El general había dispuesto sus unidades en la misma forma que planeó. Se había encerrado en un; mutismo absoluto día y noche y no podía olvidar la advertencia del americano. No obstante, no quería; reconocer su error. Había situado las tropas a lo largo del estrecho frente que él mismo estableció, y cuando por la noche se sentía atormentado por la inquietud, se infundía ánimos diciéndose a sí mismo; que el americano no tenía ningún derecho a aconsejarle, desde el momento que no había ganado ni una sola batalla. «Ese americano va siguiendo los pasos de los ingleses; ¿cómo podemos confiar en él?», pensaba amargamente. «Los blancos están; perfectamente unidos contra nosotros: han permitido que entrásemos en este país enemigo, pero no por eso nos han considerado sus iguales. Así, pues, que se unan entre ellos. Nosotros actuaremos por nuestra cuenta, ya que no somos tratados como aliados».
Día y noche estaba obsesionado por estos pensamientos y su cólera le hacía creer en una fuerza que no tenía, habiendo llegado a convencerse a sí mismo de que él, con sus hombres, podría resistir a todos los ataques de los japoneses, ya que por algo había luchado muchas veces contra ellos.
Ninguna de las mujeres sabía nada, excepto que debían cumplir con sus tareas diarias, que eran muchas. Las sandalias de los soldados estaban rotas; sus ropas, desgarradas. Algunos sufrían los efectos de las picaduras de escorpiones o arañas, que abundaban en gran número; otros padecían fuertes descomposiciones, debidas a las aguas encharcadas que bebían. Chung, que mientras asistía a los soldados se enteraba más fácilmente que las enfermeras de los rumores que corrían, estaba dominado por una creciente inquietud. Una tarde, Mayli remendaba su chaqueta, haciendo uso del bolso que le había regalado Liu Ma. El doctor se sentó a su lado, en el suelo, y le dijo en voz baja:
—En el supuesto de que seamos atacados y derrotados, ¿ha pensado en algún plan para salvar a las enfermeras y para salvarse usted misma?
Mayli se había formulado muchas veces esta pregunta, pues no ignoraba que las muchachas, en caso de un desastre, acudirían en seguida a ella, y respondió:
—Permaneceremos en contacto con el ejército mientras sea posible; pero, si no podemos, nos meteremos en la jungla y nos ocultaremos. No creo que podamos hacer otra cosa.
—Quiero hacerle un regalo —dijo Chung, y, sacándose una brújula del bolsillo, añadió—: Tome, así podrá dirigirse hacia el Oeste y alejarse del enemigo.
Mayli aceptó el obsequio y lo guardó en su bolsillo.
—Se lo agradezco mucho —dijo, y continuó cosiendo.
El doctor la miró pensativamente, comparando cuán distinta era esta mujer de ahora, de aquella muchacha bonita, despreocupada y decidida que vio por primera vez. Había adelgazado y estaba curtida como una campesina. Su cabello negro, quemado y descolorido por el sol, presentaba una serie de manchas de un tono castaño claro. La cara y los brazos eran muy oscuros. Los labios, antes frescos y lozanos, habían adelgazado y estaban siempre resecos. Las cejas eran mucho más arqueadas y daban al rostro un aspecto pensativo. Tenía las manos ásperas y duras y las uñas estropeadas, debido a que realizaba las más duras faenas. Los tiempos que corrían no eran los más a propósito para coquetear ni para entretenerse prodigando insinuantes sonrisas. Realmente, muy contadas veces Mayli sonreía.
Como si sintiera el peso de aquella mirada, Mayli levantó los ojos. Se cruzaron ambas miradas y el doctor reconoció en la de la muchacha su característica rectitud y serenidad. Pero ninguno de los dos habló. ¿Para qué hablar? ¿Qué podía decirse de bueno sobre el día de hoy o los venideros?
Chung se levantó, inclinó levemente la cabeza y se alejó, sin suponer, seguramente, que nunca más volvería a ver a aquella muchacha a quien había enseñado a comportarse como un compañero y como un hombre.
