Mientras transcurrían esos días, Sheng y sus hombres permanecían impacientes y malhumorados, esperando junto a la frontera de Birmania. Habían hecho todo el recorrido a pie, a una media de treinta millas diarias. Habían subido la cordillera, helándose durante las noches y sufriendo un calor tórrido durante el día. Cada soldado llevaba su fusil con la bayoneta calada, un paquete con la comida para tres días, una cantimplora con agua, un casco, un par de zapatos de repuesto, un pico, veinte balas y dos granadas de mano. Junto a ellos les seguían los hombres cargados con las vituallas, y, a pesar de que cada uno llevaba una carga de ochenta libras de arroz, Sheng no tuvo nunca necesidad de forzarlos a la marcha ni se retrasaron en ninguna ocasión. Iban a la vanguardia, y otras tropas ya se habían situado en posiciones al Norte y al Sur de las que ellos ocupaban. Sheng había observado cuidadosamente los sitios por donde había pasado, estudiando las características del terreno y la gente, y se fijó con especial cuidado en los puntos donde abundaban los alimentos y en los que estaban faltos de ellos. Incluso en los pueblos en los que escaseaba la comida, también se la facilitaban. Y en todas partes habían sido bien recibidos y les habían ofrecido cuanto teman.
La columna de Sheng llegó a la frontera de Birmania el día previsto y sólo con un retraso de seis horas. Los soldados estaban cansados y cubiertos de barro; sin embargo, sólo deseaban entrar en lucha con el enemigo. No sería la primera vez que combatirían contra los japoneses. Conocían perfectamente a sus enemigos. Todos disponían de fusiles modernos de acuerdo con las órdenes del Supremo de que todos los soldados habían de ser equipados de nuevo. Esos fusiles eran considerados por la tropa como obsequios personales y por eso los cuidaban con el mayor esmero. Algunas noches durmieron en el barro, pero resguardaron sus fusiles. Lo mismo ocurría con la artillería pesada, que, después de haber atravesado los desfiladeros de las montañas, brillaba como recién limpiada, dispuesta a entrar en fuego al primer momento. Había otra fuerza que animaba a esos soldados. A su salida, el general reunió a todas sus tropas en el secreto más absoluto, a fin de que ningún espía pudiera revelar los planes de campaña al enemigo, y les explicó el motivo por el que lucharían. No constituían un ejército que salía simplemente a combatir sin saber dónde ni por qué. El general, situado al frente de sus soldados, les había arengado en tono solemne:
—Marchamos como demostración de la fe que nuestros jefes han puesto en la alianza de las naciones que se han unido para combatir al enemigo común. Nuestro Presidente ha dispuesto que todas nuestras fuerzas sean lanzadas a la lucha para aniquilar la tiranía que se pretende imponer al mundo. Nos corresponde ocupar nuestro sitio en el esfuerzo conjunto que arrastra a todas las naciones libres a esta contienda mundial.
Los jóvenes soldados no olvidarían nunca esas palabras. Sabían que debían resistir, a costa de sus vidas si era preciso, porque de esta resistencia dependía el honor y la salvación de su país, además de la palabra que su jefe había empeñado ante los extranjeros que eran sus aliados. Para Sheng era casi dolorosa la visión de esos jóvenes soldados que diariamente cumplían sus deberes con renovados bríos, movidos por el orgullo que les daba el saber que habían de sostener el honor de su patria. Porque él sabía que, a pesar de las palabras claras y seguras del general, nadie, ni él mismo, estaba seguro de lo que había dicho, antes al contrario, todos estaban agobiados por las dudas y los recelos. Poco antes de la partida y encontrándose solos, el general había confesado a Sheng:
—¡Quisiera tener la misma fe de nuestro jefe y estar convencido de que no vamos a traicionar a nuestros soldados!
Esas palabras habían torturado la mente de Sheng durante toda la marcha a través de valles y desfiladeros. Cada día, al atardecer, reunía a la tropa y la exhortaba al cumplimiento de su deber. Él también les repetía la imperiosa necesidad de luchar al lado de sus aliados, a fin de que todos los que hasta ahora les habían considerado débiles e inferiores comprobaran la fuerza que tenían y los recursos con que contaban.
