Le despertó el choque de un cuerpo contra el suyo. Antes de incorporarse, otro cuerpo le cayó encima, y luego otro, y otro. Por fin consiguió sentarse. Estaba furioso.
—¡Imbécil! —gritó, y alargando un brazo atrapó una pierna. El hombre cayó sobre él y lucharon durante breves momentos. Por fin ambos se levantaron a la vez.
—¡Maldita sea tu madre! —gritó el hombre. Y se miraron ferozmente—. ¡Un oficial! —gritó viendo la insignia de Sheng—. ¡Dormido, cuando han dado orden de marchar inmediatamente! Nuestros aliados han caído en una trampa. Están acorralados. ¿Dónde están sus soldados?
Sheng estaba como aturdido. Se restregó la cara con las manos y, sin decir una sola palabra, empezó a correr a más no poder tras de sus soldados, que también corrían. ¿Cuánto tiempo había dormido? Seguramente poco más de una hora. El cielo estaba tan brillante como sus estrellas, y el silencio de la noche caía profundamente sobre el valle. Todavía le parecía oír el sonido de la música. «¡Soy un buey!» —se dijo lleno de vergüenza—. «¿Cómo pude quedarme dormido?». En eso vio a uno de sus soldados y corrió todavía más, hasta alcanzarlo.
—¡Oye, tú, Cangrejo! —gritó.
El aludido era apodado así a consecuencia de una herida recibida en una batalla a raíz de la cual su pierna izquierda quedó algo más corta que la derecha, de modo que cuando andaba parecía como si lo hiciera de costado.
—¿Qué significa todo eso? —le preguntó Sheng al ponerse a su alcance.
Se apartaron a un lado y dieron un rodeo para llegar antes al campamento.
—¿Cómo quiere que lo sepa? —contestó el Cangrejo—. Yo soy un soldado insignificante y nadie me informa de nada. Lo único que puedo decir es que mientras las enfermeras representaban una comedia en la que una estudiante era capturada y mataba a seis japoneses con un veneno que llevaba escondido, antes de llegar al final, se presentó corriendo un mensajero en nombre del general, indicando que debíamos salir en el término de una hora. Parece ser que los blancos han sido atrapados en el Sur, más allá del río. Los endiablados japoneses han envuelto sus avanzadas, su vanguardia y su retaguardia. Carecen de víveres y de agua, y, si nosotros no llegamos a tiempo, morirán como ratas.
Como única respuesta a tales palabras, Sheng aceleró la carrera y dejó atrás al Cangrejo, que continuó su camino cojeando. Poco después alcanzo el cuartel general, donde encontró reunidos a los demás comandantes, dispuestos a partir. Si antes el general abrigaba alguna duda, ahora su rostro no acusaba ni la menor sombra de ella: Estaba en pie, detrás de su mesa cubierta de papeles, que iba leyendo a medida que daba órdenes con voz tajante.
—Usted, Pao Chen —decía—, formará con sus hombres las filas del centro. Yao Yung y Chen Yu formarán los dos flancos. —Levantó los ojos y vio a Sheng y, mirándolo como si en su mirada brillara un destello de risa, añadió en el mismo tono—: Usted, Sheng, parece que estaba dormido en un matorral espinoso.
Sheng se llevó las manos a la cabeza. En su precipitación había olvidado, donde estaba durmiendo, su gorra en el suelo, y varias hojas secas de bambú le habían quedado prendidas en su cabello. Se alisó el pelo con los dedos. Su cara se había puesto de mil colores.
—¡Soy un búfalo! —masculló—. Si todo está tranquilo a mi alrededor, me quedo dormido como un animal.
—Se acabó la tranquilidad —dijo el general con voz recia—. Usted irá a la vanguardia. Debe partir al frente de sus soldados antes de una hora. Los llevará hacia el Sur, y luego hacia el Oeste. Cruzará el río por el primer vado que encuentre. Todo debe hacerse con la máxima rapidez, pues es casi seguro que los puentes de más abajo han sido destruidos. Los japoneses han copado a los blancos.
—Cumpliré sus órdenes fielmente —contestó Sheng y, después de cuadrarse, salió corriendo del cuartel. Todavía tenía el pelo revuelto y llevaba prendido en él las hojas secas de bambú.
Al salir de la puerta, por poco tropieza con el doctor Chung, cuyo rostro estaba tan pálido como el manojo de papeles que llevaba en la mano.
—¿Está el general? —preguntó a Sheng.
