CAPITULO XII

El general estaba muy inquieto, sobre todo porque desde hacía muchos días no se había podido poner en relación con el Presidente y consultarle. El aparatito de radio que trajo consigo a Birmania se había descompuesto y no hubo manera de arreglarlo. Así, pues, llamó a Pao Chen y le dijo:

—Escriba al Presidente las palabras que le diré, a fin de ver si puedo convencerlo y hacer que se dé cuenta del alcance de lo que exige de nosotros. Le diré que el aparato de radio no funciona y, como no ha sido posible recomponerlo, me es imposible escuchar sus órdenes. Que estoy dispuesto a luchar donde indique y que no tengo el menor miedo, pero que en nombre de nuestro pueblo y por el bien de nuestra causa me autorice a luchar en nuestra propia guerra en lugar de hacerme esperar a entrar en batalla atado a unos aliados que no hacen más que retirarse, sin que se preocupen de que podamos reunimos con ellos. Pregúntele si tiene el propósito de que entremos en Rangún cuando se haya perdido. El debe decidir y darnos instrucciones. Yo no estoy autorizado a tomarlas por iniciativa propia. Si he de permitir que nuestras mejores divisiones se consuman y desaparezcan en la selva, intentando salvar a los blancos, o si debemos luchar por nuestra propia cuenta y por lo que a nosotros concierne. Ponga la máxima fuerza en estas palabras, Chen. Dígale que los blancos no nos permitirán comprar arroz. Que nos diga dónde está el americano. Comuníquele que estamos aquí esperando, como monos sentados sobre sus largas colas, mientras los japoneses se apoderan de lo que les da la gana. Unos dieciséis mil están en la selva, junto a Thailandia, dispuestos al ataque. Esta región, por sus selva, es el peor y más difícil campo de batalla que hay en el mundo. ¿Nos incumbe a nosotros luchar en él, en lugar de defender nuestra propia tierra, para que los blancos puedan conservar su imperio? Dígale que en la parte opuesta de Thailandia hay otros veinte mil japoneses, y entre estos dos ejércitos disponen de otra potente vanguardia. En las montañas de Shan, cuyas cimas se elevan a seis mil pies de altura, y sus valles, formados por espesas e impenetrables selvas, tendremos que luchar en condiciones desfavorables. Dígale también que, según nuestro servicio de espionaje, los blancos abandonan intactas sus provisiones de gasolina. No se ha destruido nada, o casi nada, y los daños son de tan poca importancia, que en pocos meses o semanas los japoneses se aprovecharán de todo.

La pluma de Pao Chen corría veloz sobre el papel y el sudor se deslizaba por su cara.

—¡Descríbale usted el cuadro tan negro como pueda —añadió el general en tono apasionado—, y, por mucho que lo haga, quedará muy pálido ante la realidad!

—La descripción que le hago es muy sombría —regañó Pao Chen.

Durante unos instantes ambos permanecieron callados. Sólo se oía el leve roce sobre el papel de la pluma extranjera con que escribía Chen.

—¿Quiere usted que se lo lea? —preguntó.

—Sí —respondió el general.

Se puso ambas manos sobre la cabeza, dispuesto a escuchar, cuando se abrió violentamente la puerta y apareció corriendo otro de los espías que acababa de regresar. Tenía herida la mano izquierda, que llevaba envuelta en una manga arrancada de su guerrera. Sus ropas estaban rasgadas y sus pies sangraban.

—¡Rangún! —gritó convulsivo—. ¡Rangún ha caído!

El general se levantó de un brinco.

—¡Póngalo en la carta! —chilló—. ¡Rangún ha caído y a nosotros todavía se nos prohíbe pasar la frontera!

Y se quedó inmóvil, mordiéndose el labio inferior. Pero Chen agregó sus palabras al final de la carta. El general se la arrebató de sus manos y llamó a gritos a su ayudante.

—¡Permítame! —gritó también Pao Chen—. ¡Permítame que la lleve yo mismo al Supremo! Entregaré la carta en su nombre y hablaré por usted.

