CAPITULO XX

Esa última noche, Mayli escribió una carta a Sheng. Era breve y sencilla, porque no sabía qué miradas indiscretas podrían ponerse sobre ella.

Sheng:

Partimos mañana al amanecer, por órdenes recibidas. El americano podrá decirte dónde vamos, si no puedes encontrarnos de otra forma. Si puedes seguirnos, yo estaré esperándote día y noche, lo mismo que tu hermana. Creo que vives, pues, de no ser así, ¿no lo habría sabido?

Acabada esta breve carta, Mayli se quedó sentada, preguntándose si debía escribir a alguien más. Sabía perfectamente que quizá nunca regresaría de la campaña que ahora emprendía el general. Reconocía que debían obedecer fielmente a su superior, Pero también recordaba las advertencias del americano y la indicación de que aquel plan era una locura, desde el momento en que no contaba con suficiente tropa para llevarlo a término con éxito. En el caso de que muriera durante esta campaña —porque el enemigo no perdonaba a hombres ni a mujeres—, ¿a quién más tenía que escribir? Pensó en su padre, en América. Ciertamente, si a alguien» debía escribir era a él; pero, sin embargo, no lo 8 haría, no podía hacerlo. Le parecía tan lejano su padre… Él ignoraba cuanto se refería a su vida actual y a los servicios que prestaba, y, ¿cómo podría explicarle ahora dónde estaba y por qué causa? Había callado durante tanto tiempo, que ahora era mejor seguir guardando silencio. ¿No había nadie más por quien sintiera interés en decirle que ésa era su última noche antes de emprender una gran campaña? Y mientras meditaba pensó en la familia de Sheng, allá en la lejana aldea cerca de Nanking. A ellos sí que podía escribirles. Sabían lo que significaba una batalla. Conocían a los japoneses y se darían cuenta del peligro que les amenazaba. Sin dudar un momento, con sus claros y rápidos trazos escribió una carta a Jade, exponiéndole exactamente la verdadera situación. Le decía que Sheng no había vuelto, pero que no lo consideraba muerto y que a la mañana siguiente partirían todos hacia un nuevo frente de batalla. Cuando hubo terminado, reflexionó si debía decirles algo más. La noche era oscura, el aire pesado a causa del calor. Sentada dentro de su pequeña tienda, escribía a la luz de una lámpara con pantalla de papel. Alrededor de la luz revoloteaban algunas mariposas nocturnas y algunos insectos. Giraban alrededor de su cabeza y luego caían pesadamente sobre el papel. De cuando en cuando los barría con una manotada y seguía escribiendo:

Debo decirles que nuestros aliados no nos han protegido ni sostenido, de modo que no tendrán grandes esperanzas de triunfar cuando siempre estamos retrocediendo. Además, puedo decirles que aquéllos a quienes vinimos a libertar nos han traicionado. La noche es oscura. ¿Quién puede vislumbrar el mañana? Sin embargo, les envío mis mejores deseos. Si vivimos, algún día volveremos a casa nuevamente, Sheng y yo.

Desde que mantenía correspondencia con ellos, esa carta era la que más se acercaba a una confesión de que Mayli y Sheng algún día se casarían. Y, mientras lo escribía, una honda ternura surgió del fondo de su corazón, afirmándose en el convencimiento de que no podía creer muerto a Sheng, mientras no viera con sus propios ojos su cuerpo sin vida. Después cerró las cartas. En una escribió la dirección de Jade y la otra la entregó a la birmana para que la diera a su marido, explicándole:

—Diga a su marido que debe buscar a un muchacho alto, de cara ceñuda, que está herido en un brazo. Cuando lo encuentre, le entregará inmediatamente esta carta.

La mujer, que estaba contentísima con su hijo, prometió a Mayli que cumpliría su encargo, agradecida por las atenciones que le habían dispensado. Y eso fue todo lo ocurrido la última noche, antes de emprender la nueva marcha.

… La carta que Mayli escribió a Jade fue llevada por un mensajero; luego, partió en avión; luego pasó a manos de otro mensajero hasta que, finalmente, después de haber atravesado el suelo enemigo y pasado de mano en mano por las de los guerrilleros de las colinas, fue a dar con el último mensajero, que, por los medios más difíciles y después de errar por muchos lugares, la hizo llegar a la aldea de Ling Tan y por último a casa de éste.

