CAPITULO XIV

A la mañana siguiente, antes de la salida del sol, ya estaban todos despiertos, en un estado de ánimo parecido. Comieron las raciones frías y se dispusieron a empezar el lento avance. Los alrededores estaban ocupados por fuertes destacamentos enemigos, de modo que se marchaba sigilosamente, procurando hacer el menor ruido posible. No se oía ni una voz, pero de cuando en cuando les llegaba el estallido o el silbido de los disparos que se producían a muy corta distancia. El general les había prevenido de que los japoneses lo mismo podían estar agazapados en los árboles, como monos, que ocultos en la selva, como bestias feroces. En consecuencia, procuraban mantenerse en campo abierto.

—Cada cual debe vigilar por sí mismo y por los demás —les había ordenado—. Todos deben recordar que aquí no contamos con ningún amigo, ni entre los hombres ni entre las bestias.

En realidad, ninguno de ellos se sentía seguro. En su propia tierra, todos se hubieran sentido capaces de luchar sin descanso, pero no estaban acostumbrados a pisar tierra extranjera. Cuando peleaban en su terruño, parecían impulsados por una gran fuerza que penetraba en sus cuerpos, dándoles valor y entusiasmo. En cambio, aquí, en ese país desconocido, no se sentían poseídos por la energía que debía impulsar a sus cuerpos. Les parecía como si tuvieran otro enemigo bajo sus pies. Marchaban a la batalla, pero sus corazones estaban mudos. Y sin entusiasmo la lucha resulta más difícil. En el fondo, todos tenían miedo. Lo único que podía infundirles calor eran las órdenes dadas por sus superiores, pero de éstos uno era americano. Hasta entonces, nunca habían tenido que recurrir a las órdenes recibidas para sentirse valerosos, cual si se tratara de soldados mercenarios. Las mujeres estaban tan quietas como los hombres, y les seguían en silencio. Mayli no encontró ninguna palabra para animarlas. Antes de partir, sólo consiguió, con ayuda de los soldados, alumbrar un poco de fuego para prepararles un té caliente. Las muchachas la saludaron con pálidas y apagadas sonrisas, pues todas estaban ensimismadas en sus propias penas, acrecidas por la inquietud y el temor que acusaban todos los rostros. Chi-ling recordaba a sus hijos muertos; An-lan, a su anciano padre, y todas volvían sobre sus tristes recuerdos. Incluso las que no tenían muchas penas que llorar, estaban también obsesionadas por el desarrollo de este día, que sería lúgubre para todas, pobres mujeres desamparadas y sin refugio donde cobijarse y expuestas a perderse en un país extraño.

La salida del sol animó algo los espíritus. Hasta ahora habían conseguido avanzar sin ser atacados por los japoneses. Si conseguían unirse a los aliados antes de que los aviones les descubrieran, podían tener la esperanza de que, juntos, podrían formar una nueva línea desde donde atacar, en lugar de retroceder sistemáticamente.

Sheng caminaba infatigable, con sus largos pasos de campesino. Ansiaba llegar cuanto antes al lado de los blancos y conocer la clase de armas que utilizaban. Desde el principio había luchado con un fusil, pero estaba convencido de que, si contara tan sólo con algunas de las armas modernas y formidables de los blancos, haría buen uso de ellas y acabaría la retirada para empezar el avance. Muchas veces había soñado poseer aunque fuera un solo mortero. Ahora bien, si los blancos disponían también de algunos tanques y aviones, ¿no podría entonces cambiar la suerte y dar una buena sorpresa a los japoneses?

Cuando llegó al lugar señalado para aguardar al resto del ejército, se sentía con renovadas esperanzas, y junto con sus soldados y hablando animadamente con ellos esperó alrededor de una hora. Todos notaron el cambio que se había operado y eso, acompañado de su charla, animó en gran manera a la tropa. Se oían distintamente los disparos y, fijándose en su ruido, se dieron cuenta de que no debían ser de armas muy grandes, cosa que les sorprendió, preguntándose si los acorralados blancos estarían sin cañones.