—¿Dónde quiere que esté, pues? —gritó Sheng por encima de su hombro y volviéndose a medias.
En la oscuridad, una mujer seguía con paso rápido y ágil al atribulado doctor. Sheng no se volvió a mirarla. La mujer era Mayli, y al oír aquella voz se detuvo para fijarse en la figura de aquel que pasaba corriendo. El doctor se volvió hacia Mayli, gritando:
—¡No se detenga, no hay tiempo que perder! ¡Tenemos que recoger todas las instrucciones, claramente detalladas! No llegaremos a tiempo.
Y Mayli, que se había quedado ensimismada mirando aquel soldado, arrancó sus pensamientos de la imaginación fugaz que había despertado sus sentimientos. Realmente, no había tiempo que perder. Además, ¿no podía haber en el ejército cientos de muchachos con una voz parecida a aquélla? ¿Por mí sería precisamente la de Sheng?
—No me detengo —contestó con energía, y corrió a juntarse con el doctor Chung.
Antes de medianoche empezó la marcha. En las filas imperaba la duda de si llegarían a tiempo de socorrer a los blancos. Pero toda divergencia o preocupación había sido dejada de lado y el pensamiento unánime era que estaba en juego el honor de su pueblo, responsable en este momento de ayudar y salvar a los que siempre se habían comportado como amos suyos.
—Esta vez nos necesitan —les había dicho bruscamente el general, dirigiéndose a todos con expresión de desdén en los ojos y voz áspera—. Antes no servíamos para nada, pero ahora que se encuentran acorralados por los japoneses nos necesitan. Bien, tenemos que demostrarles lo que somos.
Animados por estas palabras, se movilizaron debidamente y empezaron la marcha. La distancia que les separaba del lugar donde se dirigían no podía ser recorrida en un solo día. Por lo menos se requerían tres. Los caminos eran difíciles y había pocas carreteras. Los blancos, mientras habían gobernado el país, habían construido escasas vías de comunicación. La tropa debía pasar por los antiguos caminos, estrechos y duros, cubiertos de barro seco y piedras y abiertos por los profundos surcos dejados por las ruedas de los carros. A veces, el camino se convertía en sendero, que debían seguir en fila india. Por dos veces tuvieron que atravesar la jungla, sin seguir sendero alguno, y gracias que fue en pleno día, pues de lo contrario, no hubieran podido hacerlo a causa de las serpientes y otras fieras de la selva. No sólo debían vigilar lo que corría por el suelo, sino también lo que pudiera caer del cielo. Los aviones japoneses volaban sin cesar, apareciendo entre las nubes a fin de descubrir todo movimiento encaminado a ayudar a los blancos.
—Estamos más seguros dentro de la selva, entre las serpientes —dijo Sheng a sus hombres.
Los soldados se vistieron las guerreras verdes y se pusieron ramas de árboles sobre sus cabezas, a fin de que, vistos desde arriba, pudieran ser confundidos con las malezas. Mayli también ordenó a las enfermeras que se pusieran ramas verdes sobre el pelo. Al verlas con estos adornos improvisados, pensó que resultaban más bonitas. Eran tan jóvenes y entusiastas que incluso se reían de este engaño para evitar la muerte. Algunas seleccionaban la clase de ramas que debían ponerse, a fin de que les sentaran mejor. Pansiao recogió unas flores de color rojo de una planta trepadora y las distribuyó entre las ramas verdes. Ante su cara redondeada y alegre, bajo las flores rojas, las demás compañeras no pudieron dejar de sonreír.
