Así fue como se encontraron Mayli y Sheng, junto al inglés muerto. Si el encuentro hubiese ocurrido en otro tiempo, tal vez se habrían sorprendido; pero, en el extraño país donde se encontraban, cada día ocurría algo de que sorprenderse. Y cuando es posible que ocurra lo más imprevisto, sin que nadie pueda predecirlo ni determinar dónde uno mismo se hallará dentro de una hora o en tal día, nada extraño era que ni Mayli ni Sheng se sobresaltaran ni experimentaran una profunda sorpresa, pasada la emoción del primer momento. Se cogieron las manos y así permanecieron sosteniéndolas fuertemente entrelazadas, mientras se miraban ávidamente el rostro. El uno sentía exactamente lo mismo que el otro: una inefable sensación. No sentían alegría, pues a su alrededor había sólo muerte y desolación; pero, sin embargo, sentían como una corriente de una fuerza desconocida que, filtrándose de su manos, llegaba hasta sus corazones. Y en el mismo instante él olvidó sus celos y todas las dudas que tanto le habían hecho sufrir.
Sheng contempló el rostro sudoroso de Mayli, cuyo cabello colgaba húmedo sobre la frente y el cuello. Llevaba un tosco sombrero de paja, como el usado por los campesinos. Alrededor del sombrero estaban sujetas las ramitas cuya sombra caía sobre sus ojos. También se fijó en que había adelgazado mucho y que su uniforme azul de algodón, húmedo por el sudor, se adhería a su cuerpo. No llevaba medias y calzaba sandalias de paja. Llevaba la guerrera arremangada hasta el codo.
Mayli contemplaba a un joven alto y delgado, recio como el cuero y que vestía un sucio uniforme. El sudor que brotaba siguiendo sus finas líneas caía como gotas de lluvia por sus mejillas oscuras.
El sol era inclemente. En aquel espacio casi no había árboles, excepto la espesa y corta vegetación de la jungla. Los heridos se habían arrastrado hasta los escasos sitios donde había algo de sombra y esperaban que les sirvieran un poco de agua. Cerca de los dos, un hindú, cuya cabeza permanecía en la sombra, empezó a gemir quejumbrosamente, pidiendo agua:
—¡Pañi, pañi! —gemía lúgubre.
Se volvieron al oírle y vieron que tenía un hombro completamente desgarrado y que sangraba. Sheng soltó las manos de Mayli y se acercó al moribundo. Abrió la cantimplora de agua, esa agua que ahora era algo de inapreciable valor, y la acercó a los labios del hindú, levantándole la cabeza y apoyándola en su brazo a fin de que pudiera beber.
—¡Oh! ¿Qué estás haciendo? ¡Tampoco vivirá! —gritó Mayli con voz apagada—. ¡Guarda el agua para ti!
Pero Sheng dejó que el hindú agotara hasta la última gota. Luego volvió a dejar la cabeza del herido sobre la tierra abrasada y en el mismo momento dejó de vivir.
—¡Has tirado el agua! —dijo Mayli con la misma entonación de voz.
—Se me habría atragantado al bebería, si se la hubiese negado —contestó Sheng.
Tapó la cantimplora vacía, la puso de nuevo en su sitio y, acercándose a Mayli, volvió a cogerle la mano, reteniéndola entre las suyas.
—¿Dónde has estado? —le preguntó.
—Aquí, con las enfermeras.
—Y yo que siempre pensaba en ti imaginándome que seguías viviendo en aquella casita, con aquel Perrito endiablado al que querías más que a mí.
—Y yo que creía que estarías en cualquier parte menos tan cerca de mí —repuso Mayli con una sonrisa en los labios.
—Realmente eras tú la que cantaba aquella noche en que empezamos la marcha —suspiró: Sheng—. Yo suponía que era imposible.
Iban hablando en medio de los heridos, insolados y moribundos que yacían a su alrededor, convencidos de que esos cortos instantes debían terminar seguidamente, pues uno y otro eran reclamados por sus mutuos deberes. Las muchachas les miraban a hurtadillas y llenas de curiosidad. Dándose cuenta de ello, desprendieron sus manos.
—Haré lo posible para verte esta noche —dijo Sheng.
—Te esperaré ansiosa.
Y de súbito le pareció que sería imposible aguardarle hasta la noche, en un día así. ¿Quién podía saber si viviría al final de la jornada?
—¡Cuídate! —le suplicó con ojos implorantes—. ¡No seas demasiado confiado! ¡Procura que; la noche te encuentre con vida!
—¿Crees que puedo morir? Esta noche, después le ponerse el sol, vendré a verte.
Y se alejó a grandes pasos, cruzando el espacio sembrado de hombres yacentes. Mayli estaba contemplando su figura alta y esbelta, cuando sintió una mano pequeña que estrechaba la suya.
—¿Quién es este joven, hermana?
Era Pansiao. Unos días antes había empezado a llamarla hermana y se lo permitió, apiadada de lo triste y solitaria que estaba. Volvió la cabeza y, ante los ojos asombrados de Pansiao, se echó a reír.
—¿Cómo pude olvidarte? —exclamó—. ¡Y, sin; embargo, te olvidé por completo! ¡Pequeñita! ¡Es: tu hermano, chiquilla, tu tercer hermano! ¡Nos hemos encontrado!
