Mayli estaba convencida de que no dormiría. Nunca había tenido que dormir en el suelo. Las cuatro enfermeras apilaron un montón de paja y se tendieron encima. Una vez comprobado que todas estaban acostadas, Mayli también se acostó echándose sobre el montón de paja, bien envuelta en una manta. Se albergaban en el patio interior de un templo. Los hombres dormían en la parte anterior. La habitación que les había correspondido era tan pequeña que la mayoría de las mujeres prefirió dormir afuera, y ella también prefirió quedarse con estas últimas. La noche era tibia. El silencio sólo era interrumpido por el leve susurro del correr de un arroyo que bajaba de las colinas y atravesaba el patio del templo. El suave, pero monótono ruido del agua, que corría mansamente, la obsesionaba y le impedía dormir, a la vez que no la dejaba concentrarse en los pensamientos que le había sugerido la primera jornada de marcha.
«No dormiré en toda la noche», pensaba. Pero ¿qué importaba dormir o no? ¿Qué importancia tenía lo que pudiera ocurrir a una persona? Mientras estaba acostada, se decía a sí misma que por primera vez en su vida parecía carecer de significado lo que pudiera ocurrir a Sheng o a ella. Uno y otro se veían arrastrados por la misma inmensa corriente que se dirigía hacia el Oeste. Lo mismo podían encontrarse como no volver a verse nunca.
Y eso tampoco parecía tener la menor importancia. Seguir adelante, avanzar al encuentro del enemigo y derrotarlo era ahora el único objetivo de sus vidas.
Por la mañana fue la primera en despertase. De momento no recordaba dónde se hallaba. El aire de la mañana gris era muy frío y húmedo. El estridente canto de un gallo rompió el silencio. Al mirar a su alrededor vio que las luces del templo ya estaban encendidas. Siguió acostada unos momentos, escuchando el rezo monótono de los sacerdotes. El acento de sus cadencias era extraño, porque la música que en él se ejecutaba era tan antigua que su origen se remontaba mucho más allá de lo que pudiera recordar el más viejo de los sacerdotes. El acento de sus cadencias era extraño, porque procedía de la India, y sus notas reflejaban precisamente el espíritu de la India legendaria. Mayli no había visitado nunca ese país, cuyo nombre nada significaba para ella; apenas si recordaba, de cuando niña, una mancha de color del mapa de Asia que había en el colegio. En estos momentos, bajo la niebla gris de la madrugada, esos cantos le recordaban la India, el país hacia donde todos ellos dirigían sus rostros.
En la antigüedad los chinos se encaminaron a la India en busca de un dios más benigno. Un emperador dijo a sus súbditos: «Según me han dicho, en la India hay un dios que desconocemos. Id a buscarlo y traedlo para que viva con nosotros». Partieron en su busca y así encontraron a Buda.
Ahora los que marchaban hacia la India eran soldados en lugar de sacerdotes. Miles de soldados avanzaban a pie, seguidos por la pesada artillería, arrastrada por medio de cuerdas y correas atadas a sus hombros, y acampaban en cualquier sitio al lado del camino. Andaban unas treinta millas diarias. Habían salido dos días antes que los camiones y éstos todavía no los habían alcanzado.
Chi-ling, que estaba acostada al lado de Mayli, alzó la cabeza y preguntó:
—¿Ya está despierta, capitana?
—Sí, ya estoy despierta.
Apartó las mantas y se sentó. Todas alzaron la cabeza, pues ya estaban despiertas, aguardando que Mayli se levantara. Y así lo hicieron en seguida, enrollando las mantas rápidamente y en silencio y metiéndolas en sacos. En poco tiempo estuvieron a punto de salir.
Mayli, que fue de las primeras en tener preparado su equipo, se encaminó a la cocina del templo, donde había dos sacerdotes, inclinados sobre el gran horno de barro, que mantenían el fuego con hierba seca. Sobre la hornilla había un gran caldero con agua. El sacerdote más anciano le indicó sin mirarla —pues se trataba de una mujer— que cogiera una vasija y para lavarse la llenara con el agua del caldero. Mayli llenó un recipiente de estaño hasta el borde y se lo llevó detrás de unos bambúes, donde se lavó y peinó. Había conservado su cabello largo, como siempre lo llevara, pero ahora se preguntaba si sólo le servía de estorbo. Y pensó en Sheng y en lo mucho que le gustaba su cabellera. «Me gusta saber que una mujer es mujer, cuando la miro», le replicó cierto día en que para molestarle le amenazó con cortarse el pelo. Pero este pensamiento fue fugaz y, sujetándose el cabello con una mano, llegóse donde guardaba sus cosas, sacó las tijeras que Liu Ma puso en el bolso y cortólo a la altura del cuello. Las enfermeras la miraban en silencio. Volvió a la cocina, donde el viejo sacerdote seguía acurrucado avivando el fuego, y ante sus asombrados ojos arrojó el pelo a las llamas. El sacerdote le sonrió mostrando sus encías descarnadas y sin dientes.
