Mayli estaba muy atareada ocupándose de las mujeres. Ella, que durante su vida no había trabajado nunca, ahora se daba cuenta de la verdadera satisfacción que produce estar ocupado en algo. Aunque, a decir verdad, la mitad de esta satisfacción era debida al sentimiento de orgullo que le producía el tener bajo su responsabilidad la vida de estas mujeres. Le complacía mandar a los demás, y en secreto se reía de sí misma porque se reconocía esa debilidad Para justificarse ante sus propios ojos, ponía especial cuidado en que nadie pudiera quejarse de que sólo servía para mandar a las demás, pero que nunca se la veía trabajando en ninguna tarea. Por eso, sí debía ordenar el arreglo de una habitación o la limpieza de un patio, ordenaba a sus muchachas:
—¡Veamos si entre todas me sacan esta porquería!
Y, al mismo tiempo que daba la orden, empezaba poniéndose al trabajo.
Fuese cual fuese la tarea en que se ocupara, Pansiao siempre estaba a su lado, y era feliz con sólo disfrutar de su compañía. Nunca se quejaba de nada. Era una de esas muchachas que son niñas durante toda su vida. Así, se daba el caso de que ignoraba completamente para qué servía la guerra, cosa que tampoco le importaba saber. Había casi olvidado su casa paterna y a sus mismos padres. Cuando Mayli se dio cuenta de eso, se impuso la obligación de hablarle de cuando en cuando de Ling Tan y de Ling Sao, de sus hermanos, de Jade y de los niños. La carita redondeada y graciosa de Pansiao se iluminaba con una sonrisa cuando Mayli le hablaba de los miembros de la familia, pero pronto desaparecía aquella sonrisa para dar paso a una seria y atenta expresión de gravedad.
—¿Te acuerdas? —le preguntó un día Mayli mientras lavaban su ropa en un estanque—. Cerca de tu casa también hay un pequeño estanque. Según me contaron, fue hecho por una bomba. Cuando yo lo vi, vivían peces en él.
—¿Un estanque en casa? —preguntó Pansiao, confusa y perpleja—. Yo no lo recuerdo. ¿Yo lo había visto?
—Quizá no lo hayas visto —dijo Mayli—. Pero de la pequeña fuente del patio, con sus peces dorados, te acuerdas, ¿verdad?
Pansiao no contestó. Dejó de frotar la chaqueta contra la piedra en que la había envuelto y miró a Mayli dulcemente.
—¿No te acuerdas del patio, de la mesa y de la pérgola de cañas y de lo fresco y agradable que se estaba en verano?
—Sí, lo recuerdo —dijo lentamente, mientras sus ojos expresaban pesar—. No llego a precisar exactamente sus caras —añadió en voz baja—. La que mejor recuerdo es la de mi hermano, porque siempre montábamos juntos en el búfalo, cuando lo llevábamos a pacer por el monte. En cambio, la de mi madre no puedo recordarla, por más que me empeñe. Sé que era delgada y fuerte y que siempre hablaba en voz muy alta. Me es imposible recordar nada anterior a la noche en que huimos de casa y nos refugiamos en el colegio de la profesora extranjera.
Los ojos de Pansiao parecían como si quisieran alcanzar algo remoto, y Mayli comprendió que realmente la memoria de la muchacha se había apagado o interrumpido en el momento de emprender la fuga.
—No te esfuerces en recordar —le dijo amable—. Algún día volverás a verlos a todos, y los viejos recuerdos volverán a ti.
Pansiao se puso a reír repentinamente, con risa infantil.
—Desde luego, volveré a recordarlo todo —dijo, y siguió lavando la chaqueta. Sus golpes sobre la ropa mojada hacían saltar gotitas de agua. Si caían en sus finas pestañas, relucían como diminutas perlas o rodaban por sus mejillas como lágrimas.
