de éste, porque lloraba y chillaba, acosado por su hermano. Pero desistió de hacerlo. Se quedó observándoles, esperando el final de la pelea. De pronto el menor dejó de llorar y chillar y, furioso, se lanzó contra su hermano, embistiéndole con la cólera pintada en el rostro y agitando los brazos como poseído de renovada fuerza; Jade sonrió.
—¡Bien, hijo mío! —le gritó—. ¡Lucha por ti mismo!… ¡Lucha! ¡Lucha!…
Y, contenta, entró en la casa.
F I N