Muchas veces, durante su vida, recordaría estos atardeceres. Antes de caer la noche se detenían en el lugar donde se encontraban, pues era imposible, en plena oscuridad y sólo alumbrados por las estrellas o la luna, seguir avanzando hasta encontrar un refugio apropiado por entre aquellos desfiladeros que parecían extenderse hasta el infinito. Si la suerte les favorecía, a veces llegaban hasta un templo o una aldehuela situada en plena montaña. Al anochecer, después de haber comido y descansado unos momentos, los soldados, antes de dormir, se agrupaban alrededor de Sheng. Con palabras sencillas, éste comentaba lo sucedido durante el día, observándoles los detalles que deseaba ver superados en la próxima jornada. Atendía todas las preguntas y quejas que se le formulaban. Y, finalmente, como corolario, volvía a recordarles la misión que se les había confiado, poco más o menos en estos términos:
—No hemos de considerarnos unos vulgares soldados. En otros tiempos, el soldado era tenido en muy poca estima, pues era un simple mercenario que se vendía al que mejor pagaba. Nosotros somos hombres de otra clase. Yo mismo soy hijo de un agricultor. Mi padre, tiempo atrás, disfrutaba de una buena posición y tanto mis dos hermanos mayores como yo siempre tuvimos lo necesario. Las cosechas eran siempre muy abundantes en aquellas tierras, regadas por las aguas del río que ahora está en poder del enemigo. Ahora estoy aquí y nada poseo. Mejor dicho, sólo poseo el grado que he conseguido. Yo os aseguro que lo mismo cuando era guerrillero en las colinas que ahora que lucho como soldado, no he sido dominado más que por un solo propósito, y una única esperanza: matar tantos enemigos como pueda. Si he llegado al sitio que ocupo, ha sido porque la suerte me ha favorecido. Pero no porque creáis que soy mejor que cualquiera de vosotros. Todos somos hermanos e iguales en esta guerra. Por ser jóvenes y fuertes y porque no tememos a la muerte, hemos sido elegidos expresamente por el Supremo como sus mejores soldados, a fin de que demostremos a los blancos de lo que somos capaces. Pase lo que pase, ninguno de vosotros debe pensar en retroceder, aunque le cueste la vida.
—Eso ya lo sabemos; no tema —contestaban los soldados—. Puede llevarnos donde quiera, que le seguiremos.
—Si yo cayese —decía Sheng gravemente—, cada uno de vosotros deberá obrar por cuenta propia, de acuerdo con las enseñanzas que ha recibido y comportarse de la misma manera que lo haría un jefe. Es mucho más importante de lo que imagináis, para conseguir el éxito, la forma en que os comportéis durante la lucha. Debéis recordar que nuestros aliados han de ver representado en nosotros a nuestro pueblo. Si así lo hacemos, nos permitirán ocupar el lugar que en el mundo nos corresponde.
Con palabras más o menos parecidas, cada día exponía a sus hombres la misión que les incumbía ante sus aliados extranjeros y les recordaba que debían cumplir debidamente, en la parte que les correspondía, para derrotar al enemigo. Algunas veces, cuando pernoctaban en una aldea o en un templo, aumentaba el número de oyentes. Los sacerdotes, con sus túnicas grises o de color azafranado, permanecían en silencio escuchando atentamente. Los campesinos muchas veces acudían con sus hijos, por la mañana, y abandonaban la aldea para seguirlos, emocionados por las palabras de Sheng y convencidos de la necesidad de hacer algo en beneficio de su país. Sheng no les prohibía seguirlo. Tiempo atrás, él había hecho lo mismo. Y era más seguro que, si un ejército como el suyo hubiese pasado por su aldea, se hubiera unido a él. Esos jóvenes campesinos no estaban entrenados y por eso los agregaba al cuerpo de los acarreadores.
Tal había sido la marcha, hasta llegar al otro lado de las montañas y situarse junto a la frontera con Birmania.
Sheng había supuesto que en cuanto llegaran a este país empezaría la lucha. Y siempre que sus soldados le preguntaban qué instrucciones había para el momento en que llegaran a la frontera, él les había contestado que lo sabrían cuando la alcanzaran.
—Cuando lleguemos, el comandante extranjero, bajo cuyas órdenes debemos colocarnos, nos indicará sus instrucciones. Pero no habrá descanso ni esperas; el enemigo está en Thailandia y ya ha conquistado el Sur. Supongo que el hombre de Mei nos mandará un mensaje señalando nuestra misión.
