Amaneció el siguiente día sin que Sheng hubiese logrado dormir a consecuencia del dolor insoportable de su brazo. Torturado por el dolor y la fiebre, había desgarrado la manga de su uniforme, sintiendo luego un pequeño alivio. La piel estaba tan enrojecida e hinchada que el roce más leve le hacía sufrir horrores. Después se quitó la venda y el emplasto. Puesta la herida al descubierto, empezó a supurar, dándole la sensación de que el dolor se reducía. Poco después se sintió con ánimos para hablar a sus soldados. Se dio el toque de clarín y todos sus hombres acudieron a la llamada.
Ante la tropa, le pareció que el aire fresco y tranquilo de la madrugada calmaba su frente febril. Miró con orgullo a sus soldados. Eran unos recios muchachos. Delgados, tostados por el sol, fuertes y sanos. Sus uniformes estaban descoloridos y ofrecían un tono grisáceo que hacía difícil adivinar de qué color habían sido cuando nuevos. Calzaban sandalias de paja y llevaban un par de repuesto colgado a la espalda. Cada uno tenía su fusil —eran absolutamente distintos y variados— y un saco, para sus pertrechos Con el fin de protegerse del sol y la lluvia se cubrían con un sombrero de paja de arroz.
—¿Todos dispuestos? —les preguntó a modo de saludo.
La tropa asintió en diferentes tonos de voz. Sin añadir nada más, Sheng se puso a la cabeza y empezó a cruzar el valle seguido por los demás. Parecían un hormiguero. Mezclado entre los soldados y sin que Sheng lo supiera, se encontraba el hindú. El Cangrejo le había ordenado que se quedara, pero él esperó a que empezara la marcha y se deslizó entre las filas de los soldados, a fin de poder estar cerca de Sheng. Algo avanzado a la tropa, iba Charlie con la misión de vigilar y encontrar algunos; víveres.
Cuando hubieron andado unas cuantas millas, y se hizo completamente de día, Sheng concedió un pequeño descanso a la tropa, descanso que aprovechó para darles instrucciones.
—Ahora que ya es de día, nos dispersamos a fin de seguir la ruta lo más separados posible. Nos volveremos a reunir en la aldea Tres Aguas, que está situada al este del río, a ciento dos millas de aquí. Cerca de ella hay un pequeño lago que ahora está casi seco. Cada grupo partirá y, después de caminar un tercio de milla, seguirá hacia poniente y llegará al lago. Los que tomen la dirección norte después deberán caminar hacia el Sur, y al revés los que salgan ahora hacia el Sur. Llegados al lago, se cruzará por donde se pueda y al llegar a la otra parte verán la aldea. Es fácil de reconocer: de un lado tiene un lago, de otro un río de tan poca importancia que ni figura en el mapa, y un estrecho canal. De aquí nace el nombre de Tres Aguas que lleva la aldea. No marchen juntos, antes como si fueran viajeros, peregrinos o soldados extraviados.
Sheng eligió como compañero a un muchacho muy joven que se había unido a ellos en la frontera. Lo eligió precisamente porque era muy callado. El brazo le volvía a doler intensamente, su cabeza ardía y parecía que le daba vueltas. Por eso no quería hablar con nadie. Durante todo el día caminó en silencio y apenas si llegó a decir veinte palabras al muchacho, que, como le tenía miedo, se mantenía a prudente distancia de él, sin decir otras palabras que: «Sí Hermano Mayor», que pronunciaba aunque sólo volviera la cabeza y no le hablara. De más de la mitad de este día, más tarde Sheng no llegó a recordar nada, sólo que marchaba levantando un pie tras otro. No se detenía para comer o descansar, pero en cambio lo hacía siempre que encontraba un sitio con agua, que engullía sin fijarse cómo estaba. Pasaron ante muchas aldeas distintas. Las principales estaban rodeadas de cercas de bambú. Las menores estaban abiertas y casi siempre las casas se levantaban sobre unas estacas a cierta altura del suelo. Muchas de ellas no llegaban a contar veinte casas. Cheng y su acompañante se mantenían apartados de los campos y, si podían, pasaban por las colinas cuyos senderos parecían a propósito para ellos. Cuando encontraban arrozales crecidos, seguían el camino por entre los campos, y otras veces iban casi a la ventura. Más de una vez algún campesino birmano se quedaba mirándoles. Sheng, señalando su brazo herido, indicaba que iban en busca de un médico, y el aldeano le respondió con un gesto de cabeza. Algunos le miraban compadecidos. Y así seguían el camino. Solamente fueron detenidos una vez, por un viejo de mirada penetrante y ojos negros y brillantes. Al ver el brazo de Sheng empezó a lanzar exclamaciones y cogiéndole por el otro brazo le obligó a seguir Sheng, a fin de evitar conflictos, le siguió hasta una aldea próxima, formada por una sola calle, en la que había muchas tiendas. Entre ellas, una o dos herrerías. Al final de la calle se encontraba un monasterio donde el viejo introdujo a Sheng. En una de las celdas encontraron a otro viejo de aspecto venerable, que vestía una túnica. El que le había acompañado, señalándole, dijo en voz alta a Sheng:
—Pong yi! Pong yi!
