CAPITULO XIX

El general miraba al americano, haciendo grandes esfuerzos para que la expresión de su cara no acusara la repulsión y el desprecio que sentía y que Pugnaba por salir de sus labios en un torrente de Palabras. Tenía deseos de exponerle sus quejas y decirle que nada de lo que pudiera hacer salvaría a ninguno de los suyos. Quería gritarle lo que todos sabían, y los blancos más que nadie, que la batalla estaba perdida mucho antes de que los chinos intervinieran.

—He sacrificado una división entera —dijo—. No ha regresado ni uno solo de los soldados de la 55 División. ¿Dónde están?

—Sólo el cielo lo sabe —contestó el americano—. Nunca había oído nada semejante: desaparecer una división entera. Y. sin embargo, es verdad.

El general se proponía no perder la paciencia.

—Usted comprenderá que es imposible que un ejército luche solo —dijo imponiéndose hablar en la forma más elemental a fin de que el extranjero le entendiera sin dificultad—. Fíjese usted y dígame qué puede lograrse actuando en esta forma: recibo instrucciones de contener un sector de las líneas. Resistimos. Mis tropas luchan sin pensar en sus propias vidas. A continuación llega la orden de retroceder, a fin de reorganizar las líneas. ¿Y qué pasa entonces? Mientras nosotros sosteníamos la lucha, nuestros aliados han ido retirándose sin darnos aviso, y hemos tenido que abandonar lo que habíamos retenido a costa de cuantiosas vidas. ¿Ésa es la forma de luchar en una guerra que debía ser de conquista?

Las finas mejillas del americano se cubrieron de rubor, pero no contestó.

—Ustedes, los blancos —añadió el general tirándose a fondo—, siempre tienen el propósito de no arriesgar el pellejo.

Se pegó una fuerte manotada en la rodilla y se levantó. Saludó militarmente con sequedad y salió. Una vez traspuesto el umbral, inclinóse levemente al pasar ante la guardia y, juntándose a su ayudante, que le esperaba, se encaminó hacia su cuartel general. Estaba convencido de que no volvería a ver a su mujer y a sus hijos. Esa convicción le produjo un frío tan intenso que sólo pudo compararlo a la sensación que le causó el haber comido en una ocasión un postre extranjero llamado ice-cream[4]. Realmente, ahora sentía la misma sensación en la boca de su estómago. Súbitamente sintió deseos de hablar con una mujer, en la misma forma que lo haría con su esposa. Ésta era mucho más joven que él, pero era muy sensata y de inteligencia muy clara: siempre había sabido resolver los problemas de la vida con muy buen sentido. Pero estaba a miles de millas de distancia. Penetró en el cuartel, pasando ante los centinelas sin darse cuenta de ellos. Una vez dentro de su tienda, se dejó caer en un asiento, cerró los ojos y empezó a pasarse las manos por la cabeza. Estaba desesperado. Sheng no había vuelto y, entretanto, el avance enemigo había adquirido una celeridad pasmosa. En un principio había progresado a razón de unas diez millas por día. Después pasó a veinte y ahora avanzaba unas treinta y cuatro millas diarias. Guardaba absoluto silencio y mantenía las manos extendidas sobre sus rodillas. Había determinado escalonar sus tropas a lo largo del camino de Lashio; cuando menos, así pensó, protegería esta carretera.

—Visto que ellos nunca se acuerdan de nosotros —masculló en voz alta—, pensemos nosotros por cuenta propia.

De súbito sintió impulsos de llorar y se sintió asombrado de sí mismo. «Es la inacabable retirada, se dijo como justificando su debilidad; se impone entrar en acción. Bueno. Actuaré por iniciativa propia». Desabrochóse el cuello del uniforme. Hacía mucho calor, tanto de día como de noche, y aunque él no lo sintiera excesivamente, porque vivía en un pueblo situado en el fondo de un valle, entre altas montañas, y estaba habituado a un clima caluroso, sin embargo, aquello no era lo mismo. Las serpientes ya constituían un temible enemigo, y los mosquitos otro. Dos noches antes, un escorpión le picó en un tobillo, que todavía estaba hinchado. Gracias a la prontitud y habilidad de uno de sus soldados, que con sus uñas expulsó el veneno de la picadura, Pudo librarse de las consecuencias peligrosas. Suspiró profundamente, recordando los hombres perdidos. ¡También había desaparecido Sheng, el valiente y bravío muchacho de las colinas de Nanking! Al pensar en Sheng, se acordó de aquella muchacha y se dijo que debía informarla de lo ocurrido, o cuando menos prevenirla. Aunque volviera a ver a su esposa, no tendría fundados motivos de celos.