… Al amanecer, amparados en la tranquila calma de los campos circundantes, los japoneses cayeron de improviso sobre los chinos. Los primeros soldados que se levantaron divisaron una nube en el horizonte, hacia el sur. Pero nadie hace caso de una nube. Muchas mañanas amanecía nublado hasta que el sol se levantaba, y, sin una nube era más amarilla que otra, a nadie sorprendía, pues en este país todo era extraño.
Pero esta nube era motivada por el polvo que levantaban los vehículos que conducían los japoneses protegidos por una escuadrilla de aviones que, en un abrir y cerrar de ojos, aparecieron en el cielo y se les echaron encima.
—¡Maldición! ¡Maldición! —gritaban los soldados chinos, corriendo de un lado para otro presa de pánico y desesperación.
El general, que no había dormido en toda la noche, salió apresuradamente de su tienda para imponerse de lo que sucedía. En el mismo momento, un aeroplano descendía vertiginosamente, casi en línea vertical, y disparó simultáneamente sus ametralladoras, alcanzando al general en el pecho. Cayó sin haber tenido tiempo de sentir el miedo, pues su muerte fue instantánea.
Unos pocos soldados le vieron caer, pero los japoneses se habían infiltrado por todas partes. Desde el cielo y por tierra arremetían contra todo y el fuego detenía y derribaba a quien pretendiera escapar. La lluvia se metralla era incesante y general y cada cual pensaba en sí mismo y en su propia salvación.
Chung dejó caer pesadamente sus brazos y quedó inmóvil.
—¡Estoy perdido! —murmuró débilmente, y miró hacia el cielo.
Los japoneses atacaban con ímpetu salvaje, rodeaban a los soldados y los aislaban en pequeños grupos que en seguida aniquilaban con la mayor facilidad. Toda la división desapareció en pocos momentos; desapareció totalmente, como si nunca hubiera existido. Lo que no fue alcanzado desde el aire fue destruido y aniquilado furiosamente desde tierra. La batalla duró un espacio de tiempo tan corto que el sol apenas si se había elevado por encima de las nubes. Y los camiones y aeroplanos prosiguieron con furia arrolladora hacia el Norte, como un tifón compuesto de hombres y vehículos, que dejaba tras sí un horrible esparcimiento de cadáveres a lo largo del camino que bordeaba la selva. Unos cuantos lograron escaparse en la jungla, entre ellos Mayli, Pansiao, Siu-chen, An-lan y Wsieh-ying.
Mayli se quedó muy preocupada después de haberse alejado el doctor, y no pudo conciliar el sueño. «Si no temiera algo, no hubiera venido a verme», se decía. Y, cuanto más pensaba en el enemigo y en su manera de tratar a las mujeres, tanto más aumentaba su inquietud. Finalmente, alzóse de la cama y despertó a Pansiao y a las tres compañeras, diciéndoles:
—Estoy muy inquieta. Levántense y escúchenme.
Se quedó ante ellas vacilando, sosteniendo la luz que llevaba en la mano, y contemplando a las; demás muchachas, que dormían en una gran confusión, acusando manifiesto cansancio y evidente suciedad. Sintió una profunda piedad por todas ellas. «¿Las despierto o no?», se preguntaba. Miró hacia la oscuridad del cielo y luego, a la luz de su lámpara para, volvió a contemplarlas tendidas. Ni una sola se movió lo más mínimo. La noche era tan tranquila que Mayli lamentó haber cedido a sus temores y no creyó procedente despertar a ninguna otra. Volviéndose hacia las despiertas, les dijo que volvieran a dormir.
—No debí interrumpir vuestro sueño, aunque estuviera inquieta —les dijo—. Al fin y al cabo, no sé lo que ocurrirá.
Volvieron a acostarse, y Mayli, haciendo un esfuerzo para disimular el miedo, antes de dejarlas les recomendó.
—No obstante, en caso de que sucediera lo que temo, traten de alcanzar la selva en seguida. Corran directamente hacia el Oeste, intérnense unas dos millas y busquen un buen sitio. Una vez situadas, aguárdenme.
Las enfermeras se sintieron dominadas por el terror y Pansiao empezó a llorar calladamente.