Pero ¿cómo iba a comprender lo que le decía? Limitóse a mirarle con aire estúpido. Entonces, el acompañante dijo algo al más viejo, y éste, levantando la manga desgarrada de Sheng, examinó la herida, suspirando varias veces y moviendo la cabeza como demostración de la gravedad del caso Después se levantó de la silla y se alejó lentamente hasta entrar en otra celda de la que salió seguida mente trayendo un pote de porcelana blanca que contenía un ungüento oscuro. Metió en él su largo y delgado dedo mayor y acercándose a Sheng le sostuvo el brazo mientras le untaba la herida. De momento Sheng estuvo a punto de estallar en lloros y gritos porque parecía como si le hubiesen aplicado fuego, pero pronto esa sensación se convirtió en otra de frescura. Luego pareció como si el brazo se hubiese dormido y, poco después, el dolor había desaparecido por completo. Sheng sintióse profundamente agradecido y, sacando su monedero, intentó darle algún dinero para recompensar el bien que le había hecho, pero ni uno ni otro quisieron admitir su donativo. El viejo que le había acompañado le llevó nuevamente hasta la entrada de la aldea, y, a pesar de haber insistido nuevamente, el viejo se negó a aceptar ninguna recompensa. Sheng prosiguió su camino diciéndose que incluso en país enemigo podía encontrarse alguien dispuesto a hacer el bien, sólo por la satisfacción de hacerlo. Como que el dolor le había desaparecido, andaba con mucha más tranquilidad. Y recordó que el muchacho que le seguía seguramente estaba hambriento, pues él también tenía apetito. Volviéndose, le dijo:
—En cuanto lleguemos a un lugar donde haya de qué comer, nos detendremos y compraremos algo y guardaremos lo que llevamos encima.
Y prosiguieron la marcha. Ahora Sheng estaba en condiciones de mirar a su alrededor y fijarse en la tierra por donde pasaba. La región era rica y fértil y Sheng vio lo que antes no había visto nunca: arroz recién plantado junto a los sembrados ya crecidos y a punto de cosechar, porque allí no había verano e invierno como en su país, y los campos siempre estaban verdes. Poco trecho después se cruzaron con un birmano que llevaba un cesto con comida y le compraron unas pastas de arroz frito. Compraron cuatro o cinco cada uno. Estaban todavía calientes y se sentaron a comerlas al borde del camino, bajo un árbol de hojas pequeñas y cubierto de finas flores de color rojo que despedían un penetrante perfume que se extendía por el alrededor. Las abejas y toda clase de insectos volaban sin cesar. Sheng se sentó a la sombra del árbol y su compañero lo hizo a una prudencial distancia, guardando respetuoso silencio. Sheng se decía que debería dirigirle algunas preguntas, aunque sólo fuese por cortesía, pero no podía. La fiebre le daba sueño y entre el calor de la tarde y el perfume de las flores —que era denso y pesado—, y a pesar de sólo haber comido un poco, mucho menos de lo que creía reclamarle el apetito que sentía, se tendió sobre la hierba y quedóse dormido.
Le despertó el dolor del brazo que se reproducía. Miró a su alrededor sin darse cuenta, de momento, de dónde se encontraba. Sentíase pesado, Como si tuviera las venas llenas de plomo hirviente hizo un esfuerzo y consiguió levantarse. El muchacho continuaba a su lado, sin haber cambiado de posición.