Pansiao probó si veía al joven que acababa de marcharse, pero ya había desaparecido.
—¿Corro tras él?
Mayli negó con la cabeza y dijo:
—No hay tiempo que perder. Tenemos mucho que hacer. Pero volverá esta noche, después de la puesta del sol. Tú irás conmigo.
Mientras iban hablando vieron un inglés que se arrastraba a gatas, intentando llegar a la escasa sombra que proyectaba el camión destruido.
—¿Puedo ayudarle en algo? —dijo Mayli.
Al oír aquellas palabras inglesas, el hombre consiguió levantar la cabeza haciendo un gran esfuerzo, y apareció ante los ojos de Mayli una visión que alejó de su mente cualquier otra idea o pensamiento, borrados por el horrible aspecto de aquel hombre. Había perdido toda la parte inferior de la cara: no tenía boca, nariz ni mandíbulas. Sólo le quedaban los ojos, que la miraron con expresión agónica. Mayli se agachó y, ayudada por Pansiao, le sujetaron por los sobacos y le arrastraron hasta la sombra del camión, dejándole tendido en el suelo y, sacando de su cajita una aguja, le dio una inyección en el brazo, mientras él le cogía seguidamente una mano. En cuanto sintió que la presión de sus dedos cedía y que sus ojos febriles y llameantes se volvían turbios y apagados, le puso la mano sobre el suelo y lo dejó.
Quizá había otros a quienes salvar.
… Lo más penoso de este día fue que, mientras iban prestando sus servicios, la retirada proseguía. Era preciso ir trasladando a los heridos y a los moribundos. Mayli veía que la batalla rugía a su alrededor, de modo incesante, pero no se preocupaba y seguía trabajando de firme, ayudada por las demás enfermeras, mientras el doctor practicaba las curas u operaba en un camión cubierto por un toldo. De cuando en cuando les llegaba la orden de retroceder nuevamente. Una batalla no es cosa que Pueda verse y dominarse en su totalidad. Se compone de infinidad de pequeños movimientos y de grandes masas de hombres y mujeres, cada uno de los cuales es una ínfima parte del conjunto global que, por separado, no se puede apreciar ni comprender. Cada cual debe moverse cuando le dan la orden y en el sentido de que se le indica, pero ni sabe por qué lo hace ni debe preguntarlo.
Durante todo el día —que era terriblemente caluroso— Mayli estuvo acudiendo de unos heridos a otros, pero seguidamente llegaban más para morir o seguir luchando por la vida. Cuando se sentía a punto de desfallecer de cansancio, miraba a Chung y veía que no podía descansar, puesto que el médico seguía trabajando sin cesar. El doctor llevaba una toalla alrededor de la cabeza, a fin de impedir que el sudor le cayera sobre los ojos y le dificultara la visión. Pero le brotaba de las mejillas y de los brazos desnudos e incluso caía goteando de sus dedos mientras ejecutaba sus intervenciones quirúrgicas o anudaba venas y arterias. Cuando vendaba las heridas, las gasas estaban húmedas a causa del sudor de las mujeres que las preparaban. Era imposible enjugarse los rostros y las manos bajo ese calor cruel y continuado. Bebían continuamente cuánta agua encontraban, habiendo agotado incluso la di los baldes con que recogieron la sucia de los arre yos casi secos, y en la que el doctor Chung echó los frascos de desinfectantes y un poco de sal, antes de permitir que la usaran. Sólo se puede vivir entre la muerte cuando no se teme el peligro, pues a cada momento podía llegarle a uno la última hora, ya sea desde el cielo o desde cualquier matorral. ¿Por qué entonces privarse del agua y sufrir el tormento de la sed? Mayli se preocupaba celosamente de sus muchachas, atenta a la forma en que soportaban la jornada y, según le parecía, la soportaban sin excesivo sacrificio. Pansiao, que era por la que más había temido, era la que mejor estaba. Bajo el terrible calor, y entre muerte y sangre, iba y venía, acudía acá y allá, sin que ni por un momento desapareciera de su carita su natural expresión de alegría y animosidad, como si el espectáculo no la afectara para nada. Una vez que se encontró cerca de Mayli, le dijo sonriendo:
—No puedo dejar de pensar en esta noche.
Realmente, era una niña. Mayli no le contestó limitándose a sonreírle. Aunque se sintiera aterrorizada, Pansiao permanecía como aislada y sólo pensaba en la alegría que le esperaba por la noche. En su simplicidad, parecía como si se hubiese hecho el propósito de explicarse el significado de cuanto sucedía a su alrededor. Veía morir a hombre sin experimentar pesar ni sentimiento, porque esto ya había presenciado muchas veces y, en definitiva, la muerte formaba parte de su vida. Parecía como si no advirtiera el hedor, la sangre y las heridas, absorta sólo en algo que le pertenecía exclusivamente. Hoy, era su hermano. El día anterior pudo haber sido un trozo de dulce que encontrara en una tienda y que comprara por un penique; otro día, un gatito encontrado perdido en el camino y mañana sería cualquier nimiedad que absorbiera su atención.