Desde la muerte del viejo hombre de letras, no quedaba en la aldea nadie que supiera leer, excepto en casa de Ling Tan, de modo que siempre que llegaba una carta la llevaban allí para que Jade la leyera. Gracias a sus conocimientos, Jade había adquirido fama de mujer inteligente y sensata, y las mujeres de los alrededores acudían a ella en demanda de consejo para solucionar sus cuitas. Unas le consultaban sobre el modo de criar a los niños. Otras le preguntaban lo que debían hacer para que sus gallinas pusieran huevos, o para hacer desaparecer un forúnculo o curar cualquier otro mal. Incluso pedían qué podía hacerse para curar el estrabismo de un niño y otras cosas semejantes, creyendo que Jade podía realmente ayudarles, leyéndoles los consejos e indicaciones de los libros. Más tarde, con el tiempo, su propia inteligencia le permitió estudiar y resolver infinidad de problemas que las mujeres le presentaban. Sus consejos casi siempre resultaban tan acertados que su popularidad fue en aumento, y Jade llegó a ser conocida en la aldea y sus alrededores como mujer a quien podía acudirse en busca de buenos consejos. Incluso el cielo era clemente con ella, pues había hecho que Lao Er no mirara jamás a otra mujer. Su corazón sólo descansaba en ella y en sus dos hijos, que habían crecido en un ambiente de tranquilidad y sosiego. Nunca estuvieron enfermos y cuando Jade dejó de amamantar a los mellizos, continuaron su desarrollo normal, sin adelgazar ni adquirir malos hábitos. La misma Ling Sao, en vista de la forma irreprochable como su nuera criaba a sus nietos, tuvo que abandonar sus continuas quejas. De modo casi imperceptible y cada vez en mayor grado, iba abandonando la dirección de la casa en manos de Jade, que, sin dar importancia a la cosa ni preocuparse, tomó sobre sí las responsabilidades del hogar de Ling Tan, con tanta delicadeza y suavidad que nadie sintió nunca el veneno de su lengua ni el peso de su mano. La misma mujer de Lao Ta, a pesar de ser la mayor, aceptaba la dirección de la más joven, y gracias a Jade, que se preocupaba para que hubiera paz en la casa, se habían acabado los rozamientos entre Ling Sao y la mujer de su primogénito. Jade siempre sabía apaciguar el ánimo de su suegra, que, a medida que envejecía se hacía más irritable, y asimismo sabía consolar a la mujer de Lao Ta, que lloraba con mucha frecuencia. Actuaba con tacto tan fino que nadie se sentía molestado, de modo que Lao Ta nunca dejó de sentirse el primogénito, y Ling Sao conservaba su puesto de honor entre las mujeres. En cuanto a Ling Tan, siempre que necesitaba algo, recurría a Jade y sólo quería ser atendido por ella, Y así seguía sosteniéndose la casa, a pesar de las circunstancias adversas de los tiempos que atravesaban. Ling Tan y Lao Er ideaban los medios más astutos para engañar a los japoneses con las cosechas, el número de aves de corral y peces con que contaban. Aparentemente carecían de todo, pero en secreto se alimentaban con abundancia. La cueva de la cocina les servía para guardar pescado salado, carne de ave previamente secada al sol, jamón y carne de cerdo salada, repollos, nabos y barricas llenas de arroz. Los niños crecían tan sanos y fuertes que Lao Er les enseñó a ocultarse en cuanto veían acercarse a algún japonés, temeroso de que su aspecto fuera considerado demasiado saludable para unos derrotados.

Durante esos años, sólo había habido una causa de aflicción en la casa: que la mujer de Lao Ta, en dos años, aún no hubiera conseguido tener un niño. Ella no podía dejar de reconocer que tenía diez años más que su marido. Era tanta su impaciencia, y tantos sus deseos, que dos o tres veces, creyendo haberlo conseguido, anunció demasiado anticipadamente la noticia a su marido, para luego tener que confesar que se había equivocado. A la tercera vez, Ling Sao se irritó mucho y le dijo:

—No vuelvas a decirme que llevas un niño, mientras tu vientre no esté tan abultado que yo misma pueda verlo con mis propios ojos.

