Poco después se reprochaba su debilidad. ¿Con qué derecho pensaba en sus conveniencias o en su corazón, en unos momentos en que la ruta de Birmania, arteria gracias a la cual su país se comunicaba con el exterior, estaba amenazada por el enemigo? No podía pensarse en el amor. Y recordaba que así se lo había dicho a Sheng en varias ocasiones, pero sin que ella misma lo creyera. Pero ahora, ante aquellos hombres que hacían planes sólo pensando en la vida de los demás, se decía que realmente debía ser así. Durante breves momentos fue débil y miedosa. ¿Tendría la suficiente fuerza y entereza para vivir constantemente entre heridos y quizá muertos, viajar a pie centenares de millas por caminos duros y quebrados, por sitios desprovistos de carretera, a través de la selva? Pero, aun en el supuesto que fallara, era ya demasiado tarde para volver atrás. Y si así lo hiciera tampoco podría soportar la espera en medio del ocio de su vida. Le parecía que la ciudad, sin Sheng, quedaría vacía. Y, aunque no se encontraran, era un aliciente suponer que, no muy lejos de ella, Sheng integraba la gran fuerza que representaba esa expedición contra el enemigo.
—¿Qué instrucciones me da? —preguntó Mayli al doctor Chung.
—Le ruego que cada día se presente en mi oficina. Me ayudará a preparar las cajas de medicamentos y todos los complementos. Sólo debemos llevarnos lo indispensable.
—Vendré mañana por la mañana.
Desde entonces acudió diariamente allí durante once días; trabajaba todo el día y regresaba a su casa ya cerrada la noche. No volvió a hablar de Sheng, excepto una vez en que Liu Ma le preguntó, asombrada, dónde andaría. Mayli le contestó tranquilamente que sin duda lo habrían destinado a Indochina, como tantos otros que ya habían partido para allá. Mientras hablaba sentía los ojos de Liu Ma clavados en su cara, como si escrutaran sus pensamientos, pero resistió su mirada sin turbarse, completamente impasible. Sin duda esa aparente tranquilidad engañó a Liu Ma, pues no volvió a hablarle de Sheng.
… Ahora su vida iba adaptándose al molde que la regiría en lo sucesivo, seguramente durante muchos meses. Madrugaba. Antes desconocía qué cosa era una preocupación diaria. En cambio, ahora, tenía trabajo durante todo el día, desde la mañana muy temprano hasta muy entrada la noche. Una vez desayunada se ponía un vestido oscuro y se dirigía hacia la oficina donde se preparaban las provisiones, oficina que distaba más de una milla de su casa. Por temprano que llegara, el doctor Chung siempre se le había anticipado. Su pelo duro y espeso, peinado y cepillado hacia arriba, dejaba despejada su cara simpática y afable. Con las manos rojas de frío empezaba a apilar y distribuir paquetes de medicamentos, mucho antes de que llegaran sus ayudantes. Después, las habitaciones atestadas de cajones y papeles no tardaban en ser invadidas por hombres y mujeres —enfermeras, soldados y empleados— que comprobaban listas, separaban y envolvían drogas y productos que empaquetaban en trozos de hule o en papel encerado que luego metían en cajas que eran herméticamente cerradas. Las cajas iban formando altas pilas que crecían de día en día. Cada caja debía ser cuidadosamente llenada, pues ninguna debía pesar más de lo que un hombre puede llevar sobre su espalda. El primer día, Chung recomendó a Mayli que inspeccionara todos los utensilios que debían usar las enfermeras, entregándole una lista de los mismos y diciéndole en inglés:
—Revíselo usted misma. Y, si falta algo, mire de completarlo.