Sheng iba a la vanguardia, alentando a sus hombres con el ejemplo. Mayli, en cambio, con sus enfermeras, formaba parte de la retaguardia, y no se encontraron en ningún momento. Ambos ignoraban que integraban el mismo cuerpo de ejército y que tomarían parte en la misma batalla. A pesar del cansancio y de la fatiga, ambos pensaban muchas veces en la voz que oyeron, tan similar a la que conocían, pero alejaban este recuerdo, pues no podían llegar a suponer que estuvieran tan cerca. La guerra les arrastraba como un engranaje. Cada noche, cuando la tropa acampaba, Mayli debía preocuparse para que no faltara comida a las enfermeras y para proporcionarles la relativa seguridad de pasar una buena noche. Sheng, en cuanto sus soldados habían comido los pasteles de arroz y las legumbres secas y repuesto su provisión de agua, debía estudiar detenidamente el mapa y enviar los espías en descubierta, a fin de saber algo sobre las posiciones del enemigo y la situación de los blancos. La gente del país ya tenía noticia de que los ingleses estaban acorralados y en todos los rostros se veía una expresión de alegría. Este júbilo fatídico, Sheng lo consideraba como un síntoma enemigo, pues, en definitiva, también se dirigía contra los que acudían en socorro de los blancos. Esta satisfacción, sobre todo, se exteriorizaba contra los desventurados naturales de la India que vivían en el país, porque los birmanos les odiaban profundamente. Afirmaban que los hindúes habían ido a Birmania para quitarles el trabajo y quedarse con el arroz. Sheng notaba ese odio en todas partes. En alguna ocasión salvó a un hindú e incluso a una familia entera de ser víctimas del odio de los birmanos. Uno de estos hindúes, en señal de gratitud, dejó a sus compañeros y siguió a Sheng. Pero al finalizar el día, éste se dio cuenta de que el agradecimiento del buen hombre le representaba una carga más que una ayuda. Llamó a Cangrejo y le ordenó que se hiciera cargo de aquel joven y le incorporara a sus compañeros.
—Llega a incomodarme con sus ojos siempre fijos en mí, tratando de adivinar lo que necesito para apresurarse a traérmelo o corriendo a mi lado en cuanto me muevo, suponiendo que debe ayudarme —dijo Sheng.
Y, realmente, el hindú lo hacía así. Sheng le había salvado en el preciso momento en que un birmano, después de rociarle en petróleo, se disponía a prenderle fuego. El Cangrejo se hizo cargo de él, y, a base de esfuerzos, lograba hacerse entender y le señalaba trabajo. El otro obedecía con la fidelidad de un perro.
El general había designado a Charlie Li como ayudante de Sheng, pues hasta cierto punto éste seguía siendo el guerrillero de las colinas y no estaba acostumbrado a actuar en una guerra en toda regla. Por otra parte, Charlie parecía un natural del país dondequiera que pusiese los pies, y sabía leer en la cara de las personas de la misma manera que los campesinos leen en las nubes y en el viento si va a haber lluvia o no. Por eso solía recorrer los alrededores vestido de mendigo, y por la noche volvía al lado de Sheng y le informaba de su descubrimiento. Iba mucho más adelante que los soldados y se mezclaba entre la gente, y, como había aprendido bastante de su lenguaje, comprendía la mitad de lo que decían y adivinaba lo que callaban.
—Ni después de una generación llegaremos a disipar el odio que nos estamos creando entre los birmanos por habernos metido en esta guerra al lado de los blancos, en lugar de hacerlo al lado de nuestros hermanos de raza —decía Charlie, apenado—. Según ellos, nosotros somos traidores a la parte del mundo a que pertenecemos. Los japoneses van diciendo por todas partes que somos los únicos que ayudamos a nuestros dominadores de siempre, y que si no fuera por nuestra culpa la guerra ya habían terminado y los blancos se habrían visto obligados a marcharse.
Cuando Sheng y Charlie querían hablar, siempre se apartaban de los demás. Esta noche estaban sentados en un banco carcomido, cerca del borde de la selva, donde habían acampado a fin de hallarse lo más lejos posible de la aldea. Así podían ver a todo el que se acercara. El campamento estaba debidamente vigilado por los centinelas, que sabían perfectamente los peligros a que estaban expuestos. Sheng estaba sentado con las manos entrelazadas alrededor de las rodillas y con los ojos muy abiertos, vigilando por todos lados, mientras decía a Charlie:
—Si yo no hubiese sufrido lo que sufrí, y que nunca podré contar a nadie, en manos de los japoneses; si no hubiese visto lo que vi en la ciudad cercana a nuestra casa y lo que pasaba en la aldea donde vivieron todos mis antepasados, entonces quizá yo también podría creer que esta gente tiene razón al decir que hemos traicionado a nuestros propios hermanos. Pero, por desgracia, he visto cosas que jamás podré olvidar. No conozco a los blancos. Nunca he tenido ocasión de hablar con uno de ellos. Pero a los malditos japoneses los conozco, los he visto muy de cerca y hasta que muera serán mis enemigos. Y todavía después de muerto les seguiré odiando.
Su voz resonaba gravemente en medio de la noche. Y continuó en el mismo tono:
—No puedo decir que amo a los blancos. Ya he dicho que ni siquiera los conozco. ¿Tan tonto sería que dijera esto? No he venido aquí a sentarme en este banco, ni estoy pisando esta tierra que no es la nuestra para salvar a los blancos. Pero, si ellos son enemigos de mi enemigo, entonces son mis amigos.