Poco después, siguió diciendo:
—A quien recuerdo perfectamente es a mi tercer hermano, a Sheng ¿sabes? Cuando niño era muy malo y tenía muy mal genio. Todos debíamos ceder ante él. A mí me daba miedo, y eso que cuando corríamos solos por las colinas siempre recogía bayas para mí. Muchas veces me decía que huiría de casa.
Mayli retorció la chorreante guerrera azul y volvió a sumergirla en el agua del estanque. Al cabo de un instante, preguntó:
—¿Huir? ¿Para qué?
—No me lo dijo nunca —contestó Pansiao riendo—. Ni él mismo lo sabía. Quizá sería para asustarme simulando que tenía un plan, pero, en realidad, no tenía ninguno.
—Lo mismo da —replicó Mayli—. Ahora todos tienen el mismo plan: luchar hasta vencer al enemigo y expulsarlo de nuestra tierra.
—Sí —contestó Pansiao alegremente—. Pero tanto su expresión como el tono de su voz denotaban que no tenía conciencia exacta de lo que la guerra significaba.
En medio del caos en que vivía, había aprendido a repeler lo que odiaba o temía, de forma que cuanto sucedía a su alrededor le era indiferente o le pasaba inadvertido. Trabajaba siempre y ejecutaba con gusto y alegremente todo lo que Mayli le ordenaba. Ayudaba a cocinar, lavaba y remendaba y atendía con especial cuidado a los enfermos, conquistando en seguida la simpatía y el cariño de todos con su gracia. Pero, en cuanto se pronunciaba la palabra guerra, aparecía en su rostro una expresión de ausencia, como si se hallara dormida, y sus ojos vagaban huidizos de uno a otro lado. Otra característica suya era la de no saber distinguir entre lo correcto y lo que era preferible no hacer. Si veía algún objeto que le gustaba, se lo apropiaba. Mayli descubrió esta particularidad un día que salió con ella y tres compañeras suyas para comprar hilo de coser, medias de algodón y algunas pequeñas menudencias. Mientras transitaban por las calles de la ciudad, se detuvieron ante una pequeña tienda para mirar unas flores de papel para el cabello que se exhibían en el escaparate. No pensaban comprarlas, pues ninguna utilidad tenían ahora esos adornos. Pero se quedaron contemplándolas buen rato, pues no en vano eran mujeres. Además, eran dignas de ser contempladas, pues estaban muy bien hechas. Pequeñas mariposas colgaban sobre las flores como si estuvieran revoloteando, sostenidas por unos alambres dorados. Sus alas estaban rodeadas de plumitas azules de martín pescador. Después de haber contemplado durante buen rato las flores, continuaron su camino. Pocos pasos habían andado, cuando oyeron que les seguía un gran griterío. Se volvieron y vieron que la dueña de la tienda corría tras ellas, chillando y señalando a Pansiao.
—¿Qué le pasa? —preguntó Mayli a la tendera. Pero ¿cómo comprender lo que le decía, si no entendía su idioma? La mujer no dejaba de gesticular, tirando del vestido y los botones de Pansiao. Las demás mujeres corrieron a proteger a su compañera. Pero, en el momento en que tiraba del botón de la chaqueta de Pansiao, aparecieron dos de aquellos adornos.
—¡Pansiao! —exclamó Mayli, sorprendida—. ¿Qué has hecho? No he visto que las pagaras.
Los labios de Pansiao se estremecieron. Replicó:
—Pero si yo no tengo dinero. ¡Nunca me han dado dinero a mí!
—Entonces, ¿por qué te has llevado esas flores y nos has avergonzado a todas? —la riñó Mayli.
Las tres enfermeras guardaban silencio gravemente, pues una de las consignas que les habían recomendado con mayor insistencia, lo mismo que a los soldados, era que no debían coger nada sin pagarlo. Sólo la joven viuda alargó la mano y acarició el brazo de Pansiao, preguntándole con voz conciliadora:
—Dinos, ¿por qué cogiste esos adornos?