Poco después apareció, como por milagro, Charlie Li, más que cansado, agotado. Había explorado los alrededores desde las tres de la madrugada y, a pesar de haberse lastimado la planta del pie, accidente que dificultó mucho su labor, logró descubrir sitio exacto donde estaban los blancos.

—Los japoneses les atacan por la noche —dijo a Sheng—. Los blancos siguen resistiendo.

—¿Tienen ametralladoras? —preguntó Sheng.

—Algunas —contestó Charlie—. Las he visto. Todos, hombres y pertrechos, están amontonados en un valle poco profundo, situado a dos millas escasas de aquí. Pero los japoneses están encima de ellos. No obstante, algunos consiguen escapar. He visto unos cuantos grupos de blancos que habían conseguido huir por sus propios medios.

—Eso quiere decir que también han perdido esta batalla —afirmó Sheng agriamente—. Cuando se gana nadie huye.

No obstante, seguía sosteniendo su naciente esperanza. De pronto, llegó el general con el resto de las fuerzas. Después de comentar con su superior las últimas noticias facilitadas por Charlie Li, comenzaría el ataque. Los japoneses pretendían ocupar los tres grandes ríos; por eso cruzaban los valles, avanzando por tres lados distintos. Eso, en cuanto se refería a los caminos principales. Pero al mismo tiempo habían formado una espesa red, bloqueando todos los caminos que arrancaban, formando innumerables ramificaciones de las carreteras, pues sus elementos motorizados no podían circular por los caminos angostos. Sin carreteras desaparecía su poderío. Las carreteras y caminos aprovechables eran en poca cantidad, de manera que los japoneses conseguían su propósito con fuerzas muy escasas. Acostumbraban a usar la siguiente estratagema: parte de sus fuerzas se mezclaban con los habitantes de las aldeas de los alrededores del punto que se proponían bloquear. En esa forma solapada se hacían dueños de la ruta, con la misma; ayuda de los birmanos. Y los vehículos mecanizados quedaban parados como enormes leviatanes[1] arrojados fuera del mar. Eran como grandes barcos naufragados, abandonados en la playa. Llevaban tanta carga que los hombres no podían con ella. Pero era imposible dejarlos abandonados en plena ruta, a merced de los japoneses. Entonces, los hombres se decidían a luchar con denuedo para retirar los; obstáculos acumulados en el camino, formados generalmente por grandes troncos de árboles. Y mientras los blancos intentaban el costoso esfuerzo, el enemigo acudía con la aviación y disparaban los emboscados en la selva, eliminando a todos los hombres que, en lugar de huir, se habían empeñado en salvar la columna de transporte.

El general estaba informado de estas emboscadas por sus espías y no cesaba de insistir interiormente en la necesidad de apresurarse, no obstante reconocer que todas las apariencias inducían a creer que esta campaña era un caso perdido. Pero no exteriorizaba su pesimismo. Subió a una pequeña prominencia, frente a sus hombres reunidos y dispuestos a obedecer, y les dijo con voz firme y enérgica:

—¡Soldados! Ya sabéis que debemos cumplir con un deber. No nos preguntemos qué va a ser de nosotros, pues aquí estamos para salvar a nuestros aliados y convertir una derrota en victoria. ¡Soldados! No olvidéis que esta guerra es la misma en la que venimos luchando desde hace cinco años en nuestro propio país. Nuestro enemigo es el mismo.

Y si lo derrotamos aquí, está derrotado también en nuestra tierra. ¡Jóvenes soldados! Debemos derrotar a los japoneses y devolver la Gran Ruta a nuestro país. ¡Luchad en defensa de lo vuestro!