—El país está cubierto de espías —dijo Charlie, escuchando inquieto—. Entre los mismos sacerdotes, de cada diez, nueve están a favor de los japoneses, y entre la gente del pueblo no encontrarás ni uno solo que esté dispuesto a levantar una mano contra ellos.
—Entonces también son enemigos míos —replicó Sheng gravemente. Se levantó, mirando a su alrededor a través de la oscuridad. Aspiró el aire de la noche y dijo—: Hasta el aire huele mal en esta tierra extraña. Debe ser el olor putrefacto del enemigo que llega hasta nosotros.
—Es la selva —contestó Charlie—. Está apestada.
Permanecieron en silencio largo rato, reservándose sus mutuos temores.
—Voy a dormir —dijo finalmente Sheng con voz seca y dura.
—Bien. Yo también dormiré un par de horas y luego continuaré mi ruta. Ya volveré a tu lado. No te preocupes ni me busques. Pero antes de la próxima noche mis pasos me llevarán al lugar donde te encuentres.
—Dentro de tres días deberíamos estar allí, salvo que los blancos hayan retrocedido —dijo Sheng.
—¡Retroceder! —exclamó Charlie—. No pueden. No les queda ni un solo camino. Además, ellos no pueden viajar sin carreteras por las que puedan pasar con sus fuerzas motorizadas.
Los dos se echaron a reír, pero sin el menor acento de alegría. Y se separaron.
La última jornada de marcha transcurrió en silencio. Los blancos se hallaban a un tercio de milla, esperando ser liberados. El general se había comunicado con el americano por medio de un mensajero, pero no confiaba demasiado en él. El americano allí era más extraño que los chinos. Durante todo el día estuvo pensando que sólo podía confiar en sí mismo. Esta clase de guerra estaba por encima de las posibilidades de los blancos, que sólo conocían bien a los de su raza. Y sentía un profundo desdén por esos hombres que, después de abandonar sus países para ir a luchar entre hombres extraños, ni tan sólo sabían diferenciarlos entre sí. Mientras caminaba al lado de sus soldados, varias veces asomó a sus labios una amarga sonrisa. «Los blancos —se decía a sí mismo en una mezcla de temor y desprecio— son incapaces de distinguir una cara amarilla de otra». Si un japonés se detuviera delante de uno de ellos y le dijera que es un amigo, se lo creería, sin notar el engaño. Sus espías le habían informado de centenares de casos parecidos. Los japoneses no llevaban uniforme, sino solamente un par de pantalones cortos y calzaban zapatos o sandalias con suela de goma, confundiéndose con la gente del país, que poco más o menos vestían de la misma manera. Para los blancos, todos eran iguales. Ni tan sólo conocían ningún idioma de los suyos. A pesar de haber dominado aquellos países durante siglos, todavía no habían llegado a diferenciar entre las caras y los idiomas.
—Y ésos son los que vamos a salvar —mascullaba el general.
Su desprecio fue creciendo en tal forma que cuando, a la caída de la tarde, volvió a recibir órdenes del americano, en las que precisaba dónde debía dirigirse y qué debía hacer, rompió los papeles y los arrojó lejos de sí.
«Sólo puedo confiar en mis conocimientos», pensó.
A través de su voz y de su mirada se traslucía un profundo desdén, y sus soldados se daban cuenta de ello. Estaban a punto de unirse con sus aliados, pero sin confiar en ellos, a pesar de la mejor voluntad que ponían para que así fuera. Muchos de ellos abrigaban grandes esperanzas, pero los escépticos sabían que no podían elegir otro camino, a pesar de todo. Debían luchar con los blancos o contra ellos; y luchar en contra equivalía a unirse a los japoneses, cosa que no podían hacer. Además, recordaban las palabras pronunciadas por el Presidente la última vez que se pasó revista. Su voz sonora había rasgado el aire como un látigo:
«Sostenéis nuestro honor como si sostuvierais un estandarte. Ahora demostraremos a los blancos lo que los chinos son capaces de realizar. Si nos desenvolvemos bien, no podrán menos que admitir que somos sus eficaces colaboradores en esta guerra contra los japoneses. ¿Dónde podríamos encontrar aliados contra aquellos que se apoderan de nuestra tierra, sino en los hombres de Ying y Mei? Yo confío en que la victoria final será suya. Por lo tanto, debéis obedecer al que os he designado como vuestro jefe, no porque necesitéis ser mandados por un hombre blanco, sino porque él servirá de intermediario entre vosotros y los hombres de Ying, que son más duros y menos benévolos que nosotros. Sin embargo, todos debemos estar unidos. ¡Demostrad a vuestro superior qué clase de hombres sois! ¡Nuestra nación tiene los ojos puestos sobre vosotros! Soldados, no la defraudéis. ¡Yo lo ordeno!».
