Nadie puede imaginarse cuán difícil resulta tener a unos hombres ansiosos de entrar en combate y mantenerlos quietos en una espera indefinida. Aquella noche Sheng habló muy poco con el general, pues comprendió que su superior tenía la misma información que él, es decir, nada. Salió preocupado y pensativo, dejando al general ante la mesa como una estatua de piedra.
Durante los siguientes días no pasaba momento sin que alguno de sus soldados le preguntara cuándo saldrían nuevamente. Se le acercaban con cualquier pretexto y con la máxima cortesía, pero siempre andaban formulando la misma pregunta: «¿Cuándo combatiremos?». Sheng no podía contestar más que la verdad, esto es, que él tampoco lo sabía. Los soldados le miraban asombrados y alguno, más atrevido, se atrevía a indicar:
—¿Por qué no se informa, Hermano Mayor? ¿No podría preguntárselo al general?
—Tampoco lo sabe —contestaba Sheng simplemente.
Los soldados se alejaban mohínos, y rezongando, pues no se les había enseñado que debían permanecer callados ante sus jefes. Cada uno de ellos se respetaba a sí mismo y se consideraba capacitado para luchar por su propia iniciativa. Esos soldados no podían comprarse al precio que el enemigo pagaba a sus tropas, calladas y sumisas. Los hombres de Sheng sólo luchaban bien cuando sabían por qué luchaban. Estaban acostumbrados a hablar y comentar entre sí y siempre que les ocurría algo lo exponían a sus jefes, pues se consideraban hombres libres que luchaban como tales.
Precisamente por considerarse libres, ahora se sentían enojados y maldecían de la demora injustificada y protestaban contra sus superiores. Todos estaban de acuerdo en que debía marcharse hacia el interior de Birmania, sin pensar ni entretenerse en cortesías, esperando la llegada de la invitación de los ingleses, con lo que sólo sé producían inútiles dilaciones.
—¿Qué maldito motivo nos detiene? —oyó decir un día Sheng a uno de sus soldados. Era mediodía, después de la comida, y los muchachos se paseaban entre los barracones, perdiendo el tiempo. Algunos soldados se entretenían remendando sus sandalias de paja, otros se afeitaban entre sí o fumaban cigarrillos. La mayoría no hacía nada, sencillamente nada. Sólo se oían voces rudas y risas. De pronto surgió una voz más potente que las demás, se produjo un murmullo y todos callaron escuchando. Después de hablar, el soldado se quedó parado, con la mirada fija en el suelo, pisoteándolo con furia. Sheng se quedó mirándolo. Era alto, fornido y hablaba con el acento gutural propio de los hombros del Norte.
—Usted no está más impaciente que yo —le dijo Sheng.
—Usted tiene un cargo importante, Hermano Mayor. Yo, en cambio, no soy más que un soldado. Si yo fuera tan importante como usted, no esperaría más.
La cara del soldado se contrajo sonriendo y en sus brillantes ojos asomó una expresión entre irónica e impaciente.
Sheng, alejándose, dijo:
—No soy tan importante para hacer lo que más me gustaría.
Cada día aumentaba el resentimiento entre los soldados impacientes. Se producían discusiones por la menor bagatela, no sólo entre ellos, sino también con la gente de la población. Buena parte de aquellos muchachos olvidóse de sus votos y empezó a comportarse indebidamente con las mujeres y a convertirse en clientela de las prostitutas, que, ante el aumento de demanda, subieron las tarifas. Se quejaban por el menor motivo. Por otra parte, las pocas noticias que llegaban del Sur, por los que habían podido escapar, eran más que desconsoladoras. Al parecer, los ingleses seguían replegándose en masa a lo largo del río Salween y los japoneses ya lo habían cruzado en su parte inferior, apoderándose de la ciudad de Martaban. La plaza de Paan todavía seguía en poder de los ingleses, que la conservaban a base de sostener un nutrido fuego sobre los barcos japoneses, pero era muy probable que no pudieran seguir reteniendo esta posición.