Un profundo murmullo se produjo entre las filas de los soldados. Eran gritos reprimidos de entusiasmo, pues no podían manifestar ruidosamente la alegría que les había producido las palabras del general. Inmediatamente, como si se tratara de un solo cuerpo, empezó el avance general hacia el Oeste. Charlie Li iba delante de todos, señalando el camino a seguir. El general no volvió a pronunciar ninguna palabra. Sólo se limitaba a contestar escuetamente las preguntas de Charlie, cuando éste le preguntaba sobre un sendero a seguir en dirección al valle donde los blancos estaban acorralados. Siguieron avanzando mientras se hacía completamente de día. El sol dejaba caer sus rayos cada vez más ardientes. Hasta entonces, el aire había sido cálido, pero ahora se había convertido en fuego ardiente. Y lo que antes consideraban calor, ahora, en comparación, resultaba un fresco más que agradable. En todos los rostros aparecían gruesas gotas de sudor, pero el general mantuvo el ritmo de la marcha.

—Se encuentran al oeste de las próximas colinas —dijo finalmente Charlie en voz baja. Ahora el ruido de los disparos se oía muy cerca y el suelo parecía retumbar a su alrededor. El general hizo; una señal de aprobación y prosiguió el camino. El soldado que le seguía a unos pasos de distancia oyó la indicación de Charlie, y en seguida la comunicó a su compañero, que a su vez la transmitió a otro, y así sucesivamente fue recorriendo todas las filas. Todos los corazones fueron invadidos por una sensación de espanto y de esperanza. Alcanzaron lo más alto de la colina y emprendieron el breve descenso. La columna avanzaba en pos del general. Poco después distinguieron un automóvil, seguido por otro a corta distancia. Los coches se detuvieron. El general miró con sus prismáticos y vio que sus ocupantes eran blancos. Pero sus rostros estaban descompuestos y horrorizados.

—Están asustados —dijo a Charlie, extrañado—. ¿Por qué nos tienen miedo? —le preguntó, ofreciéndole los prismáticos para que pudiese comprobar lo que le decía.

Charlie, después de haber mirado, empezó a reír y dijo:

—Nos han tomado por japoneses. El enemigo lleva uniforme verde, cuando lo lleva. ¿Pero a quién se le ocurriría, sino a los tontos, llevar un uniforme que no fuera de ese color en un país totalmente cubierto de verdor?

—Dejemos que tiemblen un poco antes de que se den cuenta de quiénes somos —dijo el general secamente—. Por suerte, llevamos nuestras insignias en las gorras. Si no pueden reconocernos por las caras, cuando menos que lo hagan por nuestros escudos chinos.

Y continuaron avanzando, confirmándose las palabras del general. Cuando llegaron cerca de los blancos y éstos distinguieron sus insignias, la expresión de sus rostros cambió en un abrir y cerrar de ojos. Lo que antes era terror se transformó ahora en inmensa alegría. Se levantaron agitando los brazos y gritaban algunas palabras que el general creyó distinguir como el grito de guerra chino: ¡chung kuo wan shui!

Nadie podría darnos la razón de por qué, a veces, la más pequeña insignificancia puede libertar el espíritu de un hombre de las más torturantes preocupaciones. Lo cierto es que el general, al oír pronunciar a aquellos blancos el grito de guerra que condujo a sus soldados a centenares de batallas, sintió conmoverse sus fibras más íntimas y su corazón se sintió aliviado, como pájaro que escapa de su jaula, y también gritó con voz potente:

—¡Chung kuo wan shui!

El general corrió hacia los blancos.

—Pregúnteles dónde están los japoneses —ordenó a Charlie.

—¿Dónde está el enemigo? —les preguntó Charlie, en inglés.

—¡Allá, allá! —exclamaron, indicando un punto hacia la retaguardia.

Aquellos blancos no eran soldados; iban sin armas. Eran individuos de la población civil que debían de haber huido con el ejército.

—Los japoneses están hacia allí y nuestros soldados siguen resistiendo —repitieron con grandes exclamaciones.