Llamó, y en seguida se presentó su ayudante.

—Digan a Wei Mayli que necesito verla —le dijo brevemente, añadiendo a manera de justificación—: Díganle que debería llevar al americano un mensaje en mi nombre. Ella habla muy bien el inglés; en cambio, yo no llego a comprender el chino de ese blanco.

Y un destello de malicia asomó a sus ojos, pensando que realmente enviaría a Mayli para burlarse del americano, ordenándole que le dijera que no entendía su chino, del que él se sentía tan orgulloso. Sonrió y algo de su antigua arrogancia renació en él.

—Sí, desde luego que iré —contestó Mayli secándose las manos en su delantal—. Tardaré solamente el tiempo necesario para cambiarme la guerrera. Está manchada.

El soldado asintió. Mayli se dirigió hacia la habitación donde había estado ayudando al doctor Chung, que asistió a una birmana parturienta que dio a luz un niño muy desarrollado. Su marido era un comerciante chino. Estaba en la puerta esperando, y cuando Mayli pasó, la detuvo.

—Dígame —le preguntó—. ¿Se ha fijado usted si el niño tiene un lunar en el lóbulo de la oreja izquierda?

—¿Y usted cree que vamos a fijarnos en semejantes detalles? —preguntó riendo Mayli.

Pero el marido permaneció muy grave y sin moverse.

—Usted no conoce a las birmanas —dijo solemne y en un chino anticuado. Desde hacía años estaba ausente de su país, pero seguía hablando como de pequeño, antes de marcharse de su pueblo en busca de fortuna—. ¿Cómo sabría que es hijo mío si no llevara encima una marca mía? —le preguntó.

Y volvió la cabeza para que Mayli pudiera comprobar que detrás de su oreja izquierda tenía un lunar poblado de pelos.

—¡Pero sus hijos pueden nacer perfectamente sin esa marca! —exclamó Mayli—. ¿O acaso pretende comprobar la virtud de su esposa por medio de un lunar?

Y volvió a reírse de buena gana, a pesar de la seriedad del comerciante.

—¡Mírelo! Yo no estoy dispuesto a malgastar huevos rojos en el hijo de otro hombre. Mi esposa es bonita y joven, y yo no estoy siempre en casa.

Por fin Mayli consiguió separarse de él, prometiéndole que se fijaría en la presencia o ausencia del lunar. Encontró al doctor Chung en la habitación, mientras iba metiendo los instrumentos en una caja de metal para esterilizarlos.

—Doctor Chung, el general me ha llamado.

El doctor empezó a lavarse las manos en un balde con agua caliente puesto sobre un banco.

—¡Chung! —repitió—. ¿Cree usted que se tratará de algo relacionado con Sheng? Si no se trata de él, ¿para qué mandaría a buscarme el general? Hace unas semanas que no le he visto.

—Sí, verdaderamente. Sheng debería estar de vuelta —comentó Chung—. Es muy raro que de todos los hombres que hemos visto marchar no haya regresado ni un solo… ni un herido. Este silencio es muy extraño. Por otra parte, no llega ninguna orden y hace ya ocho días que estamos aguardando.

Las enfermeras entraron para llevarse la camilla en la que estaba tendida la paciente. Chung, en un principio, dudó si le aplicaría anestesia; pero acabó prescindiendo de ella. Al fin y al cabo, era un niño.

Mayli quitóse el uniforme y se puso otro limpio. Chung volvió la espalda púdicamente. No sabía si Por falta de pudor o por inconsciencia, siempre se cambiaba de esa forma; por otra parte, no había Para molestarse intentando averiguarlo. En un abrir y cerrar de ojos, Mayli cambióse el uniforme y se disponía a salir apresuradamente cuando llegaron a sus oídos los vagidos del niño. El recién nacido estaba tendido en un rincón, sobre un montón de 9 paja, envuelto en una toalla. Chung recogió el niño y lo levantó en brazos.

—Después del trabajo que nos has dado, te habíamos olvidado —dijo mirándole.

Mayli se volvió corriendo y le dijo:

—Démelo. Diré a Pansiao que cuide de él hasta que yo vuelva.

Y, cogiendo el envoltorio, salió de la habitación. En la puerta se encontró con el paciente padre, que seguía esperando. Al verlo, Mayli se acordó de su encargo.

—Aquí tiene a su hijo —dijo—. Véalo usted.