—Puedo afirmar que, por primera vez en mi vida, el desayuno de los sacerdotes será cocido con el fuego de los cabellos de una mujer —dijo con voz aguda y chillona de eunuco.
Mayli sonrióle y salió. En el patio, sacudió la cabeza y sintió frío en el cuello. Se sentía más ligera y más libre. Desde entonces mantuvo la cabeza más erguida que antes.
… A medida que avanzaban, la Gran Ruta iba subiendo cada vez más por entre las montañas. El día antes ya se había dado cuenta de que la pronunciada pendiente iba ascendiendo continuamente y que, después de otra jornada de marcha, seguía empinándose por encima de cumbres de montañas muy altas. Desde la última etapa habían seguido caminos menos importantes, a fin de evitar ser descubiertos por el enemigo y alcanzados por las bombas. Al llegar cerca de la frontera recibieron orden de dirigirse hacia el Sur para circular nuevamente por la Gran Ruta. ¿Quién no había oído hablar de la Gran Ruta? Todos sabían en qué forma fue construida por hombres y mujeres, que utilizaron como únicas herramientas el pico y la pala que antes sólo les habían servido para labrar los campos. Los que carecían de esas herramientas sirvieron como peones.
Mayli seguía viajando en el segundo camión, gracias a lo cual y a los diálogos sostenidos con el joven ingeniero empezó a comprender muchas cosas que antes desconocía.
Después de cumplir con su tarea se acercó al chófer, que estaba repasando el camión. Se sentía orgullosa de que sus muchachas no hubieran motivado el menor retraso en la marcha. Mientras estaban aguardando la orden de partida, en la entrada del templo, apareció el doctor Chung. Al ver a Mayli, sonrió confundido, recordando que vestía con descuido y que su pelo, enmarañado e hirsuto, no estaba cepillado.
—Verse forzado a madrugar —refunfuñó con fingido enfado— es la peor maldición que puede caer sobre un hombre.
—Pues siempre creí que usted madrugaba más que yo —observó Mayli.
Como respuesta bostezó sonoramente, sacudiendo su cuerpo y desperezándose. Sacó un cacho de pan de su bolsillo y, mordiendo en su corteza, se sentó sobre un fardo de provisiones. Las enfermeras ocuparon sus respectivos vehículos y Mayli se sentó al lado del ingeniero, que esperaba ante el volante y con el motor del camión en marcha. Iba peinado y limpio. Miróla y sonrió levemente, diciendo:
—Me llamo Li Kuo-fan, pero en América me llamaban Charlie.
—¿Charlie? Le sienta mejor que Li-Kuo-ían. Seguiremos con Charlie, ¿verdad? Yo me llamo Mayli y mi apellido es Wei.
Inclinó la cabeza afirmativamente, pero no repitió su nombre en voz alta. El camión arrancó. Los ojos de Charlie, extremadamente fijos, brillaban muy excitados. Por fin, dijo:
—Hace tiempo que esperaba este momento. Desde que esta ruta fue abierta, anhelaba recorrerla. Ahora lo haré. En el fondo, quizá es éste el motivo de mi regreso.
El camino ascendía de una manera brusca, pero, sin embargo, la pendiente era llana y bien trazada, de modo que su ascensión no resultaba demasiado costosa. La carretera cruzaba escarpadas montañas y dibujaba un acusado y limpio sendero entre sus altas cumbres.
Los hombres que la construyeron eran buenos conocedores del terreno; sus pies lo habían hollado infinitas veces. Y, antes que ellos, otros viajeros habían trazado aquellos primitivos senderos, tan repetidamente recorridos, que los sabían de memoria.
Desde remotas generaciones, los campesinos que recogían hierba en las faldas de las montañas habían ido abriendo los más atrevidos senderos para transitar por esas abruptas cuestas. Y lo mismo habían hecho generaciones y generaciones de comerciantes, tras sus mulas cargadas en marcha hacia poniente, donde iban a vender sus mercancías y a comprar otras para ser vendidas en su tierra, buscando los caminos más accesibles, en su empeño de escalar la cordillera de la región Oeste.
