Despertó sin saber cuánto tiempo había dormido ni dónde se encontraba. Le envolvía una tenue luz verde que no podía precisar de dónde provenía, pues no era luz diurna ni nocturna. De momento parecíale estar sumergido bajo agua. En su cuerpo notaba una sensación de frescor, limpieza y debilidad. Estaba tendido de espaldas y no veía nada más que esa tonalidad verde. Después oyó un agudo silbido que alguien emitió y una voz empezó a hablar en inglés. Pero él nada entendía de aquellas ásperas palabras de extraño sonido. ¿Despertaba de la muerte? Intentó, sin conseguirlo, levantar la cabeza para ver mejor lo que le rodeaba; sólo conseguía abrir y cerrar débilmente sus párpados. Y volvió a escuchar nuevamente las palabras de rudo sonido. Ahora era otro quien hablaba, y su voz le era conocida. Era Charlie. Intentó hablarle, pero no consiguió articular ningún sonido. Se esforzó por mantener los ojos abiertos y se quedó contemplando la luz verde. De pronto un rostro se interpuso en su espacio visual. Era la cara bronceada del hindú. Oyó cómo gritaba de alegría; seguidamente la visión cambió. Ahora tenía ante sí el rostro de Charlie. Nuevamente oyó su voz, y entonces comprendió lo que decía.
—Sheng, ¿estás despierto?
Sheng no consiguió hablar, sólo un débil aliento pasó por sus labios entreabiertos. El rostro de Charlie se le acercó. Se había arrodillado.
—Sheng, ¿me oyes?
Haciendo un esfuerzo enorme consiguió articular como en un balbuceo infantil.
—Sí.
—¿Me conoces? —le preguntó Charlie.
—Sí —repitió Cheng.
—Entonces ya sabemos que vivirás —dijo Charlie.
Sacó un huevo del bolsillo, lo rompió cuidadosamente para que no se derramara su contenido y lo acercó a los labios de Sheng.
—Bebe —le dijo—. He guardado este huevo de gallina para ti.
Sheng sintió cómo la yema del huevo se deslizaba por su garganta. Tragó dos o tres veces y volvió a sumergirse en la flotante luz verde.
Charlie Li se quedó un momento en cuclillas, contemplándole, conservando todavía en la mano la cáscara del huevo. La cara de Sheng seguía pálida, pero ya no parecía una máscara de la muerte como hasta entonces.
—Curará —dijo al inglés que estaba a su lado.
—Gracias a usted —le respondió éste.
—Fue usted quien proporcionó la sulfamida —añadió Charlie amablemente.
El inglés sonrió casi imperceptiblemente.
—Quisiera fumar un cigarrillo —dijo después.
—Si hubiera algún japonés por aquí cerca le mataría para quitarle el tabaco y dárselo a usted —dijo Charlie riendo.
—¿Cómo se las arreglarán los japoneses para tener todos cigarrillos? —preguntó el inglés con displicencia.
—De la misma manera que todos tienen buenas armas —contestó Charlie. Miró con un ojo dentro la cáscara de huevo y luego, agrandando algo el agujero, se llevó el huevo vacío a la boca y limpió con la lengua lo que aún quedaba en el fondo—. No he probado un huevo —añadió— desde hace meses, pero esta mañana Dios debía guiarme. Tropecé con una gallina negra, que estaba poniendo en el borde de un campo sembrado dé arroz. Todavía no había acabado, pero yo la persuadí que lo hiciera.
—Hizo de comadrona, ¿no? —rió el inglés haciendo una mueca—. ¡Qué buenos compañeros son ustedes, los chinks[3]!
Al oírse llamar chink, Charlie levantó la cabeza y sus ojos relampaguearon. Pero el rostro del inglés manifestaba la misma expresión amable y bondadosa. Había empleado este término impensadamente y sin ninguna malicia. Charlie se levantó y aplastó entre sus dedos la cáscara vacía.
—Aquí está la dificultad de tratar con ustedes, condenados ingleses —dijo, en el mismo tono de voz que antes—. Ni siquiera se dan cuenta de cuando nos insultan.
—¿Insultarles? —preguntó el inglés visiblemente asombrado.
—Nos insultan con la misma naturalidad con que respiran —contestó Charlie con cara tranquila y mirando fríamente.
—Pero ¡cómo! —volvió a preguntar el inglés, sin salir de su asombro.
—Ni tan sólo sé su nombre —le dijo Charlie.
El inglés se levantó del montón de tierra donde, estaba tendido, como movido por un resorte. Sus ojos azules tenían una expresión de honradez, pero eran un tanto inexpresivos.