El general les escuchaba atentamente, aunque no pudo saber qué decían hasta que Charlie se lo tradujo. Entretanto, la columna había seguido avanzando. Al pasar junto a los blancos, Sheng se detuvo un instante, contemplando la cara de sus aliados. Era la primera vez que veía a un blanco a tan poca distancia. ¿Cómo eran esas caras barbudas, flacas, de largas narices huesudas y ojos hundidos? ¿Blancas? Nada de eso. Eran negras de suciedad y tostadas por el sol. Su color era rojo subido, como la tetera de barro de su madre.

Mucho más atrás, lejos de Sheng, también avanzaba Mayli con sus muchachas. Su andar no era tan elástico y su pelo estaba completamente húmedo a causa del sudor. Al ver los rostros sonrientes de aquellos blancos, agitó la mano y les gritó en inglés:

Hello, shere!

Sabía perfectamente el poder mágico que estas palabras obrarían. Sucios como estaban, con sus vestidos andrajosos y sus velludos brazos descubiertos, se inclinaron ceremoniosamente ante ella y le contestaron alegremente:

Hello, hello, hello para ti! ¡Vive Dios! ¡Qué chica más linda!

Mayli prosiguió la marcha sin detenerse, pero una ráfaga de entusiasmo juvenil inundó su pecho y precipitó los latidos de su corazón. Recordó por un instante los buenos tiempos pasados en América, bailando, flirteando y charlando de cosas triviales con jóvenes apuestos. ¡Qué divertida era la juventud, cualquiera que fuese el país a que perteneciera! Pero, naturalmente, no en tiempos como los actuales.

—¿No son muy fieros esos hombres tan peludos? —le preguntó Pansiao con ansiedad.

—No —le contestó—. No tienen nada de fieros. Pero tienen hambre y están cansados, y quizá acaban de escaparse de la muerte.

Ella también sentía hambre y estaba terriblemente cansada. Suspiró y sintió vehementes deseos de que la guerra terminara.

El general, después de haber visto huir desordenadamente a esos hombres agotados que eran sus aliados, pensó que más le valiera no haber nacido. ¿Dónde estaba la gloria de la batalla? Sus labios no pronunciaron una sola palabra, pero su corazón pareció haberse vuelto de piedra. Aquello no eran unos aliados, sino una nueva carga que se añadía a la ya representada por hallarse en un país extraño entre gente desconocida y hostil y frente a un enemigo en evidentes condiciones de superioridad en cuanto a armamento y medios de lucha. Había abrigado la esperanza de que, uniendo sus soldados a los blancos, habría conseguido mayor fuerza y eficacia que luchando solo. Pero, ante el panorama que se le ofrecía, se dio perfecta cuenta de que, al acercarse a ellos, en lugar de haber reforzado sus fuerzas, las había debilitado.

No obstante, cuando entró en sus filas, lo hizo animosamente, no prestando atención alguna a las escasas y débiles demostraciones de alegría. Charlie Li servía de intérprete entre él y el americano, dado que el general sólo hablaba chino. Volviéndose hacia sus soldados, dijo:

—Ahora a comer y a descansar. Veremos cuándo nos tocará empezar la batalla.

Entre tantos inconvenientes, un factor parecía favorable. Los japoneses, después de atacar durante toda la noche, cesaron el fuego. La aviación tampoco había aparecido en el brillante cielo del mediodía. Aprovechando este momento de tranquilidad, los hombres se habían echado en el primer lugar que les pareció propicio. Algunos se habían acostado con la cara apoyada en el suelo; otros, de espaldas, cubriéndose los ojos con la gorra, y otros permanecían sentados con la cabeza inclinada sobre las rodillas y las armas al lado. Los chinos observaban detenidamente, silenciosos y con ciertas reservas, a sus aliados. Algunos de ellos, viéndose observados, levantaban pesadamente un brazo en señal de saludo; otros les sonreían o pronunciaban roncas palabras de bienvenida, pero la mayoría continuaban simplemente acostados o sentados en silencio, pues el cansancio ni siquiera les permitía hacer demostraciones de júbilo.