—Se consultó a varios ingenieros extranjeros sobre el tiempo requerido para abrir esta Gran Ruta —dijo Charlie—. En consonancia con los medios de que se disponía, contestaron que precisarían bastantes años. Pero el Presidente contestó que no era cuestión de años, sino de meses. «Nos serviremos de nuestras propias herramientas», dijo. Y así fue; al abrirse la Gran Ruta al tráfico, sólo habían transcurrido unos meses desde que se iniciara el trabajo.
Su mirada no se apartaba de la carretera.
—Me siento orgulloso de ella —dijo.
Mayli le miró y vio sus ojos llenos de lágrimas. Calló, emocionada, no sabiendo qué decir.
Mediada la mañana llegaron a un punto donde el día anterior una bomba enemiga había caído en mitad de la carretera, abriendo un hoyo profundo. Hombres y mujeres, que si no eran los mismos eran similares a los que la habían construido, estaban atareados reparándola.
Cuando el camión se detuvo, Mayli se apeó para desentumecer un poco las piernas y recomendó a las enfermeras que hicieran lo mismo, pues tardarían un rato en reanudar la marcha.
¿Quién era aquella gente vestida con gastadas ropas azules, que trabajaba afanosamente?
Se acercó a una mujer que estaba sentada en el suelo machacando piedras con otra más dura. Era joven; el polvo de las piedras le cubría la cara y pelo y hacía que este último pareciera gris. De sus cejas colgaban minúsculas partículas pétreas. Sobre sus hombros formaban una espesa capa. A su lado, dormía una criatura metida en un viejo cesto tapado con un roto cubrecama.
Ante Mayli, la mujer alzó tímidamente la vista, dudando de si se trataba de una compatriota o de una extranjera.
Mayli le preguntó con amabilidad:
—¿Ha comido usted ya?
En el Norte, esa pregunta equivalía a una forma corriente de saludo; pero, como la mujer lo ignoraba, respondió:
—He trabajado toda la noche y como mientras trabajo.
En vista de que Mayli hablaba el chino, en su cara polvorienta apareció una amplia sonrisa que mostró una fila de dientes blancos y similares.
—¿Y el niño? —inquirió Mayli, asombrada.
—Duerme muy bien. Duerme aquí mismo —respondió la mujer, riendo.
—¿Y su familia?
—Se compone de mi marido y los dos viejos. Todos trabajamos aquí. También trabajábamos en la ruta cuando la hicieron.
—¿Y usted hacía el mismo trabajo?
—Yo machaco la piedra; mi marido acarrea tierra. Las muchachas trituran piedras. —Y señaló a una joven que estaba parada contemplando a Mayli.
—¿Quién es su marido?
La mujer señaló con la cabeza a un hombre que cavaba con el pico. Luego llenaba unos cestos de bambú, atados a cada punta de una vara, y, cargándolos sobre sus hombros, iba a echar su contenido en el hoyo.
—Vivimos cerca —siguió diciendo la mujer, haciendo una nueva señal con la cabeza—. Cuando nos reclaman para trabajar en la carretera, acudimos todos. El enemigo hará todos los hoyos que quiera, pero nosotros los colmaremos en seguida.
Y, así diciendo, rió, mostrando sus dientes, que brillaban en su cara polvorienta, pero sin dejar de picar piedra.
Hombres y mujeres trabajaban con ardor y parecían habituados a este trabajo. En menos de una hora cubrieron con tierra y piedra una parte del hoyo, por la que pudo pasar el tráfico.
—Ésa es la gente a que yo pertenezco —dijo Charlie cuando estuvieron en marcha.
—¿Sus padres eran como esos campesinos? —preguntó Mayli.
El chófer apretó los dientes y contestó brevemente:
—Mis padres son el mismo pueblo.
Era imposible que aquel espíritu reservado fuera explícito. Durante todo el día apenas si hablaron palabra.
El camino pasaba ahora a una altura tan impresionante que, si Mayli hubiera sufrido de vértigo, no las tuviera todas consigo. Más que correr por él, se sentía la sensación de volar por los aires. Algunas de las enfermeras se sentían indispuestas a consecuencia de la excesiva altura. Se produjeron algunos vómitos. Pero nadie se quejó para no perturbar la marcha, que bastante difícil se presentaba.