Sheng escuchaba los comentarios al lado de sus soldados, cuyos rostros se ensombrecían oyendo noticias tan poco satisfactorias.
—Martaban no es realmente muy importante —dijo un día un mercader ambulante a Sheng, mientras le vendía una toalla—. Pero Martaban es el puente que los japoneses necesitan para llegar hasta Thailandia. Si consiguen ese puente podrán unirse sus dos ejércitos y formar uno solo y muy potente.
Sheng aprovechó la oportunidad e interrogó extensamente al mercader. Era un nativo de la India y formaba parte de las castas inferiores. Había viajado mucho y era tan perfecto cosmopolita, que sabía adoptar el aspecto de los naturales del país donde se hallaba. Era inteligente y de una comprensión rapidísima.
—¿Por qué los ingleses no nos permiten meternos en Birmania? —le preguntó Sheng con manifiesta franqueza.
El hindú se inclinó hacia delante, entrelazando las manos sobre sus desnudas rodillas, y respondió:
—Los ingleses no quieren que los birmanos vean a los chinos armados con fusiles extranjeros y luchando bajo las órdenes de sus mismos jefes.
La expresión del rostro del mercader pareció como si se hubiera convertido en una máscara del odio, y dijo casi en un susurro.
—Los ingleses perderán Birmania. El mismo pueblo irá contra ellos. Ésta es la gran oportunidad para que todos nosotros nos libremos de su yugo.
Y, mientras decía estas palabras, la saliva se escurría por entre sus dientes apretados, como si fuera espuma. Sheng sintióse impresionado y retrocedió unos pasos, a la vez que le preguntaba:
—Usted no es birmano; ¿cómo, pues, siente tanto odio y desprecio contra los ingleses?
—El pueblo de aquí no odia bastante a los ingleses. ¡Si usted conociera la India, sabría cómo los odiamos!
Sus manos se estrecharon con más fuerza a sus rodillas; parecía un auténtico poseído.
—Pero, según veo, los birmanos tampoco quieren a la India —le dijo Sheng—. También quieren separarse de ustedes.
El mercader alzó rápidamente los hombros y su mirada expresó un profundo desprecio.
—Es que recuerdan a Saya San —contestó.
—¿Saya San?
A modo de información, el mercader produjo un chasquido con dos dedos de una mano, como dando a significar la poca importancia que confería a este personaje.
—No era nadie, ni nada representaba —añadió a continuación—. Era un ignorante de Tharrawaddy. Empezó bastante bien: mató a un funcionario. Pero sus partidarios, que eran muy ignorantes, desde entonces han ido contra mi país. La causa la ignoro, pero puedo afirmarle que es injustificada.
Y con sus dedos hábiles y largos volvió a arrollarse el turbante que antes había desatado. Y dijo:
—Los birmanos son muy ignorantes. Saben leer y escribir, pero a pesar de ello son ignorantes. Estiman más la risa que la libertad.
Hizo una mueca que puso al descubierto sus dientes blancos y brillantes, y prosiguió:
—También odian a los chinos, aunque tampoco sé el motivo. Ni los mismos dioses saben nada de los birmanos. Pero algo sé positivamente: esa gente no ayudará a los ingleses.
La expresión de su cara volvió a normalizarse. El enojo desapareció. La única vez que repitió la palabra ingleses la dijo con voz apenas perceptible, como si revelara parte de un pensamiento secreto, y sus ojos llamearon iracundos. Pero ya no volvió a decir palabra alguna y, después de cargarse el bulto a la espalda, continuó su camino.
Todos los soldados oían también informaciones y comentarios parecidos. Viendo que la tropa prestaba oídos a estas murmuraciones, el general llamó a sus oficiales y les dijo:
—Si permitimos que eso continúe, conseguiremos nuestra derrota antes de luchar contra el enemigo.
Era un atardecer del mes de febrero. Pero el calor era tan bochornoso como en el mes de junio, cuando todavía estaban en sus casas. En el techo de la habitación donde se hallaban reunidos, apareció una lagartija que salió de las rendijas de una viga. Corrió a lo largo de la pared y con su lengua fina atrapaba los mosquitos con pasmosa celeridad. Sheng escuchaba al general, pero no apartaba la vista de la lagartija.