Siempre que debía hablarle, lo hacía en inglés, pues su lengua nativa era un dialecto de una región de la provincia de Fukien. Hablaba correctamente el inglés, por haber vivido más tiempo en el extranjero que en su propio país. También dominaba el francés y el alemán. Su figura pequeña y regordeta, que le daba aspecto de hombre vulgar, no inducía a suponerle tantos conocimientos. Sólo sus manos se destacaban del resto de su persona. Eran manos finas y delicadas de cirujano. Al principio, cuando Mayli todavía no sabía los milagros de que eran capaces, no hacía nada para evitar que se dañaran. Pero después que las hubo visto actuar infinidad de veces y con prodigiosa eficacia, siempre se empeñó en protegerlas. Cuando veía que cogía algo basto o excesivamente pesado corría a quitárselo de las manos bajo cualquier pretexto y seguía haciendo lo empezado por él. El doctor Chung no ahorraba esfuerzos. Cumplía con los trabajos más humildes y ajenos a su ciencia. Levantaba las pesadas cajas como un coolí[2] y se las cargaba sobre su espalda para comprobar si estaban en condiciones de soportar el duro traqueteo de la marcha. Lo mismo clavaba clavos que recogía los vidrios de las botellas rotas, con los que se había cortado más de una vez. Estaba en todo y se ocupaba de todo y siempre se le veía amable, silencioso y trabajando.
Poco a poco las provisiones quedaron ordenadas y la serie de hombres y mujeres que acudían a diario para trabajar bajo la más completa disciplina, estuvieron listos para partir. Mayli ya conocía personalmente a cada una de las enfermeras. Algunas se destacaban por su habilidad, otras eran más torpes; pero todas se habían alistado por voluntad propia, satisfechas de haberlo hecho y convencidas de que la labor que realizaban era útil y provechosa.
Las que conocía más a fondo eran las cuatro que estaban directamente bajo sus órdenes. Una de ellas, Han Siu-chen, era una estudiante cuya familia fue asesinada durante el saqueo de Nanking. Ella se salvó por encontrarse en un colegio del interior. A pesar de su desgracia era una muchacha alegre, pero odiaba profundamente a los japoneses y estaba ansiosa por participar en la venganza. Sus manos regordetas estaban cubiertas de sabañones. Su piel era fina, y sus mejillas, escarlata. Sus manos fueron lo primero que llamó la atención de Mayli en ocasión de haberle ordenado que envolviera unas vendas. Al darse cuenta de que la gasa estaba manchada de sangre, le preguntó:
—¿De quién es esta sangre?
La joven, avergonzada, mostróle sus manos, llenas de grietas que sangraban.
—Ven y deja que te las unte con un poco de aceite —dijo Mayli—. ¿Cómo puedes trabajar con esas manos?
Desde aquel día, cada mañana Mayli untaba con aceite y vendaba las manos a Han Siu-chen, lo cual motivó que llegara a conocerla a fondo. Mientras la curaba, entre risas y rubores, le decía que lo de sus manos no tenía la menor importancia.
La segunda era una muchacha de Tient-sin, menuda, delgada y pálida. Pertenecía a una rica familia de la ciudad. Sus padres habían huido del enemigo. Su madre murió a consecuencia de la miseria y sus dos hermanos perecieron en la guerra; en consecuencia, quedaron ella y su padre. Éste era viejo y débil, y, no pudiendo sostener a su hija, le aconsejó que se fuera y, a ser posible, vengara a sus hermanos. Convencido de que su hija no le abandonaría, se envenenó. Dispuesta a cumplir la voluntad de su padre, decidió hacer los posibles para vengar a su familia y ayudar a su país. Se llamaba Tao An-lan.
La tercera era muy hermosa y se llamaba Sung Hsieh-ying. No había sufrido daño alguno a consecuencia de la guerra y sólo había presenciado el bombardeo de la ciudad. En ella nació y en ella se había criado y vivía. Amaba a su país con gran fervor y sentía un gran afán de viajar y cambiar de ambiente, que atribuía al amor que sentía por su tierra.