—¿He dormido mucho? —le preguntó.
—No mucho —le respondió el muchacho—. Pero ya empezaba a preguntarme si debía despertarle.
Sheng no contestó. Se frotó la cabeza y la cara con la mano sana y emprendió nuevamente la marcha, seguido de su acompañante.
Nada más les ocurrió aquel día. Al anochecer llegaron al lago, que estaba seco y convertido en un pequeño estanque. Pudieron cruzarlo siguiendo las sinuosidades formadas por el barro seco y sorteando los charcos. En el extremo opuesto encontraron a sus camaradas separados en grupos, a fin de que no pudiera suponerse que se trataba de una columna de soldados. Cheng descubrió a Charlie, que se adelantó ofreciéndole comida. Había puesto arroz caliente mezclado con huevo sobre una hoja de loto. Y en el suelo, cerca de ellos, había una tetera llena de té caliente. Sheng se dejó caer en el suelo, con un profundo suspiro de alivio, pues por ahora la aventura salía bien. Al ver la tetera sintió una sed terrible. La cogió y, llevándosela a la boca y reteniendo el aliento, la vació por completo. Charlie le contemplaba en silencio y, en cuanto vio calmada su sed, le dijo con gran aplomo:
—Ahora puedo darte las noticias que tengo. Se ha de forzar la marcha y sin descansar, esta misma noche. Encontraremos a todos los blancos muertos, de no llegar antes de un día y una noche. Te lo aseguro. Es preciso que después de comer nos pongamos en marcha seguidamente.
Sheng escuchó atentamente las palabras de Charlie. El brazo volvía a dolerle y a modo de respuesta exhaló un gemido. Al momento pasó órdenes de que los soldados descansaran, pero no durmieran.
A continuación se alejó solo en dirección al lago, donde hundió la cabeza en el agua para refrescarse, mojándose después la misma ropa. Pero la fiebre no le abandonaba, y una hora después, la ropa estaba completamente seca y él sentíase abrasado…
La división marchó toda la noche, sólo deteniéndose a descansar unos momentos cada dos horas. Sheng, que estaba acostumbrado a esta clase de marchas, sabía que la única forma de mantener un ritmo uniforme era descansando a intervalos iguales. Durante la noche anduvieron juntos, pero en cuanto amaneciera se dispersarían, fijando previamente el punto donde se encontrarían al anochecer. Antes de atacar, dormirían unas tres horas.
El plan se iba desarrollando ordenadamente y sin obstáculos. Pero al día siguiente de empezar la marcha, a Sheng la herida le dolía de un modo insoportable. No sabía si a causa de las lluvias que cayeron inesperadamente y que dejaron la herida limpia de ungüento, o por otra causa cualquiera, se reproducía la angustia que tanto le había atormentado antes de que el bondadoso viejo le aplicara la pomada. La cabeza parecía que le daba vueltas vertiginosas. Sheng pensó en la suerte que representaría encontrarse con otro viejo parecido, pero ahora el tiempo apremiaba y no era cosa de pensar en bálsamos. Sólo importaba avanzar, y así lo hizo.
Este día tuvieron una agradable sorpresa. Después de haber andado mucho a través de la enmarañada y calurosa jungla, llegaron a un sitio donde el paisaje cambiaba por completo. Era un bosque de grandes tecas, cuyas hojas caídas cubrían el suelo formando una suave alfombra que representó un alivio para sus pies cansados. Se quitaron las sandalias y siguieron caminando descalzos sobre el blando suelo, bendiciendo este inesperado descanso en la rudeza de la marcha. La única dificultad que ofrecía este dilatado bosque era el gran número de senderos que lo cruzaban. Charlie examinó, cuidadosa y detalladamente, las huellas que se veían en ellos.
—Son huellas de elefantes —dijo—. Aquí cortaron los árboles con que bloquearon los caminos, he impone mucho cuidado al internarnos por estos lugares. Si nos perdemos, siguiendo esos rastros, Podemos pasarnos días y días sin encontrar el fin.
En consecuencia sólo se orientaron por medio de las brújulas y consiguieron alcanzar felizmente el lindero del bosque. Como la noche estaba cerca, Sheng dispuso que se descansara en el mismo sitio. Se tendieron en las mantas como mejor pudieron, pues en algunos casos dos soldados sólo disponían de una sola. Charlie se quedó de centinela.