En el grupo había un nuevo oficial a quien Sheng no había visto hasta entonces. El general seguía diciendo:
—He pedido a nuestro hermano que viniera a fin de que nos informara directamente sobre nuestros aliados extranjeros y nos aclarara una serie de dudas. Tal vez así podremos comprender la espera y aguantarla con más paciencia.
Cuando el general hubo pronunciado estas palabras, el oficial se levantó. Era muy apuesto, de cara suave y rasgos delicados. No parecía hombre de instintos bélicos, pero, sin embargo, al fijarse en sus labios, se descubría un trazo firme que revelaba un carácter íntegro y enérgico. Sus manos eran delicadas y cuando hablaba las movía sin cesar.
—Soy vuestro colega más joven de Kwangsi —dijo. Su voz era grave y muy segura de sí misma—. Mis hombres y yo hemos llegado a pie. No disponemos de camiones y ni siquiera tenemos una mula. Hemos arrastrado, como hemos podido, nuestra artillería. Así atravesamos los estados de Saam, pues éramos portadores de un mensaje de nuestro Presidente. Nos presentamos ante el jefe de los ingleses para notificarle nuestra llegada. Le dirigí un saludo en nombre de nuestro Presidente y le transmití sus palabras: «Si Birmania desea nuestra ayuda, inmediatamente le mandaremos miles de soldados».
—¿Y qué contestó el inglés? —preguntó el general.
—Me contestó con mucha cortesía y afabilidad y, según tradujo el intérprete, dijo que ya tenía conocimiento de que Habían llegado muchas tuerzas chinas a Birmania y que estaban esperando instrucciones. Se complacía mucho en saberlo, así como también le complacía saber que podía contar con muchos más refuerzos en caso de necesitarlos.
—¿Y no dijo nada más? —preguntó el general.
—Nada más —contestó el oficial—, fuera de las palabras que empleó para designarnos como puesto para acampar el territorio de las montañas, alegando que nuestras armas eran más apropiadas a esta zona. Allí tendremos que aguardar.
Todos habían seguido con mucha atención las palabras del oficial, pero cuando oyeron la palabra «aguardar» se rompió su inmovilidad y una expresión idéntica apareció en sus rostros. Eran muchachos fuertes, entrenados y bien dispuestos a la lucha, y «esperar» representaba para ellos un verdadero tormento.
—Pero, según me han informado, en el Sur están empeñados en una batalla muy dura —observó el general—. ¿Acaso los ingleses quieren luchar solos?
—También cuentan con tropas indias, pero están bajo las órdenes de oficiales ingleses.
—Y, mientras nosotros seguiremos esperando, se perderá el Sur de Birmania —añadió el general.
—Me han asegurado que, mientras sea posible, se defenderá Rangún —expuso el joven oficial.
—El Norte debe ser defendido, cueste lo que cueste —subrayó el general— y no solamente «mientras sea posible». Suponiendo que caiga el Sur, hay que evitar que el Norte de Birmania también caiga. De lo contrario, nuestro país estará totalmente rodeado por el enemigo.
Se produjo un largo silencio. Los oficiales seguían sentados, con sus miradas perdidas en el vacío y con expresión lúgubre. La lagartija cayó al suelo y huyó asustada de su misma caída. El joven oficial volvió a ocupar su asiento. Poco después empezó a hablar de nuevo, sosteniendo la mirada fija sobre sus manos, fuertemente asidas alrededor de sus rodillas.
—Pregunté al inglés la causa por la que no habían solicitado que acudiéramos en seguida, ya que los planes de nuestra expedición fueron trazados por nuestros superiores en cuanto llegaron de la India. Me contestó que entraríamos en acción cuando todo estuviera a punto. Sus compatriotas luchaban en el Sur para ganar tiempo, a fin de que se nos preparasen bases y se construyeran aeródromos. Lo que podía entenderse como guerra principal se desarrollaría más tarde y seguramente de acuerdo con los planes concebidos anteriormente.