La última enfermera era una joven viuda que sufrió tales humillaciones del enemigo, que ni siquiera quería mencionarlas. Se había alistado en el ejército del Noroeste; fue hecha prisionera, pero logró escaparse. Después de largas correrías llegó a esa ciudad y, enterada de que partían divisiones hacia el Oeste, se alistó en ellas. Se llamaba Mao Chi-ling.
Cada una de esas mujeres había aprendido a cuidar enfermos y heridos. Unas tenían más práctica que otras, pero todas poseían determinados conocimientos. Además de esas cuatro, que se habían agrupado alrededor de Mayli considerándola como una especie de guía, había todas las demás, que cada día la trataban con mayor respeto, reconociéndola como una superior y sirviéndose de ella como enlace entre ellas y sus jefes de alta graduación. Semejante confianza provocó un cambio enorme en Mayli. Durante toda su vida nunca se había preocupado de los demás, pero ahora sentíase responsable del cuidado y de la solución de los problemas de todas esas mujeres. Durante todo el día trabajaba sin cesar, y por la noche se despertaba a menudo a consecuencia del temor y las preocupaciones inherentes a su cargo. Como desconocía por completo las condiciones del país donde se dirigían e ignoraba las dificultades que podían presentarse en el camino, empezó a preguntar a cuantos sabía que habían viajado por el Oeste. Y lo mismo interrogaba a un chófer de camión, que a un mensajero coolí, como a un soldado o cualquier otra persona, mientras pudiera informarla acerca de las características de aquellas tierras.
—¿Qué clima tienen? —preguntaba.
—Es tan caluroso que, comparado con la temperatura, el té caliente parece frío —le dijo uno.
—Llueve tanto que la ropa se te enmohece encima —le contó otro.
—Los insectos se te echan encima como si fueras un presente del cielo —le precisó otro conocedor.
—Las serpientes aparecen de improviso, amenazadoras en las senderos, y saludan al transeúnte como si se tratara de la diaria ración de arroz —le informaron en otra parte.
—Las vides venenosas lo invaden todo con sus ramas —le indicó otro.
—El sol quema el cerebro y tuesta la piel —añadió alguien.
—La fiebre se mete en tu interior por todos los poros y hace bailar tus huesos como dados en un cubilete.
—Los ríos parecen estrechos y tranquilos, vistos de lejos. Pero cuando estás cerca de ellos crecen hasta convertirse en mares y se tragan a cualquiera en un abrir y cerrar de ojos. Los dioses de los ríos son temibles y perversos. Todos han sido comprados por el enemigo —le dijo un viejo que cayó en uno de aquellos ríos y un cocodrilo le devoró una pierna.
Mayli recogía todos esos informes y, deduciendo la parte de fantasía que podían tener sus relatos, se convenció de que el país que tendrían que atravesar era muy dificultoso, lleno de peligros y propenso a ocasionar enfermedades. En consecuencia, debía prevenirse contra sus acechanzas en la forma más conveniente. De las medicinas debía encargarse el doctor Chung, y ella se preocuparía de todas las demás necesidades. Dispuso que cada mujer fuera provista de un par suplementario de botas de cuero y compró a las campesinas de esa región anchas bandas de un grueso género que tejían ellas mismas, y que se arrollaba alrededor de las piernas a fin de preservarlas de las picaduras de los insectos. A base de un tosco cáñamo preparó unos velos para protegerse contra las moscas venenosas y los mosquitos. Dio a cada una de las mujeres una cajita que contenía legumbres secas deshidratadas, carne salada y azúcar cristalizado. Todo debía ser pequeño y de poco peso, pues en el caso de que cayera el que llevaba las provisiones, otros debían recoger su carga. Nadie podía llevar un peso mayor del que podía soportarse, pues el mismo respirar el aire de la jungla equivalía a una pesada carga. Se decía de los soldados extranjeros que, por llevar excesivas provisiones a fin de disponer de mayores comodidades, luego no podían andar con bastante rapidez para alcanzar al enemigo.