El general siguió avanzando por entre ellos y pronto vio salirle al encuentro un hombre delgado, en quien reconoció al jefe americano. Ambos se detuvieron a pocos pasos uno de otro, saludándose militarmente. El general quedó más que sorprendido al oír que el americano le hablaba en chino.

Y recordaba haber oído decir que ese hombre hablaba su idioma, pero nunca había creído que fuese cierto. Su lenguaje no era completamente correcto; pero, sin embargo, se comprendía perfectamente lo que decía.

—Tengo mucho gusto en saludarle —dijo el americano—; pero temo que llegue usted demasiado tarde —agregó lacónicamente—. No es culpa mía si llegamos tarde —contestó el general con frialdad—. Nos tuvieron muchos días esperando en la frontera.

—No podíamos asegurar fácilmente arroz suficiente para tantos hombres.

—Podíamos habernos procurado nuestro propio arroz —dijo el general—, y, según creo recordar, así se lo comunicamos.

—Sean cuales sean los errores cometidos —añadió el americano—, me parece que ahora lo más oportuno es olvidarlos y pensar solamente en que somos aliados. Si alguna esperanza nos queda, es la de colaborar juntos en lugar de querellarnos. ¿Están preparados para atacar?

—No pensamos en otra cosa —replicó sarcásticamente el general.

Se había dado cuenta de que no simpatizarían, y podía asegurar que el americano pensaba lo mismo. Claramente lo demostraba la voz.

El americano, después de mirar a su alrededor, dijo con calma:

—Sus soldados tienen buen aspecto. Es agradable ver a alguien que ofrezca buen aspecto en estos momentos que atravesamos.

—Mis soldados están acostumbrados a toda clase de sacrificios —dijo el general con orgullo—. Pueden cubrir treinta millas diarias, llevando lo necesario, y además buscarse comida.

—Entonces —dijo pausadamente el americano—, me permitiría aconsejarle que empiece a atacar cuanto antes hacia el Oeste. Los japoneses están atrincherados en la ciudad. Desde aquí puede ver la pagoda, que asoma por encima de las colinas. Mientras ustedes atacan, nosotros podremos reorganizar nuestras líneas con los ingleses.

Calló unos instantes, como vacilando, y luego continuó como si dudara:

—Le aconsejaría que acampara a sus soldados a cierta distancia de los nuestros. Quizá algo más allá del arroyo. Es preferible evitar las disputas.

—¿Disputas? —replicó el general con arrogancia—. ¡Mis soldados no las provocarán! Charlie intervino, sonriendo:

—En el fondo, quiere decir que los blancos no verán con agrado que estemos a su lado. Después de todo, debemos recordar que pertenecemos a otra raza y es conveniente que sepamos mantenernos en nuestro sitio.

Un intenso rubor cubrió el rostro sudoroso del general.

—A nosotros también nos parece mejor —dijo.

El americano le miró gravemente y, en tono conciliador, continuó:

—Ante nosotros tenemos un terrible deber que cumplir, si antes no nos matan a todos. Así, pues, debemos aceptar las cosas como son y olvidar nuestras mutuas faltas. Estamos de acuerdo en que usted pueda opinar como le parezca; pero, en nombre de Dios, no lo recuerde ahora y piense solamente en que debe ayudarnos. Después, cuando la batalla haya concluido y sea ganada, usted podrá vengarse, si quiere, pero ahora…

Levantó las manos y las dejó caer en seguida. Después sacó su pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la frente; se quitó el casco y pasó el pañuelo por encima de su cabeza casi calva. Y continuó:

—… tal vez sólo disponemos de unos minutos, mientras el ataque no empiece de nuevo.

—Ciertamente —dijo Charlie, mirando al general—. Tiene razón.

Éste permaneció un momento inmóvil, como luchando consigo mismo. Después saludó secamente y, dirigiéndose a sus soldados, que estaban aguardando, gritó:

—¡Soldados! ¡A la izquierda! ¡Marchen!