El general quedóse unos momentos parado. Su cara echaba chispas.

—Bien —dijo—. Coja usted la avioneta y parta en seguida. Esperaré su regreso un tiempo prudencial; después avanzaré en una u otra dirección.

El Presidente levantó la vista de la carta escrita por Pao Chen por orden del general. La había leído detenidamente y sin prisa. Su esposa estaba a su lado leyéndola también. Llevaba un bonito vestido de seda verde, muy largo y ceñido a su cuerpo menudo, y encima una chaqueta de terciopelo negro sin mangas, corta y cerrada en la cintura. El cuello del vestido era alto y el color verde hacía que se destacara más su piel sumamente transparente, sus rojos labios y el negro intenso de sus cabellos, suaves y muy lisos. Estaba realmente hermosa, aquella noche. Pao Chen la contempló como no podía dejar de hacerlo cualquiera que la mirara, pues su belleza era indiscutible.

Ninguno de los dos habló. La esposa, que cuando se trataba de cosas sin importancia era parlanchina como un niño, sabía callarse cuando era prudente no hablar. Se sentó con las manos entrelazadas. Llevaba su valioso anillo de jade, que parecía formar parte de su persona. En sus orejas también lucía unos pequeños aros de jade. Miró fijamente a su marido. En sus ojos residía su mayor belleza. Su mirada era tan franca y enérgica, tan desprovista de todo temor, que los que la habían visto no podían olvidarla jamás. El Presidente levantó la cabeza y se produjo un cambio de miradas con su esposa. Luego dirigiéndose a Pao Chen, que permanecía en pie, le dijo:

—No puede suponer que ignorara lo que acaba de decirme… Usted lo sabe y yo también. Pero, además de esta batalla, debo pensar en otra. Pienso en nuestro futuro, tanto como en nuestro presente. En esta guerra nosotros sólo contamos como uno entre muchos.

Al oír estas palabras, su esposa levantó una mano con ímpetu.

El Presidente la miró profundamente. Su esposa guardó silencio.

—Sé lo que hago —afirmó con sequedad.

La mujer se levantó y, con aire de gracioso orgullo y los ojos brillantes, salió de la habitación. Su esposo la siguió atentamente con la mirada. La expresión de sus ojos era suave, pero continuaba silencioso. Una vez hubo salido, el Presidente se volvió hacia Pao Chen y le dijo:

—Vuelva a su puesto. Yo mismo iré para disponer lo que deba hacerse.

Pocos días después, todos los campamentos situados junto a la frontera estaban alborozados.

—Ha llegado el Presidente —se decían unos a otros. En menos de una hora, todos los soldados sabían que a mediodía había llegado un avión conduciendo al Supremo y a su esposa, juntamente con el americano. Todos se dispusieron a recibirles debidamente… Cada cual sacó lo que mejor tenía. Se cepillaron uniformes y se limpiaron fusiles. Todos se lavaron vigorosamente la cara y las orejas y se peinaron con cuidado. Las muchachas se preguntaban sobre el aspecto de la visitante y si realmente era tan hermosa como se decía.

Hsieh-ying preguntó a Mayli:

—¿Es verdad que es tan hermosa?

—Yo creo que sí —contestó Mayli sonriendo.

—Seguramente que no lo es más que tú —comentó Pansiao.

—¡Mucho más! —dijo Mayli, sin dejar de sonreír.

—Yo la vi —dijo con orgullo Siu-chen— cuando vino a visitar nuestra escuela. Hace mucho tiempo; era antes de la guerra. Nos dijo que debíamos ser limpias y aseadas y que debíamos cuidar nuestra ropa y llevarla bien cosida y sin la falta de ningún botón y otras cosas por el estilo. Lo llamaba la «nueva vida». Realmente, era muy hermosa. Recuerdo que me miró las manos, y, como las tenía agrietadas como en todos los inviernos, recomendó a la directora que me comprara una crema extranjera. Pero nunca lo hicimos; costaba demasiado.