Un viejo soldado que había tomado parte en una de las últimas batallas en el Sur, se quejaba de que les obligaban a llevar consigo una muda de ropa para cambiarse.
—¿Seremos como esos gallinas extranjeros que llevan un equipo completo de verano y otro de invierno, zapatos para la lluvia, un impermeable, ropa de cama, comida, un sombrero para el sol y otro para la lluvia y casi, casi la casa entera? Yo sólo preciso un arma, el mayor número posible de balas, un par de sandalias de paja complementario y es más que suficiente. La comida me la procuro a medida que avanzamos, y la lluvia no me espanta.
En realidad, todos los soldados pensaban igual. No les gustaba cargar sino con lo estrictamente necesario. Cada uno quería a su fusil más que a sí mismo, y ocultaba sus municiones incluso a sus propios camaradas, porque era costumbre robárselas mutuamente, incluso por parte de aquellos que consideraban el robo como el más grave pecado.
Por fin llegó el día esperado por todos con tanta impaciencia. El general —que era el que con más ansiedad esperaba la orden de marcha— consideraba que estaban a punto desde los últimos once días y no cesaba de jurar y maldecir de las razones ocultas que retrasaban la partida y que permitían al enemigo asegurar y consolidar posiciones.
En las islas del Sur, los blancos habían sido derrotados sucesivamente, viéndose obligados a tener que ocultarse en las cuevas de las montañas, como las bestias.
Inesperadamente llegó la orden de partir y en menos de una hora todos estuvieron informados de que la tan deseada marcha empezaría al amanecer. Esa noche Mayli no pudo dormir. Por lo menos se levantó tres veces para comprobar que todo estaba a punto. Su uniforme, que era semejante al de los soldados, estaba tendido sobre una silla, con su pistola en el cinto. Junto a la cama, se veían las pesadas botas que debía calzar y el maletín, cuyo contenido comprobó de nuevo.
A medianoche se abrió la puerta de su dormitorio y Liu Ma entró sigilosamente. Llevaba un pequeño bolso en la mano, que tendió a Mayli.
—Puedes perder un botón —dijo en tono solemne—. A veces el menor contratiempo puede provocar una gran molestia.
Mayli cogió el bolso y miró su contenido. Consistía en unas cuantas agujas chinas, cortas, y en diferentes clases de hilos de seda de la mejor calidad, arrollados alrededor de papelitos, a modo de carretes; una pequeña tijera de acero, bien afilada; dos dedales de metal; también extranjeros. De dónde había sacado Liu Ma semejante tesoro, es cosa que nadie podría decir.
—No me había acordado de esas cosas —dijo Mayli—. Pero ciertamente son indispensables.
—¿Cómo se te habría ocurrido llevar contigo estas bagatelas si soy yo la que coso tu ropa? —comentó.
Y a continuación Liu Ma empezó a llorar ruidosamente, y con sollozos entrecortados añadió:
—Me das muchos disgustos, pero, no obstante, ¡qué penoso me será vivir sin ti!
—Te prometo que volveré. Tú debes quedarte y esperarme. Verás como pronto regresaré. Te lo aseguro.
—Sólo el cielo puede cumplir sus promesas —contestó Liu Ma, alejándose secando sus ojos con el borde de la manga.
Mayli volvió a acostarse y se quedó a oscuras, meditando. Ante la inminencia de la partida, tal vez sin regreso, su mente se sumergía en un mar de confusiones. ¿Por qué marchaba? Su decisión había obedecido, en parte, a un deseo de huir de su soledad, en vista del amor que sentía por Sheng, y en parte también, por el verdadero afán de ser útil a su país. Ahora, ambos motivos se confundían en uno solo. Se daba cuenta de que Birmania era la única comunicación que a China le quedaba con el resto del mundo. Sólo si esa puerta se mantenía abierta podían recibir ayuda contra el enemigo.
