Ni en la noche siguiente, ni en las otras seis que vinieron a continuación, Sheng y Mayli pudieron encontrarse nuevamente. Aquel amanecer, los que no habían sido despertados por los mosquitos, las sanguijuelas, las moscas y toda clase de insectos molestos o dañinos que vivían en la selva, lo fueron violentamente por los aviones japoneses que, en vuelo muy bajo, vomitaban fuego que incluso alcanzo a la retaguardia, donde estaba Mayli con las enfermeras. Ésta se había acostado con el propósito de dormir una hora o dos, y Pansiao se había echado a su lado. Pretextando poder necesitarla en cualquier momento, Mayli ordenó a An-lan que no se apartara de su lado, aunque en realidad sólo pretendía no perderla de vista, pues su silencio la inquietaba.
Mayli estaba convencida de que no lograría dormirse pero se encontraba tan deshecha y agotada y era en realidad tan joven que su organismo pudo más que su mente atribulada, y se quedo dormida en el mismo momento en que se tendió sobre el jergón. Pero también la arrancó del sueño el estallido cercano de las bombas y, levantándose de un salto, arrastró consigo a Pansiao y, a todo correr, se refugiaron en el borde de la selva. En la semioscundad que todavía reinaba, permanecieron muy juntas. Poco antes había caído una lluvia ligera, y el vaho húmedo que se desprendía de las plantas mojadas hacia que, a pesar del calor y la calma de la mañana, sintieran un frío intenso. Tampoco estaban seguras en ese refugio, pues demasiado sabían que los japoneses trepaban a los árboles como monos disimulándose entre las ramas verdes. Por eso Mayli, temerosa, vigilaba incesantemente a su alrededor, pero en lugar del enemigo vio una serpiente cerca de ellas, una serpiente corta y gruesa que erguía la cabeza tras un tronco podrido.
—No te muevas —susurró a Pansiao—. Allí tenemos una serpiente de mala facha que nos está mirando.
Casi sin atreverse a respirar permanecieron muy juntas, mirando con pánico a la serpiente, mientras por el cielo rugían los aviones, subiendo y bajando sin cesar y a cada descenso seguía el estallido de las bombas. El estruendo ensordecedor repercutía en todos los ámbitos de la selva, y al parecer, la serpiente empezó a inquietarse, ondulando su cuerpo de un lado para otro, irguiendo su gruesa cabeza y sacando fuera su lengua de color rojo, delgada como un hilo y partida en dos. Pansiao que no separaba los ojos del horrible animal, estaba intensamente pálida.
—Esto es una serpiente —murmuró—. Más parece un demonio.
Ambas muchachas seguían inmóviles, sin dejar de mirar al reptil, que hundía la cabeza en su cuerpo y luego se movía lentamente de izquierda a derecha y de atrás hacia delante. Tema sus ojos redondos y negros fijos en ellas, a pesar de estar a una distancia de veinte pies. Mayli también empezó a suponer que abrigaba alguna malévola intención por contra suya.
—No debemos continuar aquí —dijo en voz baja Pansiao—. Alejémonos tan lentamente como si no nos moviéramos.
Y empezaron a marchar hacia atrás, hacia la salida de la jungla, olvidándose en su terror del enemigo que les amenazaba desde el cielo, pero a pesar de sus propósitos, se apoderó de ellas un pánico tan súbito, que, sin meditarlo y sólo impulsadas por un miedo horroroso, corrieron hasta ponerse en medio del camino y sin volverse para mirar a la serpiente.
—¿No podría ser que nos creyera culpables de este ruido? —le preguntó Pansiao, jadeando, cuando se detuvieron.
—Quizá sí —contestó Mayli—. No se me había ocurrido.
Y en medio del peligro de las bombas que estallaban en todos sentidos, Mayli pensó en los habitantes de la selva, habituados a un silencio no perturbado desde el principio del mundo y ahora enloquecidos por un incomprensible estruendo infernal.