Pansiao se puso a llorar y dijo entre sollozos:
—¡Son tan bonitos! Yo no tengo nada bonito, nada tengo que sea mío.
—¿Quién necesita cosas bonitas, ahora? —murmuró An-lan en tono amargo.
Pero Hsieh-ying interrumpió con violencia:
—¿Por qué no puede tener esas insignificancias miserables, si las desea? ¡Veamos! —añadió volviéndose a la tendera—, ¿qué valen esas malditas flores?
Sacó de su bolsillo unas cuantas monedas y la tendera le indicó una de plata, que era la más pequeña. Hsieh-ying se la entregó, mirándola con enojo. Sus espesas cejas negras, que le daban un aspecto de seriedad, ofrecían notable contraste con su cara risueña, de sonrosadas mejillas. La tendera, quizá impresionada por la expresión ceñuda de Hsieh-ying, se alejó precipitadamente. Pansiao seguía sollozando y la viuda cogió las flores y las puso en su cabello.
—No llores más. Ahora son tuyas. Por cierto que te sientan muy bien.
Pansiao levantó las manos y, al encontrar las flores en su pelo, cesó de llorar inmediatamente. Concluido el incidente, prosiguieron el camino.
Mayli no volvió a hablar del asunto, pero desde aquel día vigiló a Pansiao y en más de una ocasión la sorprendió apropiándose pequeños objetos o cosillas fútiles: un peine, un carrete de hilo, etc. Un día encontróse a faltar el pequeño bolso de costura que le había regalado Liu Ma. Fuese al encuentro de Pansiao y le dijo:
—¿Quieres devolverme mi bolso? Lo necesito para remendar la guerrera.
Pansiao corrió en busca de él y se lo entregó con la mayor naturalidad, demostrando a Mayli que la muchacha realmente no tenía noción de que cometía un delito quedándose con lo que no era suyo. En consecuencia, previno a todas sus compañeras que si les faltara algo no culparan a Pansiao, pues cometía tales actos con la más absoluta inocencia, incapaz de comprender que cometía una mala acción. Y les recomendó que se limitaran a pedirle lo perdido o a quitárselo sin que ella lo notara: la guerra había herido o mutilado a muchos en su cuerpo; a Pansiao la había herido en su mente.
Cuando nadie la culpaba, Pansiao era feliz, alegre y estaba dispuesta a hacer cuanto le ordenaran con la mejor voluntad. Pero cuando oía hablar de la guerra, sus ojos se velaban en una expresión de ausencia.
Entretanto, los días iban transcurriendo rápidamente. Las mujeres estaban acampadas lejos de los hombres y Sheng y Mayli no tuvieron ocasión de encontrarse ni supieron nada de su mutuo paradero. Sin embargo, cada cual soñaba con el otro, aunque sus sueños eran sólo de añoranza y exentos de todo deseo, porque la guerra, por sí misma, altera de tal modo el corazón que ensombrece cualquier otro sentimiento: en su transcurso los acontecimientos, sean amargos, sean placenteros, pierden su intensidad y sutileza. Y por este motivo ni Sheng ni Mayli tuvieron la menor intuición de que estaban separados por una milla de distancia.
Aunque las mujeres están más predispuestas a esperar que los hombres, la misma inquietud que dominaba al ejército empezó a cundir entre las enfermeras. El doctor Chung, a fin de hacer más llevadera la espera, empezó a visitar a los enfermos de la ciudad, que por cierto eran bastantes. Cada mañana inspeccionaba el equipo de las enfermeras y comprobaba las condiciones higiénicas de los emplazamientos ocupados por los soldados y las enfermeras. Mayli le ayudaba y, si alguna de éstas se sentía indispuesta, informaba al doctor y la sustituía. Un día, mientras charlaban, Chung le dijo:
—No puede usted imaginarse cuánto me irrita y contraría tener poco trabajo, sobre todo cuando veo lo mucho que podría hacerse en esta ciudad, prestando cuidados médicos a muchos infelices. ¿No se ha fijado usted en la cantidad de niños que tienen los ojos enfermos? ¿Y en cuántos escrofulosos y mendigos llenos de úlceras? No podemos hacer uso de los medicamentos destinados a nuestros probables heridos, pero podríamos recomendar algunos remedios a base de hierbas, aunque sólo fuera para mitigar tanta miseria como aparece por todas partes.