Siu-chen, la muchacha que había estudiado en un colegio del interior y que quedó huérfana a consecuencia del bombardeo de Nanking, lloraba mientras trabajaba. De vez en cuando, con sus manos sucias y manchadas de sangre, enjugaba sus ojos y su cara. Mayli no temía por ella mientras pudiera llorar, como tampoco temía por Hsieh-ying mientras no dejara de jurar y maldecir en voz baja al cargar sobre sus espaldas los pesados cuerpos de los heridos. Si pesaban poco, los llevaba simplemente en brazos, como si fueran niños. Mayli se complacía escuchando sus vociferaciones mientras iba y venía de acá para allá.
—¡Oh! ¡Madre mía, y la madre de mi madre! ¡Cuántas vidas perdidas! ¡Oh! ¡Si estos malditos demonios se pudriesen! —gritaba a continuación—. ¡A éste le conozco, al que le falta la pierna! ¡Capitana! —gritaba a Mayli—. ¿No lo recuerda? ¡Es el mismo que conducía el camión! ¡Era muy brusco, pero muy bueno…! Venga acá, pobrecito, deje que le lleve al doctor.
Chung le advertía que no le trajera hombres así pues no podía sustituir las piernas de nadie. Pero Hsieh-ying chillaba que, aunque maldijeran a su propia madre, ella recogería a todos los heridos que la miraran con los ojos en los que hubiera un Poco de vida, tanto si eran blancos como de color, y lo mismo si tenían piernas como no. A los únicos que no recogería sería a los muertos. Así, pues ¿cómo habría abandonado a éste, sí además eran conocidos? Pero el infeliz ahorró a ambos toda posible discusión, pues mientras ella vociferaba ante el doctor, murió calladamente.
Era en verdad sorprendente, durante este fatídico día, mientras los japoneses no cesaban un momento de acosarlos desde el cielo y desde sus posiciones, y a pesar de la terrible fatiga, que todavía tuvieran tiempo y energías para discutir entre ellos. Unas veces entre Chung y Hsieh-ying, luego dos compañeras cualesquiera que, debiendo trabajar en estrecha colaboración, encontraban fútiles pretextos de divergencias. A medida que aumentaba sobre ellos la lluvia de metralla, crecía la depresión de los ánimos y el sentimiento de terror, de terrible cansancio, de horroroso calor y hambre, llegando a convertirse en una obsesión. Lo peor era el implacable resplandor del sol, que se hacía más intenso a medida que el día avanzaba. No obstante, Mayli se decía que, mientras las enfermeras tuvieran ánimos para gritar e insultarse, estaban salvadas. Sólo la preocupaban cuando las veía tristes y silenciosa». An-lan y Chi-ling eran las únicas que permanecían calladas. Ambas habían trabajado durante todo el día, sin parar. Por la tarde, al serles distribuido algo de comida, Chi-ling, sacudiendo la cabeza, la rechazó y no quiso comer. Mayli se acercó a su lado y le dijo:
—¡Come! ¡Te lo mando!
Pero Chi-ling sacudió nuevamente la cabeza.
—No puedo —contestó—. Aunque usted me lo exija. Vomitaría en seguida.
Ante esta respuesta, Mayli la dejó sola, pero sin dejar de vigilarla un momento, mientras reanudaba el trabajo al lado de An-lan. Estas dos chicas se habían hecho muy amigas, como si en su mutuo silencio hubiesen encontrado el medio de compenetrarse y reconfortarse.
El día siguió arrastrándose en forma igual, pero cada vez más pesado. A mitad de la tarde nadie ignoraba que la batalla estaba perdida. La derrota se adivinaba en el aire, en el polvo, en el calor. Nadie hablaba, pero, no obstante, todos los sabían perfectamente, y esta convicción se deslizaba entre ellos como un viento maléfico. El general tuvo idea inmediata del desastre, sin necesidad de que sus mensajeros le informaran. Hizo todo lo posible para que sus soldados allanaran el camino para la retirada, pero los japoneses eran tan hábiles y astutos que, cuando habían conseguido barrer un camino de obstáculos, les bloqueaban por otra parte. Era un incesante acorralamiento, del que no podían deshacerse. Maldecía a los grandes elementos motorizados extranjeros, porque equivalían a trastos inútiles cuando sus motores no funcionaban. El motor, igual que el corazón humano, era el punto más delicado y vulnerable. Y cada vez los japoneses arrastraban los camiones muertos y los tumbaban en la carretera, atrincherándose tras ellos. Después prendían fuego a los sitios por donde sus contrarios debían retirarse.
—¡Estamos atados a los camiones! —rugía el general dirigiéndose a sus comandantes—. ¿No sería mejor confiar en nuestras propias piernas y dejar los camiones aquí para que se pudran?
Por otra parte, gracias a los vehículos, era facilísimo localizarles y echarles una lluvia de fuego.
Finalmente, llegó la noche y cesó la lucha, aunque todos estaban convencidos de que los japoneses, sirviéndose de la oscuridad y ayudados por la gente de los pueblos, que los ocultaba y disparaba a su lado, bloquearían el camino que habían de seguir al siguiente día.