En las jornadas siguientes recordó muchas veces el terror que habían sentido huyendo de la serpiente, y algo de ese mismo terror parecía dominar esos días a los ejércitos en retirada. Los japoneses realizaban de cinco a seis incursiones diarias sobre ellos. Y, mientras iban retrocediendo, cada vez dejaban más muertos de los que podían enterrar y más heridos de los que podían atender. No quedaba tiempo para dormir y apenas para comer. Por otra parte, tampoco tenían apetito y la magra ración que les correspondía no era nada a propósito para estimularlo. Habían perdido el contacto con el resto del ejército y estaban obligados a comer lo que buenamente encontraban. En pocos días Pansiao adelgazó y sus mejillas se volvieron pálidas. La característica rudeza de Siu-chen había desaparecido tras su cara demacrada. Ya no les quedaban energías Para querellarse o discutir. Las enfermeras que aún vivían hacían cuanto estaba a su alcance en favor de los moribundos y siempre por encima, por debajo y alrededor de ellos, les envolvía ese eterno calor que les daba la sensación de estar metidas entre mantas húmedas. Ni de noche ni de día disminuía de intensidad. Durante el día el sol era como un horno insoportable y anhelaban la llegada de la noche; pero, luego, cuando era oscuro, el calor resultaba tan pegajoso que deseaban nuevamente que amaneciera. Era la época de las lluvias de mayo, esos chaparrones bruscos que se desvanecen tan rápidamente como aparecen y que se producen incluso estando el cielo rutilante de sol. En tiempos normales la gente consideraba estas lluvias como una bendición, pues contribuían al magnífico desarrollo de las cosechas y de los frutales. Pero a ellos, a pesar de representar por unos momentos como un refrigerio en medio del sofocante calor, les ocasionaba a continuación tales escalofríos que debilitaban aún más sus cuerpos exhaustos. Realmente, nada bueno les quedaría como recuerdo de tales días. Se trataba de una serie continua de luchas y esfuerzos para realizar una retirada lo más rápida posible. Ese constante retroceder llegó a convertirse en una pesadilla de terror. El pánico se transmitía de unos a otros, porque la carne temía y la mente estaba muerta.
En esa forma transcurrieron los seis días, sin que Mayli viera una sola vez a Sheng. Ella tampoco lo había buscado, pues la retirada no dejaba tiempo para hacerlo. Al anochecer del sexto día, la espesa lluvia caída durante toda la tarde había convertido la tierra en un lodazal y el cielo estaba cubierto por una espesa capa de nubes, de modo que los aviones enemigos no aparecieron, dando a los perseguidos unas horas de paz. Por primera vez, durante esos días y esas noches, Mayli pudo permitirse unos momentos para lavarse. La lluvia caía lenta y continua. Cogió el último resto de jabón que le quedaba en la mochila y que guardaba celosamente desde que salió de su casa, y pidió a Pansiao que la acompañara hasta un sitio algo apartado, donde, haciéndole sostener en alto una estera de juntos, a manera de pared, lavó cuidadosamente su cuerpo bajo la lluvia. Mientras estaba bañándose, Pansiao asomó su cabeza empapada de lluvia por encima de la estera y le dijo:
—¿Qué haremos? Viene mi tercer hermano.
—¿Viene? —se azoró Mayli—. Entonces me visto en seguida.
Y en un instante estuvo vestida, pues sólo tenía que volver a ponerse el uniforme húmedo y secarse el cabello mojado. Cuando salió de su improvisado baño, Sheng había llegado. En cuanto le vio, se dio cuenta de su mal aspecto y en seguida se fijó en su brazo vendado y sujeto con una soga.
—¡Oh! ¡Estás herido! —exclamó.
—No creo que valga la pena de llamarle herida —contestó Sheng—. Es un agujero que me hicieron con un clavo, hace seis días. Creía estar curado, pero empiezo a suponer que el clavo estaba envenenado.
Y Sheng le contó cómo al sentirse el escozor se dio cuenta de que había sido herido con un clavo.