La confianza del Supremo era tan ilimitada en sus aliados extranjeros que no vaciló en confiar sus mejores tropas al mando de uno de ellos. ¿Quién no conocía a ese hombre? Todos los soldados de la compañía de Sheng habían oído su nombre; pero ninguno lo había visto personalmente. Pedían a Sheng detalles de su persona, que nunca les pudo dar porque tampoco lo conocía. El general les había dicho simplemente: «Vamos a luchar bajo las órdenes de un hombre del país de Mei». Sheng lo había oído el mismo día en que vio a Mayli por última vez, abrigada en su capa cuando salía de su despacho. En aquel momento su cabeza estaba trastornada por ideas muy distintas; pero, no obstante, se fijó lo suficiente en las palabras del general, para preguntarle:
—¿Por qué el Presidente nos pone bajo el mando de un extranjero?
—En esta guerra hay muchos detalles que es imposible comprender —repuso el general—. Cada cosa tenemos que explicárnosla a nuestro modo. Quizá los hombres de Ying sepan discutir con él mejor que nosotros.
Y al decir esas palabras su boca se contrajo en una amarga mueca. Poco después añadió:
—Los hombres de Ying sólo tienen un lenguaje: el suyo.
Los demás oficiales que se hallaban junto a Sheng callaron ante semejantes razones, pero se decían que ciertamente era muy extraño que tuvieran que luchar a las órdenes de un extranjero. Pero nada podían hacer, sino aceptar las disposiciones impuestas por el Presidente.
—¿Ese blanco —pidió Sheng unos instantes después— podemos confiar en que será un buen hombre?
—Solamente lo he visto dos veces —replicó el general—, y apenas hablé con él. Me pareció buen sujeto. Es alto y delgado, no muy joven. Se comporta con sus soldados como si fuera un compañero, sin aparentar superioridad, y lo mismo hizo con nosotros. Los que le conocen íntimamente dicen que durante las batallas se quita la guerrera y se mete entre las filas de sus hombres. No es como los hombres de Ying, que tienen la pretensión de que incluso los moribundos deben cuadrarse ante un superior. Por lo menos, así lo dicen.
—¿Y cómo entenderemos a ese extranjero? —preguntó otro oficial.
—Habla nuestro idioma —repuso el general.
A continuación se inclinó sobre el escritorio, miró fijamente las caras de sus jóvenes subordinados y añadió:
—Creo que podremos confiar en él y seguirle.
Pero no representa la autoridad máxima. Él también está a las órdenes de otro. Nosotros estaremos bajo las suyas.
Los oficiales se sintieron intrigados, fijándose en su expresión e intentando adivinar el significado de sus últimas palabras. Esperaban que dijera algo más para comprenderlo mejor; pero, dando un puñetazo sobre la mesa, sólo agregó:
—Ya les he informado. Ésas son mis instrucciones.
Salieron del despacho y Sheng ya no tuvo nueva ocasión de verle.
En estos momentos se preguntaba ansiosamente cómo se desarrollaría la campaña de Birmania. Durante esos días de marcha no había recibido ninguna noticia. ¿Dónde estaría el enemigo? ¿Resistirían todavía los blancos? Si conseguían mantenerse en Rangún, en la bahía de Bengala, quizá podrían avanzar, mientras los chinos cubrirían el camino de Lashio y todo el Norte. En consecuencia, los japoneses se verían precisados a situarse a cientos de millas de Bangkok.
Pero, llegado a la frontera de Birmania, Sheng se encontró igualmente sin noticias. El país estaba tranquilo, como si no hubiese guerra. Llevó a sus hombres hasta un pequeño poblado fronterizo, cuyos habitantes les contemplaron entre asombrados y temerosos, pues eran las primeras tropas que veían.
La población acusaba manifiesta mezcolanza: chinos, birmanos y miembros de distintas tribus. No obstante, era fácil distinguirlos. Los birmanos tenían la tez más oscura que los chinos, caminaban con más ligereza y sus maneras acusaban una cierta jovialidad. Chinos y birmanos vivían en perfecta armonía, aunque se notaba un cierto recelo mutuo. Los chinos eran más astutos e inteligentes que los birmanos para los negocios, lo cual molestaba a los últimos, pues, aunque vieran que los chinos trabajaban más y se enriquecían, no por eso les consideraban con mayor estima, antes al contrario. Y, aunque la gente de los dos pueblos concertaba matrimonios mixtos y aunque vivieran casi juntos y a veces en la misma casa, los birmanos mantenían una secreta envidia contra los chinos, viendo cómo se enriquecían. En cambio, éstos sentían cierto desprecio respecto a los birmanos, sobre todo por considerarlos demasiado amigos de los placeres.