—Lo siento —dijo—. Me llamo Dougall.
—Yo me llamo Li —repuso tranquilamente Charlie.
No se estrecharon la mano. Se quedaron en suspenso, mirándose. Charlie, completamente normal; el inglés, en cambio, mostrándose visiblemente cohibido.
—Hemos ido juntos durante dos días y medio —prosiguió Charlie—, sin que usted me preguntara cómo me llamo. Como usted no se ha interesado por mi nombre, yo no le he preguntado el suyo. Verá usted: yo no soy verdaderamente un chink, como ha supuesto. Si yo lo fuera realmente, me habría comportado con usted respetuosamente, sin dar importancia a la forma como me trataba. Pero yo pertenezco a una nueva clase de chink. No me comporto respetuosamente con un hombre por el solo hecho de que sea blanco. Puede usted llamarme comunista.
—Comprendo —murmuró Dougall, y su rostro amable se puso rojo como la grana bajo la rubia barba sin afeitar.
—Ya sé que usted no se propone nada con ese comportamiento, y precisamente de eso me quejo y es eso lo que he querido hacerle notar.
—Ahora sí que temo no comprender lo que usted quiere decir —replicó Dougall, obstinado. Su rubor había desaparecido y sus ojos azules brillaban tranquilos.
—Ya sé que usted no lo comprende —insistió Charlie sin levantar la voz, que era suave y apacible como la plácida llanura por donde se extendían los campos cubiertos de verdes sembrados—, y seguramente piensa también que no es culpa suya si no puede comprenderme.
—¡Exacto! —dijo Dougall, mordiéndose los labios, resecos y agrietados por el calor.
—¡Son ustedes tan íntegros! —dijo Charlie—. ¡Tan maravillosamente íntegros!
Echóse a reír súbitamente y con las manos se frotó el corto pelo negro.
—¡Oh, Dios mío! ¡Líbranos a los asiáticos de los íntegros hombres blancos! —dijo de repente simulando que rogaba y haciendo un gesto de imploración. Pero, como si algo se hubiese roto en su interior, volvióse bruscamente y se metió en la jungla.
Cuando encontró un lugar escondido entre los altos matorrales de helechos, se abrió un pequeño espacio junto a un tronco caído y, después de mirar detenidamente a su alrededor para ver si había alguna serpiente, se sentó. ¿Dónde paraba el resto de la tropa? Cuando vio caer a Sheng le sujetó por los sobacos y mientras le arrastraba, vio aparecer detrás de unos árboles un hombre delgado y bronceado que sin decir una palabra le ayudó a llevar el cuerpo de Sheng. Era el hindú. No le preguntó cómo había llegado hasta allí. Se alejaron de la orilla, internándose en el bosque. Caminaron durante dos horas, sin detenerse un instante. El cuerpo de Sheng parecía inerte. Charlie no cesaba de preguntarse si estaría muerto, pero no se atrevía a detenerse para comprobarlo. El hindú parecía incansable y mantenía un profundo silencio, de modo que su presencia pasaba como inadvertida. Por otra parte, suponía demasiado bien lo que había ocurrido a la columna. Sorprendidos entre el río y las tropas japonesas, los soldados de Sheng, mal armados y sin jefe, habían sido aniquilados. Si alguno había logrado escapar fue pura casualidad, como le ocurría a él.
Por fin dejaron a Cheng en el suelo, y, en cuanto Charlie vio su cara, comprendió que era hombre muerto si no podía prestarle pronta ayuda. Pero ¿dónde hallarla en país extraño y enemigo? No obstante, ordenó al hindú que vigilara que las moscas no se acercaran a Sheng y se encaminó hacia el borde de la jungla. Después de caminar medio día llegó a un lugar donde los campos estaban quemando. El incendio resplandecía en el horizonte y el fuego se levantaba como crestas de un volcán. Charlie no ignoraba el origen de esos fuegos: los birmanos, como poseídos por una ráfaga de locura, incendiaban sus campos y aldeas. No sabía por qué lo hacían, pero lo había visto otras veces. Era como si el caos que reinaba a su alrededor les hubiese contagiado de su delirio. Después de contemplar unos instantes tamaña ruina y destrucción, se volvió hacia el sitio donde había dejado a Sheng al cuidado del hindú. En su camino de regreso se encontró con el inglés, que también estaba oculto en la jungla. Cayó de bruces sobre el blanco, y durante unos momentos no vio otra cosa que el cañón de un fusil, pero instintivamente lo agarró, impidiendo que disparara. Dougall le había tomado por un japonés. Rodeándole con sus brazos consiguió derribarlo y juntos rodaron por el suelo, cara contra cara, forcejeando, maldiciendo y jurando. Charlie le gritó que era chino. Entonces Dougall le soltó.