El general interrumpió el relato con una sonora carcajada y luego exclamó:
—Por nuestra parte, podemos luchar perfectamente sin esos potentes y lentos preparativos. ¡Incluso estamos acostumbrados a luchar sin preparación de ninguna clase!
Golpeó la mesa con los puños y, levantándose de pronto, empezó a pasear de un lado a otro de la habitación. Recordaba el mismo aspecto y efectuaba movimientos parecidos a los del Presidente. Paróse bruscamente y miró con fijeza a los oficiales, que le contemplaban en silencio, diciéndoles:
—Las noticias concretas que tengo son que nuestras tropas han tenido contacto con el enemigo en el extremo norte de Thailandia, donde intentaba cruzar el río al oeste de Chiengmai. Todavía no es el interior de Birmania. También sé que los japoneses están acumulando tropas en Chiengmai.
—¿Todavía están allí? —preguntó Sheng.
—Sí —contestó el general—, y deberíamos ser nosotros quienes los echáramos. Pero ¿cómo hacerlo, si el punto es tan distante?
Les miró impaciente y les dijo con dureza:
—No tengo nada más que decirles, absolutamente nada más… Yo mismo no sé nada. Pero, si dentro de pocos días no llegan instrucciones, pediré al Supremo que me releve del mando de esas tropas. Protestaré, por de pronto, de la espera a que nos someten. Y, ¿será posible que tengamos que esperar sentados como gallinas que empollan sus huevos, mientras cae Rangún?
Se dirigió hacia la puerta, saludando con un ademán. Todos se levantaron, alejándose gravemente y muy preocupados por las palabras pronunciadas por el general. ¿Dónde encontrarían otro superior que pudiera igualarse al que el Presidente les había designado? Aunque joven, podía considerarse como un veterano, pues había tomado parte en muchas guerras y se había especializado en la lucha en la montaña. Los soldados lo consideraban como el más valiente y de más empuje. Era muy difícil encontrarle sustituto.
Sheng regresó a su campamento. Su aspecto era tan sombrío que sus subordinados no se atrevieron a hablarle.
El general, una vez quedó solo, empezó a pensar en sus hombres. A veces podía ser duro y cruel, pero por sus soldados sentía tanta ternura como si se tratara de sus propios hijos. Sus vidas eran preciosas para él. Los conocía a todos: soldados y oficiales. Cuando pronunciaba sus nombres, inmediatamente recordaba sus rostros. No vacilaba ni un momento en arriesgar sus vidas si se trataba de conquistar terreno del enemigo; pero, en cambio, la pérdida de un solo individuo, en el supuesto que pudiera ser evitada, le ocasionaba profundo dolor. En más de una ocasión había llorado sus muertes a escondidas. Le era insoportable pensar que aquellos cuerpos sanos y fuertes, de los que se sentía orgulloso, yacían destrozados o mutilados. Y siempre decía que sólo no le importaba perder vidas cuando podía cobrárselas con creces sobre el enemigo.
Se sentó para beber té. Padecía siempre de una sed espantosa. Debido al clima, se tenía la sensación de que en cuanto uno acababa de tragarse una bebida, ya fluía a través de los poros en forma de sudor. Llegó hasta la puerta y la cerró con llave, luego avanzó hasta un rincón de la estancia y de un pequeño armario oculto en la pared sacó un aparato de radio muy pequeño. Para él era lo mejor de cuanto poseía. El instrumento no necesitaba alambres ni maquinaria para ser conectado con el éter. Él ni tan sólo tenía idea de la existencia de semejante cosa, hasta el día que se lo trajeron como botín, junto con otras cosas cogidas al enemigo, en una de las batallas en que tomó parte. No supo cómo hacerlo funcionar hasta el día en que, hallándose en casa del Presidente, vio un aparato igual y aprendió a manejarlo. Había dudado entre retenerlo para sí o entregarlo, pues había gran escasez de ellos. Pero, finalmente, pensó que le sería de mucha utilidad en la próxima campaña y decidió guardarlo para sí.