La carretera corría por un largo saliente de la montaña. Mayli miró atrás y vio que An-lan estaba pálida y descompuesta. Realmente, infundía terror ese saliente cortado a pico. Gritó preguntando a la enfermera si no estaba en condiciones de seguir el viaje.
Tenía la boca reseca y no pudo contestar. Hizo simplemente un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Charlie.
—An-lan está verde de pánico —contestó Mayli—. Pero aquí no es prudente detenernos.
—En efecto —añadió Charlie, sin dejar de fijarse en el paso peligroso.
Realmente era el trozo de trayecto más arriesgado de la ruta. Y buena prueba de ello los restos destrozados de coches y camiones despeñados al fondo de aquellos precipicios, sea en uno u otro lado de la montaña.
La gente del país se aprovechaba de esos valiosos despojos, de los que sacaban todas las partes metálicas aprovechables. El metal era sumamente apreciado, sobre todo en un pueblo de los alrededores donde se detuvieron un día y que era famoso desde hacía siglos por la fabricación de sus tijeras; durante esta guerra, su industria se vio beneficiada indirectamente.
Era mediodía cuando se detuvieron en él. Mayli y las enfermeras deseaban ver las tijeras, que resultaron tan bien modeladas y fabricadas con tanto arte y habilidad que quisieron comprar un par, lo que hicieron después del almuerzo. Mayli dio con una pequeña y afilada que ostentaba unas mariposas labradas. No la necesitaba, pero no pudo resistir la tentación de adquirirla.
—¡Qué hojas tan afiladas! —dijo al tendero, que se dedicaba exclusivamente a la venta de tijeras.
—Eso se debe a que son fabricadas con acero extranjero.
Y poniéndose unas gafas con montura de oro y cogiendo las tijeras se dispuso a explicar a Mayli las características de su fabricación.
—¿Y cómo consiguen este acero?
—¡Qué impacientes son las mujeres! —dijo el tendero como riñéndola—. Ya se lo diré. El acero es sacado de los vehículos caídos en los precipicios de la Gran Ruta. Esos camiones han sido construidos en el país de Mei, donde el hierro es mezclado con otros metales, consiguiendo así un acero mucho más duro que el nuestro. Me gustaría saber el secreto de su fabricación. Actualmente, hemos podido fabricar así las mejores tijeras, y eso que las de nuestro pueblo son famosas desde hace siglos.
—He vivido en el país de Mei. Ellos lo llaman Estados Unidos de América —comentó Mayli sonriente—. Conozco sus enormes hornos, donde funden el metal.
Y siguió contando al tendero, que la escuchaba maravillado y con los ojos muy abiertos, cómo había visitado las grandes fundiciones de acero en una ocasión que visitó a una compañera de colegio que vivía en Pittsburgh.
—Puedo asegurarle que es digno de verse. Los hornos son más grandes que una casa y el metal sale de ellos como agua. En cuanto a las aleaciones, no sé nada. Sólo me fijé en la grandiosidad del espectáculo que tenía ante mis ojos.
Mientras el tendero escuchaba a Mayli envolvió la tijera en un papel fino, y meneando la cabeza dijo con aire meditabundo.
—Los extranjeros saben todo lo que puede hacerse con los metales y sobre todo con el acero. Vuelan en sus aviones como si cada cual dispusiera de uno. A veces los veo volar por encima de nosotros.
Salen de detrás de las montañas y son tan imponentes que espantan a los mismos demonios. ¡Y cómo dispara el enemigo cuando vienen! Pero ¿qué clase de hombres manejan esos monstruos? En un principio creía que, por lo menos, medían diez pies de altura y eran fuertes como águilas. Ahora que he visto los del campo de aviación del pueblo vecino, he comprobado que son jóvenes, vivarachos y bulliciosos como cualquier muchacho. Bajan del cielo y descienden a la tierra porque tienen hambre —dijo riendo y quitándose las gafas—. Son como chiquillos haciendo juegos mágicos —concluyó amablemente.
Parecía inteligente. Mayli se sintió humilde ante aquel hombre que había pasado la vida entre sus tijeras y que nunca había salido de su pueblo. Se despidió del viejo y salió con su compra, reflexionando sobre sus palabras.
Al día siguiente por la tarde y mientras pasaban por un sitio peligroso, aparecieron de improviso en el cielo, y detrás de las montañas, diecisiete aviones japoneses. El día era claro y el cielo despejado. Era imposible ocultarse en ningún refugio. A su lado, a ambos lados de la carretera, se abrían precipicios de más de mil pies de profundidad y, más arriba, las altas crestas de las montañas parecían escalar el cielo. No contaban con ninguna cueva, ni con alguna roca lo bastante grande para ocultarse detrás. Por otra parte, no había tiempo para esconderse. Los aviones se precipitaban sobre ellos como dragones furiosos. Lo mismo daba detenerse que acelerar la marcha.