A media tarde todos estaban a punto para la revista. Mayli se mantenía erguida al frente de las enfermeras cuando pasó el Presidente acompañado de su esposa y el americano, hombre delgado y canoso. El general les acompañaba. Todos estaban serios y graves. La esposa del Presidente se detuvo frente a las muchachas, y les dijo llana y cordialmente:

—Son ustedes unas muy lindas muchachas y me consta que están dispuestas a servir a la patria. —Y, dirigiéndose a Mayli, añadió—: ¿Está contenta?

—Sí, señora —contestó.

Y, en voz baja, la esposa del Presidente agregó:

—Venga a verme dentro de media hora.

Las muchachas oyeron perfectamente el aviso y sintieron envidia. Las que más se relacionaban con ella y la querían también sintieron una especie de celos. El privilegio otorgado a Mayli disgustó a casi todas.

Media hora después, ésta se hallaba en el cuartel general hablando con la esposa del Presidente de los acontecimientos que había presenciado. La charla duró más de una hora. Estaban solas y, en consecuencia hablaban libremente.

—Te indiqué que fueras mis ojos y mis oídos —comenzó—. Así, pues, cuéntame cuanto has visto y oído.

Escuchó con gran interés, y de cuando en cuando formulaba algunas preguntas precisas. Al fin se llevó las manos a la cabeza y suspiró profundamente. Mayli esperaba por si quería preguntarle algo más; pero, después de un largo silencio, la dama le dijo simplemente.

—Vuelve al campamento. Has cumplido perfectamente mi encargo, pero tus informes son terribles. Mucho más terribles de lo que podías imaginarte.

En este momento entró el Presidente y, en cuanto vio a su esposa, dijo alarmado:

—¡Tú no te encuentras bien!

—Realmente, me siento enferma.

El Presidente se inclinó sobre su esposa, a la vez que con un gesto indicaba a Mayli:

—¡Salga corriendo! ¡Vaya en busca del doctor!

Se disponía a salir, pero fue detenida por su voz, que protestaba con energía:

—No quiero el médico. Volvamos a casa. Salgamos en seguida. Que preparen el avión cuanto antes.

Se levantó y empezó a andar como aquejada por un gran dolor. El Presidente dio instrucciones al soldado que estaba de guardia y Mayli se alejó.

Poco después se oía el estrépito del motor del aeroplano. Pronto lo vieron elevarse hacia el cielo y alejarse en dirección oeste. Mayli dio permiso a las enfermeras para que rompieran filas y en seguida se produjo un barullo general de conversaciones, risas y comentarios admirativos para ambos visitantes, a los que consideraban mucho más que unos simples jefes. Las muchachas veían simbolizada en esta pareja sus ensueños de amor, que seguramente podrían vivir personalmente.

Incluso Mayli se sintió emocionada. Y durante la noche pensó en Sheng, en forma distinta de lo que hiciera hasta entonces. El Presidente, cuando joven, también había sido un hombre sencillo, con escasa instrucción, que no conocía ningún idioma extranjero, pero estaba acostumbrado al duro trabajo y a soportar toda clase de penurias. También se hablaba mucho de su turbulenta juventud. No siempre había sido grave ni ostentado el rango actual. Suspiró pensando en el paradero de Sheng y, levantándose de la cama, se acercó a la ventana contemplando el trozo de cielo estrellado que se veía sobre los tejados. Súbitamente tuvo la intuición de que Sheng estaba muy cerca de ella.

Y, en efecto, no muy lejos de allí, a la misma hora, Sheng estaba acostado de espaldas sobre un jergón, en el suelo de una barraca y entre una larga fila de soldados dormidos. Creía tener ante sus ojos la imagen de Mayli. Él también había permanecido al frente de sus hombres, mientras el Supremo pasaba revista a las tropas. Al pasar junto a Sheng, la esposa del Presidente le miró fijamente y él no pudo resistir aquella mirada. Sus ojos le recordaron los de Mayli. No quería dejarse dominar por la desesperación ni la inquietud. ¿Qué sentido tendría aquella mirada? Lo más probable era que nunca más volvería a verla.