—¡Me das miedo, hermana mayor!
—No tienes por qué asustarte —contestó al momento Mayli—. Vuélvete a la cama y duerme —le ordenó, y se fue a su propio lecho.
Se culpaba interiormente, pues en el fondo, la inquietud y el insomnio de que era víctima, en gran parte se debía a la profunda preocupación que le ocasionaba la desaparición de Sheng. Si todavía vivía, ¿le volvería a ver? También podía haber sido hecho prisionero. Todo parecía sombrío, todo eral incertidumbre. No podía dormir, ni tenía apetito; la comida que se llevaba a la boca le sabía a tierra.
Se tendió en la cama y así permaneció inmóvil y desvelada, y así la encontraron los primeros y distantes rugidos de la aviación. Levantóse de un salto y miró ansiosamente al cielo. Vio aquella misma nube amarilla y se dio cuenta de que no era una nube corriente. Se puso a gritar despertando a las mujeres, y corrió hacia los heridos y enfermos.
—¡Corran! ¡Corran! ¡Huyan los que puedan huir! ¡Los que no puedan levantarse que se pongan de cara al suelo!
Mientras daba estas instrucciones, los aeroplanos descendieron sobre el campamento. Mayli se arrojó al suelo, pero vio cómo Chung caía muerto.
¿Quién podría decir por qué algunos alcanzan la gracia de seguir viviendo y otros, en cambio, son recibidos por la muerte? Mayli yacía inmóvil, con la cara oculta entre los brazos y sin protección alguna entre ella y los enemigos. Sentía el intenso calor del fuego que le llegaba de todas partes y oía los distintos sonidos de las armas. Unos parecían rugidos, otros quejidos y otros una violenta vibración. Su cuerpo seguía indemne, pero no intentó siquiera levantar la cabeza, antes al contrario, permaneció tendida en una inmovilidad absoluta.
«Debo de estar muerta —pensaba—. La muerte debe de ser así. No volveré a levantarme jamás ni podré volver a pronunciar una sola palabra. Éstos son los últimos pensamientos que tengo».
Tenía la clara percepción del trabajo que hacía su cerebro, lleno de lucidez, y en forma que le precisaba los instantes de su muerte. «Un buen cerebro», se decía. «Ha sido un buen cerebro». Su cuerpo también palpitaba y vivía. Sentía los latidos de su corazón, notaba la flexibilidad de sus músculos y la dureza de sus huesos. Nunca se había sentido con tanta plenitud de vida como en este momento que esperaba una muerte inmediata que acabaría con ella para siempre. «Ahora quisiera haberme casado con Sheng», pensaba con ímpetu ardiente. «¡Si tan sólo hubiese dormido una vez con él…! ¡Qué pérdida irreparable, haber vivido todos esos meses tan desolada…!».
Tales eran sus pensamientos en aquellos momentos en que se creía próxima a morir. «¡Sheng! ¡Sheng!», repetía. «¡Mi cuerpo se muere sin haber vivido!». Y, mientras esperaba extinguirse, lo que más lamentaba era ese «no haber vivido».
Pero la muerte no llegó. Los japoneses prosiguieron su camino como una furia, y Mayli quedó tendida, viviente, en un campo sembrado de muertos. El estruendo se fue apaciguando y el roncar del los aviones se convirtió en un zumbido lejano que por último, se extinguió totalmente. La batalla había terminado. El sol, indiferente, seguía subiendo; en el espacio, como todos los días. Mayli, por fin, levantó la cabeza, para comprobar que a su alrededor no había nadie. Se levantó y quedóse parada sintiéndose como perdida y pequeña en medio de aquella desolación. Durante unos instantes se quedó contemplando aquellos cuerpos retorcidos, desgarrados, sangrantes, en horrible confusión. Allí estaban también sus compañeras, a las que la muerte sorprendió dormidas. «¡También debí despertarlas!», gritó. Luego se volvió inconscientemente, sintiéndose como enferma, y echó a correr, tropezando y sollozando, en dirección a la selva.