Los proyectiles que disparaban los birmanos eran de lo más inverosímil. Los japoneses gastaban buenas municiones y de reciente fabricación, estallaban con rapidez y estaban recubiertas de un fino metal que desgarraba la carne en una amplia extensión. Pero estas municiones no las facilitaban a los naturales del país. Esa misma tarde, próxima ya la hora del crepúsculo, y antes que se diera la orden de alto el fuego, Sheng sintió súbitamente un agudo escozor en la parte superior del brazo izquierdo. Se encontraba en una bifurcación del camino principal y buscaba un lugar apropiado donde pudiera acampar la tropa. Antes de que pudiera darse cuenta del motivo de este dolor, les cayó encima una lluvia de agujas metálicas y, agachando las cabezas, salieron huyendo del lugar. Cuando estuvieron a salvo, siguiendo otra vez el camino principal, y lejos del peligro que representaban los árboles, llevóse la mano al brazo y, con gran asombro, descubrió que llevaba un clavo hundido en la carne, tan limpiamente como si un carpintero lo hubiese clavado con un martillo. Cogiéndolo por la cabeza, lo arrancó de un tirón. Era un clavo de dos o tres pulgadas de largo. Se lo quedó contemplando y maldijo a quien lo había disparado.
—¡Fíjense! —dijo a sus hombres—. ¡Vean con lo que pretenden matarnos ahora!
—Este clavo —dijo su ayudante— no ha sido disparado por ningún japonés, téngalo por seguro, sino por uno de esos birmanos que se unen a los japoneses en contra nuestra. Los birmanos no tienen buenas armas, porque desde hace tiempo la ley que les impusieron los blancos les prohibía usarlas. Sólo tienen algunas de las viejas que robaron o guardaron escondidas. Como carecen de balas, disparan clavos o trozos de cualquier metal.
De la herida dejada por el clavo manaba lentamente una sangre oscura. Sheng dejó que saliera a fin de limpiar la herida. Después desgarró una tira del faldón de su camisa y se vendó el brazo, sin dejar de andar en busca de un sitio donde acampar. Esta noche no acamparon junto a un camino, sino en medio de la carretera principal, desde donde dominaban todo el terreno y podían ver a cualquiera que se acercara. Sheng distribuyó sus hombres estratégicamente, en forma de abanico, cerca de la jungla. Los que estaban afuera debían permanecer despiertos y en vigilancia. Los de las filas interiores dormirían hasta medianoche, para ser relevados por sus compañeros.
Cuando se ultimaron los preparativos y los soldados hubieron comido su pobre ración de arroz, quedaron casi agotadas las provisiones, que confiaban reponer con las que debían llegar de la retaguardia. Sheng ordenó al segundo oficial que ocupara su puesto y, siguiendo la carretera, se encaminó hacia donde estaban los heridos, a una milla de distancia, para encontrarse con Mayli. Al acercarse al sitio convenido, el corazón le latía con violencia, y, en lugar de esperarle una figura, vio que eran dos las que estaban en el extremo del campamento. A la luz de la luna, que casi era tan clara como la del sol, aunque de una claridad más blanquecina, distinguió la cabeza de Mayli y a su lado otra más pequeña —que parecía de una niña—. La muchacha estaba muy cerca de ella y le tenía cogida una mano. Su ansiedad se paralizó de pronto. ¿Por qué venía acompañada de una extraña? ¿Volvería a empezar aquel juego de distanciarse de él, que durante tanto tiempo les había mantenido como en guardia? Ante esta idea, Sheng sintióse profundamente disgustado. «Ahora no nos queda tiempo para ir difiriendo las cosas —se dijo—. Este juego debe acabar. Se lo diré tal cual». Y, después de tomar esta determinación, aceleró el paso. Cuando llegó a su lado, Mayli notó el enfado en su cara. Y esperó callando, mientras le observaba atentamente.
—¿Quién es esa muchacha que has traído? —le preguntó mordaz.
Mayli comprendió la causa de su enojo y se echó a reír.
—¡Sheng! —dijo—. ¿No la conoces?
El muchacho dirigió una rápida mirada a Pansiao, pero sin el menor interés, pues lo que él deseaba era estar a solas con Mayli. Pansiao, por su parte, levantó tímidamente la cara y miró con asombro a este militar alto y de voz agria. ¿Era realmente su tercer hermano? Ella lo recordaba como un muchacho delgado y flexible como una caña, taciturno e irascible, que en la casa paterna siempre había sido como una especie de tormenta. Pero también recordaba que cuando ella era pequeña le permitía conducir el búfalo cuando lo llevaban a pacer a las colinas. Allí, en la calma apacible de los prados soleados, a solas los dos, nunca se había comportado ruda ni groseramente con ella, antes al contrario, siempre le había sido cariñoso y amable. Recogía campanillas dulces, con sus borlitas plateadas recubiertas de verdes vainas y, desenvolviéndolas una a una, las estrujaba y dejaba caer el jugo dentro de su boca, mientras reían alegremente. También recordaba que, a veces, él le cantaba una canción.
—¿Recuerdas la canción de los labradores en primavera, que solías cantar? —preguntóle Pansiao.
Y, elevando un poco la voz, empezó a cantar una estrofa de modo muy agradable.
—¿Cómo sabes esa canción? —le preguntó Sheng—. Es una canción de las colinas de mi tierra.
—Porque soy Pansiao —contestó afrontando la mirada dura y penetrante de Sheng.
Éste la miró detenidamente y, reteniendo la respiración y tirando de su oreja derecha, dijo:
—¡Qué imbécil seré que no sepa reconocer a mi propia hermana… si es que tú eres mi hermana! ¡Pero, aunque me pasara meditando hasta el resto de mi vida, no llegaría a comprender cómo has llegado hasta aquí y qué haces en este agujero!