—Es una buena idea —contestó Mayli.
A partir de aquel día, todas las mañanas, durante tres o cuatro horas, Mayli permitía la entrada a todos los enfermos de la población. El doctor los visitaba, y dentro de sus posibilidades, hacía cuanto podía para mitigar sus males. Las enfermedades más corrientes eran la disentería y la malaria. Las de los ojos y las llagas podían curarse a base de pocos medicamentos. A veces se encontraban en el caso de una pierna que debía ser amputada, o de un tumor canceroso. Otras, con alguna mujer que tenía la matriz enferma a consecuencia de un parto retrasado o cosa similar. En estos casos el doctor se sentía tentado de hacer uso de las medicinas reservadas para el ejército, intentando así salvar una vida. Pero había un motivo que le hacía triunfar de sus tentaciones: los pacientes se negaban a ser operados.
—¿Cortarme la pierna? —exclamaba un hombre cuya pierna estaba gangrenada—. He venido aquí para que me curen, pero no a dejar una pierna.
Todos afirmaban que no podían ser enterrados con un miembro menos, pues, en este caso, sus antepasados no los reconocerían.
Mayli también acabó contagiándose de la inquietud e impaciencia del doctor Chung.
—Eso no es trabajo —decía el doctor con aire mohíno todos los días, después de haber lavado ojos y limpiado úlceras—. Para eso no era preciso moverse de casa. Creía haber salido para tomar parte en una guerra…
—Pero ¿por qué no avanzamos?
—Yo también me pregunto lo mismo —contestó el doctor balanceando la cabeza.
Pao Chen no hablaba ni escuchaba a los que le dirigían la palabra. Desde la mañana a la noche permanecía sentado ante la mesa de su dormitorio, redactando quejas que cursaba al general, al Presidente, a los periódicos e incluso al americano. A veces escribía sentado en cuclillas sobre la cama. Por tal motivo, le llamaban «el Buda escritor».
Una noche, Li Kuo-fan, conocido como Charlie, acercóse a Mayli y le dijo:
—Mañana salgo, pero estaré de vuelta dentro de unos quince días, poco más o menos.
—¿Y si nos marchamos antes de su vuelta? —preguntó Mayli.
—No hay peligro —contestó con aspereza—. Me parece que estamos atascados como camellos en medio de una tempestad de nieve.
Desde que se conocieron, había nacido entre ellos una especie de amistad, y ahora, siempre que le era posible, se llegaba hasta el campamento de las enfermeras, se acercaba a Mayli y hablaban mientras ella seguía con su trabajo.
—¿Dónde va? —le preguntó Mayli.
Se llevó las manos a la boca y murmuró:
—Me envían…
Mayli hizo un gesto de asombro, mientras él seguía diciendo:
—El general está cansado de una espera tan larga. Ayer dio orden a cincuenta de nosotros para que salgamos de exploración.
De pronto, se sonrojó y dijo en inglés:
—Vigile a su hermanita.
—¿Mi hermanita? —repitió Mayli, asombrada, y al mirarle vio que tenía los ojos puestos sobre Pansiao, que cosía, sentada en un banco. Entonces comprendió el sentido de sus palabras y, con un gesto significativo, dijo simulando enfado:
—Así, pues, viene usted rondando por eso… ¡Y yo pensando que venía a verme…!
—Yo no me atrevería a poner mis ojos sobre usted —le contestó con rudeza—. Usted es una señora y yo soy hijo de gente vulgar y ordinaria.