Al oír estas palabras, la esposa de Lao Tan echóse a llorar y Ling Sao, al verlo, prosiguió ásperamente:

—Aun así, también podría ser que no hubiera nada, porque ha habido mujeres que estaban llenas de aire y engañaban a todos, y cuando daban a luz no echaban fuera más que una bolsa llena de aire.

Finalmente, cuando fue evidente que tendría un hijo, Ling Sao no quiso creerlo hasta el momento del parto. Pero, por desgracia, nació una niña, y tan pequeña y raquítica, que Ling Sao se sintió disgustada y decepcionada. Ese nacimiento fue de nuevo motivo de preocupaciones en aquella casa. Jade, en secreto, se puso de parte de la recién nacida, y procuró en lo posible atenuar el disgusto que su Presencia producía a Ling Sao. Como ésta siempre había sido muy fuerte y sus hijos se habían criado bien robustos, ahora sentía vergüenza de que un descendiente suyo fuese tan raquítico y amarillo como esa pequeñita.

—¡Come! —le gritaba—. ¡Come!

Y si la niña se ponía a gritar, asustada por aquellos gritos, y no podía acabar la comida, Ling Sao todavía se enojaba más. Esta escena se repetía a diario y constituía un problema, de modo que Jade tomó a la criatura por su cuenta y la regalaba con platos que ella misma le preparaba y que sabía le apetecían. Tal vez a causa de que siempre le sonreía y nunca le gritaba que comiera, la niña comía algo de las buenas cosas que Jade le preparaba.

Entretanto, y bajo la calma aparente de su rostro y tras sus ojos amables y dulces, Jade meditaba para sí sus propios pensamientos, que no comunicaba a nadie, ni siquiera a Lao Er. Sus pensamientos siempre se referían a Mayli y a Lao San o Sheng, como sabía que ahora le llamaban. Desde el día —ahora muy lejano— que Lao Er le había dicho que no debía abandonar este hogar para dirigirse a tierras libres, Jade se había refugiado en sus pensamientos, que ocultaba a todos.

—Nuestro deber nos impone quedarnos aquí, con nuestro padre, y salvar nuestra tierra —le había dicho Lao Er—. Y aquí debemos aguardara hasta que llegue el día de la libertad.

Por eso Jade pensaba en Sheng y en Mayli, confiando siempre en que algún día, junto con muchos otros, libraría al pueblo de los odiados japoneses. Si aquéllos en que tanto confiaba no conseguían vencerlos, entonces debería admitir la seguridad de que sus hijos crecerían y vivirían como unos esclavos en su pueblo conquistado. Ella podía alimentarlos bien, a escondidas, y conseguir que se criaran sanos y fuertes, pero ¿para que servirían los hombres sanos y fuertes, si debían vivir bajo la esclavitud? Pensativa, a menudo levantaba sus ojos al cielo estrellado, en las noches en que estaba desvelada, y sus pensamientos la corroían. Otras veces se quedaba contemplando, en medio de sus quehaceres, los verdes campos soleados, sintiendo el corazón oprimido por el ansia de volver a ser libre. Entonces lloraba. Pero lloraba interiormente. Su llanto no podía asomar a sus ojos, porque no quería que nadie supiera sus preocupaciones. «Si no podemos ser libertados, más valdría que nuestros hijos murieran ahora, en su infancia», pensaba.

Y Mayli le había mandado su carta, diciendo que Sheng había ido a salvar a los blancos y que no había regresado nadie ni nadie sabía su paradero. Leyó detenidamente las palabras que Mayli había escrito: «Estamos en constante retirada», y releyó repetidamente: «Aquéllos a quienes venimos a libertar, nos han traicionado».