Después de la revista, el Presidente reunió a todos los jefes.

—Mañana —les dijo— avanzaréis con vuestros hombres sobre la frontera. No esperaremos más.

Y luego sus ojos profundos se detuvieron sobre Sheng.

—A usted, joven, le recuerdo perfectamente. Recuerdo su nombre y la aldea de sus padres. Si le mandé aquí, es porque le considero uno de mis mejores soldados. Tengo indicado a su general que, si se presenta una misión difícil, usted es el más apropiado para desempeñarla.

Sheng sintióse invadido por una ola de orgullo.

—Sabré corresponder a esa confianza —contestó.

Mayli también cruzó la frontera con sus compañeras.

«Ya estamos en suelo extranjero», pensó, sintiendo un escalofrío. ¿Quién podía predecir lo que les aguardaba? La mañana era clara, el cielo estaba completamente sereno, sin una sola nube. La marcha se hacía a pie, pues los caminos de esa región de Birmania eran angostos y tortuosos y era imposible transitar por ellos con vehículos. En primera línea iban los soldados, detrás los conductores de baterías y provisiones y luego seguían las enfermeras, Mayli los veía serpentear a lo largo de los caminos en dilatada fila, con sus uniformes azules que, vistos de lejos, parecían formar una sola mancha de color. Ella, lo mismo que las demás muchachas, también vestía uniforme azul. El mismo general en nada se diferenciaba de los soldados, salvo la divisa esmaltada con la blanca estrella de China. Tras las muchachas seguía otra larga y ondulante línea de soldados que avanzaban lentamente.

Mayli sonrió a sus compañeras. Bajo el sol matutino, sus rostros aparecían frescos, juveniles y enérgicos con su piel bronceada y sus ojos brillantes. Ninguna llevaba pintados los labios ni las mejillas. En esos días habían sido olvidados esos detalles. Ella misma había dejado —ni siquiera recordaba dónde— el lápiz extranjero que solía usar. Su cara no tenía más contacto que con el agua y el jabón. Y así hacían todas. Algunas veces por la noche, untaba sus mejillas, curtidas por el viento y el sol, con un poco de grasa de camero. Y, a pesar de este único maquillaje, sabía perfectamente que nunca había tenido mejor aspecto ni se había sentido tan fuerte. La misma An-lan había perdido algo de su natural palidez. Aunque sonreía tan raras veces como antes, sus ojos no revelaban aquella acostumbrada expresión de sufrimiento y desconsuelo.

Al encontrar la mirada de Mayli, le dijo con acento reflexivo:

—Por primera vez, nuestro ejército pisa tierra extranjera.

—En efecto —contestó Mayli, sorprendida y preocupada.

Realmente, era la primera vez que los chinos se alejaban de su suelo para luchar contra el enemigo. Durante la marcha pensaba en este particular. Detrás de ellos quedaba China, y frente a ellos se extendía Birmania. Levantó la vista para contemplar las verdes montañas. Como dividida a cuchillo en dos partes, la superior se separaba de la inferior.