Mayli pisoteó el suelo, arrojando con el pie polvo sobre Charlie. Quitóse el delantal y lo sacudió en la cara de Charlie, alejándose riendo. Cuando éste estuvo fuera meditó en lo que le había manifestado y se dio cuenta de que él también estaba inquieto e impaciente. Miró a Pansiao, y ésta, como si hubiese sentido su mirada, alzó los ojos y se sonrojó.
—¿Ves a Charlie Li cuando viene? —le preguntó.
—A veces, sí —contesto Pansiao, poniéndose de mil colores.
—¡Ah, ah! —exclamó Mayli alegremente, y, acercándose a la muchacha, le golpeó suavemente las mejillas, riéndose.
—Es que se parece algo a mi tercer hermano —musitó Pansiao para justificarse.
—No, no se parecen —dijo Mayli—. No se parece en nada a Sheng. Él es mucho más apuesto que Charlie.
—¿Sí? —preguntó Pansiao—. Entonces debo haberlo olvidado. —Y suspiró. Mayli tiró cariñosamente de la nariz de Pansiao y volvió a reír.
Diecisiete días más tarde, Charlie Li se acercó a rastras al puesto fronterizo donde un soldado inglés estaba de centinela. Engañarle era muy fácil. Ninguno de los ingleses que había encontrado durante esos días sabía apreciar la diferencia entre un chino, un birmano o un japonés, a no ser por la indumentaria. En varias ocasiones le habían pedido que se quitara los zapatos y mostrara los pies. Su dedo gordo no se separaba de los demás, y, en consecuencia, le permitían el paso, pues vestía como un birmano y birmano parecía. Sin embargo, los japoneses habían encontrado forma de burlar este inconveniente, recurriendo a medios que permitían que los dedos de los pies se mantuvieran unidos. Charlie se encontró cuatro veces con los enemigos, y en dos tuvo que matar para salvarse. En cambio, a los ingleses había conseguido burlarlos completamente, a base de su disfraz y haberse ennegrecido la cara para semejarse al tipo de los birmanos. Llevaba una túnica de sacerdote. Estaba a punto de pasar cuando el soldado le detuvo, apuntándole.
—¡Manos arriba! —le ordenó—. ¿Qué llevas ahí, en el pecho?
Charlie extrajo una escudilla para las limosnas, a la que había recurrido durante todo su viaje.
—Thabeit —dijo con sonrisa maligna.
Era el nombre birmano de la escudilla para limosnas.
—Sigue tu camino, mendigo —dijo el inglés, permitiéndole el paso.
Y así Charlie pudo salir, de modo tan sencillo, de la otra parte de la frontera dominada por los ingleses, y continuar su camino de regreso, mientras la cólera roía su corazón pensando en la sencillez con que un enemigo podía haber hecho lo mismo que él. ¡Qué estúpidos eran los blancos! Confiaban mucho en sí mismos, pero eran incapaces de distinguir a un amigo de un enemigo. Y volvió a acometerle la antigua duda de si sería posible vencer con tales aliados.
Con el ánimo sombrío y el entusiasmo enfriado llegó al pueblo de donde saliera. Era cerca de medianoche, dirigióse directamente hacia el alojamiento del general. Se decía a sí mismo que, en caso de que ya estuviera durmiendo, lo haría levantar; pero, al acercarse, vio luz en la ventana de su habitación y pronto distinguió su figura sobre un mapa que había sobre la mesa. A su alrededor estaban Sheng, Pao Chen, Yao Yung y Chen Yu.
—¡Alto! —gritó el centinela que estaba junto a la puerta.
—No me des el alto, que traigo noticias —dijo Charlie.
—¡Dame la contraseña!
La contraseña se cambia cada día. ¿Cómo podía saberla Charlie? En lugar de atenerse a lo que se le ordenaba, llamó a gritos al general.
—¿Qué significan esos gritos? —preguntó el general.
Charlie se acercó a la luz. El general le reconoció y dio la orden de que pasara. Al entrar en la habitación todos rieron de su aspecto. Realmente, parecía un sacerdote birmano.