—¡Deja que te vea la herida! —le dijo Mayli acompañándole hasta el campamento.
Al quitarle la venda que la envolvía vio que la infección estaba muy avanzada. El brazo aparecía hinchado y de la herida salía pus. Las venas que corrían por el brazo y el hombro, cerca de la herida, estaban abultadas.
—¡Oh! ¡Estúpido! —exclamó con enojo y atemorizada—. ¿Por qué no me dijiste nada hasta ahora?
—¿Quién se acuerda de sí mismo? —contestó Sheng.
Realmente, ¿qué podía replicar a esta pregunta? Y volviéndose hacia Pansiao, que los miraba con inquietud, le ordenó:
—Corre en busca del doctor. Dile que se trata de tu hermano.
Mientras Pansiao se alejaba corriendo, Mayli desinfectó la herida. Una súbita timidez dominaba a ambos. No obstante, les parecía delicioso poder estar solos unos momentos, a pesar de las graves circunstancias en que se encontraban. Sabían que se trataba de unos pocos minutos, y, en consecuencia, cada cual pensaba aceleradamente en lo que debía decir a continuación, buscando las palabras apropiadas que pudieran perdurar en sus mentes hasta el próximo momento en que volviesen a encontrarse solos. Sheng, que siempre hablaba espontáneamente y sin reservas, fue el primero en hablar.
—Si es que llegamos a salir de la trampa en que hemos caído —dijo—, no esperaré ni un solo día en querer saber tus verdaderas intenciones respecto a mí.
Mayli lavaba cuidadosamente la herida de Sheng, y al oír sus palabras levantó la vista para sonreírle, pero la sonrisa murió en sus labios, al observar que el suave contacto de su mano sobre el brazo provocaba una mueca de dolor en su rostro.
—¡Oh! —dijo alarmada—. ¡Eso está muy mal! ¿Por qué no me decías que te dolía tanto?
¡Siéntate, Sheng!
Hizo sentarle sobre una caja de municiones vacía y continuó lavando la herida, mientras le hablaba cariñosamente para animarle.
—Ahora debe dolerte mucho, ¡pobre Sheng! ¡Pero debo hacerlo. Créeme que siento tener que hacerte sufrir así, pero no hay más remedio que sacar todo el pus y el veneno. Cuando llegue el doctor Chung la herida estará desinfectada y veremos lo que nos dirá. Él sabrá lo que deberá hacerse.
Sheng no se movía de su asiento, permaneciendo quieto y callado. Las dulces palabras de Mayli eran un alivio para él y su voz cálida equivalía a un consuelo.
Se sentían tan cerca que parecía imposible que hubieran de volver a separarse, por nada ni por nadie. Ni por la misma muerte. Pero esta impresión sólo duró un instante, Chung acababa de llegar.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Este muchacho ha sido herido con un clavo envenenado.
Durante esos días, Chung había enflaquecido tanto que su cara aparecía chupada y angulosa. Su cuello parecía convertido en unos flojos alambres que sostenían la cabeza. La gruesa barriga de los buenos tiempos había desaparecido y las dos vueltas de su cinturón acusaban claramente el vacío que se había producido. No obstante, manteníase en buena salud y nadie había oído que se quejara de cansancio ni agotamiento. Examinó cuidadosamente la herida y, moviendo la cabeza, dijo:
—Deberíamos aplicar sulfamidas. Pero las hemos acabado. Hace unos días gastamos las últimas.
—Quizá tengan los ingleses —repuso Mayli—. En diez días no he visto un médico inglés.
—Es imposible mantenernos juntos —observó Sheng despectivamente—. Siempre nos llevan ventaja en la retirada.
Era la primera vez que Mayli oía un comentario sobre ese interminable trasladarse de un punto a otro.
—¿Éste es el motivo de que cada día corramos más? —preguntó.