—¡Bueno! —dijo—. Por poco le mato. Creí que era japonés.
Y a continuación prosiguieron juntos el camino, casi sin hablar. Cuando llegaron al lado de Sheng, Dougall lo examinó y, viendo que aún seguía vivo, sacó silenciosamente de su bolsillo un paquetito lacrado que desenvolvió rápidamente. Contenía una serie de drogas, entre las cuales eligió unas píldoras.
—Conviene que las tome —le indicó.
Durante la ausencia de Charlie, el hindú logró descubrir una cavidad cuyo fondo parecía húmedo, y cavando con sus manos consiguió encontrar agua cenagosa que en seguida llenó el hueco. Charlie recogió agua en el cuenco de sus manos y la deslizó junto con la medicina en la boca de Sheng. Todo esto había ocurrido durante la mañana del día anterior. Dougall les prodigó servicios y amabilidades. Preparó un lecho más cómodo donde tender el cuerpo de Sheng, a base de hojas de helecho dispuestas de modo que formaran como un colchón. Lavó su pañuelo y con él filtró agua para darla de beber a Sheng. Se sentó a su lado y le sostuvo el brazo herido para que le diera el sol, cuyos rayos caían oblicuamente sobre ellos atravesando las altas copas de los árboles, y evitando al mismo tiempo que le molestaran las moscas.
—El sol ayudará a curar la herida —le dijo—. A pesar de lo que la ciencia ha progresado, debemos reconocer que todavía nada ha superado al sol como medida terapéutica.
Y así habían hablado de cosas por el estilo, sin que ninguno comentara la retirada.
Charlie se levantó suspirando. Odiaba esos bosques. Era tanta su quietud, que el ruido más insignificante se hacía perceptible extraordinariamente, lo que le producía verdadera irritación.
Algunos animales asomaban furtivamente sus cabezas y se quedaban mirándoles con curiosidad. Un lagarto se deslizó junto a sus pies, después de salir de bajo el tronco en que él estaba sentado. Miró hacia arriba y al ver a un hombre corrió velozmente metiéndose entre la hierba, agitando asustado si cola azul. Las moscas revoloteaban alrededor dé su cabeza. En la selva no había paz ni seguridad para los hombres. ¿Qué harían? Intentar salir de allí de una u otra manera y dirigirse nuevamente hacia el Oeste para encontrar al general. Por lo menos habían realizado lo que se les ordenó: libertar los ingleses.
Volvió a seguir el sendero por donde había llegado, sendero que ya casi había desaparecido. Las ramas que doblara para poder pasar habían vuelto a enderezarse por sí solas, y las hierbas que aplastara con el pie se habían erguido nuevamente. Una hora más y hubiera parecido que el pie humano nunca hubiese transitado por esos parajes. Poco después Charlie se encontraba de nuevo en el lugar donde habían hecho el pequeño claro que les servía de refugio. Sheng estaba despierto. Sus ojos habían recuperado su limpidez. El inglés le había hecho una especie de muletillas con unas ramas, y apoyándose en ellas, Sheng intentaba sostenerse, mientras él le observaba con las manos apoyadas sobre las caderas.
—Estaba pensando en la conveniencia de su vuelta —dijo recibiendo a Charlie con demostraciones de alegría—. El pobre muchacho volvió en sí cuando usted se había marchado. Seguramente el huevo le reanimó. Pero no sabe palabra de inglés ¿no?
—Ni una sola —contestó Charlie.
De pronto, como si el inglés no estuviera presente, Sheng empezó a hablar con voz débil, pero firme y resuelta como siempre.
—¿Dónde están mis soldados? —preguntó.
De momento Charlie pensó que sería prudente ocultarle la verdad. Pero reaccionó en seguida y se dijo que lo mejor era decírselo todo. Sheng debía soportarlo como mejor pudiera, pues, al fin y al cabo, era preciso que reuniera sus energías para intentar el regreso.
—Todos han sido exterminados —dijo simplemente.
—¿Exterminados? —dijo Sheng.
—Los blancos destruyeron el puente después de haber pasado. ¿No lo recuerdas? —dijo Charlie.
Sheng balanceó la cabeza, mientras sus ojos permanecían fijos en la cara de Charlie.