Ahora lo puso sobre el escritorio, abrió los mandos y conectó con varias ondas. Gracias a la magia de este aparatito olvidaba todas sus preocupaciones. Sentía como si su alma se desprendiera de su cuerpo y empezara a vagar por entre las nubes, a merced del viento. Tan pronto oía la suave armonía de una música dulce y melodiosa como el sonido de unas voces que hablaban en idiomas que ignoraba. A veces también, oía gemidos, silbidos y balbuceos que no parecían humanos. Y, de cuando en cuando, llegaban hasta él palabras que comprendía perfectamente, pues eran expresadas en su propio idioma o en japonés. Este idioma le era familiar, porque, durante su adolescencia, había vivido cinco años en el Japón, el plan de estudios. Precisamente por conocer a fondo este pueblo le temía y odiaba profundamente.
Desde Thailandia, a través del cielo del atardecer, le llegó el sonido de una voz áspera y metálica que gritaba en sincopadas sílabas: «¡Rangún arde! Sus defensores están en plena derrota y han incendiado la ciudad. Durante todo el día nuestras fuerzas del aire han bombardeado implacablemente todos sus objetivos militares y todavía duran los incendios provocados por nuestras bombas. Los ingleses han encerrado a centenares de coolies en los muelles, a fin de evitar su huida ante el temor de los bombardeos, condenándolos así a una muerte cruel, puesto que no les queda posibilidad alguna de escapar. En cambio, todos los súbditos británicos y los oficiales han sido puestos a salvo, trasladándolos hacia las montañas, obligando a los naturales del país, cuyas vidas nada valen para ellos, a que custodiaran las oficinas de la ciudad. Afortunadamente, nosotros venimos a librarlos de su esclavitud. Nuestras tropas sólo están a dieciocho millas de Rangún. ¡Habitantes de Rangún, no huyáis! Pronto gozaréis de la libertad».
El general desconectó la radio. ¿Serían ciertas esas informaciones? Volvió a abrirla, dando vueltas al mando en busca de otras emisiones, pero siempre le perseguía la misma voz.
«Seguimos abriendo nuevos caminos en el norte de Birmania. Nuestras tropas avanzan a la vez hacia el Norte y el Sur. El enemigo será copado. Pueblo de Birmania, recuerda estas palabras: ¡Serás libertado de tus tiranos! ¡Somos de una misma raza, somos vuestros hermanos! Los blancos nunca os han considerado como iguales. A nosotros nos tienen prohibida la entrada en sus países. ¡Ha llegado la hora de que también Asia sea para los asiáticos!».
Volvió a cerrar el aparato. No podía seguir escuchando aquella voz. Demasiado temía que hubiera buena parte de verdad en lo que hablaba. Precisamente ese temor era el que le tenía insomne todas las noches. ¿Sería posible que, después de haber luchado tanto por su libertad, ahora la perdieran tan estrepitosamente? Se sentó abatido a la mesa, extendiendo sus manos entrelazadas sobre la misma, y así permaneció inmóvil durante mucho tiempo. Si los japoneses no hubieran demostrado tanta crueldad, si no se hubiesen apoderado de cuanto pudieron y hubiesen empleado otros medios en lugar de la destrucción sistemática y el exterminio, entonces quizá podría creerse en sus palabras. Pero, después de lo que habían realizado y demostrado ser, ¿quién podía confiar en ellos? No quedaba más alternativa que seguir luchando y ganar esa guerra. Y si a continuación de ésta seguía otra, tendrían que luchar nuevamente. Pero ahora el enemigo era el Japón y era preciso derrotarlo. Sumido en semejantes reflexiones, se levantó y encerró el aparato. Abrió la puerta y preguntó a un soldado:
—¿No espera a nadie más?
Era muy tarde y se sentía extremadamente cansado, pero por la noche solían visitarle los espías que, desparramados por el país, recogían informaciones que luego le transmitían.
—Hay dos hombres que le esperan, mi general.
—Que pasen.