—Todas las mañanas nos ordenan que contengamos el avance de los japoneses —dijo Sheng airadamente—. Lo hacemos a toda costa. Hacia mediodía llega otra orden: la de extender nuestras dilas. Y luego nos pasamos la tarde replegándonos para volver a nuestras líneas primitivas.
Los tres se miraron con inquietud.
—¿Y cómo acabaremos? —preguntó Mayli.
—Nadie lo sabe —contestó Sheng—. Nuestro general parece volverse loco. Él, que durante su carrera nunca retrocedió, ahora se ve obligado a no hacer otra cosa y en cada salto hacia atrás va dejando más muertos.
—Pero el americano… —insinuó Mayli suspirando.
—El americano no puede hacer nada —interrumpió Sheng—. No sirve, como tampoco servidos nosotros. Es un extranjero que lucha en tierra piraña. La batalla está perdida. Todos lo sabemos. Las mismas tropas de retaguardia saben que estamos derrotados y cada día hay más desertores.
—¿Nuestros soldados? —preguntó Mayli con un hilo de voz.
—Desertan todos los que quieren y pueden, lo mismo si son blancos, amarillos o negros.
Mientras hablaban, Sheng había mantenido su: brazo horizontalmente, a fin de que el doctor examinara la herida. El doctor le indicó que podía bajarlo, diciéndole preocupado.
—No sé qué puedo hacer por usted.
Pansiao, mientras ellos charlaban, no había prestado la menor atención a lo que decían; pero, en cambio, no apartaba los ojos de la herida de su hermano, y dijo:
—Yo me acuerdo de que nuestra madre, cuando nos salían forúnculos, nos los curaba con unos emplastos de levadura húmeda. A veces también los hacía con raíces de nabos silvestres, pero aquí no los hay. En cambio, yo tengo un trozo de pan, que conservaba desde hace días, por si alguna vez tuviera hambre. No tiene moho y sólo le falta un mordisco! Temía comérmelo, pensando que cualquier día lo necesitaría por no tener nada que comer.
—No le hará ningún daño —dijo el doctor— aunque probablemente tampoco le hará ningún bien. De todas maneras, trae el pan, chiquilla.
Pansiao sacó de su bolso un envoltorio de papel impermeable. Lo deshizo y, envuelto en otro papel, apareció el pan seco y enmohecido, entregándolo» doctor Chung. Éste desmenuzó el pan, y después de hacer un emplasto con él, envolviólo alrededor del brazo de Sheng.
—Y ahora no se sirva para nada de este brazo —le dijo—. Debe mantenerlo completamente inmóvil.
—Afortunadamente, no es el que necesito parí manejar el arma —contestó Sheng—. Supongo que podré obedecerle.
Después se levantó diciendo:
—Debo irme. El general nos espera.
No estrechó la mano de Mayli, pero le dirigió una mirada profunda y expresiva.
—Sería conveniente, que mañana volviera. Debí mirarle el brazo nuevamente —dijo Chung.
—Si puedo volveré —respondió Sheng, sin dejar de mirar a Mayli—. Pero, si tardo unos días en volver, no piensen que sea a causa de la herida. El general puede encargarme alguna misión. En cuanto pueda, volveré.
Las últimas palabras las dijo dirigiéndose a Mayli, la cual contestó con una voz vibrante de confianza y valor:
—Puedes estar seguro de que no me dejaré dominar por el temor de que te haya ocurrido algo malo.
Y volvieron a separarse.
… Después de dejar a Mayli, y a través del desorden y la confusión que se acusaba a consecuencia de la retirada, Sheng llegó a la tienda del general. Se detuvo antes de entrar y tosió ligeramente, como anunciando su presencia. El general en seguida ordenó que entrara.
Los demás comandantes estaban allí. Yao Yung, con su larga cara, sentado tristemente en un asiento plegable. Pao Chen, en cuclillas. Charlie Li llevaba unos pantalones andrajosos, sostenidos en la cintura por un cordel.