Sheng notó muy pronto este estado de cosas. La tarde de su llegada, mientras paseaba por las calles del pueblo, tuvo oportunidad de comprobarlo al detenerse ante una tienda y preguntar el precio de una confitura.
Durante los días de la marcha sólo había comido arroz, pescado seco y algunas verduras, cuando las había encontrado en los lugares por donde pasaban, y por eso ahora le apetecía comer algo dulce. El tendero, que era birmano, le miró con ceño y dijo el precio en voz tan baja que Sheng, no oyéndole, le preguntó llanamente:
—¿Quiere vendérmelo o no?
El birmano, en un chino perfecto, le replicó:
—Nada me importa quién coma mis golosinas, mientras me las pague Pero ¿cómo sé yo si me la pagará? Los chinos ya me han estafado otras veces.
Ante estas palabras, Sheng, ofendido, arrojó con violencia una moneda sobre el mostrador. El birmano cambió en seguida de actitud, volviéndose amable y servicial. No podía permanecer enojado mucho tiempo. Envolvió el dulce y se lo entregó a Sheng, diciéndole:
—No se moleste. Cuando un hombre ha sido mordido dos veces por el mismo perro, sería más que tonto si no esperara que la tercera vez ocurriera lo mismo.
—¿Qué perro? —inquirió Sheng sin comprender—. ¿Ha sido mordido usted?
El birmano se encogió ligeramente de hombros:
—Cuando se haya internado en el país comprenderá lo que le he dicho. Los birmanos somos aplastados por los chinos y los ingleses, de la misma manera que un mendigo lo hace con sus piojos, entre su pulgar y su índice.
—¿Ingleses? —preguntó Sheng, que oía por primera vez esta palabra extranjera.
—Los chinos les llaman los hombres de Ying —contestó el tendero—. Los ingleses nos gobiernan para aprovecharse, y los chinos acaparan nuestro comercio. En realidad, les odiamos por igual.
Dicho esto emitió una sonora carcajada y, rascándose la cabeza, escupió en el suelo, restregándolo después con el pie, sintiéndose muy satisfecho.
Sheng cogió el paquete y salió pensativo de la tienda. Una vez en la calle lo desenvolvió y empezó a mordisquear la golosina, saboreándola.
Realmente, las tiendas de la calle que aparentaban mayor prosperidad, por lo general, pertenecían a los chinos. Se detuvo ante otra tienda y compró un par de calcetines de algodón, para sustituir los que se le habían roto a consecuencia de la marcha. En el mostrador había un hombre de mediana edad. Como era chino, Sheng empezó a hablarle y en seguida supo que era de la otra parte de la Gran Ruta y que hacía muy poco tiempo que se había establecido allí.
—Ha prosperado usted muy pronto —dijo Sheng, mirando a su alrededor.
La tienda, aunque pequeña, estaba bien surtida.
—Aquí puede prosperar todo el mundo. La gente gasta el dinero con mucha facilidad. Es amiga de las chucherías brillantes y del lujo. Además, son poco amantes del trabajo. Disfrutan en comer, dormir y reír siempre. Son como niños…
«Pero niños perversos y peligrosos», comentó Sheng por la noche, pues al llegar al campamento uno de sus soldados le había preguntado:
—¿Está usted herido, Hermano Mayor?
—Seguro que no —había contestado Sheng—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Lleva una mancha de sangre en la espalda.
Sheng se quitó la guerrera y vio una gran mancha roja que, examinada detenidamente, le demostró que alguien, que mascaba roja semilla de betel, le había escupido encima mientras paseaba por la calle. Sheng se desató jurando y maldiciendo, pero no tuvo más remedio que lavar la mancha, pues era la única guerrera que poseía.
Por la noche se puso a estudiar el mapa de Birmania. Varias veces lo había examinado, pero en esta ocasión lo hizo con más detenimiento. Durante los últimos días había comprobado que cuando entrasen en Birmania no serían bien recibidos. «Odiamos a los ingleses y a los chinos por igual», le había dicho el birmano. «¿Qué significaría eso?», se preguntaba Sheng ensimismado.