El gesto huraño y sus maneras bruscas habían desaparecido. Miraba con asombro y ansiedad a Pansiao, y cuanto más la miraba más se convencía de que realmente era ella.
—¿Cómo se llamaba mi cuñada? —le preguntó.
—Jade —respondió al punto.
—¿Cuántos hermanos tengo?
—Dos —contestó con alegría—: Lao Ta y Lao Er y tú eres Lao San. Nuestra casa tiene un patio en el centro, y en este patio hay un pequeño estanque con peces dorados. En verano está cubierto por la pérgola de juncos, a cuya sombra comíamos todos juntos, mientras los hijitos de nuestro hermano mayor corrían de un lado a otro… —Súbitamente se llevó la mano a la cabeza—. ¡Oh, pobre Orquídea! —exclamó—. ¡Pensar que durante tanto tiempo no me acordé de ti, y que estás muerta…!
—También murieron los dos pequeñitos —añadió Sheng.
Pansiao sollozó y dijo entre suspiros:
—¡Tan bonitos como eran esos niños! ¡Recuerdo que el menor era rollizo y muy fino y cuando lo llevaba en brazos siempre olía a leche de su madre, como un ternerito!
En aquel lugar desolado y hostil y durante un breve espacio de tiempo en que dominaba el reposo y la tranquilidad, mientras los soldados dormían cerca de ellos y de cuando en cuando se oía el gemido de algún herido, hermano y hermana se sintieron de nuevo un cerca del otro y unidos por la misma añoranza del lejano hogar.
—Busquemos un sitio donde podamos sentarnos —dijo Mayli.
¿Pero dónde podían sentarse en este lugar?
—No debemos acercarnos demasiado al bosque —dijo Sheng—. Hay muchas serpientes y su picadura es mortal. Debemos situarnos en un punto desde donde podamos dominar nuestro alrededor.
No lejos de allí encontraron un camión destruido, tumbado sobre un lado, y casi deshecho por una bomba enemiga. Se sentaron encima. Pansiao, entre Mayli y Sheng. Los mosquitos zumbaban sin cesar a su alrededor y de lo más profundo de la noche les llegaban los innumerables ruidos y distintos sonidos de la selva. Las fieras emitían agudos gruñidos y de cuando en cuando se oía el crujir de las ramas bajo el paso sigiloso de algún animal. En esta noche calurosa y a la intensa luz de la luna, permanecieron sentados evocando la casa paterna y dejándose dominar por una profunda nostalgia.
… Y, en este preciso instante, también Ling Sao pensaba en su tercer hijo, mientras estaba tendida en la cama sin poder dormir. Por lo general, se quedaba dormida en cuanto apoyaba la cabeza sobre la almohada; pero hoy estaba muy inquieta y desalada por una nueva calamidad que les había caído encima.
Ling Tan tampoco dormía por el mismo motivo. Estaba acostado a su lado, pero despierto. Sus hijos les habían dicho que al llegar a la ciudad para vender unos cestos de rábanos habían oído que se hablaba de que la guerra de Birmania se había perdido. La noticia había llegado desde millas y millas de distancia, circulando en secreto. De murmuración en murmuración, pasada de un oído a otro, había llegado hasta ellos. Pero eran muchos los que ya sabían la situación y decían que si Birmania se había perdido tardarían muchos años en volver a ser libres.
Esto había motivado que los hijos de Ling Tan regresaran con rostro sombrío, a pesar de traer los cestos vacíos.
—¿Qué están haciendo ahora los demonios? —les preguntó.
Había dejado de ir a la ciudad y sólo se dedicaba a trabajar en el campo.
—Esta vez no son los demonios, sino los hombres blancos de Birmania —le contestó Lao Ta suspirando, mientras se sentaba en un banco junto a la puerta, dejando los cestos en el suelo.
Después sacó su pipa de bambú y la llenó con hierba seca, que era lo que fumaba a falta de tabaco. Después que se casó con la mujer atrapada en la trampa, Lao Ta se había vuelto más calvo y tranquilo. También había engordado, sin duda porque su esposa le preparaba a escondidas los platos más sabrosos, y metía en su escudilla, sin que nadie lo advirtiera, los mejores trozos de carne de que podía disponer. Había logrado que renunciara a sus trampas y ayudara más a su padre, que ya era viejo.
—Ése es tu deber, pues eres el hijo mayor, si quieres comportarte como un buen hijo —le había dicho.
A base de adularlo, lo había conquistado completamente. Y, sin realizar ningún esfuerzo, había conseguido hacer de él lo que quería. En realidad, su poder en la casa era su habilidad. Sabía halagar con tanta dulzura y tan amorosamente que era un placer ceder ante ella. Pero todo lo hacía sin ánimo je beneficiarse personalmente, antes al contrario, su amor y solicitud favorecían por igual a todos los de la familia, y por eso todos la querían. Nunca se propuso situarse en mejor lugar que Jade y, en cambio, siempre alababa su saber y su belleza. Adoraba a los tres hijos de Jade, y sobre todo a los dos mellizos, a cuyo nacimiento asistió. También trataba de servir en lo posible a Lao Er, haciendo justicia a sus virtudes y demostrándole que con su inteligencia habría podido ocupar perfectamente el sitio de hijo mayor.