Afortunadamente, cuando Jade leyó esta carta estaba sola. El verano empezaba a ser muy caluroso y los miembros de la familia dormían la siesta. Ella no había querido acostarse porque los anhelos de libertad que roían su corazón y que la obsesionaban la tenían insomne. Mientras los demás dormían, se había acostumbrado a quedarse sentada a la sombra de los bambúes del patio. Hoy, dejando de coser la suela de un zapato, leyó la carta que le había entregado un campesino que la había recibido de un mensajero secreto. Después de leerla, Jade, que nunca lloraba, dejó que sus lágrimas brotaran de sus ojos y se deslizaran suavemente por sus mejillas. Si aquéllos en quienes confiaba para conseguir la libertad habían sido derrotados y traicionados, ¿qué esperanza quedaba para sus hijos? Durante un rato estuvo pensando, con las mejillas todavía húmedas por las lágrimas, si debía leer la carta a sus familiares o no, pues sabía que si se la leía destruiría sus esperanzas. Jade creía que era más fácil ocultarla y guardarse las malas noticias para ella sola, que tener que oír las lamentaciones de la madre de su marido y soportar las maldiciones del padre. Pero, por otra parte, no se atrevía a callarles del todo las noticias referentes a su propio hijo. Por último, después de larga meditación, se levantó y encaminóse a su dormitorio, donde Lao Er dormía la siesta. Estaba tendido en la cama. Sólo llevaba un corto pantalón azul y el resto del cuerpo completamente desnudo. Jade se quedo mirándole, tristemente. Le amaba, y al mismo tiempo sufría por él. Se pasaba los días engañando al enemigo y corriendo el riesgo de ser descubierto. Desperdiciaba su vida. Pero; había dejado de hablarle sobre el particular desde el día en que ella, ante la angustia del constante peligro que él corría, le había gritado que no podía seguir soportando esa vida de constantes zozobras. Su marido le contestó:

—Hago lo que debo hacer, y me sería mucho más sencillo si tú no me hablaras del asunto.

Suspirando, pasó cariñosamente la mano por su hombro desnudo. Pero, aunque apenas lo rozó, Lao Er se despertó inmediatamente, en un gran sobresalto que demostraba el continuo temor en que vivía. Al ver a su mujer, avergonzándose de su espanto y, enjugándose el sudor del rostro, dijo:

—Soy un tonto.

Jade no contestó, pues sabía muy bien a qué se refería, y sólo dijo:

—He recibido una carta de Mayli, con malas noticias. Debes aconsejarme si es mejor ocultarlas o si debemos comunicarlas a la familia.

Jade leyó la carta a Lao Er, que escuchó ceñudo, maldiciendo en voz baja y golpeándose las rodillas, sentado al borde de la cama. Terminada la lectura, permaneció sentado un rato, meditando. Jade aguardó, sin interrumpirle. Por fin, Lao Er dijo:

—¿Qué sacaremos dándolo a conocer a los viejos? Saben que morirán antes de volver a ser libres, pero tienen la esperanza de que sus hijos disfrutarán nuevamente la libertad. Tú sabes la confianza que mi padre tiene en la promesa que hicieron los blancos. ¿Qué pensará, si sabe que nos han traicionado? ¿Crees que podrá vivir? Si lo comunicamos a nuestro hermano mayor, no sabrá ocultarlo a su mujer, y ella no puede ocultar nada a mi madre. No. No confiemos a nadie estas noticias. Al menos, hasta que sepamos con certeza si mi hermano está vivo o muerto.

—Me alegra que pienses así —contesto Jade—, porque eso es lo que yo quería hacer y no me atrevía sin antes consultarte.

Se levantó y, doblando cuidadosamente la carta, la ocultó en el fondo de un baúl donde guardaban la ropa de invierno. Cuando terminó miró a Lao Er y éste miró a su esposa. Ambos comprendieron sus pensamientos. Jade se acercó a su marido y permanecieron unos instantes con las manos juntas, mientras pensaban en sus hijos. Después de carraspear, Lao Er dijo:

—Debo volver al campo.

Jade enjugó las lágrimas y dijo a su vez:

—Ya es hora de que se levanten todos. Llamaré a tus padres.

Y, desde este día, estos dos seres llevaron interiormente, en secreto, su propia desesperación.

La birmana guardó la carta que le entregara Mayli para Sheng, en un bolsillo interior de su chaqueta, y allá permaneció olvidada durante seis días, después que regresó a su casa. De momento, las faenas de la casa hicieron que se olvidara del encargo, y luego el estado de su marido, que, si bien de buen principio se puso muy contento con su llegada, después se volvió sombrío a medida que iba contemplando a su hijo, porque le parecía ver algo en su carita que no hacía pensar en nada a la suya, a pesar del lunar que ostentaba detrás de la oreja. Se vio precisada a complacerlo y halagarlo, y, debido a esas preocupaciones, había olvidado por completo la carta. Una mañana, cuando se disponía a lavar la chaqueta, y al examinar los bolsillos antes de sumergirla en el agua, apareció la carta y se dijo que nada irreparable había ocurrido, pues, si bien la había olvidado, en cambio no la había perdido. Púsola en la chaqueta que llevaba y allí la tuvo dos días más, al cabo de los cuales acordóse nuevamente del encargo y la sacó del bolsillo para entregarla a su marido. Precisamente, éste había «ido aquella misma mañana, en una reunión de comerciantes chinos de la ciudad, que una división completa del ejército chino había sido aniquilada, excepto dos o tres individuos que habían podido salvarse y, después de regresar, vagaban extraviados buscando a sus compañeros, que se habían marchado hacía días. Cogió la carta y, cuando su esposa le hubo explicado que se trataba de un encargo de Mayli para un soldado joven y alto, le pegó en la cara por su olvido y se apresuró a volver con la carta a la reunión, donde todavía encontró algunos compañeros y les pregunto por los soldados chinos que habían regresado. Pero ¿qué podían saber, aquellos comerciantes, de los soldados?