… Ese propósito de mantener expedita la ruta de Birmania era en realidad el propósito que animaba a todos los componentes de la5 tres divisiones que partirían a la mañana siguiente. En el corazón de cada hombre y de cada mujer estaba presente y les infundía valor el motivo que justificaba el sacrificio de sus vidas. El unánime propósito les mantenía más unidos. Cada uno de ellos sentía esa comunidad, sin necesidad de exponerla en palabras.
Los preparativos de la salida fueron similares a los de toda partida: confusión y mezcla de mil distintos ruidos y barullos; alboroto de idas y venidas atendiendo los últimos detalles. Quejas por tener que llevar cargas demasiado pesadas; disputas por la testarudez de unos cuantos. Los camiones fueron cargados de conformidad con la velocidad máxima que debían desarrollar. Una vez listas las provisiones, las mujeres subieron a los camiones y luego los hombres, que se distribuyeron lo mejor que pudieron. Cada camión era guiado por un hombre al que se habían dado las oportunas instrucciones sobre los planes de ruta y del punto de concentración al final del trayecto.
Mayli, de uniforme y con su pequeño equipaje sujeto a la espalda con una correa, estaba al frente de las enfermeras esperando la orden de salida. Todas vestían del mismo modo que ella, y la grave expresión de sus caras les daba un extraño parecido.
Junto a Mayli había sus cuatro ayudantes, en cuyos corazones latía idéntica ansiedad y el mismo temor, además de una igual voluntad de conseguir la victoria. La cara redonda de Siu-chen tenía una expresión infantil junto con una gran seriedad. Chi-ling, la viuda, parecía triste y algo cansada, como si ya estuviese en plena marcha. En cambio, Hsieh-ying, la muchacha que desconocía toda clase de penalidades, sonreía alegremente y sus ojos brillaban de satisfacción, mientras se mordía los labios sin cesar.
—¡Las enfermeras! —gritó de pronto un militar—. Vengan por aquí. ¡Por aquí!
Un teniente de baja estatura hacía ondear una hoja de papel y gritaba dirigiéndose a las muchachas. Mayli se adelantó, seguida por todas las demás. Les ayudaron a subir a los camiones que estaban esperando. Primero subió Mayli, que se sentó al lado del mecánico. Era un tipo alto, de cara vulgar y ojos pequeños bajo unas negras cejas, espesas y erizadas.
Pocos momentos después, y luego de oírse alguna que otra orden, estaban a punto de salir. Mayli iba en el camión que llevaba la delantera de los cuatro que componían la columna. Cuando el chófer apretó el pedal para arrancar, el coche ni se movió. Apretó de nuevo con ambos pies, pero sin conseguir nada. El conductor empezó a maldecir al cielo y al camión, a la vez que se golpeaba la cabeza con ambas manos, chillando:
—¡Hijo de mala madre! ¿No he llenado tu barriga de aceite extranjero y de agua? ¿No quemé ayer incienso a los dioses implorando por ti? ¿Qué más quieres ahora?
Bajó del coche y dio unas cuantas patadas en la parte trasera del camión. Después cogió otra vez el volante y volvió a intentar arrancar. Sus esfuerzos fueron inútiles. El motor daba una especie de gruñido, después un silbido y seguía gruñendo, pero sin moverse.
Mayli, que había viajado mucho en automóviles extranjeros, sabía que debía moverse una manija y se la mostró al chófer, diciéndole:
—¿Por qué no tira usted de ella?
El conductor la miró haciendo una mueca, pero hizo lo que se le indicaba. El camión se puso en marcha inmediatamente, pero el mecánico no dio la menor muestra de haberse dado cuenta de su descuido. En cambio, siguió lamentándose mientras el vehículo daba tumbos por el áspero camino.