Estaba convencida de las pocas probabilidades que existían de que el niño heredara las señales del padre, pero levantó el borde de la toalla, dejando al descubierto la cabecita del recién nacido. Sobre la oreja izquierda se destacaba claramente una: manchita oscura.

—¡Aquí está! —gritó Mayli con alegría—. Es tan pequeña que no se nota mucho todavía. Pero ¿podría ser grande?

El comerciante chino se levantó. Sacó sus anteojos del bolsillo y se los colocó parsimoniosamente.

A continuación examinó el pequeño lóbulo.

—Es mi hijo —dijo por último con solemnidad. Una sonrisa iluminó su rostro—. Es el primero. Yo lo llevaré —dijo con orgullo, extendiendo los brazos.

—Pero todavía deben lavarlo y vestirlo —le observó Mayli.

—¡Yo lo llevaré! Yo mismo puedo lavarlo y vestirlo.

Le entregó el niño y se quedó mirándole El comerciante se alejó con el pequeño en brazos, cual si llevara un tributo a un emperador. El viento agitaba su túnica mientras avanzaba calle abajo. Cuando doblaron la esquina, Mayli, como volviendo a la realidad, pensó: «¡Cuán fatua y necia es la vida! ¡En medio de la guerra, la destrucción y la muerte, uno puede olvidarse de todos, durante unos instantes, por el simple hecho de que ha nacido un niño!». Y empezó a caminar apresurando el paso, mientras sonreía tristemente.

—… No he recibido ninguna noticia de Sheng —dijo el general.

Mayli estrechó con más fuerza las manos que tenía entrelazadas sobre el regazo. El general hablaba sin mirarla.

—Ignoro las relaciones que hay entre ustedes —continuó—, pero me creo obligado a comunicarle que ninguno de los que componían la división que puse a su mando ha regresado. Puede suponerse que han cruzado el río con los aliados. Pero, en este caso, no me explico cómo todavía no ha vuelto Charlie Li para informarme de que se dirigen hacia aquí para reunirse con nosotros. He decidido situar mis tropas a lo largo de la carretera de Lashio, pero necesito que esa división regrese. De lo contrario, nuestras líneas serían demasiado débiles. De todos modos, he decidido hacerlo.

—En este caso, ¿marcharemos de aquí?

—Nos iremos inmediatamente —contestóle con decisión—. Por eso desearía que usted quisiera visitar como mensajero privado mío al americano. Usted puede hablarle en su propio idioma y en este caso tengo la seguridad de que podrá comprender lo que quiero decirle. Usted le comunicará que empezamos a maniobrar prescindiendo de los demás. Estoy harto y cansado de esta constante retirada. No retrocederemos más. Estableceré mis dispositivos para vigilar y proteger la frontera de nuestro país. Los blancos harán lo que les dé la gana.

Mayli se daba cuenta de que el general se hallaba terriblemente cansado. Su cara huesuda, que siempre había sido enjuta, ahora aparecía con una serie de cavidades. Las sienes estaban como hundidas y sus mejillas como chupadas y con sólo la Piel adherida a los huesos. Y lo mismo sucedía con las mandíbulas. La retirada había sido tan agitada y las ocupaciones de Mayli tan numerosas que no había tenido ocasión de ver al general durante muchos días. Cada día llegaban nuevas órdenes de trasladar a los heridos. Entretanto, se hallaba a cientos de millas del sitio donde Sheng la dejó; por lo tanto, en el supuesto de que hubiese regresado allá tampoco la habría encontrado.

—¿Debo visitar al americano ahora mismo?

—Sí, ahora mismo. Mañana partiremos.

Se puso en pie. El general levantó los ojos cansados y la contempló en silencio. Y, de pronto, dijo inesperadamente.

—Creo que no volveré a ver a mi esposa y a mis hijos.

—No debe perder la esperanza —contestó Mayli con energía.

—No he perdido totalmente la esperanza… La voy perdiendo con los desengaños. —Después de una pausa y una vacilación, prosiguió—: Me temo… este muchacho… Sheng… que usted…

—¡Oh, no! —interrumpió Mayli—. ¡No continúe! Yo todavía no he perdido la esperanza Usted no sabe lo fuerte que es. ¡No pueden matarlo!

—Sí —contestó el general—. Es muy fuerte. Yo también lo soy, pero…

—¿Puedo salir? —le preguntó Mayli impaciente. Se sentía nerviosa. El general estaba trastornado a consecuencia de su desesperación. No le tenía miedo, pero reconocía su pesimismo y era capaz de contagiarlo al que estuviera escuchándole—. Iré y volveré cuanto antes —dijo, marchándose.