A mano derecha, el terreno se elevaba cada vez más y se hacía más agreste. Por la parte norte, los abruptos y quebrados montes se convertían rápidamente en imponentes montañas. En cambio, hacia el Sur, la tierra se convertía en una amplia llanura que descendía hacia el mar. El camino daba continuas vueltas y formaba recodos. Parecía como si el pie humano, después de siglos de recorrerlos, hubiera elegido definitivamente los senderos más indicados, abandonando los demás. El país era muy rico. Todavía los campos de arroz estaban verdes y los campesinos trabajaban inclinados sobre los arrozales. De cuando en cuando aparecía entre el verde de los sembrados, y reluciente como una llama, la túnica azafranada de algún sacerdote que trabajaba al lado de los labradores. Abundaban los sacerdotes y la mayoría eran jóvenes. Los rostros de la gente eran alegres y parecían predispuestos a la risa. Los labradores levantaban la vista al verles pasar y abandonaban un momento el trabajo. Los niños les miraban absortos, chupándose los dedos, Cuando pasaban por una aldea, salían todos sus habitantes y se quedaban contemplándolos hasta que habían desaparecido los últimos soldados. A mediodía hacían alto, pero nunca en un pueblo, pues disponían de vituallas. Por otra parte, tenían órdenes severas del general de no tocar ni coger nada de los birmanos. Si algo se quería debía comprarse y en ningún caso poner la mano sobre lo que no les pertenecía. Incluso tenían prohibido admitir obsequios.

—Recordad que honraréis a la patria con lo que hagáis, pero que también podéis deshonrarla con vuestros actos —les había dicho el general.

Así, pues, a mediodía, cuando se daba la voz de alto, se sentaban en pleno campo y comían su ración de arroz frito, remojado con el pálido té de sus cantimploras. A esa hora, el sol era extremadamente ardiente y el camino se hacía pesado. Mientras estaban acampados, se les acercaba una turba de chiquillos que llegaban de los campos cercanos y permanecían a cierta distancia mirándoles comer.

Un día, Mayli les tendió un puñado de arroz. La chiquillería retrocedió asustada.

—¡Qué bonitos son! —comentó Chi-ling suspirando—. Yo también tenía un hijo.

Se levantó y se puso de espaldas a los niños, con el pretexto de arreglarse el cinturón. Nadie le contestó. ¿Para qué? Durante esos días nadie preguntaba nada y, por otra parte, ¿quién no había perdido algún ser querido?

Luego llegó la orden de reanudar la marcha y todos se pusieron en pie, prosiguiendo la larga caminata. Empezaron caminando veinte millas diarias, luego pasaron a veinticinco y últimamente recorrían treinta. La tarde transcurría tranquilamente y el sol corría a su ocaso, a medida que avanzaban hacia el Sur en dirección al río Sittang. Todos sabían que los aliados seguían retirándose para alejarse de los enemigos y que las tropas chinas se unirían a ellos por el flanco izquierdo para envolver a los japoneses. ¡Envolver a los japoneses! Se hablaba de ello con la misma ligereza que si se tratara de asistir a una fiesta o cosa semejante y, sin embargo, Mayli se sentía horrorizada al pensar que llegaría este caso. Pero disimulaba su temor.

La primera noche pasada en tierra extraña les dominaba una profunda inquietud. A la puesta del sol acamparon en un valle poco hondo, situado entre colinas de poca altura. A pesar del cansancio, nadie pudo dormir. El cielo parecía de color de perla. Una hora después volvióse color de púrpura. Por los alrededores brillaban las trémulas luces de las aldeas, parecidas a mariposas de luz. Mayli se reunió a las muchachas. Las mantas estaban tendidas, pero nadie estaba dispuesto a dormir. La inquietud de los soldados se había transmitido a las enfermeras. Permanecían sentadas en silencio. Unas con la cabeza hundida entre los brazos cruzados, apoyados sobre las rodillas; otras se levantaban y seguían en pie o paseaban de un lado a otro. El silencio nocturno era interrumpido por el zumbar de los mosquitos y de alguno que otro chasquido acompañado de una maldición.

«¿Por qué nos domina este nerviosismo?», se preguntaba Mayli. La única que dormía como un tronco era Pansiao. Hecha un ovillo, se había envuelto en la manta y, tapada hasta la cabeza para protegerse contra los mosquitos e insectos, había quedado dormida en el acto. Mayli oía su respiración profunda y regular como la de un niño.

De pronto oyó que alguien la llamaba. Las enfermeras le indicaron que fuera del círculo que formaban había un individuo. Mayli se levantó y fue a su encuentro. Era Pao Chen.