… A pesar de sus esfuerzos, Sheng y sus compañeros no consiguieron adelantarse a los japoneses, cuyos vehículos iban mucho más aprisa que los pies del hombre. Finalmente, cuando llegaron al lugar de la batalla, sólo encontraron un montón de cadáveres condenados a pudrirse bajo los rayos del sol y los súbitos chaparrones que caían cada dos horas sobre aquella tierra ardiente. A simple vista era lógico pensar que nadie había escapado de la muerte. Encontraron el cadáver del general. Estaba tendido ante su tienda, de bruces al suelo, tal como cayó. Los japoneses se habían quedado con las armas y su insignia. Sheng lo puso de espaldas al suelo y contempló su rostro. ¿Podría lamentarse sólo de esta muerte?
—¿Dónde están las mujeres? —murmuró entre dientes, dirigiéndose a Charlie—. Conocía a una.
—¿Sí? —preguntó Charlie—. Yo también.
Y se miraron, en, medio de tantos muertos. Los japoneses habían seguido en dirección a Lashio, hacia el Norte, para cortar la Gran Ruta que comunicaba con China. Se habían salvado de ellos, pero ¿quién les libraría de su angustia?
Sheng sentía necesidad de pronunciar el nombre de Mayli, como si el eco de su nombre pudiera mitigar el temor que le dominaba, y dijo a Charlie:
—Me refiero a una muchacha alta, que se llamaba Wei Mayli.
—¡Aquélla! —exclamó Charlie, y por un instante pasó por la imaginación de Sheng, como un relámpago, el presentimiento maligno de que los dos amaban a la misma mujer. Pero Charlie continuó en seguida—: La que yo conozco es una chiquilla que siempre seguía a Mayli como si fuera un perrito.
—¡Es mi hermana! —gritó Sheng—. ¡Pansiao!
—¿Pansiao es tu hermana?
Y los dos muchachos, en medio de la desolación que les rodeaba, se estrecharon las manos efusivamente, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Hubieran querido seguir hablando, pero el inglés les interrumpió.
—¿Qué se proponen hacer, muchachos? Espero que ahora me darán la razón. Debíamos haber marchado hacia la India.
… ¿Podían hacer otra cosa, Sheng y sus compañeros, en estos momentos, que dirigirse a la selva, dónde cuando menos estarían lejos de la horrible visión que les rodeaba? Luego determinarían lo que debían hacer. Pero ni Sheng ni Charlie quisieron abandonar el lugar sin antes haberse cerciorado de que Mayli y Pansiao no estaban entre los muertos. Había muchos conocidos suyos, pero era imposible dar sepultura a tantos muertos. Colocaron algunos en mejor posición, para que, cuando menos, estuvieran tendidos decentemente, y taparon al general con un trozo de tela de la tienda, a fin de preservarlo de las moscas. Buscaron las mujeres y, no encontrándolas, se dirigieron hacia la selva, en busca de un poco de sombra, pues en aquella hora el calor era intenso y las moscas, cuyo número había aumentado de un modo alarmante, les acosaban con insistencia. Fueron a por agua y comieron los pocos alimentos que llevaban en los bolsillos y que habían comprado con el dinero que el comerciante chino entregó a Sheng. La jungla era aquí muy espesa y resultaba difícil encontrar un sendero. El hindú les guiaba. Descubrió el único y casi imperceptible vericueto y siguieron el mismo camino que había emprendido Mayli y sus compañeras unas cuatro o cinco horas antes.