—A mi parecer, esos inventos extranjeros nunca llegan a ser perfectos. No me explico cómo los extranjeros, si son tan listos para hacer estas cosas, no han llegado todavía a poner una palanca automática en cada coche para que pueda pensar por sí mismo en todas sus necesidades. ¿Cómo puede pretenderse que mi maldita cabeza piense por mí y por el camión? ¿A usted le parece justo que toda la responsabilidad sea para el que lleva el volante?
Entretanto, Mayli se dio cuenta de que el coche iba sin la tapa del motor, quedando éste expuesto al polvo y a la lluvia.
—Es una imprudencia haber sacado la tapa del motor, ¿no le parece? Si llega a llover o encontramos demasiado polvo, quizá no podamos continuar el viaje.
—¿Y usted cree que voy a bajar y levantar la tapa cada vez que tenga que mirar el motor? El día no da tiempo para tanto. ¡Preferí arrancarle la cubierta!
Habló de la manera más jovial y despreocupada y mientras guiaba el camión como si se tratara de un animal salvaje en plena furia, no dejó de hablar animadamente con Mayli, la cual pronto dejó de contestarle, pues debía prestar toda su atención en conservar el equilibrio, cogiéndose al asiento y afirmando los pies, a fin de no ser arrojada fuera del coche en una de las incesantes sacudidas a las que el mecánico le sometía. En un momento dado y haciendo guiños, pero sin aminorar la marcha desenfrenada, el chófer le dijo:
—Me parece que lo mejor sería que pusiera un soldado al otro lado; así, entre los dos, usted iría como entre almohadones.
—Quizá…, quizá…, podría ir un poco más despacio —replicó Mayli, entrecortándose.
Pero el mecánico sacudió la cabeza, gritando en medio del ruido del motor:
—Si voy más despacio, este maldito hijo de mala madre se creerá que ha llegado la hora de descansar. Ahora que ya le he dicho que tiene que correr, es necesario que lo mantenga corriendo hasta que yo me canse o me sienta hambriento y tenga que detenerme para comer. Además, por la tarde nunca trabaja tan bien como por la mañana. ¿Es que los extranjeros no trabajan por las tardes?
Mayli encogióse resignadamente de hombros, sin atinar a replicar nada. Limitóse a sonreír, pues no valía la pena de malgastar charlando el poco aliento que le quedaba.
¡Qué alegría sintió al llegar al mediodía!
Sin previo aviso, el conductor paró bruscamente el camión, frenando de golpe y sujetándola por los hombros para evitar que fuese violentamente despedida por la ventanilla, que carecía de vidrio. El silencio que sobrevino a la brusca parada fue para Mayli un gran consuelo. Continuó sentada durante unos momentos, a fin de reponerse algo. El mecánico había descendido de un salto y se dirigía a la posada en busca de comida. Mayli, sintiendo ganas de reír, también bajó del camión.
—Estoy como si hubiera caminado cien millas —dijo a Hsieh-ying, que había acudido a ayudarla.
Todas se agruparon a su alrededor y Hsieh-ying dijo:
—Esta tarde cambiaremos de sitio. He visto el poco cuidado con que guía el mecánico este camión. No se fija para nada en el estado de la ruta. En cambio, el mío es un estudiante y ya verá con qué cuidado evita los obstáculos.
En realidad, a Hsieh-ying, mujer sencilla, le simpatizaba la rudeza y el vigor del soldado que conducía el camión en que había viajado Mayli, y, aunque ésta lo adivinó a través de sus palabras, aceptó el cambio con una sonrisa.
Después del almuerzo, a base de arroz con carne y repollo, Hsieh-ying subió al camión guiado por el soldado de cara amplia. Mayli, en cambio, sentose junto al joven delgado y pálido que la saludó inclinando la cabeza y sin sonreír.
En efecto, ese mecánico era completamente distinto del duro e impulsivo de la mañana. Conocía perfectamente los coches y guiaba el suyo con mucho cuidado, haciéndole marchar con la mayor suavidad. Aunque esta parte del camino estaba en iguales condiciones que la recorrida por la mañana, ¡qué distinto era el viaje!