—Vamos a visitar al americano —dijo finalmente uno de ellos—. Todavía está aquí.

Todos estuvieron de acuerdo en que era lo más acertado, y juntos se trasladaron al próximo campamento, preguntando por el americano, que les recibió muy amablemente.

—¿Podría usted indicarnos qué camino tomaron los soldados chinos que han regresado?

—Hacia el Noroeste —repuso el americano—. Es cuanto puedo decirles.

Pero esta indicación no era suficiente para lo que ellos necesitaban, y los comerciantes se inclinaron ceremoniosamente, retirándose. Después alquilaron unos pequeños asnos y, montándolos, siguieron el camino principal en dirección al Noroeste, recorriéndolo durante medio día. De paso preguntaban en las aldeas y exploraban los caminos próximos, hasta que, finalmente, divisaron a cuatro hombres y no a tres, que caminaban delante de ellos. Apresuraron la marcha y, al alcanzarlos, se encontraron con dos chinos, un inglés y un hindú, con las ropas andrajosas, sucios y agotados. Uno de los chinos era tan alto que el comerciante, sin vacilar, se metió la mano en el bolsillo y, sacando la carta, se la mostró preguntándole:

—¿Es usted el interesado?

Sheng miró el sobre y, viendo que en él estaba escrito su propio nombre, contestó:

—Sí, yo soy.

—Entonces he cumplido con mi deber —dijo el comerciante y, entregando algunas monedas a Sheng como presente y deseándole buena suerte, emprendió el camino de regreso con sus compañeros.

Sheng estaba más que asombrado mirando la carta; pero ¿quién podía comprender nada de las cosas extrañas que sucedían? Él no podía suponer que esa carta llegaba a sus manos gracias a que Mayli había atendido a una birmana que había dado un hijo a su marido chino, que hasta entonces no había tenido ningún hijo. Lo único que podía hacer —y es lo que hacía— era admirarse de que una carta de Mayli hubiese llegado a sus manos. Ahora daba gracias al cielo por saber lo bastante de letra para poder leer lo que ella había escrito.

Los caracteres eran grandes y claros, pues Mayli sabía que, para Sheng, leer no era tan fácil como respirar. Leyó la carta tres veces, sentado bajo un árbol. Sus compañeros se sentaron en unas raíces del mismo árbol que emergían sobre el suelo y esperaron. Un rato después, Sheng les dijo:

—Debemos retroceder para preguntar al americano hacia dónde se ha dirigido nuestro ejército.

Se levanto mientras hablaba y se guardó la carta en el bolsillo. Los demás se levantaron también, menos el inglés. Cuando Charlie le dijo que debían entrevistarse con el americano para saber dónde estaba el ejército chino, el inglés le miró consternado.

Yo no vuelvo —les dijo—. Ustedes vayan y pregunten lo que les parezca. Yo les esperaré sentado aquí.

Charlie se echó a reír y dijo a sus compañeros, en chino:

—Este hombre es un desertor y es muy lógico que no quiera encontrarse con un oficial blanco.

El inglés se quedó sentado en su sitio, y los demás se alejaron. Caminaron durante medio día y cegaron al campamento. Allí encontraron algunas opas: chinos e hindúes, mezclados en apiñado conjunto, y cuántos soldados se habían podido salvar de las retiradas y de las enormes pérdidas sufridas. Encontraron al americano en mangas de camisa y sentado delante de su tienda. Estaba empapado en sudor, pues allí el calor no disminuía de intensidad.