Estuvo sentado mucho rato, examinando el mapa y fijándose en los nombres impresos. Como ahora ya sabía leer perfectamente, comprendía el mapa. Birmania se podía dividir en dos partes distintas, pues aparecía formada por dos mitades completamente diferentes. La mayor parte del Norte, donde el gran río Irawaddy alcanzaba su mayor anchura, estaba formada por montañas y colinas que corrían como largas cadenas de Norte a Sur. Según el mapa, en esas colinas habitaban diversas tribus que vivían en la selva. Sheng se preguntaba cómo serían esas tribus y si les recibirían como amigos o como enemigos, y echaba pestes contra los mapas, que a pesar de indicar que en el Norte de Birmania las montañas contenían petróleo o que en determinadas regiones podían encontrarse piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y la clase más fina y apreciada de jade verde, en cambio, no daban ninguna referencia sobre la gente que vivía en esas regiones, y si era pacífica o belicosa.
En la parte sur, en la que el Irawaddy se abría ampliamente, el terreno aparecía bajo un aspecto completamente distinto. El suelo era llano y cultivado. En él se cosechaba el arroz más blanco y mejor. La parte sur del país se extendía unas mil millas a lo largo del mar. Centenares de islas estaban diseminadas junto a la costa. Pero Sheng no sabía nada de sus habitantes, ya que el mapa tampoco hablaba de ellos.
Finalmente arrolló el mapa y, envolviéndose en las mantas, se tendió en la oscuridad, pensando en la próxima campaña.
El pueblo donde estaban acampados casi se encontraba en la línea divisoria de las dos partes de Birmania. Mas para Sheng era evidente que, tanto si avanzaba hacia el Norte como si hacia el Sur, penetrarían en un país desconocido.
En plena noche despertóse súbitamente, acometido por un repentino temor. El temor de la suerte que les aguardaba en esta tierra desconocida, en medio de tanta selva profunda y enmarañada y con sólo unos pocos caminos transitables. Aunque llegaban como aliados de unos hombres que gobernaban el país desde hacía muchos años, estos hombres eran odiados por sus habitantes. Y es que, en realidad, ningún pueblo puede amar a sus gobernantes extranjeros.
También pensó con ansiedad en la llegada del general. Decidió visitarle en cuanto se presentara, para prevenirle de los peligros que había descubierto. Poco le importaba, en este momento, el comportamiento que el general hubiese observado respecto a Mayli. La hora no era propicia ni adecuada para pensar en rivalidades entre hombres, por culpa de una mujer.
Los mosquitos zumbaban a su alrededor, y aunque la noche era muy calurosa, tuvo que cubrirse totalmente con la manta. Se le había informado que los mosquitos transmitían la malaria, y a pesar de que lo dudaba, pues durante toda su vida había sido picado por mosquitos desde la primavera hasta que desaparecían con el invierno, era preferible precaverse. También entraba en lo posible que los mosquitos de un país tan distante fuesen distintos de los de su casa y resultaran venenosos.
Abrigado en su manta y sudando copiosamente, no podía conciliar el sueño y pasaba las horas evocando recuerdos de su vida en la casa paterna. Recordaba a sus hermanos, a Jade, a su madre, a la pobre Orquídea, tan cruelmente asesinada, y a Mayli en su casita de Kunming. Parecía como si aún la viera junto a la ventana de su dormitorio. Esta imagen permanecía tan fija en sus pupilas cerradas que, por unos momentos, su cuerpo joven y vigoroso vibró intensamente. Este recuerdo le torturaba dolorosamente y se dijo que le era indispensable alejar a Mayli de su pensamiento. Tal vez no la vería nunca más; era conveniente admitir semejante posibilidad. Nada ganaba sufriendo con su recuerdo, puesto que tan lejos se hallaba de su lado. Lo más oportuno era olvidar su vida pasada y sólo aplicar su cerebro y todas sus energías a la lucha que se avecinaba. Había jurado no pensar en mujeres hasta la victoria definitiva y casi todos sus soldados habían hecho el mismo voto. Si alguno de sus hombres, que no compartía el mismo criterio, era sorprendido rondando a una mujer, se sentía cohibido.
Repitiéndose el juramento, Sheng recuperó la tranquilidad y pronto volvió a dormirse.
A la mañana siguiente fue informado de la llegada del general y antes de entrevistarse con él se dirigió a una casa de baños, donde dedicó una hora a su higiene. Todos los empleados del establecimiento eran birmanos o mestizos. Eran jóvenes vigorosos y apuestos, que reían alegremente, pero que desempeñaban su trabajo de una manera descuidada. Cuando Sheng entró, se le acercó un muchacho muy joven que llevaba una flor detrás de la oreja. Tenía los dientes rojos de mascar semilla de betel, y su piel, untada con aceite, brillaba. Cubría su cabeza un turbante de seda a rayas rojas y amarillas.