Y, dirigiéndose hacia el arroyo, lo atravesaron chapoteando y cubriéndose de barro. Luego treparon por la orilla opuesta.

El americano les observaba con expresión de tristeza en su cara fatigada. Los huesos de sus hombros parecían salir de la carne y adherirse a la camisa empapada de sudor. Los brazos le colgaban a lo largo del cuerpo, como si le pesaran. ¿Qué pensaría en aquel momento?

Cuando Sheng pasó cerca de él, le miró, con curiosidad. ¡Ése era el americano! Le pareció viejo, demasiado viejo para la guerra. Un anciano así debería quedarse en casa con sus nietos. ¿No había jóvenes en América? Además, estaba muy flaco. Su cinturón de cuero casi le daba dos vueltas a la cintura. Los nervios de su cuello delgado sobresalían: destacadamente, y su cara estaba tan chupada y consumida que las orejas parecían dos grandes pantallas. Ahora bien: grandes orejas son señal de bondad y sabiduría, cuando menos así lo decía su padre.

El americano se fijó en la mirada escrutadora de Sheng y le sonrió, preguntándole:

—¿Ha comido usted?

—¿Cómo es posible que entienda lo que me pregunta? —interrogó, sorprendido, deteniéndose.

—¿Cómo no me entendería usted si le hablo en su propia lengua? He vivido veinte años en China.

—Casi tantos como los que yo tengo —dijo Cheng sonriendo.

—Es usted muy joven. Un muchacho. Yo podría ser su abuelo.

—Ciertamente, es usted demasiado viejo —le dijo cortésmente—. Debería estar descansando en su hogar.

Al oír la palabra hogar, un destello de luz brilló en sus ojos azules, sombreados por el maltrecho casco que llevaba para protegerse contra los rayos del sol.

—Vale más que no hablemos del hogar ni pensemos en él. ¿Quién tiene hogar ahora?

—¡La casa de mi madre todavía sigue en pie! —dijo Sheng con orgullo.

—¿Dónde está? —preguntóle el americano.

—Cerca de Nanking —contestó Sheng.

Y reanudó el camino. El americano permaneció en pie, contemplando la larga fila de soldados. Al pasar los últimos —que eran los que acarreaban las provisiones y los equipos de sanidad— seguidos por el doctor y las enfermeras, llamó al doctor Chung y le dijo:

—Usted podría quedarse, doctor. Nos haría un gran favor si quisiera atender a nuestros heridos antes de que las moscas hayan acabado de devorarles la poca carne que les queda sobre los huesos.

También para Mayli el encuentro con los aliados fue como una visión de hombres hambrientos y aniquilados. Sus caras estaban negras de suciedad y sudorosas. Llevaban largas barbas, pues tiempo hacía que no se afeitaban. Sus ojos estaban profundamente hundidos en sus cuencas. Los heridos yacían junto a unos arbustos. Entre ellos había algún muerto y algunos moribundos. Mayli sintió un nudo en la garganta al ordenar a las enfermeras:

—Aquí está nuestro trabajo. Trasladaremos los heridos a la sombra de aquel árbol grande. Después, cada una de vosotras irá por agua. No la vamos a hervir, pero le echaremos un desinfectante. En seguida empezaremos a atender a los que estén más débiles. Hsieh-ying, tú que eres más fuerte, recoge el combustible que puedas; encenderemos fuego y les prepararemos algo de comer. Diez se ocuparán de los heridos y dos ayudarán a Hsieh-ying. Pansiao se quedará conmigo y me ayudará.

Tranquila y ordenadamente distribuyó a cada cual su trabajo, mientras Chung preparaba un espacio bajo el árbol, extendiendo un gran trozo de hule que sacó de su maletín. Se puso una bata y se dispuso a curar a los heridos. Por primera vez Mayli discutió con él, porque se resistía a dejar abandonados hombres que aún respiraban. Chung decía:

—Dejemos que mueran tranquilamente. Ésos son los que no tienen salvación. Fíjese en éste: ya tiene los ojos vidriosos. Nuestra misión consiste en salvar a los que tienen probabilidades de vida.