Charlie avanzó y le preguntó si podía informarles del paradero del ejército chino. El americano estaba señalando con su lápiz puntos sobre el mapa, y, al ver a esos soldados, cuyos uniformes destrozados pertenecían a la división perdida, comenzó a echar pestes en su idioma, en una mezcla de asombro, estupefacción y cólera. Cuando se hubo repuesto de su sorpresa y deseando preguntarles lo que querían saber, les dijo sencillamente:

—¿De dónde vienen, muchachos?

Charlie le relató clara y brevemente cómo Sheng había salido con su tropa para salvar a los blancos y la forma cómo éstos cortaron el puente, impidiéndoles la retirada y luego cómo fueron todos exterminados salvo los pocos que lograron escapar. Pero no sabía cuántos habían podido salvar sus vidas. El americano escuchaba con manifiesta expresión de dureza en sus ojos azules y la cabeza erguida, pero; no pronunció una sola palabra. En vista de lo cual, Charlie, no teniendo nada más que añadir, le preguntó:

—¿Dónde está nuestro ejército?

—Hacia Lashio —contestó el americano en inglés—. He dicho a su general que lo que se propone es una insensatez. Pretende cubrir con sus hombres una línea demasiado extensa y en un frente de poca profundidad. Los japoneses le sorprenderán, no cabe duda. Pero no ha querido escucharme.

Charlie tradujo al chino las palabras del americano, para que Sheng tuviera conocimiento de ellas. El hindú miraba a unos y a otros sin comprender nada. Sheng comprendió en seguida el alcance de las manifestaciones del americano y, reconociendo su razón, dijo de mala gana a Charlie».

—Dile que temo que le asista la razón, y nosotros nos apresuraremos para ver si alcanzamos a nuestro general y procuraremos hacérselo comprender. Quizá todavía no sea demasiado tarde.

—Entiendo perfectamente lo que dice —le dijo el americano mirando a Sheng. Éste correspondió a su mirada fijando sus ojos negros y penetrantes en los del extranjero, estableciéndose así una súbita corriente de simpatía entre ambos.

—A usted recuerdo haber visto antes —añadió el americano.

—Sí, en otra ocasión —contestó Sheng.

—Usted es el guerrillero de Nanking —agregó en seguida el americano en su chino sencillo y tosco—. Ojalá hubiera sido usted el general, en lugar del otro. Tiene usted más sentido común.

Sheng no contestó. Por otra parte, no podía admitir que se dijera que un superior suyo era menos que él. Miró a Charlie y le dijo con toda naturalidad:

—¡Vámonos, en seguida!

Dio las gracias al americano por su información, que aceptó sin cumplidos, y se alejaron rápidamente.

Cuando llegaron al lugar de donde retrocedieron, encontraron al inglés echado debajo del mismo árbol y durmiendo: Le expusieron sus planes y quedó muy contrariado.

—Deberíamos continuar el viaje hacia la India —masculló dirigiéndose a Charlie—. Es nuestra única salvación.

—¡Hacia la India! —exclamó Charlie asombrado—. ¿Pero acaso ignora que entre la India y nosotros nos separa una distancia enorme y unas montañas todavía más enormes?

—Si yo pudiera llegar a la India, sé que todo quedaría arreglado perfectamente. Tengo conocidos allí —dijo el inglés.

Pero como estaban en país enemigo y sin ninguna protección, y como los birmanos disparaban contra un inglés dondequiera que lo hallasen, no tenía más remedio que continuar con ellos, porque tenía miedo de quedarse solo. De modo que continuaron juntos, siguiendo los senderos menos transitados y más apartados, evitando las aldeas y los Pueblos. Si veían que alguien se acercaba, se metían en los campos, ocultándose en los sembrados y, a falta de éstos, en los matorrales y malezas de la jungla que bordeaba el vericueto. Después de varios días de avanzar en esa forma, por muchos detalles reconocieron que seguían a un ejército japonés. Era difícil precisar si era reducido o numeroso, pero no cabía duda de que los japoneses les llevaban la delantera. En consecuencia, Sheng dijo preocupado a Charlie:

—Si no conseguimos infiltramos entre ellos y llegar cuanto antes al lado de nuestro general, la batalla habrá concluido cuando nosotros lleguemos, y, si el americano tenía razón en lo que nos dijo, entonces será demasiado tarde.