Cuando entró en el baño lleno de vapor, se lo quitó y su largo cabello cayó sobre sus hombros. Ante la sorpresa no disimulada de Sheng, retorció el turbante y golpeándose con él la cabeza, dijo en un chino chapurreado:
—Pertenezco a la Hermandad.
Sheng no se atrevió a preguntar a qué Hermandad se refería.
A continuación el joven se quitó la chaqueta de algodón y su cuerpo apareció tatuado. Sheng supuso que también se trataría de un signo de la Hermandad y no le interrogó sobre su significado. Los brazos delicados y esbeltos del birmano eran extraordinariamente fuertes y, a pesar de su aspecto femenino, levantaban con gran facilidad los cubos de agua caliente.
—¿Puedo preguntarle cuál es esta Hermandad? —atrevióse Sheng a pedirle, después de haber sido frotado con un cepillo y sufrir las duchas de agua caliente y fría que el joven le echaba.
El bañista tardó un rato en contestar; finalmente dijo:
—¿Ha oído usted hablar de Thakín?
—No he oído hablar de nada. Acabo de llegar.
El bañista permaneció callado larga rato.
—¿Y por qué han venido ustedes, los chinos, a ayudar a los ingleses? —preguntó después con acento zumbón.
La pregunta cogió tan de sorpresa a Sheng, que de momento no supo qué contestar. Se quedó perplejo ante el muchacho, preguntándose si también la gente más humilde pensaría tan rencorosamente.
—Solamente hemos venido con el propósito de arrojar a los japoneses, que son nuestros mutuos enemigos.
El mozo oprimió los labios y no dialogaron más.
Sheng pagó el baño y dio una propina al bañista. El birmano volvió a ponerse el turbante en la cabeza y la flor en la oreja. Sheng salió en busca del general. Lo halló sentado ante una mesa de una pequeña habitación de la posada que utilizaban como cuartel general. Estaba enormemente cansado y debía atender múltiples asuntos a la vez. Al ver a Sheng le indicó con un gesto que aguardara un momento a fin de acabar de leer una carta. En la estancia había otros oficiales esperando. Toda su atención estaba concentrada en la carta. Acabada la lectura, la dobló y la guardó en el bolsillo y, dirigiéndose a los oficiales, murmuró:
—¿Quién de ustedes es el primero?
—Yo seré el último, Hermano Mayor —dijo Sheng.
—Entonces, siéntese.
Sheng se sentó en un banco que estaba junto a la pared, y, entretanto, esperó a que los demás entregaran sus informes y formularan sus peticiones.
Al cabo de una hora le llegó el tumo. El general daba evidentes señales de agotamiento. Se echó atrás en su silla, suspiró y dijo a Sheng:
—Cierre usted la puerta, pero antes ordene que me traigan té.
Sheng pasó la orden a un soldado, que, poco rato después, regresó con una tetera con té hirviendo. El general sirvió dos tazas, indicando a Sheng que tomara la suya. Apuró su taza casi de un sorbo, volvió a llenarla y la bebió con la misma avidez. Sheng esperaba informarle de sus asuntos, pero el general no le preguntaba nada, limitándose tan sólo a consumir el contenido de la tetera. Se desabrochó el cuello de su uniforme y su cara cada vez acusaba mayor desconcierto e inquietud. Parecía muy preocupado. Finalmente sacó la carta de su bolsillo y dijo a Sheng, tendiéndosela:
—Francamente, no lo entiendo.
La carta era del jefe americano. Seguramente un secretario suyo la escribió en chino, y ordenaba al general que retuviera sus divisiones en la frontera hasta que recibiera nuevas órdenes.
—No lo entiendo —volvió a repetir, cuando Sheng la hubo leído—. Suponía que en cuanto llegáramos recibiríamos orden de partir nuevamente, y, en cambio, me llega este mensaje: Esperar una nueva orden. ¿Qué orden será y quién la dará?
Sus miradas se cruzaron.
—Si me permite aventurar una suposición, le diré que supongo que la orden vendrá de los que están por encima del americano —dijo Sheng calmosamente.
—Yo también supongo lo mismo —añadió el general con voz tajante.