—Parece como si jugáramos —dijo Cheng sonriendo, burlón—. Los espías van llegando por turno, uno tras otro.
—De los cincuenta que salieron, han llegado dieciséis —subrayó el general—. Y, ahora, vengan las informaciones que traiga.
El general se sentó detrás de la mesa, invitando a sentarse a los comandantes. Charlie, mirando alternativamente los rostros de cada uno de sus oyentes, relató lo que había presenciado.
—Fui a Rangún, por ser el centro de la batalla.
El general encendió un cigarrillo, mientras asentía con un gesto. Los músculos de su cara se acusaban tensos bajo la piel.
—Usted ya sabe, señor, que Rangún es una ciudad gobernada por los blancos —siguió diciendo Charlie con voz tranquila y echando chispas por los ojos—. Tiene muchos y grandes establecimientos de comercio, pero todos son de los blancos. También hay muchos colegios, pero son destinados a los que más tarde serán empleados y administradores al servicio de los hombres blancos.
—Bien —afirmó el general.
—Pero los blancos ya no están allí. Han huido de la ciudad y se han refugiado en el monte, durante unas semanas (según dijeron a sus servidores); hasta que la guerra haya concluido.
Las carcajadas de los comandantes interrumpieron sus palabras.
—¡Unas semanas… y la guerra terminada! —comentó Chen Yu, con desdén.
—Continúe —ordenó el general.
—En la ciudad hay un templo con un altar de oro donde se guardan dos cabellos de la cabeza de Buda —prosiguió Charlie—. ¡Durante todo el día los peregrinos suben y bajan sus escaleras sin cesar! Para ello se quitan los zapatos, pues incluso los peldaños son sagrados. Según dicen, ahora no asisten ni la mitad de los que antes acudían.
—Dejemos el altar —dijo el general, encendiendo otro cigarrillo— y díganos cómo está el puerto. ¿Está bien defendido?
—No está bien defendido; mejor dicho: apenas cuenta con defensas. Las que yo he visto son débiles y más que insuficientes. El puerto es muy grande. Se me ha dicho que, cuando se acerca la siega del arroz, hay más movimiento de gente en ese puerto que el que se produce durante un año entero en el de Nueva York. Esta región es de un valor enorme para los blancos por su arroz, su petróleo, sus metales y sus maderas finas, como la teca, que es mucho más dura que el roble, y…
—¿La ciudad no tiene ninguna defensa? —insistió el general, interrumpiéndolo.
—Ninguna —confirmó Charlie—. He oído otras muchas cosas nada buenas. A lo largo de los muelles han puesto altas alambradas, con puertas que se cierran con grandes candados. De momento, pensé que eran defensas contra el posible desembarco enemigo, pero no me explico cómo pude suponer semejante tontería, pues hasta los blancos deben estar enterados de que los japoneses no llegarán por mar, sino por tierra. Pero después supe que estas alambradas no servían de defensa contra el enemigo. Estaban destinadas a los coolies que descargan los barcos. Los blancos, temerosos de que cuando la ciudad fuese bombardeada, esos infelices e ignorantes trabajadores huyeran al monte y no quedara nadie para descargar los buques, ordenaron la construcción de esas alambradas, y, cuando los japoneses volaban sobré la ciudad, las puertas eran cerradas con candados, a fin de que los coolies que trabajaban en los muelles no pudieran escapar.
—¿Y se morían? —preguntó Sheng.
—Sus cuerpos son de carne y hueso como los nuestros —contestó Charlie.
Todos permanecieron callados durante unos momentos. Finalmente, el general dijo:
—Continúe.
—La gente del país vive muy miserablemente y una gran parte sufre enfermedades del pecho. Oí decir que allí moría más gente por tener los pulmones podridos que a causa de las bombas, y eso que en el último mes, en un solo bombardeo murieron más de mil personas.