Mayli sabía el alojamiento del americano. Todos conocían su tienda, similar a la de cualquier soldado. Estaba situada bajo la sombra de una frondosa higuera, a fin de aprovechar la sombra de sus grandes ramas. Se encaminó hacia ella. No temía esta entrevista, a pesar de no haber hablado nunca coa él. Se contaban numerosas anécdotas de su vida y, por ellas, Mayli sabía que era más amigo de relacionarse con los soldados que con los oficiales. «El el eterno afán de evitar la igualdad», pensó con desdén. «Los blancos pretenden que nosotros debemos continuar siendo sencillos; así siempre podrá; dominarnos».

Cuando llegó ante la tienda, frente a la cual estaba de centinela un soldado blanco, Mayli le dijo secamente en inglés:

—Traigo un mensaje del general chino.

—Bien —respondió el centinela y, sin saludar, entró en la tienda, de donde salió poco después, diciendo—: Pase usted.

Mayli entró. El americano estaba sentado en un taburete plegable, comiendo un melón de corteza verde y pulpa de un amarillo claro dorado. Levantó la vista, sonrió y se puso en pie con la mitad del melón en su mano.

—No puedo estrecharle su mano —le dijo con voz pausada y amable—; pero en cambio, le ofrezco una tajada de melón.

—No, gracias —dijo Mayli, sentándose en otro taburete.

—Es bastante bueno —añadió el americano volviendo a sentarse.

—Sí, cuando menos lo parece. Pero yo sólo he venido a traerle un mensaje de nuestro general. Me han dicho que le informe que mañana nos marchamos en dirección a la carretera de Lashio.

El americano engulló el jugoso trozo de melón que tenía en la boca y dijo como arrastrando las palabras:

—Sentiré mucho que cambie de plan. Si ejecuta lo que dice, deberá cubrir un frente demasiado largo y por tanto, sólo podrá establecer primeras líneas, que no podrá proteger con una fuerte retaguardia. Estará en evidente desventaja. Haga lo posible para convencerle. Yo debo confesar que no puedo. No acepta mis consejos ni mis órdenes.

—Está muy decepcionado —dijo con amargura—. Todos estamos muy decepcionados.

El americano dejó el melón sobre una mesita y se secó las manos con un pañuelo de una blancura sorprendente.

—Ustedes sólo saben protegerse entre sí —dijo de pronto Mayli—. Lo mismo que los ingleses.

Él la miró rápida y vivamente, entornando los Párpados.

—Somos extranjeros en un país extranjero.

—También lo somos nosotros —replicó Mayli.

—Ustedes no son tan extranjeros como nosotros —insistió él.

Mayli sintió un arrebato de cólera y gritó:

—Ustedes, los blancos, son capaces de sacrificar a todos los demás seres humanos en su beneficio.

—Me permito recordarle que he vivido veinte años en su país.

—Pero sin dejar de ser blanco replicó Mayli, mordaz.

—Así he nacido —replicó el americano.

Mayli dio por cumplida su misión. Levantóse y se volvió; pero, antes de salir, el general americano la detuvo y le dijo:

—A pesar de todo lo que supone, puedo asegurarle que nunca he visto soldados más valientes que estos británicos. Saben perfectamente que no recibirán refuerzos, ni llegarán aviones, ni barcos, ni tropas auxiliares. Ni nada. Y, no obstante, han venido luchando y sosteniendo lo que puede considerarse como una acción para retardar y entretener al enemigo. Sus vidas son el mendrugo que para salvar muchas otras se arroja a los lobos hambrientos que avanzan sin cesar.

—Ustedes siempre han sabido convertirse en héroes —le replicó Mayli con aspereza—. Pero olvida que, en Birmania, en lugar de enemigos podríamos tener amigos si los blancos se hubiesen comportado como seres humanos durante el tiempo de su dominio. Pero prefirieron ser héroes blancos entre salvajes amarillos.

—No olvide que soy americano.

—Sólo puedo recordar que usted también es blanco —le replicó con desdén, e inclinando la cabeza se alejó rápidamente.

Dominada por la furia, caminaba rápidamente en dirección a su campamento, cuando de súbito recordó que debía dar la contestación al general. Al llegar al cuartel estaba reunido con sus comandantes y, no pudiendo atenderla, él mismo salió fuer y, entre los grupos de soldados, Mayli le dijo:

—He entregado su mensaje al americano y le aconseja que desista de su plan.