Había encontrado la manera de no resultar molesta a Ling Sao, y cuando hablaba con ella lo hacía como si fuera un maestro cuya palabra se estima y respeta. Sólo demostraba su único y constante deseo ante su marido: tener un hijo antes de que fuese demasiado tarde. Pero incluso de este deseo hablaba con tanto amor y humildad a Lao Ta que el marido, en lugar de culparla, se sentía conmovido y consolaba a su mujer.
—No te aflijas así por un niño —le decía—. Estoy contento contigo aunque no me des un hijo. De todas maneras, los tiempos son muy malos para los chiquillos.
No obstante, la mujer rezaba mañana y noche a Kwanyin, con el rosario entre los dedos y sin perder la esperanza.
Por eso, como Lao Ta siempre estaba contento, en cuanto una preocupación le dominaba, lo delataba en seguida, pues su rostro se volvía sombrío.
Cuando explicó lo que él y su hermano habían oído, todos participaron de su abatimiento. Y por la noche estuvieron en vela hasta muy tarde, comentando las malas noticias y hablando de lo que debería hacerse si Birmania había caído.
—¡Esos blancos! —repetía una y otra vez Ling Tan—. Nunca hubiese supuesto que podían fracasar. ¡Con las armas y los elementos tan modernos que tienen! ¿Cómo es posible fracasar?
Y pensaba tristemente en el poco valor que tendría la promesa, si Birmania se perdía.
—Si nuestro único medio de comunicación con el exterior es interceptado, nos esperan largos años de cautiverio —dijo Lao Er con tristeza, mientras su mirada buscaba la de Jade.
—Nuestros hijos serán educados como esclavos —gritó ésta.
Hasta este momento, Jade había callado. Al oírla gritar tan súbitamente, todos se volvieron hacia ella asombrados. Y Jade, echándose a llorar, salió corriendo de la habitación.
Ling Tan miró a su segundo hijo, cuyo rostro expresaba una seria gravedad.
—¿Qué quería decir Jade? —preguntó.
—Teme que nuestros hijos no sabrán nunca lo que es libertad —respondió Lao Er—. ¡Ha creído tanto tiempo que los blancos vencerían rápidamente a los japoneses…! Sabía que nuestra única esperanza era lo de Birmania, y teme haberla perdido.
—Tu mujer siempre sabe demasiado —dijo suspirando Ling Tan—. Sabe tanto como cualquier hombre, hijo mío.
Y, después de reflexionar unos momentos, dijo, dirigiéndose a Lao Er:
—Si queréis que vuestros hijos sean libres, debéis marchar de esta casa.
—¿Cómo? ¿Qué dices? —gritó Ling Sao—. ¿Vamos a permitir que mis nietos se vayan para perderlos como a mi tercer hijo? —Y, llevándose la punta del delantal azul a los ojos, empezó a llorar ruidosamente.
Lao Er corrió a su lado para consolarla.
—Pero, madre —dijo—, ¿por qué siempre quieres adivinar el final de las cosas antes de que hayan empezado? ¿Quién ha dicho que sacaremos a los nietos de tu lado?
—Nadie —contestó sollozando Ling Sao—, pero si Jade quiere irse, tú la seguirás.
—¿Cómo podríamos llevarnos a escondidas tres niños pequeños? —repuso fríamente Lao Er—. Es sólo un sueño de Jade. No te dejaremos.
Pero Ling Sao no se daba por vencida.
—Si Jade está soñando, entonces todavía lo temo más —dijo.
La esposa de Lao Ta le trajo té caliente para que se confortara, pero no quiso ni probarlo. Poco después, decidieron acostarse. Se separaron sin que ninguno de ellos se sintiera tranquilo.
Ya en la cama, Ling Sao pensaba en lo triste que sería la casa sin los niños. Todavía sería peor que si le avisaran la muerte de su tercer hijo. Poco después pensó que había sido muy perversa suponiendo tales cosas de su propio hijo y, sintiendo una súbita y profunda piedad por Lao San, empezó a llorar en silencio.
Ling Tan la censuró ásperamente:
—¡Deja de llorar, mujer! ¡Con tantas dificultades como hemos pasado, ya podían haberse secado tus lágrimas!
—¡Tendré que acabar mis días sin mis niños! —exclamó sollozando.
—¿Todavía puedes pensar en ti misma? —le preguntó tristemente—. Debes convencerte, vieja. Tú y yo valemos tanto como la muerte. ¿Podemos permitir que los pequeños se hagan mayores bajo la esclavitud? Jade tiene razón al querer sacarlos de aquí.
Al oír estas palabras, Ling Sao volvió a gemir con renovadas fuerzas; Ling Tan, que ya no tenía para su mujer la paciencia y la solicitud de otros tiempos, porque se sentía viejo y muy agotado, resolvió su crisis en la forma más inesperada: extendió la mano y la dejó caer sobre la mejilla de su esposa.
¡Basta ya, mujer! A menos que quieras que yo también me desespere.
La mujer se calmó y, sin comentar el arrebato de su marido, extendió la mano y tocó suavemente la mejilla de Ling Tan, encontrándola húmeda. Enseguida se tranquilizó por completo.
—¿Tú también? —susurró.
—Tranquilízate —masculló Ling Tan.
Pero el tono de su voz desgarró de dolor el corazón de Ling Sao.
—Querido viejo —dijo, renunciando por completo a su voluntad—. ¡Que venga lo que nos convenga, que venga lo que nos convenga! —murmuraba.