Dos hombres penetraron en la habitación, cerrando sigilosamente la puerta. Reconoció a dos de los que había mandado al interior de Birmania hacía unas semanas. Vestían igual que los campesinos del país, habían oscurecido su piel y cubrían sus cabezas con turbantes de algodón. Les saludó sonriente y les dijo:
—Han escogido el mejor momento para visitarme. Precisamente necesito hacerles unas preguntas. Si vienen del Sur podrán contestarme. ¿Es cierto que Rangún está ardiendo?
—Es cierto. No hay duda posible —respondió el más viejo—. Cualquiera podía suponer lo que allí va a pasar. Hace pocos días que salimos de Rangún, donde llegamos a pie y, a trechos, en carro. En cuanto llegamos nos dimos cuenta de que la ciudad no tardaría en caer. No se había hecho ningún preparativo para defenderla, ni creo que jamás pensaran en retenerla en su poder. Los barcos japoneses entran como quieren y de todas partes acuden soldados enemigos, sin que les detengan ni la sed ni el calor. Resisten como diablos a las dos cosas y no beben en las fuentes porque temen que estén envenenadas. Pero a pesar de todo siguen avanzando.
El general escuchaba mirando fijamente a los dos espías. Conocía el terrible ímpetu del enemigo. El secreto de su fuerza residía precisamente en el valor inconsciente con que realizaba todos sus actos. El indomable empuje japonés era como una roca sin grietas ni rajaduras. Era imposible partirlo.
—Los japoneses entrarán riendo en Rangún —dijo tristemente el más joven—. Malaya está perdida y ahora sus fuerzas podrán unirse a las de aquí.
—No puede decirse todavía que todo está perdido —dijo el general en voz baja—. No todo está perdido. Por algo estamos aquí esperando.
—Realmente, es verdad que ustedes están esperando —dijo el primero, que era enjuto y parecía que tenía la piel pegada a los huesos—. Seguirán esperando, pero la ciudad ya habrá caído… —Y, volviéndose a su compañero, le preguntó—: ¿Debemos decirle lo que hemos visto?
—¿Acaso no es nuestra obligación? —replicó el otro.
—No me oculten nada —añadió el general.
Así le informaron, hablando uno y luego el otro, que en el camino de Rangún a Mandala todo el mundo estaba tan seguro de la victoria japonesa, que a lo largo de muchas millas habían destruido los camiones y los coches de fabricación extranjera.
Al oír estas palabras el general se cogió la cabeza con ambas manos, con un gesto de desesperación impotente, rugiendo:
—Y, entretanto, nosotros andando miles de millas a pie, arrastrando la artillería pesada.
Los dos espías se miraron y el más joven se apresuró a decir:
—Quizá sea mejor que los hayan quemado. Así los japoneses no los podrán aprovechar para trasladar sus tropas a Birmania.
—¿Cómo, los quemaron? —preguntó el general hundiendo las manos en su pelo.
—Los rociaron con gasolina extranjera.
—¡Gasolina! —exclamó el general—. ¡Es horroroso!
Los dos espías se miraron como sintiéndose culpables, como si realmente hubieran sido ellos los autores del incendio. Bien sabían ellos que la gasolina era más preciosa que el oro, pues no podía conseguirse más que a copia de grandes esfuerzos, debido a la distancia del lugar de donde procedía.
—¿Cuántos vehículos había?
—Por lo menos unos doscientos.
—Todos nuevos —agregó el otro espía sombríamente—, con seis ruedas cada uno. En un pueblo pequeño vi cómo quemaban veintitrés; iban cargados de ametralladoras y neumáticos.
El general rechinó los dientes y se mesó los cabellos, maldiciendo a los incendiarios.
—¡Podían haberlos conducido a otra parte, los malditos!
—Pero es que los japoneses estaban casi encima de ellos. Ya sabe usted que se han dado instrucciones de que nada debe caer en manos de los enemigos. Hemos recibido orden de no dejar ni una escudilla de arroz. Una barra de acero, una rueda, una pieza de hierro, un arma, todo puede ser de utilidad y no hay que dejarlo abandonado. Puede estar usted seguro de que los que quemaban los camiones sentían tener que hacerlo. Yo he visto cómo algunos lloraban y también lloraban los campesinos que presenciaban la quema.