—Aunque nos detuviéramos y nos refugiáramos bajo los camiones, no nos serviría de nada —dijo Charlie gruñendo y apretando el acelerador.
El camión aumentó la velocidad, tambaleándose de un lado para otro. Los fatídicos aparatos descendían casi verticalmente y el intenso rugido de sus motores atronaba los valles. Mayli se asió enérgicamente al asiento y afirmó los pies en el suelo del camión. Se daba perfecta cuenta del peligro y sabía que de un momento a otro toda la columna podía convertirse en fragmentos de acero, madera y carne humana despeñándose al fondo de un precipicio. Súbitamente aparecieron, descendiendo de las alturas, cuatro aviones que se lanzaron sobre los de los japoneses. Volaban velocísimos. Tan pronto se remontaban como descendían, esquivando el fuego de las ametralladoras enemigas. La lucha duró poco, pero pareció interminable. El enemigo, abandonando su objetivo primitivo, se lanzó al ataque contra los cuatro aviones. Pasaron unos momentos que parecieron siglos, y, cuando ya habían caído en el fondo de los valles seis aviones japoneses, los restantes emprendieron la fuga sin haber arrojado una sola bomba.
Charlie, entonces, paró el camión. El enemigo había huido en la dirección que debían seguir y, en consecuencia, era prudente detenerse unos momentos. Los demás camiones hicieron lo mismo.
Charlie, con la voz temblorosa y los ojos brillantes, dijo:
—Son los Tigres Voladores.
La escena había durado unos diez minutos escasos. No obstante, Mayli tenía la impresión de que había durado horas. Sentíase el cuerpo dolorido. Se miró las manos y vio que sangraban, se las había dañado con los costados metálicos del asiento. Antes de ocuparse de ellas fue distraída por el nuevo rugido de un avión que pasó volando muy cerca de ellos. Era un aparato pequeño y a una de sus ventanillas se asomó sonriente un joven americano. Agitó la mano y ascendió de nuevo para desaparecer detrás de las montañas. Mayli recordó las palabras del viejo tendero: «Chiquillos haciendo juegos mágicos».
… Pero todavía fue más extraño lo que les sucedió el último día de viaje siguiendo la ruta de Birmania. Sus ojos estaban hechizados de las múltiples bellezas que rodeaban las montañas y los valles y de las imponentes cascadas que caían desde cientos de pies de altura. Era imposible abarcar a la vez toda la grandiosa hermosura del paisaje. Por las noches acampaban en algún puesto encaramado en la escarpada cima de un peñasco o en algún templo situado en el fondo de un pequeño valle. A medida que avanzaban, fueron dejando atrás las elevadas montañas, que iban convirtiéndose en apacibles colinas. El aire no era tan frío. Reaparecieron las plantaciones de bambúes y los helechos y lirios que crecían en los bordes de los sembrados. Y pronto llegaron a las llanuras que conducían a Birmania, donde aconteció un suceso inesperado.
Una noche acamparon en un pueblo casi tan pequeño como una aldea. Mayli había conseguido alojar a las enfermeras y disponía de unos momentos para satisfacer sus ansias de ver cosas nuevas. Se encaminó hacia el templo. Los hombres acampaban en tiendas, en las afueras de la población. Mientras permanecía parada en una calle, vio acercarse a un grupo de muchachas que pertenecían a otra división. Se había enterado, al entregar el informe diario a Chung, que otro regimiento acampaba en el pueblo, cuyos soldados estaban abatidos por la malaria. Por la noche debía visitarlos y ver qué podía hacer con ellos. Estaban en el lado opuesto del pueblo, a fin de evitar los posibles contagios. ¿Malaria?, había preguntado Mayli, asombrada. Chung, viendo que ella desconocía esa enfermedad, le explicó el mal y sus efectos, más temibles y eficaces que la acción del enemigo. Atemorizada, Mayli le preguntó qué debía hacer para preservar a sus enfermeras, a lo que le contestó que debía evitar que fueran picadas por los mosquitos.