Mientras transcurrían las horas de aquella noche calurosa, Sheng se concentraba en sus recuerdos. Pansiao, a su lado, también recordaba, mientras Mayli permanecía callada como si no estuviera presente y los hubiese dejado solos con sus pensamientos.
Pansiao tendió una mano y Sheng la retuvo entre las suyas.
—¡Ahí! ¡Hermana mía! —dijo tristemente—. ¿Por qué estás aquí? Es mucho peor para ti qué para mí. ¿Cómo acabarás?
—¡Pero si ya ha sido una gran suerte haber encontrado a Mayli y ahora haberte encontrado a ti! —contestó Pansiao alegremente—. Podría haberme encontrado aquí completamente sola.
Y a continuación le fue contando su historia y cómo había llegado a conocer a Mayli.
—Has ido corriendo como una hoja arrastrada por el río —dijo Sheng—. Llevada de un sitio paras otro, sin saber cómo ni por qué.
—Pero ahora estoy salvada —dijo con la mayor naturalidad—. Estoy con vosotros dos.
Sheng y Mayli se miraron, sabiendo perfectamente cada uno de ellos lo que pensaba el otro. Deseaban estar solos, pero ¿cómo podían decepcionar a esa pobre criatura, que tanto confiaba en ellos? ¿Cómo podían decirle que les dejara solos unos instantes? Su corazón no les permitía tamaña crueldad. Y continuaron sentados, escuchando su alegre charla y mirándose por encima de su cabeza.
Sus palabras siempre se referían al mismo tema: la casa paterna, el hogar lejano.
—¿Te acuerdas, hermano, de cuando Jade quería enseñarme a leer? ¡Cuánto me gustaría demostrarle las palabras que conozco y cómo sé leer mi libro! Todavía guardo el libro entre mis cosas.
—Es verdad. Sabe leer bastante bien —dijo Mayli—. La he oído leer unas cuantas veces.
—Aprendí en el colegio de aquella mujer blanca donde te vi por primera vez, hermana mayor —dijo Pansiao a Mayli—. Y en el mismo momento que te vi supe que…
Se volvió hacia su hermano, sintiéndose preocupada.
—… En el momento que vi a mi hermana mayor, pensé que sería una buena esposa para ti.
Sheng rió estrepitosamente al oír las palabras de su hermana.
—Yo también pensé lo mismo —contestó—. Y aún lo pienso. Pero ¿no podrías conseguir que estuviera de acuerdo con nosotros?
Pansiao miró a Mayli con ansiedad. Cogió su mano y la juntó con la de Sheng, por encima de sus rodillas, reteniendo las de ambos entre las suyas.
—¡Vamos! ¡A ver! ¡Ahora vosotros dos! —dijo con grave seriedad, subrayando las palabras—. ¿Os pondréis de acuerdo?
Y, como para complacer a ella, Mayli abandonó su mano en la de Sheng, que la estrechó con fuerza, y sobre las manos de ambos, ardientes y estremecidas, estaban las de Pansiao.
—¿No estarás de acuerdo con nosotros? —imploró mirando a Mayli.
—Eres una niña —dijo Mayli—. ¿Tú crees que el momento es oportuno para hablar de estas cosas? ¿Quién puede saber lo que el día de mañana nos reserva?
—Precisamente por eso nos deberíamos poner de acuerdo —dijo Pansiao con ansiedad—. Si estuviéramos seguros del mañana, no habría prisa. Pero, cuando no puede haber mañana, ¿no es mejor ponerse de acuerdo por la noche?
—Tienes razón —dijo Sheng gravemente.
Mayli se sentía profundamente emocionada por las palabras de Pansiao. Tenía la sensación de que su corazón había saltado de su cuerpo al del joven. ¿No tendría suficientes fuerzas para hacer esa promesa a Sheng? Cuando menos, así tendría una segundad, aunque sólo fuese en su promesa.
Pero como si el Cielo no hubiese querido ni siquiera hacerle esa concesión, antes de que pudiese contestar se oyeron unos pasos que corrían hacia ellos y en seguida apareció An-lan, pálida a la luz de la luna y jadeando por haber venido corriendo. Sus ojos negros miraban exaltados al vacío. Se dirigió directamente hacia Mayli, como si los otros dos no existieran y, todavía corriendo, gritó:
—¡Oh! ¡Está aquí! ¡La estoy buscando por todas partes! ¡Chi-ling…, Chi-ling…, se ha colgado de un árbol! ¡Está allí! —Y An-lan señalaba el extremo más apartado del campamento.
Mayli se levantó seguidamente y corrió en dirección al lugar indicado por An-lan. Sheng la siguió corriendo. Pansiao se quedó sentada en el mismo sitio, quieta y sin que nadie pensara en ella, de momento. Corrieron hasta llegar al extremo más apartado, más allá de donde dormían los soldados y detrás de las barricadas formadas por los vehículos, y allí encontraron, colgando de la rama de uní árbol nudoso, cuyas hojas en forma de abanico se estremecían al leve soplo de la brisa de la noche, el menudo cuerpo de Chi-ling. Sheng sacó su cuchillo y cortó la tira de que pendía la ahorcada, recogiéndola en sus brazos y dejándola tendida en el suelo.
Se había ahorcado sirviéndose del cinturón como lazo. Mayli se le acercó y notó que todavía estaba caliente.