—¿Es que nunca duermes? —le preguntó Sheng.
—Duermo de pie —le contestó Charlie con su habitual sonrisa. Antes de que despiertes estaré de vuelta y te informaré de dónde están concentrados los japoneses y los ingleses.
Y se alejó sigilosamente, acompañado por el muchacho que había seguido a Sheng.
… Sheng no creía poder dormir, a consecuencia; del brazo. No obstante, se durmió profundamente, y al cabo de tres horas, cuando Charlie regresó tuvo que sacudirle para despertarle. Sheng sintió el contacto de su mano sobre el brazo herido y se levanto de un brinco lanzando un fuerte quejido. Permaneció un buen rato temblando en la oscuridad.
—Hermano Mayor, ¿qué te pasa? —preguntóle Charlie asombrado.
Sólo entonces tuvo conciencia de que había despertado. Humedeció sus labios resecos. Su cuerpo ardía y su piel estaba tirante.
—Nada —contestó brevemente—. Estaba soñando.
—Bueno, pues déjate de sueños, que ya encontré a los blancos. Han caído realmente en una trampa. Los japoneses están entre ellos y el río y los tienen envueltos por completo. Los puntos donde tienen más fuerza son el Sur y el Este, de modos que si algo puede hacerse es por el Oeste, por la parte del puente. Debes atacar por este lado. El enemigo dispone allí de una línea poco extensa: una media milla a lo largo del río. Creo que si embistes de firme contra esa media milla conseguirás que el puente quede libre y los blancos podrán cruzarlo. Pero el ataque debe ser rapidísimo; de lo contrario los japoneses destruirían el puente y todos quedaríamos acorralados. El río está desbordado a consecuencia de las últimas lluvias y no hay ningún bote.
—¿No? —preguntó Sheng—. Es muy extraño ver un río sin botes.
Charlie se enjugó el sudor de su cara con el faldón de la camisa.
—Los blancos abandonan a sus jefes y huyen —dijo—, pero no todos los que están con ellos son blancos. Algunos son hindúes. Pero todos saben que no tienen escapatoria. ¿Y quién puede censurarles que intenten salvar la vida? Sobornan a los birmanos para disponer de un bote. Les entregan los fusiles a cambio de la embarcación. Cuando han pasado a la otra orilla, abandonan el bote, que desaparece en seguida arrastrado por la corriente.
—¿Les entregan los fusiles en buen estado? ¿A esos birmanos traidores? —exclamó Sheng lleno de asombro. Y la ira que estalló en su pecho hizo que se despejara su cabeza febril.
—¿Qué les pueden ofrecer para sobornarlos? —preguntó Charlie—. Debes pensar que, al fin y al cabo, son hombres, lo mismo si son blancos que amarillos o negros.
—¡Pero entregar un buen fusil, cuando nosotros apenas si los tenemos! —refunfuñó Sheng.
En su cerebro arrebatado por la fiebre quedaron como fijadas las palabras de Charlie, y como víctima de una obsesión empezó a repetir:
—¡Un buen fusil…! ¡Un buen fusil…! —y así iba repitiendo las mismas palabras.
—¿Estás borracho? —le gritó Charlie, sacándole de su alucinación.
Algo más calmado, consiguió responder, como si despertara:
—No —pero mentalmente pensó que debía parecerlo, a consecuencia de los efectos que le producía el sufrimiento, y lanzó una estridente carcajada…— ¡Estoy borracho! ¡Sí, pero sólo de pensar en lo que hoy me espera! —gritó a Charlie, y volviéndose hacia sus hombres con voz que parecía uní rugido, les dijo que debían seguirle al momento, sin detenerse un instante.