Mientras él hablaba, su esposa había permanecido detrás de ellos, y, cuando el Presidente gritó las últimas palabras, levantó su menudo puño, apretando fuertemente los dedos.
El general la recordaba tal cual estaba en aquel momento, pero ¿no había también en ella algo de extranjera? Eran muchos los que sostenían que el Presidente estaba influido por ella y que por tal motivo mantenía la alianza con los blancos, pues su esposa había vivido la mayor parte de su infancia y adolescencia en el extranjero, habiendo crecido y habiéndose educado en una tierra que no era la suya. También se decía que hablaba mejor el inglés que el chino. Y, en realidad, cuando hablaba su propio idioma daba a las palabras un acento ligeramente extranjero y usaba términos anticuados, en la actualidad fuera del uso corriente y que sólo se veían en los libros clásicos, dando así la impresión de ignorar los nuevos, breves y sutiles que ahora eran corrientes. Aunque, al fin y al cabo, si se tenía en cuenta que era una dama cuyos dedos estaban cargados de joyas y que vivía apartada de la gente humilde, era lógico que ignorase esas formas.
Irguió la cabeza como para ahuyentar semejantes pensamientos. Él era un soldado, un simple soldado, y ante él surgían, esperándole, los deberes que como soldado debía cumplir. Podían caberle dudas en cuanto a sus amigos, pero podía asegurar que conocía perfectamente a sus enemigos. Miró su reloj de pulsera. En el próximo amanecer debería encontrarse situado junto al río y a la vista de los blancos, suponiendo que estos blancos todavía vivieran.
… A causa del cansancio y la inquietud, Mayli no pudo dormir durante toda la noche. La inminencia de la batalla era notoria. Nadie ignoraba que mañana empezaría la lucha. Pero, para ella, este comienzo tenía un significado distinto que para los demás. Por primera vez se encontraría ante moribundos y heridos a quienes atender. ¿Sabría desempeñar su obligación? Ahora se avergonzaba de la inutilidad de su vida anterior. Siempre había vivido sin la menor preocupación y con las máximas comodidades, lejos de su propio país e ignorando sus problemas. Pasó su infancia en el extranjero y aun ahora no se sentía absolutamente asimilada a su pueblo. Los demás, en cambio, eran algo de ese mismo pueblo. Llevaban la misma sangre, eran pobladores de una misma nación. Ella no era una parte de ese pueblo, ella no era como los demás, que cada cual parecía una parte del otro. En este momento hubiese querido no saber hablar otra lengua que la de su país. Habría querido borrar de su mente incluso los recuerdos de su vida en Norteamérica. «Si vuelvo a disponer de tiempo —se decía—, lo dedicaré a leer y releer los libros de mi pueblo, la poesía antigua, la vieja filosofía. Quisiera poder encontrar mis raíces».
Luego pensó que quizá nunca más dispondría de ese tiempo. Podía morir. Ante la idea de la muerte lloró silenciosamente, tapándose la boca con las manos a fin de acallar los sollozos. Estaba acostada entre las demás muchachas y temía ser oída. Pero no pudo evitarlo. Pansiao, que dormía a su lado, fue despertada por el leve sollozo. Permaneció quieta durante un rato y escuchando atentamente; luego extendió un brazo hasta alcanzar la mejilla de Mayli. Notó que estaba húmeda. Pasmóse tanto de que Mayli llorara, que ella también echóse a llorar. Mayli tuvo que reñirla, pues sólo así podría evitar que ese llanto injustificado cundiera entre las demás mujeres y provocara el pánico.
Se incorporó ágilmente y, agarrando a Pansiao por la trenza que le colgaba sobre la espalda, la sacudió ligeramente, murmurando:
—¡Basta! ¡Deja de llorar o voy a castigarte como a una niña!
Pansiao dejó le llorar, asustada por el acento enérgico de Mayli, que volvió a acostarse ahuyentando sus propias tristezas.
«Veo claramente que no debo pensar en nada más que en cumplir con mi deber», se dijo, sintiéndose más tranquila.