—Siéntese donde pueda —dijo brevemente el general—. Nos hemos reunido porque Li trae malas noticias. La retaguardia puede darse por perdida. Mejor dicho, la batalla puede darse por perdida, como todos ya saben. No recibimos municiones ni vituallas. Estamos en pleno caos. Con la retaguardia perdida, no podemos mantener el frente. Y, no obstante, el americano me ordena, a pesar de tan desfavorables condiciones, que nos movamos Para salvar a los blancos de una trampa en que han caído. El enemigo los tiene sitiados. Disfrazados y ayudados por los birmanos, han podido deslizarse casta el río que los blancos debían cruzar. Nosotros hemos de embestir y abrirnos camino entre sus filas hasta alcanzar un espacio libre ante el río. Lo suficiente para que los blancos puedan escapar. El Puente está en manos de los japoneses. Debemos lograr que abandonen las orillas y empujarles hacia el Este lo máximo posible. Entretanto, los blancos cruzarán el puente, luego les seguiremos nosotros y lo destruiremos antes de que los japoneses nos alcancen. Poco más o menos será un trabajo tan difícil como el que hacen los que tallan el marfil.
Habló siempre en el mismo tono, con acento frío. Al terminar, nadie le contestó. Un rato después, Sheng preguntó:
—Si es cierto que la retaguardia está perdida, como dice Li Kuo-fan, ¿qué harán los blancos después de cruzar el río?
—Continuarán retirándose —contestó el general, imperturbable.
Levantó su cara abatida y miró uno a uno a los comandantes.
—No nos engañemos con esperanzas inútiles —dijo—. La ayuda que esperábamos de los blancos no llegará. No puede llegar. No contamos con ninguna ayuda posible.
—¿Dejarán morir aquí a sus propios soldados?, —exclamó horrorizado Yao Yung, que en realidad era demasiado sensible para el cargo que desempeñaba.
—Sus superiores consideran que tendrán menos pérdidas si les dejan luchar solos para librarse de los japoneses, que si envían más soldados en su, socorro, porque saben que también corren el mismo peligro de perderse —expuso el general.
—Entonces, ¿por qué luchar? —inquirió Sheng.
—Cada cual puede contestarse a sí mismo —replicó sombríamente el general—. De todas maneras; ésas son las órdenes. ¿Hay algún voluntario entre ustedes?
El general, a pesar de que recordaba las palabras del Presidente indicándole que toda misión difícil, que otros no se atrevieran a desempeñar, la confiara a Sheng, y a pesar de reconocer que él eral el más indicado para llevarla a término y que en aquella ocasión contestó que siempre estaría dispuesto a cumplirla, no quiso tomar la iniciativa de obligar a un hombre a salir al encuentro de una muerte segura y, en consecuencia, formuló la pregunta y aguardó a que sus comandantes contestaran.
Pero todos permanecían callados.
—¿Prefieren decidir entre ustedes o quieren que yo lo designe? —volvió a preguntar el general viendo que ninguno hablaba.
Pao Chen escupió en el suelo, pero siguió callado. Yao Yung pensaba en su esposa y en sus hijos, y no dijo nada. Chan Yu no habló, porque sabía de antemano que el general necesitaba de él, por ser ayudante, y no le dejaría partir. Finalmente, Sheng, después de mirar detenidamente a todos y recordar la promesa hecha al Presidente, avanzó violentamente y dijo:
—¡Bien! Puesto que todos callan y yo soy el único que, según parece, conserva la voz, ¡hablaré! Yo abriré camino a los blancos. Pero quisiera saber una cosa: por qué causa están acorralados. Quisiera estar convencido de que tengo el deber de cumplir esa misión.