No se entretuvo en comer, y los demás le imitaron, atemorizados por el tono de su voz. Iba delante de todos, sintiendo que su cuerpo ardía y era como arrastrado con ardor, mientras su cerebro giraba vertiginosamente. Los ojos parecían encendidos, pero no por eso dejaba de correr dominado por una fuerza que nunca había conocido. Los soldados, al verle en esta forma, se sintieron contagiados por lo que creían entusiasmo de su jefe. Sheng oía el jadeo de sus soldados, que le seguían corriendo, y él continuaba la carrera con el mismo ritmo vertiginoso. Antes del amanecer distinguieron las tiendas del campamento enemigo y ni aun entonces se detuvo para tomar aliento. Bramando como un toro, mandó a sus hombres que gritaran como él, y rugiendo como salvajes cayeron sobre el enemigo, que dormía desprevenido de todo posible ataque. Los soldados seguían a Sheng como si fuera un dios, y la locura y el odio que le poseían se transmitió a sus hombres, que se lanzaron sobre los japoneses a bayonetazo limpio. También intentaron disparar; pero, como la mayoría de los fusiles eran antiguos y no eran de repetición, cada vez debían cargarlos nuevamente, de forma que, para no perder tiempo, se decidieron por los métodos de lucha más primitivos y sólo atacaron al arma blanca para exterminar; a los japoneses. Incluso llegaron a estrangularlos con sus propias manos y a sacarles los ojos hundiéndoles los pulgares en las cuencas. Les arrancaron las orejas, los pisotearon sobre el vientre los mataban a palos y luego echaban sus cuerpos al río. Delante de todos iba Sheng, que parecía poseído de un demonio. Sus ojos ardían y estaban enrojecidas. Profería alaridos salvajes. Los que se hallaban ante su presencia se quedaban mirándole despavoridos y sus propios soldados se miraban entre sí desconcertados: jamás habían visto luchar a nadie con la furia con que Sheng lo hacía. Se servía del brazo herido como si fuera insensible al dolor, pues el sufrimiento le dominaba todo el cuerpo, de la misma manera que un tonel demasiado lleno rezuma vino oscuro. Una sensación de embriaguez dominaba todos sus sentidos.
Gracias al empuje del ataque, los japoneses fueron liquidados y los blancos, seguidos de los hindúes, pudieron escapar de la encerrona por la brecha que quedó abierta. Las fuerzas de Sheng que habían quedado en retaguardia para apoyar las líneas de ataque les veían pasar apresurados, huyendo como buenamente podían. Había bastantes heridos. Unos seguían a pie, otros montaban en vehículos casi destrozados. Algunos pasaban agitando las manos y gritando en señal de reconocimiento a sus salvadores, pero fueron en reducido número los que tal hicieron. La mayoría corrían sin prestar atención a nada ni a nadie, pensando sólo en sí mismos y en salvar su pellejo. Los que cayeron al agua, en la confusión y el barullo de la huida, no fueron auxiliados por nadie y tuvieron que salir por sus propios medios de los remolinos y cenagales del río.
Sheng llevó el ímpetu del ataque más allá de lo preciso y, dominado por la fiebre que le devoraba, olvidóse del objeto primordial de su misión. Su única obsesión era la derrota de los japoneses. Y, seguido de los suyos, siguió luchando y presionando, hasta sentirse sujeto fuertemente por la cintura.
—¿Te has vuelto loco? —oyó que Charlie le gritaba—. ¿Te has propuesto llegar hoy mismo a la India luchando? ¡Volvámonos, volvámonos! ¡Tus hombres morirán como ratas en la retaguardia! ¡El enemigo contraataca por el Sur, imbécil!
—¿Hemos… hemos rebasado el puente? —le preguntó como balbuceando.
—¡El puente está a una milla y media hacia atrás! —gritó Charlie, dándole un fuerte empujón. Sheng dio la orden de hacer marcha atrás y salió corriendo, seguido de la tropa. Pero al conseguirlo se quedaron inmóviles contemplando la orilla opuesta. El puente había sido destruido y el agua corría libremente por sobre sus escombros. La corriente se había llevado el extremo colgante y ante sus propios ojos vieron cómo el agua arrastraba triunfalmente el último trozo que todavía se sostenía como por milagro.
—El puente… el puente… exclamó Sheng como machacando las palabras. Pero su cerebro aturdido no consiguió completar la frase.
Su acompañante completó el pensamiento, profiriendo un grito agudo y penetrante:
—¡Oh, madre mía! ¡Madre mía! Los blancos han cortado el puente.
Después de oír estas palabras, Sheng sintió que la sangre se agolpaba en su cabeza. Lanzó una horrenda carcajada, que más bien parecía un alarido, y bramó:
—¡Nuestros aliados! ¡Ésos son nuestros aliados!
Y sintió como si le hubieran partido la cabeza de un hachazo… y nada más.