Mayli no pudo menos que decirle:
—Conduce usted el camión como si fuesen conocidos.
—Y lo somos, casi, casi —contestó el mecánico—. Soy ingeniero. Estudié en un colegio americano.
—Entonces, ¿por qué hace de chófer? —inquirió Mayli, asombrada.
Y, sin darse cuenta, le habló en inglés, en cuyo idioma él contestó:
—Estaba en América, donde cursaba el último año de mi carrera. Pero cada día sentía más impetuosos deseos de participar en esta lucha. Llegué a Chung-King y, después de esperar meses y meses sin conseguir nada, aproveché la oportunidad.
—¿No consiguió nada? —subrayó Mayli.
El chófer hizo un gesto despectivo con la boca.
—Quiero decir que no tuve medios para llegar hasta el gran camarada —dijo.
—¿Qué medios?
—La palanca, mejor dicho, dinero para lograr que se abran las puertas o encontrar influencias políticas, en fin…, una de esas cosas o las dos a la vez.
—¡Pero si no precisa nada! —observó Mayli, asombrada—. Yo no tengo ninguna de esas dos cosas y, no obstante, he hablado con el Presidente y con su esposa.
El muchacho se encogió de hombros y siguió guiando con los ojos fijos en la ruta. Después de un buen rato de guardar silencio y siempre con la vista fija en el camino, volvió a hablar:
—Nuestro país es el más hermoso del mundo. Fíjese en estas montañas. Son las más importantes que he visto. Le aseguro a usted que me sentía enfermo por regresar.
En efecto, cuanto les rodeaba era de una gran belleza. Las faldas de las montañas, desprovistas de árboles, estaban cubiertas por las hierbas de invierno y lucían sus múltiples tonalidades. Al anochecer adquirían un color púrpura y se destacaban aún más contra el cielo, que aparecía teñido de áureos reflejos. En los valles se veían grupos de granjas que formaban pequeñas aldeas al pie de los montes. Las suaves pendientes de las colinas estaban cubiertas de campos sembrados. Los campesinos, vestidos con sus habituales ropas azules, salían a las puertas de sus casas y se quedaban contemplando el paso de los camiones, mientras los niños corrían hasta el borde de la carretera agitando sus manitas. En los valles que formaban las colinas se veían plantaciones de bambúes que todavía estaban verdes.
Y de trecho en trecho se divisaba, a lo lejos, la cúpula de algún templo con sus torres puntiagudas levantadas hacia el cielo:
—He vuelto por todo esto —dijo el soldado todavía hablando en inglés—. He regresado por esta tierra y por esta gente. No por ninguno de los hombres que dirigen el país.
—¿Es usted comunista? —le preguntó Mayli.
—No sé qué quiere usted significar con la palabra comunista. Lo que le digo es que soy un hombre del pueblo.
Calló durante largo rato y después añadió:
—Soy del pueblo, para el pueblo y por el pueblo.
Mayli recordó estas palabras familiares extranjeras, sin explicarse la razón por la que ahora él las usaba. Y, como el mecánico no aclaró qué quería decir, Mayli se quedó sin comprenderle.
Transcurrió cosa de media hora en silencio. Después de haber disminuido la velocidad, atravesaron las puertas de un pequeño pueblo.
—Esta noche acamparemos aquí —dijo el soldado, descendiendo del camión.
Mayli también bajó y, antes de alejarse, vio cómo el mecánico examinaba el motor del camión con casi expresión de ternura, exactamente como si se tratara de un ser viviente.
«Mañana le preguntaré su nombre», se dijo Mayli, admirándose de no haberlo hecho antes. Pero, en realidad los nombres no significan nada. Marchaban todos juntos y formaban una sola unidad. Eso era lo importante. El nombre de cada cual no significaba nada.