—El general me envía para rogarle —dijo como en un susurro— si habría manera de que entre usted y las demás muchachas idearan algo para distraer a los soldados. Quizá podrían cantar. O simplemente charlar con nosotros. Los muchachos están inquietos y sienten cierto desasosiego, porque dicen que el aire está lleno de malos espíritus.

La petición era tan inesperada que Mayli tardó unos momentos en contestar. Sin embargo, reaccionó en seguida y dijo:

—Sí, cantaremos. Siu-chen sabe algunas canciones extranjeras y Hsieh-ying baila muy bien la danza de la espada, y… Sí, sí. Algo haremos. Diga al general que será complacido.

Pao Chen inclinó la cabeza y se alejó. Mayli se puso en el centro del círculo formado por las muchachas y dio unas palmadas para que todas le prestaran atención. Con voz clara y fina, pero que en aquel momento resultaba más premiosa que la imperiosa de un hombre, les expuso la petición.

—¿Quién puede exhibir alguna habilidad? No tengan temor alguno. Piensen que si podemos reconfortar a los soldados, hacerlos olvidar sus penas y su fatiga, si podemos hacerles reír, seguramente después podrán dormir tranquilos. La que esté dispuesta, que se adelante. ¡Todo sea por el bien de nuestro país!

En el grupo se produjo un repentino parloteo y un murmullo de risas apagadas. Las muchachas también se complacían ante la idea de divertirse y reír durante unos momentos. Y Mayli sonrió pensando en esas jóvenes: de no mediar, la guerra, estarían en sus casas o en colegios. En cambio, ahora, formaban parte de un ejército y corrían al encuentro del enemigo. Y ella, que tan reacia era a las lágrimas, en este instante sintió que su garganta se le anudaba al oír las alegres risas y que sus labios temblaban aunque sonrieran.

—¡Vamos, vamos! —gritó—. ¿No quieren decidirse?

Se presentaron unas cuantas.

—Yo sé algunas canciones extranjeras —dijo Siu-chen.

—Yo bailo la danza de la espada —añadió Hsieh-ying.

—Yo ejecuto un juego de prestidigitación que me enseñó mi hermano —continuó Chi-ling.

Y así sucesivamente, unas veinte enfermeras se pusieron al lado de Mayli, cada una dispuesta a atender el ruego que se les había formulado. Todas juntas se dirigieron hacia el campamento de los soldados. En el centro habían dispuesto un espacio circular, situándose a su alrededor. Pao Chen, en cuanto las vio llegar, aplaudió y los demás le imitaron.

A la luz de la luna, Pao Chen les habló con palabras emocionadas y de un modo tan perfecto que parecía como si leyera lo que estaba improvisando, inspirado por el acto inapreciable de las muchachas.

—Hermanos —dijo—, esta noche nos encontramos muy lejos de nuestros hogares y de nuestra tierra. Es evidente que ninguno de nuestros antepasados nunca llevó a cabo lo que ahora nosotros intentamos realizar. Vamos a llevar la guerra a una tierra que pertenece a otro pueblo. Es algo tan extraño e inesperado, que por eso nos produce inquietud y alarma, y a veces nos entra la duda de si estamos completamente seguros de que lo que hacemos está bien. Por eso necesitamos tranquilizar nuestro espíritu y volver a sentirnos alentados. Avanzamos bajo el mando del Supremo y debemos obedecerle. Sea como sea, vamos a luchar contra el mismo enemigo. El que todavía sigue bombardeando nuestros hogares y mata a cientos de miles de nuestros compatriotas. Aunque estemos en tierra extranjera, no pretendemos conquistarla ni dominarla. Cuando hayamos vencido a los japoneses, volveremos a nuestras casas, sin llevamos nada que no sea nuestro. Por eso debemos estar tranquilos y confiar en la justicia de nuestros actos. Y ahora, a fin de que nuestros corazones puedan aliviarse más fácilmente de los pesares que les agobian, nuestras hermanas cantarán algunas canciones para nosotros y estarán a nuestro lado durante unas dos horas. No interesa saber cuáles son sus nombres; recordemos que son hermanas nuestras. Eso basta.