—Los japoneses acudieron seguidamente desde la aldea vecina, acompañados de los sacerdotes de las túnicas amarillas —prosiguió Charlie—. Pude verlos cómo embestían contra nuestros hombres en el preciso momento en que tú mías sin sentido. Te levanté como pude y procuré alejarme de allí. De pronto apareció, no sé cómo ni de dónde, el hindú, que me ayudó a llevarte. Supongo que nos había seguido. Y llegamos hasta aquí, sin poder saber nada de los demás. Sólo vi cómo los japoneses caían sobre ellos a bayoneta calada; pero por entonces, con la ayuda del hindú, corríamos a ocultarnos en el bosque. Durante medio día no nos detuvimos ni un momento para descansar.
Sheng examinó de pies a cabeza la figura alta y escuálida del inglés, que no había entendido ni una sola palabra del relato de Charlie. Permanecía en pie, mirando alternativamente a los dos chinos, sonriendo y gesticulando como un niño intrigado.
—¿Quién es este rábano largo y blanco que nos está mirando? —preguntó Sheng.
—Me encontré con él en el bosque y por poco me mata creyéndome japonés. Pude convencerle de que no lo era y entonces se vino conmigo —le contestó Charlie.
Los dos chinos y el hindú contemplaron a Dougall, el cual soportó pacientemente y sin inmutarse; el minucioso examen de que era objeto por parte de aquellos hombres de otra raza.
—¿No te ha dicho por qué destruyeron el puente después de haberlos salvado? —preguntó Sheng.
—No se lo he preguntado —contestó Charlie.
—Pregúntaselo ahora —le ordenó Sheng.
Y, sin previo aviso, Charlie formuló al inglés, que les contemplaba sin suponer de lo que hablaban, esta pregunta en su propio idioma:
—¿Por qué sus compañeros destruyeron el puente, después de haber pasado, dejándonos así sin ninguna posibilidad de retirada y sin recordar que les habíamos salvado?
Dougall abrió desmesuradamente sus ojos azules.
—Estoy seguro de que no pudimos hacer semejante cosa —contestó.
Charlie tradujo su contestación a Sheng.
—¿No está enterado de lo que ocurrió allí? —inquirió Sheng.
—No sabe nada —respondió Charlie.
—Es un desertor —comentó Sheng después de meditar un rato—. Pregúntale por qué.
—¿Por qué desertó usted de su división? —volvió a preguntar Charlie a Dougall.
La cara del inglés se puso encarnada como cresta de gallo, y dijo:
—Estaba harto. Todos estábamos convencidos de que no había salvación.
Y, mirándose una de sus largas y pálidas manos, cubierta de rasguños y cicatrices y de uñas sucia y rotas, añadió:
—Era sencillamente idiota continuar. Nuestros mismos jefes no sabían cómo desenvolverse, a causa de la precipitación con que debía efectuarse la retirada. Cada cual debía obrar por su cuenta. —Sonrió avergonzado—. Después de todo —continuó en tono sincero y confiado—, ¿qué finalidad tiene todo eso? Si ganamos la guerra, volveremos a ser dueños de este territorio, y si la perdemos… bien. —Se encogió de hombros, manifestando indiferencia—. ¿Qué utilidad nos habrá reportado lucha por este ensangrentado trozo de tierra salvaje y pagana?
Charlie tradujo esas manifestaciones a Sheng, quien debido a su debilidad, limitóse a suspirar.
—Pregúntale qué piensa hacer ahora.
—¿Qué piensa hacer ahora? —repitió Charlie en inglés.
—¿Yo? —preguntó Dougall levantando la cabeza y mirando con asombro a ambos—. Bueno. Pienso continuar sencillamente con ustedes, siempre y cuando no tengan inconveniente. Fue verdaderamente una suerte encontrarle a usted, que habla inglés.
—Dice que vendrá con nosotros.
Sheng entornó los ojos.
—Te hizo tomar unas píldoras blancas que llevaba en un paquete de medicina —siguió diciendo Charlie, intercediendo a favor del inglés—. Y también te acomodó en estos helechos para que estuvieras mejor. Y sostuvo tu brazo para que tomara el sol y curara más pronto. Si no tuviera buenos sentimientos no nos hubiese prestado su ayuda.
Sheng sonrió con amargura y sin abrir los ojos.
—Si es nuestro aliado —dijo—, que venga con nosotros.
Dos días más tarde emprendieron la marcha hacia el Oeste.
Sheng se sostenía de nuevo sobre sus pies. Se sentía débil, pero dispuesto a vivir.