—¡Corre, An-lan! —rogó a la muchacha—. ¡Corre y busca a Chung!
Y empezó a frotar las manos inertes de Chi-ling y a mover sus brazos. Poco después llegó Chung arreglándose la ropa, pues estaba durmiendo casi desnudo. Se agachó y auscultó el corazón de la muchacha, sacudiendo seguidamente la cabeza. El corazón no funcionaba. Estaba muerta.
Apartaron a An-lan, que la contemplaba de rodillas, sin lágrimas en los ojos, pero mirándola fijamente. En su boca se acusaba una mueca de espanto.
—¿No te había dicho nada, An-lan? —le preguntó Mayli cariñosamente—. Erais tan amigas.
—Nada —respondió la aludida—. Esta noche comimos juntas, como siempre, y algo apartadas de las demás, buscando un momento de tranquilidad. Después cumplió con lo que usted le ordenó respecto a los heridos. Hizo su tarea y yo la mía.
—Ya la vi hace cosa de una hora —dijo Chung lentamente—. Vino a informarme que uno de los australianos había muerto, caso que ya tenía previsto. Su herida se había gangrenado y mis medicinas a base de sulfamidas se han acabado. Chi-ling sabía que no viviría, pero para ella era un desconocido.
—Siempre se afectaba mucho por la muerte de los demás —murmuró An-lan—. Varias veces le había prevenido: veremos morir a muchos. ¿Cómo lo haremos si cada vez te pones así?
—¿Y qué contestó? —inquirió Mayli.
—Usted sabe que nunca contestaba a nadie —dijo An-lan—. Tampoco me contestó a mí. Precisamente le repetía las mismas palabras cuando iba hacia el soldado que murió. Poco después llegaría aquí, dispuesta a morir.
—Veamos al muerto —sugirió Chung—. Tal vez encontremos algún indicio.
—¡Pero no podemos dejarla aquí! —dijo prestamente—. Las fieras de la selva la devorarían, o las hormigas, o los gatos… Dicen que también hay tigres.
Sheng se inclinó y cogió en brazos a la muerta.
—Yo la llevaré —dijo. Y volvieron al campamento con el cuerpo de Chi-ling.
Un centinela inglés les detuvo, observándoles desconfiado.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.
—Una enfermera se ha suicidado —contestó conciso el doctor.
—¡Oh! —exclamó el soldado, bajando el rifle.
Levantó la redecilla contra los mosquitos que pendía del borde de su casco y se quedó contemplando a Chi-ling.
—¡Oh! Pero si esa enfermera pasó por aquí no hace media hora —dijo asombrado—. Yo le dije que no era prudente que saliera sola. Pero no me hizo caso y simuló darme un empujón. Entonces la dejé pasar; es muy difícil discutir con mujeres cuando no hablan inglés.
—¡Déjela en el suelo! —indicó Chung a Sheng—. El centinela la vigilará hasta que volvamos.
Sheng la depositó cuidadosamente en el suelo y Mayli le arregló el vestido. Allí quedó tendida tranquilamente, acariciada por la blanca luz de la luna.
—Descuiden —afirmó el centinela.
Siguieron en silencio hasta el sitio donde estaba tendido el cadáver del soldado. No encontraron ninguna señal o carta de Chi-ling, pero se fijaron en el cuidado con que estaban puestas las ropas del muerto y en su cabello bien peinado. Para tapar la horrible herida gangrenada, habían sido colocadas encima un puñado de hojas de planta aromática.
—¡Esas hojas las puso ella! —dijo An-lan.
Al poco rato, Chung dijo.
—Vamos a buscarla. La enterraremos. Con ese calor, es mejor hacerlo pronto. Otros se cuidarán del joven, pero nosotros debemos ocuparnos de ella; nos pertenece.
Volvieron junto al centinela y allí mismo, cabe al camino, cavaron una fosa con palos y una pala que Sheng logró encontrar. Mayli y An-lan depositaron hojas frescas en el fondo de la sepultura y sobre ellas colocaron el cadáver de Chi-ling. Luego echaron tierra encima y, cuando la fosa estuvo completamente cubierta, Sheng y Chung levantaron un grueso tronco caído y lo pusieron encima, para evitar que las bestias salvajes la desenterraran.
Al concluir, Sheng y Mayli se miraron, y él, con su rudeza acostumbrada, dijo:
—Ahora yo debo ir con mis hombres, y tú a tus deberes.
Pansiao se le había acercado y les miraba en silencio, con una expresión de espanto en sus ojos. Ellos no le prestaron atención, como tampoco lo hizo An-lan, que se había sentado sobre el extremo del tronco con la cabeza entre las manos. Chung se había alejado.
—Nos encontraremos por la noche siempre que podamos —dijo Sheng—. Tú debes estar siempre vigilando. Yo haré lo posible para encontrarte en cuanto disponga de un momento.
Mayli asintió con un gesto y Sheng se alejó. Cuando hubo desaparecido de su vista, Mayli se volvió hacia An-lan y, poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo:
—Ven. Vámonos.
An-lan se incorporó y Pansiao, que permanecía en silencio y aterrada, se juntó a ellas. Mayli cogió una mano de Pansiao y calladamente las tres se dirigieron al campamento para dormir, si es que podían dormir en las pocas horas que faltaban para el amanecer.