—Continúe —replicó el general—. Continúe. ¿Podemos hablar de los hombres que están muriendo actualmente? Dígame: ¿ha visto provisiones para nuestro ejército en los aeródromos?
—A cientos de toneladas. Procedían de América. Aeroplanos embalados, aguardando a ser transportados a través de la Gran Ruta.
El general encendió otro cigarrillo. Esta vez su mano temblaba.
—¡Nunca llegarán! —masculló—. ¡Todo se perderá! El material indispensable que hemos estado esperando durante tantos meses… se perderá. Los japoneses tomarán Rangún antes de que haya llegado a nuestro poder. ¡Seguro que antes habrán tomado Rangún! —afirmó—. Sus aviones vuelan incesantemente sobre la ciudad como los cuervos en torno de un animal muerto y dispuestos a devorarlo. Rangún es el corazón de Birmania.
—Dejará de serlo dentro de muy pocos días —dijo Charlie en voz baja—. Puede concederles un poco más de tiempo y se habrá perdido. Los blancos no la retendrán.
El cigarrillo del general resplandeció vivamente a consecuencia de la profunda chupada que le dio.
—¿Por qué no la retendrán?
—Los hombres blancos no la retendrán —dijo Charlie, dejando de hablar con la suavidad con que hasta entonces lo había hecho—, porque se disponen a retroceder.
Los comandantes prorrumpieron en maldiciones. El general estrujó el cigarrillo.
—Así afirmé que sucedería —dijo irónicamente—. No debemos sorprendernos.
—Y nosotros, ¿continuaremos? —preguntó Yao Yung, joven delgado, que había dejado una esposa y tres hijos.
—Esperad —dijo el general con voz tan recia que todos quedaron sorprendidos—. ¿No ha quedado ningún blanco en la ciudad?
—Muy pocos. He oído decir que uno de ellos sigue en los muelles con sus hombres y que le acompañan su esposa y sus dos hijos. Mientras está con los trabajadores, éstos siguen descargando los buques.
—¿Son cobardes los blancos? —preguntó el general.
—No, no lo son —dijo Charlie lentamente—. No son cobardes, pero ¿serán tontos…? No han sabido prepararse y han abandonado a la gente en la más completa confusión. —Se inclinó hacia delante, enlazando sus manos sobre las rodillas—. Los japoneses van haciendo propaganda por medio de la radio y repiten en lengua birmana que vienen a libertarlos de los blancos y del dominio que tienen sobre ellos; les aconsejan que no deben temer a los japoneses, porque sólo quieren ayudarlos. ¿Qué han replicado los blancos a esta propaganda malévola? También han radiado unos mensajes asegurando que lo que decían los japoneses eran falsedades con las que querían conquistarse el pueblo y predisponerlo en contra de los blancos. También les aconsejaban que no creyeran los rumores. Pero todo lo decían en inglés y la gente no lo entendía.
Los comandantes sonrieron amarga e irónicamente.
—Yo preferiría que fueran cobardes, pero listos —dijo Sheng—. Los cobardes sólo piensan en huir, pero los tontos se quedan para contemplar sus propias torpezas.
El general callaba, con la cabeza entre las manos.
—¡Pueden retirarse! —les dijo finalmente—. ¡Váyanse todos y déjenme! ¡Quiero meditar! ¡Pao Chen! Quédese, por favor. Escribirá un mensaje para el Supremo. Volveré a insistir para que resuelva lo que debemos hacer.
Los comandantes se levantaron, se cuadraron ante el general y salieron de la habitación. Charlie les siguió, pero al llegar junto a la puerta el general le dijo algo significándole su agradecimiento.
—No me olvidaré de usted.
—Entonces, mándeme de nuevo —contestó Charlie alegremente, volviendo a saludar, mientras su ajada túnica de sacerdote se agitaba en el aire.
El general sonrió y le dijo.
—Vuelva a ponerse el uniforme. ¡No engañará a nadie que sepa la diferencia que hay entre un sacerdote y un soldado!