—¿Cómo sabe usted los que vivirán o no?

Pero él seguía imperturbable, señalando con el dedo a los que juzgaba con probabilidades de vivir y a los que abandonaba como caso perdido. Mayli sentía asomarse las lágrimas a sus ojos, mientras iba ejecutando las instrucciones que recibía.

Sin embargo, se permitió dar un poco de agua a un moribundo y aceptó que otros le hicieran entrega de cartas manchadas y retratos de sus seres más queridos: madre, esposas, hijos. Aunque algunos estaban próximos a expirar, todavía reunían las escasas fuerzas que les quedaban para buscar entre su ropa andrajosa algún pedazo de papel, a veces ensangrentado, que ponían en manos de Mayli, murmurando convulsiva y sincopadamente sus últimos deseos:

—Dígales… dígales… Y antes de acabar la frase quedaban muertos o postrados.

Sin darse cuenta, empezó a sollozar. Pero no lloraba profundamente, como era su costumbre, sino que sus sollozos eran tan apagados que más parecían un llanto interior. Sentía algo como un alambre que le oprimía la garganta. Sus manos temblaban. Reunió las pobres hojas de papel que para aquellos hombres habían sido como símbolos de lo que más querían en la tierra. No quería llorar, pues sabía que éste era apenas el primer día de los que empezaban y que seguramente serían peores. Su sensibilidad todavía se manifestaba, pues aún no sabía ser indiferente a las miserias ajenas. Las enfermeras estaban mucho más tranquilas, por ser prácticas en el oficio y tener la experiencia adquirida sirviendo en su propio país. Para ellas, no obstante, esos blancos eran gente extraña, mientras que a Mayli le recordaban jóvenes bien parecidos, pictóricos de vida, alegres, bulliciosos, despreocupados y acompañados por sus familiares en hogares felices. Había bailado con jóvenes como éstos y algunos incluso habían demostrado amarla. Para ella no eran extraños. Era lamentable, era doloroso verlos abandonados allí, a merced del enemigo, engañados arteramente, acorralados y sin comunicación posible con el mundo, con su mundo. No podía sentir desprecio por ellos, ni indiferencia, sino pena y conmiseración. Lo que más la conmovía era comprobar la ilusión con que la oían hablar en su propio idioma.

—Por lo menos hacía mil años que no oía hablar inglés a una muchacha —dijo suspirando un mozo rubio.

Entornó sus ojos azules y, estrechándole con fuerza la mano, imploró:

—¿No podría cantar…? Cualquier cosa.

Y ella, a pesar de la opresión que sentía en su garganta, se esforzó cuanto pudo y empezó a cantar la primera canción que se le ocurrió, la misma que había cantado unas cuantas noches antes:

Bébeme tan sólo con tus labios

y yo brindaré con los míos…

Empezó a cantar muy bajo, pero el canto pareció aliviarla. Inconscientemente levantó la voz, que también se hizo más clara. El muchacho expiró sonriendo y escuchándola; antes dijo:

—¡Es una canción inglesa! ¿Cómo… pudo…?

Perdió la voz y se aflojó su mano. Mayli continuó reteniéndola, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos y le surcaban lentamente las mejillas. Siguió cantando hasta terminar la canción. Luego abandonó la mano del muchacho. Era una mano fina y delgada, pero con las uñas sucias y rotas. La piel, a pesar de estar ennegrecida por el polvo y la suciedad, parecía transparente. Mayli abandonó su cabeza sobre las rodillas y lloró libremente, sin importarle ser vista ni oída. En este momento le parecía que en el mundo sólo había miseria y dolor.

En el mismo instante sintió que alguien se incorporaba a su lado. Dos manos la cogieron con fuerza por los hombros, obligándola a levantarse. Se volvió sorprendida.

—¡Sheng! —dijo en un susurro.

—¡Así, eras tú! ¡Eras tú la que aquella noche cantaba la misma canción!