—Yo no sé nada —dijo el general—. A mí no me han dicho nada. Sólo me han dado esa orden. Lo único que debo hacer es elegir entre cumplirla o no. Hasta ahora he obedecido. Si usted va, seguiré obedeciendo; si rehúsa…
Sheng se sentía interiormente atormentado. Era evidente que no se les había dicho nada, y nadie sabía lo que hacían los blancos ni por qué. Los chinos luchaban fieramente a su lado para sostener sus líneas y, de pronto, sin avisarles, retrocedían treinta millas, la etapa de un día de marcha. Ahora, súbitamente, los blancos habían vuelto a ser acorralados Y nadie sabía cómo había ocurrido.
Mientras meditaba esas razones, parado frente al general, el brazo le dolía agudamente y el dolor le repercutía en el hombro y la espalda.
—Si no fuera por el Presidente y por lo orgulloso que está de nosotros —dijo lentamente el general— habría dado la orden de retirarnos, volviendo la espalda a esa batalla perdida. Perdida ya antes de nuestra llegada a esta tierra. Pero yo no puedo presentarme ante el Presidente sin haber realizado todo el esfuerzo que nos ha exigido.
Al oír estas palabras, Sheng suspiró profundamente y, reclinándose en el palo central de la tienda, dijo:
—Iré y será parte del «esfuerzo que nos ha exigido». Del esfuerzo que debe consumirse, si es que así debemos desperdiciarlo.
—Cuando los demás se retiren, usted se quedará conmigo —dijo el general—. Le daré las últimas instrucciones.
—Quisiera pedirle que este joven me acompañara —rogó Cheng poniendo la mano sobre el hombro de Charlie.
El general hizo un gesto de asentimiento y los demás se retiraron. Cuando estuvieron solos, el general empezó a darles sus instrucciones. Ambos escuchaban atentamente y de cuando en cuando Charlie señalaba con el índice en el mapa un camino o un sendero más corto o más accesible, puesto que, como harían la marcha a pie, sin ningún vehículo que les entorpeciera la ruta, podrían seguir los senderos más estrechos pero que acortaban la distancia al río.
—Después de día y medio de una marcha muy dura —dijo el general— podrán llegar al punto indicado. Descansarán hasta el ocaso del sol. El ataque se hará de noche. Los hombres deberán marchar lo más desparramados posible, a fin de no dar la impresión de ir en columna. Pero sobre todo deben estar perfectamente seguros de encontrarse todos juntos en el sitio y tiempo indicado.
—Nadie se retrasará —dijo Sheng.
—¿Cuándo podrá salir? —preguntó el general.
Sheng no contestó en seguida. Se sentía el brazo y el hombro dolorido, pero estaba resuelto a hacer caso omiso del dolor, por intenso que fuera. Si vacilaba, no era a consecuencia de su herida, sino porque dudaba si debía o no tomarse el tiempo necesario para volver al lado de Mayli y comunicarle la misión que se le había encomendado. Se decía que tal vez ella no toleraría que marchara en las condiciones en que se encontraba, pues no podía ocultarle que tenía fiebre y que su brazo se hinchaba. Y temía sobre todo que su voluntad cediera ante el fuerte dominio que ella tenía sobre él. Le había insinuado que tal vez pasaría unos días sin volver a verla… pues… entonces, que transcurrieran unos días.
—En menos de una hora estaremos dispuestos para partir —dijo después de haberse determinado.
—Arriesga su vida en la empresa —le dijo el general—, no tengo para qué darle órdenes. Su sentido común le indicará lo que mejor convenga y el mejor camino a seguir —y luego añadió—: He seleccionado a los mejores soldados de nuestras tres divisiones para que se pongan bajo su mando.
Estas palabras que, en otras ocasiones, habrían dado una enorme alegría a Sheng, ahora las escuchó sin que le causaran la menor impresión. Su cerebro estaba como embotado y parecía que no comprendiera su sentido. Intentó fijarse en el rostro del general, pero lo veía desfigurado.
—¿Me oye? —preguntó el general, sorprendido.
—Haré cuanto pueda —respondió Sheng como si martilleara las palabras y, haciendo un gran esfuerzo, levantó el brazo derecho y saludó. Luego, dando media vuelta, se dirigió rápidamente a su tienda de campaña.