Pronunciadas estas palabras, inclinó levemente la cabeza y se apartó a un lado. Mayli avanzó y expuso el programa con suma sencillez. Tampoco citó el nombre de ninguna de las muchachas, ni siquiera el suyo. ¿Para qué? ¿Qué importaba el nombre de la que cantara o danzara? A su alrededor estaban los soldados. Todos tenían un nombre, y nadie se lo pedía.

—Una de nosotras —dijo— cantará; otras charlarán con ustedes y seis de nuestro grupo representarán algo de lo que años atrás ejecutaron muchas veces en sus pueblos y algo de lo que últimamente han ejecutado en diferentes aldeas que han recorrido durante esta guerra, para hacer propaganda de los motivos por los cuales luchamos.

Cuando empezó a hablar, Sheng, que estaba sentado en las últimas filas, entre los soldados, quedó sorprendido y se levantó súbitamente. ¿Era posible que aquella voz fuera tan parecida a la de Mayli? Permaneció atónito escuchando, sin comprender una sola palabra. La distancia era excesiva y, además, los mosquitos zumbaban a su alrededor. Tampoco, a la luz de la luna, distinguía claramente los rasgos de la muchacha. Llevaba el mismo uniforme que la tropa y parecía un mozo. La brisa agitaba sus cortos cabellos, y, aunque su rostro a veces quedaba descubierto, no llegaba a precisar distintamente sus facciones. Volvió a sentarse, diciéndose que era un absurdo suponer que podía tratarse de Mayli. ¿Cómo podía ser la misma, si la había dejado a centenares de millas de distancia, en su casita de Kunming? Y recordó la última vez que la viera. No alcanzó a verle la cara, pero reconoció su mano por el anillo de jade. Salió del despacho del general. Y también recordaba el comentario de aquel soldado y su mirada tan significativa: «Tendrán que esperar largo rato, Hermanos Mayores: el general está con una hermosa mujer». ¡Y era ella! Y al amanecer de la mañana siguiente había partido con sus hombres, sin haber tenido tiempo de hablarle. Un hombre que marcha a la guerra es mejor que no interrogue a una mujer cuyas respuestas pueden resultar poco satisfactorias. En circunstancias así, es preferible no complicarse la vida.

La muchacha había dejado de hablar y en voz dulce y clara empezó a cantar una canción extranjera. Nunca había oído cantar música extranjera, excepto en algunas pocas ocasiones y por medio de los aparatos de radio vistos en la ciudad. Charlie estaba sentado a su lado, y como sabía que entendía este lenguaje extranjero, se inclinó hacia él, preguntándole:

—¿Qué canta esta muchacha?

—Una canción que debió de aprender en la escuela —contestó Charlie. Y empezó a traducirla—: «Bébeme tan sólo con tus ojos» —dijo.

—Bébeme tan sólo con tus ojos —repitió Sheng lleno de asombro—. ¿Qué significa eso?

—Eso quiere decir —comentó Charlie— que cuando los ojos de una mujer miran los tuyos no necesitas beber vino.

Sheng no dijo nada más. Escuchaba las incomprensibles palabras y la voz clara y melodiosa. Se estremeció. «Ciertamente —se decía— cuando Mayli me miraba a los ojos era como si yo hubiese bebido vino: una corriente de calor corría por mis venas».

Cuando el canto concluyó, Sheng se puso en pie.

—¿Dónde vas? —le preguntó Charlie, viendo que se iba.

—A ocuparme de lo mío —contestó Sheng secamente. Y se abrió paso entre los soldados que estaban escuchando, unos sentados y otros echados en el suelo. Cuando se hubo alejado un buen trecho, extendió su manta bajo un árbol, se tendió sobre ella, envolviéndose hasta la cabeza y quedóse inmóvil, sufriendo cruelmente su desamparada soledad.