Estas palabras no convencieron al general.
—Si yo hubiese estado allí, habría salvado los camiones —rezongó con terquedad.
Los dos espías, temerosos de su cólera, pidieron permiso para retirarse.
Había transcurrido ya mucho rato desde esta escena. El general estaba acostado en la cama, sin poder conciliar el sueño, cuando de pronto se oyó gran alboroto en el patio de la posada. Se levantó precipitadamente para ver a qué obedecía. Estaba semidesnudo, pues por temor a los mosquitos no se había desnudado del todo y se había encerrado dentro de las cortinas del lecho. Prefería sufrir las consecuencias del calor a los mosquitos. Se entretuvo un momento para arreglarse la ropa interior y salió enfurecido contra los que habían venido a interrumpir su descanso.
—¡Malditos sean! —gritó. Pero paróse en seco. El patio estaba lleno de mujeres que, al verlo aparecer en paños menores, se quedaron asombradas mirándolo. La gran lámpara que el posadero sostenía en alto daba de lleno sobre su figura. Junto al posadero estaba Mayli, con la cara contraída por la risa contenida. El general se hallaba tan perplejo que sólo atinaba en asir sus ropas, permaneciendo parado y como olvidado de sí mismo. Mayli, que poco antes se sentía extremadamente cansada, ahora, ante este incidente jocoso, olvidóse de la fatiga y, con los ojos brillantes, entre burlones y maliciosos, le saludó haciendo muecas.
—Acabamos de llegar, señor —le dijo con ironía—. ¿Dónde nos alojarán?
La pregunta pareció volverle a la realidad y, sintiendo el sofoco, de un brinco subió los peldaños que le separaban de su dormitorio. Vistióse de uniforme en un momento y, todavía abrochándose la hebilla del cinturón, volvió a la puerta como si nada hubiese ocurrido. Las miró severamente y gritó:
—¿Ya habéis llegado? ¿Dónde está el jefe?
—Temo que el doctor se haya perdido —contestó Mayli amablemente—. Se habrá equivocado de camino. Habíamos ido siguiéndole hasta unas quince millas antes de llegar. No hemos vuelto a verle, y hemos continuado solas.
—¡Ah! —exclamó el general. Y llamó a su ayudante y le ordenó que acompañaran a las mujeres al templo de Confucio, que ya estaba preparado en espera de su llegada.
Mientras las mujeres se alejaban, el general continuó en pie. Mayli iba a la delantera. Al llegar a la puerta se volvió y su mirada se cruzó con la del general. Éste adivinó, a la escasa luz de la lámpara, que en sus ojos retozaba la risa. En cuanto hubieron salido, volvióse a su dormitorio, imaginándose la figura que haría al salir semidesnudo y precipitadamente al patio. Y se echó a reír a carcajadas. Se sentó en la cama y siguió riendo un buen rato. Por fin, sintióse aliviado y volvió a acostarse, convencido de que ahora dormiría. Ya estaba casi dormido, cuando acudió a su mente el ruego que Mayli le había hecho de que mantuviera en secreto su partida, a fin de que Sheng no supiera el paradero de ella. Ahora ambos estaban aquí y muy cerca uno de otro. ¿Informaría a Sheng de la llegada de Mayli o se la callaría? Por un momento, consideró las dos soluciones, imaginando el placer de sorprender a Sheng y la molestia a ocasionar a Mayli, por haberse reído de él. Pero, después, se dijo: «No, estamos en plena guerra y no debo olvidarlo ni siquiera un momento. Tal vez sea mejor que no se encuentren». Tomada esta decisión, bostezó dos o tres veces, se desperezó y el polvo acumulado en la cortina de batista del lecho le cayó encima. Echó una serie de maldiciones a cuanto le había acaecido durante el día y se quedó profundamente dormido.