Por este sendero, Mayli encontró a las cuatro muchachas. Corría inconscientemente hacia el interior de la jungla y tropezó con ellas, que estaban esperándola en silencio y aterrorizadas. Había empezado a llover y las gotas, al caer sobre las hojas producían un tamborileo que apagaba el ruido de los pasos, lo cual aumentaba su miedo, temerosas de que los enemigos aparecieran de improviso. Por eso no oyeron los pasos de Mayli y quedaron sorprendidas con su presencia. Las muchachas le cogieron las manos y la llevaron seguidamente al estrecho círculo que formaban, mientras las lágrimas se confundían con el agua de la lluvia que corrí«por sus mejillas. Mayli se echó hacia atrás el pelo mojado, mientras interiormente se preguntaba que haría de ahora en adelante. ¿Dónde irían en ese país enemigo, y cómo podrían cinco mujeres escapar de los japoneses y encontrar nuevamente a la» supervivientes de los suyos? Las hojas de los árboles, empapadas de lluvia, eran de un verde intenso y los monos que colgaban de las ramas miraban asombrados hacia el suelo, separando las hojas como si fueran seres humanos. Mayli sentía escalofríos de horror al ver las caras de esos animales, pues sabía que el enemigo también se escondía entre los árboles y no sería nada de extraño que hubiera japoneses ocultos entre los monos. Hubo un momento en que todas llegaron a sentir la evidente presencia de los japoneses, y mutuamente iban contagiándose el pánico, hasta el punto de que, no pudiendo resistirlo más, se cogieron de las manos y echaron a correr hacia el camino. Mayli fue la primera en recuperar el aplomo y, deteniendo a las otras, les gritó:
—¡Detengámonos! ¡Detengámonos! ¿Estamos locas? ¿Dónde vamos?
Las muchachas se detuvieron y miraron a Mayli. Pansiao, cansada y miedosa, empezó a llorar. Ante aquellos rostros, Mayli comprendió que debía pensar por ellas y se esforzó en tranquilizarse a sí misma, diciéndose que debía decidir serenamente qué debían hacer. La lluvia había cesado y en el suelo y en las hojas mojadas brillaba una suave luz verde. Si se hubiesen encontrado en otras condiciones, habrían apreciado la belleza de aquel momento, pero para ellas aquella luz era solamente extraña y peligrosa, y los árboles, con sus hojas salpicadas de gotas brillantes, sólo eran consideradas como un refugio chorreante y poco acogedor. Estaban cansadas y teman hambre y sed. La lluvia había convertido el suelo en un barrizal y no encontraban agua clara ni fuente alguna.
En ese momento oyeron el crujido de unas pisadas a través de la selva y el sonido de unas voces. Se arracimaron una junta a otra, encogiéndose y temerosas de que apareciera el enemigo: para ellas el peor peligro. Hasta ahora habían demostrado su fortaleza y soportado las mismas fatigas y penurias que los hombres, compartiendo por un igual las alternativas de la lucha y realizando las mismas marchas. Pero ahora sólo se sentían mujeres. Al oír voces humanas se olvidaron de todo, para sólo recordar que eran mujeres y que podían ser víctimas de aquellos hombres. Formando un compacto grupo, permanecieron en silencio, con los ojos fijos en la dirección de donde venían las voces. El sendero estaba al lado de ellas y no había tiempo de retroceder más hacia el interior de la selva, aparte de que tampoco podían hacerlo por temor a ser oídas. Las voces eran más próximas y escucharon. Decían: Mayli oyó una voz quejumbrosa, que se lamentaba en inglés:
—Les digo, muchachos, que si seguimos caminando, mañana mis pies quedarán sin botas.
Mayli, con un gesto, indicó a las muchachas que guardaran silencio y, separándose de su lado, avanzó unos pasos. Apartó las ramas en que se ocultaban y vio a tres jóvenes blancos sentados al borde del sendero. Sus ropas estaban hechas un harapo y cada uno sostenía un rifle en la mano. Uno de los tres se había descalzado una bota y la contemplaba con melancolía. Mayli avanzó unos pasos sigilosamente. No sabía si hablarles en seguida o esperar. Estaban pálidos y parecían agotados por la fatiga. Eran muy jóvenes, poco menos que adolescentes, y sin duda andaban extraviados. Mayli decidió hablarles.
—Hello! —pronunció en voz no muy alta—. ¡Hello!
Se levantaron de un brinco, empuñando los rifles y buscando el sitio de donde había salido la voz.
—¡Oiga usted! —exclamó con voz grave el que se había quitado la bota—. ¿Es usted amigo o enemigo?
Mayli acabó de salir de la maleza que la ocultaba a medias y les dijo:
—Soy amiga, puesto que soy china.