Mayli previno en seguida a sus compañeras. Mientras les daba instrucciones, se les acercó un sacerdote que les aconsejó que antes de acostarse quemaran incienso, a fin de ahuyentar a los demonios que traían la enfermedad y que no podían resistir el incienso quemado en honor de los dioses. A continuación acudió con un puñado de incienso que echó sobre un improvisado fuego de papeles encendidos. Realizado ése acto preventivo, Mayli salió a la calle y contemplaba el movimiento de la gente del pueblo, cuando vio venir a las muchachas desconocidas, entre cuyas voces creyó reconocer el timbre de una que le era conocido. Se fijó en sus caras y distinguió a la hermana menor de Sheng, la pequeña Pansiao, a quien, muchos meses atrás, había dejado en el colegio de las montañas, donde enseñó durante un tiempo. A pesar de estar convencida de que se trataba de ella, se preguntaba si era posible que se encontrara en aquel lugar. Al pasar junto a ella, Mayli llamóla en voz baja:
—¡Pansiao!
La muchacha reconocida se detuvo y, volviéndose hacia Mayli, se la quedó mirando con ojos muy abiertos. En efecto: era Pansiao.
—¡Oh! —gritó—. ¿Eres tú?
Salió del grupo y, cogiendo ambas manos de Mayli, las oprimió contra su pecho, sin dejar de mirarla y sonreír, diciéndole:
—¿Dónde fuiste al dejamos? ¡Si supieras cuánto te encontré a faltar! Por culpa tuya hui del colegio, por lo que nos dijiste. ¿Te acuerdas que no quisiste que leyéramos Paul Revere?
—Claro que me acuerdo —dijo Mayli riendo—. Ven conmigo adentro.
Pansiao, dirigiéndose a sus compañeras, que contemplaban la escena asombradas, les dijo con alegría:
—Es mi amiga. Es mi maestra. Es decir, lo fue.
—Entren todas —dijo Mayli.
Las muchachas la siguieron y se sentaron en los peldaños de mármol del templo. Pansiao explicó cómo había huido de miss Freem, escapándose de la escuela de la montaña.
—Seis compañeras decidimos escapar porque estábamos cansadas del colegio —dijo—. Unas seguimos un camino; otras, otro. Fue muy fácil. Viendo que mucha gente se dirigía al Sur, la seguí. El ejército estaba cerca. Me presenté para alistarme. Me acogieron muy bien y me dieron de comer.
Su aspecto era fresco y candoroso, con sus rojas mejillas y sus suaves ojos castaños, pareciendo todavía más niña que cuando Mayli la conoció. Ahora estaba mucho más delgada y sus músculos se habían endurecido. Mayli no dejaba de mirarla, sonriendo con ternura. Además del cariño que sentía, por ella no dejaba de recordar que era hermana de Sheng y que ella fue la primera a quien oyó pronunciar su nombre.
—Tu hermano también está camino de Birmania. ¿Ya lo sabes? —le preguntó.
—¿Quieres decir mi tercer hermano? —preguntó Pansiao palmoteando.
—Sí, a él me refiero.
Pansiao se acercó a Mayli.
—¿Tú no te has…?
—No, no me he casado —contestó Mayli ruborizándose. Y recordó el afán con que Pansiao se propuso casarla con su hermano.
—Él tampoco se ha casado, ¿verdad? —preguntó con cierto temor.
—No, tampoco —dijo Mayli, sintiendo que su rostro se ponía de mil colores ante la mirada escrutadora de la muchacha.
Decidió hablar de otras cosas y preguntó a Pansiao:
—¿Dónde irás ahora?
—No lo sé. No nos han dicho nada.
—¿Te gustaría unirte con nosotros y marchar hacia el Oeste?
—¡Oh! ¡Me gustaría ir contigo!
—Entonces, intentaré conseguirlo —contestó Mayli, diciéndose que le sería muy agradable tener a su lado a la hermana de Sheng.
Alargó la mano y cogió la de Pansiao, diciéndole:
—Ahora vete, y vuelve mañana con tus cosas. Esta noche hablaré con mis superiores y les pediré que te dejen venir con nosotros…, conmigo.
—¡Ah! ¿Y si no lo permiten? —preguntó Pansiao con temor.
—No lo creo —contestó Mayli sonriendo y con la convicción del que está acostumbrado a conseguir lo que se propone.
Pansiao se levantó dando un brinco.
—Ahora mismo prepararé mis cosas —dijo, e inclinándose ante Mayli, le rogó implorante—:
¡Déjame volver esta misma noche!
¿Quién podía negarse a semejante cariño?
—Bien. Ven —dijo—. En realidad, será mejor, pues nosotros madrugamos mucho.