—No atenderé su consejo —contestó el general.

—Entonces, ¿mañana partiremos?

—Sí, al amanecer.

Mayli asintió con la cabeza y se marchó apresuradamente. Debía atender unas cuantas tareas urgentes, y, como los heridos demasiado graves no podrían llevárselos, era indispensable buscarles refugios, lo más seguros posibles, en casa de algunas familias chinas. Los heridos leves deberían ser preparados para su traslado. Primero, informaría al doctor Chung, y después, a las enfermeras. Había un sinnúmero de detalles a ultimar, antes de la partida. Pensando en ellos, fruncía el ceño, mientras asomaba a su rostro una expresión de preocupación que ahora le era habitual. También ansiaba partir. Cuando menos, esta vez no se trataría de una retirada, y, a criterio suyo, el general obraba con suma sensatez. Establecerían unas líneas propias. Recordaba las palabras del general americano, y se decía que cuando hablara con Sheng le contaría la escena y estaba segura de que él aprobaría sus respuestas y estaría contento de ella. Pero, en realidad, no sabía si había obrado bien o mal. El americano era un hombre íntegro; pero, si la misma integridad ciega a un hombre, ¿continúa siendo íntegro? Ella reconocía la integridad, pero Sheng veía la ceguera. Y Sheng tenía razón. Era más sagaz que Mayli.

—¡Oh! —murmuró entre dientes—. ¿Nunca llegarán a ver?

Estaba segura de que tal cosa no ocurriría nunca. Los blancos no verían, por más que tuviesen que retroceder ante los japoneses. Mientras huyeran planearían su próxima vuelta, y todo volvería a quedar como antes. Y ellos, naturalmente, seguirían siendo los héroes blancos. Apretó los dientes; sus ojos ardían. A pesar de sus reflexiones y su profundo desdén, no por eso dejó de realizar con extrema diligencia cuanto se había propuesto. Se movía de Un lado para otro, sin descansar un momento. El doctor Chung la reprendió:

—A veces, usted resulta tan mala como un extranjero.

Al oír estas palabras, Mayli se detuvo, y poco después contestó:

—Quizá tenga razón.

Y, como si esas palabras hubiesen representado una medicina, en seguida se tranquilizó. Trabajaba«con la misma prisa, pero sin la nerviosidad que parecía dominarla en un principio. Su voz dejó de ser áspera y renació su calma habitual.

Pansiao, que hasta este momento no había estado con ella, se le acercó, preguntándole con voz suave:

—¿Dicen que nos vamos?

—Sí, pero esta vez es para acercarnos a casa —respondió Mayli.

Creía que su respuesta alegraría a la muchacha, pero en lugar de eso vio que sus ojos acusaban una» expresión de desespero.

—¿No te gusta? —le preguntó, mientras seguía envolviendo uniformes que colocaba en un cesto de mimbre.

—Sí… pero… —empezó a decir Pansiao, y se detuvo.

—Pero ¿qué?

—Sheng… —continuó, vacilando, Pansiao—. ¿Cómo podrá encontrarnos?

Mayli calló un instante; después dijo:

—Ya he pensado en eso. Mira, dejaremos una carta. La entregaremos a la mujer que tuvo el niño. Esta noche su marido vendrá a buscarla para llevársela. Será mejor que entreguemos la carta a él. Y le recomendaré que se interese por los chinos que vuelvan. Lo natural es que cuando Sheng regrese y no nos encuentre interrogue a los chinos.

Pero estas razones no dejaron satisfecha a Pansiao. Inclinó la cabeza y siguió retorciendo sus dedos, mirando de soslayo a Mayli, que seguía trabajando sin dejar de observarla.

—¿Qué piensas? —le preguntó—. Veo que me ocultas algo.

—No te oculto nada. Nada… Bueno, algo… pero no tiene importancia… para mí. Si dejamos una carta para Sheng…

Una sospecha repentina acudió a Mayli y, riendo, acabó la frase empezada por Pansiao:

—… podríamos dejar otra para Charlie Li.

Y con su dedo índice hizo un gesto como si lo afilara a modo de cuchillo, según antigua costumbre infantil con que las chicas se burlaban unas de otras. Pansiao se cubrió la cara con el borde de su chaqueta y huyó corriendo. Mayli, al quedar sola, cesó de reír y suspiró profundamente, permaneciendo inmóvil largo rato con las manos —hasta ahora tan ocupadas— apoyadas en el borde del cesto. Quizá nunca más encontrara a Sheng.